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Un modelo unificado de la depresión: Integrando las perspectivas clínica, cognitiva, biológica y evolutiva Aaron T. Beck y Keith Bredemeier Departamento de Psiquiatría, Universidad de Pennsylvania Traducción: Camila Segura, Mariana Miracco y Germán Bidacovich Revisión técnica: Eduardo Keegan Clinical Psychological Science 1–24 © The Author(s) 2016 Reprints and permissions: sagepub.com/journalsPermissions.nav DOI: 10.1177/2167702616628523 cpx.sagepub.com Resumen Proponemos que la depresión puede ser vista como una adaptación para conservar la energía luego de la pérdida percibida de una inversión en un recurso vital como una relación, una identidad de grupo o un valor o recurso personal. Las tendencias para procesar la información negativamente y experimentar fuertes reacciones biológicas al estrés (resultantes de genes, traumas, o ambos) pueden conducir a creencias depresógenas sobre sí mismo, el mundo y el futuro. Estas tendencias están mediadas por alteraciones en áreas del cerebro/ redes implicadas en la cognición y la regulación emocional. Las creencias depresógenas predisponen a los individuos a realizar evaluaciones cognitivas que amplifican las percepciones de pérdida, típicamente en respuesta a estresores que afectan los recursos disponibles. Las características clínicas de la depresión severa (v.g., anhedonia, anergia) resultan de estas evaluaciones y reacciones biológicas que ellas gatillan. Estos síntomas fueron presumiblemente adaptativos en nuestra historia evolutiva, pero son desadaptativos en tiempos contemporáneos. Así, la depresión severa puede ser considerada una manifestación anacrónica de un “programa” basado en la evolución. Introducción Un cuerpo sustancial de investigaciones ha proporcionado fuerte apoyo para el modelo cognitivo de la depresión (Clark y Beck, 1999). Sin embargo, las contribuciones clave de una serie de investigaciones biológicas novedosas desde la última actualización de este modelo (Beck, 2008) han ayudado a ampliar nuestra comprensión de los vínculos entre los procesos cognitivos y biológicos involucrados en la depresión y a su vez justificaron la propuesta de un modelo de depresión dentro de un marco cognitivo. Más importante aún, hay una necesidad de un modelo teórico comprensivo que reúna publicaciones y relatos relativamente dispares y, al hacerlo, destaque las consistencias emergentes a través de los diferentes hallazgos y perspectivas, al tiempo que genere ideas nuevas. Tal esfuerzo debería ayudar a promover la integración y la colaboración dentro del campo y, a su vez, el desarrollo de enfoques más integrativos de la atención clínica (ambos de los que todavía se carece). Aaron T. Beck, Department of Psychiatry, University of Pennsylvania, 3535 Market St., Room 2031, Philadelphia, PA 19104 E-mail: abeck@mail.med.upenn.edu 2 Beck y Bredemeier Un modelo unificado de la depresión debe satisfacer una serie de requisitos. Primero y principal, debería integrar hallazgos de varios niveles de análisis (v. g., genéticos, psicológicos) en un relato coherente. Segundo, debería tener plenamente en cuenta la sintomatología, incluyendo aquellos aspectos de la depresión que parecen violar los cánones básicos de la naturaleza humana (v. g., el instinto sexual y el principio de placer). Muchos modelos teóricos intentan dar cuenta solo de síntomas o casos particulares y no abordan explícitamente las funciones potencialmente adaptativas. Tercero, debería proveer un marco para explicar la historia natural de la depresión: predisposición, precipitación y recuperación del trastorno1. Por ejemplo, el modelo debe ser capaz de explicar la variabilidad documentada en las circunstancias precipitantes entre los individuos (v. g., los casos de “depresión endógena”) y a lo largo del tiempo (v. g., la sensibilización a los estresores después de la recuperación inicial, conocido como “el efecto de atizamiento” o facilitación neurobiológica -kindling). De la adaptación a la depresión La personalidad está organizada para satisfacer necesidades determinadas biológicamente y para utilizar recursos humanos vitales para ayudar a satisfacer esas necesidades. Estos recursos consisten en parentescos cercanos, grupos de pares, compañeros sentimentales y grupos de identidad, que proporcionan acceso a las necesidades de la vida, incluyendo la nutrición, el apoyo, perspectivas para la vinculación de pareja, y las necesidades nutricionales elementales2. La depresión representa una adaptación a la pérdida percibida de una inversión de recursos vitales que excede las competencias y capacidades del individuo (v. g., habilidad, resolución de problemas, apoyo) para mitigar el impacto de la pérdida. Hay un corolario importante de esta visión adaptacionista de la depresión, en contraste con el modelo tradicional de enfermedad, en el que los síntomas son vistos en un continuo de severidad (ver Nettle, 2004). En apoyo a esta visión, la mayor parte de 1 Está bien establecido que los trastornos depresivos son más comunes en mujeres (APA, 2013). Sin embargo, el modelo no aborda explícitamente estas diferencias de género, basado en la evidencia que sugiere que están involucrados los mismos factores en la etiología de la depresión en ambos géneros, pero algunos son simplemente más comunes en mujeres (v.g., Hamilton, Stange, Abramson, y Alloy, 2015; Nolen-Hoeksema, Larson, y Grayson, 1999; ver Nolen-Hoeksema y Girgus, 1994). Así, proponemos que nuestro modelo es aplicable a la depresión tanto en varones como en mujeres. 2 De aquí en adelante, las discusiones sobre “recursos” o “recursos vitales” se refieren a estas. la evidencia sugiere que la depresión es dimensional (v. g., Beck, 1967; Haslam y Beck, 1994; Haslam, Holland, y Kuppens, 2012; pero para una visión alternativa, ver Ruscio, Brown, y Ruscio, 2009). También, y particularmente pertinente a nuestro modelo, la evidencia sugiere que la vulnerabilidad cognitiva a la depresión es dimensional (v. g., Gibb, Alloy, Abramson, Beevers, y Miller, 2004). Para fines prácticos usamos la expresión depresión severa en referencia a cualquier caso que esté por encima del umbral de significación clínica, reconociendo que tales umbrales son difíciles de determinar (v. g., Wakefield y Schmitz, 2013; ver Horowitz y Wakefield, 2007). También abordamos las funciones potenciales y el valor adaptativo de los síntomas más leves (v. g., “subclínicos”), ya que son fundamentales para comprender cuándo y cómo un nivel dado de depresión es disfuncional o desadaptativo. Para ello, comenzamos con una breve revisión de los aspectos centrales del modelo cognitivo de la depresión, presentados dentro de un marco adaptacionista y en el contexto de nuestro modelo de trabajo de la personalidad (derivado de la investigación, teorización, y observaciones clínicas). La estructura de la personalidad Tres sistemas de personalidad –cognitiva, motivacional/conductual, y afectiva (ver Beck, 1996; Hilgard, 1980)- implementan metas evolutivamente derivadas. Proponemos que el sistema cognitivo funciona como un “programa maestro” que coordina los otros sistemas de personalidad, así como los procesos biológicos que soportan aquellos sistemas (ver también Cantor, 1990; Denson, Spanovic, y Miller, 2009; Dweck y Leggett, 1988; Lazarus, 1966, 1991; Ortony, Clore, y Collins, 1990; Weiner, 1985). Las funciones claves de este sistema son percibir, interpretar, sintetizar y evaluar. Las necesidades primarias se experimentan subjetivamente como impulsos y antojos, y estas necesidades se satisfacen mediante el uso de estrategias conductuales que aumentanla probabilidad de que sean satisfechas. Los estados afectivos proporcionan refuerzos positivos y negativos en apoyo de la satisfacción de estos deseos básicos, así como retroalimentación sobre nuestros progresos hacia las metas. Proponemos que las creencias más relevantes para el bienestar de un individuo involucran dominios de recursos vitales (relaciones interpersonales y recursos internos) y expectativas de éxito o fracaso en la explotación de estos recursos. Para detalles adicionales sobre nuestra conceptualización del sistema cognitivo y 3 Beck y Bredemeier el modelo cognitivo general (no específico de depresión), por favor ver Beck y Haigh (2014). Los sistemas motivacional/conductual y afectivo han sido descritos en otro lugar (v. g., Beck, 1996; Ortony et al., 1990; Weiner, 1985). La tríada cognitiva Las creencias están insertas en esquemas. La tríada cognitiva (Beck, 1967) consiste en tres esquemas que operan simultáneamente para determinar el significado/valor de los eventos de la vida (v. g., realizamos evaluaciones) y generamos respuestas apropiadas. Esto incluye la autoimagen (querible vs. poco querible), imagen del mundo (amigable vs. hostil, tendiente a la aceptación vs. tendiente al rechazo) y las expectativas sobre el futuro (esperanzador vs. sin esperanza). Teniendo en cuenta las limitaciones inherentes a la cantidad de información que podemos procesar a la vez, cómo priorizamos esta información tiene implicancias importantes para nuestras percepciones y creencias (y a su vez, para nuestro bienestar). Cuando no están deprimidos, los individuos generalmente muestran un sesgo positivo positiva al atender y recordar datos del flujo de información constante que reciben de estímulos externos e internos (v. g., Pool, Brosch, Delplanque, y