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Capítulo aborto libro de Portela

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Capítulo 9 
Sobre las discusiones en el 
dominio de la vida 
 
Pablo Raúl Bonorino 
 
 
 
 
 
 
La regulación jurídica del aborto y la eutanasia generan actualmente 
discusiones apasionadas y abiertas en casi todo el mundo como nunca antes 
había ocurrido. En España, por ejemplo, el proceso legislativo fue similar al que 
viviera Alemania en la década del setenta. El Tribunal Constitucional Español en 
fallo 53/85 declaró inconstitucional la legislación liberal en materia de aborto 
sancionada en su momento por el parlamento, y expresó las líneas que debía 
seguir la futura legislación para adaptarse a los requerimientos de la Constitución 
Española. Pero con la sanción de la actual legislación no acabaron las disputas, 
en octubre de 1998 se volvió a discutir la modificación del régimen legal del 
aborto, y la gran presión eclesiástica impidió la ampliación de supuestos en los 
que se permite a la mujer abortar (ver Ruiz Miguel 1990). En Argentina, por su 
parte, nunca se afrontó seriamente la discusión de la cuestión ni en sede 
legislativa ni en sede judicial. 
En los EEUU la controversia es muy virulenta y parece irreconciliable, 
en parte por la forma en que se resolvió la cuestión. Allí no se llegó a dictar una 
legislación sobre el tema mediante el debate y consenso legislativo, sino que fue 
la Suprema Corte de Justicia quien decidió la cuestión. En 1973 al resolver el ya 
famoso caso Roe vs. Wadei sostuvo que cualquier ley que prohibiera el aborto 
durante los seis primeros meses de gestación, fundándose en una supuesta 
obligación de proteger al feto, resultaba inconstitucional. Lo esencial de esta línea 
jurisprudencial se ha mantenido a lo largo de los años, incluso con mayoría de 
miembros conservadores en la Corte, tal como quedó de manifiesto en la 
resolución del reciente caso Casey en 1992ii. 
Según Dworkin la razón que lleva a ver la controversia en torno al 
aborto como irresoluble es malinterpretar el objeto de la discusión. Si se eliminan 
esas confusiones, se puede albergar esperanzas de encontrar bases comunes 
entre los contendientes que permitan fundar una solución jurídica a la cuestión que 
no sea considera degradante por ninguno de ellos. 
Dworkin define su propio trabajo en El domino de la vida (1993) como 
un ejemplo de ensayo argumentativo, género a su entender descuidado en la 
actualidad. En una obra de esta naturaleza, de lo que se trata es de ofrecer un 
argumento, esto es de dar razones en apoyo de alguna afirmación específica que 
constituye a su vez la respuesta a un problema determinado. En consecuencia, 
todas las cuestiones discutidas en un libro que pretenda encuadrarse en esta 
categoría deben cumplir alguna función en el argumento general que en el mismo 
se presente. 
Dworkin contrapone dos formas distintas de entender la labor de la 
filosofía práctica según cómo se entienda la conexión entre la teoría y los 
problemas concretos. Se puede entender que la conexión entre teoría y praxis va 
desde fuera hacia dentro. Esto significa que se debería comenzar construyendo 
teorías generales basadas en presupuestos filosóficos generales, para luego 
intentar aplicarlas a problemas concretos. Pero también se puede entender la 
conexión en sentido inverso, lo que implica que se debería comenzar a reflexionar 
a partir de problemas prácticos, para luego tratar aquellas cuestiones generales 
(filosóficas o teóricas) necesarias para fundar la solución a dichos problemas. 
Estas dos formas de entender la filosofía no se diferencian por el grado 
de abstracción o de profundidad teórica que pueden alcanzar sus resultados. Se 
diferencian en la forma en que las cuestiones abstractas se escogen, combinan y 
formulan. Pero la diferencia más importante está en el éxito que se puede esperar 
en el plano político del resultado de una y otra forma de argumentar. Dworkin 
sostiene que cuando se argumenta desde dentro hacia fuera las teorías son como 
trajes hechos a medida para la ocasión, y las soluciones que se defienden para los 
problemas concretos tienen mayor posibilidad de ser oídas y aceptadas en el foro 
político que aquellas otras soluciones apoyadas en teorías construidas de forma 
general (1993:28-9). 
Dworkin, en consecuencia, argumenta en su libro desde dentro hacia 
fuera. Comienza planteando el problema práctico de si el derecho debería permitir 
en algún caso el aborto o la eutanasia, y si es así en qué circunstancias, para 
luego plantear todas aquellas cuestiones filosóficas que se deben tener en cuenta 
para resolverlo. 
En este capítulo prestaré atención sólo a aquellas partes del libro en las 
que se dedica a analizar la cuestión del aborto. Mi intención no es entrar en la 
polémica de fondo, sino exponer la argumentación de Dworkin, para analizar la 
manera en la que nos propone enfrentar las discusiones en el dominio de la vida y 
para evaluar la viabilidad teórica y práctica de su propuesta. 
 
 
1. ¿SOBRE QUÉ VERSA LA DISCUSIÓN EN TORNO AL ABORTO? 
 
