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L eo Strauss
Derecho natural 
e historia
Traducción de 
Ángeles Leiva Morales y 
Rita Da Costa García
Prólogo de 
Fernando Vallespín
C í r c u l o d e L e c t o r e s
El ensayo como género
«Las obras de arte nunca se acaban -dijo Valéry-: sólo se 
abandonan.» En el terreno de la escritura, este carácter 
perpetuamente inacabado de cuanto el artista emprende, a 
lo que sólo la fatiga o la desesperación ponen punto final, 
tiene su plasmación más nítida en el ensayo. En su origen, el 
ensayo es la opción del escritor que aborda un tema cuyo 
tamaño y complejidad sabe de antemano que le desbordan. 
El ensayista no es un invasor prepotente, ni mucho menos 
un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un 
explorador audaz, quizá sólo un espía, en el peor de los ca­
sos un simple fisgón. «Ensayar» es realizar de modo tenta­
tivo un gesto que uno aún no sabe cumplir con plena efica­
cia: como el niño que quiere comer solo y cuya madre le ha 
cedido la cuchara se lleva un trago tembloroso de sopa a la 
boca, convencido de que nunca logrará acabarse todo el 
plato sin ayuda. También ensaya el actor el papel para cuya 
representación aún no ha llegado la hora; y cuenta con la 
simpatía del público escaso que asiste a su esfuerzo, unos 
cuantos amigos que tienen más de cómplices que de críticos 
severos.
Por eso Montaigne, que juntamente inventó el género y 
lo llevó a sus más altas cotas de perfección, denomina «en­
sayos» a cada uno de los tanteos reflexivos de la reali­
dad huidiza que le ocupan: son experimentos literarios, 
autobiográficos, filosóficos y eruditos que nunca pretenden 
establecer suficientemente y agotar un campo de estudio, 
sino más bien por el contrario desbordarlo, romper sus cos­
turas, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que pa­
recen remotos. Montaigne inicia el gesto del sabio que des­
Fernando Savater
fila ordenadamente por su saber como por terreno conquis­
tado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la ac­
titud más vacilante o irónica del merodeador, del que está 
de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un 
mapa completo establecido de antemano, sino que se deja 
llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgu­
rantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige 
al lector no como a un discípulo, sino como a un compañe­
ro. Hace suyo de antemano lo que luego dejó dicho muy 
bien Santayana en su magnífico ensayo Tres poetas filóso­
fos: «Ser breve y dulcemente irónico significa dar por senta­
da la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia 
mutua quiere decir creer en la amistad».
En la raíz misma del ensayo está pues el escepticismo. En 
este aspecto, es lo opuesto al tratado, que se asienta en la 
certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad. 
El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se 
aventura por el territorio ignoto del «¿qué sé yo?». El trata­
dista arrastra el tema frente al lector, bien encadenado, 
para que pueda palparle los bíceps y mirarle la dentadura 
como a un esclavo puesto en venta; en cambio para el ensa­
yista la cuestión abordada permanece siempre intratable, 
rebelde, huidiza, emancipada. Mientras el tratadista sa­
be todo de aquello de lo que había, el ensayista no sabe del 
todo de qué habla y por eso cambia sin demasiado escrúpu­
lo de tema, veleidoso, inconstante, un Don Juan de las 
ideas, pero un Don Juan por inseguridad o por timidez, no 
por abusiva arrogancia. De nuevo el maestro es Montaig­
ne, gran merodeador en torno a cualquier punto y a partir 
de cualquiera, experto en divagaciones, dueño del arte de 
la asociación libre en el piano especulativo, a quien nunca 
faltan registros en el perpetuo soliloquio acerca de sí mis­
mo al que con astutos remilgos nos convida. Por supuesto, 
el inacabamiento del ensayo pertenece al plano temático, 
no al formal. Aunque el ensayista no agota nunca la cues­
El ensayo como género
tión que aborda, puede extenuarse en cambio puliendo sus 
líneas expresivas y añadiendo puntualizaciones circuns­
tanciales a sus argumentaciones. Así Montaigne retocó sus 
ensayos una y otra vez, casi hasta el día de su muerte...
Es característica del ensayo -este género lo suficiente­
mente complejo y ondulante como para que sólo de modo 
ensayístico podamos también referirnos a él- la presencia 
más o menos explícita del sujeto que lo escribe entreverada 
en sus razonamientos. En el ensayo el conocimiento y sobre 
todo la búsqueda de conocimiento tienen siempre voz per­
sonal, También en este punto difiere del tratado. Cuenta el 
humorista Julio Camba que cuando uno pide alguna infor­
mación a un bobby inglés, el agente responde sin mirarle a 
los ojos, porque «no nos responde a nosotros, sino a la so­
ciedad». El tratado también prefiere la impersonalidad de 
la ciencia, que habla desde lo objetivamente establecido sin 
hacer concesiones a la individualidad de quien ocasional­
mente le sirve de portavoz. En el ensayo, en cambio, siem­
pre asoma más o menos la personalidad del autor, siempre 
se hace oír la persona, lo individual, la subjetividad que se 
asume como tal y se tantea a sí misma al formar cuerpo con 
lo objetivamente concretado. El tratado parece pretender 
alcanzar la verdad - aunque no sea más que la verdad cien­
tíficamente establecida en un momento dado- mientras 
que el ensayo expone un punto de vista. Y siempre en pers­
pectiva desde dos ojos terrenales y no desde la clarividente 
omnisciencia divina. Lo cual en modo alguno implica re­
nuncia a la verdad, por cierto, sino que la persigue por una 
vía quizá aún más realista... y verdadera.
Lo malo es que hoy las cosas ya están mucho más mez­
cladas que en tiempos de Montaigne. El ensayismo se ha 
hecho menos literario y más científico, algunos ensayos de 
ayer son leídos ahora como cuasi-tratados, los tratadistas 
«ensayizan» voluntariosamente sus mamotretos para lle­
gar a un público más amplio que el estrictamente académi­
IO Fernando Savater
co o especializado. El tratado tradicional se dirigía a un pú­
blico cautivo, es decir que profesionalmente no tenía más 
remedio que leerlo para graduarse como competente en la 
materia; el ensayista en cambio ha buscado siempre lecto­
res misceláneos y voluntarios, reclutados en todos los cam­
pos sociales e intelectuales, por lo que no tiene más remedio 
que recurrir a las artes de seducción expresiva. Pero en la 
actualidad los públicos cautivos se han hecho escasos y so­
bre todo resultan más difíciles de rentabilizar dada la com­
petencia de ofertas, de modo que nadie renuncia del todo a 
poner su poquito de ensayismo en lo que escribe. Sobre 
todo cuando el tratadista es heterodoxo y aventura plan­
teamientos a los que la oficialidad académica difícilmente 
brindará su nihil obstat. Tales herejes -que suelen ser los 
mejores creadores de conocimiento en la modernidad-han 
de buscar para sus heréticas intuiciones o razonamientos el 
refrendo de lectores sin cátedra ni púlpito, pero influyentes 
como opinión pública...
Por eso los ensayos que se han seleccionado para esta co­
lección no siempre responden a los criterios del ensayo 
«puro», si es que tal cosa puede darse, sino que asumen con 
su nómina la complejidad borrosa que alcanza el género en 
la actualidad. El único criterio empleado para escogerlos es 
que sean obras decididamente relevantes, es decir, capaces 
a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo. 
Todos ellos son piezas abiertas, no clausuradas sobre sí 
mismas: no representan la última palabra sobre los temas 
tratados, sino la primera de una nueva forma de enfocar 
cuestiones principales de la época contemporánea.
Fernando Savater
Justificación
Sin duda los dos conceptos más potentes y más llenos de 
implicaciones tanto metafísicas como políticas acuñados 
por el pensamiento griego son los de pbysis y nomos, ‘na­
turaleza’ y ‘ley’. Desde un principio las dos nociones se 
opusieron pero también se complementaron, se aliaron y 
se combatieron.La naturaleza se opuso a las leyes de la 
ciudad, las leyes de la ciudad buscaron su fundamento en 
la naturaleza (o en el resguardo contra ella), la propia na­
turaleza se llenó de leyes no convencionales e imposibles 
de derogar, una de las cuales -la ley del más fuerte- se 
transmutó en razón del Estado, etcétera. Lo único eviden­
te es que resulta imposible explicar ninguno de los dos tér­
minos sin la oposición y el apoyo del otro. La aparición 
históricamente posterior de un Dios que comparte con la 
Naturaleza su condición espontánea e incausada pero cre­
adora y con la Ley su vocación normativa no contribuye 
precisamente a resolver estas perplejidades; la fórmula 
«derecho natural» -centauro jurídico del que resulta tan 
difícil descabalgar como montarlo a pelo- tampoco.
Me azora un poco -aunque ¡tántas obras importantes 
han sido omitidas!- la ausencia de pensamiento jurídi­
co en esta serie que concluye con el presente libro. Se me 
ocurren y rechazo por inconvincentes diversas coartadas 
para esta omisión, como la de que la necesaria objetividad 
de las normas legales o su fundamento se compadecen 
mal con el sesgo subjetivo y experimental, tentativo, que 
hemos subrayado en el género ensayístico. A fin de cuen­
tas, si un pensador no se arriesga a ser convincentemente 
personal frente a la ley, ¿cúando deberá serlo? Era impres­
IZ Femando Savater
cindible al menos una obra de filosofía jurídica en esta co­
lección, un libro que fuese directamente al corazón litigio­
so del asunto, munido de la autoridad escolástica de un 
clásico y a la par con el rupturismo provocativo de un agi­
tador contracorriente. Me parece que este libro publicado 
en 1949 en una lengua que no era la suya materna por el 
exilado Leo Strauss reúne suficientemente las polémicas 
condiciones requeridas.