Sander, en prensa; Walker, Skowronski, y Thompson, 2003). Este sesgo positivo tiene varias consecuencias adaptativas. Por ejemplo, si uno sobrestima la posibilidad de un resultado exitoso a partir de un esfuerzo, uno puede intentar más y por lo tanto aumentar la probabilidad de un resultado positivo. Por el contrario, las creencias y percepciones que producen leve tristeza o frustración pueden también ser adaptativas en la medida en que motivan a hacer un balance después de una experiencia de devaluación, y evaluar un problema de manera equitativa y luego resolver, retirarse o adoptar una nueva estrategia (v. g., Alloy y Abramson, 1979; Storbeck y Clore, 2005). Volveremos y discutiremos más esta progresión más tarde, luego de detallar la predisposición hacia y la precipitación de la depresión severa dentro del modelo unificado. Autoimagen y autoestima. Las visiones de los individuos sobre sí mismos están representadas en su autoimagen. La imagen es coloreada por el procesamiento evaluativo, generalmente referido como autoestima. Horney (1937) describió por primera vez la autoimagen despreciada y la idealizada. La imagen idealizada es una forma exagerada observada en los estados maníacos (acompañada de creencias positivas extremas como: “yo soy superior”), mientras que la imagen despreciada se ve en la depresión severa. Aunque la autoimagen del individuo es relativamente estable, el componente evaluativo puede fluctuar, dependiendo de las experiencias de vida. Estas evaluaciones están atadas al sistema de placer/dolor de modo que las pérdidas o las ganancias pueden estimular emociones agradables y desagradables. Aunque las autoevaluaciones pueden incluir un elemento peyorativo, el tipo de autocrítica severa observada en individuos perfeccionistas o severamente deprimidos emana del sistema imperativo. En particular, estos mandamientos y prohibiciones pueden ser útiles en la vida cotidiana, como puede ser la autocrítica a la que ellos pueden conducir. Al igual que la crítica de otros, la autocrítica fomenta el aprendizaje que puede guiar el comportamiento futuro para evitar resultados desfavorables o para superar la inercia en el camino de “hacer lo que es correcto”. Por ejemplo, si un individuo es atrapado en un examen copiándose, él o ella está sujeto a la crítica externa como si fuera “un/a tramposo/a” (en realidad, una generalización excesiva) e incorpora esta experiencia en la memoria. Pensar en la experiencia provoca el dolor (emocional), que la/o motiva a no copiarse en un futuro. El individuo puede ayudar a fijar esto pensando “soy estúpido/a”. Notablemente, la medida en que el individuo está personalmente involucrado en una meta de vida particular o situación (v. g., un trabajo) determina la medida en que el éxito o fracaso percibido en ese dominio influye en la autoestima. En la depresión severa, la autocrítica tiende a estar magnificada y a ser inapropiada (y por lo tanto a menudo se convierte en desadaptativa). Estas autocríticas son en realidad autodevaluaciones (v. g., eres estúpido, eres tonto, eres inútil), y comienzan a dominar la conciencia en forma de rumiaciones sobre errores del pasado y culpa excesiva/inapropiada. Ellos se generalizan a un autoconcepto negativo (v. g., viéndose a sí mismos como perezosos, débiles o una carga), y en última instancia los individuos pueden llegar a creer que su vida no tiene sentido en absoluto porque también están sufriendo. Ellos ven que la vida en sí misma solo tiene un valor negativo (para sí mismos y para otros)- por consiguiente, lo más lógico que se puede hacer (en sus mentes) es deshacerse del objeto inútil (suicidio; ver Bi et al., 2012; Joiner, Horn, Hagan, y Silva, en prensa; ver también Wenzel, Brown, y Beck, 2009, para detalles sobre el modelo cognitivo de los actos suicidas). 4 Beck y Bredemeier Expectativas para los demás y para el futuro. Las visiones de los individuos sobre otras personas tienen importantes implicancias en cómo se relacionan con los demás. Estas visiones también tienen un componente evaluativo, ayudando a diferenciar las familiares de las no familiares. Sin embargo, puntos de vista más generalizados de grupos y de la gente en general también se mantienen, lo que tiene un valor funcional (v.g., fomentando expectativas al encontrarse con extraños). Estas visiones generalizadas de otros interactúan con la autoimagen para crear expectativas tanto para el presente como para el futuro. Así, las visiones negativas fuertes de sí mismo o de los demás, pero particularmente su combinación, conducen a las altas expectativas de resultados negativos y a las bajas expectativas de resultados positivos, observados en la depresión severa. A su vez, el individuo deprimido comienza a despojarse de intereses y apegos previamente valorados. Predisposición La mayoría de los individuos se adaptan razonablemente bien a los estresores de la vida3. Se basan en sus propias estrategias de resiliencia y técnicas de resolución de problemas y pueden apoyarse en sus sistemas de apoyo social para suavizar el impacto de los eventos adversos de la vida. Sin embargo, estas estrategias se socavan en individuos que han tenido experiencias traumáticas tempranas, son vulnerables debido a factores genéticos, traumáticos o ambos. Por lo tanto están en riesgo de depresión grave y otros trastornos psicológicos4. Un elemento crítico en el desarrollo de la vulnerabilidad a la depresión es la formación de creencias depresógenas sobre el yo, el mundo, y el futuro (es decir, “tríada cognitiva negativa”; Beck, 1967). Factores de vulnerabilidad distal Hay evidencia creciente de que las experiencias traumáticaspueden sensibilizar a los individuos a 3 Definimos “estresores” de manera amplia, como cualquier cambio significativo al que un individuo debe adaptarse. Esto incluye situaciones vitales como afrentas biológicas (v.g., una infección; ver Dantzer, O´Connor, Freund, Johnson, y Kelley, 2008; Yirmiya et al., 2000). 4 Tal como mencionamos aquí, hay evidencia de que muchos de los factores predisponentes discutidos en el modelo no son exclusivos de la depresión, sino que son bastante comunes a lo largo de múltiples formas de psicopatología (sino la mayoría) (MacMillan et al., 2001; Psychiatric Genomics Consortium, 2013). Aunque hay evidencia para la especificidad en lo relativo a los precipitantes cognitivos próximos (v.g. depresión vs. Ansiedad; ver Beck y Clark, 1988; Hankin, Abramson, Miller y Haeffel, 2004), una discusión de este trabajo escapa al alcance de nuestro artículo. pérdidas interpersonales posteriores, de manera que aumentan el riesgo de depresión. Un estudio temprano, por ejemplo, demostró que la pérdida de uno de los padres en la infancia estaba asociada a depresión severa más tarde en la vida (Beck, 1963). De hecho, la pérdida temprana de los padres puede sensibilizar a experiencias posteriores, de modo que requieren menos estrés para desarrollar depresión en la edad adulta (ver Slavich, Monroe, y Gotlib, 2011). El abuso o la adversidad durante la infancia también parecen tener un efecto particularmente formativo (ver, v. g., Gibb, Butler, y Beck, 2003; Hammen, Henry, y Daley, 2000). Por ejemplo, el impacto de las interacciones negativas con los padres está ilustrado en estudios observacionales elegantemente diseñados, demostrando que los niveles más altos de expresiones emocionales (v. g., agresivas) y los comportamientos de los padres parecen predecir prospectivamente la depresión en la adolescencia (v.g., Schwartz et al., 2012; Schwartz et al., 2014). Más allá de su influencia en el desarrollo cognitivo (v.g., el procesamiento de la información, la formación de creencias; ambas discutidas más adelante), hay evidencia de que este tipo de experiencias tempranas formativas pueden interrumpir el desarrollo neuronal. Por ejemplo, la adversidad de la vida temprana se ha relacionado con la reducción del volumen del hipocampo (Rao et al., 2010), una estructura cerebral que desempeña un papel crítico en el aprendizaje y la formación de la memoria (ver Squire, 1992) y está implicada en la neuropatía de la depresión (ver Campbell y MacQueen, 2004). Es importante señalar que esta reducción predice síntomas posteriores de depresión (Rao et al., 2010), y también se ha observado en adultos que experimentaron abandono emocional durante la infancia pero que (aún) no han sufrido de depresión severa (Frodl, Reinhold, Koutsouleris, Reiser, y Meisenzahl, 2010). Es claro, sin embargo, que no todos los que experimentan la adversidad en la infancia se vuelven severamente deprimidos. Una clave para este rompecabezas vino del hallazgo fundamental de Caspi y colegas (2003) sugiriendo que los individuos que poseen una o dos copias de la variante genética corta de la región polimorfa ligada a la serotonina (5- HTTLPR) fueron más propensos a la depresión y al suicidio luego de un estresor vital. Es más, aquellos individuos que experimentaron maltrato en la infancia y además presentaban la variante corta 5- HTTLPR eran más propensos a deprimirse de adultos. Este hallazgo fue replicado por Kendler, Kuhn, Vittum, Prescott y Riley (2005), quienes demostraron una 5 Beck y Bredemeier sensibilidad aumentada a la depresión severa en estos individuos. Desde entonces, un número de estudios que examinaron este polimorfismo genético han arrojado resultados consistentes. En una muestra de adolescentes y adultos