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30 - Beck _ Bredemeier (2016) Un modelo unificado de la depresión

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Un modelo unificado de la depresión: 
Integrando las perspectivas clínica, 
cognitiva, biológica y evolutiva 
 
Aaron T. Beck y Keith Bredemeier 
Departamento de Psiquiatría, Universidad de Pennsylvania 
 
Traducción: Camila Segura, Mariana Miracco y Germán Bidacovich 
Revisión técnica: Eduardo Keegan
Clinical Psychological Science 
1–24 
© The Author(s) 2016 
Reprints and permissions: 
sagepub.com/journalsPermissions.nav 
DOI: 10.1177/2167702616628523 
cpx.sagepub.com 
 
 
 
Resumen 
 
Proponemos que la depresión puede ser vista como una adaptación para conservar la energía luego de la pérdida 
percibida de una inversión en un recurso vital como una relación, una identidad de grupo o un valor o recurso 
personal. Las tendencias para procesar la información negativamente y experimentar fuertes reacciones biológicas al 
estrés (resultantes de genes, traumas, o ambos) pueden conducir a creencias depresógenas sobre sí mismo, el mundo 
y el futuro. Estas tendencias están mediadas por alteraciones en áreas del cerebro/ redes implicadas en la cognición y 
la regulación emocional. Las creencias depresógenas predisponen a los individuos a realizar evaluaciones cognitivas 
que amplifican las percepciones de pérdida, típicamente en respuesta a estresores que afectan los recursos 
disponibles. Las características clínicas de la depresión severa (v.g., anhedonia, anergia) resultan de estas 
evaluaciones y reacciones biológicas que ellas gatillan. Estos síntomas fueron presumiblemente adaptativos en 
nuestra historia evolutiva, pero son desadaptativos en tiempos contemporáneos. Así, la depresión severa puede ser 
considerada una manifestación anacrónica de un “programa” basado en la evolución. 
 
 
Introducción 
 
Un cuerpo sustancial de investigaciones ha 
proporcionado fuerte apoyo para el modelo cognitivo 
de la depresión (Clark y Beck, 1999). Sin embargo, las 
contribuciones clave de una serie de investigaciones 
biológicas novedosas desde la última actualización de 
este modelo (Beck, 2008) han ayudado a ampliar 
nuestra comprensión de los vínculos entre los procesos 
cognitivos y biológicos involucrados en la depresión y a 
su vez justificaron la propuesta de un modelo de 
depresión dentro de un marco cognitivo. Más 
importante aún, hay una necesidad de un modelo 
teórico comprensivo que reúna publicaciones y relatos 
relativamente dispares y, al hacerlo, destaque las 
consistencias emergentes a través de los diferentes 
hallazgos y perspectivas, al tiempo que genere ideas 
nuevas. Tal esfuerzo debería ayudar a promover la 
integración y la colaboración dentro del campo y, a su 
vez, el desarrollo de enfoques más integrativos de la 
atención clínica (ambos de los que todavía se carece). 
 
Aaron T. Beck, Department of Psychiatry, University of Pennsylvania, 
3535 Market St., Room 2031, Philadelphia, PA 19104 
E-mail: abeck@mail.med.upenn.edu 
2 Beck y Bredemeier 
Un modelo unificado de la depresión debe satisfacer 
una serie de requisitos. Primero y principal, debería 
integrar hallazgos de varios niveles de análisis (v. g., 
genéticos, psicológicos) en un relato coherente. 
Segundo, debería tener plenamente en cuenta la 
sintomatología, incluyendo aquellos aspectos de la 
depresión que parecen violar los cánones básicos de la 
naturaleza humana (v. g., el instinto sexual y el 
principio de placer). Muchos modelos teóricos intentan 
dar cuenta solo de síntomas o casos particulares y no 
abordan explícitamente las funciones potencialmente 
adaptativas. Tercero, debería proveer un marco para 
explicar la historia natural de la depresión: 
predisposición, precipitación y recuperación del 
trastorno1. Por ejemplo, el modelo debe ser capaz de 
explicar la variabilidad documentada en las 
circunstancias precipitantes entre los individuos (v. g., 
los casos de “depresión endógena”) y a lo largo del 
tiempo (v. g., la sensibilización a los estresores después 
de la recuperación inicial, conocido como “el efecto de 
atizamiento” o facilitación neurobiológica -kindling). 
 
De la adaptación a la depresión 
 
La personalidad está organizada para satisfacer 
necesidades determinadas biológicamente y para 
utilizar recursos humanos vitales para ayudar a 
satisfacer esas necesidades. Estos recursos consisten 
en parentescos cercanos, grupos de pares, compañeros 
sentimentales y grupos de identidad, que proporcionan 
acceso a las necesidades de la vida, incluyendo la 
nutrición, el apoyo, perspectivas para la vinculación de 
pareja, y las necesidades nutricionales elementales2. La 
depresión representa una adaptación a la pérdida 
percibida de una inversión de recursos vitales que 
excede las competencias y capacidades del individuo 
(v. g., habilidad, resolución de problemas, apoyo) para 
mitigar el impacto de la pérdida. 
Hay un corolario importante de esta visión 
adaptacionista de la depresión, en contraste con el 
modelo tradicional de enfermedad, en el que los 
síntomas son vistos en un continuo de severidad (ver 
Nettle, 2004). En apoyo a esta visión, la mayor parte de 
 
1
Está bien establecido que los trastornos depresivos son más comunes en 
mujeres (APA, 2013). Sin embargo, el modelo no aborda explícitamente 
estas diferencias de género, basado en la evidencia que sugiere que están 
involucrados los mismos factores en la etiología de la depresión en ambos 
géneros, pero algunos son simplemente más comunes en mujeres (v.g., 
Hamilton, Stange, Abramson, y Alloy, 2015; Nolen-Hoeksema, Larson, y 
Grayson, 1999; ver Nolen-Hoeksema y Girgus, 1994). Así, proponemos que 
nuestro modelo es aplicable a la depresión tanto en varones como en 
mujeres. 
2
De aquí en adelante, las discusiones sobre “recursos” o “recursos vitales” 
se refieren a estas. 
la evidencia sugiere que la depresión es dimensional (v. 
g., Beck, 1967; Haslam y Beck, 1994; Haslam, Holland, y 
Kuppens, 2012; pero para una visión alternativa, ver 
Ruscio, Brown, y Ruscio, 2009). También, y 
particularmente pertinente a nuestro modelo, la 
evidencia sugiere que la vulnerabilidad cognitiva a la 
depresión es dimensional (v. g., Gibb, Alloy, Abramson, 
Beevers, y Miller, 2004). Para fines prácticos usamos la 
expresión depresión severa en referencia a cualquier 
caso que esté por encima del umbral de significación 
clínica, reconociendo que tales umbrales son difíciles 
de determinar (v. g., Wakefield y Schmitz, 2013; ver 
Horowitz y Wakefield, 2007). También abordamos las 
funciones potenciales y el valor adaptativo de los 
síntomas más leves (v. g., “subclínicos”), ya que son 
fundamentales para comprender cuándo y cómo un 
nivel dado de depresión es disfuncional o 
desadaptativo. Para ello, comenzamos con una breve 
revisión de los aspectos centrales del modelo cognitivo 
de la depresión, presentados dentro de un marco 
adaptacionista y en el contexto de nuestro modelo de 
trabajo de la personalidad (derivado de la 
investigación, teorización, y observaciones clínicas). 
 
La estructura de la personalidad 
 
Tres sistemas de personalidad –cognitiva, 
motivacional/conductual, y afectiva (ver Beck, 1996; 
Hilgard, 1980)- implementan metas evolutivamente 
derivadas. Proponemos que el sistema cognitivo 
funciona como un “programa maestro” que coordina 
los otros sistemas de personalidad, así como los 
procesos biológicos que soportan aquellos sistemas 
(ver también Cantor, 1990; Denson, Spanovic, y Miller, 
2009; Dweck y Leggett, 1988; Lazarus, 1966, 1991; 
Ortony, Clore, y Collins, 1990; Weiner, 1985). Las 
funciones claves de este sistema son percibir, 
interpretar, sintetizar y evaluar. Las necesidades 
primarias se experimentan subjetivamente como 
impulsos y antojos, y estas necesidades se satisfacen 
mediante el uso de estrategias conductuales que 
aumentanla probabilidad de que sean satisfechas. Los 
estados afectivos proporcionan refuerzos positivos y 
negativos en apoyo de la satisfacción de estos deseos 
básicos, así como retroalimentación sobre nuestros 
progresos hacia las metas. 
Proponemos que las creencias más relevantes para el 
bienestar de un individuo involucran dominios de 
recursos vitales (relaciones interpersonales y recursos 
internos) y expectativas de éxito o fracaso en la 
explotación de estos recursos. Para detalles adicionales 
sobre nuestra conceptualización del sistema cognitivo y 
3 Beck y Bredemeier 
el modelo cognitivo general (no específico de 
depresión), por favor ver Beck y Haigh (2014). Los 
sistemas motivacional/conductual y afectivo han sido 
descritos en otro lugar (v. g., Beck, 1996; Ortony et al., 
1990; Weiner, 1985). 
 
