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CU EN TA N º 1 3. 54 7 FR AN Q U EO A P AG AR CORREO ARGENTINO CASA CENTRAL DOCTRINA Una reforma precipitada, o la desarticulación gratuita del régimen jurídico de las Administraciones públicas, por Miguel Sánchez Morón ......................................................... 1 El régimen municipal en la Provincia de Santa Fe, por Esteban Gaggiamo y Miguel Molinari ........................................................................................................................ 6 Responsabilidad del Estado y federalismo, por María Fernanda Erramuspe y Federico J. Lacava ................................................................................................................... 11 Cuatro leading cases de la Corte Suprema en materia de gas natural. Breve enunciación de sus postulados, por Carolina Guerra Bianciotti ...................................................... 14 JURISPRUDENCIA Corte Suprema Juegos de Azar: Salas de juego a bordo de buques: Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; poder de policía; límites; imposición; medida cautelar; revocación; coordinación de competencias; recurso extraordinario; procedencia (CS, noviembre 24-2015) .................................................................................................................................... 15 Federal Daños y Perjuicios: Suspensión del registro e importación de productos ópticos: lentes; disposición ANMAT 2331/05; responsabilidad extracontractual del Estado por accionar ilícito; configuración; resarcimiento; pérdida de chance; procedencia (CNCont-adm. Fed., sala II, agosto 3-2015) ..................................................................................... 16 FICHAS BIBLIOGRÁFICAS Pablo EstEban PErrino. La responsabilidad del Estado y los funcionarios públicos. Código Civil y Comercial. Ley 26.944 comentada, por Pedro José Jorge Coviello ................... 24 D i a r i o d e D o c t r i n a y J u r i s p r u d e n c i a Director: Guillermo F. Peyrano Consejo de Redacción: Gabriel Fernando Limodio Daniel Alejandro Herrera Nelson G. A. Cossari Luis Alfredo Anaya Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016 • ISSN 1666-8987 • Nº 13.904 • AÑO LIV • EDA 2016 CONTENIDO ADMINISTRATIVO SERIE ESPECIAL Sumario: rEformar Por rEformar. – Una PrEmisa EqUi- vocada. – Una sistEmática dEPlorablE. – ¿lEgislar mEjor? – normas qUE chirrían. – novEdadEs imPortantEs sin aPE- nas dEbatE. – cUEstionEs Por rEsolvEr. – Una sEgUnda oPortUnidad. Reformar por reformar Creo que no exagero un ápice si afirmo que la impre sión ampliamente predominante entre los especialistas en derecho administrativo acerca de aprobación de las nue vas Leyes de Procedimiento Común de las Administra ciones Públicas y de Régimen Jurídico del Sector Público es de estupor. Me consta que así es en el caso de los pro fesores de derecho administrativo de nuestras Universi dades y es la misma opinión que percibo mayoritariamen te entre los magistrados de lo contenciosoadministrativo que conozco. ¿Cómo es posible que la ley que regula la columna vertebral de nuestro derecho administrativo se derogue y se divida caprichosamente su contenido en dos nuevos textos legales, que mezclan materias distintas con escaso orden? ¿Cómo puede legislarse de esa manera, pa sando por encima de los rotundos dictámenes desfavora bles del Consejo de Estado –consultado además por vía de urgencia– sobre los correspondientes anteproyectos de ley, sabiendo los promotores de la iniciativa –pues así se ha manifestado en varios foros y se ha recordado en sede parlamentaria– que la opinión de la doctrina jurídica es asimismo crítica sin paliativos, tramitando los proyec tos a toda velocidad, en pleno verano, sin apenas debate real en las Comisiones de las Cámaras, sin aceptar apenas enmienda alguna? ¿Qué se diría si se hubiesen modifi cado de la misma manera, desglosándolos incluso en va rias leyes, el Código Civil o el Código Penal, por ejem plo? Y, si esto último nos parece inverosímil y resultaría inaudito, ¿por qué se lleva a cabo de manera fulminante ese tipo de reforma de la ley fundamental de nuestro dere cho administrativo? Las preguntas carecen de respuesta desde un punto de vista jurídico, como se deduce del contenido de las leyes aprobadas, según intento explicar en este breve artículo. Por lo que, en realidad, solo es posible encontrar las razo nes atendiendo a ciertas formas en que se desarrolla con harta frecuencia la actividad política y al ensimismamien to de algunos de sus protagonistas, para los que lo que más importa –y a veces lo único que verdaderamente cuenta– es el mensaje y no la realidad de las cosas. A lo que hay que sumar que, lanzado el mensaje, cualquier desviación o demora en los objetivos, por razonable que parezca, debe descartarse, como signo de debilidad o confesión implícita (e inaceptable) del error de partida. En este caso, el mensaje