jóvenes, la interacción de los genotipos 5 HTTLPR y el estrés interpersonal importante, predijo el inicio de la depresión severa (Vrshek-Schall-horn et al., 2014). Otro estudio demostró que estos genotipos se asociaban con valoraciones más negativas de los eventos estresantes de la vida, lo que a su vez predecía síntomas depresivos futuros. El efecto moderador de este polimorfismo genético en la relación entre estrés y depresión fue confirmado en un meta-análisis reciente (Karg, Burmeister, Shedden, y Sen, 2011; para una revisión más amplia de la evidencia en apoyo de esto, ver Caspi, Hariri, Holmes, Uher, y Moffitt, 2010; pero para una visión alternativa, ver Risch et al., 2009). Es importante considerar que la vulnerabilidad a la depresión es casi ciertamente poligenética (ver Flint y Kendler, 2014, para una detallada discusión y revisión), y se ha identificado otros polimorfismos candidatos que también pueden desempeñar un papel importante. Por ejemplo, varios estudios (v. g., Kaufman et al., 2006; Kudinova, McGeary, Knopik, y Gibb, 2015) hallaron que la asociación entre los genotipos 5- HTTLPR y la depresión está moderada por variantes del factor genético neurotrófico (BDNF) derivado del cerebro (un neuroquímico clave en el desarrollo neuronal y conocido factor de resiliencia). Cabe destacar que las variantes genéticas del BDNF también se han relacionado con anormalidades estructurales y funcionales en el hipocampo (v. g., Egan et al., 2003). Además se ha demostrado que la variante “menor” del gen FKBP5 (que modula los receptores glucocorticoides) interactúa con eventos adversos de la vida para predecir el inicio de una depresión severa (v.g., Zimmerman et al., 2011). Notablemente, este polimorfismo también predice el curso de los síntomas y el pronóstico (v. g., Binder et al., 2004; Lekman et al., 2008). También se ha demostrado que los polimorfismos genéticos inflamatorios predicen la depresión después de un estresor interpersonal crónico (pero no otro tipo de estrés) (v. g., Tartter, Hammen, Bower, Brennan, y Cole, 2015; ver Raison y Miller, 2013, para evidencia más amplia relacionando los genes involucrados en el funcionamiento inmunitario con la depresión). Finalmente, en línea con otras pruebas, para establecer un paralelo entre el dolor físico y emocional (v. g., Eisenberger y Lieberman, 2004), se ha observado que los genes que regulan la producción endógena de opioides moderan las reacciones depresivas al rechazo dirigido (Slavich e Irwin, 2014). Los críticos de la investigación del gen candidato (v. g., Duncan y Keller, 2011) señalan que los efectos en estos estudios son pequeños (particularmente en relación con las estimaciones de heredabilidad) y han resultado difíciles de replicar. Aunque se ha discutido la importancia de confirmar los hallazgos positivos en los estudios de genoma-asociación (GWAS), desafortunadamente pocos resultados confiables y consistentes han surgido de la investigación usando abordajes metodológicamente rigurosos (ver Cohen- Woods, Craig, y McGuffin, 2003; Flint y Kendler, 2014). Notablemente, un estudio GWAS amplio del Consorcio Genómico Psiquiátrico (Cai et al., 2015) identificó varias localizaciones en el genoma asociadas con el riesgo compartido de varias formas de psicopatología, incluyendo la depresión severa. Más recientemente, el Consorcio CONVERGE (Musliner et al., 2015) identificó y replicó una señal genética cerca del gen SIRT1 (que está involucrado en la biogénesis mitocondrial) asociada con la depresión melancólica. Creemos que las dos metodologías de gen candidato y de amplitud genómica tienen méritos importantes (así como también limitaciones) para la exploración de la predisposición genética a la depresión, y están estimuladas por esfuerzos crecientes para combinarlas (v.g. desarrollando puntajes de riesgo poligénico y analizando su relacióncon factores de riesgo ambientales; Musliner et al., 2015). Aunque no existe un consenso claro sobre los genes específicos que predisponen a un individuo a la depresión, está firmemente establecido que el riesgo de depresión tiene un componente hereditario, basado en las investigaciones genéticas conductuales (v. g., estudios de familia y gemelos; ver Sullivan, Neale, y Kendler, 2000) y el trabajo molecular (v. g. análisis de rasgo complejo a lo largo de todos los genes [genoma- wide]; Lubke et al., 2012) realizados hasta la fecha. Sin embargo, también hay evidencia de que el riesgo genético no es necesario para que un individuo se torne predispuesto a la depresión- experiencias negativas severas tales como la pérdida de los padres puede ser suficiente (ver, v. g., Kendler et al., 2005; Kendler, Neale, Kessler, Heath, y Eaves, 1992). Además es importante señalar que los factores de riesgo genéticos y ambientales no son en modo alguno independientes unos de otros- sino que cada vez es mayor el reconocimiento de que se influyen mutuamente de manera importante. Por ejemplo, nuestras experiencias personales pueden alterar la expresión de ciertos genes relevantes (v. g., Klengel et 6 Beck y Bredemeier al., 2013; ver Nestler, 2014). Contrariamente, se ha visto que la ocurrencia de ciertos eventos vitales estresantes asociados con el riesgo de depresión ha mostrado tener un componente hereditario (v. g., conflicto familiar; ver Kendler, 1998; Kendler y Baker, 2007). Sesgos de procesamiento de información Está bien establecido que los individuos deprimidos atienden selectivamente a la información negativa (Peckman, McHugh, y Otto, 2010) e ignoran la información positiva (Winer y Salem, en prensa). A su vez, se ha encontrado que los individuos deprimidos son más sensibles a la retroalimentación negativa (v. g., como se evidencia por la “negatividad relacionada con el error” aumentada en estudios de potencial relacionado con eventos; ver Olvet y Hajcak, 2008) y también muestran un aprendizaje de recompensa deteriorado (v. g., Kumar et al., 2008). Además, los individuos deprimidos tienden a recordar más fácilmente la información negativa (Dalgleish y Watts, 1990) y tienen dificultades para recordar memorias autobiográficas específicas (conduciendo a la “generalización excesiva”; ver Williams et al., 2007). Cabe destacar que hay evidencia creciente de que estos “sesgos” de procesamiento de la información no son simplemente un subproducto del estado de ánimo deprimido, sino que más bien confieren la vulnerabilidad a la depresión (v. g., Gibbs y Rude, 2004; Gotlib y Krasnoperova, 1998; Wells y Beevers, 2010). Estos sesgos pueden (en parte) reflejar un control ejecutivo deteriorado, mediado por la disfunción de la corteza prefrontal y otras regiones de la “red ejecutiva” del cerebro (v. g., Elliott, Rubinsztein, Sahakian, y Dollan, 2002; Murphy et al., 1999; ver Levin, Heller, Mohanty, Herrington, y Miller, 2007). En última instancia, pueden contribuir a la sobreinterpretación de los acontecimientos y las evaluaciones negativas de las experiencias de vida (ver Joorman y Gotlib, 2006; MacLeod y Hagan, 1992; Minnen, Wessel, Verhaak, y Smeenk, 2005) y, a su vez, dan forma a las visiones y las expectativas del individuo a lo largo del tiempo. Los sesgos en el procesamiento de la información parecen mediar los efectos de los factores de riesgo genéticos y ambientales. Aunque la relación entre el funcionamiento serotoninérgico y de la depresión todavía no se entiende completamente, la creciente evidencia sugiere que la variante corta de 5-HTTLPR está directamente asociada con sesgos de procesamiento negativo (v. g., Beevers, Gibb, McGeary, y Miller, 2007; Beevers, Scott, McGeary, y McGeary, 2009; Hayden et al., 2008; ver Canli y Lesch, 2007; Pergamin-Hight, Bakermans-Kranenburg, Van Ijzerdoorn, y Bar-Haim, 2012). Del mismo modo, el trauma y el abuso en la infancia predicen sesgos en el procesamiento de la información posteriormente en la vida (v.g., Gibb, Schofield, y Coles, 2009; Pine et al., 2005). Reactividad al estrés La reactividad biológica al estrés también parece desempeñar un papel crítico en el camino de la predisposición genética y cognitiva a la depresión. La desregulación del eje hipotálamo-hipofisiario- suprarrenal (HPA) es uno de los correlatos biológicos más consistentes de la depresión severa (ver Pariante y Lightman, 2008; Stetler y Miller, 2011) y puede estar vinculada a una disfunción serotoninérgica o noradrenérgica (dado el importante rol de estos neurotransmisores en la activación/regulación del HPA; ver Dinan, 1996; Tsigos y Chrousos, 2002). Además, numerosos estudios han encontrado niveles elevados de cortisol en respuesta al estrés en individuos deprimidos (v. g., Burke, Davis, Otte, y Mohr, 2005; Knorr, Vinberg, Kessing, y Wetterslev, 2010; Stetler y Miller, 2011). En particular, la reactividad del cortisol también se ha encontrado en individuos sanos con la variante menor del gen FKBPS (v. g., Ising et al., 2008), los portadores de la variante corta 5-HTTLPR (ver Miller et al., 2013), y los individuos que han perdido a un padre en el periodo de la infancia (v. g., Tyrka et al., 2008). Con el tiempo, el cortisol aumentado puede provocar una atrofia neural (mediada por el glutamato, y particularmente en el hipocampo5; ver McEwen, 2003; Sapolsky, 2000) que podrían exacerbar aún más la desregulación HPA (ya que el hipocampo juega un papel clave en la inhibición de la retroalimentación del HPA; ver Mahar, Bambico, Mechawar, y Nobrega, 2014) y los sesgos de memoria (v. g., Gerritsen et al., 2012; Young et al., 2012; ver Gradin y Pomi, 2008). La amígdala, una región del cerebro fuertemente implicada en la detección de la prominencia, el procesamiento emocional, y la activación del eje HPA (Adolphs, 2010; Herman y Cullinan, 1997), parece desempeñar un papel importante en esta reactividad al estrés y su aparente vínculo con el procesamiento de la 5 La prominencia de esta atrofia neural del hipocampo se evidenció por una asociación negativa documentada entre el volumen del hipocampo y la duración de la depresión (v.g., Sheline, Wang, Gado, Csernansky, y Vannier, 1996), y puede deberse a la alta concentración de receptores glucocorticoides en esta región cerebral (posiblemente para promover mejoras en la cognición durante estrés agudo; ver McEwen y Sapolsky, 1995). 