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L eo Strauss Derecho natural e historia Traducción de Ángeles Leiva Morales y Rita Da Costa García Prólogo de Fernando Vallespín C í r c u l o d e L e c t o r e s El ensayo como género «Las obras de arte nunca se acaban -dijo Valéry-: sólo se abandonan.» En el terreno de la escritura, este carácter perpetuamente inacabado de cuanto el artista emprende, a lo que sólo la fatiga o la desesperación ponen punto final, tiene su plasmación más nítida en el ensayo. En su origen, el ensayo es la opción del escritor que aborda un tema cuyo tamaño y complejidad sabe de antemano que le desbordan. El ensayista no es un invasor prepotente, ni mucho menos un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un explorador audaz, quizá sólo un espía, en el peor de los ca sos un simple fisgón. «Ensayar» es realizar de modo tenta tivo un gesto que uno aún no sabe cumplir con plena efica cia: como el niño que quiere comer solo y cuya madre le ha cedido la cuchara se lleva un trago tembloroso de sopa a la boca, convencido de que nunca logrará acabarse todo el plato sin ayuda. También ensaya el actor el papel para cuya representación aún no ha llegado la hora; y cuenta con la simpatía del público escaso que asiste a su esfuerzo, unos cuantos amigos que tienen más de cómplices que de críticos severos. Por eso Montaigne, que juntamente inventó el género y lo llevó a sus más altas cotas de perfección, denomina «en sayos» a cada uno de los tanteos reflexivos de la reali dad huidiza que le ocupan: son experimentos literarios, autobiográficos, filosóficos y eruditos que nunca pretenden establecer suficientemente y agotar un campo de estudio, sino más bien por el contrario desbordarlo, romper sus cos turas, convertirlo en estación de tránsito hacia otros que pa recen remotos. Montaigne inicia el gesto del sabio que des Fernando Savater fila ordenadamente por su saber como por terreno conquis tado, pero lo abandona a medio camino para adoptar la ac titud más vacilante o irónica del merodeador, del que está de paso, de aquel cuyo itinerario no se orienta según un mapa completo establecido de antemano, sino que se deja llevar por intuiciones, por corazonadas, por atisbos fulgu rantes que quizá le obligan a caminar en círculos. Se dirige al lector no como a un discípulo, sino como a un compañe ro. Hace suyo de antemano lo que luego dejó dicho muy bien Santayana en su magnífico ensayo Tres poetas filóso fos: «Ser breve y dulcemente irónico significa dar por senta da la inteligencia mutua, y dar por sentada la inteligencia mutua quiere decir creer en la amistad». En la raíz misma del ensayo está pues el escepticismo. En este aspecto, es lo opuesto al tratado, que se asienta en la certeza y en la convicción de estar en posesión de la verdad. El tratadista plantea: esto es lo que yo sé; el ensayista se aventura por el territorio ignoto del «¿qué sé yo?». El trata dista arrastra el tema frente al lector, bien encadenado, para que pueda palparle los bíceps y mirarle la dentadura como a un esclavo puesto en venta; en cambio para el ensa yista la cuestión abordada permanece siempre intratable, rebelde, huidiza, emancipada. Mientras el tratadista sa be todo de aquello de lo que había, el ensayista no sabe del todo de qué habla y por eso cambia sin demasiado escrúpu lo de tema, veleidoso, inconstante, un Don Juan de las ideas, pero un Don Juan por inseguridad o por timidez, no por abusiva arrogancia. De nuevo el maestro es Montaig ne, gran merodeador en torno a cualquier punto y a partir de cualquiera, experto en divagaciones, dueño del arte de la asociación libre en el piano especulativo, a quien nunca faltan registros en el perpetuo soliloquio acerca de sí mis mo al que con astutos remilgos nos convida. Por supuesto, el inacabamiento del ensayo pertenece al plano temático, no al formal. Aunque el ensayista no agota nunca la cues El ensayo como género tión que aborda, puede extenuarse en cambio puliendo sus líneas expresivas y añadiendo puntualizaciones circuns tanciales a sus argumentaciones. Así Montaigne retocó sus ensayos una y otra vez, casi hasta el día de su muerte... Es característica del ensayo -este género lo suficiente mente complejo y ondulante como para que sólo de modo ensayístico podamos también referirnos a él- la presencia más o menos explícita del sujeto que lo escribe entreverada en sus razonamientos. En el ensayo el conocimiento y sobre todo la búsqueda de conocimiento tienen siempre voz per sonal, También en este punto difiere del tratado. Cuenta el humorista Julio Camba que cuando uno pide alguna infor mación a un bobby inglés, el agente responde sin mirarle a los ojos, porque «no nos responde a nosotros, sino a la so ciedad». El tratado también prefiere la impersonalidad de la ciencia, que habla desde lo objetivamente establecido sin hacer concesiones a la individualidad de quien ocasional mente le sirve de portavoz. En el ensayo, en cambio, siem pre asoma más o menos la personalidad del autor, siempre se hace oír la persona, lo individual, la subjetividad que se asume como tal y se tantea a sí misma al formar cuerpo con lo objetivamente concretado. El tratado parece pretender alcanzar la verdad - aunque no sea más que la verdad cien tíficamente establecida en un momento dado- mientras que el ensayo expone un punto de vista. Y siempre en pers pectiva desde dos ojos terrenales y no desde la clarividente omnisciencia divina. Lo cual en modo alguno implica re nuncia a la verdad, por cierto, sino que la persigue por una vía quizá aún más realista... y verdadera. Lo malo es que hoy las cosas ya están mucho más mez cladas que en tiempos de Montaigne. El ensayismo se ha hecho menos literario y más científico, algunos ensayos de ayer son leídos ahora como cuasi-tratados, los tratadistas «ensayizan» voluntariosamente sus mamotretos para lle gar a un público más amplio que el estrictamente académi IO Fernando Savater co o especializado. El tratado tradicional se dirigía a un pú blico cautivo, es decir que profesionalmente no tenía más remedio que leerlo para graduarse como competente en la materia; el ensayista en cambio ha buscado siempre lecto res misceláneos y voluntarios, reclutados en todos los cam pos sociales e intelectuales, por lo que no tiene más remedio que recurrir a las artes de seducción expresiva. Pero en la actualidad los públicos cautivos se han hecho escasos y so bre todo resultan más difíciles de rentabilizar dada la com petencia de ofertas, de modo que nadie renuncia del todo a poner su poquito de ensayismo en lo que escribe. Sobre todo cuando el tratadista es heterodoxo y aventura plan teamientos a los que la oficialidad académica difícilmente brindará su nihil obstat. Tales herejes -que suelen ser los mejores creadores de conocimiento en la modernidad-han de buscar para sus heréticas intuiciones o razonamientos el refrendo de lectores sin cátedra ni púlpito, pero influyentes como opinión pública... Por eso los ensayos que se han seleccionado para esta co lección no siempre responden a los criterios del ensayo «puro», si es que tal cosa puede darse, sino que asumen con su nómina la complejidad borrosa que alcanza el género en la actualidad. El único criterio empleado para escogerlos es que sean obras decididamente relevantes, es decir, capaces a su vez de engendrar nuevas vías fecundas de ensayismo. Todos ellos son piezas abiertas, no clausuradas sobre sí mismas: no representan la última palabra sobre los temas tratados, sino la primera de una nueva forma de enfocar cuestiones principales de la época contemporánea. Fernando Savater Justificación Sin duda los dos conceptos más potentes y más llenos de implicaciones tanto metafísicas como políticas acuñados por el pensamiento griego son los de pbysis y nomos, ‘na turaleza’ y ‘ley’. Desde un principio las dos nociones se opusieron pero también se complementaron, se aliaron y se combatieron.La naturaleza se opuso a las leyes de la ciudad, las leyes de la ciudad buscaron su fundamento en la naturaleza (o en el resguardo contra ella), la propia na turaleza se llenó de leyes no convencionales e imposibles de derogar, una de las cuales -la ley del más fuerte- se transmutó en razón del Estado, etcétera. Lo único eviden te es que resulta imposible explicar ninguno de los dos tér minos sin la oposición y el apoyo del otro. La aparición históricamente posterior de un Dios que comparte con la Naturaleza su condición espontánea e incausada pero cre adora y con la Ley su vocación normativa no contribuye precisamente a resolver estas perplejidades; la fórmula «derecho natural» -centauro jurídico del que resulta tan difícil descabalgar como montarlo a pelo- tampoco. Me azora un poco -aunque ¡tántas obras importantes han sido omitidas!