Desde mediados del siglo x v n , se repite con alternan­
cias, victorias efímera y retiradas poco honrosas la batalla 
entre los antiguos y los modernos. Hacía más de cien años 
que parecía sentenciada definitivamente a favor de los 
modernos (de la convención y la historia, del nomos) 
cuando Leo Strauss planteó su carga suicida a favor de los 
antiguos, de la physis y de Platón. Y lo hizo con erudición 
y personalidad original indudables. ¿Fue luego derrota­
do? Cuando hoy leemos los argumentos de los comunita- 
ristas frente a los liberales en materia ética, nos guardare­
mos mucho de afirmarlo taxativamente...
ES.
*3
P R O L O G O
La teoría política como épica
por Fernando Vallespín
I
Leo Strauss (1899-1973) no ha sido nunca un autor fácil 
de encuadrar ni ha estado exento de polémica. El atributo 
que mejor se ajusta a su labor intelectual es el de «histo­
riador de las ideas», aunque siempre comprendió su ocu­
pación con los textos y autores clásicos como algo más 
que una labor puramente exegética. En sus escritos no 
deja de percibirse un cierto aire de «cruzada académica» 
dirigida siempre contra los valores centrales de la moder­
nidad en nombre de la tradición antigua. No es de extra­
ñar así que su obra haya sido calificada como una teoría 
política, como evocación, siempre marcada por la nostal­
gia, por la filosofía política griega. Lo que aquí se evoca, 
por tanto, es una determinada forma de reflexionar sobre 
la política que se considera eclipsada por el racionalismo 
moderno, el positivismo y el historicismo, todas aquellas 
corrientes intelectuales que apartan a los hombres de las 
presuntas «verdades» emanadas de la Gran Tradición.
Sus antagonistas siempre se han deleitado también en 
presentar a Strauss como un autor «peculiar», creador de 
una escuela con ribetes de secta e integrada por un peque­
ño número de iniciados. No creo que llegara a tanto, al 
menos si nos fijamos en el amplio número de ellos y en su 
repercusión sobre el mundo académico estadounidense. 
Lo que sí es cierto es que todos ellos, además de sentir una
14 Fernando Vallespín
ilimitada admiración por su maestro, compartían un mis­
mo método en su enfoque de la teoría política. Es el méto­
do «textualista» tradicional, que parte de la existencia de 
un conjunto de obras y autores clásicos, presentados 
como depositarios de determinadas verdades imperecede­
ras sobre el hombre y la política. O, cuando menos, que 
hay una serie de «problemas permanentes o perennes» en 
la historia del pensamiento: aquellos que hablan de «ele­
mentos atemporales» y de la «aplicación universal» o de 
la «sabiduría eterna» de determinadas ideas o autores del 
pasado. Para Strauss, la actividad del historiador de las 
ideas, así como del teórico político en general , debería 
consistir entonces en sacar a la luz esos problemas o ver­
dades (episteme) y diferenciarlas de las simples «opinio­
nes» (doxai) de otros autores menores. De ahí se extrae 
una cadena de significados, abstraída de consideraciones 
contextúales, que se acaba traduciendo en una reflexión 
profunda sobre las fuentes intelectuales de la crisis de la 
modernidad. Como ya dijéramos, de lo que fundamental­
mente se trata es de resaltar el divorcio entre el canon 
«auténtico» de la filosofía política griega y el relativismo 
valorativo de la nueva ciencia y filosofía, el proceso de na­
cimiento y caída de la «verdadera» teoría.
Está claro que no todos los discípulos de Strauss siguie­
ron esta particular distinción del maestro entre «buenos» 
y «malos» autores o tradiciones. Muchos se especializa­
ron en autores particulares, en la evolución de determina­
dos conceptos centrales de la historia de la teoría política 
o, como en el caso de Alan Bloom, se dieron por satisfe­
chos fustigando a todos aquellos que, como los posmo­
dernos y feministas de distinto pelaje, osaran poner en 
entredicho la pervivenda del «canon» de excelencia 
humanístico. Con todo, desde su muerte en 1973 no es 
posible ya hablar de «straussismo» después de Strauss. 
Permanece en todo caso como escuela metodológica que
Prólogo 15
sigue practicando el método textualista frente a otros más 
contextúales. O, lo que es lo mismo, que tratan de com­
prender y explicar los textos clásicos sin necesidad de ha­
cerles depender de factores externos. La investigación se 
dirige ai análisis de su congruencia lógica, a la definición 
de categorías y conceptos que aparecen, desaparecen o 
permanecen en la historia; a detectar similitudes, diferen­
cias o influencias entre ideas y autores, etcétera. Tras ello 
se afianza la convicción de que existe un diálogo ininte­
rrumpido entre los grandes autores del pasado, una cade­
na de significados que permite reconstruir desde las con­
tingencias de cada situación histórica concreta eso que 
Voegelin calificaba como «el hombre en busca de su hu­
manidad y su orden».
Las pautas básicas que informan la obra de Strauss se 
deducen fácilmente de su propia biografía, que es pareci­
da a la de otros intelectuales judíos alemanes de su genera­
ción: una turbulenta actividad intelectual en el fascinante 
mundo cultural de entreguerras, el rechazo del nazismo, 
la subsiguiente emigración forzosa y, por último, como 
ocurriera con todos aquellos que supieron ambientarse en 
su nuevo hogar, la residencia definitiva en Estados Uni­
dos. El trasfondo intelectual de la vida y obra de nuestro 
autor también encaja adecuadamente bajo el síndrome de 
crisis espiritual que tan gráficamente reflejara K. Jaspers 
en su libro de 19 3 1 {La crisis espiritual de nuestro tiem­
po). Jaspers se ubica aquí en un punto intermedio entre el 
pesimista enjuiciamiento weberiano de la sociedad mo­
derna como inevitablemente abocada a la «jaula de hie­
rro» y la más apocalíptica descripción de Adorno y Hork- 
heimer en la Dialéctica de la Ilustración. Todos ellos 
coinciden en buscar la causa de este estado de cosas en el 
principio de racionalidad occidental y su identificación ^ 
la ciencia. Y su efecto se ve en un estado moral y espiritual 
de absoluta pérdida de sentido, en una creciente «concien­
1 6 Fernando Vallespín
cia de impotencia» (Jaspers) u «oscurecimiento del mun­do» (Heidegger). Al final, el hombre habría devenido ya 
en una mera función del orden racional-técnico. El aspec­
to sobre el que Strauss va a poner el énfasis no es tanto el 
proceso «material» de la evolución social de Occidente, 
aquellas condiciones sociales de fondo que marcan la en­
trada y el desarrollo de la modernidad, cuanto su paulati­
no estado de «descomposición intelectual». Su interés se 
centrará en reconstruir la experiencia de la reflexión polí­
tica a partir de su despliegue histórico. Así es como recala 
en la historia de la teoría política y, en particular, en su 
pórtico de entrada, aquél en el que nos encontramos con 
el primer concepto operativo de humanidad: la teoría po­
lítica griega.
Antes de su polémico estudio sobre pensamiento moder­
no, el joven Strauss, fuertemente influenciado por el movi­
miento sionista y la teología judía, se ocupa ante todo de las 
relaciones entre filosofía y revelación. En una expresión 
afortunada lo definiría como el «conflicto entre Atenas y 
Jerusalén». La tensión entre estos dos elementos constituye 
para nuestro autor el «núcleo, el nervio de la historia inte­
lectual de Occidente» y el «secreto de la vitalidad de su civi­
lización». La Biblia aporta el sentimiento de dependencia y 
sometimiento a Dios, el temor reverencial, y se caracteriza 
por suscitar la plegaria, la piedad, la obediencia y la necesi­
dad del perdón divino. La filosofía, por su parte, surge 
como el intento por sustituir las opiniones acerca de las co­
sas por conocimientos ciertos, y más que aspirar a conocer 
la verdad, como la religión, consiste en una incesante acti­
vidad dirigida a buscarla. Aunque más adelante Strauss 
acabará inclinándose a favor de Atenas más que de Jerusa­
lén, esta contradicción marcará ya desde entonces su vida 
interior y los movimientos fundamentales de su obra. Aquí 
se percibe también su temprano interés por la obra de Mai- 
mónides y Espinosa, dos autores judíos que ofrecen dos so-
Prólogo 17
Iliciones antagónicas al problema teológico-político: uno 
tratando de reconciliar filosofía y tradición, y otro «traidor 
a su fe en nombre de la filosofía». Strauss se pone lógica­
mente del lado de Maimónides -o de Avicena y Alfarabi- y, 
en general, de los intentos por conciliar islamismo y judais­
mo con Platón. La precariedad de la filosofía en el mundo 
judeo-islámico garantizó al menos su carácter «privado» y 
con ello un mayor grado de libertad interior. No así en la es­
colástica aristotélica cristiana, donde la estricta censura 
eclesiástica hizo de la filosofía una actividad subordinada a 
los intereses religiosos y clericales.
Este contraste de lógicas y sentimientos se superpone en 
Strauss a su propia experiencia del judaismo, a su condi­
ción de judío; es decir, miembro de un grupo minoritario en 
permanente exilio. Strauss presenta el problema judío 
como la cuestión emblemática de la condición humana en 
general: la imposibilidad de armonizar lo particular y lo ge­
neral. Y en un curioso salto mental generaliza esta situa­
ción a lo que desde Platón ha constituido uno de los temas 
recurrentes de la filosofía política: la diferencia entre el uno 
y los muchos —oi polloi- y la tensión entre pensador y socie­
dad. El ser miembro de una comunidad, participar de ella, 
guardarle fidelidad y, a la vez, adscribirse a otro grupo den­
tro de la misma, ser «diferente». Para Strauss esta situación 
no es privativa de los judíos u otros grupos minoritarios, 
sino que constituye uno de los rasgos del filósofo en la po­
lis. Por un lado, está impelido a ajustarse a las «opiniones» 
dominantes que conforman el discurso público y, por otro, 
a guardar fidelidad a sus convicciones racionales, separa­
das por lo general de la opinión dominante.