7 Beck y Bredemeier información (ver también Disner, Beevers, Haigh, y Beck, 2011). La magnitud de la activación de la amígdala por estímulos negativos está directamente asociada con los genotipos 5-HTTLPR (ver Munafo, Brown, y Hariri, 2008), y se ha demostrado que los portadores de la variante corta muestran elevadas reacciones de activación de la amígdala y cortisol cuando intentan “reparar” su estado de ánimo (Gotlib, Joormann, Minor, y Hallmayer, 2008). De la misma manera, la reactividad de la amígdala está asociada con el maltrato infantil, independientemente al estado psiquiátrico (v. g., Van Harmelen et al., 2013). A su vez, la activación de la amígdala predice un recuerdo sesgado de la información negativa en individuos con antecedentes de depresión (v. g., Ramel et al., 2007), al igual que la conectividad funcional entre la amígdala y el hipocampo (v. g., Hamilton y Gotlib, 2008). En resumen, esta reactividad biológica del estrés ambiental puede fomentar una mayor inestabilidadafectiva (ver v. g., Thompson, Berenbaum, y Bredemeier, 2011) y a su vez fortalecer el aprendizaje. Formación de la creencia En términos simplificados, la secuencia de desarrollo de la predisposición sigue el riesgo genético o ambiental a las memorias negativas de devaluación así como las evaluaciones negativas de sí mismo y del futuro. Las visiones negativas resultantes se unen en la tríada cognitiva negativa. El apoyo a esta formulación es proporcionado por el gran número de publicaciones que detallan el papel de la autoestima negativa como predictor de la depresión futura (ver Sowislo y Orth, 2013), y evidencia más reciente de que la tendencia a experimentar una declinación de la autoestima (mostrado utilizando evaluación momentánea ecológica) en respuesta a eventos negativos (v. g., Clasen, Fisher, y Beevers, 2015) brinda más apoyo a este modelo. La investigación en la que se utiliza la Escala de Actitudes Disfuncionales (DAS por sus siglas en inglés; Weissman y Beck, 1978) brinda apoyo adicional a este modelo. Esta escala incluye ítems como “si no lo hago bien todo el tiempo, significa que soy un fracaso”. Numerosos estudios han demostrado que estas actitudes moderan el impacto de los eventos estresantes de la vida en la depresión (v. g., Abela y Skitch, 2007; Abela y Sullivan, 2003; Hankin, Abramson, Miller, y Haeffel, 2004; Lewinsohn, Joiner, y Rohde, 2001). Estas actitudes y creencias negativas parecen resultar en patrones aprendidos importantes y predecibles de evaluación de los eventos/experiencias de la vida. Por ejemplo, usando el Cuestionario de estilo Atribucional, Alloy, Abramson, y colegas (v.g., Alloy, Abramson, y Francis, 1999; Alloy, Abramson, Whitehouse, et al., 1999) han demostrado que las personas con predisposición a la depresión tienen una tendencia a ver los eventos negativos como causados por ellos mismos y anticipar consecuencias negativas duraderas. Este “estilo” atribucional predice prospectivamente los síntomas depresivos (v. g., Hankin et al., 2004; Nolen- Hoeksema, Girguis, y Seligman, 1986) y ha sido relacionado con el maltrato en la infancia (v.g., Gibb, Alloy, Abramson, y Marx, 2003). A su vez, estos individuos se vuelven más pesimistas sobre el futuro (v.g., Alloy y Ahrens, 1987; Metalsky y Joiner, 1992). Nuestro modelo general de predisposición a la depresión está representado en la figura 1. Tal como se muestra en esta figura, proponemos que los factores de riesgo genéticos y experienciales contribuyen al desarrollo de los sesgos en el procesamiento de la información y a la reactividad biológica al estrés. Con el tiempo, estos procesos pueden conducir al desarrollo de creencias depresógenas (esto es, visiones negativas de sí mismo, del mundo, y del futuro), lo que a su vez exacerba los sesgos de procesamiento y la reactividad al estrés. También se plantea la hipótesis de que las experiencias negativas tempranas contribuyen directamente a la formación de creencias depresógenas. Señalando las vulnerabilidades específicas de las personas Además de las vulnerabilidades generales que hemos descrito anteriormente, las personas predispuestas a la depresión a menudo tienen vulnerabilidades específicas que se activan por tipos específicos de eventos/estresores (v. g., Hammen y Goodman-Brown, 1990; Robins, 1990; Segal, Shaw, Vella, y Katz, 1992). Por ejemplo, hay evidencia de que los individuos que otorgan mayor valor a la independencia o la autonomía son relativamente más sensibles a los eventos que afectan o socavan su sentido del logro, maestría, y control (v.g., Clark, Steer, Haslam, Beck, y Brown, 1997; Hammen, Ellicott, Gitlin, y Jamison; 1989; ver Beck, 1982; pero para una visión alternativa, ver Clark, Beck, y Brown, 1992). Contrariamente, aquellos con mayores niveles dependencia (es decir, “sociotropía”) parecen ser más sensibles al estrés interpersonal, eventos particulares que implican sentirse rechazado o abandonado. Estos factores de personalidad también pueden influir en la expresión de los síntomas- por ejemplo, los individuos dependientes pueden ser más 8 Beck y Bredemeier propensos a llorar, mientras que los individuos autónomos pueden ser más propensos a la retracción (ver, v. g., Clark et al., 1997). Algunas de estas vulnerabilidades son evidentes durante períodos particulares del desarrollo y están representados por creencias condicionales. Por ejemplo, los adolescentes tienden a desarrollar una sensibilidad aguda a la crítica y el rechazo por parte de otras personas (Chango, McElhaney, Allen, Schad, y Marston, 2012). A su vez, pueden ser propensos a desarrollar creencias como “si alguien me rechaza, significa que soy indeseable”. Los individuos a menudo intentan crear circunstancias en sus vidas que contrarreste no compensen estas vulnerabilidades específicas. Un individuo, por ejemplo, podría desarrollar habilidades como actor como una forma de conectarse para compensar la soledad interior o el miedo al rechazo del grupo. Cuando ese individuo no logra entretener a un grupo relevante, el vínculo percibido con la gente se rompe, incrementándose su vulnerabilidad a la depresión. Es importante que tales comportamientos compensatorios puedan servir para reforzar creencias centrales. Por ejemplo, un individuo puede creer que él o ella es atractivo o aceptado por otros, solo si él o ella los entretiene. También los comportamientos compensatorios como estos pueden provocar reacciones negativas de otros, presentando aún más estrés al individuo (ver Hammen, 2006; Lewinsohn, Mischel, Chaplin, y Barton, 1980). Precipitación La predisposición no es suficiente para causar depresión -más bien algo debe desencadenar la aparición de los síntomas. Proponemos que el elemento crítico en la precipitación de la depresión es la pérdida percibida de la inversión en un recurso vital. El estrés como un precursor común De acuerdo con el modelo tradicional de diátesis- estrés, varias experiencias de vida adversas predicen el inicio de la depresión severa (ver Hammen, 2005; Kendler, Karkowski, y Prescott, 1999). El rechazo de un ser querido, la exclusión social o degradación, la pérdida de un hijo, y la pérdida de productividad, están entre los precipitantes más potentes de la depresión (ver Kendler, Hettema, Butera, Gardner, y Prescott, 2003; Slavich, Thornton, Torres, Monroe, y Gotlib, 2009). El hilo conductor entre estos estresores es que parecen impactar negativamente en objetivos evolutivos claves tales como tener relaciones interpersonales estrechas, éxito reproductivo, aceptación por el grupo de identidad, y recursos internos efectivos. Sin embargo, el precipitante no necesita ser un evento discreto- los estresores crónicos (v.g., la discordia marital, las dificultades financieras) también pueden conducir a la depresión (Hammen, 2005). El cuerpo responde a los estresores a través de la activación del eje HPA y la liberación de cortisol (Selye, 1973), ambos típicamente amplificados en aquellos propensos a la depresión (como se discutió anteriormente). Riesgo Genético V.g., variante corta y variante menor de los genes 5-HTTLPR y FKBP5, respectivamente. Reactividad Biológica al Estrés V.g., amígdala, eje HHA, cortisol Sesgos de Procesamiento de Información V.g., atención, memoria, inferencial/atribucional Creencias Depresógenas V.g., tríada cognitiva negativa Experiencias Tempranas /Trauma V.g., pérdida de los padres, maltrato Fig. 1. Predisposición a la depresión. De acuerdo con nuestro modelo unificado, el riesgo genético y las experiencias tempranas/trauma contribuyen al desarrollo de sesgos en el procesamiento de la información y la reactividadbiológica al estrés. Con el tiempo, estas tendencias pueden conducir al desarrollo de la "tríada cognitiva negativa" (es decir, creencias depresógenas sobre uno mismo, el mundo y el futuro). A su vez, la formación y activación de estas creencias exacerban aún más los sesgos cognitivos y la reactividad al estrés. Las experiencias tempranas/trauma también se considera que juegan un papel directo en la formación de creencias depresógenas. 