- la ausencia de pensamiento jurídi co en esta serie que concluye con el presente libro. Se me ocurren y rechazo por inconvincentes diversas coartadas para esta omisión, como la de que la necesaria objetividad de las normas legales o su fundamento se compadecen mal con el sesgo subjetivo y experimental, tentativo, que hemos subrayado en el género ensayístico. A fin de cuen tas, si un pensador no se arriesga a ser convincentemente personal frente a la ley, ¿cúando deberá serlo? Era impres IZ Femando Savater cindible al menos una obra de filosofía jurídica en esta co lección, un libro que fuese directamente al corazón litigio so del asunto, munido de la autoridad escolástica de un clásico y a la par con el rupturismo provocativo de un agi tador contracorriente. Me parece que este libro publicado en 1949 en una lengua que no era la suya materna por el exilado Leo Strauss reúne suficientemente las polémicas condiciones requeridas. Desde mediados del siglo x v n , se repite con alternan cias, victorias efímera y retiradas poco honrosas la batalla entre los antiguos y los modernos. Hacía más de cien años que parecía sentenciada definitivamente a favor de los modernos (de la convención y la historia, del nomos) cuando Leo Strauss planteó su carga suicida a favor de los antiguos, de la physis y de Platón. Y lo hizo con erudición y personalidad original indudables. ¿Fue luego derrota do? Cuando hoy leemos los argumentos de los comunita- ristas frente a los liberales en materia ética, nos guardare mos mucho de afirmarlo taxativamente... ES. *3 P R O L O G O La teoría política como épica por Fernando Vallespín I Leo Strauss (1899-1973) no ha sido nunca un autor fácil de encuadrar ni ha estado exento de polémica. El atributo que mejor se ajusta a su labor intelectual es el de «histo riador de las ideas», aunque siempre comprendió su ocu pación con los textos y autores clásicos como algo más que una labor puramente exegética. En sus escritos no deja de percibirse un cierto aire de «cruzada académica» dirigida siempre contra los valores centrales de la moder nidad en nombre de la tradición antigua. No es de extra ñar así que su obra haya sido calificada como una teoría política, como evocación, siempre marcada por la nostal gia, por la filosofía política griega. Lo que aquí se evoca, por tanto, es una determinada forma de reflexionar sobre la política que se considera eclipsada por el racionalismo moderno, el positivismo y el historicismo, todas aquellas corrientes intelectuales que apartan a los hombres de las presuntas «verdades» emanadas de la Gran Tradición. Sus antagonistas siempre se han deleitado también en presentar a Strauss como un autor «peculiar», creador de una escuela con ribetes de secta e integrada por un peque ño número de iniciados. No creo que llegara a tanto, al menos si nos fijamos en el amplio número de ellos y en su repercusión sobre el mundo académico estadounidense. Lo que sí es cierto es que todos ellos, además de sentir una 14 Fernando Vallespín ilimitada admiración por su maestro, compartían un mis mo método en su enfoque de la teoría política. Es el méto do «textualista» tradicional, que parte de la existencia de un conjunto de obras y autores clásicos, presentados como depositarios de determinadas verdades imperecede ras sobre el hombre y la política. O, cuando menos, que hay una serie de «problemas permanentes o perennes» en la historia del pensamiento: aquellos que hablan de «ele mentos atemporales» y de la «aplicación universal» o de la «sabiduría eterna» de determinadas ideas o autores del pasado. Para Strauss, la actividad del historiador de las ideas, así como del teórico político en general , debería consistir entonces en sacar a la luz esos problemas o ver dades (episteme) y diferenciarlas de las simples «opinio nes» (doxai) de otros autores menores. De ahí se extrae una cadena de significados, abstraída de consideraciones contextúales, que se acaba traduciendo en una reflexión profunda sobre las fuentes intelectuales de la crisis de la modernidad. Como ya dijéramos, de lo que fundamental mente se trata es de resaltar el divorcio entre el canon «auténtico» de la filosofía política griega y el relativismo valorativo de la nueva ciencia y filosofía, el proceso de na cimiento y caída de la «verdadera» teoría. Está claro que no todos los discípulos de Strauss siguie ron esta particular distinción del maestro entre «buenos» y «malos» autores o tradiciones. Muchos se especializa ron en autores particulares, en la evolución de determina dos conceptos centrales de la historia de la teoría política o, como en el caso de Alan Bloom, se dieron por satisfe chos fustigando a todos aquellos que, como los posmo dernos y feministas de distinto pelaje, osaran poner en entredicho la pervivenda del «canon» de excelencia humanístico. Con todo, desde su muerte en 1973 no es posible ya hablar de «straussismo» después de Strauss. Permanece en todo caso como escuela metodológica que Prólogo 15 sigue practicando el método textualista frente a otros más contextúales. O, lo que es lo mismo, que tratan de com prender y explicar los textos clásicos sin necesidad de ha cerles depender de factores externos. La investigación se dirige ai análisis de su congruencia lógica, a la definición de categorías y conceptos que aparecen, desaparecen o permanecen en la historia; a detectar similitudes, diferen cias o influencias entre ideas y autores, etcétera. Tras ello se afianza la convicción de que existe un diálogo ininte rrumpido entre los grandes autores del pasado, una cade na de significados que permite reconstruir desde las con tingencias de cada situación histórica concreta eso que Voegelin calificaba como «el hombre en busca de su hu manidad y su orden». Las pautas básicas que informan la obra de Strauss se deducen fácilmente de su propia biografía, que es pareci da a la de otros intelectuales judíos alemanes de su genera ción: una turbulenta actividad intelectual en el fascinante mundo cultural de entreguerras, el rechazo del nazismo, la subsiguiente emigración forzosa y, por último, como ocurriera con todos aquellos que supieron ambientarse en su nuevo hogar, la residencia definitiva en Estados Uni dos. El trasfondo intelectual de la vida y obra de nuestro autor también encaja adecuadamente bajo el síndrome de crisis espiritual que tan gráficamente reflejara K. Jaspers en su libro de 19 3 1 {La crisis espiritual de nuestro tiem po). Jaspers se ubica aquí en un punto intermedio entre el pesimista enjuiciamiento weberiano de la sociedad mo derna como inevitablemente abocada a la «jaula de hie rro» y la más apocalíptica descripción de Adorno y Hork- heimer en la Dialéctica de la Ilustración. Todos ellos coinciden en buscar la causa de este estado de cosas en el principio de racionalidad occidental y su identificación ^ la ciencia. Y su efecto se ve en un estado moral y espiritual de absoluta pérdida de sentido, en una creciente «concien 1 6 Fernando Vallespín cia de impotencia» (Jaspers) u «oscurecimiento del mundo» (Heidegger). Al final, el hombre habría devenido ya en una mera función del orden racional-técnico. El aspec to sobre el que Strauss va a poner el énfasis no es tanto el proceso «material» de la evolución social de Occidente, aquellas condiciones sociales de fondo que marcan la en trada y el desarrollo de la modernidad, cuanto su paulati no estado de «descomposición intelectual». Su interés se centrará en reconstruir la experiencia de la reflexión polí tica a partir de su despliegue histórico. Así es como recala en la historia de la teoría política y, en particular, en su pórtico de entrada, aquél en el que nos encontramos con el primer concepto operativo de humanidad: la teoría po lítica griega. Antes de su polémico estudio sobre pensamiento moder no, el joven Strauss, fuertemente influenciado por el movi miento sionista y la teología judía, se ocupa ante todo de las relaciones entre filosofía y revelación. En una expresión afortunada lo definiría como el «conflicto entre Atenas y Jerusalén». La tensión entre estos dos elementos constituye para nuestro autor el «núcleo, el nervio de la historia inte lectual de Occidente» y el «secreto de la vitalidad de su civi lización». La Biblia aporta el sentimiento de dependencia y sometimiento a Dios, el temor reverencial, y se caracteriza por suscitar la plegaria, la piedad, la obediencia y la necesi dad del perdón divino. La filosofía, por su parte, surge como el intento por sustituir las opiniones acerca de las co sas por conocimientos ciertos, y más que aspirar a conocer la verdad, como la religión, consiste en una incesante acti vidad dirigida a buscarla. Aunque más adelante Strauss acabará inclinándose a favor de Atenas más que de Jerusa lén, esta contradicción marcará ya desde entonces su vida interior y los movimientos fundamentales de su obra. Aquí se percibe también su temprano interés por la obra de Mai- mónides y Espinosa, dos autores judíos que ofrecen dos so- Prólogo 17 Iliciones antagónicas al problema teológico-político: uno tratando de reconciliar filosofía y tradición, y otro «traidor a su fe en nombre de la filosofía». Strauss se pone lógica mente del lado de Maimónides -o de Avicena y Alfarabi- y, en general, de los intentos por conciliar islamismo y judais mo con Platón. La precariedad de la filosofía en el mundo judeo-islámico garantizó al menos su carácter «privado» y con ello un mayor grado de libertad interior. No así en la es colástica aristotélica cristiana, donde la estricta censura eclesiástica hizo de la filosofía una actividad subordinada a los intereses religiosos y clericales. Este contraste de lógicas y sentimientos se superpone en Strauss a su propia experiencia del judaismo, a su condi ción de judío; es decir, miembro de un grupo minoritario en permanente exilio. Strauss presenta el problema judío como la cuestión emblemática de la condición humana en general: la imposibilidad de armonizar lo particular y lo ge neral. Y en un curioso salto mental generaliza esta situa ción a lo que desde Platón ha constituido uno de los temas recurrentes de la filosofía política: la diferencia entre el uno y los muchos —oi polloi- y la tensión entre pensador y socie dad. El ser miembro de una comunidad, participar de ella, guardarle fidelidad y, a la vez, adscribirse a otro grupo den tro de la misma, ser «diferente». Para Strauss esta situación no es privativa de los judíos u otros grupos minoritarios, sino que constituye uno de los rasgos del filósofo en la po lis. Por un lado, está impelido a ajustarse a las «opiniones» dominantes que conforman el discurso público y, por otro, a guardar fidelidad a sus convicciones racionales, separa das por lo general de la opinión dominante. El filósofo no puede ignorar la dimensión más pública y social de su actividad y se ve impelido a «justificarse ante el tribunal de la ciudad y sus leyes». Este doble carácter se manifiesta con gran claridad en las dos formas de