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3 - Kraepelin, E , Dem precoz Lecc 3

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Kraepelin 
 
III Lección - Demencia precoz 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Señores: el primer enfermo que les presenté hoy 
es un hombre de 21 años, admitido en nuestra 
sala desde hace algunas semanas. Ustedes lo ven 
entrar tranquilamente, sentarse sin manifestar emo- 
ción y sin prestar atención a nada, aunque perfec- 
tamente consciente de lo que pasa alrededor suyo. 
Si se le dirige la palabra, comprende evidentemente 
todas las preguntas, pero para obtener una res- 
puesta sensata, en necesario hablarle lentamente 
y reiterarIe las interrogaciones con insistencia. Las 
restringidas informaciones que nos suministra en 
voz baja nos permiten comprender que se consi- 
dera enfermo, pero que no tiene sin embargo una 
noción precisa de los trastornos que experimenta 
y de sus características. Atribuye su enfermedad a 
las prácticas de onanismo a las que se libra desde 
la edad de 10 años. Por haber pecado contra el 
sexto mandamiento, ha llegado a no poder dirigir 
más su conducta y a sentirse siempre apático y 
malhumorado: es un hipocondríaco. Como conse- 
cuencia de la lectura de libros inéditos, se ha ima- 
ginado tener una hernia y tabes. Además, temien- 
do que se den cuenta de su vicio y que se lo ridi- 
culice, ha terminado toda relación con sus compa- 
ñeros. El enfermo expone todos los hechos con el 
mismo tono monótono, sin levantar la cabeza y 
sin inquietarse por su entorno. Sobre su rostro, 
ningún reflejo de sus sentimientos íntimos, ape- 
nas esboza de tiempo en tiempo una fugitiva son- 
risa, que se transforma rápidamente en una falta 
absoluta de expresión. Sin embargo, mirándolo con 
cuidado, se constata a pesar de todo, alrededor de 
la boca y de la nariz, un ligero y muy variable 
temblor así como una tendencia a hacer muecas. 
Nos cuenta que el año pasado estaba ya en edad 
de ingresar a la Universidad, y en realidad su 
instrucción nos muestra que ha hecho estudios. 
Sabiendo perfectamente donde se encuentra, ig- 
nora casi completamente el nombre de las perso- 
nas con las cuales vive, y eso no lo preocupa. 
Sobre los muchos eventos de los años pasados, 
sólo da informaciones muy vagas. Se declara dis- 
puesto a quedarse en la clínica. Preferiría, con se- 
guridad, entregarse a un trabajo cualquiera, pero 
no está en condiciones de exponernos sobre este 
punto el menor proyecto. La exageración de los 
reflejos rotulianos del lado derecho constituye el 
único problema somático que se puede detectar. 
En un examen superficial, este cuadro recor- 
daría sin duda, el estado de depresión que noso- 
tros hemos aprendido a conocer en una de nues- 
tras precedentes lecciones, pero por una observa- 
ción más atenta. Ustedes comprenden sin esfuer- 
zo, que a pesar de una evidente semejanza, esta- 
mos ante una afección totalmente diferente. Si el 
enfermo sólo nos habla lentamente y por monosí- 
labos, no es porque él tenga alguna dificultad en 
emitir sonidos; es, simplemente, porque no siente 
la necesidad de hablar. Oye y comprende muy 
bien lo que se le dice, pero no le interesa, y sin 
intentar reflexionar se limita a responder lo que se 
le pasa por la mente. No se lo puede sorprender 
en la menor manifestación de voluntad: sus movi- 
mientos se suceden sin energía y sin vigor, si bien 
no hay nada que lo trabe. Sus respuestas atesti- 
guan una disminución de los sentimientos afecti- 
vos. No hay, en efecto, ninguna duda a este res- 
pecto. Este hombre, está allí, cerrado, exento de 
temor, de esperanza, de deseo. Lo que pasa alre- 
dedor suyo prácticamente no le afecta y sin em- 
bargo, no necesita hacer ningún esfuerzo para darse 
cuenta. Se entra, se sale, se le habla, se ocupan de 
 