La tríada cognitiva 
 
Las creencias están insertas en esquemas. La tríada 
cognitiva (Beck, 1967) consiste en tres esquemas que 
operan simultáneamente para determinar el 
significado/valor de los eventos de la vida (v. g., 
realizamos evaluaciones) y generamos respuestas 
apropiadas. Esto incluye la autoimagen (querible vs. 
poco querible), imagen del mundo (amigable vs. hostil, 
tendiente a la aceptación vs. tendiente al rechazo) y las 
expectativas sobre el futuro (esperanzador vs. sin 
esperanza). 
Teniendo en cuenta las limitaciones inherentes a la 
cantidad de información que podemos procesar a la 
vez, cómo priorizamos esta información tiene 
implicancias importantes para nuestras percepciones y 
creencias (y a su vez, para nuestro bienestar). Cuando 
no están deprimidos, los individuos generalmente 
muestran un sesgo positivo positiva al atender y 
recordar datos del flujo de información constante que 
reciben de estímulos externos e internos (v. g., Pool, 
Brosch, Delplanque, y Sander, en prensa; Walker, 
Skowronski, y Thompson, 2003). Este sesgo positivo 
tiene varias consecuencias adaptativas. Por ejemplo, si 
uno sobrestima la posibilidad de un resultado exitoso a 
partir de un esfuerzo, uno puede intentar más y por lo 
tanto aumentar la probabilidad de un resultado 
positivo. Por el contrario, las creencias y percepciones 
que producen leve tristeza o frustración pueden 
también ser adaptativas en la medida en que motivan a 
hacer un balance después de una experiencia de 
devaluación, y evaluar un problema de manera 
equitativa y luego resolver, retirarse o adoptar una 
nueva estrategia (v. g., Alloy y Abramson, 1979; 
Storbeck y Clore, 2005). Volveremos y discutiremos 
más esta progresión más tarde, luego de detallar la 
predisposición hacia y la precipitación de la depresión 
severa dentro del modelo unificado. 
 
Autoimagen y autoestima. Las visiones de los 
individuos sobre sí mismos están representadas en su 
autoimagen. La imagen es coloreada por el 
procesamiento evaluativo, generalmente referido 
como autoestima. Horney (1937) describió por primera 
vez la autoimagen despreciada y la idealizada. La 
imagen idealizada es una forma exagerada observada 
en los estados maníacos (acompañada de creencias 
positivas extremas como: “yo soy superior”), mientras 
que la imagen despreciada se ve en la depresión 
severa. Aunque la autoimagen del individuo es 
relativamente estable, el componente evaluativo 
puede fluctuar, dependiendo de las experiencias de 
vida. Estas evaluaciones están atadas al sistema de 
placer/dolor de modo que las pérdidas o las ganancias 
pueden estimular emociones agradables y 
desagradables. 
Aunque las autoevaluaciones pueden incluir un 
elemento peyorativo, el tipo de autocrítica severa 
observada en individuos perfeccionistas o severamente 
deprimidos emana del sistema imperativo. En 
particular, estos mandamientos y prohibiciones pueden 
ser útiles en la vida cotidiana, como puede ser la 
autocrítica a la que ellos pueden conducir. Al igual que 
la crítica de otros, la autocrítica fomenta el aprendizaje 
que puede guiar el comportamiento futuro para evitar 
resultados desfavorables o para superar la inercia en el 
camino de “hacer lo que es correcto”. Por ejemplo, si 
un individuo es atrapado en un examen copiándose, él 
o ella está sujeto a la crítica externa como si fuera 
“un/a tramposo/a” (en realidad, una generalización 
excesiva) e incorpora esta experiencia en la memoria. 
Pensar en la experiencia provoca el dolor (emocional), 
que la/o motiva a no copiarse en un futuro. El individuo 
puede ayudar a fijar esto pensando “soy estúpido/a”. 
Notablemente, la medida en que el individuo está 
personalmente involucrado en una meta de vida 
particular o situación (v. g., un trabajo) determina la 
medida en que el éxito o fracaso percibido en ese 
dominio influye en la autoestima. 
En la depresión severa, la autocrítica tiende a estar 
magnificada y a ser inapropiada (y por lo tanto a 
menudo se convierte en desadaptativa). Estas 
autocríticas son en realidad autodevaluaciones (v. g., 
eres estúpido, eres tonto, eres inútil), y comienzan a 
dominar la conciencia en forma de rumiaciones sobre 
errores del pasado y culpa excesiva/inapropiada. Ellos 
se generalizan a un autoconcepto negativo (v. g., 
viéndose a sí mismos como perezosos, débiles o una 
carga), y en última instancia los individuos pueden 
llegar a creer que su vida no tiene sentido en absoluto 
porque también están sufriendo. Ellos ven que la vida 
en sí misma solo tiene un valor negativo (para sí 
mismos y para otros)- por consiguiente, lo más lógico 
que se puede hacer (en sus mentes) es deshacerse del 
objeto inútil (suicidio; ver Bi et al., 2012; Joiner, Horn, 
Hagan, y Silva, en prensa; ver también Wenzel, Brown, 
y Beck, 2009, para detalles sobre el modelo cognitivo 
de los actos suicidas). 
4 Beck y Bredemeier 
Expectativas para los demás y para el futuro. Las 
visiones de los individuos sobre otras personas tienen 
importantes implicancias en cómo se relacionan con los 
demás. Estas visiones también tienen un componente 
evaluativo, ayudando a diferenciar las familiares de las 
no familiares. Sin embargo, puntos de vista más 
generalizados de grupos y de la gente en general 
también se mantienen, lo que tiene un valor funcional 
(v.g., fomentando expectativas al encontrarse con 
extraños). Estas visiones generalizadas de otros 
interactúan con la autoimagen para crear expectativas 
tanto para el presente como para el futuro. Así, las 
visiones negativas fuertes de sí mismo o de los demás, 
pero particularmente su combinación, conducen a las 
altas expectativas de resultados negativos y a las bajas 
expectativas de resultados positivos, observados en la 
depresión severa. A su vez, el individuo deprimido 
comienza a despojarse de intereses y apegos 
previamente valorados. 
 
Predisposición 
 
La mayoría de los individuos se adaptan 
razonablemente bien a los estresores de la vida3. Se 
basan en sus propias estrategias de resiliencia y 
técnicas de resolución de problemas y pueden 
apoyarse en sus sistemas de apoyo social para suavizar 
el impacto de los eventos adversos de la vida. Sin 
embargo, estas estrategias se socavan en individuos 
que han tenido experiencias traumáticas tempranas, 
son vulnerables debido a factores genéticos, 
traumáticos o ambos. Por lo tanto están en riesgo de 
depresión grave y otros trastornos psicológicos4. Un 
elemento crítico en el desarrollo de la vulnerabilidad a 
la depresión es la formación de creencias depresógenas 
sobre el yo, el mundo, y el futuro (es decir, “tríada 
cognitiva negativa”; Beck, 1967). 
 
Factores de vulnerabilidad distal 
 
Hay evidencia creciente de que las experiencias 
traumáticaspueden sensibilizar a los individuos a 
 