escritu ra que, a decir de nuestro autor, practica^ la mayoría de i8 Fernando Vallespín los grandes autores desde Platón: la forma esotérica y la exotérica. Cada uno de ellas se corresponde con dos for mas diferentes de presentar la verdad: una, la exotérica, más pública y accesible, permite la aplicación de distintos métodos hermenéuticos convencionales, y en cierto modo se puede equiparar a aquello que el autor quiso trasmitir al lector vulgar -lo que él quiso que los demás entendie ran-; y la otra, la esotérica, más oculta y recóndita, con tiene el sentido último del texto y sólo es accesible -si aca s o - a los «lectores muy atentos y entrenados después de un estudio prolongado e intenso». Es muy posible que Strauss llegara a esta conclusión tras estudiar a autores como Maimónides, quien en su Guía de los perplejos re conoce de un modo explícito practicar esta doble escritu ra, o a otros como Alfarabi, que ven en Platón al iniciador de esta costumbre de «escribir entre líneas» o mediante extraños simbolismos. Strauss reconoce que esta peculiar técnica de escribir obedece fundamentalmente a la necesi dad de escapar a la censura o a la persecución política sin por ello tener que renunciar a presentar la propia visión de la verdad. Como sostiene en su conocido libro ha-per- secución yelartede-la escritura, «la persecución no puede impedir el pensar independiente». Pero deja también bas tante claro cómo el recurso a la técnica esotérica responde a otras razones: a la necesidad de ocultar determinadas verdades por las implicaciones que éstas pudieran tener para la sociedad. No está claro cuáles sean dichas verdades ni por qué ha brían de mantenerse ocultas. Puede que la clave de estas misteriosas palabras resida en su mismo concepto de filo sofía, entendida, como ya hemos visto, como la actividad dirigida a reemplazar la opinión por el conocimiento. Como actividad no sujeta a límites, incesante e insoborna ble, nunca podrá hacerse compatible con la contingencias de la vida política y social. La sociedad exige de sus miem Prólogo 19 bros una absoluta fidelidad a sus valores y principios, a sus «opiniones», pues, que aun pudiendo ser cuestionadas por los filósofos, son imprescindibles para la pervivencia de la ciudad. En última instancia, habría entonces una tensión permanente entre el interés del filósofo por la ver dad y el interés de la ciudad. De ahí esa necesidad que éste tiene de «acomodar» continuamente su visión de la filoso fía a las necesidades sociales y de ocultarse detrás de pe culiares modos de escribir. Se pone así de manifiesto la «peligrosidad» de la filosofía, su potencial destructor que deriva de encontrarse más allá de las convenciones de los hombres, así como la necesidad correlativa de ajustarse a la sociedad, de «respetar las opiniones». Implícitamente se reconoce, por tanto, la debida incorporación de cierto principio de responsabilidad por parte del filósofo cuando hace usó público de ella. Siguiendo con esta idea, parece que para Strauss la filosofía política no es sino eso, la pre sentación en público de la filosofía, el punto en el que se produce la intersección entre conocimiento y opinión. No es de extrañar entonces que nuestro autor sienta tal afinidad por la filosofía griega, que supo apreciar la polí tica con una «frescura e inmediatez que no han sido nunca igualadas», pues nace en el momento en el que «todas las tradiciones políticas habían sido sacudidas y no existía aún una tradición de filosofía política». Su atracción por ella no responde sólo a esta supuesta «pureza» u orfandad respecto de tradiciones anteriores, sino al mismo hecho de reconocer en su dimensión socrática y platónica la verda dera manifestación de la naturaleza de la filosofía: como una búsqueda incesante que sólo alcanza a estar segura de su propia ignorancia; ésta es la única incuestionable ver dad, el único conocimiento cierto. Ello no significa que el racionalismo socrático renunciea descubrir en la existen cia humana una naturaleza inmutable de la que puedan deducirse principios de la justicia válidos para la organi 20 Femando Vallesptn zación social. Renunciar a esta empresa supondría -como implícitamente ocurre en autores como Nietzsche o Hei- degger- el abandono de toda autoridad sobre la política por parte de la filosofía. Pero, y aquí creemos encontrar el punto decisivo de la filosofía straussiana, no somos tam poco capaces de fundamentar ese conocimiento sobre ba ses racionales firmes; no existe una racionalidad moral o política que nos capacite para pronunciarnos a partir de premisas incontrovertibles sobre lo que sea o no la justi cia. Nos queda, eso sí, la conciencia de los problemas per manentes y fundamentales, entre los que está el de la natu raleza de la justicia, el bien común, la propensión hacia el conocimiento del bien, la vida buena o la buena sociedad; o -como dice en el ensayo que aquí prologamos- «la evi dencia de esas simples experiencias relativas al bien y al mal que subyacen a todo presupuesto filosófico sobre el derecho natural». Una vez más sería en Grecia donde se ofreció la más detenida exposición de estos problemas y donde fueron abordados del modo más consecuente. Pero, en último término, y puede que aquí resida el «peli gro» de la filosofía, sus pronunciamientos se apoyan en un acto de voluntad o, en todo caso, en un compromiso. Al final, siguiendo con esta interpretación esotérica de Strauss, la opción por la filosofía respondería a un deci- sionismo similar al que nos lleva a optar por la religión. Puede que ahí resida su «solución» última al conflicto en tre Atenas y Jerusalén. n N a hace Jaita unajectura «esotérica» de este otro Strauss para percibir que entre las «verdades» perennes -ahora sustantivas- que cree encontrar en esta tradición está el reconocimiento -ciertamente platónico- de que el mejor régimen político es aquel que se toma en serio la jerarquía Prólogo 21 «natural» de las personas, su diferente virtud, y se articu la en un régimen político aristocrático; los gentlemen, aquellos que «por naturaleza son superiores a otros y, por tanto, según el derecho natural, son los gobernantes de otros». La desigualdad en dotes intelectuales adquiere así una importancia política decisiva. Esta no es una «verdad» que encajara fácilmente en el mundo igualita- rista de los Estados Unidos de los años cincuenta y sesen ta, y puede que este hecho le obligara a buscar una estra tegia para su desvelamiento a sensu contrario, minando la filosofía y ciencia política y social sobre la que se asen taba el «igualitarismo permisivo» de las democracias li berales de Occidente. Es cierto también que quiso esca parse de esta acusación de elitismo radical propugnando una definición de la democracia liberal como el régimen que mejor puede satisfacer el fin de implantar una «aris tocracia extensa». Este es también uno de los temas centrales del libro que nos acompaña, que apela a una reinterpretación hetero doxa de la historia intelectual. Las razones que informan su retorno a lo que él califica «derecho natural clásico» hay que ir buscarlas en la propia experiencia del irracio nalismo político y en la falta'de orientación general que se percibe en el mundo occidental -no puede olvidarse que su primera edición es de 1953. Nuestro mundo se encon traría amenazado por el comunismo y el «despotismo oriental» frente a los cuales no tendría ya suficientes de fensas espirituales. Que la tolerancia y el liberalismo pue dan derivar en su opuesto tiene para nuestro autor una causa evidente en el abandono de la cuestión acerca del buen orden político, de los criterios normativos funda mentales y en la aceptación de la pretensión historicista de que toda forma de pensamiento está «situada temporal mente». Para Strauss todas las corrientes historicistas ten drían un punto en común: que la humanidad no tiene una 22 Femando Vallespín naturaleza única y, en consecuencia, que no cabe hablar de caracteres permanentes de lo humano -como la distin ción entre lo noble y lo villano - ni, desde luego, tampoco de principios universales o inmutables. Ahora bien, aceptar este presupuesto no sólo significa reconocer un principio relativista radical, sino que atenta contra lo que es la esencia de la empresa filosófica: la in dagación sobre «un orden eterno e inmutable en el que tiene lugar la historia» que no se ve afectado por ella. Si el objetivo del filósofo radica en ocuparse de los problemas fundamentales «que persisten a todo cambio social», de ello se deriva necesariamente el supuesto de que el «pen samiento humano es capaz de trascender sus limitaciones históricas o de aprehender algo transhistórico». Aplican do esta idea al objeto de la filosofía política, lo que viene a decirnos Strauss es, en definitiva, que existe un desfase en tre realidad e ideal, entre el mundo político tal y como es, y ha sido, y el mundo político tal y como debe ser. Esta idea se pone de manifiesto en su crítica de la cien cia política positivista, con su estricta metodología. Por positivismo entiende Strauss aquella perspectiva que in corpora el método de la ciencia natural a las ciencias so ciales y, consecuentemente, propugna la radical separa ción entre hechos y valores; en el campo de la ciencia sólo entraría el análisis y juicio sobre los hechos. La ciencia so cial positivista sería así avalorativa y éticamente neutra: es imparcial ante el conflicto del bien y el mal. Y los «he chos» no nos aportan ningún conocimiento del «valor» del bien y de la justicia. En Hume y Comte encuentra Strauss todavía cierta inquietud por la indagación sobre la buena sociedad, tendencia que se habría perdido con la posterior evolución del positivismo bajo la influencia del utilitarismo, el evolucionismo y el neokantismo, que aca baron relegando la filosofía política a la categoría de mero conocimiento «precientífico». Prólogo 23 