Según Dworkin, lo que ha envenenado la discusión pública respecto del 
aborto es la confusión entre dos tipos de razones distintas con las que se puede 
argumentar en contra de su permisión: razones de carácter autónomo y razones 
de carácter derivado. El problema surge principalmente porque quienes discuten 
este tema utilizan ciertas expresiones de forma ambigua. Esto significa que no se 
puede determinar, a partir de las mismas, a qué tipo de razones están apelando. 
El principal objetivo que persigue en El dominio de la vida (1993) es identificar y 
eliminar dicha confusión, que es la responsable de que no se pueda vislumbrar 
ninguna posibilidad de acuerdo en la controversia. 
Con los enunciados “la vida humana comienza con la concepción”, “el 
feto es una persona desde ese momento”, “el aborto constituye, en consecuencia, 
un asesinato, un homicidio, un avasallamiento a la santidad de la vida humana”, 
muy comunes en el debate sobre el aborto, se puede querer expresar dos ideas 
muy diferentes. 
En primer lugar, se pueden utilizar para afirmar que el feto es una 
criatura con derechos e intereses propios. En ese caso el aborto es incorrecto 
pues constituye una clara violación del derecho del feto a mantenerse con vida. 
Dworkin llama a esta forma de argumentar objeción de carácter derivado, pues la 
misma deriva la condena del aborto a partir del presupuesto de que el feto tiene 
intereses y derechos que el estado tiene la obligación de proteger (1993: 11). 
En segundo lugar, las mismas expresiones retóricas señaladas 
anteriormente pueden utilizarse para significar algo totalmente distinto. Con ellas 
se puede querer decir que la vida humana tiene un valor intrínseco, que la vida 
humana es sagrada en sí misma. El carácter sacro de la vida humana comienza 
cuando empieza la vida biológica, aun cuando la criatura en desarrollo todavía no 
haya podido desarrollar movimientos, sensaciones o intereses propios. Dworkin 
denomina a estas posiciones objeciones de carácter autónomo, pues se oponen al 
aborto por considerarlo un insulto al valor intrínseco de toda etapa o forma de vida 
humana. No presuponen ningún tipo de derechos o intereses especiales del feto 
para desde allí derivar su conclusión (1993: 11). 
Según Dworkin podemos entender los debates contemporáneos en 
torno al aborto como una discusión en el plano de las razones de carácter 
derivado (sí el feto tiene intereses y derechos que el estado debe proteger) o en el 
plano de las razones de carácter autónomo (que significa decir que la vida 
humana es sagrada o inviolable). 
Si interpretamos la discusión en términos de intereses y derechos del 
feto, la disputa se reduciría a una cuestión de convicciones básicas por lo que 
ninguna parte podría ofrecer argumentos aceptables para la otra. Esto llevaría a 
considerar el debate como irresoluble toda vez que los contendientes no tendríannada sobre lo que discutir apelando a razones. Si el desacuerdo es tan absoluto 
no puede haber acuerdo conforme a ciertos principios básicos de justicia, 
entonces estaríamos ante un virtual empate moral que sólo podría ser definido 
apelando exclusivamente al poder político que se ostenteiii. 
Pero Dworkin afirma que existe una alternativa más satisfactoria. El 
debate en torno al aborto se puede comprender mejor si se interpreta como una 
disputa sobre la mejor manera de respetar la inviolabilidad de la vida humana, 
principio con el que todos los contendientes parecerían estar dispuestos a 
comprometerse. 
Esta forma de ver la discusión resulta más aceptable principalmente por 
dos razones. La primera es su mayor poder explicativo. Ver la discusión de esta 
manera permite comprender, por ejemplo, ciertas encuestas aparentemente 
contradictorias, en la que los encuestados afirman al mismo tiempo que el aborto 
es inmoral pero que la mujer tiene derecho a tomar libremente la decisión de 
abortar. Pues se puede sostener que es inmoral poner fin deliberadamente a una 
vida humana y al mismo tiempo defender el derecho de la mujer embarazada para 
tomar libremente dicha decisión en la primera etapa del embarazo, sin 
contradecirse, sólo si se presupone que lo que está en juego es la diferente forma 
de entender el valor intrínseco de la vida humana (1993: 14-15). 
La segunda razón por la que se debe preferir la lectura propuesta por 
Dworkin, es que a su entender resulta muy difícil conceder sentido a la idea de 
que el feto tiene intereses propios desde la concepción. Primero, no tiene sentido 
suponer que algo tiene intereses propios a no ser que tenga o haya tenido alguna 
forma de conciencia: alguna vida psíquica además de física, pues no puede 
sostenerse que todo lo que puede ser destruido tiene interés en no serlo y no 
basta conque esté en camino de convertirse en un ser humano completo para 
asignarle intereses (argumento de la potencialidad). Pero el feto carece del 
sustrato neurológico necesario para tener intereses de cualquier tipo hasta algún 
momento relativamente tardío de su gestación (1993: 16). Segundo, no se puede 
fundar razonablemente la tesis de que el interés del feto es evitar el dolor, pues el 
feto no puede sentir dolor hasta las 30 semanas de gestación. Tampoco se puede 
dar sentido a la tesis de que el interés del feto es evitar que se menoscaben 
algunas capacidades más complejas, como las de disfrutar o las de sentir 
emociones, pues el surgimiento de las mismas no puede observarse en el feto 
antes de las 30 semanas de gestación (1993: 17). Finalmente, la constatación de 
la existencia misma del feto como entidad biológica resulta irrelevante. La cuestión 
de si el aborto es contrario a los intereses del feto depende de que el propio feto 
tenga intereses en el momento en que se practica el aborto, y no de que el mismo 
pueda llegar a desarrollar intereses si no se practica ningún aborto (1993: 18). 
Pero todas estas razones sólo muestran la dificultad de atribuir 
intereses al feto en el momento de la concepción, lo que deja en evidencia lo 
inconveniente que resulta argumentar en contra del aborto apelando a razones 
derivadas. De ninguna manera esto significa que no se pueda defender una 
posición contraria al aborto. Se puede sostener que el aborto es inmoral con el 
alcance que se desee dar a esta afirmación sin presuponer que la razón principal 
reside en que el aborto es contrario a los intereses del feto. 
La forma de hacerlo es apelando a razones autónomas, esto es, al 
carácter inviolable de toda vida humana. De esta manera se pueden evitar todas 
las discusiones y réplicas precedentes, al mismo tiempo que se avanza en la 
posibilidad de lograr alguna solución al problema que no sea sentida por ninguno 
de los contendientes como un ultraje a sus principios (1993: 19). 
En consecuencia, entender el debate del aborto como una controversia 
sobre si el feto tiene derechos e intereses es un error basado en la confusión entre 
objeciones derivadas y autónomas que lleva a radicalizar la disputa e imposibilitar 
el acuerdo (enunciado 1 de la reconstrucción inicial de su argumentación). 
Pero queda un problema por resolver. ¿Cómo interpretar en términos 
de razones autónomas discusiones que de hecho se expresan apelando a la 
terminología de las razones derivadas? 
Los astrónomos descubrieron Neptuno sólo después de haber 
presupuesto su existencia para explicar los movimientos de Urano. Sin apelar a la 
fuerza gravitatoria ejercida por un cuerpo celeste, aún desconocido, que estuviera 
orbitando en sus cercanías, los mismos no podían ser explicados. De la misma 
manera opera Dworkin frente al debate sobre el aborto. Sostiene que sin 
presuponer que la mayoría de quienes participan en esa discusión lo hacen en 
función de su creencia en el valor intrínseco de la vida humana, no se podría 
explicar consistentemente el conjunto de creencias que los mismos defienden 
sobre la cuestión (1993: 68-9). 
Según Dworkin, debemos distinguir entre la retórica pública y las 
verdaderas opiniones que sostienen quienes debaten el tema del aborto. No se 
puede llegar a descubrir lo que la gente realmente piensa si sólo nos fijamos en la 
retórica empleada en el fragor del debate público. 
Una forma de ir más allá de las apariencias en estas cuestiones es 
prestar atención no sólo a las palabras sino también a los actos. La gente actúa en 
forma distinta a la que sugiere su retórica cuando toman decisiones concretas que 
los afectan a ellos mismos o a sus allegados. Quienes sostienen en el debate 
términos como asesinato u homicidio pueden reconocer tras reflexión que en 
realidad es una concepción de carácter autónomo lo que las lleva a utilizarlas. 
Por otra parte, las expresiones que aluden a que “la vida humana 
comienza con la concepción” o a que “el feto es una persona desde la concepción” 
son también ambiguas, pues pueden ser interpretadas como intentando aludir 
tanto a razones de carácter derivado como a razones de carácter autónomo. Las 
personas pueden emplearlas movidas por creencias de uno u otro tipo, razones 
que a veces sólo pueden descubrir si se las invita a reflexionar sobre las mismas 
(1993: 20-21). 
Dworkin intenta mostrar que las posiciones conservadores, liberales, 
religiosas y feministas presuponen (o al menos no contradicen) la fundamentación 
de la posición frente al aborto en razones de carácter autónomo (1993: Cap. 2). 
La mayoría de las personas que sostienen posiciones conservadoras 
frente al aborto, esto es que niegan que el mismo sea permisible, reconocen la 
existencia de ciertas excepciones. Estas excepciones varían según los 
interlocutores, la mayoría acepta que el aborto es permisible cuando está en 
peligro la vida de la madre, o cuando el embarazo proviene de una violación o de 
un acto incestuoso. 
Pero rechazar el aborto de manera general y al mismo tiempo dar 
cabida a alguna de estas excepciones resulta inconsistente con la idea de que el 
feto tiene derechos desde el momento de la concepción. Pues en el primer caso 
tendría el mismo derecho a la vida que la madre, y en el segundo caso resultaría 
un tercero inocente frente a delitos cometidos por otros. En ninguno de los dos 
casos se podría justificar la vulneración de su derecho a mantenerse con vida 
(1993: 31-32). 
Lo mismo ocurre con la posición liberal, que Dworkin reconstruye a 
partir de la aceptación conjunta de cuatro afirmaciones: (a) la aceptación del 
aborto como una situación problemática desde el punto de vista moral, (b) el 
reconocimiento de que, sin embargo, el aborto se encuentra justificado por una 
gran variedad de razones serias, (c) que la mujer tenga en cuenta sus propios 
intereses se considera una justificación suficiente para el aborto, (d) el estado no 
debe involucrarse en la decisión de la mujer previniendo el aborto mediante el uso 
dela legislación salvo en una etapa avanzada de desarrollo, cuando el feto está lo 
suficientemente desarrollado como para poseer intereses propios (1993: 32-33). 
La única afirmación compatible con la atribución al feto de derechos e 
intereses desde la concepción es la primera. Para sostener las restantes es 
necesario rechazar la idea de que el aborto resulta moralmente incorrecto por 
razones derivadas (1993: 34). 
Por ende, ambas posiciones laicas, conservadora y liberal, presuponen 
que la vida humana posee valor intrínseco, y que en principio es incorrecto acabar 
con ella cuando ningún interés está en juego. 
Pero las opiniones se elaboran también en el plano de instituciones y 
movimientos de carácter general, no sólo en el nivel individual. Por eso Dworkin 
pone a prueba su hipótesis interpretativa analizando las posiciones que defienden 
frente al aborto las iglesias tradicionales y el movimiento feminista. En ambos 
casos llega a una conclusión similar: no existen elementos que permitan afirmar 
que las posiciones defendidas por las iglesias y los movimientos feministas solo 
puedan fundarse en razones derivadas, por más que su retórica pública o sus 
documentos oficiales así lo anuncieniv. 
En consecuencia, no se puede comprender el debate acerca del aborto 
si lo consideramos ceñido a la determinación de si el feto es o no persona, o lo 
que es lo mismo, si tiene o no derechos e intereses que el Estado debe proteger. 
Dworkin afirma que es plausible sostener que todos los participantes, 
aunque se expresen de otra manera en el debate público, en realidad se oponen 
al aborto porque consideran inviolable la vida humana y no porque crean 
seriamente que el feto tenga intereses y derechos que deben ser protegidos por el 
Estado. 
En esta etapa de la argumentación Dworkin muestra la necesidad de 
postular la existencia de esas creencias en la inviolabilidad de la vida humana, tal 
como los astrónomos postularon la existencia de otro planeta en el sistema solar. 
Pero a menos que luego se descubra ese planeta, en el caso de Dworkin a menos 
que se elucide convenientemente la noción de “valor intrínseco de la vida 
humana”, no se puede considerar satisfactoria la explicación. 
¿Cómo explicar entonces la virulencia y el carácter recalcitrante de las 
discusiones si partimos de presuponer que todos los involucrados están de 
acuerdo en que la vida humana es intrínsecamente valiosa, sagrada o inviolable? 
Responder esta pregunta exige analizar previamente las propiedades “valor 
intrínseco”, “carácter sagrado” e “inviolabilidad”, cuando las mismas se predican 
de la vida humana, por ser éstas las expresiones utilizadas indistintamente por 
Dworkin en la explicación alternativa que propone. 
 