 
 
él, no lo tiene en cuenta. Incluso, el nombre mis- 
mo de las personas le es indiferente. 
Esta ausencia de reacción tan especial y tan 
marcada a todo tipo de estímulo, coincide con la 
conservación de la inteligencia, y de la memoria; 
es la característica de la enfermedad que estudia- 
mos. Un análisis llevado más a fondo pone la cues- 
tión a plena luz. Este hombre munido de una fuer- 
te instrucción permanece desde hace semanas y 
meses, acostado o sentado cerca de su cama, sin 
experimentar la menor necesidad de ocuparse. 
Está como embotado, no tiene movimientos ni 
expresión; por intervalos ríe sin motivos y de una 
manera particular, los rasgos de su rostro perma- 
necen inmóviles. Cuanto más, se lo ve por casua- 
lidad hojear un libro. No habla, no se interesa en 
nada, cuando recibe una visita se queda también 
apático, no pregunta por lo que le puede ocurrir a 
su familia, saluda apenas, y entra a su habitación 
sin haber experimentado la menor sensación. Le 
parece inútil escribir una carta; por otra parte, no 
tiene nada que escribir. Sin embargo, un día envió 
al médico un escrito sin ningún orden, incoheren- 
te, incompleto, interrumpido por un juego de pa- 
labras infantiles. Pide, por ejemplo, “algo más ale- 
gre en el tratamiento, un movimiento en total li- 
bertad para ensanchar el horizonte». Quiere “ergo” 
disminuir un poco el espíritu en las lecciones y, 
nota bene, anhela “por el amor de Dios no ser 
asociado al club de los inocentes; la vocación de 
trabajo es el consuelo de la vida”. 
Toda esta carta como todo su modo de ser ex- 
terior, todo esto que piensa del mundo, la clase de 
filosofía moral que ha construido, muestran sin cues- 
tionamiento posible que la ausencia de afectividad 
coincide con una pérdida de juicio muy especial, y 
esto último contrasta con la persistencia casi com- 
pleta de los conocimientos adquiridos anteriormente. 
Se trata de un estado mórbido particular, se traduce 
por la degradación de la inteligencia y de la afecti- 
vidad, que sólo nos recuerda objetivamente los es- 
tados de depresión de los cuales nos hemos ocu- 
pado antes. Esta es entonces, la terminación bien 
diferenciada de una afección cuyos comienzos son 
muy variables y que nosotros llamaremos provi- 
soriamente “Demencia Precoz”. 
La afección ha evolucionado progresivamente en el 
caso actual. Nuestro enfermo, cuyos padres, 
indiquémoslo al pasar, eran melancólicos; tuvo una 
infancia delicada, habló tardíamente, se lo pudo 
enviar a la escuela sólo a la edad de 7 años, pero 
estudió muy bien allí. Era sin embargo, testarudo 
y reservado. Después su inteligencia retrocedió, 
se masturbaba desde hace largo tiempo. Estos úl- 
timos años continuó debilitándose aún más psí- 
quicamente. Creía que sus hermanos se burlaban 
de él, y su fealdad, que le valía estar marginado 
de la sociedad, le impedía conservar un espejo en 
su habitación. Hace un año, luego de haber sufri- 
do la prueba de dar sus exámenes de salida del 
Liceo, no pudo presentarse a los exámenes orales: 
se hallaba incapacitado de estudiar más. No deja- 
ba de masturbarse, pasaba por cualquier cosa, de 
una idea a otra, se ponía a hacer música que no 
rimaba, lloraba sin motivo, se perdía en conside- 
raciones “sobre el funcionamiento de los nervios 
de la vida de la cual él no se iba”. Era también 
inepto para el trabajo corporal, se sentía siempre 
fatigado, abatido, pedía un revólver, comía fósfo- 
ros suecos para suicidarse. Todo afecto para con 
su familia había desaparecido. 
De tiempo en tiempo estaba excitado y se 
ponía en la ventana a hablar fuerte. Es así que en 
la Clínica presentó durante varios días un estado 
de agitación: parloteaba confusamente, hacía mue- 
cas, brincaba, elucubraba escritos sin ninguna sig- 
nificación y llenos de toda clase de firmas en cruz, 
y de rarezas; siguió un período de calma, pero fue 
imposible obtener el menor esclarecimiento sobre 
esta conducta tan singular.1 
Además de la degradación intelectual y la pér- 
dida de las reacciones sensitivas, el enfermo ofre- 
ce aún a nuestra observación algunos puntos im- 
portantes. En primer lugar la risa tonta y vacía, 
síntoma frecuente en la D. P.Esa risa, no respon- 
de a ningún sentimiento de alegría; algunos enfer- 
mos incluso se quejan de estar obligados a reírse 
mientras que sus ideas para nada los conducen a 
ello. Otros signos de gran valor son las muecas, 
las contorsiones, los finos temblores del rostro. 
Observemos también la tendencia a usar un len- 
guaje estrafalario, a hacer palabras por asonancia, 
 
