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Lacan, J Libro VI Capítulo 1 (Introducción y Punto I)

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I 
CONSTRUCCIÓN DEL GRAFO 
Reintroducir el término deseo 
Poetas y filósofos 
Los tres esquemas 
La defensa contra el desamparo 
Darwin y el escalofrío del Diablo 
Este año hablaremos del deseo y de su interpretación. 
Se dice que un análisis es una terapéutica. Digamos que es un trata-
miento, un tratamiento psíquico. 
Este tratamiento actúa en diversos niveles del psiquismo, y ante 
todo sobre lo que denominaremos los fenómenos marginales o residua-
les, el sueño, el lapsus, la ocurrencia chistosa, que fueron los primeros 
objetos científicos de la experiencia psicoanalítica, sobre los cuales 
insistí el año pasado. 
Este tratamiento, si nos introducimos más en su aspecto curativo, 
actúa sobre síntomas en sentido amplio, en la medida en que éstos se 
manifiestan en el sujeto por medio de inhibiciones que se constituyen en 
síntomas y que son sostenidas por esos síntomas. 
Por último, es un tratamiento que modifica estructuras·, en particular 
esas estructuras que se denominan neurosis o neuropsicosis y que Freud 
de entrada estructuró y calificó como neuropsicosis de defensa. 
Por otra parte, ¿a título de qué interviene el psicoanálisis para tratar 
en diversos niveles con esas diversas realidades fenoménicas? Intervie-
ne en la medida en que éstas ponen en juego el deseo. 
Así, los fenómenos que denominé residuales, marginales, desde el 
comienzo fueron aprehendidos por Freud especialmente bajo la rúbri-
ca del deseo, como significativos del deseo, en los síntomas que vemos 
descriptos de un extremo al otro de su pensamiento. 
11 
Lacan, J. (1958-59) El Seminario, Libro VI: El deseo 
y su interpretación, Capítulo 1 (Introducción y 
Punto I), ob.cit.
INTRODUCCIÓN 
Asimismo la angustia, si bien hacemos de ella el punto clave de 
la determinación de los síntomas, sólo interviene en la medida en 
que tal o cual actividad que va a entrar en el juego de los síntomas 
esté erotizada, es decir, digamos mejor, esté tomada en el mecanismo 
del deseo. 
Finalmente, ¿qué significa el propio término defensa cuando lo 
empleamos a propósito de las neuropsicosis? ¿Contra qué hay defensa 
sino contra algo que no es otra cosa que el deseo? 
Para concluir esta introducción, nos bastará con indicar que la libi-
do, cuya noción hallamos en el centro de la teoría analítica, no es más 
que la energía psíquica del deseo. 
Ya señalé una vez al pasar -recuerden la metáfora de la usina- que 
incluso para que subsista la noción de energía son necesarias ciertas 
conjunciones entre lo simbólico y lo real, pero no quiero insistir ahora 
sobre este punto. 
La teoría analítica se apoya entonces por entero en la noción de libi-
do, en la energía del deseo. 
No obstante, he aquí que desde hace algún tiempo vemos esta teoría 
cada vez más orientada en una dirección que ha cambiado. 
Los mismos que sostienen la nueva orientación la articulan muy 
concienzudamente, al menos los más conscientes entre ellos. Como lo 
escribe en numerosas ocasiones -pues no cesa de escribir- el represen-= 
tante más típico de esa tendencia, el señor Fairbaim, y en particular en 
la recopilación intitulada Psychoanalytic Studies o f the Personality, la 
teoría moderna del análisis cambió algo en el eje que al comienzo le 
había dado Freud, a saber, que para nosotros la libido ya no es pleasure-
seeking, sino object-seeking. 
Cien veces hemos hecho alusión a lo que significa esta tendencia 
que orienta la función de la libido en función de un objeto que de algún 
modo le estaría predestinado. Bajo mil formas les mostré sus inciden-
cias en la técnica y en la teoría analítica. En muchas ocasiones creí 
poder designarles las desviaciones prácticas que ella entraña, algunas de 
las cuales no carecen de peligro. 
12 
CONSTRUCCIÓN DEL GRAFO 
Para permitirles abordar el problema que este año está en juego, 
quiero señalarles la importancia que se adjudica al solo hecho de rein-
troducir el término deseo, cuya ocultación es manifiesta en toda la mani-
pulación actual de la experiencia analítica. Al hacerlo damos la impre-
sión, no diré de renovar, sino de desconcertar. Quiero decir que, si en 
lugar de hablar de libido o de objeto genital hablamos de deseo genital, 
tal vez se nos tome de inmediato mucho más difícil considerar como 
algo obvio que la maduración de ese deseo implique por sí sola esa 
posibilidad de apertura al amor, o de plenitud de realización del amor, 
que parece haberse convertido en doctrinaria dentro de cierta perspecti-
va de la maduración de la libido. 