 
1.1 El carácter sagrado de la vida humana 
 
La tarea que Dworkin realiza en esta parte de su argumentación, 
consiste en aislar aquellas creencias que constituyen el concepto de “carácter 
sagrado (o inviolable) de la vida humana”, para luego explicar el desacuerdo a 
partir de las distintas concepciones con las que se da sentido a las mismas. 
Para determinar el concepto en cuestión Dworkin propone que 
prestemos atención a aquellas cosas que nos rodean y que consideramos 
valiosas, preguntándonos la razón por la que las consideramos valiosas. 
Algunas cosas son instrumentalmente valiosas, como el dinero o las 
medicinas. Su valor depende de la capacidad que tengan para producir o ayudar a 
conseguir algo que se considera deseado. Otras son subjetivamente valiosas, 
como escuchar “Rock’n’Roll”, o beber vino tinto. Sólo son valiosas para aquellos 
que las aprecian, pero nadie piensa que quien no comparta estas ideas cometa un 
error respecto de lo que es realmente valioso. Finalmente, encontramos cosas que 
son intrínsecamente valiosas, como el arte, las culturas humanas o las especies 
en peligro de extinción. Su valor se considera independiente de lo que la gente 
necesita, quiere o considera bueno para ella. 
Es en este último grupo de cosas en las que Dworkin centra su interés. 
Se pueden hacer otra distinción de interés dentro de las cosas intrínsecamente 
valiosas. Algunas de ellas poseen un valor incremental, se desea más de ellas no 
importa la cantidad que se posea. Un ejemplo sería el conocimiento. Otras en 
cambio, son valiosas por el sólo hecho de existir. Estas son las cosas sagradas o 
inviolables. El arte y las especies animales protegidas se consideran valiosas en 
este sentido, son valiosas por el mero hecho de existir, por aquello que 
representan. Cuando una cosa es considerada sagrada o inviolable su destrucción 
deliberada es considerada una deshonra de aquello que debería ser honrado 
(1993: 71-72). 
Según Dworkin existen dos razones por las que habitualmente solemos 
considerar sagrada a una cosa. Podemos considerarla sagrada o bien por 
asociación, o bien por el proceso por el que llegó a ser lo que es. Ejemplos de lo 
primero son los símbolos patrios en muchas culturas. No importa como se 
confeccionó una bandera determinada, sino los valores que a ella se encuentran 
asociados. Por eso muchos consideran que si alguien quema una bandera de su 
país (no importa cual) está cometiendo una gravísima ofensa. Las obras de arte, 
en cambio, son valoradas por el proceso de creación, por cómo fueron elaboradas. 
De la misma manera puede entenderse el valor que se les asigna a ciertas 
especies animales, lo que resulta decisivo en estos casos es el proceso natural 
que requirió su existencia (1993: 74-75). 
Existe otro ejemplo crucial de cosa sagrada, aunque pocas veces se 
hable explícitamente de ella. Se trata de la supervivencia y desarrollo de nuestra 
propia especie. En ella se combinan las bases que llevan a considerar sagrados al 
arte y a ciertas especies animales. Consideramos que es valioso que nuestra 
especie sobreviva no sólo desde el punto de vista biológico, sino también en el 
plano de la cultura. 
Ella se encuentra en el trasfondo del denominado problema de la 
justicia respecto de las generaciones futuras. Nuestra preocupación respecto del 
futuro de la humanidad sólo tiene sentido si suponemos que la continuidad de la 
especie humana es valiosa en sí misma (1993: 76-77). 
Lo esencial para considerar algo como sagrado o inviolable parece 
residir exclusivamente en el valor que le asignamos a la empresa misma más que 
a los resultados que produjo, considerados de forma independiente de su proceso 
de producción. Sin embargo, Dworkin aclara que la relación entre admiración por 
el proceso y admiración por el producto es muy compleja. 
Existen, en primer lugar, grados en lo sagrado. Se puede pensar que es 
más sacrílego destruir las pinturas de la Capilla Sixtina, que destruir los cuadros 
de un pintor menor de la misma época. No se siente el mismo rechazo ante la 
eliminación de las arañas venenosas, que ante la extinción del oso panda. Y, en 
segundo lugar, solemos ser selectivos respecto de lo sagrado. No tratamos como 
inviolable o sagrado a todo aquello que produce la cultura humana. Los anuncios 
publicitarios no suelen considerarse de esa manera, sí en cambio la pintura. 
Tampoco consideramos sagrado todo aquello que requirió un largo proceso 
natural para su creación. El petróleo o el carbón no son considerados inviolables, 
más bien todo lo contrario. También consideramos sagradas sólo algunas 
especies animales, no a todas por igual. El mundo espera con ansias, por ejemplo, 
el día en que se pueda destruir completamente al virus del SIDA (1993: 80). 
Volvámonos ahora a la primera de las cuestiones que nos llevaron a 
realizar estas consideraciones. La tesis de Dworkin es que todos los participantes 
en la discusión sobre el aborto están de acuerdo en un punto crucial. Todos 
consideran que la vida humana es sagrada o inviolable en un sentido similar al 
que se ha expuesto anteriormente. Es precisamente este acuerdo básico lo que 
permite comprendermejor las diferencias que los separan. 
Si tomamos en cuenta las tres formas en que algo puede ser valioso 
con las que Dworkin inicia su análisis (instrumentalmente, subjetivamente, 
intrínsecamente), debemos aceptar que la vida humana puede ser considerada 
valiosa desde los tres puntos de vista. Sin embargo, cuando se dice que destruir 
cualquier forma de vida humana es intrínsecamente malo, lo que se quiere decir 
es algo muy similar a las condenas que se formulan ante la destrucción de una 
obra de arte valiosa, o ante la desaparición de una especie animal. 
Ambas fuentes de lo sagrado confluyen a la hora de dar sentido a la 
idea de que la vida humana es inviolable, pues cada vida humana individual puede 
entenderse como el producto de ambos procesos creativos: el natural y el 
humano. Un ser humano es el producto de su evolución biológica, pero también de 
la cultura en la que se forma y de las consecuencias de las decisiones que el 
mismo toma a lo largo de su vida. Los juicios que afirman que destruir una vida 
humana es algo terrible expresan de manera indirecta la importancia que se da a 
cada una de estas dimensiones (1993:82-4). 
Como en los otros casos de cosas valiosas en sí mismas que Dworkin 
ha analizado, también frente a la vida humana se puede hablar de gradualidad y 
de selectividad en su carácter sagrado. La mayoría de la gente piensa que es más 
trágico cuando un adolescente muere prematuramente, en un accidente por 
ejemplo, que cuando es un anciano el que corre dicha suerte. De la misma 
manera, no es sentida por igual la muerte de una joven madre de tres niños 
durante el parto, cuando estaba a punto de dar a luz a mellizos, que la de un 
soltero violador muerto por sobredosis en Carabanchel. Sin embargo, en todos 
estos casos de lo que se habla es de la pérdida de una vida humana (1993: 85)v. 
¿Sobre qué base se realizan estas distinciones? ¿Por qué la pérdida de 
algunas vidas nos resulta más dolorosa o trágica que la pérdida de otras? Dworkin 
apela a la idea de “frustración” para dar cuenta de esta situación, por considerar 
que es la más adecuada para reflejar la compleja combinación de consideraciones 
sobre el pasado y sobre el futuro de la vida finalizada prematuramente que se 
reflejan en nuestros juicios al respecto. 
Si describimos el curso natural de una vida humana, desde la infancia, 
pasando por la realización tanto de las metas biológicas como personales en la 
edad adulta, y finalizando con la muerte natural en la vejez, podremos hallar dos 
formas en las que una vida puede verse frustrada. Una es la muerte prematura, 
que deja las inversiones biológicas y personales depositadas en esa vida sin 
posibilidad de ser realizadas. La otra es todas aquellas formas de fracaso 
atribuibles a las dificultades económicas, los defectos físicos, las decisiones 
erróneas, o la mala suerte, que pueden impedirle a una persona llevar adelante 
una vida plena y floreciente. 
Sentimos más la pérdida de una vida humana cuando la muerte implica 
un mayor grado de frustración en la misma. Esto depende en gran parte de la 
etapa de la vida en la que ocurre. La frustración es mayor si la muerte sobreviene 
cuando la persona ya ha hecho inversiones personales importantes en su vida que 
si ocurre antes. Y la frustración es menor si la muerte ocurre cuando esas 
inversiones ya han sido completamente recuperadas por la persona en vida, que si 
llega antes (1993: 87-89). 
Dworkin sugiere que el debate sobre el aborto debe ser entendido como 
si de lo que se tratara fuera de responder a las cuestiones que quedan delimitadas 
por esta forma de entender el concepto “carácter sagrado (o inviolable) de la vida 
humana”. Como si lo importante fuera determinar si la frustración de una vida 
biológica se encuentra justificada en algún caso, a los efectos de evitar la 
frustración de las contribuciones humanas realizadas en esa vida, o en otras 
relacionadas con ella. Y en su caso cuando y por qué estaría justificado hacerlo 
(1993: 68). 
Lo que diferencia a liberales y conservadores a la hora de responderlas 
no es un desacuerdo en el valor básico de la vida humana (concepto), sino en la 
importancia relativa que para la formación de dicho valor cada una de las 
posiciones le atribuye a la contribución natural y a la contribución humana. Es una 
diferencia entre distintas concepciones respecto de lo que hace valiosa la vida 
humana. 
De acuerdo con las distintas respuestas posibles que se pueden dar a 
estas cuestiones se puede construir un esquema clasificatorio. En sus extremos 
se encontrarían las posiciones liberales y conservadoras más radicales, mientras 
que el resto de las respuestas (la mayoría) se repartirían entre ellos, siendo 
consideradas más o menos liberales o conservadoras, según el lugar relativo que 
ocupan en el esquemavi. 
Las posiciones conservadoras le otorgan una prioridad estricta a la 
inversión natural en la vida humana. Por eso se oponen al aborto en cualquier 
circunstancia, o bien sólo aceptan excepciones en casos de peligro para la vida de 
la madre, o de concepción ocurrida por violación (1993: 94-97). 
Las posiciones liberales, por el contrario, se caracterizan por dar mayor 
importancia a las contribuciones humanas al valor de la vida que a las 
contribuciones naturales. Por ello aceptan también excepciones basadas en las 
posibles frustraciones para la vida del niño o de la madre, como los casos de 
malformaciones graves en el feto o de embarazos no deseados de adolescentes 
(1993: 97-99). 
Dworkin no pretende determinar con su análisis teórico cuándo una 
decisión concreta de abortar se encuentra justificada en la vida real. Sólo pretende 
presentar un esquema para entender las discusiones que se producen y las 
decisiones que la gente toma en la vida real (1993: 100). Dicho esquema implica 
abandonar la idea de que la gente que disiente sobre el aborto se encuentra en 
desacuerdo respecto de si el feto es o no una persona, o lo que es lo mismo, 
respecto de si el feto tiene o no derechos o intereses que se deben proteger. Los 
desacuerdos se originan en convicciones más profundas y espirituales, surgen de 
las diferentes concepciones que la gente tiene (consciente o inconscientemente) 
respecto del sentido de la vida y del significado moral de la muerte. 
Es evidente que esta nueva manera de ver el debate sobre el aborto no 
puede poner fin a los desacuerdos, como lo ponen de manifiesto las discusiones a 
las que ha dado lugar. Sin embargo, Dworkin cree que puede traer aparejadas 
importantes consecuencias en el terreno de la moralidad política y del derecho 
constitucional. Consecuencias que permitirían encontrar una solución colectiva a 
la cuestión que todos los involucrados en el debate podrían aceptar con dignidad. 
En este ejemplo se puede apreciar la manera en la que, según Dworkin, 
debe proceder la filosofía. Los conceptos constituyen ciertas creencias 
estructurales, que determinan cuáles son los problemas sustantivos a los que 
debe dar respuesta aquel que pretenda dar cuenta de su significado. Por sí solos 
no permiten determinar los casos centrales a los que se aplican. Responder estas 
cuestiones implica asumir una concepción determinada sobre dichos conceptos. 
La existencia de diferentes concepciones que rivalizan respecto de la forma en la 
que deben entenderse los conceptos interpretativos, es lo que permite explicar la 
existencia de desacuerdos sobre casos centrales de aplicación de los mismos. 
En el caso de la expresión “carácter sagrado de la vida humana”, el 
acuerdo respecto de hacer depender su significado de las contribuciones humanas 
y naturales (concepto), es lo que permite explicar el desacuerdo sobre un caso 
central de aplicación: la vida fetal. Quienes adoptan una posición, con relación a la 
inclusión o exclusión de este caso en la extensión del concepto, lo hacen porque 
entienden de manera diferente elvalor relativo de ambos tipos de contribuciones. 
Presuponen distintas concepciones del “carácter sagrado de la vida humana”. 
 