9 Beck y Bredemeier El estresor precipitante afecta a uno o más recursos vitales, dependiendo de la etapa de vida y las vulnerabilidades únicas del individuo. En la infancia, la pérdida de la crianza de una figura paterna puede conducir a una depresión “anaclítica” (Spitz y Wolf, 1946). Los adolescentes buscan la aceptación y son particularmente sensibles a la exclusión por parte de su grupo de pares. Por ejemplo, en un estudio longitudinal de mujeres adolescentes tardías, los factores de estrés interpersonal no graves eran casi dos veces más propensos a ser seguidos por episodios depresivos graves que los no interpersonales (Stroud, Davila, Hammen, y Vrshek-Shallhorn, 2011). Los adultos, por otra parte, son especialmente propensos a reaccionar ante el rechazo de una pareja íntima o la exclusión por parte de la comunidad más amplia (v. g., Slavich et al., 2009). Finalmente, hemos observado que los adultos mayores que han tenido vidas productivas pueden caer en la depresión severa después de reconocer que han perdido competencias o experimentado fracaso en sus ocupaciones. Digno de mención, las depresiones bipolares y endógenas recurrentes pueden ocurrir sin acontecimientos precipitantes obvios o estresores. Los episodios depresivos, tanto si ocurren o no como reacción a eventos/circunstancias externas, se caracterizan por una pérdida catastrófica de autoestima y un sesgo negativo dominante en la percepción de las experiencias en curso y la anticipación del futuro. Sin embargo, se ha observado que los individuos deprimidos que experimentan un evento vital severo antes del inicio de sus síntomas presentan una mayor variabilidad en las actitudes negativas a lo largo del curso del episodio que los individuos deprimidos sin un evento precipitante severo (Monroe, Slavich, Toress, y Gotlib, 2007). El papel de las valoraciones Por supuesto, los eventos adversos/estresores no siempre conducen a la depresión. Todo el mundo experimenta acontecimientos dolorosos que conducen a la tristeza o el enojo, pero proponemos que estos no culminan en la depresión completa a menos que haya una pérdida percibida de lo que ellos consideran una inversión vital. Además, es crítico que se perciba esta pérdida como más allá del control del individuo (Brown y Siegel, 1988), y por lo tanto irreversible. En esencia, el impacto de un evento depresógeno depende de su significado personal. A su vez, el significado de un evento depende del valor que la persona ubica en la inversión, reflejada en la importancia percibida del recurso en cuestión. La magnitud de la pérdida percibida es proporcional al grado de inversión de los individuos. Cuando los individuos destinan sus ansias, expectativas, energía, y aún su bienestar a su inversión, la pérdida será intensa. Por ejemplo, una persona que invierte mucho en una relación romántica sería particularmente vulnerable a la depresión si esa relación termina. Cuando el individuo utiliza esta inversión para compensar creencias de indeseabilidad, inferioridad o inadecuación, su pérdida se agrava más. El pensamiento negativo sobre y las interpretaciones de las experiencias pueden considerarse causas cognitivas proximales de la depresión (Hammen y Watkins, 2008). En línea con esta formulación, se ha demostrado que los cambios de cortisol en respuesta a los estresores están estrechamente ligados a las valoraciones cognitivas de esos eventos (v. g., Gaab, Rohleder, Nater, y Ehlert, 2005; ver Denson et al., 2009, para una revisión). El papel de los esquemas El vínculo entre el estrés y la depresión severa parece cambiar a lo largo de múltiples episodios, de tal manera que el “umbral” individual de estrés necesario para precipitar el inicio puede disminuir al correr de las recurrencias (referido como “efecto de encendido”; v.g., Post, 1992; Stroud et al., 2011; ver Monroe y Harkness, 2005). Y tal como se mencionó anteriormente, los episodios depresivos ciertamente pueden ocurrir sin ningún precipitante aparente, y aun así se caracterizan por un profundo pensamiento depresivo. La teoría de los esquemas puede ayudar a explicar ambos fenómenos. Los esquemas predisponentes (tríada cognitiva negativa) se activan como resultado de un estresor que sea congruente con la creencia esquemática, que a su vez influye en el procesamiento de la información subsiguiente. Los niveles de depresión (leve, moderada, o severa) dependen del grado de activación. El contenido de las creencias negativas se alinea y fluctúa con el grado de activación (v. g., “Soy torpe e inepto” vs. “Soy un completo perdedor”). A su vez, esta activación y el subsiguiente sesgo en el procesamiento de la información y en las interpretaciones/valoraciones de las interpretaciones refuerzan y reafirman el esquema, haciéndolo cada vez más dominante, esencialmente evitando otros esquemas más adaptativos. A través de este ciclo continuo de refuerzo, estos esquemas se vuelven más 10 Beck y Bredemeier densos, más robustos, y menos permeables. A nivel biológico, esto se refleja probablemente en el fortalecimiento de las conexiones sinápticas relevantes (y, a su vez, redes neuronales). Estos cambios cognitivos y biológicos reflejan procesos de aprendizaje que promueven la adaptación, si todas las variables restantes permanecen igual. Sin embargo, en las depresiones recurrentes, los esquemas se consolidan a través de este ciclo de percepciones e interpretaciones cada vez más negativas. Bajo estas condiciones, lo esquemas negativos comienzan a tener un bajo nivel continuo de activación incluso durante los periodos asintomáticos, y a su vez se elevan más fácilmente a la activación máxima (el “efecto de encendido”). De manera similar, estos esquemas se “congelan” y por lo tanto son relativamente impermeables a los acontecimientos positivos de la vida. En la depresión endógena, estos esquemas se consolidan en un grado en que se requiere una activación adicional mínima (si es que requiere alguna). Para una mayor elaboración, ver Beck and Haigh (2014). El apoyo para esta formulación viene del trabajo de Lewinsohn, Allen, Seeley y Gotlib (1999), quienes demostraron que los eventos estresantes son más predictivos del inicio de la depresión severa, mientras que las actitudes depresógenas (medidas por el DAS) son más predictivas de la recurrencia. Además, la investigación sugiere que la experiencia de la depresión conduce a una mayor “reactividad cognitiva” (v. g., actitudes depresógenas ante el estado de ánimo triste), que a su vez predice el riesgo de recurrencia (Lau, Segal, y Williams, 2004; Teasdale, 1988). Finalmente, experimentar depresión severa conduce a una disminución del sentimiento de maestría a lo largo del tiempo (Nolen-Hoeksema, Larson, y Grayson, 1999). Proponemos que estos hallazgos reflejan la consolidación de esquemas depresógenos. Junto con la mayor reactividad y disminución del control cognitivo que puede resultar en la atrofia neuronal (discutida anteriormente), esta consolidación aumenta el riesgo. ¿Pero porqué la pérdida percibida de una inversión vital produce un efecto tan profundo? Sugerimos que la representación interna del sí mismo y los recursos vitales en cuestión, constituyen una parte prominente de la organización cognitiva (es decir, “creencias centrales”) y están insertados en esquemas que incluyen diversas creencias y el significado asociado con el sí mismo y el recurso. Más específicamente, las representaciones internas del sí mismo y de estos recursos vitales se superponen y se asimilan en el esquema del sí mismo. De este modo, la interrupción de esta integración a raíz de eventos precipitantes conduce al profundo sentimiento de pérdida. Por ejemplo, la autoimagen de aquellos que invierten fuertemente en relaciones románticas puede llegar a centrarse en sentirse querible. Como resultado, las dificultades de la relación (v. g., una ruptura) pueden hacer que se sientan no solo indignos de amor o no queribles, sino sin valor y desesperanzados. El “programa de la depresión” basado en la evolución Los pensamientos/creencias negativas pueden explicar directamente muchos síntomas depresivos cardinales (v. g., tristeza, autocrítica, dificultades en el sueño, comportamiento suicida; ver Beck, 1976; Lewinsohn, Hoberman, y Rosenbaum, 1988). Ellos reflejan las desactivaciones extremas de los esquemas positivos (lo que resulta en una disminución de las “inversiones”) así como las activaciones negativas de los esquemas (promoviendo la retirada). La aparente disfuncionalidad de la depresión severa, representada por síntomas como la anergia profunda y la anorexia, se entiende mejor considerando cuidadosamente el potencial valor evolutivo de tales síntomas. Al hacerlo, ampliamos la formulación cognitiva evolutiva anterior (Beck 1993), incorporando más rasgos clínicos, así como nuevos hallazgos científicos (para discusiones de otros informes evolutivos, ver Durisko, Mulsant, y Andrews, 2015; Rottenberg, 