El filósofo no puede ignorar la dimensión más pública y 
social de su actividad y se ve impelido a «justificarse ante 
el tribunal de la ciudad y sus leyes». Este doble carácter se 
manifiesta con gran claridad en las dos formas de escritu­
ra que, a decir de nuestro autor, practica^ la mayoría de
i8 Fernando Vallespín
los grandes autores desde Platón: la forma esotérica y la 
exotérica. Cada uno de ellas se corresponde con dos for­
mas diferentes de presentar la verdad: una, la exotérica, 
más pública y accesible, permite la aplicación de distintos 
métodos hermenéuticos convencionales, y en cierto modo 
se puede equiparar a aquello que el autor quiso trasmitir 
al lector vulgar -lo que él quiso que los demás entendie­
ran-; y la otra, la esotérica, más oculta y recóndita, con­
tiene el sentido último del texto y sólo es accesible -si aca­
s o - a los «lectores muy atentos y entrenados después de 
un estudio prolongado e intenso». Es muy posible que 
Strauss llegara a esta conclusión tras estudiar a autores 
como Maimónides, quien en su Guía de los perplejos re­
conoce de un modo explícito practicar esta doble escritu­
ra, o a otros como Alfarabi, que ven en Platón al iniciador 
de esta costumbre de «escribir entre líneas» o mediante 
extraños simbolismos. Strauss reconoce que esta peculiar 
técnica de escribir obedece fundamentalmente a la necesi­
dad de escapar a la censura o a la persecución política sin 
por ello tener que renunciar a presentar la propia visión 
de la verdad. Como sostiene en su conocido libro ha-per- 
secución yelartede-la escritura, «la persecución no puede 
impedir el pensar independiente». Pero deja también bas­
tante claro cómo el recurso a la técnica esotérica responde 
a otras razones: a la necesidad de ocultar determinadas 
verdades por las implicaciones que éstas pudieran tener 
para la sociedad.
No está claro cuáles sean dichas verdades ni por qué ha­
brían de mantenerse ocultas. Puede que la clave de estas 
misteriosas palabras resida en su mismo concepto de filo­
sofía, entendida, como ya hemos visto, como la actividad 
dirigida a reemplazar la opinión por el conocimiento. 
Como actividad no sujeta a límites, incesante e insoborna­
ble, nunca podrá hacerse compatible con la contingencias 
de la vida política y social. La sociedad exige de sus miem­
Prólogo 19
bros una absoluta fidelidad a sus valores y principios, a 
sus «opiniones», pues, que aun pudiendo ser cuestionadas 
por los filósofos, son imprescindibles para la pervivencia 
de la ciudad. En última instancia, habría entonces una 
tensión permanente entre el interés del filósofo por la ver­
dad y el interés de la ciudad. De ahí esa necesidad que éste 
tiene de «acomodar» continuamente su visión de la filoso­
fía a las necesidades sociales y de ocultarse detrás de pe­
culiares modos de escribir. Se pone así de manifiesto la 
«peligrosidad» de la filosofía, su potencial destructor que 
deriva de encontrarse más allá de las convenciones de los 
hombres, así como la necesidad correlativa de ajustarse a 
la sociedad, de «respetar las opiniones». Implícitamente 
se reconoce, por tanto, la debida incorporación de cierto 
principio de responsabilidad por parte del filósofo cuando 
hace usó público de ella. Siguiendo con esta idea, parece 
que para Strauss la filosofía política no es sino eso, la pre­
sentación en público de la filosofía, el punto en el que se 
produce la intersección entre conocimiento y opinión.
No es de extrañar entonces que nuestro autor sienta tal 
afinidad por la filosofía griega, que supo apreciar la polí­
tica con una «frescura e inmediatez que no han sido nunca 
igualadas», pues nace en el momento en el que «todas las 
tradiciones políticas habían sido sacudidas y no existía 
aún una tradición de filosofía política». Su atracción por 
ella no responde sólo a esta supuesta «pureza» u orfandad 
respecto de tradiciones anteriores, sino al mismo hecho de 
reconocer en su dimensión socrática y platónica la verda­
dera manifestación de la naturaleza de la filosofía: como 
una búsqueda incesante que sólo alcanza a estar segura de 
su propia ignorancia; ésta es la única incuestionable ver­
dad, el único conocimiento cierto. Ello no significa que el 
racionalismo socrático renunciea descubrir en la existen­
cia humana una naturaleza inmutable de la que puedan 
deducirse principios de la justicia válidos para la organi­
20 Femando Vallesptn
zación social. Renunciar a esta empresa supondría -como 
implícitamente ocurre en autores como Nietzsche o Hei- 
degger- el abandono de toda autoridad sobre la política 
por parte de la filosofía. Pero, y aquí creemos encontrar el 
punto decisivo de la filosofía straussiana, no somos tam­
poco capaces de fundamentar ese conocimiento sobre ba­
ses racionales firmes; no existe una racionalidad moral o 
política que nos capacite para pronunciarnos a partir de 
premisas incontrovertibles sobre lo que sea o no la justi­
cia. Nos queda, eso sí, la conciencia de los problemas per­
manentes y fundamentales, entre los que está el de la natu­
raleza de la justicia, el bien común, la propensión hacia el 
conocimiento del bien, la vida buena o la buena sociedad; 
o -como dice en el ensayo que aquí prologamos- «la evi­
dencia de esas simples experiencias relativas al bien y al 
mal que subyacen a todo presupuesto filosófico sobre el 
derecho natural». Una vez más sería en Grecia donde se 
ofreció la más detenida exposición de estos problemas y 
donde fueron abordados del modo más consecuente. 
Pero, en último término, y puede que aquí resida el «peli­
gro» de la filosofía, sus pronunciamientos se apoyan en 
un acto de voluntad o, en todo caso, en un compromiso. 
Al final, siguiendo con esta interpretación esotérica de 
Strauss, la opción por la filosofía respondería a un deci- 
sionismo similar al que nos lleva a optar por la religión. 
Puede que ahí resida su «solución» última al conflicto en­
tre Atenas y Jerusalén.
n
N a hace Jaita unajectura «esotérica» de este otro Strauss 
para percibir que entre las «verdades» perennes -ahora 
sustantivas- que cree encontrar en esta tradición está el 
reconocimiento -ciertamente platónico- de que el mejor 
régimen político es aquel que se toma en serio la jerarquía
Prólogo 21
«natural» de las personas, su diferente virtud, y se articu­
la en un régimen político aristocrático; los gentlemen, 
aquellos que «por naturaleza son superiores a otros y, 
por tanto, según el derecho natural, son los gobernantes 
de otros». La desigualdad en dotes intelectuales adquiere 
así una importancia política decisiva. Esta no es una 
«verdad» que encajara fácilmente en el mundo igualita- 
rista de los Estados Unidos de los años cincuenta y sesen­
ta, y puede que este hecho le obligara a buscar una estra­
tegia para su desvelamiento a sensu contrario, minando 
la filosofía y ciencia política y social sobre la que se asen­
taba el «igualitarismo permisivo» de las democracias li­
berales de Occidente. Es cierto también que quiso esca­
parse de esta acusación de elitismo radical propugnando 
una definición de la democracia liberal como el régimen 
que mejor puede satisfacer el fin de implantar una «aris­
tocracia extensa».
Este es también uno de los temas centrales del libro que 
nos acompaña, que apela a una reinterpretación hetero­
doxa de la historia intelectual. Las razones que informan 
su retorno a lo que él califica «derecho natural clásico» 
hay que ir buscarlas en la propia experiencia del irracio­
nalismo político y en la falta'de orientación general que se 
percibe en el mundo occidental -no puede olvidarse que 
su primera edición es de 1953. Nuestro mundo se encon­
traría amenazado por el comunismo y el «despotismo 
oriental» frente a los cuales no tendría ya suficientes de­
fensas espirituales. Que la tolerancia y el liberalismo pue­
dan derivar en su opuesto tiene para nuestro autor una 
causa evidente en el abandono de la cuestión acerca del 
buen orden político, de los criterios normativos funda­
mentales y en la aceptación de la pretensión historicista de 
que toda forma de pensamiento está «situada temporal­
mente». Para Strauss todas las corrientes historicistas ten­
drían un punto en común: que la humanidad no tiene una
22 Femando Vallespín
naturaleza única y, en consecuencia, que no cabe hablar 
de caracteres permanentes de lo humano -como la distin­
ción entre lo noble y lo villano - ni, desde luego, tampoco 
de principios universales o inmutables.
Ahora bien, aceptar este presupuesto no sólo significa 
reconocer un principio relativista radical, sino que atenta 
contra lo que es la esencia de la empresa filosófica: la in­
dagación sobre «un orden eterno e inmutable en el que 
tiene lugar la historia» que no se ve afectado por ella. Si el 
objetivo del filósofo radica en ocuparse de los problemas 
fundamentales «que persisten a todo cambio social», de 
ello se deriva necesariamente el supuesto de que el «pen­
samiento humano es capaz de trascender sus limitaciones 
históricas o de aprehender algo transhistórico». Aplican­
do esta idea al objeto de la filosofía política, lo que viene a 
decirnos Strauss es, en definitiva, que existe un desfase en­
tre realidad e ideal, entre el mundo político tal y como es, 
y ha sido, y el mundo político tal y como debe ser.
Esta idea se pone de manifiesto en su crítica de la cien­
cia política positivista, con su estricta metodología. Por 
positivismo entiende Strauss aquella perspectiva que in­
corpora el método de la ciencia natural a las ciencias so­
ciales y, consecuentemente, propugna la radical separa­
ción entre hechos y valores; en el campo de la ciencia sólo 
entraría el análisis y juicio sobre los hechos. La ciencia so­
cial positivista sería así avalorativa y éticamente neutra: es 
imparcial ante el conflicto del bien y el mal. Y los «he­
chos» no nos aportan ningún conocimiento del «valor» 
del bien y de la justicia. En Hume y Comte encuentra 
Strauss todavía cierta inquietud por la indagación sobre la 
buena sociedad, tendencia que se habría perdido con la 
posterior evolución del positivismo bajo la influencia del 
utilitarismo, el evolucionismo y el neokantismo, que aca­
baron relegando la filosofía política a la categoría de 
mero conocimiento «precientífico».