 
1.2 Recapitulación 
 
La argumentación que acabo de presentar puede ser presentada, de 
manera esquemática, como sigue: 
 
1. Podemos entender los debates contemporáneos en torno al aborto 
como si se tratara de una discusión en el plano de las razones de carácter 
derivado (si el feto tiene intereses y derechos que el estado debe proteger), o 
como si lo fuera en el plano de las razones de carácter autónomo (qué significa 
decir que la vida humana es sagrada o inviolable). 
 
2. Interpretar el debate del aborto como una controversia sobre si el feto 
tiene derechos e intereses, es un error basado en la confusión entre objeciones 
derivadas y autónomas que lleva a radicalizar la disputa e imposibilitar el acuerdo. 
 
3. Todos los participantes en la discusión, aunque se expresen de otra 
manera en el debate público, en realidad se oponen al aborto porque consideran 
sagrada (inviolable, intrínsecamente valiosa) la vida humana. 
 
4. Una cosa puede ser considerada sagrada (inviolable, 
intrínsecamente valiosa) por los procesos creativos que la han llevado a existir, 
sean estos naturales (como en el caso de las especies en peligro de extinción) o 
humanos (como en las obras de arte en general). 
 
5. Ambas fuentes de lo sagrado confluyen a la hora de dar sentido a la 
idea de que la vida humana es inviolable, pues un ser humano es el producto de 
su evolución biológica, pero también de la cultura en la que se forma y de las 
consecuencias de las decisiones que él mismo, y sus allegados, toman a lo largo 
de su vida. 
 
6. El debate sobre el aborto debe ser entendido como si se tratara de 
determinar si la frustración de una vida biológica se encuentra justificada en algún 
caso, a los efectos de evitar la frustración de las contribuciones humanas 
realizadas en esa vida, o en otras relacionadas con ella. Y en su caso cuando y 
por qué estaría justificado hacerlo. 
 
7. Las disputas en torno al aborto se originan en desacuerdos más 
profundos en las convicciones espirituales, en las distintas concepciones que la 
gente posee (consciente o inconscientemente) respecto del sentido y valor de la 
vida humana (Conclusión). 
 
El problema que se plantea Dworkin en este tramo de su argumentación 
es cómo interpretar las controversias que se generan en torno al aborto en la 
mayoría de los países occidentales. Su propuesta consiste, principalmente, en 
mostrar ciertas diferencias esenciales que no son tenidas en cuenta por los 
participantes en esa discusión, error al que se ven conducidos por la ambigüedad 
de las expresiones con las que defienden sus propias posiciones en ese debate. 
Defiende su interpretación del debate público porque la misma permite explicar 
mejor los principales hechos que se suscitan en el mismo (encuestas, debates, 
leyes, documentos institucionales, posiciones individuales, etc.), y al mismo tiempo 
porque la misma posibilitaría llegar a una solución que no fuera considerada 
degradante por ninguna de las partes. Esto es lo que le permite afirmar que su 
interpretación es mejor que la alternativa comúnmente aceptada. 
El eje de esta última parte de su posición se apoya en la diferencia que 
existe entre aceptar un concepto y defender una concepción respecto del mismo. 
Los participantes en el debate sobre el aborto estarían de acuerdo en considerar 
intrínsecamente valiosa la vida humana (concepto de “valor intrínseco de la vida 
humana”), pero diferirían profundamente en la forma en que cada uno de ellos da 
significado al mismo (concepciones respecto de lo que constituye el “valor 
intrínseco de la vida humana”) (ver supra capítulo 3, sección 1.1). 
Por último, es interesante destacar que Dworkin sostiene que ninguna 
razón biológica podría ser considerada decisiva en el dominio de la moral, para 
determinar si el feto debía ser considerado una persona moral. De la misma 
manera, tampoco serían suficientes razones de este último tipo para afirmar que el 
feto debería ser considerado persona constitucional. De manera más general, se 
puede decir que Dworkin presupone que las razones esgrimidas en un dominio de 
creencias no pueden considerarse razones suficientes para la aceptación de 
razones en otros dominios. Esto, por supuesto, no significa de ninguna manera 
negar la relevancia que las mismas pueden tener en muchas ocasiones. Por 
ejemplo, razones biológicas, como las relacionadas con la viabilidad del feto, 
fueron consideradas en El dominio de la vida razones necesarias para justificar 
ciertas creencias jurídicas, como aquellas que establecían los límites al derecho a 
la autonomía procreativa de la mujer. 
 