2014). Las primeras pistas sobre los orígenes evolutivos y las funciones de la depresión vienen del trabajo que examina síndromes/comportamientos depresivos en otras especies. Estudios con animales no humanos Hacer extrapolaciones del presente al pasado (“lo que pudo haber sucedido”) y volver al presente de nuevo (“lo que podría estar sucediendo”) es una empresa arriesgada, acosada por el antropomorfismo, el zoomorfismo, y el razonamiento circular. Aun así, los modelos animales pueden proporcionar un enfoque heurístico interesante a la tarea de desentrañar el misterio de la depresión. Las observaciones y experimentos con animales sugieren que, después de la privación social, los primates manifiestan características conductuales que se asemejan a la depresión humana (Mckinney, Suomi, y Harlow, 1971), tales como llanto, disminución de la actividad y de la interacción social, disminución del apetito, y trastornos del sueño. Se ha especulado que una función clave de esta “depresión de privación” es 11 Beck y Bredemeier atraer la atención de otros significativos. Otro trabajo experimental con primates mostró una hipersensibilidad a la pérdida de una relación íntima, así como pérdidas en las luchas competitivas que resultan en una disminución del status grupal (“depresión de la derrota”). Al adoptar un papel sumiso, el individuo ya no invita a ataques de competidores (Gilbert, 1989; Price y Sloman, 1987). Cabe destacar que se han observado reacciones depresivas en especies no primates también (ver McKinney y Bunney, 1969). Por ejemplo, las ratas desarrollan un estado similar a la depresión después de la separación materna caracterizada por una disminución significativa en la actividad motora. De manera similar, los perros separados de sus dueños pueden experimentar depresión (Aisa, Tordera, Lasheras, Del Rio, y Ramirez, 2008). Y se ha demostrado que estas mismas especies pueden exhibir “desamparo” en respuesta a estresores incontrolables (v. g., shock inevitable; Seligman y Maier, 1967), que extingue el aprendizaje instrumental así como el interés en la comida, el sexo, y el juego. Estos hallazgos refuerzan la idea de que la depresión puede tener orígenes evolutivos (derivados a través de la selección de la naturaleza debido a su valor adaptativo), y apuntan a algunas funciones potenciales que pueden servir (v.g., protección). Aún más interesante, otras especies parecen exhibir reacciones depresivas en respuesta a los mismos tipos de eventos que precipitan la depresión en seres humanos (v.g., pérdida de un cuidador o de status grupal). Por último, estas reacciones parecen implicar consistentemente un profundo embotamiento de las actividades. Conservación de la energía Como se señaló anteriormente, los recursos vitales como las relaciones sociales desempeñan un papel importante para ayudarnos a alcanzar las metas/necesidades derivadas de la evolución. Por lo tanto, después de la pérdida percibida de una inversión vital, nos vemos naturalmente obligados a compensar esta pérdida limitando toda actividad no necesaria para la supervivencia. Para implementar esta estrategia/”programa” de conservación, el deseo sexual, el hambre y la crianza de los hijos están en gran medida extintos. Bajo la condición de una expectativa de agotamiento de la energía residual, una conservación forzada de la energía permitiría al individuo sobrevivir hasta que las circunstancias se vuelvan más favorables. Cabe destacar que se observan estrategias de conservación de energía similares en otras especies bajo ciertas condiciones ambientales (v.g., anfibios en clima frio). De hecho, el aumento de la incidencia de síntomas/episodios depresivos durante los meses de otoño e invierno (ver Magnusson, 2000) podría considerarse en línea con esta formulación (ver también Davis y Levitan, 2005)6, tal vez sugiriendo una sensibilidad evolutivamente derivada del “programa de depresión” a claves ambientales que señalan escasez de recursos varios de sustento (v. g., luz solar disminuida). Con el desarrollo del comportamiento social en una etapa posterior de la evolución, otros miembros del grupo social asumieron un papel clave en la promoción de la supervivencia. Así, la misma estrategia que conservó la energía durante la escasez de alimentos fue desplazada posteriormente hacia la pérdida de “recursos humanos” (ver también Allen y Badcock, 2003). Mientras que las circunstancias objetivas garantizan la conservación de energía, esas estrategias conductuales pueden considerarse adaptativas. De manera similar, los factores que predisponen a los individuos a la depresión (v. g., sesgos en el procesamiento de la depresión, reactividad al estrés) pueden considerarse adaptativos en algunas situaciones ambientales particulares (v. g., peligro persistente o persecución). Sin embargo, estos síntomas y factores probablemente fueron más frecuentes (y por lo tanto adaptativos) en nuestra historia evolutiva que en el contexto contemporáneo. Además, proponemos que, como otros “programas” basados en la evolución a través de la selección natural (v. g., la respuesta de lucha-fuga), el grado de activación del programa de depresión varía (de manera concomitante con el grado de pérdida percibida y la consecuente activación del esquema), dando cuenta de los síntomas que varían de leves (es decir, disforia) a los más severos (es decir, melancolía). Como se ha indicado anteriormente, los síntomas leves pueden generalmente ser adaptativos incluso hoy en día, ya que pueden motivarnos a hacer un balance después de una experiencia de devaluación (ver v. g., Alloy y Abramson, 1979; Wakefield y Schmitz, 2013). Por el contrario, en sus formas más extremas, algunos6 La depresión estacional parece estar asociada con los mismos factores distales (v.g., la variante corta del 5-HTTLPR; Rosenthal et al., 1998) y factores de riesgo proximales (v.g., pensamientos automáticos negativos; Rohan, Sigmon, y Dorhofer, 2003) que la depresión no estacional. Así, proponemos que nuestro modelo unificado también es aplicable a casos/episodios con un patrón estacional (pero ver Rohan, Roecklein, y Haaga, 2009, para un modelo/revisión integrativa focalizada en la depresión estacional). De hecho, la depresión estacional podría ser considerada una manifestación prototípica del “programa de depresión” derivado evolutivamente que proponemos, dadas las notables conexiones con la conservación de energía y el acceso a los recursos vitales (v.g., el sostenimiento de la reproducción) que se ha discutido (v.g., Davis y Levitan, 2005). 12 Beck y Bredemeier síntomas socavan inherentemente las perspectivas del individuo para la supervivencia y la procreación (v. g., actos suicidas). El apoyo a la hipótesis de la conservación de la energía proviene del paralelismo entre los “comportamientos de enfermar” de los individuos que experimentan la infección y los síntomas de la depresión severa (ver v.g., Dantzer, O´Connor, Freund, Johnson, y Kelley, 2008; Durisko et al., 2015). La evidencia sobre la movilización del sistema inmune en la depresión está indicada por la presencia de cuerpos inmunes proinflamantorios (citokinas; ver Dowlati et al., 2010; Slavich e Irwin, 2014) 7 , así como la investigación experimental demuestra que la inducción de la inflamación en seres humanos puede causar síntomas depresivos graves (v.g., Capuron y Miller, 2004; Harrison et al., 2009). Hallazgos recientes sugieren que esta activación inmune puede ser impulsada por opioides endógenos inducidos por estrés (v.g., Prossin et al., en prensa). Los componentes fisiológicos tanto de la depresión como de la infección pueden verse como consecuencias de la limitación del gasto de energía. Debido a que la respuesta inmune a las infecciones consume una cantidad desmesurada de energía, el cuerpo está programado para reducir la producción de energía, cuando no es esencial para la supervivencia inmediata (ver también Segerstrom, 2007). Así, la pérdida del apetito, la pérdida del impulso sexual, y la fatiga generalizada tienden a restringir las actividades que exigen energía como buscar alimentos y participar en el sexo. La activación del sistema nervioso parasimpático (que generalmente promueve “el descanso y la digestión”) también puede desempeñar importantes funciones mediadoras en estos síntomas/comportamientos, tal como se evidencia en la investigación que demuestra que la depresión está asociada con una arritmia sinusal respiratoria (v. g., Kogan, Gruber, Shallcross, Ford, y Mauss, 2013) y otros biomarcadores de la activación parasimpática (ver Lin, Lin, Lin, y Huang, 2011).Finalmente, la evidencia emergente demuestra que el sistema de serotonina desempeña un papel clave en la regulación de la energía (ver Andrews, Bharwani, Lee, Fox, y Thomson, 2015), lo que sugiere que la desregulación serotoninérgica puede contribuir también. 