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arrollo desde la lactancia hasta la niñez, y son los menos los niños que se sustraen, en la época anterior a la pubertad, de quehaceres y sensaciones sexuales. Quien desee conocer la exposición particularizada de estas tesis la hallará en mis ya citados Tres ensayos de teoría sexual. Allí averiguará que los órganos de la reproducción propiamente dichos no son las únicas partes del cuerpo que procuran sensaciones sexuales placenteras, y que la naturaleza ha estatuido con todo rigor las cosas para que durante la infancia sean inevi- tables aun las estimulaciones de los genitales. Con una ex- presión introducida por Havelock Ellis [I898íz], se designa como período del autoerotismo a esta época de la vida en que, por la excitación de diversas partes de la piel (zonas erógenas), por el quehacer de ciertas pulsiones biológicas y como coexcitación sobrevenida a raíz de muchos estados afectivos, es producido un cierto monto de placer indudable- mente sexual. La pubertad no hace sino procurar el primado a los genitales entre todas las otras zonas y fuentes dispen- sadoras de placer, constriñendo así al erotismo a entrar al servicio de la función reproductora, proceso este que desde luego puede sufrir ciertas inhibiciones y que en muchas personas, las que son luego perversas o neuróticas, sólo se consuma de una manera incompleta. Por otra parte, mucho antes de alcanzar la pubertad el niño es capaz de la mayoría de las operaciones psíquicas de la vida amorosa (la ternura, la entrega, los celos), y harto a menudo sucede también que esos estados anímicos se abran paso hasta las sensaciones corporales de la excitación sexual, de suerte que él no pueda abrigar dudas sobre la copertenencia entre ambas. En suma: largo tiempo antes de la pubertad el niño es un ser completo en el orden del amor, exceptuada la aptitud para la repro- ducción; y es lícito entonces sostener que con aquellos «ta- pujos» sólo se consigue escatimarle la facultad para el do- minio intelectual de unas operaciones para las que está psíquicamente preparado y respecto de las cuales tiene el acomodamiento somático. Así, el interés intelectual del niño por los enigmas de la vida genésica, su apetito de saber sexual, se exterioriza en una época de la vida insospechablemente temprana. Si ob- servaciones como la que pasaré a comunicarle no han podido hacerse con más frecuencia, se lo debe, atribuir sin duda a que los padres están aquejados de una particular ceguera hacia ese interés del niño o, si no les fue posible ignorarlo, se empeñaron por ahogarlo enseguida. Conozco a un hermoso niño que ahora tiene cuatro años, cuyos inteligentes padres renunciaron a sofocar violenta- 117 mente un fragmento de su desarrollo. El pequeño Hans, que por cierto no sufrió influencias seductoras de parte de al- guna persona encargada de su crianza, muestra empero des- de hace un tiempo vivo interés por aquella parte de su cuer- po que suele designar como «hace-pipí» {«Wiwitnacher»). Ya a los tres años ha preguntado a su madre: «Mamá, ¿tu también tienes un hace-pipí?». A lo cual la mamá respon- dió: «Naturalmente, ¿qué te habías creído?». Igual pregun- ta había dirigido repetidas veces al padre. A la misma edad lo llevaron por primera vez a visitar un establo; ahí asistió al ordeño de una vaca, y entonces exclamó asombrado: «¡Mira, del hace-pipí sale leche!». A los tres años y tres cuartos, está en camino de descubrir categorías correctas por sí mismo y por sus propias observaciones. Ve que de una locomotora largan agua, y dice: «Mira, la locomotora hace pipí; ¿y dónde tiene el hace-pipí?». Luego él mismo agrega, reflexionando: «Un perro y un caballo tienen un hace-pipí; una mesa y un sillón, no». Hace poco contempló cómo ba- ñaban a su hermanita de una semana de edad, y señaló: «Pero su hace-pipí es todavía chiquito. Cuando ella crezca se le agrandará». (Esta misma postura frente al problema de la diferencia entre los sexos se me ha informado tam- bién de otros varoncitos de la misma edad.) Yo pondría en entredicho que el pequeño Hans sea un niño de disposición sensual ni, menos aún, patológica; sólo creo que no ha sido amedrentado, no lo aqueja la conciencia de culpa y por eso da a conocer sin recelo sus procesos de pensamiento.