 
2. LA RESPUESTA JURÍDICA AL PROBLEMA DEL ABORTO 
 
El argumento general de Dworkin respecto del aborto en El dominio de 
la vida (1993) puede reconstruirse de la siguiente manera: 
 
1. Interpretar el debate sobre la permisión o prohibición del aborto 
como una controversia sobre los intereses y derechos del feto 
constituye un error que lleva a considerar irresoluble el problema (1993: 
Cap. 1). 
 
2. Si prestamos atención a las razones profundas que mueven a 
los contendientes en el debate, veremos que casi todos los 
involucrados en la discusión aceptan la idea de que la vida humana es 
sagrada (intrínsecamente valiosa o inviolable). Las distintas 
concepciones que defienden sobre esta noción son las que los lleva a 
discrepar respecto del aborto (1993: Cap. 2). 
 
3. Esto significa reconocer que el desacuerdo frente al aborto es 
el producto de un desacuerdo de tipo espiritual, entre las distintas 
concepciones que cada uno de los contendientes posee respecto del 
sentido o valor de la vida humana (1993: Cap. 3). 
 
4. La mujer tiene un derecho a la autonomía procreativa, según la 
mejor interpretación de la Constitución Norteamericana. En 
consecuencia resulta inconstitucional en ese país prohibir el aborto 
antes del sexto mes de gestación, aunque sí se pueden establecer 
aquellas medidas que garanticen que la mujer tome la decisión por sí 
misma con la seriedad que el asunto requiere (1993: Cap. 4-6). 
 
5. Es característico de las democracias occidentales la creencia 
en la dignidad humana individual, que se manifiesta en el deber de 
proteger la libertad de los individuos para que puedan decidir por sí 
mismos las cuestiones espirituales. En consecuencia, el principio de 
autonomía procreativa de la mujer, con el alcance dado en la premisa 
anterior, debe entenderse como formando parte de la cultura política 
occidental. (1993: Cap. 6)vii. 
 
En ella se pueden distinguir de forma tres partes, teniendo en cuenta 
para ello los distintos planos en los que podría entenderse que Dworkin se plantea 
el problema del aborto: filosófico, jurídico y político. En el primero defiende una 
forma particular de interpretar el debate moral en torno del aborto (enunciados 1-
3). En el segundo, estrictamente jurídico, aboga por una respuesta determinada al 
problema constitucional en la práctica jurídica norteamericana (enunciado 4). Y 
finalmente en el plano político Dworkin argumenta de manera más general en 
defensa de la solución que cree aplicable a otras democracias occidentales 
(enunciado 5). De más está decir que todas ellas presentan entre sí diversas y 
complejas relaciones. Me detendré en esta sección sólo en los distintos 
subargumentos con los que Dworkin defiende el tramo jurídico de su respuesta. 
En la argumentación en el plano jurídico se pueden detectar dos 
argumentos independientes (cuyo centro lo constituyen las premisas 5 y 10 
respectivamente), que se valen de algunas premisas comunes, como puede 
apreciarse en la siguiente reconstrucción: 
 
1. Toda interpretación constitucional debe pasar dos pruebas 
antes de ser aceptada: (1) debe ser consistente con los principios 
establecidos en el pasadoen el seno de la práctica jurídica (prueba de 
ajuste), y (2) si dos interpretaciones pasan la primera prueba, entonces 
debe preferirse aquella cuyos principios reflejen de mejor manera los 
derechos y obligaciones de la gente (prueba de justificación). 
 
2. La prueba de justificación está regida por la integridad, que 
forma parte de la idea misma de derecho, que exige a los jueces: (1) el 
deber de fundar sus decisiones en principios y no en razones de interés 
político, (2) que dichos principios deben ser consistentes con los 
principios subyacentes en los hechos del pasado considerados 
relevantes para la práctica jurídica (precedentes, leyes, normas 
constitucionales, etc.) y (3) que una vez aceptado un principio como 
fundamento para resolver un caso determinado, el juez debe aplicarlo 
toda vez que sea pertinente, aun en otras esferas distintas de la que 
dio origen al caso inicial. 
 
3. La mejor interpretación de la Constitución Norteamericana, 
aplicando estas dos pruebas, es la que establece que el feto no puede 
ser considerado persona constitucional (esto es titular de derechos 
constitucionales). 
 
4. Entender el debate constitucional respecto de la permisión o 
prohibición del aborto como una controversia sobre los intereses y 
derechos del feto constituye una simplificación errónea. 
 
5. La mejor interpretación de la Decimocuarta Enmienda de la 
Constitución Norteamericana es la que reconoce que las mujeres son 
titulares de un derecho constitucional a controlar su propio papel en la 
procreación (derecho a la autonomía procreativa) que incluye el 
derecho a abortar durante los primeros seis meses de gestación. 
 
6. No hay buenas razones para negar la existencia de un derecho 
constitucional de la mujer a la autonomía procreativa en la Constitución 
Norteamericana, pues los dos argumentos que se suelen esgrimir en 
ese sentido (la ilegitimidad constitucional de los “derechos no 
enumerados” y la apelación a las intenciones originales de los 
constituyentes) resultan altamente insatisfactorios. 
 
7. Las creencias de las que dependen las decisiones finales en el 
caso del aborto pueden ser consideradas creencias religiosas en un 
sentido amplio, esto es, como el conjunto de creencias que tratan, en 
última instancia, de dar sentido a la vida individual conectándola con 
valores o sentidos que trascienden la dimensión subjetiva de la 
experiencia. 
 
8. Los derechos constitucionales sólo pueden ser limitados 
apelando a la existencia de razones imperativas que justifiquen su 
limitación en circunstancias concretas. 
 
9. El estado sólo puede limitar el ejercicio del derecho a la 
autonomía procreativa requiriendo que sus ciudadanos tengan en 
cuenta el valor intrínseco de la vida humana, esto es estableciendo 
aquellas medidas destinadas a permitir que la mujer tome la decisión 
de abortar con toda la trascendencia que la misma tiene. 
 
10. Independientemente, si el estado prohibiera el aborto durante 
los primeros seis meses del embarazo estaría imponiendo a los 
ciudadanos un tipo determinado de convicciones religiosas, lo que 
significaría una clara violación de las dos cláusulas de la Primera 
Enmienda de la Constitución Norteamericana. 
 
11. Según la mejor interpretación de la Constitución de los EEUU 
resulta inconstitucional prohibir el aborto antes del sexto mes de 
gestación, aunque sí pueden establecerse todas las medidas que 
garanticen que la mujer tome la decisión por sí misma con toda la 
seriedad que el asunto requiere (Conclusión). 
 