3
Definimos “estresores” de manera amplia, como cualquier cambio 
significativo al que un individuo debe adaptarse. Esto incluye situaciones 
vitales como afrentas biológicas (v.g., una infección; ver Dantzer, O´Connor, 
Freund, Johnson, y Kelley, 2008; Yirmiya et al., 2000). 
4
Tal como mencionamos aquí, hay evidencia de que muchos de los factores 
predisponentes discutidos en el modelo no son exclusivos de la depresión, 
sino que son bastante comunes a lo largo de múltiples formas de 
psicopatología (sino la mayoría) (MacMillan et al., 2001; Psychiatric 
Genomics Consortium, 2013). Aunque hay evidencia para la especificidad en 
lo relativo a los precipitantes cognitivos próximos (v.g. depresión vs. 
Ansiedad; ver Beck y Clark, 1988; Hankin, Abramson, Miller y Haeffel, 2004), 
una discusión de este trabajo escapa al alcance de nuestro artículo. 
pérdidas interpersonales posteriores, de manera que 
aumentan el riesgo de depresión. Un estudio 
temprano, por ejemplo, demostró que la pérdida de 
uno de los padres en la infancia estaba asociada a 
depresión severa más tarde en la vida (Beck, 1963). De 
hecho, la pérdida temprana de los padres puede 
sensibilizar a experiencias posteriores, de modo que 
requieren menos estrés para desarrollar depresión en 
la edad adulta (ver Slavich, Monroe, y Gotlib, 2011). El 
abuso o la adversidad durante la infancia también 
parecen tener un efecto particularmente formativo 
(ver, v. g., Gibb, Butler, y Beck, 2003; Hammen, Henry, 
y Daley, 2000). Por ejemplo, el impacto de las 
interacciones negativas con los padres está ilustrado en 
estudios observacionales elegantemente diseñados, 
demostrando que los niveles más altos de expresiones 
emocionales (v. g., agresivas) y los comportamientos de 
los padres parecen predecir prospectivamente la 
depresión en la adolescencia (v.g., Schwartz et al., 
2012; Schwartz et al., 2014). 
Más allá de su influencia en el desarrollo cognitivo (v.g., 
el procesamiento de la información, la formación de 
creencias; ambas discutidas más adelante), hay 
evidencia de que este tipo de experiencias tempranas 
formativas pueden interrumpir el desarrollo neuronal. 
Por ejemplo, la adversidad de la vida temprana se ha 
relacionado con la reducción del volumen del 
hipocampo (Rao et al., 2010), una estructura cerebral 
que desempeña un papel crítico en el aprendizaje y la 
formación de la memoria (ver Squire, 1992) y está 
implicada en la neuropatía de la depresión (ver 
Campbell y MacQueen, 2004). Es importante señalar 
que esta reducción predice síntomas posteriores de 
depresión (Rao et al., 2010), y también se ha observado 
en adultos que experimentaron abandono emocional 
durante la infancia pero que (aún) no han sufrido de 
depresión severa (Frodl, Reinhold, Koutsouleris, Reiser, 
y Meisenzahl, 2010). 
Es claro, sin embargo, que no todos los que 
experimentan la adversidad en la infancia se vuelven 
severamente deprimidos. Una clave para este 
rompecabezas vino del hallazgo fundamental de Caspi y 
colegas (2003) sugiriendo que los individuos que 
poseen una o dos copias de la variante genética corta 
de la región polimorfa ligada a la serotonina (5- 
HTTLPR) fueron más propensos a la depresión y al 
suicidio luego de un estresor vital. Es más, aquellos 
individuos que experimentaron maltrato en la infancia 
y además presentaban la variante corta 5- HTTLPR 
eran más propensos a deprimirse de adultos. Este 
hallazgo fue replicado por Kendler, Kuhn, Vittum, 
Prescott y Riley (2005), quienes demostraron una 
5 Beck y Bredemeier 
sensibilidad aumentada a la depresión severa en estos 
individuos. Desde entonces, un número de estudios 
que examinaron este polimorfismo genético han 
arrojado resultados consistentes. En una muestra de 
adolescentes y adultos jóvenes, la interacción de los 
genotipos 5 HTTLPR y el estrés interpersonal 
importante, predijo el inicio de la depresión severa 
(Vrshek-Schall-horn et al., 2014). Otro estudio 
demostró que estos genotipos se asociaban con 
valoraciones más negativas de los eventos estresantes 
de la vida, lo que a su vez predecía síntomas depresivos 
futuros. El efecto moderador de este polimorfismo 
genético en la relación entre estrés y depresión fue 
confirmado en un meta-análisis reciente (Karg, 
Burmeister, Shedden, y Sen, 2011; para una revisión 
más amplia de la evidencia en apoyo de esto, ver Caspi, 
Hariri, Holmes, Uher, y Moffitt, 2010; pero para una 
visión alternativa, ver Risch et al., 2009). 
Es importante considerar que la vulnerabilidad a la 
depresión es casi ciertamente poligenética (ver Flint y 
Kendler, 2014, para una detallada discusión y revisión), 
y se ha identificado otros polimorfismos candidatos 
que también pueden desempeñar un papel importante. 
Por ejemplo, varios estudios (v. g., Kaufman et al., 
2006; Kudinova, McGeary, Knopik, y Gibb, 2015) 
hallaron que la asociación entre los genotipos 5-
HTTLPR y la depresión está moderada por variantes del 
factor genético neurotrófico (BDNF) derivado del 
cerebro (un neuroquímico clave en el desarrollo 
neuronal y conocido factor de resiliencia). Cabe 
destacar que las variantes genéticas del BDNF también 
se han relacionado con anormalidades estructurales y 
funcionales en el hipocampo (v. g., Egan et al., 2003). 
Además se ha demostrado que la variante “menor” del 
gen FKBP5 (que modula los receptores 
glucocorticoides) interactúa con eventos adversos de la 
vida para predecir el inicio de una depresión severa 
(v.g., Zimmerman et al., 2011). Notablemente, este 
polimorfismo también predice el curso de los síntomas 
y el pronóstico (v. g., Binder et al., 2004; Lekman et al., 
2008). También se ha demostrado que los 
polimorfismos genéticos inflamatorios predicen la 
depresión después de un estresor interpersonal crónico 
(pero no otro tipo de estrés) (v. g., Tartter, Hammen, 
Bower, Brennan, y Cole, 2015; ver Raison y Miller, 
2013, para evidencia más amplia relacionando los 
genes involucrados en el funcionamiento inmunitario 
con la depresión). Finalmente, en línea con otras 
pruebas, para establecer un paralelo entre el dolor 
físico y emocional (v. g., Eisenberger y Lieberman, 
2004), se ha observado que los genes que regulan la 
producción endógena de opioides moderan las 
reacciones depresivas al rechazo dirigido (Slavich e 
Irwin, 2014). 
Los críticos de la investigación del gen candidato (v. g., 
Duncan y Keller, 2011) señalan que los efectos en estos 
estudios son pequeños (particularmente en relación 
con las estimaciones de heredabilidad) y han resultado 
difíciles de replicar. Aunque se ha discutido la 
importancia de confirmar los hallazgos positivos en los 
estudios de genoma-asociación (GWAS), 
desafortunadamente pocos resultados confiables y 
consistentes han surgido de la investigación usando 
abordajes metodológicamente rigurosos (ver Cohen-
Woods, Craig, y McGuffin, 2003; Flint y Kendler, 2014). 
Notablemente, un estudio GWAS amplio del Consorcio 
Genómico Psiquiátrico (Cai et al., 2015) identificó varias 
localizaciones en el genoma asociadas con el riesgo 
compartido de varias formas de psicopatología, 
incluyendo la depresión severa. Más recientemente, el 
Consorcio CONVERGE (Musliner et al., 2015) identificó 
y replicó una señal genética cerca del gen SIRT1 (que 
está involucrado en la biogénesis mitocondrial) 
asociada con la depresión melancólica. Creemos que 
las dos metodologías de gen candidato y de amplitud 
genómica tienen méritos importantes (así como 
también limitaciones) para la exploración de la 
predisposición genética a la depresión, y están 
estimuladas por esfuerzos crecientes para combinarlas 
(v.g. desarrollando puntajes de riesgo poligénico y 
analizando su relacióncon factores de riesgo 
ambientales; Musliner et al., 2015). 
Aunque no existe un consenso claro sobre los genes 
específicos que predisponen a un individuo a la 
depresión, está firmemente establecido que el riesgo 
de depresión tiene un componente hereditario, basado 
en las investigaciones genéticas conductuales (v. g., 
estudios de familia y gemelos; ver Sullivan, Neale, y 
Kendler, 2000) y el trabajo molecular (v. g. análisis de 
rasgo complejo a lo largo de todos los genes [genoma-
wide]; Lubke et al., 2012) realizados hasta la fecha. Sin 
embargo, también hay evidencia de que el riesgo 
genético no es necesario para que un individuo se 
torne predispuesto a la depresión- experiencias 
negativas severas tales como la pérdida de los padres 
puede ser suficiente (ver, v. g., Kendler et al., 2005; 
Kendler, Neale, Kessler, Heath, y Eaves, 1992). Además 
es importante señalar que los factores de riesgo 
genéticos y ambientales no son en modo alguno 
independientes unos de otros- sino que cada vez es 
mayor el reconocimiento de que se influyen 
mutuamente de manera importante. Por ejemplo, 
nuestras experiencias personales pueden alterar la 
expresión de ciertos genes relevantes (v. g., Klengel et 
6 Beck y Bredemeier 
al., 2013; ver Nestler, 2014). Contrariamente, se ha 
visto que la ocurrencia de ciertos eventos vitales 
estresantes asociados con el riesgo de depresión ha 
mostrado tener un componente hereditario (v. g., 
conflicto familiar; ver Kendler, 1998; Kendler y Baker, 
2007). 
 
Sesgos de procesamiento de información 
 
Está bien establecido que los individuos deprimidos 
atienden selectivamente a la información negativa 
(Peckman, McHugh, y Otto, 2010) e ignoran la 
información positiva (Winer y Salem, en prensa). A su 
vez, se ha encontrado que los individuos deprimidos 
son más sensibles a la retroalimentación negativa (v. g., 
como se evidencia por la “negatividad relacionada con 
el error” aumentada en estudios de potencial 
relacionado con eventos; ver Olvet y Hajcak, 2008) y 
también muestran un aprendizaje de recompensa 
deteriorado (v. g., Kumar et al., 2008). Además, los 
individuos deprimidos tienden a recordar más 
fácilmente la información negativa (Dalgleish y Watts, 
1990) y tienen dificultades para recordar memorias 
autobiográficas específicas (conduciendo a la 
“generalización excesiva”; ver Williams et al., 2007). 
Cabe destacar que hay evidencia creciente de que 
estos “sesgos” de procesamiento de la información no 
son simplemente un subproducto del estado de ánimo 
deprimido, sino que más bien confieren la 
vulnerabilidad a la depresión (v. g., Gibbs y Rude, 2004; 
Gotlib y Krasnoperova, 1998; Wells y Beevers, 2010). 
Estos sesgos pueden (en parte) reflejar un control 
ejecutivo deteriorado, mediado por la disfunción de la 
corteza prefrontal y otras regiones de la “red ejecutiva” 
del cerebro (v. g., Elliott, Rubinsztein, Sahakian, y 
Dollan, 2002; Murphy et al., 1999; ver Levin, Heller, 
Mohanty, Herrington, y Miller, 2007). En última 
instancia, pueden contribuir a la sobreinterpretación 
de los acontecimientos y las evaluaciones negativas de 
las experiencias de vida (ver Joorman y Gotlib, 2006; 
MacLeod y Hagan, 1992; Minnen, Wessel, Verhaak, y 
Smeenk, 2005) y, a su vez, dan forma a las visiones y las 
expectativas del individuo a lo largo del tiempo. 
Los sesgos en el procesamiento de la información 
parecen mediar los efectos de los factores de riesgo 
genéticos y ambientales. Aunque la relación entre el 
funcionamiento serotoninérgico y de la depresión 
todavía no se entiende completamente, la creciente 
evidencia sugiere que la variante corta de 5-HTTLPR 
está directamente asociada con sesgos de 
procesamiento negativo (v. g., Beevers, Gibb, McGeary, 
y Miller, 2007; Beevers, Scott, McGeary, y McGeary, 
2009; Hayden et al., 2008; ver Canli y Lesch, 2007; 
Pergamin-Hight, Bakermans-Kranenburg, Van 
Ijzerdoorn, y Bar-Haim, 2012). Del mismo modo, el 
trauma y el abuso en la infancia predicen sesgos en el 
procesamiento de la información posteriormente en la 
vida (v.g., Gibb, Schofield, y Coles, 2009; Pine et al., 
2005). 
 