 
1. El enfermo ha sido transportado luego a una colonia familiar sin 
haber presentado modificación. Hoy se halla desde hace tres años 
y medio en un asilo, tan demente y apático como siempre. 
 
 
 
sin preocuparse por el sentido; esta particularidad 
es parte integrante de la afección. Finalmente, es- 
tos enfermos tienen un modo característico y bien 
particular de dar la mano: se les tiende en efecto 
la mano abierta, ellos ponen la suya rígida. Este 
fenómeno se muestra siempre muy claro en la D. P. 
Como el proceso mórbido se ha desarrollado 
progresivamente en nuestra observación, se pue- 
de datar el comienzo sólo de modo aproximado. 
En casos análogos, se atribuyen varias veces los 
problemas patológicos a una perversión del sen- 
tido moral, incluso se llega a castigar esta perver- 
sión e intentar remediarla por la educación. Es 
también habitual incriminar al onanismo como 
causa de la enfermedad. Ante los casos como el 
nuestro, los antiguos psiquiatras habrían hablado 
de locura de los onanistas. En mi opinión, el 
onanismo es más bien una manifestación que la 
causa de la enfermedad. ¿No encontramos for- 
mas de D. P. igualmente graves, independientes 
de prácticas onanistas bien marcadas? ¿No cono- 
cimos acaso la degradación de los onanistas y 
que el cuadro clínico es completamente diferen- 
te? En la mujer, por otra parte, la afección en 
cuestión es lejos de ser rara; el onanismo juega sin 
embargo en ella un rol aún más borroso. Para mí, 
no se trataría de una relación causa-efecto entre el 
onanismo y la D. P. Queda todavía un punto al 
que conviene tener en cuenta y que va precisa- 
mente en contra de la teoría del origen onanista: 
es el comienzo brusco de la enfermedad. 
La D. P. comienza por una fase de depresión, 
susceptible de crear alguna confusión con uno de 
los estados melancólicos descriptos en una prece- 
dente lección. A título de ejemplo, les ruego exa- 
minar a este jornalero de 22 años, que ha entrado 
en la clínica por primera vez hace tres años, y que 
pertenecería supuestamente, a una familia de buena 
salud. Algunas semanas antes de su arrivo tuvo 
accesos de ansiedad. Después se volvió como aton- 
tado: las palabras eran confusas, la mirada fija, las 
ideas poco inmutables, era víctima de un muy vago 
delirio de persecución y de culpabilidad. Nos dio 
respuestas vacilantes e inconexas; capaz de re- 
solver pequeños problemas de aritmética y de 
ejecutar algunas órdenes poco complicadas, ig- 
noraba el lugar donde se encontraba. De vez en 
cuando, hablaba solo, murmurando algunas palabras 
ininteligibles: “Ésta es la guerra. Él no come más 
nada. Viva la palabra de Dios. Hay un cuervo en 
la ventana, y quiere comer su carne”. Comprendía 
bien lo que se le pedía, y se distraía fácilmente, 
pero no se interesaba en nada y no intentaba dar- 
se cuenta de lo que pasaba alrededor suyo. Nin- 
gún temor, ningún deseo lo animaba. En general 
permanecía acostado, el rostro sin expresión como 
congelado. Algunas veces se lo veía levantarse, 
ponerse de rodillas o pasearse lentamente. Todos 
sus movimientos mostraban, por otra parte, una 
cierta incomodidad y una falta total de iniciativa. 
Sus miembros conservaban largamente la po- 
sición que se les imprimía. Además, si uno levan- 
taba los brazos delante suyo, él repetía los movi- 
mientos, igualmente golpeaba sus manos si se hacía 
lo mismo delante suyo. Estos fenómenos llama- 
dos flexibilidad cérea, catalepsia para algunos, 
ecopraxia para otros, son bien conocidos en las 
investigaciones de orden hipnótico. Tienen que 
ver con trastornos especiales de la voluntad, de 
los cuales nosotros agrupamos las diferentes ma- 
nifestaciones bajo el nombre de Befehlsautomatic 
(obediencia automática). Agreguemos finalmente, 
que nuestro sujeto tiene desigualdad pupilar y que 
se nota en sus antecedentes un rictus con convul- 
siones de los miembros superiores. 
En el curso del mes pasado su estado mejoró, 
su mente estuvo más lúcida, sus modales más na- 
turales, y tenía la precisa sensación de estar enfer- 
mo. Sin embargo, era siempre un ser confuso, 
pobre de ideas y sensaciones. Dejó la clínica en 
esas condiciones para retornar a su trabajo. Pero 
nos lo han traído hace un año. Se había acostado 
delante de un tren que le cortó el pie derecho y le 
fracturó el brazo izquierdo. Durante esta nueva 
estancia entre nosotros, se muestra más dueño de 
sí mismo, conocía mejor su entorno y transmitía 
de buena gana lo que sabía de sus nociones de 
geografía y de cálculo. Es cierto, no hablaba es- 
pontáneamente con nadie. Permanecía apático, 
acostado, privado de toda reacción, su rostro esta- 
ba sin expresión. Por otra parte, no se ocupaba de 
nada y no prestaba ninguna atención a lo que 
pasaba a su alrededor. 
Atribuía a su enfermedad su tentativa de sui- 
cidio. Decía que desde un año antes su cerebro 
estaba quebrado, y ya no era capaz de pensar sin 
 