Pero el positivismo se convierte necesariamente en his- toricismo, que en sus distintas formas constituye y mono poliza el «espíritu de nuestro tiempo». Para nuestro autor se trataría de un complejo movimiento del pensamiento moderno, encarnado fundamentalmente en la obra de He- gel, Nietzsche y Heidegger, que se van sucediendo en dis tintas «olas de modernidad». La primera se corresponde con la aparición del derecho natural moderno, preparado por Maquiavelo -que es el primero en romper tajantemen te con la tradición socrática de ciencia política- y desarro llado después por Bacon, Hegel, Espinosa, Descartes y Hobbes. En este último, de quien Strauss ofrece una de ías primeras interpretaciones como autor moderno, ve ya el germen de una concepción de la filosofía y la ciencia que abandona la contemplación de la naturaleza y se centra en la realización del conocimiento a efectos de permitir al hombre someter, transformar e imponerse sobre la natura leza. El conocimiento científico deviene así en siervo del control poiético, y se somete a los deseos más inmediatos del hombre en vez de aspirar a la intelección de los princi pios verdaderos de su ser. La cuestión sobre el «mejor» sis tema político se sustituye por la más prosaica de indagar sobre la «posibilidad» del orden a partir del presupuesto realista de la convivencia entre individuos egoístas. A la segunda ola, preparada por Rousseau, pertenece Hegel, representante de aquel historicismo que Strauss de nomina «contemplativo» o «teórico», porque identifica la labor de la ciencia con la contemplación del proceso histó rico. Este proceso se desarrollaría racionalmente y en su época habría alcanzado ya su complexión plena. Con ello se reemplaza la filosofía política en su sentido socrático por una filosofía de la historia. En la «tercera ola de la mo dernidad» aparece el historicismo «radical» o «existen- cial», representado por Nietzsche y Heidegger respectiva mente, con quienes culminala «crisis de la modernidad». Fernando VallespínZ4 Frente a Hegel, Strauss sostiene que, si bien es necesario comprender al hombre a la luz de la historia, el proceso histórico no tiene por qué ser fundamentalmente progresi vo o racional. El hombre no lo puede trascender ni com prender, pues todas las interpretaciones del pasado apare cen coloreadas por la perspectiva transitoria y fugaz del presente. Así, arroja dudas sobre la misma posibilidad de preguntarnos por la naturaleza de los asuntos políticos o por el mejor, o más justo, orden político. Su rechazo alcan za también al concepto mismo de ciencia política positivis ta; duda de sus posibilidades para obtener un conocimien to objetivo del mundo de los hechos, ya que «todos los principios de la comprensión y de la acción son históricos, es decir, no poseen otro fundamento más que el infundado decisionismo humano o el acontecer azaroso: la ciencia, lejos de ser el único tipo de conocimiento verdadero es, a la postre, poco más que una forma de contemplar el mundo, teniendo todas estas formas la misma dignidad». En la orilla contraria se encontraría la filosofía política, dirigida al conocimiento de los asuntos políticos y a la in dagación sobre el orden político justo y bueno. Está liga da, por tanto, al «derecho natural», a la posibilidad de re ferirse, aunque sólo sea a título meramente interrogativo, a una instancia crítica que trasciende la realidad positiva. Para que exista la filosofía política será preciso, pues, que se den dos condiciones o requisitos teóricos mínimos: pri mero, que se reconozca la existencia de un desfase entre realidad e ideal, entre la ciudad tal y como es, y la ciudad tal y como debe ser. Y, segundo, la posibilidad de una dis cusión racional sobre la naturaleza del mejor régimen po lítico, que permita acceder a una opinión verdadera a este respecto. Justamente las dos condiciones que niegan el historicismo y el positivismo y justifican el ataque de Strauss a las dos grandes potencias de la vida contempo ránea, la historia y la ciencia. Prólogo 2-5 El lector no podrá dejar de observar la curiosa sistemá tica de este libro, que quizás esté llamando a algún tipo de interpretación esotérica. Llama la atención, por ejemplo, cómo subvierte el orden temporal de los distintos discur sos filosóficos analizados. Los dos primeros capítulos se ocupan de la reflexión «contemporánea», mientras los dos siguientes abordan la «antigua» y los dos últimos la «moderna». ¿Por qué ubicar el discurso antiguo en el cen tro? ¿Por qué no seguir el orden temporal lógico, una «historia lineal»? ¿Por qué se presentan en pares de capí tulos? Dejaremos que cada cual llegue a sus conclusiones hermenéuticas particulares, pero avanzo ya que es un tex to que exige una lectura activa y siempre atenta a lo que se esconde entre líneas. Strauss puede ser, en efecto, un autor «peculiar» y, como es lógico, podemos no coincidir con él o mantener importantes resistencias frente a sus interpre taciones particulares, siempre expuestas de manera radi cal. Pero nadie puede negarle un extraordinario dominio en el arte de la interpretación de textos o en haber sabido acercarnos al diálogo con los clásicos. En la frescura con la que nos los acerca a nuestro actual horizonte de la ex periencia reside su máxima virtud. Y penetrar en este li bro equivale a respirar el aire en el que fue cociéndose la aventura intelectual de Occidente, tanto la más remota como la que hasta antes de ayer centraba los debates aca démicos. Derecho natural e historia Había dos hombres en una ciudad; uno de ellos era rico, el otro, pobre. E l hombre rico poseía un extraordinario número de re baños. En cambio, el hombre pobre no tenía más que un desva lido cor derito, que había comprado y alimentado desde peque ño. E l animal creció junto a él y a sus hijos, comía de su propio plato y bebía de su propio vaso, descansaba sobre su regazo y recibía el mismo trato que un hijo suyo. Un día llegó a casa del hombre rico un viajero, al que se cuidó de ofrecerle sus rebaños para procurarle abrigo; pero he aquí que arrebató al hombre pobre el cordero de sus manos y vistió al viajero que había lla mado a su puerta. Nabot el jezraelita tenía un viñedo en Jezrael, muy cerca del pa lacio del rey Acab de Samaría. Un día dirigióse Acab a Nabot con estas palabras: «Entrégame tus viñas, pues se hallan cerca de mi casa y en ellas he pensado plantar un florido pensil; a cambio te daré un viñedo mejor, o si te parece bien, su valor en dinero». Y Nabot a Acab contestó: «No permita el Señor que llegue a entregarte el legado de mis padres». Introducción Muchos son los motivos, aparte del más obvio, que me lle van a introducir este ciclo de conferencias de la Fundación Charles R. Walgreen con una cita de la Declaración de In dependencia. Se trata de un pasaje referido en numerosas ocasiones pero que, por lo trascendente y elevado de su contenido, se ha hecho inmune a los efectos degradantes de la excesiva familiaridad y del uso indebido, que generan desprecio en el primero de los casos y aversión en el segun do. «Sostenemos como certeza manifiesta que todos los hombres fueron creados iguales, que su Creador los ha do tado de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se en cuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» La nación consagrada a este postulado se ha convertido -en parte, sin duda, a consecuencia de esta entrega- en el país más poderoso y próspero del mundo. Pero hoy, en ple na madurez, ¿conserva aún esta nación la fe que impulsó su creación y desarrollo? ¿Sigue acaso respaldando esa «certeza manifiesta»? Cualquier diplomático estadouni dense de la generación anterior podía afirmar que «la base natural y divina de los derechos humanos [...] se hace pa tente para todos los estadounidenses». Por la misma épo ca, un intelectual alemán podía aún describir la diferencia entre el pensamiento alemán y el de Europa occidental y Estados Unidos con el argumento de que Occidente seguía concediendo una importancia decisiva al derecho natural, mientras que en Alemania los términos «derecho natural» y «humanidad» «resultan hoy casi incomprensibles [...] y han perdido toda la fuerza que tuvieron en un principio». Según su razonamiento, al haber abandonado la idea del 3 2 Derecho natural e historia derecho natural - y a raíz de dicho abandono- el pensa miento alemán creó el sentido histórico, y de este modo de sembocó en un relativismo incondicional.1 Lo que se pre sentaba como una descripción bastante precisa del pensamiento alemán hace ahora veintisiete años podría aplicarse hoy, en términos generales, al pensamiento occi dental. No sería la primera vez que una nación derrotada en el campo de batalla y, por así decirlo, aniquilada como ente político, priva a los vencedores del más excelso fruto de la victoria al someterlos al yugo de su propio pensa miento. Sea cual fuere la realidad del pensamiento norte americano, lo cierto es que en Estados Unidos la ciencia social ha adoptado la misma postura hacia el derecho na tural que en la generación pasada se podía haber atribuido aún con cierta credibilidad al pensamiento alemán. La ma yoría de los eruditos que aún hoy suscriben los principios de la Declaración de Independencia no los interpretan como expresión del derecho natural sino como un ideal, cuando no como una ideología o un mito. Actualmente, la ciencia social en Estados Unidos -siempre y cuando no se halle adscrita al catolicismo - postula entre sus principios que, ya sea a causa de la evolución o por influjo de un mis terioso sino, todo hombre nace con una serie de necesida des y aspiraciones de muy distinta naturaleza, pero carece sin embargo de derecho natural. No obstante, el derecho natural se hace hoy tan necesa rio como lo ha sido a lo largo de siglos e incluso milenios. Renunciar a él equivale a afirmár que sólo existe el dere chopositivo, lo que