^ El segundo gran problema que atarea el pensar de los niños —si bien a una edad un poco más tardía—' es el del origen de los hijos, anudado las más de las veces a la in- deseada aparición de un nuevo hermanito o hermanita Esta 2 {Nota agregada en 1924:] Con respecto a la postcnor contrac- ción de neurosis y el restablecimiento del pequeño Hans, véase mi «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (1909£>). [Allí se reproduce este material. Al redactar el presente artículo se adjudicó al niño el nombre de «pequeño Herbert», cambiado a «pequeño Hans» en las ediciones alemanas a partir de 1924. En el momento de publicarse este trabajo, el análisis del niño aún no había concluido.] ' [En sus escritos de esta época, Freud sostenía, como regla, que el problema del origen de los niños es el primero en despertar el in- terés de estos. Véase, por ejemplo, «Sobre las teorías sexuales in- fantiles» (1908c), redactado no mucho después que el presente traba- jo (infra, pág. 190), así como el historial clínico del pequeño Hans (1909*), AE, 10, pág. 107, y un pasaje agregado en 1915 a Tres ensayos de teoría sexual (1905¿), AE, 7, pág. 177. Aquí, sin embar- go, parece ubicarlo en segundo lugar, detrás de la distinción anató- mica entre los sexos, y en su trabajo muy posterior sobre este último tema (1925/) reafirma esta opinión, al menos en lo que atañe a las niñas (AE, 19, págs. 271, «. 8, 272).] 118 es la pregunta más antigua y más quemante de la humanidad infantil; quien sepa interpretar mitos y tradiciones, puede escucharla resonar en el enigma que la Esfinge de Tebas planteó a Edipo. Las respuestas usuales en la crianza de los niños menoscaban su honesta pulsión de investigar, y casi siempre tienen como efecto conmover por primera vez su confianza en sus progenitores; a partir de ese momento, en la mayoría de los casos empiezan a desconfiar de los adul- tos y a mantenerles secretos sus intereses más íntimos. Un pequeño documento acaso muestre cuan torturante puede volverse este apetito de saber, sobre todo en niños más grandecitos; es la carta de una niña de once años y medio, huérfana de madre, que ha especulado sobre este problema con su hermanita menor: «Querida tía Mali: »Te ruego tengas la bondad de decirme por escrito cómo tuviste a Christel o a Paul. Tú tienes que saberlo, pues estás casada. Es que ayer a la tarde hemos discutido sobre eso y deseamos saber la verdad. No tenemos ninguna otra per- sona a quien pudiéramos preguntarle. ¿Cuándo vienen uste- des a Salzburgo? Sabes, querida tía Mali, la cosa es que no entendemos cómo la cigüeña trae a los niños. Trudel opinó que los trae dentro de la camisa. Pero además que- rríamos saber si los toma del estanque, y por qué uno nunca ve a los niños en el estanque. Te ruego me digas también cómo se sabe de antemano cuando uno los va a tener. Es- críbeme sobre esto una respuesta detallada. »Con mil saludos y besos de todos nosotros, Tu curiosa Lilli». No creo que esta conmovedora carta de las dos herma- nitas les aportara el esclarecimiento pedido. La escribidora contrajo más tarde aquella neurosis que se deriva de unas preguntas inconcientes no respondidas: la manía de la cavi- lación obsesiva.* Pienso que no existe fundamento alguno para rehusar a los niños el esclarecimiento que pide su apetito de saber. Por cierto que si el propósito del educador es ahogar lo más temprano posible la aptitud de los niños para el pensar autó- nomo, en favor del tan preciado «buen juicio», no puede _•* [Nota agregada en 1924:] Pero la manía de cavilar dejó sitio, años después, a una dementia praecox. — [Freud leyó esta carta en la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 13 de febrero de 1907.(Cf. Minutes, 1.) El tema de las preguntas no respondidas es retomado en «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c), infra, pág. 195,] 119
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