 
 
que las otras personas estuvieran al corriente de 
sus ideas y las hiciesen tema de sus conversacio- 
nes. Incluso se lo oía al leer el diario. 
Aún hoy este enfermo está en el mismo esta- do: 
mira indiferentemente delante suyo, sin ver 
nada. No pregunta sobre el entorno exterior que 
lo circunda. Levanta apenas los ojos cuando se lo 
interroga y es necesario interpelarlo con energía 
para obtener alguna respuesta suya. Sabe donde 
está, conoce el mes y el año, así como el nombre 
de los médicos; más aún, resuelve un problema 
fácil, enumera también ciertos nombres de ciu- 
dades y de ríos. En cambio, se cree el hijo del 
Emperador, el rey Guillermo. No tiene por otra 
parte noción de su situación y anhela quedarse 
aquí: “Su cerebro está lastimado, su vena ha esta- 
llado”. Fácilmente se pone de nuevo en eviden- 
cia la flexibilidad cérea, la ecopraxia; se le tiende 
la mano, él tiende la suya toda rígida pero sin 
tomar la que se le presenta (I). 
Inútil es ir más lejos para asegurar que esta- 
mos frente a un estado patológico relacionado más 
bien con el juicio que con la memoria. Mucho más 
atacada está aún la emotividad, y como conse- 
cuencia, están alteradas todas las manifestaciones 
voluntarias que están bajo su dependencia. Hay, 
por consiguiente, una indudable analogía entre los 
dos enfermos que ustedes han observado hoy, 
aunque el proceso evoluciona diferentemente en 
cada uno de ellos. Especialmente en ausencia de 
toda actividad intelectual, el mismo desapego a 
todas las cosas, la misma imposibilidad de librarse 
a todo acto espontáneo. Son, en una palabra, tras- 
tornos similares, igualmente intensos en una ob- 
servación como en la otra y los dos sujetos afecta- 
dos por el mismo sello. Estos síntomas represen- 
tan, con el debilitamiento del juicio, las caracterís- 
ticas fundamentales y permanentes de la D. P.; 
ellos se reencuentran durante toda la evolución 
de la afección. Al lado de ellos puede manifestar- 
se toda una serie de otros signos, susceptibles a 
veces de ocupar un lugar preponderante, pero estos 
signos no duran en general y no deben ser consi- 
derados como los estigmas cardinales. Se ve, por 
 