Reactividad al estrés 
 
La reactividad biológica al estrés también parece 
desempeñar un papel crítico en el camino de la 
predisposición genética y cognitiva a la depresión. La 
desregulación del eje hipotálamo-hipofisiario-
suprarrenal (HPA) es uno de los correlatos biológicos 
más consistentes de la depresión severa (ver Pariante y 
Lightman, 2008; Stetler y Miller, 2011) y puede estar 
vinculada a una disfunción serotoninérgica o 
noradrenérgica (dado el importante rol de estos 
neurotransmisores en la activación/regulación del HPA; 
ver Dinan, 1996; Tsigos y Chrousos, 2002). Además, 
numerosos estudios han encontrado niveles elevados 
de cortisol en respuesta al estrés en individuos 
deprimidos (v. g., Burke, Davis, Otte, y Mohr, 2005; 
Knorr, Vinberg, Kessing, y Wetterslev, 2010; Stetler y 
Miller, 2011). En particular, la reactividad del cortisol 
también se ha encontrado en individuos sanos con la 
variante menor del gen FKBPS (v. g., Ising et al., 2008), 
los portadores de la variante corta 5-HTTLPR (ver Miller 
et al., 2013), y los individuos que han perdido a un 
padre en el periodo de la infancia (v. g., Tyrka et al., 
2008). Con el tiempo, el cortisol aumentado puede 
provocar una atrofia neural (mediada por el glutamato, 
y particularmente en el hipocampo5; ver McEwen, 
2003; Sapolsky, 2000) que podrían exacerbar aún más 
la desregulación HPA (ya que el hipocampo juega un 
papel clave en la inhibición de la retroalimentación del 
HPA; ver Mahar, Bambico, Mechawar, y Nobrega, 
2014) y los sesgos de memoria (v. g., Gerritsen et al., 
2012; Young et al., 2012; ver Gradin y Pomi, 2008). 
La amígdala, una región del cerebro fuertemente 
implicada en la detección de la prominencia, el 
procesamiento emocional, y la activación del eje HPA 
(Adolphs, 2010; Herman y Cullinan, 1997), parece 
desempeñar un papel importante en esta reactividad al 
estrés y su aparente vínculo con el procesamiento de la 
 
5
La prominencia de esta atrofia neural del hipocampo se evidenció por una 
asociación negativa documentada entre el volumen del hipocampo y la 
duración de la depresión (v.g., Sheline, Wang, Gado, Csernansky, y Vannier, 
1996), y puede deberse a la alta concentración de receptores 
glucocorticoides en esta región cerebral (posiblemente para promover 
mejoras en la cognición durante estrés agudo; ver McEwen y Sapolsky, 
1995). 
7 Beck y Bredemeier 
información (ver también Disner, Beevers, Haigh, y 
Beck, 2011). La magnitud de la activación de la 
amígdala por estímulos negativos está directamente 
asociada con los genotipos 5-HTTLPR (ver Munafo, 
Brown, y Hariri, 2008), y se ha demostrado que los 
portadores de la variante corta muestran elevadas 
reacciones de activación de la amígdala y cortisol 
cuando intentan “reparar” su estado de ánimo (Gotlib, 
Joormann, Minor, y Hallmayer, 2008). De la misma 
manera, la reactividad de la amígdala está asociada con 
el maltrato infantil, independientemente al estado 
psiquiátrico (v. g., Van Harmelen et al., 2013). A su vez, 
la activación de la amígdala predice un recuerdo 
sesgado de la información negativa en individuos con 
antecedentes de depresión (v. g., Ramel et al., 2007), al 
igual que la conectividad funcional entre la amígdala y 
el hipocampo (v. g., Hamilton y Gotlib, 2008). En 
resumen, esta reactividad biológica del estrés 
ambiental puede fomentar una mayor inestabilidadafectiva (ver v. g., Thompson, Berenbaum, y 
Bredemeier, 2011) y a su vez fortalecer el aprendizaje. 
 
Formación de la creencia 
 
En términos simplificados, la secuencia de desarrollo de 
la predisposición sigue el riesgo genético o ambiental a 
las memorias negativas de devaluación así como las 
evaluaciones negativas de sí mismo y del futuro. Las 
visiones negativas resultantes se unen en la tríada 
cognitiva negativa. 
El apoyo a esta formulación es proporcionado por el 
gran número de publicaciones que detallan el papel de 
la autoestima negativa como predictor de la depresión 
futura (ver Sowislo y Orth, 2013), y evidencia más 
reciente de que la tendencia a experimentar una 
declinación de la autoestima (mostrado utilizando 
evaluación momentánea ecológica) en respuesta a 
eventos negativos (v. g., Clasen, Fisher, y Beevers, 
2015) brinda más apoyo a este modelo. La 
investigación en la que se utiliza la Escala de Actitudes 
Disfuncionales (DAS por sus siglas en inglés; Weissman 
y Beck, 1978) brinda apoyo adicional a este modelo. 
Esta escala incluye ítems como “si no lo hago bien todo 
el tiempo, significa que soy un fracaso”. Numerosos 
estudios han demostrado que estas actitudes moderan 
el impacto de los eventos estresantes de la vida en la 
depresión (v. g., Abela y Skitch, 2007; Abela y Sullivan, 
2003; Hankin, Abramson, Miller, y Haeffel, 2004; 
Lewinsohn, Joiner, y Rohde, 2001). 
Estas actitudes y creencias negativas parecen resultar 
en patrones aprendidos importantes y predecibles de 
evaluación de los eventos/experiencias de la vida. Por 
ejemplo, usando el Cuestionario de estilo Atribucional, 
Alloy, Abramson, y colegas (v.g., Alloy, Abramson, y 
Francis, 1999; Alloy, Abramson, Whitehouse, et al., 
1999) han demostrado que las personas con 
predisposición a la depresión tienen una tendencia a 
ver los eventos negativos como causados por ellos 
mismos y anticipar consecuencias negativas duraderas. 
Este “estilo” atribucional predice prospectivamente los 
síntomas depresivos (v. g., Hankin et al., 2004; Nolen-
Hoeksema, Girguis, y Seligman, 1986) y ha sido 
relacionado con el maltrato en la infancia (v.g., Gibb, 
Alloy, Abramson, y Marx, 2003). A su vez, estos 
individuos se vuelven más pesimistas sobre el futuro 
(v.g., Alloy y Ahrens, 1987; Metalsky y Joiner, 1992). 
Nuestro modelo general de predisposición a la 
depresión está representado en la figura 1. Tal como se 
muestra en esta figura, proponemos que los factores 
de riesgo genéticos y experienciales contribuyen al 
desarrollo de los sesgos en el procesamiento de la 
información y a la reactividad biológica al estrés. Con el 
tiempo, estos procesos pueden conducir al desarrollo 
de creencias depresógenas (esto es, visiones negativas 
de sí mismo, del mundo, y del futuro), lo que a su vez 
exacerba los sesgos de procesamiento y la reactividad 
al estrés. También se plantea la hipótesis de que las 
experiencias negativas tempranas contribuyen 
directamente a la formación de creencias 
depresógenas. 
 
Señalando las vulnerabilidades específicas de las 
personas 
 
Además de las vulnerabilidades generales que hemos 
descrito anteriormente, las personas predispuestas a la 
depresión a menudo tienen vulnerabilidades 
específicas que se activan por tipos específicos de 
eventos/estresores (v. g., Hammen y Goodman-Brown, 
1990; Robins, 1990; Segal, Shaw, Vella, y Katz, 1992). 
Por ejemplo, hay evidencia de que los individuos que 
otorgan mayor valor a la independencia o la autonomía 
son relativamente más sensibles a los eventos que 
afectan o socavan su sentido del logro, maestría, y 
control (v.g., Clark, Steer, Haslam, Beck, y Brown, 1997; 
Hammen, Ellicott, Gitlin, y Jamison; 1989; ver Beck, 
1982; pero para una visión alternativa, ver Clark, Beck, 
y Brown, 1992). Contrariamente, aquellos con mayores 
niveles dependencia (es decir, “sociotropía”) parecen 
ser más sensibles al estrés interpersonal, eventos 
particulares que implican sentirse rechazado o 
abandonado. Estos factores de personalidad también 
pueden influir en la expresión de los síntomas- por 
ejemplo, los individuos dependientes pueden ser más 
8 Beck y Bredemeier 
propensos a llorar, mientras que los individuos 
autónomos pueden ser más propensos a la retracción 
(ver, v. g., Clark et al., 1997). 
Algunas de estas vulnerabilidades son evidentes 
durante períodos particulares del desarrollo y están 
representados por creencias condicionales. Por 
ejemplo, los adolescentes tienden a desarrollar una 
sensibilidad aguda a la crítica y el rechazo por parte de 
otras personas (Chango, McElhaney, Allen, Schad, y 
Marston, 2012). A su vez, pueden ser propensos a 
desarrollar creencias como “si alguien me rechaza, 
significa que soy indeseable”. 
Los individuos a menudo intentan crear circunstancias 
en sus vidas que contrarreste no compensen estas 
vulnerabilidades específicas. Un individuo, por ejemplo, 
podría desarrollar habilidades como actor como una 
forma de conectarse para compensar la soledad 
interior o el miedo al rechazo del grupo. Cuando ese 
individuo no logra entretener a un grupo relevante, el 
vínculo percibido con la gente se rompe, 
incrementándose su vulnerabilidad a la depresión. Es 
importante que tales comportamientos 
compensatorios puedan servir para reforzar creencias 
centrales. Por ejemplo, un individuo puede creer que él 
o ella es atractivo o aceptado por otros, solo si él o ella 
los entretiene. También los comportamientos 
compensatorios como estos pueden provocar 
reacciones negativas de otros, presentando aún más 
estrés al individuo (ver Hammen, 2006; Lewinsohn, 
Mischel, Chaplin, y Barton, 1980). 
 
 
 
 
Precipitación 
 
La predisposición no es suficiente para causar 
depresión -más bien algo debe desencadenar la 
aparición de los síntomas. Proponemos que el 
elemento crítico en la precipitación de la depresión es 
la pérdida percibida de la inversión en un recurso vital. 
 