Prólogo 23
Pero el positivismo se convierte necesariamente en his- 
toricismo, que en sus distintas formas constituye y mono­
poliza el «espíritu de nuestro tiempo». Para nuestro autor 
se trataría de un complejo movimiento del pensamiento 
moderno, encarnado fundamentalmente en la obra de He- 
gel, Nietzsche y Heidegger, que se van sucediendo en dis­
tintas «olas de modernidad». La primera se corresponde 
con la aparición del derecho natural moderno, preparado 
por Maquiavelo -que es el primero en romper tajantemen­
te con la tradición socrática de ciencia política- y desarro­
llado después por Bacon, Hegel, Espinosa, Descartes y 
Hobbes. En este último, de quien Strauss ofrece una de ías 
primeras interpretaciones como autor moderno, ve ya el 
germen de una concepción de la filosofía y la ciencia que 
abandona la contemplación de la naturaleza y se centra en 
la realización del conocimiento a efectos de permitir al 
hombre someter, transformar e imponerse sobre la natura­
leza. El conocimiento científico deviene así en siervo del 
control poiético, y se somete a los deseos más inmediatos 
del hombre en vez de aspirar a la intelección de los princi­
pios verdaderos de su ser. La cuestión sobre el «mejor» sis­
tema político se sustituye por la más prosaica de indagar 
sobre la «posibilidad» del orden a partir del presupuesto 
realista de la convivencia entre individuos egoístas.
A la segunda ola, preparada por Rousseau, pertenece 
Hegel, representante de aquel historicismo que Strauss de­
nomina «contemplativo» o «teórico», porque identifica la 
labor de la ciencia con la contemplación del proceso histó­
rico. Este proceso se desarrollaría racionalmente y en su 
época habría alcanzado ya su complexión plena. Con ello 
se reemplaza la filosofía política en su sentido socrático 
por una filosofía de la historia. En la «tercera ola de la mo­
dernidad» aparece el historicismo «radical» o «existen- 
cial», representado por Nietzsche y Heidegger respectiva­
mente, con quienes culminala «crisis de la modernidad».
Fernando VallespínZ4
Frente a Hegel, Strauss sostiene que, si bien es necesario 
comprender al hombre a la luz de la historia, el proceso 
histórico no tiene por qué ser fundamentalmente progresi­
vo o racional. El hombre no lo puede trascender ni com­
prender, pues todas las interpretaciones del pasado apare­
cen coloreadas por la perspectiva transitoria y fugaz del 
presente. Así, arroja dudas sobre la misma posibilidad de 
preguntarnos por la naturaleza de los asuntos políticos o 
por el mejor, o más justo, orden político. Su rechazo alcan­
za también al concepto mismo de ciencia política positivis­
ta; duda de sus posibilidades para obtener un conocimien­
to objetivo del mundo de los hechos, ya que «todos los 
principios de la comprensión y de la acción son históricos, 
es decir, no poseen otro fundamento más que el infundado 
decisionismo humano o el acontecer azaroso: la ciencia, 
lejos de ser el único tipo de conocimiento verdadero es, a la 
postre, poco más que una forma de contemplar el mundo, 
teniendo todas estas formas la misma dignidad».
En la orilla contraria se encontraría la filosofía política, 
dirigida al conocimiento de los asuntos políticos y a la in­
dagación sobre el orden político justo y bueno. Está liga­
da, por tanto, al «derecho natural», a la posibilidad de re­
ferirse, aunque sólo sea a título meramente interrogativo, 
a una instancia crítica que trasciende la realidad positiva. 
Para que exista la filosofía política será preciso, pues, que 
se den dos condiciones o requisitos teóricos mínimos: pri­
mero, que se reconozca la existencia de un desfase entre 
realidad e ideal, entre la ciudad tal y como es, y la ciudad 
tal y como debe ser. Y, segundo, la posibilidad de una dis­
cusión racional sobre la naturaleza del mejor régimen po­
lítico, que permita acceder a una opinión verdadera a este 
respecto. Justamente las dos condiciones que niegan el 
historicismo y el positivismo y justifican el ataque de 
Strauss a las dos grandes potencias de la vida contempo­
ránea, la historia y la ciencia.
Prólogo 2-5
El lector no podrá dejar de observar la curiosa sistemá­
tica de este libro, que quizás esté llamando a algún tipo de 
interpretación esotérica. Llama la atención, por ejemplo, 
cómo subvierte el orden temporal de los distintos discur­
sos filosóficos analizados. Los dos primeros capítulos se 
ocupan de la reflexión «contemporánea», mientras los 
dos siguientes abordan la «antigua» y los dos últimos la 
«moderna». ¿Por qué ubicar el discurso antiguo en el cen­
tro? ¿Por qué no seguir el orden temporal lógico, una 
«historia lineal»? ¿Por qué se presentan en pares de capí­
tulos? Dejaremos que cada cual llegue a sus conclusiones 
hermenéuticas particulares, pero avanzo ya que es un tex­
to que exige una lectura activa y siempre atenta a lo que se 
esconde entre líneas. Strauss puede ser, en efecto, un autor 
«peculiar» y, como es lógico, podemos no coincidir con él 
o mantener importantes resistencias frente a sus interpre­
taciones particulares, siempre expuestas de manera radi­
cal. Pero nadie puede negarle un extraordinario dominio 
en el arte de la interpretación de textos o en haber sabido 
acercarnos al diálogo con los clásicos. En la frescura con 
la que nos los acerca a nuestro actual horizonte de la ex­
periencia reside su máxima virtud. Y penetrar en este li­
bro equivale a respirar el aire en el que fue cociéndose la 
aventura intelectual de Occidente, tanto la más remota 
como la que hasta antes de ayer centraba los debates aca­
démicos.
Derecho natural e historia
Había dos hombres en una ciudad; uno de ellos era rico, el otro, 
pobre. E l hombre rico poseía un extraordinario número de re­
baños. En cambio, el hombre pobre no tenía más que un desva­
lido cor derito, que había comprado y alimentado desde peque­
ño. E l animal creció junto a él y a sus hijos, comía de su propio 
plato y bebía de su propio vaso, descansaba sobre su regazo y 
recibía el mismo trato que un hijo suyo. Un día llegó a casa del 
hombre rico un viajero, al que se cuidó de ofrecerle sus rebaños 
para procurarle abrigo; pero he aquí que arrebató al hombre 
pobre el cordero de sus manos y vistió al viajero que había lla­
mado a su puerta.
Nabot el jezraelita tenía un viñedo en Jezrael, muy cerca del pa­
lacio del rey Acab de Samaría. Un día dirigióse Acab a Nabot 
con estas palabras: «Entrégame tus viñas, pues se hallan cerca 
de mi casa y en ellas he pensado plantar un florido pensil; a 
cambio te daré un viñedo mejor, o si te parece bien, su valor en 
dinero». Y Nabot a Acab contestó: «No permita el Señor que 
llegue a entregarte el legado de mis padres».
Introducción
Muchos son los motivos, aparte del más obvio, que me lle­
van a introducir este ciclo de conferencias de la Fundación 
Charles R. Walgreen con una cita de la Declaración de In­
dependencia. Se trata de un pasaje referido en numerosas 
ocasiones pero que, por lo trascendente y elevado de su 
contenido, se ha hecho inmune a los efectos degradantes 
de la excesiva familiaridad y del uso indebido, que generan 
desprecio en el primero de los casos y aversión en el segun­
do. «Sostenemos como certeza manifiesta que todos los 
hombres fueron creados iguales, que su Creador los ha do­
tado de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se en­
cuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» 
La nación consagrada a este postulado se ha convertido 
-en parte, sin duda, a consecuencia de esta entrega- en el 
país más poderoso y próspero del mundo. Pero hoy, en ple­
na madurez, ¿conserva aún esta nación la fe que impulsó 
su creación y desarrollo? ¿Sigue acaso respaldando esa 
«certeza manifiesta»? Cualquier diplomático estadouni­
dense de la generación anterior podía afirmar que «la base 
natural y divina de los derechos humanos [...] se hace pa­
tente para todos los estadounidenses». Por la misma épo­
ca, un intelectual alemán podía aún describir la diferencia 
entre el pensamiento alemán y el de Europa occidental y 
Estados Unidos con el argumento de que Occidente seguía 
concediendo una importancia decisiva al derecho natural, 
mientras que en Alemania los términos «derecho natural» 
y «humanidad» «resultan hoy casi incomprensibles [...] y 
han perdido toda la fuerza que tuvieron en un principio». 
Según su razonamiento, al haber abandonado la idea del
3 2 Derecho natural e historia
derecho natural - y a raíz de dicho abandono- el pensa­
miento alemán creó el sentido histórico, y de este modo de­
sembocó en un relativismo incondicional.1 Lo que se pre­
sentaba como una descripción bastante precisa del 
pensamiento alemán hace ahora veintisiete años podría 
aplicarse hoy, en términos generales, al pensamiento occi­
dental. No sería la primera vez que una nación derrotada 
en el campo de batalla y, por así decirlo, aniquilada como 
ente político, priva a los vencedores del más excelso fruto 
de la victoria al someterlos al yugo de su propio pensa­
miento. Sea cual fuere la realidad del pensamiento norte­
americano, lo cierto es que en Estados Unidos la ciencia 
social ha adoptado la misma postura hacia el derecho na­
tural que en la generación pasada se podía haber atribuido 
aún con cierta credibilidad al pensamiento alemán. La ma­
yoría de los eruditos que aún hoy suscriben los principios 
de la Declaración de Independencia no los interpretan 
como expresión del derecho natural sino como un ideal, 
cuando no como una ideología o un mito. Actualmente, la 
ciencia social en Estados Unidos -siempre y cuando no se 
halle adscrita al catolicismo - postula entre sus principios 
que, ya sea a causa de la evolución o por influjo de un mis­
terioso sino, todo hombre nace con una serie de necesida­
des y aspiraciones de muy distinta naturaleza, pero carece 
sin embargo de derecho natural.
No obstante, el derecho natural se hace hoy tan necesa­
rio como lo ha sido a lo largo de siglos e incluso milenios. 