7 Es importante destacar que también hay evidencia de la supresión inmune en la depresión (Blume, Douglas, y Evans, 2011), en línea con establecidas asociaciones entre estrés, cortisol, y funcionamiento inmune (ver v.g., Selye, 1973). Sin embargo, la activación y supresión inmunes no son mutuamente excluyentes, y pueden incluso interrelacionarse de importantes maneras (ver v.g., Blume et al., 2011; Segerstrom, 2007). Aunque otros han destacado que estos “comportamientos enfermos” promueven la conservación de energía, proponemos que los síntomas cognitivos y emocionales comunes de la depresión pueden ser conceptualizados dentro de este mismo marco funcional. Tal vez más notablemente, el estado de ánimo deprimido (y los pensamientos negativos asociados) promueven la retirada de las personas y las actividades. También los déficits cognitivos amplios (ver McDermott y Ebmeier, 2009) y el retraso psicomotor que se observa en la depresión severa pueden considerarse como una consecuencia de los mecanismos de conservación de energía dentro del cerebro (típicamente un gran consumidor de la energía del cuerpo). En línea con esta propuesta, los individuos deprimidos evidencian una disminución de la actividad neuronal/metabólica en diversas áreas del cerebro (v.g., regiones prefrontales; ver Drevets, 2000; Mayberg, 1997). Además, hay evidencia de que los individuos deprimidos a menudo no logran desactivar la “red de modo por defecto” del cerebro (que incluye el hipocampo) cuando se les pide realizar una tarea (v.g., Sheline et al., 2009; ver Hamilton, Chen, y Gotlib, 2013), lo cual también puede tener un efecto neto de conservación de energía. El comportamiento comunicativo disminuido observado en la depresión (v.g., afecto mitigado; ver Berenbaum y Oltmanns, 1992; Rottenberg, Gross, Wilhelm, Najmi, y Gotlib, 2002), podría verse también como una estrategia que evita el gasto energético innecesario, a la luz del retraimiento social concomitante. Finalmente, otro factor clave que contribuye a la inactividad es el placer disminuido en objetivos y actividades previamente valorados, tal como se evidencia en la investigación que muestra respuestas apagadas a estímulos placenteros en la depresión (v. g., Pizzagalli et al., 2009), así como luego de una inflamación inducida experimentalmente (v. g., Eisenberger et al., 2010). Se piensa que la disfunción dopaminérgica juega un papel clave en este fenómeno, y tal vez en los trastornos cognitivos y motores también (Nestler y Carlezon, 2006; Willner, 1995), que podría ser un mecanismo biológico para desalentar el comportamiento apetitivo (y así el consumo de energía) durante el estrés o la enfermedad. Es de notar que la pérdida de libido, la disminución de la inversión en la progenie, y el retraimiento de las relaciones cercanas (todas demandas evolutivas vitales) tienen un paralelismo con los factores precipitantes comunes de rechazo de un ser amado, la pérdida de un hijo, y la humillación pública. 13 Beck y Bredemeier La formulación evolutiva cognitiva inicial (Beck, 1993) no intentó dar cuenta de los síntomas “atípicos” de depresión, tales como la hipersomnia y el aumento de apetito (Asociación Psiquiátrica Americana [APA], 2013). Sin embargo, si se conceptualizan como estrategias comportamentales para reponer energía, estos síntomas pueden considerarse en línea con la función más amplia de conservación de energía también. Específicamente, dormir más de lo habitual sin duda promueve la recuperación de energía más allá de la mera inactividad, y es notablemente común en respuesta a una infección. De forma similar, la ingesta calórica aumentada debería incrementar las reservas de energía, superando el hecho de que se utiliza algo de energía en el proceso de consumición (especialmente si se requiere un mínimo de esfuerzo/energía para obtener el alimento). Resulta interesante que el aumento de apetito es común en la depresión estacional (APA, 2013; Rosenthal et al., 1984), quizá reflejando una estrategia derivada de la evolución para compensar la disminución de la disponibilidad de alimento durante el invierno. Biológicamente, alguna evidencia reciente sugiere que la probabilidad de que la depresión se manifieste en formas tradicionalesvs. atípicas (v. g., aumento del sueño y el apetito vs. su disminución) refleja el relativo equilibrio de las respuestas de estrés e inmune dentro de un individuo (v. g., Lamers et al., 2013), pero esto requiere más pruebas/replicación. Desde una perspectiva cognitiva, hipotetizamos que los síntomas de la depresión atípica pueden ser más comunes en ausencia de desesperanza prominente (conduciendo a percepciones de que la escasez actual de recursos es temporaria). No estamos al tanto de ninguna investigación que haya probado esto de forma directa. Pero es de destacar que en un reciente estudio factorial a gran escala de calificaciones de síntomas clínicos, la desesperanza y los síntomas atípicos cargaron en factores separados (Li et al., 2014). Esta predicción es también consistente con los menores niveles de desesperanza observados en la depresión estacional (Michalak et al., 2002), que se caracteriza comúnmente por ciertos síntomas atípicos (v. g., hipersomnia; APA, 2013). La necesidad de mantener la vigilancia Sin embargo, algunos síntomas de depresión, incluyendo algunos que se observan más comúnmente en presentaciones atípicas (v. g., la agitación psicomotora), parecen difíciles de conciliar con la hipótesis de la conservación de la energía. Específicamente, parece que estos síntomas agotan, en lugar de conservar o restaurar, la energía. Para entender la función de estos síntomas y la forma en que podrían encajar dentro del “programa de depresión", argumentamos que es esencial considerarla importancia evolutiva de la vigilancia continua para la amenaza. Incluso cuando la conservación de la energía es un objetivo destacado, monitorear el ambiente para el peligro potencial sigue siendo crucial para la supervivencia. De hecho, se podría argumentar que la vigilancia es aún más importante cuando la energía se está conservando, ya que la inactividad/inmovilidad haría de uno una presa fácil. Por lo tanto, es comprensible que las personas deprimidas exhiban vigilancia (Lebano, 2015), como sugieren los hallazgos de neuroimagen, que revelan una actividad incrementada en algunas regiones cerebrales involucradas en la atención y vigilancia (es decir, la “red de la prominencia”), como la amígdala (discutida anteriormente) y áreas de la corteza cingulada anterior y de la ínsula (ver Drevets, 2000; Hamilton et al., 2013). Esta vigilancia, en particular en combinación con una tendencia preexistente a atender a estímulos negativos, debería promover la detección rápida de cualquier peligro que surja. De acuerdo con este informe, se ha demostrado que los sesgos atencionales en los individuos propensos a la depresión se acentúan durante los estados de ánimo negativos (v. g., McCabe, Gotlib, y Martin, 2000), como en el monitoreo de errores (v. g., Olvet y Hajcak, 2008). Planteamos la hipótesis de que varios síntomas depresivos comunes (v.g., la agitación psicomotora, la dificultad para concentrase, el insomnio) sirven para promover esta vigilancia (o, alternativamente, son una consecuencia de ella). Lo mismo podría ser cierto para la ansiedad y la irritabilidad, que comúnmente co-ocurren en la depresión. Por último, el retraimiento social y la inactividad podrían considerarse también al servicio de esta función protectora general (además de conservar la energía) al limitar numerosos riesgos. Puede discutirse que esto está en consonancia con las funciones aparentes de algunos síndromes depresivos en otras especies (v. g., la “depresión de la derrota”). La respuesta inmune puede desempeñar un papel mediador en esta vigilancia también, como se ha evidenciado a partir de estudios de neuroimagen que examinaron los efectos cognitivos de la inflamación inducida (ver Miller, Maletic, y Raison, 2009), quizás como una importante salvaguarda evolutiva durante los tiempos de enfermedad. También, la inflamación activa además el eje HPA (ver Leonard, 2005). Cuando 14 Beck y Bredemeier se considera junto con los vínculos bidireccionales entre el pensamiento negativo y las creencias, se puede ver cómo el programa de la depresión puede llegar a autoperpetuarse (e incluso autoreforzarse) una vez activado. De la adaptación a la depresión, revisión El programa de depresión basado en la evolución implica activaciones y desactivaciones coordinadas de los sistemas motivacionales/conductuales, cognitivos, y afectivos de la personalidad. Los eventos negativos de la vida no activan inherentemente este programa, aunque activan rutinariamente partes del mismo (v. g., tristeza, eliminación del sesgo de positividad), que son funcionalmente relevantes para la situación actual (v.g., promoviendo la memoria precisa; Storbeck y Clore, 2005). Más bien, proponemos que tales eventos no activan completamente el programa de la depresión a menos que haya una pérdida percibida de una inversión vital. Incluso cuando esto ocurre, el grado de activación varía (y a su vez, también lo hace la gravedad del pensamiento negativo, el procesamiento de la información sesgada, la activación del HPA / inmune, y los síntomas resultantes) en base a la magnitud de la pérdida percibida. A niveles más bajos de activación, la atenuación del consumo de energía puede ser relativamente leve, e incluso puede estimular o ayudar a fomentar respuestas adaptativas (v. g., la resolución de problemas; ver Andrews y Thomson, 2009). Sin embargo, en los niveles más altos, el impulso para conservar la energía supera al individuo (basado en nuestra herencia evolutiva, dado el valor adaptativo que esto habría tenido para nuestros antepasados). Este cambio en el equilibrio podría explicar por qué la sintomatología depresiva puede parecer categórica en ciertos aspectos (v. g., Ruscio et al., 2009), ya que a menudo hay cambios