era el de la “reforma admi nistrativa”, ampliamente publicitado. Como es sabido, el Gobierno del Partido Popular encomendó la formulación de su programa de reformas en este aspecto a la denomi nada Comisión para la Reforma Administrativa (CORA). Una Comisión, por cierto, muy cerrada y endogámica en su composición, formada solo por altos cargos y funciona rios de la Administración del Estado, sin ninguna o escasa aportación externa. Dicha Comisión elaboró e hizo públi co su Informe general en la primavera de 2013. No es esta la ocasión para valorar el Informe y el tra bajo posterior de la citada Comisión, que sin duda tiene aspectos positivos. Reformar la Administración es siem pre una tarea necesaria para cualquier gobernante, ya que siempre hay cosas que mejorar, y es obvio que a princi pios de la década la necesidad era acuciante, habida cuen ta de la gravísima situación de las finanzas públicas. No solo eso, sino que era también una exigencia de los socios europeos y una demanda de algunos organismos interna cionales (la OCDE, en particular), como presupuesto y medio para afrontar la crisis económica. Dicho lo cual, el Informe de la CORA se centró en la simplificación admi nistrativa, la eliminación de duplicidades de servicios y competencias, el desarrollo e impulso de la administra ción electrónica y la reestructuración del sector público mediante la supresión y fusión de entes y organismos. Tareas necesarias, desde luego, aunque dejaban al margen otras reformas de mayor calado, asimismo, imprescindi bles, entre ellas, la de la Administración local, objeto de una reforma paralela en buena parte fallida, la reforma en profundidad del régimen del empleo público y, last but not least, la reforma constitucional pendiente del modelo autonómico. Es claro que algunas de esas reformas programadas por la CORA podían requerir para su ejecución la aprobación de nuevas normas legales o reglamentarias y, en su ca so, la modificación de algunas de las leyes administrati vas vigentes. Hasta puede entenderse que, en aras de la claridad y la seguridad jurídica –o de la “racionalización normativa”, por usar los términos del propio Informe de la CORA–, fuera oportuno refundir textos legales en algunas materias o sectores del ordenamiento administrativo, lo que, por cierto, no se ha hecho en la medida prevista en el propio Informe. En el caso de la legislación general sobre Una reforma precipitada, o la desarticulación gratuita del régimen jurídico de las Administraciones públicas(*) por Miguel Sánchez Morón(**) Nota de Redacción: Sobre el tema ver, además, los siguientes trabajos publicados en El Derecho: El proceso administrativo ante el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa de México, por Mi guel Alejandro López Olvera y Javier Santiago Sánchez, EDA, 2006709; A propósito del dogma revisor: efectiva tutela judicial en la provincia de Tucumán, por Fernanda Moray de Torres Paz, EDA, 2007505; El poder disciplinario en Uruguay, por Rubén Flores Darkevicius, EDA, 2007660; El nuevo tribunal administrativo especial en materia de contratos públicos regulado en la ley 34/10 de 5 de agosto del Reino de España, por Jorge Buján y Jaime RodríguezArana Muñoz, EDA, 2012463; Doctrina Chevron: su significado en el dere- cho estadounidense y su aplicabilidad en la Argentina, por Juan Cruz Azzarri y Daniel R. Ortiz, EDA, 2012479; García de Enterría: El constructor del moderno derecho administrativo español e iberoameri- cano, por Juan C. Cassagne, EDA, 2013740; Diseño legal y realidad práctica del recurso de casación en el orden contencioso-administrativo español. Una reflexión a los veinte años de su implantación, por Lucia no Parejo Alfonso, EDA, 2013829. Todos los artículos citados pue den consultarse en www.elderecho.com.ar. (*) Publicado en El Cronista del Estado Social y Democrático de De recho, núm. 56, Madrid, Editorial Iustel. (**) Catedrático de Alcalá de Henares. Fundador y Primer Director: jUlio rodolfo comadira Director: PEdro j. j. coviEllo Colaboradores: jUan crUz azzarri - fabián o. canda - marcElo gUstavo carattini - jUlio Pablo comadira - alEjandro a. domíngUEz bEnavidEs - carolina gUErra bianciotti - miriam ivanEga - laUra m. monti dE hitzfEldEr - jorgE mUratorio - Pablo EstEban PErrino - jUan Pablo PErrino - artUro Emilio rasPi - Patricio marcElo E. sammartino - néstor omar scarlatta - oscar agUilar valdEz - maría sUsana villarrUEl Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20162 el régimen jurídico de las Administraciones públicas podía considerarse lógico, por ejemplo, refundir en un mismo texto legal la normativa tradicional y la más reciente so bre administración electrónica. De la misma manera, la legislación sobre organización y funcionamiento de la Ad ministración del Estado podría completarse con otras nor mas de organización y funcionamiento del sector público estatal, hoy dispersas en otras leyes. Es más, se podría ha ber aprovechado la ocasión para