 
Lo primero que hallamos al analizar esta argumentación es una 
determinada concepción de cómo se debe entender una constitución y, 
específicamente, de cómo se debe entender una declaración de derechos. 
Dworkin defiende una concepción de la constitución norteamericana a la que 
denomina “constitución de principios”. En función de esta elección, se considera 
que toda interpretación constitucional debe pasar las mismas pruebas que 
cualquier otro tipo de interpretación: debe ajustarse a los hechos y debe 
justificarlos mejor. La interpretación jurídica posee dos peculiaridades. La primera 
es que el ajuste con los hechos viene dado por la coherencia con los principios 
establecidos en interpretaciones del pasado. La segunda es que el criterio para 
determinar cuando una interpretación justifica mejor que otra dichos hechos del 
pasado es el denominado principio de integridad. Valiéndose de estos elementos 
Dworkin defiende una determinada interpretación de la práctica constitucional 
norteamericana, a la que considera la mejor respuesta al problema del aborto que 
puede formularse en dicha práctica. 
En El dominio de la vida se puede apreciar claramente como Dworkin 
rechazó muchas de las interpretaciones alternativas valiéndose únicamente de la 
dimensión del ajuste. También quedo en evidencia que, en muchas ocasiones, las 
cuestiones relativas a la justificación requieren salir del marco en el que se planteó 
originariamente el problema, apelando a aquellos principios que justifican mejor al 
derecho como un todo. En el libro parte del supuesto de que es el principio de 
integridad el que mejor cumple esta función. 
Dworkin sostuvo que la “respuesta correcta” al problema jurídico del 
aborto en los Estados Unidos era la que él defendió a lo largo de su libro. ¿Cuál es 
el fundamento de esta pretensión? Dworkin pretendió haber argumentado de 
manera suficiente para dejar en claro que su interpretación superaba mejor la 
prueba en las dos dimensiones en la que debe ser evaluada toda interpretación, y 
que las interpretaciones alternativas fallaban en alguna de ellas. En ningún 
momento consideró que sus argumentos eran suficientes para demostrar la 
verdad de su interpretación, en el sentido de que todo jurista competente debería 
aceptarla. Tampoco que su conclusión permitiría conseguir un acuerdo 
generalizado en la doctrina de su país, de hecho culminaba expresando su 
preocupación ante la posibilidad cada vez más factible de que ocurriera un cambio 
en la doctrina constitucional norteamericana cuando se renovara la composición 
de la Suprema Corte. El fundamento último de su pretensión reside en su 
concepción general sobre la interpretación y la objetividad. Especialmente en la 
forma en la que esta última se proyecta en el campo del derecho en su teoría del 
derecho como integridad. 
En los casos más controvertidos la prueba determinante a la hora de 
preferir una interpretación a otra es la que se desarrolla en la dimensión de la 
justificación. En la mayoría de ellos tampoco basta con determinar la mejor 
justificación circunscripta al área específica en el que surgió el caso, sino que se 
debe apelar a la mejor justificación del derecho como un todo. En el caso del 
aborto era la aceptación del principio de integridad como principio rector en la 
dimensión de la justificación lo que permitía finalmente a Dworkin mostrar a su 
propia respuesta como la mejor fundada, en comparación con el resto de las 
respuestas consideradas en esa obra. El principio de integridad constituye el 
núcleo de la que Dworkin considera la mejor concepción del derecho como un 
todo, tal como lo puso de manifiesto extensamente en Law´s Empire [El imperio 
del derecho] (1986). 
 
 
3. UNA TIPICA RESPUESTA INCORRECTA 
 
El profesor Alegre Martínez sostiene que el tratamiento que ha 
realizado de la dignidad de la persona en su libro La dignidad de la persona como 
fundamento del ordenamiento constitucional español le permite afirmar, 
manteniéndose en el ámbito de lo jurídico, que existe un derecho constitucional a 
nacer cuyo sujeto activo sería el feto (nasciturus) (1996:87). 
Esto implica reconocer al feto el carácter de “persona constitucional” y 
con ello la posibilidad de considerarlo sujeto activo de todos los derechos de rango 
constitucional, especialmente del derecho a la vida. Con este apoyo el autor 
defiende (1) el carácter inconstitucionalde cualquier norma que autorice la 
interrupción voluntaria del embarazo, y (2) que el Tribunal Constitucional Español 
en su sentencia 53/85 se equivocó al sostener que el feto no puede ser 
considerado titular de derechos de rango constitucional (1996: 88). 
Reconstruiré los argumentos esgrimidos por Alegre en defensa de su 
respuesta. Luego los someteré a las dos pruebas que Dworkin considera 
esenciales para medir el grado de corrección de una propuesta interpretativa en el 
campo del derecho. 
 
1. La dignidad forma parte esencial de la persona y su 
reconocimiento es requisito imprescindible para la legitimidad de un 
orden jurídico (1996:14). 
 
2. La Constitución Española de 1978 en el Título Primero. De los 
derechos y deberes fundamentales en su art. 10.1 expresa que “la 
dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, 
el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los 
derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz 
social”. 
 
3. El concepto de dignidad de la persona que se encuentra 
expresado en el inicio del art. 10.1 debe entenderse como el 
fundamento de todo el ordenamiento jurídico derivado de la 
constitución, y especialmente como la razón de ser, el fin y el límite de 
los derechos fundamentales contenidos en el titulo primero (1996:14, 
81). 
 
4. Si se interpreta el art. 10.1 cuando alude al “libre desarrollo de 
la personalidad” teniendo en cuenta la dignidad de la persona, se debe 
entender que la Constitución Española de 1978 consagra un “derecho 
a nacer”, cuyo titular es el nasciturus, el que existe desde el momento 
mismo en que se inicia la gestación (1996:87). 
 
5. Las normas que despenalizan el aborto voluntario son 
incompatibles con el derecho fundamental a nacer (o a la vida) que 
posee el nasciturus (1996:87-88). 
 
6. En consecuencia, las normas que despenalizan el aborto 
voluntario son incompatibles con la constitución española de 1978. 
[Conclusión] 
 
A los efectos de poder evaluar la solidez de este argumento, 
necesitamos conocer las razones que se pueden esgrimir en defensa de cada una 
de estas premisas, pues todas ellas en forma conjunta son necesarias para 
demostrar la conclusión que pretende sostener el autor. Esta labor de 
presentación de los distintos subargumentos con los que el autor apoya su 
pretensión, la llevaré a cabo en las dos dimensiones en las que los mismos deben 
ser puestos a prueba, de acuerdo a la propuesta de Dworkin. 
La premisa 2. aparentemente no requiere ningún argumento en su 
apoyo pues el texto del art. 10.1 la constitución no esta cuestionado y la 
formulación presentada es comúnmente aceptada por la comunidad jurídica 
española. Sin embargo, deberían darse razones para fundar el presupuesto sobre 
el que se asienta el contenido de esta premisa, esto es que ese es el único texto 
constitucional relevante para dar respuesta al problema de constitucionalidad que 
nos ocupa. Esta cuestión, aunque posee una gran importancia para su argumento, 
no fue analizada abiertamente por Alegre. 
Esto nos pone ante la primera crítica que podría formularse a su 
argumentación en la dimensión del ajuste. No existen buenas razones para 
aceptar que los únicos aspectos relevantes de la práctica jurídica española para 
analizar el problema del aborto sean las cláusulas del art. 10.1. ¿Realmente no 
hay ninguna cláusula de la declaración de derechos de la que surja algún principio 
encontrado que deba ser sopesado antes de llegar a la conclusión que pretende 
defender Alegre? (cfr. Ruíz Miguel 1990). 
Pero esto no es todo. Pues la interpretación que el autor realiza a partir 
del material seleccionado en la fase pre-interpretativa resulta también altamente 
cuestionable. Alegre Martínez erige en fundamento de todo el ordenamiento 
jurídico español una disposición constitucional que no ha sido protegida por los 
constituyentes con una mayoría especial para el caso en que se la pretenda 
modificar. Los constituyentes españoles han protegido de esta manera otras 
cláusulas constitucionales, por lo que no son ajenos a una técnica tan común. Lo 
que pasa es que el art. 10.1, en la interpretación más plausible, no fue objeto de 
una protección de esa naturaleza. ¿Cómo se puede afirmar que los constituyentes 
españoles consideraron que el art. 10.1 contenía el fundamento de todo el 
ordenamiento jurídico y el límite a todos los derechos individuales, y al mismo 
tiempo sostener que no lo consideraron digno de una protección especial, como la 
que tienen la monarquía o la declaración de derechos? 
La respuesta es muy simple. No se puede afirmar con plausibilidad una 
interpretación semejante de la constitución española. Esto nos podría llevar a 
rechazar la respuesta de Alegre sólo a partir de la prueba de ajuste, porque tanto 
el criterio de relevancia que ha utilizado para seleccionar el material relevante para 
el problema, como el alcance que le dio al mismo en la etapa interpretativa, son 
muy poco plausibles. 
Pero como mi objetivo no es mostrar la incorrección de la respuesta de 
Alegre, sino utilizarla para poner a prueba la propuesta de Dworkin, creo 
conveniente suponer que de alguna manera esta respuesta podría superar la 
prueba del ajuste (por implausible que pueda parecer). Esto nos permitirá 
continuar con el análisis en la dimensión restante. 
En esta dimensión sólo nos detendremos a analizar las razones que 
brinda el autor para que aceptemos la premisa 1. (el fundamento valorativo de su 
interpretación). 
En la premisa valorativa “La dignidad forma parte esencial de la 
persona y su reconocimiento es requisito imprescindible para la legitimidad de un 
orden jurídico” nos encontramos con dos afirmaciones que deben ser analizadas 
por separado: una relativa al concepto de persona y de dignidad de la persona, y 
la otra relacionada con la legitimación de un orden jurídico utilizando dicha noción. 
Respecto de la primera afirmación, Alegre Martínez sostiene: 
 
“... Podemos intentar ya una aproximación al concepto “jurídico” 
de dignidad humana, definiéndola como la característica propia e 
inseparable de toda persona en virtud de su racionalidad -
independientemente del momento y por encima de las circunstancias 
en que se desenvuelve su vida- que se materializa en la realización, 
desarrollo y perfección de la propia personalidad a través del ejercicio 
de los derechos inviolables e irrenunciables que le son inherentes.” 
(Alegre Martínez 1996: 29-30). 
 