El estrés como un precursor común 
 
De acuerdo con el modelo tradicional de diátesis-
estrés, varias experiencias de vida adversas predicen el 
inicio de la depresión severa (ver Hammen, 2005; 
Kendler, Karkowski, y Prescott, 1999). El rechazo de un 
ser querido, la exclusión social o degradación, la 
pérdida de un hijo, y la pérdida de productividad, están 
entre los precipitantes más potentes de la depresión 
(ver Kendler, Hettema, Butera, Gardner, y Prescott, 
2003; Slavich, Thornton, Torres, Monroe, y Gotlib, 
2009). El hilo conductor entre estos estresores es que 
parecen impactar negativamente en objetivos 
evolutivos claves tales como tener relaciones 
interpersonales estrechas, éxito reproductivo, 
aceptación por el grupo de identidad, y recursos 
internos efectivos. Sin embargo, el precipitante no 
necesita ser un evento discreto- los estresores crónicos 
(v.g., la discordia marital, las dificultades financieras) 
también pueden conducir a la depresión (Hammen, 
2005). El cuerpo responde a los estresores a través de 
la activación del eje HPA y la liberación de cortisol 
(Selye, 1973), ambos típicamente amplificados en 
aquellos propensos a la depresión (como se discutió 
anteriormente). 
Riesgo Genético 
V.g., variante corta y variante menor 
de los genes 5-HTTLPR y FKBP5, 
respectivamente. 
Reactividad Biológica 
al Estrés 
V.g., amígdala, eje HHA, cortisol 
Sesgos de Procesamiento de 
Información 
V.g., atención, memoria, 
inferencial/atribucional 
Creencias Depresógenas 
V.g., tríada cognitiva negativa 
Experiencias Tempranas 
 /Trauma 
V.g., pérdida de los padres, 
maltrato 
 
Fig. 1. Predisposición a la depresión. De acuerdo con nuestro modelo unificado, el riesgo genético y las experiencias tempranas/trauma 
contribuyen al desarrollo de sesgos en el procesamiento de la información y la reactividadbiológica al estrés. Con el tiempo, estas 
tendencias pueden conducir al desarrollo de la "tríada cognitiva negativa" (es decir, creencias depresógenas sobre uno mismo, el mundo y el 
futuro). A su vez, la formación y activación de estas creencias exacerban aún más los sesgos cognitivos y la reactividad al estrés. Las 
experiencias tempranas/trauma también se considera que juegan un papel directo en la formación de creencias depresógenas. 
 
9 Beck y Bredemeier 
El estresor precipitante afecta a uno o más recursos 
vitales, dependiendo de la etapa de vida y las 
vulnerabilidades únicas del individuo. En la infancia, la 
pérdida de la crianza de una figura paterna puede 
conducir a una depresión “anaclítica” (Spitz y Wolf, 
1946). Los adolescentes buscan la aceptación y son 
particularmente sensibles a la exclusión por parte de su 
grupo de pares. Por ejemplo, en un estudio longitudinal 
de mujeres adolescentes tardías, los factores de estrés 
interpersonal no graves eran casi dos veces más 
propensos a ser seguidos por episodios depresivos 
graves que los no interpersonales (Stroud, Davila, 
Hammen, y Vrshek-Shallhorn, 2011). Los adultos, por 
otra parte, son especialmente propensos a reaccionar 
ante el rechazo de una pareja íntima o la exclusión por 
parte de la comunidad más amplia (v. g., Slavich et al., 
2009). Finalmente, hemos observado que los adultos 
mayores que han tenido vidas productivas pueden caer 
en la depresión severa después de reconocer que han 
perdido competencias o experimentado fracaso en sus 
ocupaciones. 
Digno de mención, las depresiones bipolares y 
endógenas recurrentes pueden ocurrir sin 
acontecimientos precipitantes obvios o estresores. Los 
episodios depresivos, tanto si ocurren o no como 
reacción a eventos/circunstancias externas, se 
caracterizan por una pérdida catastrófica de 
autoestima y un sesgo negativo dominante en la 
percepción de las experiencias en curso y la 
anticipación del futuro. Sin embargo, se ha observado 
que los individuos deprimidos que experimentan un 
evento vital severo antes del inicio de sus síntomas 
presentan una mayor variabilidad en las actitudes 
negativas a lo largo del curso del episodio que los 
individuos deprimidos sin un evento precipitante 
severo (Monroe, Slavich, Toress, y Gotlib, 2007). 
 
El papel de las valoraciones 
 
Por supuesto, los eventos adversos/estresores no 
siempre conducen a la depresión. Todo el mundo 
experimenta acontecimientos dolorosos que conducen 
a la tristeza o el enojo, pero proponemos que estos no 
culminan en la depresión completa a menos que haya 
una pérdida percibida de lo que ellos consideran una 
inversión vital. Además, es crítico que se perciba esta 
pérdida como más allá del control del individuo (Brown 
y Siegel, 1988), y por lo tanto irreversible. En esencia, el 
impacto de un evento depresógeno depende de su 
significado personal. A su vez, el significado de un 
evento depende del valor que la persona ubica en la 
inversión, reflejada en la importancia percibida del 
recurso en cuestión. 
La magnitud de la pérdida percibida es proporcional al 
grado de inversión de los individuos. Cuando los 
individuos destinan sus ansias, expectativas, energía, y 
aún su bienestar a su inversión, la pérdida será intensa. 
Por ejemplo, una persona que invierte mucho en una 
relación romántica sería particularmente vulnerable a 
la depresión si esa relación termina. Cuando el 
individuo utiliza esta inversión para compensar 
creencias de indeseabilidad, inferioridad o 
inadecuación, su pérdida se agrava más. 
El pensamiento negativo sobre y las interpretaciones 
de las experiencias pueden considerarse causas 
cognitivas proximales de la depresión (Hammen y 
Watkins, 2008). En línea con esta formulación, se ha 
demostrado que los cambios de cortisol en respuesta a 
los estresores están estrechamente ligados a las 
valoraciones cognitivas de esos eventos (v. g., Gaab, 
Rohleder, Nater, y Ehlert, 2005; ver Denson et al., 2009, 
para una revisión). 
 
El papel de los esquemas 
 
El vínculo entre el estrés y la depresión severa parece 
cambiar a lo largo de múltiples episodios, de tal 
manera que el “umbral” individual de estrés necesario 
para precipitar el inicio puede disminuir al correr de las 
recurrencias (referido como “efecto de encendido”; 
v.g., Post, 1992; Stroud et al., 2011; ver Monroe y 
Harkness, 2005). Y tal como se mencionó 
anteriormente, los episodios depresivos ciertamente 
pueden ocurrir sin ningún precipitante aparente, y aun 
así se caracterizan por un profundo pensamiento 
depresivo. La teoría de los esquemas puede ayudar a 
explicar ambos fenómenos. 
Los esquemas predisponentes (tríada cognitiva 
negativa) se activan como resultado de un estresor que 
sea congruente con la creencia esquemática, que a su 
vez influye en el procesamiento de la información 
subsiguiente. Los niveles de depresión (leve, 
moderada, o severa) dependen del grado de activación. 
El contenido de las creencias negativas se alinea y 
fluctúa con el grado de activación (v. g., “Soy torpe e 
inepto” vs. “Soy un completo perdedor”). A su vez, esta 
activación y el subsiguiente sesgo en el procesamiento 
de la información y en las 
interpretaciones/valoraciones de las interpretaciones 
refuerzan y reafirman el esquema, haciéndolo cada vez 
más dominante, esencialmente evitando otros 
esquemas más adaptativos. A través de este ciclo 
continuo de refuerzo, estos esquemas se vuelven más 
10 Beck y Bredemeier 
densos, más robustos, y menos permeables. A nivel 
biológico, esto se refleja probablemente en el 
fortalecimiento de las conexiones sinápticas relevantes 
(y, a su vez, redes neuronales). Estos cambios 
cognitivos y biológicos reflejan procesos de aprendizaje 
que promueven la adaptación, si todas las variables 
restantes permanecen igual. Sin embargo, en las 
depresiones recurrentes, los esquemas se consolidan a 
través de este ciclo de percepciones e interpretaciones 
cada vez más negativas. Bajo estas condiciones, lo 
esquemas negativos comienzan a tener un bajo nivel 
continuo de activación incluso durante los periodos 
asintomáticos, y a su vez se elevan más fácilmente a la 
activación máxima (el “efecto de encendido”). De 
manera similar, estos esquemas se “congelan” y por lo 
tanto son relativamente impermeables a los 
acontecimientos positivos de la vida. En la depresión 
endógena, estos esquemas se consolidan en un grado 
en que se requiere una activación adicional mínima (si 
es que requiere alguna). Para una mayor elaboración, 
ver Beck and Haigh (2014). 
El apoyo para esta formulación viene del trabajo de 
Lewinsohn, Allen, Seeley y Gotlib (1999), quienes 
demostraron que los eventos estresantes son más 
predictivos del inicio de la depresión severa, mientras 
que las actitudes depresógenas (medidas por el DAS) 
son más predictivas de la recurrencia. Además, la 
investigación sugiere que la experiencia de la depresión 
conduce a una mayor “reactividad cognitiva” (v. g., 
actitudes depresógenas ante el estado de ánimo triste), 
que a su vez predice el riesgo de recurrencia (Lau, 
Segal, y Williams, 2004; Teasdale, 1988). Finalmente, 
experimentar depresión severa conduce a una 
disminución del sentimiento de maestría a lo largo del 
tiempo (Nolen-Hoeksema, Larson, y Grayson, 1999). 
Proponemos que estos hallazgos reflejan la 
consolidación de esquemas depresógenos. Junto con la 
mayor reactividad y disminución del control cognitivo 
que puede resultar en la atrofia neuronal (discutida 
anteriormente), esta consolidación aumenta el riesgo. 
¿Pero porqué la pérdida percibida de una inversión 
vital produce un efecto tan profundo? Sugerimos que 
la representación interna del sí mismo y los recursos 
vitales en cuestión, constituyen una parte prominente 
de la organización cognitiva (es decir, “creencias 
centrales”) y están insertados en esquemas que 
incluyen diversas creencias y el significado asociado 
con el sí mismo y el recurso. Más específicamente, las 
representaciones internas del sí mismo y de estos 
recursos vitales se superponen y se asimilan en el 
esquema del sí mismo. De este modo, la interrupción 
de esta integración a raíz de eventos precipitantes 
conduce al profundo sentimiento de pérdida. Por 
ejemplo, la autoimagen de aquellos que invierten 
fuertemente en relaciones románticas puede llegar a 
centrarse en sentirse querible. Como resultado, las 
dificultades de la relación (v. g., una ruptura) pueden 
hacer que se sientan no solo indignos de amor o no 
queribles, sino sin valor y desesperanzados. 
 