reformar parcialmente la legislación administrativa general en algunos aspectos que seguramente lo merecen, así como para recoger la doctrina establecida por los Tribunales nacionales y europeos en relación con otros. Lo que no se explica es que, en ese contexto y para los fines de la reforma administrativa programada, fuera pre ciso –y ni siquiera útil– poner patas arriba la legislación básica sobre el régimen jurídico de las Administraciones públicas y sobre el procedimiento administrativo común. Pero el Informe de la CORA afirma lo contrario, sobre una base argumental endeble y errónea, como se dirá. No obstante, el apoyo incondicional y acrítico de los miembros del Gobierno competentes en la materia y la misma dinámica política y propagandística de la reforma emprendida –parte de un Programa Nacional de Reformas aireado dentro y fuera de nuestras fronteras–, junto a la mayoría absoluta de que disponía en el Parlamento, han hecho el resto. Da la impresión también, a juzgar por lo que se ha puesto de relieve en informes y comparecencias públicas, que lo esencial de la reforma administrativa em prendida no eran tanto los contenidos sino las cifras. Unas cifras en cierto modo “mágicas”: tantos miles de entes pú blicos suprimidos (sin demasiada concreción, por cierto, y sin distinguir si lo son por extinción o por mera fusión con otros); tantos miles de millones de euros de ahorro, cantidad que ha ido creciendo mes a mes, pero que nadie se ha preocupado por justificar y precisar; tantas medidas de las previstas definitivamente aprobadas... De hecho, la reforma de la legislación administrativa general parece ser, sobre todo, una más de las doscientas no sé cuántas pro puestas por la CORA. Había que aprobarla, pues, contra viento y marea y antes de finalizar la legislatura. Y, por tanto, sin apenas discusión pública, con los informes y trámites estrictamente imprescindibles y, si fuera nece sario –como ha sucedido en la práctica–, abusando de la mayoría parlamentaria. Objetivo cumplido. Una premisa equivocada Entremos ahora en el fondo. De acuerdo con lo que se expone en el Informe de la CORA, la razón para abordar la reforma de la legislación administrativa general es la siguiente: “En el derecho español, la normativa reguladora de las Administraciones Públicas ha pasado por diferentes etapas. Tradicionalmente, las reglas reguladoras de los aspectos orgánicos del Poder Ejecutivo estaban separadas de las que disciplinaban los procedimientos. Esta sepa ración terminó con la ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que unificó en un instrumento la competencia estatal para regular estas materias previstas en el art. 149.1.18ª de la Constitución Española. ”La evolución normativa posterior se ha caracterizado por la profusión de leyes, reales decretos y demás dispo siciones de inferior rango que de forma ora independiente, ora modificando el derecho vigente, han completado de manera un tanto deslavazada la columna vertebral del de recho administrativo. De este modo, nos encontramos en el momento actual normas que regulan aspectos orgánicos (ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funciona miento de la AGE; ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno; ley 28/2006, de 18 de julio, de Agencias Esta tales para la Mejora de los Servicios Públicos), normas or denadoras del procedimiento, otras que, sin estar integra das en ninguna de las anteriores, tratan aspectos de unas, otras o ambas (ley 11/2007, de 22 de junio, de Acceso Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos), y, por último, disposiciones que mezclan ambos géneros (ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Adminis trativo Común). ”Resulta, por tanto evidente, la necesidad de dotar a nuestro derecho público de un sistema administrativo sis temático, coherente y uniforme, de acuerdo con el pro yecto general de mejora de la calidad normativa descrito anteriormente”. Dejando al margen los defectos de redacción (por ejemplo, “un sistema... sistemático”), la premisa de la que se parte no responde a la realidad, pues desconoce o malinterpreta justamente el criterio sistemático de orde nación de nuestra legislación administrativa, histórica y vigente. Así lo puso de relieve, con toda claridad, el Con sejo de Estado en sus dictámenes 2015/274 y 2015/275, sobre los anteproyectos de ley ahora aprobados. No es cierto que la legislación general administrativa que se ela boró en los años cincuenta –esta sí de alta calidad téc nica– separara los aspectos “orgánicos” de los “proce dimentales” en dos leyes diferentes. Por el contrario, la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 incluía, más allá de lo que daba a entender su denominación, el régimen general aplicable a todas las Administraciones públicas, incluyendo un capítulo sobre los órganos admi nistrativos, mientras que la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado contenía fundamentalmente la