de comportamiento marcados cuando esto ocurre (v. g., desde la búsqueda de apoyo hasta el retraimiento). Desde una perspectiva cognitiva, este cambio probablemente ocurriría cuando el individuo desarrolla percepciones de desamparo o desesperanza. El punto en el que estos síntomas se vuelven desadaptativos (y por lo tanto "clínicamente significativos") está sujeto a debate, pero probablemente varía según los individuos (basado en sus circunstancias de vida únicas) y depende en gran medida de su duración / frecuencia. No obstante, tenemos la esperanza de que nuestro modelo pueda servir de base para la toma de decisiones diagnósticas, basándonos en nuestra propuesta de que las funciones de conservación de la energía de la depresión probablemente no sean adaptativas en la época contemporánea- así, el deterioro significativo debería ser más probable cuando predominan. Además, es importante considerar la exactitud de las percepciones del individuo acerca de la pérdida precipitante, ya que las distorsiones marcadas en estas percepciones son más propensas a promover respuestas desadaptativas. La predisposición juega un papel importante en esta progresión. Específicamente, los individuos que están predispuestos a la depresión muestran una mayor sensibilidad al estrés (ver, v. g., Hammen et al., 2000; Kendler, Thornton, y Gardner, 2001) y, a su vez, tienen "umbrales" más bajos a lo largo de este continuo (basado en la exageración de la pérdida debido a sus creencias sobre la importancia de ciertos recursos o su habilidad para afrontar). Una vez más, tal sensibilidad aumentada puede tener un valor adaptativo en ciertas circunstancias. Por el contrario, aquellos con factores de resiliencia clave (discutido brevemente luego) exhibirían la tendencia opuesta. Es decir, los individuos resilientes son más capaces de responder de manera adaptativa cuando el programa de depresión está activado, y por lotanto menos propensos a progresar hacia la depresión severa. Además, si estos individuos alguna vez se deprimen severamente (v. g., como resultado de un estresor severo), serían más capaces de revertir el programa. En cierto sentido, la toma de decisiones clínicas (acerca del diagnóstico y el tratamiento) depende de determinar quién está en riesgo y luego cómo intervenir para reducir el riesgo y promover la resiliencia. Las asociaciones propuestas entre los factores precipitantes y los síntomas de depresión descriptos anteriormente se muestran en la figura 2. Tal como se muestra en esa figura, las creencias depresógenas interactúan con el/los estresor/es precipitante/s para generar valoraciones cognitivas negativas. Es importante señalar que tanto el estrés como las creencias predisponentes pueden no ser necesarios para precipitar tales valoraciones y, sin embargo, pueden ser suficientes. Cuando hay una pérdida percibida de una inversión vital, los procesos cognitivos, emocionales y biológicos se inician al servicio de la conservación de la energía. En este sentido, la conservación de la energía está bajo control cognitivo y, a su vez, será abandonada cuando la valoración cognitiva cambie de una cosmovisión de escasez a una de disponibilidad de recursos vitales. En línea con esta idea, las valoraciones cognitivas también juegan un papel crítico y directo en la mediación del efecto del estrés en el funcionamiento inmune (ver Denson et al., 2009). 15 Beck y Bredemeier Controlada por áreas del cerebro que evolucionaron relativamente más tarde (v. g., corteza prefrontal; ver Orchsner y Gross, 2005), esta capacidad para la flexibilidad cognitiva es generalmente bastante adaptativa para responder a demandas situacionales complejas o nuevas. Y sin embargo, la presencia de creencias depresógenas puede socavar la utilización de esta capacidad (y más ampliamente, estrategias para terminar el "programa"). En este sentido, la capacidad de desarrollar tales creencias (que pueden ser exclusivas de los seres humanos) crea el potencial para las dificultades crónicas que pueden persistir incluso después de que una situación estresante se resolvió (ver Sapolsky, 2004), y a su vez para los episodios de depresión que son prolongados o endógenos. Además, estas creencias (y los esquemas en los que están insertas) son reforzadas / fortalecidas por valoraciones negativas, que pueden promover la rigidez cognitiva y conductual (v.g., reflejada en la disminución de la actividad dentro de la red ejecutiva del cerebro; ver Hamilton et al., 2013). Volveremos a estos temas luego cuando (brevemente) discutamos maneras de aliviar la depresión. Resumen e Integración Hay una continuidad de la estructura cognitiva y la función en todos los dominios pertinentes a la depresión. A partir de la etapa más temprana de la cognición, las percepciones y valoraciones negativas llevan en secuencia a pensamientos y creencias negativos. Las creencias, insertadas en los esquemas, influyen aún más en el procesamiento de la información y las interpretaciones en la predisposición hacia y la precipitación de la depresión severa. También hay continuidad desde el prototipo evolutivo hasta la experiencia actual de la depresión. Desde ambas perspectivas, la valoración de la pérdida de una inversión / recurso vital provoca una profunda reducción de la intensidad de las funciones que consumen energía. En este sentido, la depresión severa puede considerarse una extensión de las funciones normales/adaptativas, que se manifiesta plenamente cuando se percibe que la pérdida del recurso excede las capacidades/competencias, y típicamente se vuelve desadaptativa solo cuando las percepciones que las conducen están distorsionadas. Se han investigado enfoques biológicos y evolutivos de la depresión utilizando genotipado, neuroimagen, análisis hormonales, exámenes de respuestas inmunes y autonómicas, y observaciones y experimentos con animales no humanos. Las investigaciones en cada uno de estos niveles han contribuido en gran medida a nuestra comprensión de la depresión, ya su vez, al modelo unificado propuesto. Nivel genético: Polimorfismos genéticos asociados con riesgo (v. g., 5 - HTTLPR, FKBP5) y resiliencia (v. g., BDNF) parecen contribuir a sesgos cognitivos o reactividad al estrés (v. g., Miller et al., 2013; Pergamin- Hight et al., 2012), que promueven el desarrollo de creencias negativas. Estas creencias (y los esquemas en que están insertas) constituyen la predisposición a la depresión. Nivel neuroanatómico: Los vínculos entre el riesgo genético y ambiental, los sesgos cognitivos, y la reactividad al estrés están mediados por alteraciones estructurales y funcionales en varias regiones/redes del cerebro, especialmente la amígdala (red de prominencia), el hipocampo (red de modo predeterminado), y la corteza prefrontal (red ejecutiva) (Beck, 2008; Disner et al., 2011; Drevets, 2000; Hamilton et al., 2013; Mayberg, 1997). Estas pueden exacerbarse con el tiempo debido a la atrofia neuronal resultante del impacto del estrés sobre el cerebro. Nivel de personalidad: El grupo de creencias depresógenas produce valoraciones cognitivas negativas, y a su vez hipersensibilidad a los eventos negativos/estresores. La interacción de estos esquemas con el estrés resulta en la pérdida catastrófica de autoestima y en expectativas negativas (Beck, 1967, 1976). Nivel neuroquímico: Las valoraciones cognitivas negativas dan como resultado la secreción de hipercortisol (Denson et al., 2009; Gaab et al., 2005). Estas valoraciones también pueden conducir a la activación inmune o parasimpática (Denson et al., 2009; Lin et al., 2011), que contribuyen a la anorexia, la anergia y la anhedonia ("comportamiento de enfermedad") que promueven la conservación de energía (Durisko et al., 2015). La desregulación de varios sistemas de neurotransmisores, en particular monoaminas (v. g., serotonina, dopamina), probablemente juegue un papel mediador en estos procesos también. Marco evolutivo: La pérdida percibida de un recurso vital desencadena una drástica estrategia de conservación de energía en un esfuerzo por promover la supervivencia (Beck, 1993). Otras especies de mamíferos presentan síntomas/reacciones similares cuando se exponen a los tipos de eventos que precipitan la depresión en los seres humanos (eventos que simulan la pérdida de una relación cercana, pérdida de status o exclusión del grupo). 16 Beck y Bredemeier Marco clínico: Las características clínicas de la depresión severa resultan de desactivaciones extremas de esquemas positivos y activaciones de aquellos negativos. Si y cuando estas (des)activaciones alcanzan un cierto nivel (a menudo debido a distorsiones cognitivas), el impulso para conservar la energía puede superar al individuo, lo que socava el afrontamiento adaptativo y resulta en un deterioro clínicamente significativo. Este artículo pretende mostrar la sincronía entre los hallazgos psicológicos y biológicos en la adaptación normal y en la predisposición hacia y la precipitación de la depresión severa. Todos los hallazgos relacionados con la depresión pueden unirse para proporcionar un modelo comprehensivo del trastorno que explica sus características desconcertantes. El modelo unificado se resume en las figuras 1 y 2. La progresión o secuencia comienza con factores protectores/de riesgo genéticos y trauma infantil, que (solos o en combinación) conducen a reactividad al
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