significa que la diferencia entre el bien y el mal viene determinada únicamente por los legisladores y los tribunales de cada país. Ahora bien, nadie puede ne i . «Ernst Troeltsch on Natural Law and Humanity», en Otto Gierke, Natu ral Lata and the Theory ofSociety, traducida al inglés con introducción de Er- nest Barker, I, Cambridge University Press, 1934, pp. 201-222. Introducción 33 gar que es válido, y en ocasiones incluso necesario, hablar de leyes y decisiones «injustas». Al emitir tales juicios pre suponemos la existencia de valores morales independien tes del derecho positivo y más elevados que éste, valores que nos permiten poner en tela de juicio el derecho positi vo. Muchos opinan hoy que dichos valores no son, en el mejor de los casos, más que el ideal que adopta nuestra so ciedad o «civilización» y que se ve representado en nuestro modo de vida y nuestras instituciones. No obstante, según este mismo criterio, todas las sociedades tienen sus pro pios ideales, las sociedades caníbales no menos que las ci vilizadas. Si el hecho de contar con la aceptación de una sociedad valida de por sí cualquier principio, el canibalis mo es tan legítimo o razonable como la llamada vida civili zada. Desde este punto de vista, ningún principio debe ser desestimado so pretexto de ser intrínsecamente malo. Y, habida cuenta de que el arquetipo de nuestra sociedad está cambiando a ojos vista, nada excepto el hábito invete rado nos impediría aceptar la práctica del canibalismo como algo lícito. Si no existiese ningún valor que prevale ciera sobre el ideal de nuestra sociedad, no tendríamos po sibilidad alguna de adoptar una distancia crítica respecto a éste. Con todo, el mero hecho de que podamos cuestionar el ideal de nuestra sociedad pone de manifiesto que hay algo en el individuo que escapa a los límites de la conven ción social. De ello se desprende que podemos -y, por tan to, debemos- buscar un sistema de valores que nos permi ta juzgar los ideales de cualquier sociedad. Dichos valores no pueden basarse en las necesidades de las distintas socie dades, dado que éstas y sus diferentes ramificaciones pre sentan numerosas necesidades reñidas entre sí. Surge así el problema de las prioridades, problema que no se puede so lucionar de un modo racional si no contamos con un con junto de valores que nos sirvan de referente a la hora de distinguir entre necesidades reales y ficticias, así como dis 34 Derecho natural e historia cernir la jerarquía en que se ordenan los distintos tipos de necesidades reales. El problema que plantean las necesida des enfrentadas de la sociedad no se puede resolver si no conocemos el derecho natural. Parecería, por tanto, que el rechazo del derecho natural debe acarrear forzosamente consecuencias desastrosas, y es obvio que determinadas consecuencias consideradas de sastrosas por muchos hombres e incluso por algunos de los más acérrimos adversarios del derecho natural derivan precisamente del actual rechazo del derecho natural. Es posible que la ciencia social nos proporcione gran sabidu ría e inteligencia por lo que se refiere a los medios para conseguir cualquier fin que nos propongamos, pero se de clara incapaz de ayudarnos a distinguir entre fines legíti mos e ilegítimos, justos e injustos. Se trata de una ciencia única y exclusivamente instrumental, nacida para ponerse al servicio de determinados poderes o intereses, cuales quiera que éstos sean. Trasladado al día de hoy, el pragma tismo de Maquiavelo podría entenderse como algo propio de la ciencia social, de no preferir ésta -sólo Dios sabrá por qué- el liberalismo generoso a la coherencia, que la obligaría a brindar consejo con igual esmero y celeridad a tiranos y hombres libres.2 De acuerdo con la ciencia social, podemos alcanzar las más elevadas cotas de sabiduría en z. «Wollends sinnlos ist die Behauptung, dass in der Despotie keine Rechts- ordnung bestehe, sondern Willkür des Despoten herrsche [...] stellt doch auch der despotisch regierte Staat irgendeine Ordnung menschlichen Verhal- tens dar [...] Diese Ordnung ist eben die Rechtsordnung. Ihr den Charakter des Rechts abzusprechen, ist nur eine naturrechtliche Naivitát oder Überhe- bung [...] Was ais Willkür gedeutet wird, ist nur die rechtliche Móglichkeit des Autokraten, jede Entscheidung an sich zu ziehen, die Tátigkeit der untergeord- neten Organe bedingungslos zu bestimmen und einmal gesetzte Normen jeder- zeit mit allgemeiner oder nur besonderer Geltung aufzuheben oder abzuán- dern. Ein solcher Zustand ist ein Rechtszustand, auch wenn er ais nachteilig empfunden wird. Doch hat er auch seine guten Seiten. Der im modemen Rechtsstaat gar nicht seltene Ruf nach Diltatur zeigt dies ganz deutlich» (Hans Introducción 35 todas las materias de segundo orden, pero debemos resig narnos a vivir en la más completa ignorancia por lo que se refiere a lo más importante: no podemos aspirar a tener conocimiento alguno acerca de los principios fundamenta les que rigen nuestras elecciones ni decidir si son o no razo nables. Nuestros principios fundamentales no cuentan con más apoyo que nuestras preferencias arbitrarias y, por tan to, ciegas. Nos comportamos, pues, como seres sanos y sensatos ante las cosas más triviales, pero nos la jugamos como locos con los temas más serios: sensatez al detalle, locura al por mayor. Si nuestros principios no cuentan con más apoyo que nuestras ciegas preferencias, será admisible todo lo que un hombre se atreva a hacer. El actual rechazo del derecho natural conduce al nihilismo. Negación y nihi lismo son una y la misma cosa. A pesar de ello, los liberales generosos contemplan el abandono del derecho natural no sólo con tranquilidad sino con alivio. Parecen pensar que nuestra incapacidad para adquirir un conocimiento real de lo que es intrínse camente bueno o justo nos obliga a mostrarnos tolerantes ante cualquier postura moral, así como a reconocer todas las preferencias y todas las «civilizaciones» como igual mente respetables. Así pues, sólo la tolerancia sin límites estaría de acuerdo con la razón. Este supuesto, sin embar go, nos lleva a reconocer la legitimidad de un derecho na tural o racional, siempre y cuando se muestre tolerante con todas las preferencias o -dicho en términos opuestos- un derecho natural o racional que rechace o condene toda posición intolerante o «absolutista». Las posiciones de tal Kelsen, Algemeine Staatslebre, Berlín, 19 25 , pp. 335-336). Habida cuenta de que Kelsen no ha cambiado su postura con respecto al derecho natural, no me explico por qué han omitido este instructivo pasaje '5cPla traducción inglesa (General Theory o f Law and State, Cambridge, Harvard University Press, 1949, p. 300). 3̂ Derecho natural e historia naturaleza deben ser condenadas, puesto que se basan en una premisa a todas luces falsa, a saber, que los hombres pueden distinguir el bien del mal. En el fondo del vehe mente rechazo de todos los «absolutos», discernimos el reconocimiento de un derecho natural o -para ser más exactos- de esa determinada interpretación del derecho natural según la cual el respeto hacia la diversidad o la in dividualidad está por encima de todo lo demás. Pero exis te un conflicto abierto entre el respeto hacia la diversidad o la individualidad y el reconocimiento del derecho natu ral. Cuando los liberales se impacientaron ante los límites categóricos que incluso la versión más liberal del derecho natural impone a la diversidad o la individualidad, se vie ron obligados a elegir entre el derecho natural y la prácti ca desinhibida del individualismo, y se decantaron por lo segundo. Una vez dado este paso, la tolerancia aparecía como un valor o un ideal entre otros muchos, y no intrín secamente superior a su opuesto. En otros términos, la in tolerancia se presentaba como un valor de igual dignidad que la tolerancia. No obstante, resulta casi imposible equipararlacon todas las preferencias u opciones existen tes. Si el desigual abanico de opciones no puede relacio narse con el desigual abanico de sus propósitos, debe rela cionarse con el desigual abanico de los actos de elección, de lo que se concluye que una opción lícita, a diferencia de una opción espuria o despreciable, no es sino una decisión firme o irrevocable. No obstante, dicha decisión estaría más relacionada con la intolerancia que con la tolerancia.. El relativismo liberal hunde sus raíces en la tradición de tolerancia propia del derecho natural o en la idea de que toda persona cuenta con el derecho innato de buscar la fe licidad tal y como ella la entiende pero, en sí, dicha doctri na constituye un semillero de intolerancia. Una vez que nos percatamos de que los principios de nuestras acciones no tienen más apoyo que una opción to Introducción 37 mada a ciegas, dejamos de creer en ellos. Ya no podemos entonces obrar bajo su dictado de forma incondicional, ni tampoco seguir viviendo como seres responsables. Para se guir adelante, debemos acallar la voz -ya de por sí fácil de silenciar- de la razón, que nos advierte que nuestros prin cipios son en sí mismos tan buenos o malos como otros principios, cualesquiera que éstos sean. Cuanto más culti vamos la razón, más cultivamos el nihilismo y menor es nuestra capacidad para ser miembros leales de la sociedad. La ineludible consecuencia práctica del nihilismo es el fa natismo cavernario. Dicha consecuencia, vivida en toda su crudeza, ha dado pie a un renovado interés general por el derecho natural. No obstante, este mero hecho debe obligarnos a actuar con especial cautela. La indignación es mala consejera, pues en el mejor de los casos prueba que somos bieninten cionados, no que tengamos razón. La aversión al fanatis mo cavernario no debe llevarnos a abrazar el derecho na tural con idéntico espíritu de intransigencia. Debemos guardarnos del peligro de perseguir un fin socrático con los medios y la disposición de Trasímaco. Sin duda, la im periosa necesidad de contar con un derecho natural no de muestra que dicha necesidad pueda ser satisfecha. Un deseo no es un hecho. Incluso si se demostrara que cierto punto de vista es indispensable para alcanzar el bienestar, lo único que se habría probado es que dicho punto de vis ta conduce a un ideal beneficioso, pero no que dicho ideal pueda convertirse en algo real. Utilidad y realidad son dos cosas completamente distintas. El hecho de que la razón nos impulse a superar el ideal de nuestra sociedad no evi ta, sin embargo, que al dar este paso nos enfrentemos a un vacío o a una multiplicidad de principios del «derecho na tural» tan incompatibles como igualmente justificables. Ante la gravedad del asunto, tenemos el deber de entablar una discusión imparcial, teórica y objetiva. 