El “programa de la depresión” basado en la 
evolución 
 
Los pensamientos/creencias negativas pueden explicar 
directamente muchos síntomas depresivos cardinales 
(v. g., tristeza, autocrítica, dificultades en el sueño, 
comportamiento suicida; ver Beck, 1976; Lewinsohn, 
Hoberman, y Rosenbaum, 1988). Ellos reflejan las 
desactivaciones extremas de los esquemas positivos (lo 
que resulta en una disminución de las “inversiones”) así 
como las activaciones negativas de los esquemas 
(promoviendo la retirada). La aparente 
disfuncionalidad de la depresión severa, representada 
por síntomas como la anergia profunda y la anorexia, 
se entiende mejor considerando cuidadosamente el 
potencial valor evolutivo de tales síntomas. Al hacerlo, 
ampliamos la formulación cognitiva evolutiva anterior 
(Beck 1993), incorporando más rasgos clínicos, así 
como nuevos hallazgos científicos (para discusiones de 
otros informes evolutivos, ver Durisko, Mulsant, y 
Andrews, 2015; Rottenberg, 2014). Las primeras pistas 
sobre los orígenes evolutivos y las funciones de la 
depresión vienen del trabajo que examina 
síndromes/comportamientos depresivos en otras 
especies. 
 
Estudios con animales no humanos 
 
Hacer extrapolaciones del presente al pasado (“lo que 
pudo haber sucedido”) y volver al presente de nuevo 
(“lo que podría estar sucediendo”) es una empresa 
arriesgada, acosada por el antropomorfismo, el 
zoomorfismo, y el razonamiento circular. Aun así, los 
modelos animales pueden proporcionar un enfoque 
heurístico interesante a la tarea de desentrañar el 
misterio de la depresión. 
Las observaciones y experimentos con animales 
sugieren que, después de la privación social, los 
primates manifiestan características conductuales que 
se asemejan a la depresión humana (Mckinney, Suomi, 
y Harlow, 1971), tales como llanto, disminución de la 
actividad y de la interacción social, disminución del 
apetito, y trastornos del sueño. Se ha especulado que 
una función clave de esta “depresión de privación” es 
11 Beck y Bredemeier 
atraer la atención de otros significativos. Otro trabajo 
experimental con primates mostró una 
hipersensibilidad a la pérdida de una relación íntima, 
así como pérdidas en las luchas competitivas que 
resultan en una disminución del status grupal 
(“depresión de la derrota”). Al adoptar un papel 
sumiso, el individuo ya no invita a ataques de 
competidores (Gilbert, 1989; Price y Sloman, 1987). 
Cabe destacar que se han observado reacciones 
depresivas en especies no primates también (ver 
McKinney y Bunney, 1969). Por ejemplo, las ratas 
desarrollan un estado similar a la depresión después de 
la separación materna caracterizada por una 
disminución significativa en la actividad motora. De 
manera similar, los perros separados de sus dueños 
pueden experimentar depresión (Aisa, Tordera, 
Lasheras, Del Rio, y Ramirez, 2008). Y se ha demostrado 
que estas mismas especies pueden exhibir 
“desamparo” en respuesta a estresores incontrolables 
(v. g., shock inevitable; Seligman y Maier, 1967), que 
extingue el aprendizaje instrumental así como el 
interés en la comida, el sexo, y el juego. 
Estos hallazgos refuerzan la idea de que la depresión 
puede tener orígenes evolutivos (derivados a través de 
la selección de la naturaleza debido a su valor 
adaptativo), y apuntan a algunas funciones potenciales 
que pueden servir (v.g., protección). Aún más 
interesante, otras especies parecen exhibir reacciones 
depresivas en respuesta a los mismos tipos de eventos 
que precipitan la depresión en seres humanos (v.g., 
pérdida de un cuidador o de status grupal). Por último, 
estas reacciones parecen implicar consistentemente un 
profundo embotamiento de las actividades. 
 
Conservación de la energía 
 
Como se señaló anteriormente, los recursos vitales 
como las relaciones sociales desempeñan un papel 
importante para ayudarnos a alcanzar las 
metas/necesidades derivadas de la evolución. Por lo 
tanto, después de la pérdida percibida de una inversión 
vital, nos vemos naturalmente obligados a compensar 
esta pérdida limitando toda actividad no necesaria para 
la supervivencia. Para implementar esta 
estrategia/”programa” de conservación, el deseo 
sexual, el hambre y la crianza de los hijos están en gran 
medida extintos. Bajo la condición de una expectativa 
de agotamiento de la energía residual, una 
conservación forzada de la energía permitiría al 
individuo sobrevivir hasta que las circunstancias se 
vuelvan más favorables. Cabe destacar que se observan 
estrategias de conservación de energía similares en 
otras especies bajo ciertas condiciones ambientales 
(v.g., anfibios en clima frio). De hecho, el aumento de la 
incidencia de síntomas/episodios depresivos durante 
los meses de otoño e invierno (ver Magnusson, 2000) 
podría considerarse en línea con esta formulación (ver 
también Davis y Levitan, 2005)6, tal vez sugiriendo una 
sensibilidad evolutivamente derivada del “programa de 
depresión” a claves ambientales que señalan escasez 
de recursos varios de sustento (v. g., luz solar 
disminuida). Con el desarrollo del comportamiento 
social en una etapa posterior de la evolución, otros 
miembros del grupo social asumieron un papel clave en 
la promoción de la supervivencia. Así, la misma 
estrategia que conservó la energía durante la escasez 
de alimentos fue desplazada posteriormente hacia la 
pérdida de “recursos humanos” (ver también Allen y 
Badcock, 2003). 
Mientras que las circunstancias objetivas garantizan la 
conservación de energía, esas estrategias conductuales 
pueden considerarse adaptativas. De manera similar, 
los factores que predisponen a los individuos a la 
depresión (v. g., sesgos en el procesamiento de la 
depresión, reactividad al estrés) pueden considerarse 
adaptativos en algunas situaciones ambientales 
particulares (v. g., peligro persistente o persecución). 
Sin embargo, estos síntomas y factores probablemente 
fueron más frecuentes (y por lo tanto adaptativos) en 
nuestra historia evolutiva que en el contexto 
contemporáneo. Además, proponemos que, como 
otros “programas” basados en la evolución a través de 
la selección natural (v. g., la respuesta de lucha-fuga), 
el grado de activación del programa de depresión varía 
(de manera concomitante con el grado de pérdida 
percibida y la consecuente activación del esquema), 
dando cuenta de los síntomas que varían de leves (es 
decir, disforia) a los más severos (es decir, melancolía). 
Como se ha indicado anteriormente, los síntomas leves 
pueden generalmente ser adaptativos incluso hoy en 
día, ya que pueden motivarnos a hacer un balance 
después de una experiencia de devaluación (ver v. g., 
Alloy y Abramson, 1979; Wakefield y Schmitz, 2013). 
Por el contrario, en sus formas más extremas, algunos6
La depresión estacional parece estar asociada con los mismos factores 
distales (v.g., la variante corta del 5-HTTLPR; Rosenthal et al., 1998) y 
factores de riesgo proximales (v.g., pensamientos automáticos negativos; 
Rohan, Sigmon, y Dorhofer, 2003) que la depresión no estacional. Así, 
proponemos que nuestro modelo unificado también es aplicable a 
casos/episodios con un patrón estacional (pero ver Rohan, Roecklein, y 
Haaga, 2009, para un modelo/revisión integrativa focalizada en la depresión 
estacional). De hecho, la depresión estacional podría ser considerada una 
manifestación prototípica del “programa de depresión” derivado 
evolutivamente que proponemos, dadas las notables conexiones con la 
conservación de energía y el acceso a los recursos vitales (v.g., el 
sostenimiento de la reproducción) que se ha discutido (v.g., Davis y Levitan, 
2005). 
12 Beck y Bredemeier 
síntomas socavan inherentemente las perspectivas del 
individuo para la supervivencia y la procreación (v. g., 
actos suicidas). 
El apoyo a la hipótesis de la conservación de la energía 
proviene del paralelismo entre los “comportamientos 
de enfermar” de los individuos que experimentan la 
infección y los síntomas de la depresión severa (ver 
v.g., Dantzer, O´Connor, Freund, Johnson, y Kelley, 
2008; Durisko et al., 2015). La evidencia sobre la 
movilización del sistema inmune en la depresión está 
indicada por la presencia de cuerpos inmunes 
proinflamantorios (citokinas; ver Dowlati et al., 2010; 
Slavich e Irwin, 2014) 7 , así como la investigación 
experimental demuestra que la inducción de la 
inflamación en seres humanos puede causar síntomas 
depresivos graves (v.g., Capuron y Miller, 2004; 
Harrison et al., 2009). Hallazgos recientes sugieren que 
esta activación inmune puede ser impulsada por 
opioides endógenos inducidos por estrés (v.g., Prossin 
et al., en prensa). Los componentes fisiológicos tanto 
de la depresión como de la infección pueden verse 
como consecuencias de la limitación del gasto de 
energía. Debido a que la respuesta inmune a las 
infecciones consume una cantidad desmesurada de 
energía, el cuerpo está programado para reducir la 
producción de energía, cuando no es esencial para la 
supervivencia inmediata (ver también Segerstrom, 
2007). Así, la pérdida del apetito, la pérdida del impulso 
sexual, y la fatiga generalizada tienden a restringir las 
actividades que exigen energía como buscar alimentos 
y participar en el sexo. La activación del sistema 
nervioso parasimpático (que generalmente promueve 
“el descanso y la digestión”) también puede 
desempeñar importantes funciones mediadoras en 
estos síntomas/comportamientos, tal como se 
evidencia en la investigación que demuestra que la 
depresión está asociada con una arritmia sinusal 
respiratoria (v. g., Kogan, Gruber, Shallcross, Ford, y 
Mauss, 2013) y otros biomarcadores de la activación 
parasimpática (ver Lin, Lin, Lin, y Huang, 
2011).Finalmente, la evidencia emergente demuestra 
que el sistema de serotonina desempeña un papel 
clave en la regulación de la energía (ver Andrews, 
Bharwani, Lee, Fox, y Thomson, 2015), lo que sugiere 
que la desregulación serotoninérgica puede contribuir 
también. 
 