Renunciar a él equivale a afirmár que sólo existe el dere­
chopositivo, lo que significa que la diferencia entre el bien 
y el mal viene determinada únicamente por los legisladores 
y los tribunales de cada país. Ahora bien, nadie puede ne­
i . «Ernst Troeltsch on Natural Law and Humanity», en Otto Gierke, Natu­
ral Lata and the Theory ofSociety, traducida al inglés con introducción de Er- 
nest Barker, I, Cambridge University Press, 1934, pp. 201-222.
Introducción 33
gar que es válido, y en ocasiones incluso necesario, hablar 
de leyes y decisiones «injustas». Al emitir tales juicios pre­
suponemos la existencia de valores morales independien­
tes del derecho positivo y más elevados que éste, valores 
que nos permiten poner en tela de juicio el derecho positi­
vo. Muchos opinan hoy que dichos valores no son, en el 
mejor de los casos, más que el ideal que adopta nuestra so­
ciedad o «civilización» y que se ve representado en nuestro 
modo de vida y nuestras instituciones. No obstante, según 
este mismo criterio, todas las sociedades tienen sus pro­
pios ideales, las sociedades caníbales no menos que las ci­
vilizadas. Si el hecho de contar con la aceptación de una 
sociedad valida de por sí cualquier principio, el canibalis­
mo es tan legítimo o razonable como la llamada vida civili­
zada. Desde este punto de vista, ningún principio debe ser 
desestimado so pretexto de ser intrínsecamente malo. 
Y, habida cuenta de que el arquetipo de nuestra sociedad 
está cambiando a ojos vista, nada excepto el hábito invete­
rado nos impediría aceptar la práctica del canibalismo 
como algo lícito. Si no existiese ningún valor que prevale­
ciera sobre el ideal de nuestra sociedad, no tendríamos po­
sibilidad alguna de adoptar una distancia crítica respecto a 
éste. Con todo, el mero hecho de que podamos cuestionar 
el ideal de nuestra sociedad pone de manifiesto que hay 
algo en el individuo que escapa a los límites de la conven­
ción social. De ello se desprende que podemos -y, por tan­
to, debemos- buscar un sistema de valores que nos permi­
ta juzgar los ideales de cualquier sociedad. Dichos valores 
no pueden basarse en las necesidades de las distintas socie­
dades, dado que éstas y sus diferentes ramificaciones pre­
sentan numerosas necesidades reñidas entre sí. Surge así el 
problema de las prioridades, problema que no se puede so­
lucionar de un modo racional si no contamos con un con­
junto de valores que nos sirvan de referente a la hora de 
distinguir entre necesidades reales y ficticias, así como dis­
34 Derecho natural e historia
cernir la jerarquía en que se ordenan los distintos tipos de 
necesidades reales. El problema que plantean las necesida­
des enfrentadas de la sociedad no se puede resolver si no 
conocemos el derecho natural.
Parecería, por tanto, que el rechazo del derecho natural 
debe acarrear forzosamente consecuencias desastrosas, y 
es obvio que determinadas consecuencias consideradas de­
sastrosas por muchos hombres e incluso por algunos de los 
más acérrimos adversarios del derecho natural derivan 
precisamente del actual rechazo del derecho natural. Es 
posible que la ciencia social nos proporcione gran sabidu­
ría e inteligencia por lo que se refiere a los medios para 
conseguir cualquier fin que nos propongamos, pero se de­
clara incapaz de ayudarnos a distinguir entre fines legíti­
mos e ilegítimos, justos e injustos. Se trata de una ciencia 
única y exclusivamente instrumental, nacida para ponerse 
al servicio de determinados poderes o intereses, cuales­
quiera que éstos sean. Trasladado al día de hoy, el pragma­
tismo de Maquiavelo podría entenderse como algo propio 
de la ciencia social, de no preferir ésta -sólo Dios sabrá 
por qué- el liberalismo generoso a la coherencia, que la 
obligaría a brindar consejo con igual esmero y celeridad a 
tiranos y hombres libres.2 De acuerdo con la ciencia social, 
podemos alcanzar las más elevadas cotas de sabiduría en
z. «Wollends sinnlos ist die Behauptung, dass in der Despotie keine Rechts- 
ordnung bestehe, sondern Willkür des Despoten herrsche [...] stellt doch 
auch der despotisch regierte Staat irgendeine Ordnung menschlichen Verhal- 
tens dar [...] Diese Ordnung ist eben die Rechtsordnung. Ihr den Charakter 
des Rechts abzusprechen, ist nur eine naturrechtliche Naivitát oder Überhe- 
bung [...] Was ais Willkür gedeutet wird, ist nur die rechtliche Móglichkeit des 
Autokraten, jede Entscheidung an sich zu ziehen, die Tátigkeit der untergeord- 
neten Organe bedingungslos zu bestimmen und einmal gesetzte Normen jeder- 
zeit mit allgemeiner oder nur besonderer Geltung aufzuheben oder abzuán- 
dern. Ein solcher Zustand ist ein Rechtszustand, auch wenn er ais nachteilig 
empfunden wird. Doch hat er auch seine guten Seiten. Der im modemen 
Rechtsstaat gar nicht seltene Ruf nach Diltatur zeigt dies ganz deutlich» (Hans
Introducción 35
todas las materias de segundo orden, pero debemos resig­
narnos a vivir en la más completa ignorancia por lo que se 
refiere a lo más importante: no podemos aspirar a tener 
conocimiento alguno acerca de los principios fundamenta­
les que rigen nuestras elecciones ni decidir si son o no razo­
nables. Nuestros principios fundamentales no cuentan con 
más apoyo que nuestras preferencias arbitrarias y, por tan­
to, ciegas. Nos comportamos, pues, como seres sanos y 
sensatos ante las cosas más triviales, pero nos la jugamos 
como locos con los temas más serios: sensatez al detalle, 
locura al por mayor. Si nuestros principios no cuentan con 
más apoyo que nuestras ciegas preferencias, será admisible 
todo lo que un hombre se atreva a hacer. El actual rechazo 
del derecho natural conduce al nihilismo. Negación y nihi­
lismo son una y la misma cosa.
A pesar de ello, los liberales generosos contemplan el 
abandono del derecho natural no sólo con tranquilidad 
sino con alivio. Parecen pensar que nuestra incapacidad 
para adquirir un conocimiento real de lo que es intrínse­
camente bueno o justo nos obliga a mostrarnos tolerantes 
ante cualquier postura moral, así como a reconocer todas 
las preferencias y todas las «civilizaciones» como igual­
mente respetables. Así pues, sólo la tolerancia sin límites 
estaría de acuerdo con la razón. Este supuesto, sin embar­
go, nos lleva a reconocer la legitimidad de un derecho na­
tural o racional, siempre y cuando se muestre tolerante 
con todas las preferencias o -dicho en términos opuestos- 
un derecho natural o racional que rechace o condene toda 
posición intolerante o «absolutista». Las posiciones de tal
Kelsen, Algemeine Staatslebre, Berlín, 19 25 , pp. 335-336). Habida cuenta de 
que Kelsen no ha cambiado su postura con respecto al derecho natural, no me 
explico por qué han omitido este instructivo pasaje '5cPla traducción inglesa 
(General Theory o f Law and State, Cambridge, Harvard University Press, 
1949, p. 300).
3̂ Derecho natural e historia
naturaleza deben ser condenadas, puesto que se basan en 
una premisa a todas luces falsa, a saber, que los hombres 
pueden distinguir el bien del mal. En el fondo del vehe­
mente rechazo de todos los «absolutos», discernimos el 
reconocimiento de un derecho natural o -para ser más 
exactos- de esa determinada interpretación del derecho 
natural según la cual el respeto hacia la diversidad o la in­
dividualidad está por encima de todo lo demás. Pero exis­
te un conflicto abierto entre el respeto hacia la diversidad 
o la individualidad y el reconocimiento del derecho natu­
ral. Cuando los liberales se impacientaron ante los límites 
categóricos que incluso la versión más liberal del derecho 
natural impone a la diversidad o la individualidad, se vie­
ron obligados a elegir entre el derecho natural y la prácti­
ca desinhibida del individualismo, y se decantaron por lo 
segundo. Una vez dado este paso, la tolerancia aparecía 
como un valor o un ideal entre otros muchos, y no intrín­
secamente superior a su opuesto. En otros términos, la in­
tolerancia se presentaba como un valor de igual dignidad 
que la tolerancia. No obstante, resulta casi imposible 
equipararlacon todas las preferencias u opciones existen­
tes. Si el desigual abanico de opciones no puede relacio­
narse con el desigual abanico de sus propósitos, debe rela­
cionarse con el desigual abanico de los actos de elección, 
de lo que se concluye que una opción lícita, a diferencia de 
una opción espuria o despreciable, no es sino una decisión 
firme o irrevocable. No obstante, dicha decisión estaría 
más relacionada con la intolerancia que con la tolerancia.. 
El relativismo liberal hunde sus raíces en la tradición de 
tolerancia propia del derecho natural o en la idea de que 
toda persona cuenta con el derecho innato de buscar la fe­
licidad tal y como ella la entiende pero, en sí, dicha doctri­
na constituye un semillero de intolerancia.
Una vez que nos percatamos de que los principios de 
nuestras acciones no tienen más apoyo que una opción to­
Introducción 37
mada a ciegas, dejamos de creer en ellos. Ya no podemos 
entonces obrar bajo su dictado de forma incondicional, ni 
tampoco seguir viviendo como seres responsables. Para se­
guir adelante, debemos acallar la voz -ya de por sí fácil de 
silenciar- de la razón, que nos advierte que nuestros prin­
cipios son en sí mismos tan buenos o malos como otros 
principios, cualesquiera que éstos sean. Cuanto más culti­
vamos la razón, más cultivamos el nihilismo y menor es 
nuestra capacidad para ser miembros leales de la sociedad. 
La ineludible consecuencia práctica del nihilismo es el fa­
natismo cavernario.