Esa tendencia, esa realización, esa implicación relativa a la madura-
ción de la libido, parece tanto más sorprendente cuanto que se produce 
en el seno de una doctrina que fue precisamente la primera no sólo en 
poner de relieve sino incluso en dar cuenta de lo que Freud clasificó 
bajo el título de degradación de la vida amorosa. Es decir que si el deseo 
parece en efecto llevar consigo cierto quantum de amor, muy a menu-
do se trata de un amor que se presenta en la personalidad como algo 
conflictivo, un amor que no se confiesa, un amor que incluso se niega a 
confesarse. 
Además, por el solo hecho de reintroducir la palabra deseo donde 
expresiones como afectividad, como sentimiento positivo o negativo, se 
emplean corrientemente en un abordaje vergonzoso, si cabe decirlo, de 
las fuerzas eficaces en la relación analítica, y en especial de la transfe-
rencia, se abrirá una brecha que a mi entender tendrá por sí sola algo de 
esclarecedor. 
En efecto, si en vez de considerar que la transferencia está constitui-
da por una afectividad, sentimientos positivos o negativos, con lo que 
estos términos tienen de vago y de velado, nombramos lo que aquí con-
cebimos mediante un único término, deseo; si hablamos de deseo sexual 
y de deseo agresivo para con el analista, se nos revelará enseguida, en el 
primer vistazo, que estos deseos no son todo en la transferencia, y que 
ésta necesita ser definida por algo que no sea referencias más o menos 
confusas a la noción de afectividad, positiva o negativa. 
En fin, si pronunciamos la palabra deseo, el beneficio último de ese 
uso pleno es que nos preguntaremos: ¿qué es el deseo? 
No será una pregunta que podamos responder simplemente. Si no 
me comprometiera aquí lo que podría denominar la cita urgente que 
tengo con mis menesteres prácticos experienciales, me permitiría una 
13 
INTRODUCCIÓN 
interrogación sobre el sentido de este término deseo en quienes han 
estado más calificados para valorizar su uso, a saber: los poetas y los 
filósofos. No lo haré. 
Lo que ocurre en la poesía con el uso del término deseo, con la 
transmisión del término y con su función, lo reencontraremos a poste-
riori si llevamos nuestra investigación suficientemente lejos. Si es cier-
to, como este año todo mi desarrollo lo mostrará, que la situación del 
deseo está profundamente marcada, unida, enlazada a cierta función 
del lenguaje, a cierta relación del sujeto con el significante, la experien-
cia analítica nos llevará lo bastante lejos en esta exploración -al menos 
lo espero-- como para que hallemos todo el tiempo necesario para valer-
nos de la evocación propiamente poética que pueda hacerse de ello, lo 
cual nos permitirá comprender con mayor profundidad la naturaleza de 
la creación poética en sus relaciones con el deseo. 
Sólo haré notar que las dificultades características del juego de 
ocultación que verán en el fondo de lo que nos descubrirá nuestra 
experiencia aparecen ya, por ejemplo, en que bien se ve cuán mal se 
adapta a la pintura de su objeto la relación poética con el deseo. En 
este aspecto, la poesía figurativa, la· que pinta, casi diría, las rosas y 
los lirios de la belleza, jamás expresa el deseo fuera del registro de una 
singular frialdad, mientras que, curiosamente, todo lo contrario ocurre 
en la poesía que denominan metafisica. Esto se debe a la ley, en sentido 
estricto, que rige la evocación del deseo. Para quienes leen inglés, sólo 
tomaré aquí la referencia más eminente de los poetas metafisicosde la 
literatura inglesa, John Donne, invitándolos por ejemplo a que se remi-
tan a un poema célebre como The Ecstasy, a fin de constatar en qué 
medida evoca el problema de la estructura de las relaciones del deseo. 
Ese título indica bastante los inicios de la dirección en que se elabo-
ra, al menos en el plano lírico, el abordaje poético del deseo cuando se 
apunta a éste en sí mismo. Sin duda, cuando el juego del poeta se arma 
con la acción dramática, llega mucho más lejos en la presentificación 
del deseo. Por ahora, dejo de lado esta dimensión, pero la anuncio desde 
ya porque nos habíamos aproximado a ella el año pasado --es la dimen-
sión de la comedia. Sepan que habremos de retomarla. 