Respecto de la segunda afirmación, Alegre Martínez sostiene que la 
dignidad es previa al derecho y que su reconocimiento es una condición necesaria 
para la legitimidad de un orden jurídico (1996: 19). Esto es así pues la persona 
posee una dimensión individual y otra social, y la dignidad como atributo de la 
persona se encuentra unida a las ideas de libertad e igualdad, valores jurídicos 
fundamentales que deben ser reconocidos por todo ordenamiento (1996: 19). Este 
reconocimiento implica que el derecho para ser considerado legítimo debe 
garantizar el respeto a la dignidad en las relaciones interpersonales, y en las 
relaciones entre el poder y los individuos, mediante la positivación de una serie de 
derechos inherentes a la persona. La dignidad es el fundamento del deber 
genérico de respetar estos derechos, al mismo tiempo que opera como límite de 
los mismos (1996: 19). 
No se encuentran en el cuerpo principal del texto analizado las razones 
para preferir la posición metafísica respecto del hombre que se presupone en la 
primera afirmación, ni tampoco para adoptar la concepción política e iusfilosófica 
sobre las que se asienta el segundo enunciado. Estas ideas se presentan de 
forma descriptiva, apoyadas con citas de autores que proponen o reflexionan en 
torno a concepciones mas o menos similares respecto de esas cuestiones, pero 
sin discutir en ningún momento el fundamento de las mismas. Resulta paradójicoque el autor reconozca la relevancia que tiene la ideología en la determinación y 
elección de estas posiciones, como se puede ver en la cita de la nota al pie de 
página núrmero 11, y al mismo tiempo no considere relevante explicitar 
abiertamente y someter a discusión sus puntos de partida en ese sentido. Esta 
ausencia tan llamativa se puede explicar de distintas maneras: el autor puede 
creer que son ideas lo suficientemente aceptadas que harían innecesario el 
esfuerzo de fundamentación, o, por el contrario, puede pensar que son ideas que 
no serían fácilmente aceptadas por su auditorio por alguna razón en especial. 
La primera explicación puede ser rápidamente descartada, pues 
afirmaciones como que la dignidad se inicia con la vida y termina con la vida, o 
que la dignidad es el fundamento del deber genérico de respetar los derechos 
básicos, y hasta la misma aceptación de que existen derechos inherentes a la 
personalidad con independencia de su reconocimiento jurídico, son objeto de 
grandes polémicas filosóficas y jurídicas por lo que no se pueden considerar como 
si fueran pacíficamente aceptadas por la mayoría de quienes se dedican a debatir 
sobre estos temasviii. Por otra parte, la evidente vacuidad de la fórmula por la que 
finalmente se decanta Alegre pone de manifiesto que de lo que se trata es de 
utilizar un concepto con una gran carga emotiva positiva (dignidad) pero definido 
de manera tal que permita justificar cualquier cosa que se desee. 
En la nota al pie de página número 8, que ocupa más de tres carillas y 
que es la más extensa de todo el libro, el autor alude a lo que debería ser un 
tratamiento integral de la dignidad de la persona, en el que no se deberían 
desconocer la dimensión filosófica y religiosa de la cuestión. De los 18 párrafos 
que componen la nota sólo dedica uno a transcribir un breve texto en el que se 
alude a la importancia de la noción de dignidad en la historia del pensamiento, y 
los restantes a desarrollar con sumo detalle la doctrina de la iglesia católica al 
respecto. El tratamiento integral de la cuestión de la dignidad humana se reduce 
en última instancia a lo sostenido oficialmente por la Iglesia Católica Apostólica 
Romana en una serie de documentos que el autor transcribe con suma precisión. 
Resulta sorprendente el grado de identificación que existe entre las tesis que 
defiende Alegre en el texto y los dogmas religiosos expuestos en esta nota, no 
sólo en lo relativo a los presupuestos metafísicos de su argumentación, sino 
también respecto de las cada una de las cuestiones jurídicas puntuales. Alegre 
defiende a lo largo de su libro punto a punto lo dispuesto en el Catecismo de la 
Iglesia Católica de 1992 en relación con el alcance y límite de los derechos 
fundamentales. 
Este es el fundamento último que parece tener la respuesta que da al 
problema de constitucionalidad que nos ocupa, lo que, una vez puesto al 
descubierto, resulta francamente inaceptable. ¿Cómo puede una concepción 
religiosa ser el fundamento y límite de los derechos invidividuales en una sociedad 
pluralista, que acepta como pauta fundamental la tolerancia en materia religiosa? 
La constitución es como la carta de navegación de la sociedad, el 
fundamento del sistema jurídico que debe regir la convivencia de todos sus 
integrantes, los que solo comparten ciertas pretensiones básicas, expresadas 
mediante conceptos valorativos como “justicia”, “libertad”, “igualdad”, pero que no 
poseen las mismas concepciones a su respecto. Para interpretarla se debe apelar 
a una teoría que de sentido a ese compromiso de convivencia en el desacuerdo 
que es en última instancia el fundamento de toda constitución en un estado 
democrático. En ella se deben reconstruir los principios que garanticen la idea de 
justicia compartida y no hacer prevalecer una concepción sectaria en relación con 
temas que incumben a todos. Tal es la exigencia de la integridad, a la que 
aludimos al presentar la propuesta de Dworkin. 
Decir que una concepción religiosa de la persona es inaceptable como 
fundamento de un orden jurídico que se pretende pluralista y no confesional, no 
significa decir que las ideas religiosas son inaceptables para otros fines. Solo 
afirmo que cuando se trata de determinar el fundamento de las instituciones 
públicas que deben regir la convivencia social se debe poder discutir y consensuar 
los principios políticos a adoptar entre todos los sectores a los que afectarán 
dichas instituciones, y que los dogmas religiosos son cuestiones de fe, se acatan, 
no se discuten ni se pueden consensuar. Una constitución interpretada de esta 
manera no puede configurar las instituciones que permitan la existencia de una 
sociedad pluralista, principal aspiración de todas las democracias 
contemporáneas. Si un juez decidiera un caso particular utilizando como 
fundamento un texto bíblico en vez de las leyes vigentes estaríamos dispuestos a 
aceptar que ese juez debería ser retirado de la función pública, pues su obligación 
es aplicar las leyes obligatorias para todos y no aquellas que el considera 
obligatorias en su fuero interno. 
Independientemente de estas consideraciones, podría cuestionarse la 
estrategia general seguida por Alegre por otras razones. La pregunta por la 
legitimidad de un orden jurídico parece exigir un esfuerzo teórico mayor que la 
mera postulación de un concepto de persona, pues la necesidad de legitimación 
se extiende más allá de las normas jurídicas relacionadas con problemas de 
bioética a otros aspectos importantes de dichos ordenamientos, como pueden ser 
las instituciones políticas y económicas, que deben ser incluídos en cualquier 
tratamiento que se haga de la cuestión y que no parecen prima facie justificables a 
partir de un concepto de persona, sino que exigirían el desarrollo de una teoría 
más general y compleja. No dudo que detrás de la noción que Alegre erige en 
fundamento del orden constitucional español podría rastrearse la existencia de 
una teoría inarticulada que sirva de fundamento a todos los aspectos esenciales 
de dicho orden, lo que creo también es que la discusión jurídica exige un esfuerzo 
para explicitar y articular en una teoría consistente todos los factores que se 
consideren relevantes a la hora de intentar fundar o cuestionar la legitimidad de un 
orden jurídico determinado. De lo contrario nos encontraremos con 
fundamentaciones atomizadas, construidas con la finalidad de apoyar una posición 
interpretativa sobre alguna cuestión aislada, pero despreocupadas totalmente de 
los compromisos teóricos que deben asumirse para intentar justificar otros 
aspectos del orden jurídico. En una palabra, si se renuncia a la articulación de los 
fundamentos morales o políticos en sistemas coherentes que pretendan fundar la 
legitimidad de la totalidad de los ordenamientos jurídicos, incluyendo por ejemplo 
la concepción de la justicia que se adopte, la forma de gobierno o el sistema 
económico que se implementen, se renuncia al principal control de racionalidad 
sobre estas cuestiones valorativas y se deja abierto el camino a la irracionalidad y 
al “todo vale” en cuestiones de fundamental importancia. 
Por otra parte, la constitución española ha respondido a esa pregunta 
de manera contundente en su primer artículo, cuando erige en valores superiores 
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo 
político. Se debe discutir el alcance a dar a estos valores, determinar cuales son 
los mejores principios de justicia que permiten integrarlos en un sistema 
coherente, decidir cual es el sistema que permite entender mejor la totalidad del 
ordenamiento constitucional y luego interpretar y criticar las normas del sistema 
jurídico a partir del mismo. 
Nada de todo esto está presente en el fundamento de la respuesta que 
hemos estado analizando. La integridad, tal como la entiende Dworkin, lleva aconsiderar como una “respuesta incorrecta” la que ofrece Alegre Martínezix. Esto 
no sólo por no adecuarse satisfactoriamente al material relevante de la práctica 
jurídica española, sino también porque no permite justificarlo de forma coherente. 
Ajuste y justificación se unen para mostrar la incorrección de una respuesta a un 
problema interpretativo sobre una cuestión muy controvertida como es la del 
aborto. 
 