 
 
(I) El enfermo se halla desde hace 5 años en un asilo de crónicos. 
Ha devenido muy amanerado y demente 
ejemplo, ideas delirantes, alucinaciones senso- 
riales, extraordinariamente frecuentes por cier- 
to, pero con un desarrollo muy irregular. Estas 
ideas, incluso, pueden desaparecer, o directa- 
mente no estar presentes sin que los rasgos esen- 
ciales se reviertan en el cursode la enfermedad 
o en su terminación. Tenemos el derecho, en- 
tonces, de plantear como regla que todos los 
estados de depresión con alucinaciones senso- 
riales, muy marcadas al comienzo, o con deli- 
rios estúpidos, son en general la primera fase 
de la D. P. Además, las modificaciones de la 
emotividad, a pesar de ser constantes, son poco 
apreciables. Ellas contribuyen, por consiguiente, 
apenas en el establecimiento del diagnóstico. 
Si bien es cierto que los estados de viva ansie- 
dad o de gran depresión son susceptibles de abrir 
la escena, la emotividad, llegamos a verificarlo, 
muy rápidamente se diluye, e incluso en ausencia 
de toda manifestación exterior. 
Observen finalmente a este cartero: es un hom- 
bre de 35 años, sólidamente constituido. ¿Podrían 
concebir que hace apenas algunos días ha queri- 
do matarse e inclusive había persuadido a su mu- 
jer de seguirlo en el suicidio, luego de haberse 
cortado estúpidamente el canal de la uretra algu- 
nas semanas antes? Su aspecto pálido, su nutrición 
lánguida no le impiden estar aún muy consciente; 
sabe dónde se encuentra, se da cuenta de su si- 
tuación y sus respuestas son ordenadas y sensa- 
tas. Desde hace cinco semanas está enfermo, y 
sufre sobre todo de cefaleas. Cree que sus compa- 
ñeros conversan sobre una ligera torpeza que él 
había cometido en un lugar precedente: “Noso- 
tros te haremos la guerra, decían ellos, nosotros 
abriremos la pequeña camisa”. A menudo no com- 
prendía bien, por qué con frecuencia se le telefo- 
neaba tanto en los oídos: por lo tanto fatigado de 
escuchar esas voces había resuelto ahorcarse. Más 
tarde, habiendo logrado retornar a su trabajo, se 
volvió ansioso, perseguido por el temor de estar 
obligado a dar dinero falso y de exponerse así a 
una condena a prisión. La cabeza le borboteaba y 
rogaba a su mujer que se quemase el cerebro con 
él. ”¿No sería ella desgraciada si él estuviera en 
prisión?”. Poco a poco termina por no comer ni dor- 
mir. Se hacía un montón de reproches, veía sobre 
el techo una cabeza que al comienzo lo asustaba 
 