7
Es importante destacar que también hay evidencia de la supresión inmune 
en la depresión (Blume, Douglas, y Evans, 2011), en línea con establecidas 
asociaciones entre estrés, cortisol, y funcionamiento inmune (ver v.g., Selye, 
1973). Sin embargo, la activación y supresión inmunes no son mutuamente 
excluyentes, y pueden incluso interrelacionarse de importantes maneras 
(ver v.g., Blume et al., 2011; Segerstrom, 2007). 
Aunque otros han destacado que estos 
“comportamientos enfermos” promueven la 
conservación de energía, proponemos que los síntomas 
cognitivos y emocionales comunes de la depresión 
pueden ser conceptualizados dentro de este mismo 
marco funcional. Tal vez más notablemente, el estado 
de ánimo deprimido (y los pensamientos negativos 
asociados) promueven la retirada de las personas y las 
actividades. También los déficits cognitivos amplios 
(ver McDermott y Ebmeier, 2009) y el retraso 
psicomotor que se observa en la depresión severa 
pueden considerarse como una consecuencia de los 
mecanismos de conservación de energía dentro del 
cerebro (típicamente un gran consumidor de la energía 
del cuerpo). En línea con esta propuesta, los individuos 
deprimidos evidencian una disminución de la actividad 
neuronal/metabólica en diversas áreas del cerebro 
(v.g., regiones prefrontales; ver Drevets, 2000; 
Mayberg, 1997). Además, hay evidencia de que los 
individuos deprimidos a menudo no logran desactivar 
la “red de modo por defecto” del cerebro (que incluye 
el hipocampo) cuando se les pide realizar una tarea 
(v.g., Sheline et al., 2009; ver Hamilton, Chen, y Gotlib, 
2013), lo cual también puede tener un efecto neto de 
conservación de energía. El comportamiento 
comunicativo disminuido observado en la depresión 
(v.g., afecto mitigado; ver Berenbaum y Oltmanns, 
1992; Rottenberg, Gross, Wilhelm, Najmi, y Gotlib, 
2002), podría verse también como una estrategia que 
evita el gasto energético innecesario, a la luz del 
retraimiento social concomitante. Finalmente, otro 
factor clave que contribuye a la inactividad es el placer 
disminuido en objetivos y actividades previamente 
valorados, tal como se evidencia en la investigación 
que muestra respuestas apagadas a estímulos 
placenteros en la depresión (v. g., Pizzagalli et al., 
2009), así como luego de una inflamación inducida 
experimentalmente (v. g., Eisenberger et al., 2010). Se 
piensa que la disfunción dopaminérgica juega un papel 
clave en este fenómeno, y tal vez en los trastornos 
cognitivos y motores también (Nestler y Carlezon, 
2006; Willner, 1995), que podría ser un mecanismo 
biológico para desalentar el comportamiento apetitivo 
(y así el consumo de energía) durante el estrés o la 
enfermedad. Es de notar que la pérdida de libido, la 
disminución de la inversión en la progenie, y el 
retraimiento de las relaciones cercanas (todas 
demandas evolutivas vitales) tienen un paralelismo con 
los factores precipitantes comunes de rechazo de un 
ser amado, la pérdida de un hijo, y la humillación 
pública. 
13 Beck y Bredemeier 
La formulación evolutiva cognitiva inicial (Beck, 1993) 
no intentó dar cuenta de los síntomas “atípicos” de 
depresión, tales como la hipersomnia y el aumento de 
apetito (Asociación Psiquiátrica Americana [APA], 
2013). Sin embargo, si se conceptualizan como 
estrategias comportamentales para reponer energía, 
estos síntomas pueden considerarse en línea con la 
función más amplia de conservación de energía 
también. Específicamente, dormir más de lo habitual 
sin duda promueve la recuperación de energía más allá 
de la mera inactividad, y es notablemente común en 
respuesta a una infección. De forma similar, la ingesta 
calórica aumentada debería incrementar las reservas 
de energía, superando el hecho de que se utiliza algo 
de energía en el proceso de consumición 
(especialmente si se requiere un mínimo de 
esfuerzo/energía para obtener el alimento). Resulta 
interesante que el aumento de apetito es común en la 
depresión estacional (APA, 2013; Rosenthal et al., 
1984), quizá reflejando una estrategia derivada de la 
evolución para compensar la disminución de la 
disponibilidad de alimento durante el invierno. 
Biológicamente, alguna evidencia reciente sugiere que 
la probabilidad de que la depresión se manifieste en 
formas tradicionalesvs. atípicas (v. g., aumento del 
sueño y el apetito vs. su disminución) refleja el relativo 
equilibrio de las respuestas de estrés e inmune dentro 
de un individuo (v. g., Lamers et al., 2013), pero esto 
requiere más pruebas/replicación. Desde una 
perspectiva cognitiva, hipotetizamos que los síntomas 
de la depresión atípica pueden ser más comunes en 
ausencia de desesperanza prominente (conduciendo a 
percepciones de que la escasez actual de recursos es 
temporaria). No estamos al tanto de ninguna 
investigación que haya probado esto de forma directa. 
Pero es de destacar que en un reciente estudio 
factorial a gran escala de calificaciones de síntomas 
clínicos, la desesperanza y los síntomas atípicos 
cargaron en factores separados (Li et al., 2014). Esta 
predicción es también consistente con los menores 
niveles de desesperanza observados en la depresión 
estacional (Michalak et al., 2002), que se caracteriza 
comúnmente por ciertos síntomas atípicos (v. g., 
hipersomnia; APA, 2013). 
 
La necesidad de mantener la vigilancia 
 
Sin embargo, algunos síntomas de depresión, 
incluyendo algunos que se observan más comúnmente 
en presentaciones atípicas (v. g., la agitación 
psicomotora), parecen difíciles de conciliar con la 
hipótesis de la conservación de la energía. 
Específicamente, parece que estos síntomas agotan, en 
lugar de conservar o restaurar, la energía. Para 
entender la función de estos síntomas y la forma en 
que podrían encajar dentro del “programa de 
depresión", argumentamos que es esencial 
considerarla importancia evolutiva de la vigilancia 
continua para la amenaza. 
Incluso cuando la conservación de la energía es un 
objetivo destacado, monitorear el ambiente para el 
peligro potencial sigue siendo crucial para la 
supervivencia. De hecho, se podría argumentar que la 
vigilancia es aún más importante cuando la energía se 
está conservando, ya que la inactividad/inmovilidad 
haría de uno una presa fácil. Por lo tanto, es 
comprensible que las personas deprimidas exhiban 
vigilancia (Lebano, 2015), como sugieren los hallazgos 
de neuroimagen, que revelan una actividad 
incrementada en algunas regiones cerebrales 
involucradas en la atención y vigilancia (es decir, la “red 
de la prominencia”), como la amígdala (discutida 
anteriormente) y áreas de la corteza cingulada anterior 
y de la ínsula (ver Drevets, 2000; Hamilton et al., 2013). 
Esta vigilancia, en particular en combinación con una 
tendencia preexistente a atender a estímulos 
negativos, debería promover la detección rápida de 
cualquier peligro que surja. De acuerdo con este 
informe, se ha demostrado que los sesgos atencionales 
en los individuos propensos a la depresión se acentúan 
durante los estados de ánimo negativos (v. g., McCabe, 
Gotlib, y Martin, 2000), como en el monitoreo de 
errores (v. g., Olvet y Hajcak, 2008). Planteamos la 
hipótesis de que varios síntomas depresivos comunes 
(v.g., la agitación psicomotora, la dificultad para 
concentrase, el insomnio) sirven para promover esta 
vigilancia (o, alternativamente, son una consecuencia 
de ella). Lo mismo podría ser cierto para la ansiedad y 
la irritabilidad, que comúnmente co-ocurren en la 
depresión. Por último, el retraimiento social y la 
inactividad podrían considerarse también al servicio de 
esta función protectora general (además de conservar 
la energía) al limitar numerosos riesgos. Puede 
discutirse que esto está en consonancia con las 
funciones aparentes de algunos síndromes depresivos 
en otras especies (v. g., la “depresión de la derrota”). 
La respuesta inmune puede desempeñar un papel 
mediador en esta vigilancia también, como se ha 
evidenciado a partir de estudios de neuroimagen que 
examinaron los efectos cognitivos de la inflamación 
inducida (ver Miller, Maletic, y Raison, 2009), quizás 
como una importante salvaguarda evolutiva durante 
los tiempos de enfermedad. También, la inflamación 
activa además el eje HPA (ver Leonard, 2005). Cuando 
14 Beck y Bredemeier 
se considera junto con los vínculos bidireccionales 
entre el pensamiento negativo y las creencias, se 
puede ver cómo el programa de la depresión puede 
llegar a autoperpetuarse (e incluso autoreforzarse) una 
vez activado. 
 