Dejemos allí a los poetas. No los nombré aquí más que a título de 
indicación liminar y para decirles que los reencontraremos más adelante, 
de manera más o menos difusa. Quiero en cambio detenerme un instante 
en la que ha sido a este respecto la posición de los filósofos, pues creo que 
fue muy ilustrativa del punto en que se sitúa para nosotros el problema. 
14 
CONSTRUCCIÓN DEL GRAFO 
Me tomé el cuidado de escribirles en el pizarrón esas dos expre-
siones: pleasure-seeking, object-seeking. Búsqueda del placer o bús-
queda del objeto: así es como desde siempre se planteó la cuestión a la 
reflexión y a la moral. Me refiero a la moral teórica, la que se enuncia 
por medio de preceptos y de reglas, de operaciones de filósofos, y muy 
especialmente de éticos. 
Ya les indiqué lo que constituye la base de toda moral que cabría 
denominar fisicalista, en el sentido de que dentro de la filosofia medie-
val se habla de una teoría fisica del amor como algo opuesto a la teoría 
extática del mismo. Puede decirse, hasta cierto punto, que toda moral 
expresada hasta el presente dentro de la tradición filosófica tien en 
suma por base lo que podría denominarse la tradición hedonista. Esta 
consiste en establecer una suerte de equivalencia entre esos dos térmi-
nos, placer y objeto, en el sentido de que el objeto es el objeto natural 
de la libido, en el sentido de que es un beneficio. A fin de cuentas, se 
trata de admitir el placer en el rango de los bienes buscados por el suje-
to, en el rango del supremo bien, incluso por negarse a éste, pero con el 
mismo criterio. 
Cuando nos comprometemos en el diálogo de la escolástica, la tra-
dición hedonista de la moral cesa de sorprender, dejamos de percatamos 
de sus paradojas. Sin embargo, a fin de cuentas, ¿qué se opone más a lo 
que llamaremos la experiencia de la razón práctica que esa pretendida 
convergencia entre el placer y el bien? 
Si lo miramos de cerca, si miramos por ejemplo cómo se vinculan 
esas cosas en Aristóteles, ¿qué vemos elaborarse? En Aristóteles es muy 
claro, las cosas son muy puras: la identificación del placer con el bien 
sólo llega a realizarse en el interior de lo que denominaré una ética de 
amo. Ese ideal loable se engalana con el término temperancia --opues-
to a intemperancia-, como algo que depende del dominio que el sujeto 
ejerce sobre sus propios hábitos. Ahora bien, la inconsecuencia de esa 
teorización es absolutamente impactante. 
Si releen los célebres pasajes que conciernen al uso de los placeres, 
verán en ellos que nada entra en esa óptica moralizante a menos que 
pertenezca al registro del dominio, a una moral de amo, a lo que el amo 
puede disciplinar. Puede disciplinar muchas cosas, principalmente su 
comportamiento relativo a sus hábitos, es decir, al manejo y al uso de su 
yo. Pero en lo que toca al deseo, la cosa es muy diferente. 
El propio Aristóteles, muy lúcido, muy consciente de lo que resulta 
de esta teorización moral, práctica y teórica, reconoce que los deseos, 
15 
INTRODUCCIÓN 
las epithymíai, van más allá de cierto límite que es precisamente el del 
dominio y el del yo, y que muy pronto se presentan en el ámbito de 
lo que él llama bestialidad. Los deseos son exiliados del campo propio 
del hombre, si es que el hombre se identifica con la realidad del amo. 
Llegado el caso, la bestialidad es algo así como las perversiones. Aris-
tóteles tiene además una concepción singularmente moderna a este res-
pecto, que podría traducirse diciendo que el amo no podría ser juzgado 
por ello, lo cual vendría casi a significar, en nuestro vocabulario, que 
no podría ser reconocido como responsable. Vale la pena recordar estos 
textos, y remitirse a ellos los esclarecerá. 
En las antípodas de esa tradición filosófica hay alguien a quien no 
obstante querría nombrar aquí. A mi modo de ver, es el precursor de 
algo que me parece nuevo, que debemos considerar como nuevo en el 
progreso, digamos, en el sentido de esa relación del hombre consigo 
mismo que es la del análisis tal como Freud lo constituyó. Es Spinoza. 