 
 
mucho, luego veía con los ojos cerrados, dos cua- 
dros, de los cuales uno todo destrozado represen- 
taba una casa con ventanas y techo. El enfermo 
nos cuenta todo aquello con el rostro sonriente 
pero con una cierta búsqueda en la expresión. Su 
tentativa de suicidio, su llegada a la Clínica, no 
suscitó en él ninguna reflexión. Nos tiende la mano 
rígida, rígido también está su porte. De la forma 
más clara tiene catalepsia, ecopraxia y ecolalia. 
Repite, en efecto, inmediatamente las palabras 
pronunciadas delante suyo, a veces alterándolas. 
Los primeros días que siguieron a su entrada en el 
asilo, permaneció casi constantemente acostado, 
los párpados con frecuencia cerrados, sin hacer 
movimientos, sin responder a las preguntas, sin 
reaccionar a las inyecciones. Escuchaba voces que 
le hablaban de toda suerte de cosas. Agrega en 
voz baja haber visto bajo sí un corazón azul y por 
detrás la luz temblorosa del sol. Hay aún otro co- 
razón azul, “un corazón de mujer”. Vio también 
relámpagos, un cometa brillante con una larga cola, y 
el sol se levanta todos los días del lado opuesto. 
Estos últimos días, bruscamente, sin motivo, 
el enfermo rechazó todo alimento, y estuvimos 
obligados a alimentarlo por sonda. Cuando se lo 
invitaba a escribir a su mujer, pretendía tener 
ocupaciones más importantes; por otra parte, era 
inútil que ella lo visite, no valía la pena. Cuando 
se le solicitaba que sacara la lengua, abría bien 
grande la boca, pero enrollaba su lengua apoyán- 
dola fuertemente contra el velo de su paladar. En 
otros momentos, se volvía muy agresivo para con 
su entorno, sin ser capaz de justificarse luego por 
lo sucedido. Desde el punto de vista somático, 
conviene notar una exageración muy marcada de 
los reflejos rotulianos. 
Ustedes comprenden sin esfuerzo que en este 
cuadro clínico encontramos los mismos rasgos fun- 
damentales que en nuestros otros dos enfermos: 
emotividad debilitada, ausencia de voluntad es- 
pontánea, sugestionabilidad. Además las alucina- 
ciones sensoriales, la manera bien particular de 
tender la mano confirma aún más nuestro diagnósti- 
co: se trata de un caso de D. P. Hablan en el mis- 
mo sentido, la resistencia estúpida del enfermo a 
la alimentación, a sacar la lengua y escribir a su 
mujer. Los estados de estupor que se manifiestan 
de tiempo en tiempo, tienen también un cierto 
valor. En una palabra, estamos aquí, ante trastor- 
nos idénticos a los que habíamos tenido la oca- 
sión de señalar anteriormente. 
Por otra parte, estamos ante una impresio- 
nante evolución desde hace algunos años, y defi- 
nitivamente devenida incurable. Tal es en efecto, 
la terminación más frecuente de la D. P. Y lo que 
da a nuestro diagnóstico todo su valor, es que a 
partir de ahora estamos en condiciones de soste- 
ner un pronóstico grave. Podemos prever el es- 
tado de imbecilidad especial que afectará ulte- 
riormente al enfermo. 
Nuestra predicción, por cierto, no está al re- 
paro de todo error. 
Desde el punto estrictamente científico, es 
aún más dudoso que la D. P. pueda curarse 
completa y definitivamente: sin embargo, no 
se podría aceptar esta concepción sin apela- 
ción. Por el contrario, las mejoras, no son ca- 
sos raros, y prácticamente hay motivos para 
considerarlos como curados. Los enfermos han 
perdido evidentemente actividad e inteligencia, 
su emotividad está restringida, pero en las rela- 
ciones diarias aún son capaces de conservar su 
antiguo lugar. Sus mejoras, a menudo son sólo 
momentáneas en general, y las recaídas que se 
producen tarde o temprano, sin motivo determi- 
nado, toman entonces un aspecto más serio. Esto 
lo observamos en nuestro segundo enfermo: me- 
joramiento, por otra parte breve, y recaída con- 
secutiva. Igualmente tenemos motivos para es- 
perar que desaparezcan en él los trastornos ac- 
tuales, pero tenemos que estar atentos a una 
recidiva más grave1. 
 
Traducción: L. Patri 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1. El enfermo está considerablemente mejor desde el punto de 
vista somático. Ha salido de la clínica al cabo de 3 meses, sin darse 
cuenta de los trastornos que había presentado. Desde hace cua- 
tro años y medio está con su familia y parece curado.

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