38 Derecho natural e historia El problema del derecho natural se plantea hoy en día como una cuestión de memoria más que de conocimiento real. Nos enfrentamos, pues, a la necesidad de realizar es tudios históricos a fin de familiarizarnos con esta cuestión en toda su complejidad. Debemos convertirnos de forma temporal en estudiantes de lo que se conoce como «histo ria de las ideas», hecho que, contrariamente a lo que suele pensarse, no elimina sino que agrava la dificultad de un tratamiento imparcial. En palabras de Lord Acton: Pocos descubrimientos resultan más irritantes que ios que ponen en evidencia el linaje de las ideas. Las definiciones categóricas y el análisis riguroso descorren el velo bajo el cual la sociedad oculta sus divisiones: hacen que las disputas políticas resulten demasia do violentas para alcanzar soluciones de compromiso y las alian zas políticas demasiado precarias, además de envenenar la prácti ca de la política con el ardor de los conflictos sociales y religiosos. La única manera de superar este peligro consiste en aban donar la dimensión en la cual la contención política es la única protección contra el fervor ciego de la parcialidad. El tema del derecho natural se presenta en la actualidad como una cuestión de filiaciones partidistas. Si miramos a nuestro alrededor, descubrimos dos campos hostiles, dos plazas fuertes muy bien custodiadas. Una de ellas alberga a ios liberales de varias clases, la otra a los discípulos católi cos y no católicos de Tomás de Aquino. No obstante, am bos bandos, junto con los que prefieren nadar entre dos aguas o esconder la cabeza bajo tierra, por hacer acopio de metáforas, se encuentran en el mismo barco. Todos ellos son hombres modernos. Todos nosotros nos enfrentamos a la misma dificultad. El derecho natural en su forma clásica está relacionado con una visión teleológica del universo. Todos los seres naturales tienen un fin natural, un destino natural, que determina qué tipo de actuación les beneficia. Introducción 39 En el caso del hombre, se requiere la razón para discernir dichas acciones: la razón determina qué está bien y qué está mal por naturaleza, tomando como premisa principal el destino natural del hombre. Parecería que la visión ideoló gica del universo, en la cual se integra la visión ideológica del hombre, ha quedado destruida por la ciencia natural contemporánea. A juicio de Aristóteles -¿y quién osaría proclamarse en mejor juez que Aristóteles en esta mate ria?- la cuestión entre la concepción mecanicista y ideoló gica del universo viene determinada por el modo en que se resuelve el problema de los cielos, los cuerpos celestes y su movimiento.3 Ahora bien, respecto a este punto, que Aris tóteles consideraba primordial, el dilema parece haberse decantado hoy en favor de la concepción no ideológica del universo. De dicha decisión trascendental se podrían extra er dos conclusiones de signo opuesto. Según una de ellas, la concepción no teleológica del universo debe llevar a una concepción no teleológica de la vida humana. Pero esta so lución «naturalista» está expuesta a serias dificultades, pues parece imposible justificar las acciones humanas con cibiéndolas como mero producto de deseos y pulsiones. Por consiguiente, ha prevalecido la solución alternativa, la cual nos induciría a aceptar un dualismo fundamental y tí picamente moderno de una ciencia natural no teleológica y un humanismo ideológico. Esta es la posición que se ven obligados a adoptar, entre otros, los actuales seguidores de Tomás de Aquino, una posición que presupone una ruptu ra no sólo con la visión integradora de Aristóteles, sino también con la del propio Tomás de Aquino. El dilema fun damental que se nos plantea surge como consecuencia de la victoria de la ciencia natural contemporánea. No es posible hallar una solución adecuada al problema del derecho na tural sin haber resuelto antes este problema de base. 3. Física, 19 6 a 2.5 ss., 19933-5. 40 Derecho natural e historia Huelga decir que en las presentes conferencias no será posible abordar este problema en su conjunto, sino que habremos de limitarnos a un aspecto en concreto del dere cho natural, aquel que puede explicarse dentro de los con fines de las ciencias sociales. La ciencia social de nuestros días basa su rechazo del derecho natural en dos argumen tos bien distintos, aunque íntimamente relacionados: lo rechaza en nombre de la historia y en nombre de la distin ción entre hechos y valores. 41 C A P Í T U L O I El derecho natural y su enfoque histórico El ataque al derecho natural en el nombre de la historia adopta, en la mayoría de los casos, la siguiente forma: el de recho natural pretende ser un derecho perceptible por la ra zón humana y universalmente reconocido. Sin embargo, la historia (incluyendo la antropología) nos enseña que no existe derecho tal; en lugar de la supuesta uniformidad, en contramos una variedad indefinida de nociones del dere cho o la justicia. En otras palabras, el derecho natural no puede existir si no hay ningún principio de justicia inmuta ble, pero la historianos enseña que todo principio de justi cia es mutable. No es posible entender el sentido del ataque al derecho natural en el nombre de la historia sin reparar antes en la absoluta irrelevancia de dicho argumento. En primer lugar, «el consentimiento de toda la humanidad» no es de ningún modo una condición necesaria de la exis tencia del derecho natural. Algunos de los maestros de derecho natural más reputados han sostenido que, preci samente si el derecho natural se considera racional, su descubrimiento presupone cultivar la razón, por lo que no podrá ser umversalmente conocido: no se debe siquiera es perar conocimiento alguno del derecho natural entre los salvajes.1 En otros términos, por el hecho de probar que no i . Véase Platón, República, 4 56 b iz-cz , 45x37-8 y 45zc6-d i; Laches, i8 4 d i- i8 5 a 3 ; Hobbes, De cive, n , 1 ; Locke, Two Treatises o f Civil Govern ment, vol. 11, sec. iz , junto con An Essay on the Human Understanding, vol. 1, cap. n i. Compárese con Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, Prefacio; Montesquieu, Espíritu de las leyes, 1, i-x ; también Marsilio, Defen sor pacis II, x i i , 8. 42, Capítulo i existe principio de justicia que no haya sido negado en al gún lugar o momento determinado, no se demuestra, sin embargo, que la negativa en cuestión fuera justificada o ra zonable. Además, de siempre es sabido que dependiendo de la época o del país existen distintas nociones de justicia predominantes. Resulta, pues, absurdo afirmar que el des cubrimiento de un caudal aún mayor de tales nociones por parte de los estudiosos actuales ha afectado de alguna ma nera al problema fundamental. Por encima de todo, el co nocimiento de la amplia variedad de nociones de extensión indefinida sobre el bien y el mal dista tanto de ser incompa tible con la idea del derecho natural que constituye la con dición esencial para la necesidad de dicha idea: el reconoci miento de la variedad de nociones del bien es el incentivo para la búsqueda del derecho natural. Si el rechazo del de recho natural en el nombre de la historia ha de cobrar signi ficado alguno, éste no debe basarse en hechos históricos, sino en una crítica filosófica de la posibilidad, o de la acce sibilidad, del derecho natural, una crítica relacionada de algún modo con la «historia». La conclusión de la variedad de nociones del bien ante la inexistencia del derecho natural es tan antigua como la propia filosofía política. Ésta parece sostener en primer tér mino que la variedad de nociones del bien pone de mani fiesto la inexistencia del derecho natural o el carácter con vencional de todo derecho.2 Denominaremos esta línea de pensamiento «convencionalismo». A fin de aclarar el signi ficado del rechazo actual del derecho natural en el nombre de la historia, debemos comprender primero la diferencia existente entre el convencionalismo, por un lado, y ei «sen tido histórico» o la «conciencia histórica», por otro, carac terística del pensamiento de los siglos x ix y x x .3 z. Aristóteles, Ética a Nicómano, 1134 0 2 4 -2 7 . 