 
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pp. 119-145. 
Dworkin, Ronald. 1977c. “What Rights Do We Have?”, Taking Rights Seriously, 
Londres, Duckworth, 1977, (2da. ed., 1978), pp. 266-278. 
Dworkin, Ronald. 1977d. “Can Rights be Controversial?”, Taking Rights 
Seriously, Londres, Duckworth, 1977, (2da. ed., 1978), pp. 279-290. 
Dworkin, Ronald. 1978. “A Reply to Critics”, Taking Rights Seriously, 2d. ed., 
Londres, Duckworth, pp. 291-368. 
Dworkin, Ronald. 1983. "My reply to Stanley Fish (and Walter Benn Michaels): 
Please Don’t Talk about Objectivity Any More”, en W. J. T. Mitchell (ed.), The 
Politics of Interpretation, Chicago-Londres, University of Chicago Press, pp. 287-
313. 
Dworkin, Ronald. 1985. “On interpretation and objectivity”, en A Matter of 
Principle, Oxford, Oxford University Press, (reprinted 1986), pp. 167-177. 
Dworkin, Ronald. 1986. Law's Empire, Cambridge, Mass., Harvard University 
Press, xiii + 470. 
Dworkin, Ronald. 1991. “Pragmatism, Right Answers and True Banality”, 
Pragmatism in Law and Society, Boulder, Colorado, Westview Press. 
Dworkin, Ronald. 1993. Life’s Dominion. An Argument about Abortion, 
Euthanasia, and Individual Freedom, New York, Alfred A. Knopf. 
Dworkin, Ronald. 1996. “Objectivity and truth: you better believe it”, Philosophy 
& Public Affairs, vol. 25, no. 2, pp. 87-139. 
Guest, Stephen. 1997. Ronald Dworkin, Edinburgh, Edinburgh University Press, 
2da. ed. 
Maliandi, Ricardo. 1991. Etica: conceptos y problemas, Bs. As., Biblos. 
Munzer, Stephen. 1977. "Right Answers, Preexisting Rights, and Fairness”, 
Georgia Law Review, 11, pp. 1055-68. 
Ruíz Miguel, Alfonso. 1990. El aborto: Problemas constitucionales, Madrid, 
Centro de Estudios Constitucionales. 
 
 
 
 
 
i
 Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973). Un extracto del fallo puede consultarse en Baird y 
Rosenbaum (eds.) 1989: Capítulo 1. El texto completo de esta sentencia, así como la del resto de 
las decisiones del tribunal supremo norteamericano que citaré de aquí en más, está disponible en: 
<http://www.supct.law.cornell.edu/supct/cases/topic.htm>. 
 
ii
 Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania v. Casey, 112 S. Ct. 2791 (1992). 
 
iii
 “En la medida en que la disputa se plantea en estos términos polarizados, las dos 
partes no pueden razonar juntas, porque no tienen nada sobre lo que razonar o ser razonables. 
Una de las partes cree que el feto es ya un sujeto moral, un niño no nacido, desde el momento de 
la concepción. La otra cree que un feto recién concebido es meramente un conjunto de células 
bajo la dirección no de un cerebro sino sólo de un código genético, y que es un niño sólo en la 
medida en que un huevo recién fertilizado puede ser considerado un pollo. Ninguna de las partes 
puede ofrecer un argumento que la otra deba aceptar –no hay ningún hecho biológico esperando a 
ser descubiertos, ni ninguna analogía moral aplastante esperando a ser inventada, que puedan 
zanjar la cuestión. Es una cuestión de convicciones básicas, y lo más que podemos pedir a cada 
 
parte no es la comprensión de la restante, ni siquiera su respeto, sino simplemente una pálida 
cortesía, el tipo de cortesía que uno podría mostrar ante un incomprensible y peligroso Marciano. 
Si el desacuerdo es de hecho tan radical, no puede haber ningún acuerdo conforme a principios, 
sino en el mejor de los casos solo un empate resentido y frágil, definido por el puro poder político.” 
(Dworkin 1993: 10). 
Hasta que punto esta descripción, que Dworkin considera inaceptable, no resulta la mejor 
explicación de la situación que de hecho se vive en las diferentes comunidades políticas respecto 
de esta cuestión es algo que podría resultar muy interesante para analizar. 
 
iv
 No he desarrollado ninguno de los argumentos de Dworkin al respecto, los que son 
extensos y complejos, principalmente aquellos en los que intenta interpretar la actual posición de la 
Iglesia Católica respecto del aborto (ver 1993: 35-60). La razón es que hacerlo hubiera requerido 
ampliar sustancialmente esta sección, sin que ello hubiera reportado ninguna diferencia en relación 
con el logro de los objetivos que persigo con la misma. 
 
v
 Nada de esto tiene que ver con los derechos de los individuos. Lo que se pretende decir 
no puede dar fundamento a ningún tipo de reducción al absurdo. Como por ejemplo, tratando de 
mostrar que si se acepta lo dicho hasta el momento entonces debería aceptarse que está menos 
mal matar a un viejo que a un adolescente, o que se debería dar asistencia médica a las madres y 
no a los drogadictos en los hospitales públicos. Tiene el mismo derecho a la vida un anciano que 
un adolescente, una joven madre que un ladrón de ganado, esto no se encuentra en discusión. 
Sólo se pretende comprender cuáles son las convicciones subyacentes en aquellas afirmaciones 
en las que se mide y compara el valor intrínseco de la vida humana cuando nos enfrentamos con la 
pérdida de una vida. Evidentemente son afirmaciones que se formulan en un plano en el que nada 
tienen que ver la justicia o los derechos comprometidos en esas muertes (Dworkin 1993: 86). 
 
vi
 La distinción entre posiciones liberales y conservadoras de la que se vale Dworkin en 
esta parte de su argumentación es una simplificación a los efectos de facilitar la exposición. Él 
mismo reconoce que las actitudes de la gente frente al aborto son tan complejas y variadas que se 
distribuyen gradualmente de un extremo a otro de esta simplificación, y que generalmente no es 
posible establecer distinciones tan claras (1993: 97). 
 
vii
 Dworkin sostiene, en la misma obra, que en la controversia respecto de la eutanasia 
subyacen las mismas cuestiones, por lo que puede ser resuelta por el mismo principio. La 
valoración que los sujetos hacemos del valor cósmico de la vida se encuentra en el centro de la 
vida de cualquiera y nadie puede tratarlas como suficientemente triviales como para aceptar las 
órdenes de otras personas acerca de lo que esos valores significan. El orden jurídico debe permitir 
tomar las decisiones relacionadascon el final de la vida a los directamente afectados por sus 
consecuencias (1993: Cap. 7-8). Sobre la cuestión ver el capítulo que el profesor Mario Portela 
dedica a la cuestión en este mismo volumen. 
 
viii
 Consultar Bulygin (1987), Almond (1995), Dworkin (1975), Maliandi (1991), en los que se 
hallaran innumerables ejemplos de las controversias suscitadas actualmente en la comunidad 
académica en relación con estas cuestiones. 
 
ix
 He analizado la relación entre la “tesis de la respuesta correcta” de Dworkin y la defensa que 
hace de su posición frente al aborto en El dominio de la vida en un libro publicado recientemente 
(ver Bonorino 2002).

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