Dicha consecuencia, vivida en toda su crudeza, ha dado 
pie a un renovado interés general por el derecho natural. 
No obstante, este mero hecho debe obligarnos a actuar 
con especial cautela. La indignación es mala consejera, 
pues en el mejor de los casos prueba que somos bieninten­
cionados, no que tengamos razón. La aversión al fanatis­
mo cavernario no debe llevarnos a abrazar el derecho na­
tural con idéntico espíritu de intransigencia. Debemos 
guardarnos del peligro de perseguir un fin socrático con 
los medios y la disposición de Trasímaco. Sin duda, la im­
periosa necesidad de contar con un derecho natural no de­
muestra que dicha necesidad pueda ser satisfecha. Un 
deseo no es un hecho. Incluso si se demostrara que cierto 
punto de vista es indispensable para alcanzar el bienestar, 
lo único que se habría probado es que dicho punto de vis­
ta conduce a un ideal beneficioso, pero no que dicho ideal 
pueda convertirse en algo real. Utilidad y realidad son dos 
cosas completamente distintas. El hecho de que la razón 
nos impulse a superar el ideal de nuestra sociedad no evi­
ta, sin embargo, que al dar este paso nos enfrentemos a un 
vacío o a una multiplicidad de principios del «derecho na­
tural» tan incompatibles como igualmente justificables. 
Ante la gravedad del asunto, tenemos el deber de entablar 
una discusión imparcial, teórica y objetiva.
38 Derecho natural e historia
El problema del derecho natural se plantea hoy en día 
como una cuestión de memoria más que de conocimiento 
real. Nos enfrentamos, pues, a la necesidad de realizar es­
tudios históricos a fin de familiarizarnos con esta cuestión 
en toda su complejidad. Debemos convertirnos de forma 
temporal en estudiantes de lo que se conoce como «histo­
ria de las ideas», hecho que, contrariamente a lo que suele 
pensarse, no elimina sino que agrava la dificultad de un 
tratamiento imparcial. En palabras de Lord Acton:
Pocos descubrimientos resultan más irritantes que ios que ponen 
en evidencia el linaje de las ideas. Las definiciones categóricas y el 
análisis riguroso descorren el velo bajo el cual la sociedad oculta 
sus divisiones: hacen que las disputas políticas resulten demasia­
do violentas para alcanzar soluciones de compromiso y las alian­
zas políticas demasiado precarias, además de envenenar la prácti­
ca de la política con el ardor de los conflictos sociales y religiosos.
La única manera de superar este peligro consiste en aban­
donar la dimensión en la cual la contención política es la 
única protección contra el fervor ciego de la parcialidad.
El tema del derecho natural se presenta en la actualidad 
como una cuestión de filiaciones partidistas. Si miramos a 
nuestro alrededor, descubrimos dos campos hostiles, dos 
plazas fuertes muy bien custodiadas. Una de ellas alberga a 
ios liberales de varias clases, la otra a los discípulos católi­
cos y no católicos de Tomás de Aquino. No obstante, am­
bos bandos, junto con los que prefieren nadar entre dos 
aguas o esconder la cabeza bajo tierra, por hacer acopio de 
metáforas, se encuentran en el mismo barco. Todos ellos 
son hombres modernos. Todos nosotros nos enfrentamos a 
la misma dificultad. El derecho natural en su forma clásica 
está relacionado con una visión teleológica del universo. 
Todos los seres naturales tienen un fin natural, un destino 
natural, que determina qué tipo de actuación les beneficia.
Introducción 39
En el caso del hombre, se requiere la razón para discernir 
dichas acciones: la razón determina qué está bien y qué está 
mal por naturaleza, tomando como premisa principal el 
destino natural del hombre. Parecería que la visión ideoló­
gica del universo, en la cual se integra la visión ideológica 
del hombre, ha quedado destruida por la ciencia natural 
contemporánea. A juicio de Aristóteles -¿y quién osaría 
proclamarse en mejor juez que Aristóteles en esta mate­
ria?- la cuestión entre la concepción mecanicista y ideoló­
gica del universo viene determinada por el modo en que se 
resuelve el problema de los cielos, los cuerpos celestes y su 
movimiento.3 Ahora bien, respecto a este punto, que Aris­
tóteles consideraba primordial, el dilema parece haberse 
decantado hoy en favor de la concepción no ideológica del 
universo. De dicha decisión trascendental se podrían extra­
er dos conclusiones de signo opuesto. Según una de ellas, 
la concepción no teleológica del universo debe llevar a una 
concepción no teleológica de la vida humana. Pero esta so­
lución «naturalista» está expuesta a serias dificultades, 
pues parece imposible justificar las acciones humanas con­
cibiéndolas como mero producto de deseos y pulsiones. 
Por consiguiente, ha prevalecido la solución alternativa, la 
cual nos induciría a aceptar un dualismo fundamental y tí­
picamente moderno de una ciencia natural no teleológica y 
un humanismo ideológico. Esta es la posición que se ven 
obligados a adoptar, entre otros, los actuales seguidores de 
Tomás de Aquino, una posición que presupone una ruptu­
ra no sólo con la visión integradora de Aristóteles, sino 
también con la del propio Tomás de Aquino. El dilema fun­
damental que se nos plantea surge como consecuencia de la 
victoria de la ciencia natural contemporánea. No es posible 
hallar una solución adecuada al problema del derecho na­
tural sin haber resuelto antes este problema de base.
3. Física, 19 6 a 2.5 ss., 19933-5.
40 Derecho natural e historia
Huelga decir que en las presentes conferencias no será 
posible abordar este problema en su conjunto, sino que 
habremos de limitarnos a un aspecto en concreto del dere­
cho natural, aquel que puede explicarse dentro de los con­
fines de las ciencias sociales. La ciencia social de nuestros 
días basa su rechazo del derecho natural en dos argumen­
tos bien distintos, aunque íntimamente relacionados: lo 
rechaza en nombre de la historia y en nombre de la distin­
ción entre hechos y valores.
41
C A P Í T U L O I
El derecho natural y su enfoque histórico
El ataque al derecho natural en el nombre de la historia 
adopta, en la mayoría de los casos, la siguiente forma: el de­
recho natural pretende ser un derecho perceptible por la ra­
zón humana y universalmente reconocido. Sin embargo, la 
historia (incluyendo la antropología) nos enseña que no 
existe derecho tal; en lugar de la supuesta uniformidad, en­
contramos una variedad indefinida de nociones del dere­
cho o la justicia. En otras palabras, el derecho natural no 
puede existir si no hay ningún principio de justicia inmuta­
ble, pero la historianos enseña que todo principio de justi­
cia es mutable. No es posible entender el sentido del ataque 
al derecho natural en el nombre de la historia sin reparar 
antes en la absoluta irrelevancia de dicho argumento. En 
primer lugar, «el consentimiento de toda la humanidad» 
no es de ningún modo una condición necesaria de la exis­
tencia del derecho natural. Algunos de los maestros de 
derecho natural más reputados han sostenido que, preci­
samente si el derecho natural se considera racional, su 
descubrimiento presupone cultivar la razón, por lo que no 
podrá ser umversalmente conocido: no se debe siquiera es­
perar conocimiento alguno del derecho natural entre los 
salvajes.1 En otros términos, por el hecho de probar que no
i . Véase Platón, República, 4 56 b iz-cz , 45x37-8 y 45zc6-d i; Laches, 
i8 4 d i- i8 5 a 3 ; Hobbes, De cive, n , 1 ; Locke, Two Treatises o f Civil Govern­
ment, vol. 11, sec. iz , junto con An Essay on the Human Understanding, vol. 1, 
cap. n i. Compárese con Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 
Prefacio; Montesquieu, Espíritu de las leyes, 1, i-x ; también Marsilio, Defen­
sor pacis II, x i i , 8.
42, Capítulo i
existe principio de justicia que no haya sido negado en al­
gún lugar o momento determinado, no se demuestra, sin 
embargo, que la negativa en cuestión fuera justificada o ra­
zonable. Además, de siempre es sabido que dependiendo 
de la época o del país existen distintas nociones de justicia 
predominantes. Resulta, pues, absurdo afirmar que el des­
cubrimiento de un caudal aún mayor de tales nociones por 
parte de los estudiosos actuales ha afectado de alguna ma­
nera al problema fundamental. Por encima de todo, el co­
nocimiento de la amplia variedad de nociones de extensión 
indefinida sobre el bien y el mal dista tanto de ser incompa­
tible con la idea del derecho natural que constituye la con­
dición esencial para la necesidad de dicha idea: el reconoci­
miento de la variedad de nociones del bien es el incentivo 
para la búsqueda del derecho natural. Si el rechazo del de­
recho natural en el nombre de la historia ha de cobrar signi­
ficado alguno, éste no debe basarse en hechos históricos, 
sino en una crítica filosófica de la posibilidad, o de la acce­
sibilidad, del derecho natural, una crítica relacionada de 
algún modo con la «historia».
La conclusión de la variedad de nociones del bien ante 
la inexistencia del derecho natural es tan antigua como la 
propia filosofía política. Ésta parece sostener en primer tér­
mino que la variedad de nociones del bien pone de mani­
fiesto la inexistencia del derecho natural o el carácter con­
vencional de todo derecho.2 Denominaremos esta línea de 
pensamiento «convencionalismo». A fin de aclarar el signi­
ficado del rechazo actual del derecho natural en el nombre 
de la historia, debemos comprender primero la diferencia 
existente entre el convencionalismo, por un lado, y ei «sen­
tido histórico» o la «conciencia histórica», por otro, carac­
terística del pensamiento de los siglos x ix y x x .3
z. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1134 0 2 4 -2 7 .