3. El positivismo legal de los siglos x ix y x x no puede identificarse simple- El derecho natural y su enfoque histórico 43 El convencionalismo daba por sentado que la distinción entre naturaleza y convención es la principal de todas las distinciones, lo que implicaba que la naturaleza reviste una dignidad incomparablemente más elevada que la conven ción o el consenso de la sociedad, o que la naturaleza es la norma. La tesis según la cual el bien y la justicia son con vencionales daba a entender que el bien y la justicia no se basan en la naturaleza, sino que en el fondo se oponen a ella, y hunden sus raíces en decisiones arbitrarias, explíci tas o implícitas, de las comunidades, que no cuentan con más fundamento que una especie de acuerdo, un acuerdo que puede llevar a la paz pero no a.la verdad..Por otro lado, los partidarios de la visión histórica actual tildan de mítica la premisa según la cual la naturaleza es la norma; recha zan la premisa según la cual la naturaleza reviste una digni dad más elevada que cualquier obra del hombre. Por el contrario, conciben al hombre y sus obras, incluyendo sus distintas nociones de justicia, tan igualmente naturales como cualquier otra cosa real, o bien defienden un dualis mo básico entre el reino de la naturaleza y el reino de la li bertad o la historia. En este último caso presuponen que el mundo del hombre, de la creatividad humana, se sitúa muy por encima de la naturaleza. Así pues, no consideran las nociones del bien y el mal como conceptos esencialmente mente con el convencionalismo o con el historicismo. Parece, sin embargo, que su fuerza deriva en el fondo de la premisa historicista de aceptación gene ralizada (véase en concreto Karl Bergbohm, Jurisprudenz und Rechtsphilo- sophie, i, Leipzig, 1892., pp. 409 ss.). El severo argumento de Bergbohm en contra de la posibilidad del derecho natural (a diferencia del argumento que se limita a mostrar las desastrosas consecuencias del derecho natural para el orden legal positivo) se basa en la «innegable verdad de que no existe nada eterno y absoluto salvo aquel a quien el hombre no puede comprender, sino sólo intuir con espíritu de fe» (p. 4 16 n.), es decir; suponiendo que «los valo res en función de los cuales emitimos un juicio crítico sobre el derecho positi vo, histórico... no son sino la progenie de su época y se definen siempre como históricos y relativos» (p. 450 n.). 44 Capítulo i arbitrarios. En consecuencia, tratan de descubrir sus cau sas, de hacer inteligible su variedad y orden de sucesión; al relacionarlos con actos de libertad, ponen énfasis en la di ferencia fundamental entre libertad y arbitrariedad. ¿Qué significado cobra la diferencia entre la visión an tigua y la actual? El convencionalismo representa una for ma concreta de filosofía clásica. Evidentemente existen profundas diferencias entre el convencionalismo y la posi ción adoptada, por ejemplo, por Platón. Sin embargo, los adversarios clásicos coinciden en el punto de mayor im portancia: ambos admiten que la distinción entre natura leza y convención es fundamental, puesto que dicha dis tinción está implícita en la idea de filosofía. Filosofar significa ascender de la caverna a la luz del sol, esto es, a la verdad. La caverna es el mundo de las opiniones en oposi ción al del conocimiento. Las opiniones son en esencia va riables. Los hombres no pueden vivir, es decir, no pueden convivir, si las opiniones no cuentan con la base estable del consenso social. Pasan a ser entonces opiniones auto ritarias, es decir, dogmas públicos o Weltanscbauung. Filosofar significa, por tanto, ascender del dogma público al conocimiento esencialmente privado. El dogma públi co es en principio un intento inadecuado de responder a la cuestión de la verdad absoluta o del orden eterno.4 Cual quier visión inadecuada del orden eterno es, desde el pun to de vista del orden eterno, accidental o arbitraria; debe su validez no a su verdad intrínseca sino a la convención o al consenso social. La premisa fundamental del conven cionalismo no es, pues, otra que la idea de la filosofía como medio de comprender lo eterno, una idea que recha zan precisamente los adversarios modernos del derecho natural. A su modo de ver, todo pensamiento humano es histórico e incapaz, por tanto, de comprender lo eterno. 4. Platón, Minos, 3 14b 10 -3 15b 2. El derecho natural y su enfoque histórico 45 Mientras que para los clásicos filosofar significa abando nar la caverna, para nuestros contemporáneos toda forma de filosofía pertenece en esencia a un «mundo histórico», «cultura», «civilización» o Weltanschauung, es decir, a lo que Platón llamó en su día la caverna- Denominaremos esta visión «historicismo». Anteriormente hemos señalado que el rechazo actual del derecho natural en el nombre de la historia se basa, no en hechos históricos, sinoen una crítica filosófica de la posibilidad o la accesibilidad del derecho natural. Ahora observamos que la crítica filosófica en cuestión no supone una crítica del derecho natural en particular o de los prin cipios morales en general, sino que se trata en realidad de una crítica del pensamiento humano como tal. No obs tante, la crítica del derecho natural desempeñó un papel crucial en la formación del historicismo. El historicismo surgió en el siglo x ix bajo la protección de la creencia según la cual es posible llegar al conoci miento, o al menos a la intuición, de lo eterno. Sin embar go, dicha doctrina fue minando poco a poco la creencia que había abrigado en sus orígenes. De repente, irrumpió en nuestras vidas en su forma consolidada. El génesis del historicismo se entiende de modo inadecuado. En el esta do actual de nuestro conocimiento es difícil determinar en qué punto del desarrollo contemporáneo se produjo la ruptura definitiva con el enfoque «no histórico» que pre valeció en toda comente filosófica anterior. En pos de una orientación sumaria resulta conveniente tomar como pun to de partida el momento en el que el movimiento antes subterráneo emergió a la superficie y comenzó a dominar las ciencias sociales a plena luz del día. Ese momento mar có la aparición de la escuela histórica. Los pensamientos que guiaron a la escuela histórica distaban mucho de tener un carácter puramente teórico. La escuela histórica surgió en reacción a la Revolución 46 Capítulo i francesa y a las doctrinas del derecho natural que habían impulsado tal cataclismo. Con su oposición a la violenta ruptura con el pasado, la escuela histórica hacía hincapié en lo acertado y necesario de conservar y continuar con el orden tradicional, lo que podría haberse hecho sin re currir a una crítica del derecho natural como tal. A decir verdad, el derecho natural premoderno no sancionaba el peligroso llamamiento del orden establecido, o de la realidad del momento, al orden racional o natural. Con todo, los fundadores de la escuela histórica parecían ha berse percatado de alguna manera de que la aceptación de unos principios universales o abstractos, cualesquiera que éstos sean, produce necesariamente un efecto revolucio nario, inquietante y perturbador por lo que al pensamien to se refiere, y que dicho efecto es completamente inde pendiente de que los principios en cuestión sancionen, en términos generales, una línea de acción conservadora o revolucionaria. Esto es así porque el reconocimiento de los principios universales obliga al hombre a juzgar el or den establecido, o la realidad del momento, a la luz del orden racional o natural; y la realidad del momento es más verosímil que no cumplir la norma universal e inalte rable.5 El reconocimiento de los principios universales tiende, pues, a impedir que los hombres se idenfiquen al cien por cien con el orden social que el destino les depa ra, o que lo acepten. Tiende a alinearlos de su lugar en la tierra, a hacerlos extraños, incluso en la propia tierra. Al negar la trascendencia, cuando n.o la existencia, de las normas universales, los eminentes conservadores que fundaron la escuela histórica no hacían sino continuar e incluso agudizar el esfuerzo revolucionario de sus contrin 5. « ... [les] imperfections [des États], s’ils en ont, comme la seuie diversité, qui est entre eux suffit pour assurer que plusieurs en ont...» (Descartes, Dis curso del método, Parte 11). El derecho natural y su enfoque histórico 47 cantes. Dicho esfuerzo se inspiraba en una noción determi nada de lo natural y se dirigía tanto contra lo antinatural o convencional como contra lo supranatural o espiritual. El individuo humano debía ser liberado o liberarse a sí mis mo de modo que pudiera perseguir no sólo su felicidad sino su propia versión de la felicidad. Esto significaba, no obstante, el establecimiento de un fin uniforme y universal para todos los hombres: el derecho natural de cada indivi duo era un derecho que pertenecía por igual a todo hom bre como tal. Sin embargo, la uniformidad se consideraba antinatural y, por tanto, injusta. Resultaba a todas luces imposible individualizar los derechos en plena concordan cia con la diversidad natural de los individuos. La única clase de derechos que no resultaban incompatibles con la vida social ni uniformes eran los «históricos»: los derechos de los ingleses, por ejemplo, en contraposición a los dere chos del hombre. La variedad local y temporal parecía proporcionar un terreno firme y seguro a mitad de camino entre el individualismo social y la universalidad antinatu ral. La escuela histórica no descubrió la variedad local y temporal de nociones de justicia: no es preciso descubrir lo obvio. A lo sumo se puede decir que descubrió el valor, el encanto, la esencia de lo local y lo temporal o que descu brió la superioridad de lo local y lo temporal frente a lo universal. Sería más prudente decir que, radicalizando la tendencia de pensadores como Rousseau, la escuela histó rica sostenía que lo local y lo temporal tenían un valor más elevado que lo universal. En consecuencia, lo que se consiL deraba universal se presentaba al fin y al cabo como derh. vado de algo limitado local y temporalmente, como lo lo cal y lo temporal in statu evanescendi. La doctrina estoica sobre el derecho natural, por ejemplo, bien podía aparecer como un mero reflejo de un estado temporal concreto de una sociedad local determinada, en su caso, de la disolu ción de la polis griega. 