A fin de cuentas, en él podemos leer, en todo caso con un acento 
bastante excepcional, una fórmula como ésta: El deseo es la esencia 
misma del hombre. Para no aislar el comienzo de la fórmula de su con-
tinuación, agregaremos: en la medida en que ésta es concebida, a partir 
de alguna de sus afecciones, como determinada y obligada, por cual-
quiera de sus afecciones, a hacer algo. 
Mucho podría hacerse a partir de aquí para articular lo que en esta 
fórmula queda, si me permiten, sin revelar. Digo sin revelar porque, por 
supuesto, no puede traducirse Spinoza a partir de Freud. Pero les doy 
esto como un testimonio muy singular. Sin duda tengo personalmente 
más propensión a hacerlo que otros, pues en tiempos muy remotos fre-
cuenté mucho a Spihoza. No creo sin embargo que ésa sea la razón por 
la cual, al releerlo a partir de mi experiencia, me parece que alguien que 
participa de la experiencia freudiana puede también sentirse a gusto en 
los textos de quien escribió De servitude humana y para quien toda la 
realidad humana se estructura, se organiza, en función de los atributos 
de la sustancia divina. Pero dejemos también de lado este esbozo por el 
momento, reservándonos el derecho de volver a él. 
Quiero darles un ejemplo mucho más accesible, con el cual cerraré 
la referencia filosófica concerniente a nuestro problema. 
Lo tomé en el nivel más accesible, incluso el más vulgar de los 
accesos que ustedes puedan tener. Abran el diccionario del encantador 
difunto Lalande, su Vocabulaire philosophique. Toda especie de ejerci-
cio de esta naturaleza, el de hacer un vocabulario, siempre es una de las 
16 
CONSTRUCCIÓN DEL GRAFO 
cosas más peligrosas y al mismo tiempo más fructíferas, a tal punto el 
lenguaje es dominante en todo lo que atañe a los problemas. Estamos 
seguros de que al organizar un vocabulario haremos siempre algo suges-
tivo. Aquí encontramos esto: Deseo: Begehren, Begehrung. No es inútil 
recordar lo que articula el deseo en el plano filosófico alemán. 
Tendencia espontánea y consciente hacia un fin conocido o imaginado. El 
deseo reposa entonces sobre la tendencia, de la cual es un caso particular 
y más complejo. Se opone por otra parte a la voluntad (o a la volición) por 
cuanto ésta supone además: 1 º la coordinación, al menos momentánea, de 
las tendencias; 2º la oposición entre el sujeto y el objeto; 3º la conciencia 
de su propia eficacia; 4° el pensamiento de los medios por los cuales se 
realizará el fin anhelado. 
Estos recordatorios son muy útiles, sin perjuicio de señalar que, 
en un artículo que quiere definir el deseo, hay dos líneas para situarlo 
en relación con la tendencia, y que todo el desarrollo se relaciona con 
la voluntad. He aquí a qué se reduce el discurso sobre el deseo en este 
Vocabulaire, salvo que se le añade: "Por último, según ciertos filóso-
fos, hay además en la voluntad unfiat de naturaleza especial, irreduc-
tible a las tendencias, y que constituye la libertad". Hay no sé qué aire 
de ironía en esta última línea, impacta verla surgir en este autor filosó-
fico. 
En nota: "El deseo es la tendencia a procurarse una emoción ya 
experimentada o imaginada, es la voluntad natural de un placer". Siguen 
citas de Rauh y Revault d' Allonnesen las que la expresión voluntad 
natural tiene todo su interés de referencia. A lo cual Lalande personal-
mente agrega: 
Esta definición resulta demasiado estrecha por no tener suficientemente en 
cuenta la anterioridad de ciertas tendencias con respecto a las emociones 
correspondie_ntes. El deseo parece ser en esencia el deseo de un acto o de 
un estado, sin que sea necesaria en todos los casos la representación del 
carácter afectivo de ese fin. 
Pienso que eso significa del placer, o de algo diferente. Sea como 
fuere, esto no deja por cierto de plantear el problema de saber si lo que 
está en juego es la representación del placer o el placer. Sin duda, no 
pienso que sea una tarea simple ceñir la significación del dese? por la 
vía de tal Vocabulaire, tanto más cuanto que tampoco puede decirse que 
17 
INTRODUCCIÓN 
esa tarea haya sido absolutamente preparada por la tradición a la que el 
autor se refiere. 
¿El deseo es la realidad psicológica rebelde a toda organización? 
¿Acaso mediante la sustracción de los caracteres indicados como pro-
pios de la voluntad llegaremos a fin de cuentas a acercamos a la realidad 
del deseo? Tendríamos pues lo contrario de lo que hemos abandonado. 