3. El positivismo legal de los siglos x ix y x x no puede identificarse simple-
El derecho natural y su enfoque histórico 43
El convencionalismo daba por sentado que la distinción 
entre naturaleza y convención es la principal de todas las 
distinciones, lo que implicaba que la naturaleza reviste una 
dignidad incomparablemente más elevada que la conven­
ción o el consenso de la sociedad, o que la naturaleza es la 
norma. La tesis según la cual el bien y la justicia son con­
vencionales daba a entender que el bien y la justicia no se 
basan en la naturaleza, sino que en el fondo se oponen a 
ella, y hunden sus raíces en decisiones arbitrarias, explíci­
tas o implícitas, de las comunidades, que no cuentan con 
más fundamento que una especie de acuerdo, un acuerdo 
que puede llevar a la paz pero no a.la verdad..Por otro lado, 
los partidarios de la visión histórica actual tildan de mítica 
la premisa según la cual la naturaleza es la norma; recha­
zan la premisa según la cual la naturaleza reviste una digni­
dad más elevada que cualquier obra del hombre. Por el 
contrario, conciben al hombre y sus obras, incluyendo sus 
distintas nociones de justicia, tan igualmente naturales 
como cualquier otra cosa real, o bien defienden un dualis­
mo básico entre el reino de la naturaleza y el reino de la li­
bertad o la historia. En este último caso presuponen que el 
mundo del hombre, de la creatividad humana, se sitúa muy 
por encima de la naturaleza. Así pues, no consideran las 
nociones del bien y el mal como conceptos esencialmente
mente con el convencionalismo o con el historicismo. Parece, sin embargo, 
que su fuerza deriva en el fondo de la premisa historicista de aceptación gene­
ralizada (véase en concreto Karl Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilo- 
sophie, i, Leipzig, 1892., pp. 409 ss.). El severo argumento de Bergbohm en 
contra de la posibilidad del derecho natural (a diferencia del argumento que 
se limita a mostrar las desastrosas consecuencias del derecho natural para el 
orden legal positivo) se basa en la «innegable verdad de que no existe nada 
eterno y absoluto salvo aquel a quien el hombre no puede comprender, sino 
sólo intuir con espíritu de fe» (p. 4 16 n.), es decir; suponiendo que «los valo­
res en función de los cuales emitimos un juicio crítico sobre el derecho positi­
vo, histórico... no son sino la progenie de su época y se definen siempre como 
históricos y relativos» (p. 450 n.).
44 Capítulo i
arbitrarios. En consecuencia, tratan de descubrir sus cau­
sas, de hacer inteligible su variedad y orden de sucesión; al 
relacionarlos con actos de libertad, ponen énfasis en la di­
ferencia fundamental entre libertad y arbitrariedad.
¿Qué significado cobra la diferencia entre la visión an­
tigua y la actual? El convencionalismo representa una for­
ma concreta de filosofía clásica. Evidentemente existen 
profundas diferencias entre el convencionalismo y la posi­
ción adoptada, por ejemplo, por Platón. Sin embargo, los 
adversarios clásicos coinciden en el punto de mayor im­
portancia: ambos admiten que la distinción entre natura­
leza y convención es fundamental, puesto que dicha dis­
tinción está implícita en la idea de filosofía. Filosofar 
significa ascender de la caverna a la luz del sol, esto es, a la 
verdad. La caverna es el mundo de las opiniones en oposi­
ción al del conocimiento. Las opiniones son en esencia va­
riables. Los hombres no pueden vivir, es decir, no pueden 
convivir, si las opiniones no cuentan con la base estable 
del consenso social. Pasan a ser entonces opiniones auto­
ritarias, es decir, dogmas públicos o Weltanscbauung. 
Filosofar significa, por tanto, ascender del dogma público 
al conocimiento esencialmente privado. El dogma públi­
co es en principio un intento inadecuado de responder a la 
cuestión de la verdad absoluta o del orden eterno.4 Cual­
quier visión inadecuada del orden eterno es, desde el pun­
to de vista del orden eterno, accidental o arbitraria; debe 
su validez no a su verdad intrínseca sino a la convención o 
al consenso social. La premisa fundamental del conven­
cionalismo no es, pues, otra que la idea de la filosofía 
como medio de comprender lo eterno, una idea que recha­
zan precisamente los adversarios modernos del derecho 
natural. A su modo de ver, todo pensamiento humano es 
histórico e incapaz, por tanto, de comprender lo eterno.
4. Platón, Minos, 3 14b 10 -3 15b 2.
El derecho natural y su enfoque histórico 45
Mientras que para los clásicos filosofar significa abando­
nar la caverna, para nuestros contemporáneos toda forma 
de filosofía pertenece en esencia a un «mundo histórico», 
«cultura», «civilización» o Weltanschauung, es decir, a lo 
que Platón llamó en su día la caverna- Denominaremos 
esta visión «historicismo».
Anteriormente hemos señalado que el rechazo actual 
del derecho natural en el nombre de la historia se basa, no 
en hechos históricos, sinoen una crítica filosófica de la 
posibilidad o la accesibilidad del derecho natural. Ahora 
observamos que la crítica filosófica en cuestión no supone 
una crítica del derecho natural en particular o de los prin­
cipios morales en general, sino que se trata en realidad de 
una crítica del pensamiento humano como tal. No obs­
tante, la crítica del derecho natural desempeñó un papel 
crucial en la formación del historicismo.
El historicismo surgió en el siglo x ix bajo la protección 
de la creencia según la cual es posible llegar al conoci­
miento, o al menos a la intuición, de lo eterno. Sin embar­
go, dicha doctrina fue minando poco a poco la creencia 
que había abrigado en sus orígenes. De repente, irrumpió 
en nuestras vidas en su forma consolidada. El génesis del 
historicismo se entiende de modo inadecuado. En el esta­
do actual de nuestro conocimiento es difícil determinar en 
qué punto del desarrollo contemporáneo se produjo la 
ruptura definitiva con el enfoque «no histórico» que pre­
valeció en toda comente filosófica anterior. En pos de una 
orientación sumaria resulta conveniente tomar como pun­
to de partida el momento en el que el movimiento antes 
subterráneo emergió a la superficie y comenzó a dominar 
las ciencias sociales a plena luz del día. Ese momento mar­
có la aparición de la escuela histórica.
Los pensamientos que guiaron a la escuela histórica 
distaban mucho de tener un carácter puramente teórico. 
La escuela histórica surgió en reacción a la Revolución
46 Capítulo i
francesa y a las doctrinas del derecho natural que habían 
impulsado tal cataclismo. Con su oposición a la violenta 
ruptura con el pasado, la escuela histórica hacía hincapié 
en lo acertado y necesario de conservar y continuar con el 
orden tradicional, lo que podría haberse hecho sin re­
currir a una crítica del derecho natural como tal. A decir 
verdad, el derecho natural premoderno no sancionaba 
el peligroso llamamiento del orden establecido, o de la 
realidad del momento, al orden racional o natural. Con 
todo, los fundadores de la escuela histórica parecían ha­
berse percatado de alguna manera de que la aceptación de 
unos principios universales o abstractos, cualesquiera que 
éstos sean, produce necesariamente un efecto revolucio­
nario, inquietante y perturbador por lo que al pensamien­
to se refiere, y que dicho efecto es completamente inde­
pendiente de que los principios en cuestión sancionen, en 
términos generales, una línea de acción conservadora o 
revolucionaria. Esto es así porque el reconocimiento de 
los principios universales obliga al hombre a juzgar el or­
den establecido, o la realidad del momento, a la luz del 
orden racional o natural; y la realidad del momento es 
más verosímil que no cumplir la norma universal e inalte­
rable.5 El reconocimiento de los principios universales 
tiende, pues, a impedir que los hombres se idenfiquen al 
cien por cien con el orden social que el destino les depa­
ra, o que lo acepten. Tiende a alinearlos de su lugar en la 
tierra, a hacerlos extraños, incluso en la propia tierra.
Al negar la trascendencia, cuando n.o la existencia, de 
las normas universales, los eminentes conservadores que 
fundaron la escuela histórica no hacían sino continuar e 
incluso agudizar el esfuerzo revolucionario de sus contrin­
5. « ... [les] imperfections [des États], s’ils en ont, comme la seuie diversité, 
qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont...» (Descartes, Dis­
curso del método, Parte 11).
El derecho natural y su enfoque histórico 47
cantes. Dicho esfuerzo se inspiraba en una noción determi­
nada de lo natural y se dirigía tanto contra lo antinatural o 
convencional como contra lo supranatural o espiritual. El 
individuo humano debía ser liberado o liberarse a sí mis­
mo de modo que pudiera perseguir no sólo su felicidad 
sino su propia versión de la felicidad. Esto significaba, no 
obstante, el establecimiento de un fin uniforme y universal 
para todos los hombres: el derecho natural de cada indivi­
duo era un derecho que pertenecía por igual a todo hom­
bre como tal. Sin embargo, la uniformidad se consideraba 
antinatural y, por tanto, injusta. Resultaba a todas luces 
imposible individualizar los derechos en plena concordan­
cia con la diversidad natural de los individuos. La única 
clase de derechos que no resultaban incompatibles con la 
vida social ni uniformes eran los «históricos»: los derechos 
de los ingleses, por ejemplo, en contraposición a los dere­
chos del hombre. La variedad local y temporal parecía 
proporcionar un terreno firme y seguro a mitad de camino 
entre el individualismo social y la universalidad antinatu­
ral. La escuela histórica no descubrió la variedad local y 
temporal de nociones de justicia: no es preciso descubrir lo 
obvio. A lo sumo se puede decir que descubrió el valor, el 
encanto, la esencia de lo local y lo temporal o que descu­
brió la superioridad de lo local y lo temporal frente a lo 
universal. Sería más prudente decir que, radicalizando la 
tendencia de pensadores como Rousseau, la escuela histó­
rica sostenía que lo local y lo temporal tenían un valor más 
elevado que lo universal. En consecuencia, lo que se consiL 
deraba universal se presentaba al fin y al cabo como derh. 
vado de algo limitado local y temporalmente, como lo lo­
cal y lo temporal in statu evanescendi. La doctrina estoica 
sobre el derecho natural, por ejemplo, bien podía aparecer 
como un mero reflejo de un estado temporal concreto de 
una sociedad local determinada, en su caso, de la disolu­
ción de la polis griega.