De la adaptación a la depresión, revisión 
 
El programa de depresión basado en la evolución 
implica activaciones y desactivaciones coordinadas de 
los sistemas motivacionales/conductuales, cognitivos, y 
afectivos de la personalidad. Los eventos negativos de 
la vida no activan inherentemente este programa, 
aunque activan rutinariamente partes del mismo (v. g., 
tristeza, eliminación del sesgo de positividad), que son 
funcionalmente relevantes para la situación actual 
(v.g., promoviendo la memoria precisa; Storbeck y 
Clore, 2005). Más bien, proponemos que tales eventos 
no activan completamente el programa de la depresión 
a menos que haya una pérdida percibida de una 
inversión vital. Incluso cuando esto ocurre, el grado de 
activación varía (y a su vez, también lo hace la gravedad 
del pensamiento negativo, el procesamiento de la 
información sesgada, la activación del HPA / inmune, y 
los síntomas resultantes) en base a la magnitud de la 
pérdida percibida. A niveles más bajos de activación, la 
atenuación del consumo de energía puede ser 
relativamente leve, e incluso puede estimular o ayudar 
a fomentar respuestas adaptativas (v. g., la resolución 
de problemas; ver Andrews y Thomson, 2009). Sin 
embargo, en los niveles más altos, el impulso para 
conservar la energía supera al individuo (basado en 
nuestra herencia evolutiva, dado el valor adaptativo 
que esto habría tenido para nuestros antepasados). 
Este cambio en el equilibrio podría explicar por qué la 
sintomatología depresiva puede parecer categórica en 
ciertos aspectos (v. g., Ruscio et al., 2009), ya que a 
menudo hay cambios de comportamiento marcados 
cuando esto ocurre (v. g., desde la búsqueda de apoyo 
hasta el retraimiento). Desde una perspectiva 
cognitiva, este cambio probablemente ocurriría cuando 
el individuo desarrolla percepciones de desamparo o 
desesperanza. El punto en el que estos síntomas se 
vuelven desadaptativos (y por lo tanto "clínicamente 
significativos") está sujeto a debate, pero 
probablemente varía según los individuos (basado en 
sus circunstancias de vida únicas) y depende en gran 
medida de su duración / frecuencia. No obstante, 
tenemos la esperanza de que nuestro modelo pueda 
servir de base para la toma de decisiones diagnósticas, 
basándonos en nuestra propuesta de que las funciones 
de conservación de la energía de la depresión 
probablemente no sean adaptativas en la época 
contemporánea- así, el deterioro significativo debería 
ser más probable cuando predominan. Además, es 
importante considerar la exactitud de las percepciones 
del individuo acerca de la pérdida precipitante, ya que 
las distorsiones marcadas en estas percepciones son 
más propensas a promover respuestas desadaptativas. 
La predisposición juega un papel importante en esta 
progresión. Específicamente, los individuos que están 
predispuestos a la depresión muestran una mayor 
sensibilidad al estrés (ver, v. g., Hammen et al., 2000; 
Kendler, Thornton, y Gardner, 2001) y, a su vez, tienen 
"umbrales" más bajos a lo largo de este continuo 
(basado en la exageración de la pérdida debido a sus 
creencias sobre la importancia de ciertos recursos o su 
habilidad para afrontar). Una vez más, tal sensibilidad 
aumentada puede tener un valor adaptativo en ciertas 
circunstancias. Por el contrario, aquellos con factores 
de resiliencia clave (discutido brevemente luego) 
exhibirían la tendencia opuesta. Es decir, los individuos 
resilientes son más capaces de responder de manera 
adaptativa cuando el programa de depresión está 
activado, y por lotanto menos propensos a progresar 
hacia la depresión severa. Además, si estos individuos 
alguna vez se deprimen severamente (v. g., como 
resultado de un estresor severo), serían más capaces 
de revertir el programa. En cierto sentido, la toma de 
decisiones clínicas (acerca del diagnóstico y el 
tratamiento) depende de determinar quién está en 
riesgo y luego cómo intervenir para reducir el riesgo y 
promover la resiliencia. 
Las asociaciones propuestas entre los factores 
precipitantes y los síntomas de depresión descriptos 
anteriormente se muestran en la figura 2. Tal como se 
muestra en esa figura, las creencias depresógenas 
interactúan con el/los estresor/es precipitante/s para 
generar valoraciones cognitivas negativas. Es 
importante señalar que tanto el estrés como las 
creencias predisponentes pueden no ser necesarios 
para precipitar tales valoraciones y, sin embargo, 
pueden ser suficientes. Cuando hay una pérdida 
percibida de una inversión vital, los procesos 
cognitivos, emocionales y biológicos se inician al 
servicio de la conservación de la energía. En este 
sentido, la conservación de la energía está bajo control 
cognitivo y, a su vez, será abandonada cuando la 
valoración cognitiva cambie de una cosmovisión de 
escasez a una de disponibilidad de recursos vitales. En 
línea con esta idea, las valoraciones cognitivas también 
juegan un papel crítico y directo en la mediación del 
efecto del estrés en el funcionamiento inmune (ver 
Denson et al., 2009). 
15 Beck y Bredemeier 
Controlada por áreas del cerebro que evolucionaron 
relativamente más tarde (v. g., corteza prefrontal; ver 
Orchsner y Gross, 2005), esta capacidad para la 
flexibilidad cognitiva es generalmente bastante 
adaptativa para responder a demandas situacionales 
complejas o nuevas. Y sin embargo, la presencia de 
creencias depresógenas puede socavar la utilización de 
esta capacidad (y más ampliamente, estrategias para 
terminar el "programa"). En este sentido, la capacidad 
de desarrollar tales creencias (que pueden ser 
exclusivas de los seres humanos) crea el potencial para 
las dificultades crónicas que pueden persistir incluso 
después de que una situación estresante se resolvió 
(ver Sapolsky, 2004), y a su vez para los episodios de 
depresión que son prolongados o endógenos. Además, 
estas creencias (y los esquemas en los que están 
insertas) son reforzadas / fortalecidas por valoraciones 
negativas, que pueden promover la rigidez cognitiva y 
conductual (v.g., reflejada en la disminución de la 
actividad dentro de la red ejecutiva del cerebro; ver 
Hamilton et al., 2013). Volveremos a estos temas luego 
cuando (brevemente) discutamos maneras de aliviar la 
depresión. 
 
Resumen e Integración 
 
Hay una continuidad de la estructura cognitiva y la 
función en todos los dominios pertinentes a la 
depresión. A partir de la etapa más temprana de la 
cognición, las percepciones y valoraciones negativas 
llevan en secuencia a pensamientos y creencias 
negativos. Las creencias, insertadas en los esquemas, 
influyen aún más en el procesamiento de la 
información y las interpretaciones en la predisposición 
hacia y la precipitación de la depresión severa. 
También hay continuidad desde el prototipo evolutivo 
hasta la experiencia actual de la depresión. Desde 
ambas perspectivas, la valoración de la pérdida de una 
inversión / recurso vital provoca una profunda 
reducción de la intensidad de las funciones que 
consumen energía. En este sentido, la depresión severa 
puede considerarse una extensión de las funciones 
normales/adaptativas, que se manifiesta plenamente 
cuando se percibe que la pérdida del recurso excede las 
capacidades/competencias, y típicamente se vuelve 
desadaptativa solo cuando las percepciones que las 
conducen están distorsionadas. 
Se han investigado enfoques biológicos y evolutivos de 
la depresión utilizando genotipado, neuroimagen, 
análisis hormonales, exámenes de respuestas inmunes 
y autonómicas, y observaciones y experimentos con 
animales no humanos. Las investigaciones en cada uno 
de estos niveles han contribuido en gran medida a 
nuestra comprensión de la depresión, ya su vez, al 
modelo unificado propuesto. 
Nivel genético: Polimorfismos genéticos asociados con 
riesgo (v. g., 5 - HTTLPR, FKBP5) y resiliencia (v. g., 
BDNF) parecen contribuir a sesgos cognitivos o 
reactividad al estrés (v. g., Miller et al., 2013; Pergamin-
Hight et al., 2012), que promueven el desarrollo de 
creencias negativas. Estas creencias (y los esquemas en 
que están insertas) constituyen la predisposición a la 
depresión. 
Nivel neuroanatómico: Los vínculos entre el riesgo 
genético y ambiental, los sesgos cognitivos, y la 
reactividad al estrés están mediados por alteraciones 
estructurales y funcionales en varias regiones/redes del 
cerebro, especialmente la amígdala (red de 
prominencia), el hipocampo (red de modo 
predeterminado), y la corteza prefrontal (red ejecutiva) 
(Beck, 2008; Disner et al., 2011; Drevets, 2000; 
Hamilton et al., 2013; Mayberg, 1997). Estas pueden 
exacerbarse con el tiempo debido a la atrofia neuronal 
resultante del impacto del estrés sobre el cerebro. 
Nivel de personalidad: El grupo de creencias 
depresógenas produce valoraciones cognitivas 
negativas, y a su vez hipersensibilidad a los eventos 
negativos/estresores. La interacción de estos esquemas 
con el estrés resulta en la pérdida catastrófica de 
autoestima y en expectativas negativas (Beck, 1967, 
1976). 
Nivel neuroquímico: Las valoraciones cognitivas 
negativas dan como resultado la secreción de 
hipercortisol (Denson et al., 2009; Gaab et al., 2005). 
Estas valoraciones también pueden conducir a la 
activación inmune o parasimpática (Denson et al., 
2009; Lin et al., 2011), que contribuyen a la anorexia, la 
anergia y la anhedonia ("comportamiento de 
enfermedad") que promueven la conservación de 
energía (Durisko et al., 2015). La desregulación de 
varios sistemas de neurotransmisores, en particular 
monoaminas (v. g., serotonina, dopamina), 
probablemente juegue un papel mediador en estos 
procesos también. 
Marco evolutivo: La pérdida percibida de un recurso 
vital desencadena una drástica estrategia de 
conservación de energía en un esfuerzo por promover 
la supervivencia (Beck, 1993). Otras especies de 
mamíferos presentan síntomas/reacciones similares 
cuando se exponen a los tipos de eventos que 
precipitan la depresión en los seres humanos (eventos 
que simulan la pérdida de una relación cercana, 
pérdida de status o exclusión del grupo). 
16 Beck y Bredemeier 
Marco clínico: Las características clínicas de la 
depresión severa resultan de desactivaciones extremas 
de esquemas positivos y activaciones de aquellos 
negativos. Si y cuando estas (des)activaciones alcanzan 
un cierto nivel (a menudo debido a distorsiones 
cognitivas), el impulso para conservar la energía puede 
superar al individuo, lo que socava el afrontamiento 
adaptativo y resulta en un deterioro clínicamente 
significativo. 
Este artículo pretende mostrar la sincronía entre los 
hallazgos psicológicos y biológicos en la adaptación 
normal y en la predisposición hacia y la precipitación de 
la depresión severa. Todos los hallazgos relacionados 
con la depresión pueden unirse para proporcionar un 
modelo comprehensivo del trastorno que explica sus 
características desconcertantes. 
El modelo unificado se resume en las figuras 1 y 2. La 
progresión o secuencia comienza con factores 
protectores/de riesgo genéticos y trauma infantil, que 
(solos o en combinación) conducen a reactividad al

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