Tendríamos la no coordinación, ni siquiera momentánea, de las tenden-
cias. La oposición entre el sujeto y el objeto sería en verdad eliminada. 
Además estaríamos en presencia de una tendencia sin conciencia de su 
propia eficacia ni pensamiento de las palabras mediante las cuales rea-
lizará el fin deseado. En síntesis, estaríamos en un campo en el cual el 
análisis ha aportado articulaciones más precisas. 
En efecto, en el interior de esas determinaciones negativas el aná-
lisis designa con mucha precisión, en diferentes niveles, la pulsión, 
en la medida en que ésta es justamente la no coordinación, ni siquie-
ra momentánea, de las tendencias, y el fantasma, en la medida en que 
introduce una articulación esencial o, más exactamente, una especie por 
completo caracterizada en el interior de esa vaga determinación que se 
designa como la no oposición entre el sujeto y el objeto. Será nuestra 
meta este año intentar definir qué es el fantasma, y quizás incluso de un 
modo un poco más preciso que como la tradición analítica llegó a hacer-
lo hasta hoy. 
De lo que queda de la definición, y que implica el idealismo y el 
pragmatismo, no retendremos por ahora más que una cosa, a saber, cuán 
difícil parece ser situar y analizar el deseo en función de referencias 
puramente objetales. 
Aquí nos detenemos para entrar a hablar con propiedad en los térmi-
nos en que pienso poder este año articular para ustedes el problema de 
nuestra experiencia, que son en particular los del deseo, del deseo y de 
su interpretación. 
2 
El lazo interno, el lazo de coherencia, en la experiencia analítica, 
entre el deseo y su interpretación, presenta en sí mismo un rasgo que 
sólo la costumbre nos impide ver: cuán subjetiva es por sí sola la ínter-
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CONSTRUCCIÓN DEL GRAFO 
pretación del deseo. Bien parece que hay en eso algo ligado de una 
manera igualmente interna a la manifestación misma del deseo. 
Ustedes saben de qué punto desde vista, no diré partimos, pero sí 
caminamos. No comenzamos hoy a estar juntos, en efecto. Hace ya 
cinco años que intentamos designar los lineamientos de la comprensión 
para ciertas articulaciones de nuestra experiencia. Esos lineamientos 
vienen a converger este año sobre ese problema que puede ser el punto 
de confluencia de todos esos puntos, algunos alejados entre sí, cuyo 
abordaje quiero prepararles. 
Dado que hemos marchado juntos en el curso de estos cinco años, 
puedo plantear de entrada que el psicoanálisis nos muestra en esencia 
lo que denominaremos la captura del hombre dentro de lo constituyente 
de la cadena significante. Sin duda esta captura está ligada al hecho del 
hombre, pero no presenta la misma extensión que este hecho. Si el hom-
bre habla, para hablar ha de entrar en el lenguaje y en un discurso pre-
existente. Esta ley de la subjetividad que el análisis pone especialmente 
de relieve, a saber, su dependencia fundamental respecto del lenguaje, 
es tan esencial que literalmente en ella se desliza toda la psicología. 
Diremos como mínimo que hay una psicología que está sometida al 
lenguaje, aquella que cabría definir como la suma de los estudios con-
cernientes a lo que en sentido amplio podríamos denominar una sensi-
bilidad, en la medida en que ésta es función del mantenimiento de una 
totalidad o de una homeostasis. En suma, se trata de las funciones de la 
sensibilidad con respecto a un organismo. Allí todo está implicado: no 
sólo todos los datos experimentales de la psicofisica, sino también todo 
lo que puede aportar, en el orden más general, la puesta en juego de la 
noción de forma en cuanto a la aprehensión de los medios de manteni-
miento de la constancia del organismo. Todo un campo de la psicología 
se inscribe aquí, es sostenido por la experiencia quele es propia, y da 
lugar a una investigación que prosigue. 
No obstante, la subjetividad que pone en juego el hecho de que el 
hombre esté capturado en el lenguaje, que esté capturado en él quiéralo 
o no, y que lo esté mucho más allá del saber que tenga al respecto, no 
es inmanente a una sensibilidad, si por tal entendemos el par estímulo-
respuesta. La razón es que el estímulo se da en función de un código
que impone su orden a la necesidad, la cual debe traducirse a él. 
Dentro de la perspectiva experimental, en última instancia puede 
explicarse la prueba del ciclo estímulo-respuesta en términos de signos. 
Se dirá que el estímulo es un signo que el medio exterior da al organis-
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