48 Capítulo i
El esfuerzo de los revolucionistas se dirigió contra toda 
espiritualidad o trascendencia.6 La trascendencia no es un 
privilegio de la religión revelada. En el significado original 
de la filosofía política adquiría gran revelancia al darse a 
entender como la búsqueda del orden natural o del mejor 
orden político. El mejor régimen, tal y como Platón y 
Aristóteles lo veían, es -y pretende ser- en gran parte dis­
tinto de la realidad del momento o va más allá de cual­
quier orden real. Esta visión de la trascendendia del mejor 
orden político sufrió una profunda modificación por el 
modo en el que se entendía el «progreso» en el siglo x v i i i , 
si bien aún se mantuvo dentro de esa noción propia de 
aquel siglo. Por otra parte, los teóricos de la Revolución 
francesa no podrían haber condenado todos o casi todos 
los órdenes sociales que habían existido a lo largo de la 
historia. Al negar la trascendencia -cuando no la existen­
cia- de las normas universales, la escuela histórica destru­
yó la única base sólida de todo esfuerzo por trascender la 
realidad. El historicismo puede describirse, por tanto, 
como una forma mucho más extrema de terrenidad mo­
derna de lo que había sido el radicalismo francés del siglo 
x vi i i . De hecho, obraba como si pretendiera que los 
hombres se familiarizasen completamente con «este mun­
do». Habida cuenta de que los principios universales 
hacen cuando menos de la mayoría de los hombres seres 
potencialmente sin hogar, desestimaba los principios 
universales en favor de los principios históricos. A su jui­
cio, mediante la comprensión de su pasado, su legado y su
6. En cuanto a la tensión existente entre el interés por la historia de la especie 
humana y el interés por la vida más allá de la muerte, véase la proposición 9 
de Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent» (The Pbi- 
losophy ofK ant, ed. C. J. Friedrich, Modern Library, p. 130). Véase también 
la tesis de Herder, de influencia consabida en el pensamiento histórico del si­
glo x ix , con «los cinco actos están en esta vida» (véase M. Mendelssohn, Ge- 
sammelte Schriften, Jubiláums-Ausgabe, III, I, pp. x x x -x x x u ).
El derecho natural y su enfoque histórico 49
situación histórica, los hombres podrían alcanzar princi­
pios que serían tan objetivos como pretendían ser aque­
llos que había defendido la anterior filosofía política 
prehistoricista, con la diferenciade que no serían abstrac­
tos ni universales, ni por tanto perjudiciales para las ac­
ciones sensatas o para una vida verdaderamente humana, 
sino concretos o particulares, principios que se adaptarían 
a una época o nación determinada, principios relaciona­
dos con una época o nación determinada.
En su intento por descubrir valores que, además de ob­
jetivos, estuvieran relacionados con una situación históri­
ca en particular, la escuela histórica asignó a los estudios 
históricos una importancia mucho mayor de la que nunca 
antes habían tenido. Sin embargo, su noción de lo que se 
podía esperar de dichos estudios no era el resultado de los 
estudios históricos en sí sino de los supuestos procedentes 
directa o indirectamente de la doctrina del derecho natu­
ral del siglo x v i i i . La escuela histórica presuponía la exis­
tencia de mentalidades populares, es decir, daba por sen­
tado que las naciones o los grupos étnicos son unidades 
naturales, o presuponía la existencia de leyes generales de 
la evolución histórica, o bien combinaba ambos supues­
tos. No tardó en hacerse patente que existía un conflicto 
entre los supuestos que habían dado un impulso decisivo 
a los estudios históricos y los resultados, así como las ne­
cesidades, de una auténtica comprensión histórica. En el 
momento en el que se abandonaron tales postulados, la 
etapa inicial del historicismo llegó a su fin.
El historicismo pasó entonces a entenderse como una 
forma concreta de positivismo, esto es, de la escuela que 
sostenía que la teología y la metafísica habían sido su­
plantadas definitivamente por la ciencia positiva o que 
identificaba el conocimiento auténtico de la realidad con 
el conocimiento- que proporcionaban las ciencias empí­
ricas. El positivismo propiamente dicho había definido
50 Capítulo i
«empírico» en los términos de los procedimientos de las 
ciencias naturales. No obstante, existía un contraste in­
dudable entre el modo en que el positivismo propiamen­
te dicho trataba los temas históricos y el modo en que 
los trataban los historiadores guiados realmente por los 
procedimientos empíricos. Era precisamente en los intere­
ses del conocimiento empírico donde se hacía preciso in­
sistir en que los métodos de la ciencia natural no se consi­
deraran aptos para los estudios históricos. Además, lo que 
la sociología y la psicología «científica» tuvieran que de­
cir sobre el hombre demostraba ser trivial y pobre en com­
paración con lo que podía aprenderse de los grandes his­
toriadores. Dicho razonamiento llevó a pensar que la 
historia proporcionaba el único conocimiento empírico 
-y por tanto el único con fundamento- de la verdadera 
esencia del hombre, del hombre como tal: de su grandeza 
y su miseria. Dado que todo fin humano parte del hom­
bre y regresa a él, el estudio empírico de la humanidad 
podía verse justificado al otorgarse una dignidad más ele­
vada que cualquier otro estudio de la realidad. La histo­
ria, desvinculada ésta de todo postulado equívoco o meta- 
físico, se convirtió en la autoridad suprema.
No obstante, la historia demostró su absoluta incapaci­
dad para mantener la promesa que había sostenido la es­
cuela histórica. La escuela histórica había logrado des­
acreditar los principios universales o abstractos, con la 
defensa de los estudios históricos como medio revelador 
de valores particulares o concretos, pero, aun así, el histo­
riador imparcial hubo de confesar su falta de aptitud para 
inferir norma alguna de la historia: ya no quedaban nor­
mas objetivas. La escuela histórica había ocultado el he­
cho de que los valores particulares o históricos podrían 
cobrar autoridad únicamente en caso de que un principio 
universal impusiera la obligación al individuo de aceptar 
o de plegarse a los valores sugeridos por la tradición o la
El derecho natural y su enfoque histórico 51
situación que le hubiera moldeado. Sin embargo, ningún 
principio universal sancionaría nunca la aceptación de 
todo valor histórico o de toda causa victoriosa: someterse 
a la tradición o apuntarse a «la ola del futuro» no es en 
absoluto mejor - a decir verdad, nunca lo es- que quemar 
lo que uno ha venerado u oponerse al «curso de la histo­
ria». En consecuencia, todo valor sugerido por la historia 
como tal demostró ser en esencia ambiguo y, por tanto, 
indigno de ser considerado como valor propiamente di­
cho. Para el historiador imparcial, «el proceso histórico» 
se revelaba como una red sin sentido tejida por lo que los 
hombres hacían, producían y pensaban -tan sólo por 
pura casualidad-, una historia contada por un idiota. Los 
valores históricos, valores provocados por este proceso 
sin sentido, no podían reclamar por más tiempo su santifi­
cación por parte de los poderes sagrados tras ese proceso. 
Los únicos valores que no sucumbieron fueron los que po­
seían un carácter puramente subjetivo, valores que no 
contaban con más apoyo que el libre albedrío del indivi­
duo. Ningún criterio objetivo daría pie en lo sucesivo a la 
distinción entre buenas y malas elecciones. El historicismo 
culminó en el nihilismo. El intento por hacer que los hom­
bres se familiarizasen completamente con este mundo fi­
nalizó en el desamparo absoluto del ser humano.
La idea de que «el proceso histórico» es una red sin 
sentido o de que no existe tal cosa como el «proceso his­
tórico» no es nueva. Se trataba básicamente de la visión 
clásica, la cual, a pesar de granjearse una oposición consi­
derable por parte de distintos sectores, conservaba aún su 
fuerza en el siglo x v i i i . La consecuencia nihilista del his­
toricismo pudo haber desembocado en un regreso a la an­
tigua visión prehistoricista. Pero el rotundo fracaso de la 
pretensión práctica del historicismo, según la cual se po­
día reconducir la vida con una orientación mucho mejor 
y más firme que la que en el pasado había ofrecido el pen­
5 2 Capítulo i
samiento prehistoricista, no destruyó el prestigio de la su­
puesta revelación teórica debida al historicismo. El am­
biente creado por el historicismo y por su fracaso en la 
práctica fue interpretado como la experiencia inaudita de 
la situación reai del hombre como tal, una situación que 
en el pasado el propio hombre se había ocultado a sí mis­
mo con su creencia en principios universales e inmuta­
bles. En contraposición a la visión anterior, los historicis- 
tas seguían atribuyendo una importancia crucial a la 
visión del hombre derivada de los estudios históricos, que 
como tales se ocupan particular y primordialmente no de 
lo permanente ni lo universal sino de lo variable y lo úni­
co. La historia como tal parece presentarnos el patético 
espectáculo de una vergonzosa variedad de pensamientos 
y creencias y, ante todo, la extinción de todo pensamiento 
o creencia defendido alguna vez por los hombres. Parece 
mostrar que todo pensamiento humano es dependiente de 
contextos históricos únicos que son precedidos por con­
textos más o menos diferentes y que se distinguen de sus 
antecedentes de un modo básicamente imprevisible. Los 
cimientos del pensamiento humano reposan sobre una 
base de experiencias y decisiones imprevisibles. Habida 
cuenta de que todo pensamiento humano responde a una 
situación histórica determinada, todo pensamiento hu­
mano está abocado a perecer con la situación a la que 
responde y a ser suplantado por pensamientos nuevos e 
imprevisibles.
La argumentación historicista se jacta hoy de contar 
con un amplio apoyo de los hechos históricos, o incluso 
de expresar un hecho evidente. No obstante, de ser este 
hecho tan evidente, cuesta entender como pudo haber es­
capado a la atención de los pensadores más destacados 
del pasado. En cuanto a los hechos históricos, resulta a to­
das luces insuficiente para sostener la argumentación his- 
toricista. La historia nos enseña que una visión determi­
El derecho natural y su enfoque histórico 53
nada se abandona en favor de otra visión por parte de to­
dos los hombres, o de todos los hombres competentes, o 
quizá

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