48 Capítulo i El esfuerzo de los revolucionistas se dirigió contra toda espiritualidad o trascendencia.6 La trascendencia no es un privilegio de la religión revelada. En el significado original de la filosofía política adquiría gran revelancia al darse a entender como la búsqueda del orden natural o del mejor orden político. El mejor régimen, tal y como Platón y Aristóteles lo veían, es -y pretende ser- en gran parte dis tinto de la realidad del momento o va más allá de cual quier orden real. Esta visión de la trascendendia del mejor orden político sufrió una profunda modificación por el modo en el que se entendía el «progreso» en el siglo x v i i i , si bien aún se mantuvo dentro de esa noción propia de aquel siglo. Por otra parte, los teóricos de la Revolución francesa no podrían haber condenado todos o casi todos los órdenes sociales que habían existido a lo largo de la historia. Al negar la trascendencia -cuando no la existen cia- de las normas universales, la escuela histórica destru yó la única base sólida de todo esfuerzo por trascender la realidad. El historicismo puede describirse, por tanto, como una forma mucho más extrema de terrenidad mo derna de lo que había sido el radicalismo francés del siglo x vi i i . De hecho, obraba como si pretendiera que los hombres se familiarizasen completamente con «este mun do». Habida cuenta de que los principios universales hacen cuando menos de la mayoría de los hombres seres potencialmente sin hogar, desestimaba los principios universales en favor de los principios históricos. A su jui cio, mediante la comprensión de su pasado, su legado y su 6. En cuanto a la tensión existente entre el interés por la historia de la especie humana y el interés por la vida más allá de la muerte, véase la proposición 9 de Kant, «Idea for a Universal History with Cosmopolitan Intent» (The Pbi- losophy ofK ant, ed. C. J. Friedrich, Modern Library, p. 130). Véase también la tesis de Herder, de influencia consabida en el pensamiento histórico del si glo x ix , con «los cinco actos están en esta vida» (véase M. Mendelssohn, Ge- sammelte Schriften, Jubiláums-Ausgabe, III, I, pp. x x x -x x x u ). El derecho natural y su enfoque histórico 49 situación histórica, los hombres podrían alcanzar princi pios que serían tan objetivos como pretendían ser aque llos que había defendido la anterior filosofía política prehistoricista, con la diferenciade que no serían abstrac tos ni universales, ni por tanto perjudiciales para las ac ciones sensatas o para una vida verdaderamente humana, sino concretos o particulares, principios que se adaptarían a una época o nación determinada, principios relaciona dos con una época o nación determinada. En su intento por descubrir valores que, además de ob jetivos, estuvieran relacionados con una situación históri ca en particular, la escuela histórica asignó a los estudios históricos una importancia mucho mayor de la que nunca antes habían tenido. Sin embargo, su noción de lo que se podía esperar de dichos estudios no era el resultado de los estudios históricos en sí sino de los supuestos procedentes directa o indirectamente de la doctrina del derecho natu ral del siglo x v i i i . La escuela histórica presuponía la exis tencia de mentalidades populares, es decir, daba por sen tado que las naciones o los grupos étnicos son unidades naturales, o presuponía la existencia de leyes generales de la evolución histórica, o bien combinaba ambos supues tos. No tardó en hacerse patente que existía un conflicto entre los supuestos que habían dado un impulso decisivo a los estudios históricos y los resultados, así como las ne cesidades, de una auténtica comprensión histórica. En el momento en el que se abandonaron tales postulados, la etapa inicial del historicismo llegó a su fin. El historicismo pasó entonces a entenderse como una forma concreta de positivismo, esto es, de la escuela que sostenía que la teología y la metafísica habían sido su plantadas definitivamente por la ciencia positiva o que identificaba el conocimiento auténtico de la realidad con el conocimiento- que proporcionaban las ciencias empí ricas. El positivismo propiamente dicho había definido 50 Capítulo i «empírico» en los términos de los procedimientos de las ciencias naturales. No obstante, existía un contraste in dudable entre el modo en que el positivismo propiamen te dicho trataba los temas históricos y el modo en que los trataban los historiadores guiados realmente por los procedimientos empíricos. Era precisamente en los intere ses del conocimiento empírico donde se hacía preciso in sistir en que los métodos de la ciencia natural no se consi deraran aptos para los estudios históricos. Además, lo que la sociología y la psicología «científica» tuvieran que de cir sobre el hombre demostraba ser trivial y pobre en com paración con lo que podía aprenderse de los grandes his toriadores. Dicho razonamiento llevó a pensar que la historia proporcionaba el único conocimiento empírico -y por tanto el único con fundamento- de la verdadera esencia del hombre, del hombre como tal: de su grandeza y su miseria. Dado que todo fin humano parte del hom bre y regresa a él, el estudio empírico de la humanidad podía verse justificado al otorgarse una dignidad más ele vada que cualquier otro estudio de la realidad. La histo ria, desvinculada ésta de todo postulado equívoco o meta- físico, se convirtió en la autoridad suprema. No obstante, la historia demostró su absoluta incapaci dad para mantener la promesa que había sostenido la es cuela histórica. La escuela histórica había logrado des acreditar los principios universales o abstractos, con la defensa de los estudios históricos como medio revelador de valores particulares o concretos, pero, aun así, el histo riador imparcial hubo de confesar su falta de aptitud para inferir norma alguna de la historia: ya no quedaban nor mas objetivas. La escuela histórica había ocultado el he cho de que los valores particulares o históricos podrían cobrar autoridad únicamente en caso de que un principio universal impusiera la obligación al individuo de aceptar o de plegarse a los valores sugeridos por la tradición o la El derecho natural y su enfoque histórico 51 situación que le hubiera moldeado. Sin embargo, ningún principio universal sancionaría nunca la aceptación de todo valor histórico o de toda causa victoriosa: someterse a la tradición o apuntarse a «la ola del futuro» no es en absoluto mejor - a decir verdad, nunca lo es- que quemar lo que uno ha venerado u oponerse al «curso de la histo ria». En consecuencia, todo valor sugerido por la historia como tal demostró ser en esencia ambiguo y, por tanto, indigno de ser considerado como valor propiamente di cho. Para el historiador imparcial, «el proceso histórico» se revelaba como una red sin sentido tejida por lo que los hombres hacían, producían y pensaban -tan sólo por pura casualidad-, una historia contada por un idiota. Los valores históricos, valores provocados por este proceso sin sentido, no podían reclamar por más tiempo su santifi cación por parte de los poderes sagrados tras ese proceso. Los únicos valores que no sucumbieron fueron los que po seían un carácter puramente subjetivo, valores que no contaban con más apoyo que el libre albedrío del indivi duo. Ningún criterio objetivo daría pie en lo sucesivo a la distinción entre buenas y malas elecciones. El historicismo culminó en el nihilismo. El intento por hacer que los hom bres se familiarizasen completamente con este mundo fi nalizó en el desamparo absoluto del ser humano. La idea de que «el proceso histórico» es una red sin sentido o de que no existe tal cosa como el «proceso his tórico» no es nueva. Se trataba básicamente de la visión clásica, la cual, a pesar de granjearse una oposición consi derable por parte de distintos sectores, conservaba aún su fuerza en el siglo x v i i i . La consecuencia nihilista del his toricismo pudo haber desembocado en un regreso a la an tigua visión prehistoricista. Pero el rotundo fracaso de la pretensión práctica del historicismo, según la cual se po día reconducir la vida con una orientación mucho mejor y más firme que la que en el pasado había ofrecido el pen 5 2 Capítulo i samiento prehistoricista, no destruyó el prestigio de la su puesta revelación teórica debida al historicismo. El am biente creado por el historicismo y por su fracaso en la práctica fue interpretado como la experiencia inaudita de la situación reai del hombre como tal, una situación que en el pasado el propio hombre se había ocultado a sí mis mo con su creencia en principios universales e inmuta bles. En contraposición a la visión anterior, los historicis- tas seguían atribuyendo una importancia crucial a la visión del hombre derivada de los estudios históricos, que como tales se ocupan particular y primordialmente no de lo permanente ni lo universal sino de lo variable y lo úni co. La historia como tal parece presentarnos el patético espectáculo de una vergonzosa variedad de pensamientos y creencias y, ante todo, la extinción de todo pensamiento o creencia defendido alguna vez por los hombres. Parece mostrar que todo pensamiento humano es dependiente de contextos históricos únicos que son precedidos por con textos más o menos diferentes y que se distinguen de sus antecedentes de un modo básicamente imprevisible. Los cimientos del pensamiento humano reposan sobre una base de experiencias y decisiones imprevisibles. Habida cuenta de que todo pensamiento humano responde a una situación histórica determinada, todo pensamiento hu mano está abocado a perecer con la situación a la que responde y a ser suplantado por pensamientos nuevos e imprevisibles. La argumentación historicista se jacta hoy de contar con un amplio apoyo de los hechos históricos, o incluso de expresar un hecho evidente. No obstante, de ser este hecho tan evidente, cuesta entender como pudo haber es capado a la atención de los pensadores más destacados del pasado. En cuanto a los hechos históricos, resulta a to das luces insuficiente para sostener la argumentación his- toricista. La historia nos enseña que una visión determi El derecho natural y su enfoque histórico 53 nada se abandona en favor de otra visión por parte de to dos los hombres, o de todos los hombres competentes, o quizá
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