regulación de los órganos de esta, aunque con alguna adición (por ejemplo, los preceptos sobre responsabilidad patrimonial de la Administración). A su vez, la ley 30/1992, respetando ese mismo cri terio, adaptaba la legislación administrativa general a la distribución de competencias establecida por el art. 149.1.18ª de la Constitución, de manera que en ese solo texto legal se incluyeron los aspectos del régimen jurídi co, básico o de competencia exclusiva del Estado, apli cables a todas las Administraciones públicas, y así los principios y reglas de relación entre ellas y con los ciuda danos, el régimen general de los actos y las disposiciones administrativas, el procedimiento administrativo común, las normas básicas en materia de sanciones administrati vas y el régimen legal de la responsabilidad patrimonial. Aparte se reguló en esos mismos años, sustituyendo a la Ley de RégimenJurídico de la Administración del Estado de 1957, la organización de la Administración General del Estado y sus entidades dependientes, mediante la ley 6/1997, del 14 de abril (LOFAGE), con carácter obvia mente no básico, distinguiendo además la Administración del Gobierno, dada la naturaleza esencialmente políti ca de este órgano, que se reguló en otra ley distinta (ley 50/1997, del 27 de noviembre). Con independencia de las críticas de que pudiera ser objeto el contenido de estas dos leyes, y en particular, de las no escasas que se formularon en su día contra la ley 30/1992 –otra ley, por cierto, preparada en el estrecho ám bito interno de un Ministerio, aunque mucho más debatida antes y durante su tramitación parlamentaria–, el criterio sistemático de la legislación administrativa aprobada en los años noventa (por sucesivos gobiernos de distinto sig no, por lo demás) era claro y coherente. Por un lado, se ordenaban las normas básicas del régimen jurídico de las Administraciones públicas y las del procedimiento común, aplicables a todas ellas, incluyendo algunas –las menos– de contenido organizativo, y en otro texto distinto se re fundían las normas legales sobre la organización y funcio namiento de la Administración del Estado. Este esquema, plenamente adaptado a la distribución constitucional de competencias, era continuación del que siguieron las gran des leyes de los años cincuenta en líneas generales. Tam poco es verdad, por tanto, que la ley 30/1992 unificara en un solo texto las normas orgánicas y las de procedimiento. Pero es que, además de unas y otras, hay aquellas que regulan las relaciones administrativas desde un punto de vista sustantivo, que el Informe de la CORA parece no identificar como tal, y que tienen su acomodo natural en la ley 30/1992, porque disciplinan instituciones nucleares del régimen administrativo, como, por ejemplo, la potes tad sancionadora y la responsabilidad patrimonial, ya sean normas de carácter básico u objeto de la competencia ex clusiva del Estado. Ese error en el punto de partida y su corolario dog mático, esto es, la conveniencia de regular en dos textos legales distintos el “régimen jurídico de las Administra ciones públicas”, incluyendo los aspectos no básicos de la legislación estatal –que quiere decir, en la práctica, los aspectos organizativos–, y el “procedimiento administra tivo común”, incluyendo las relaciones electrónicas de la Administración con los ciudadanos, ha llevado a fragmen tar dos leyes que mantenían una coherencia interna, susti tuyéndolas por otras dos que no la tienen y que, por ello, serán más difíciles de interpretar y de aplicar. Máxime cuando los redactores de estas han querido disponer de manera rígida e inflexible la separación entre las normas de procedimiento y todas las demás, fueran básicas o no, organizativas o relacionales. Así lo puso de manifiesto el Consejo de Estado en los dos dictámenes que evacuó sobre los anteproyectos de las dos nuevas leyes. Y no podemos sino compartir su autori zada opinión. La reforma introduce “un alto grado de con fusión” por mezclar disposiciones de diferente naturaleza y contenido, “perturbando sensiblemente el buen orden que debería perseguir la regulación en este ámbito” y “di ficulta una comprensión unitaria de la materia regulada”, “dando lugar a remisiones y duplicidades injustificadas” y “dificultando la identificación de las disposiciones de carácter básico”. “En definitiva –observa el Consejo de Estado–, el en foque que inspira la reforma proyectada (...) no entronca con la tradición jurídicoadministrativa de nuestro ordena miento; antes bien, supone una quiebra del esquema hasta ahora seguido en el derecho administrativo positivo espa ñol, generando una fractura del tratamiento sistemático que tradicionalmente han recibido el régimen de organi zación y funcionamiento de las Administraciones Públicas y la regulación del procedimiento administrativo. Tal rup tura, lejos de servir al fin de clarificación y simplificación que pretende alcanzarse, introduce una notable confusión en el ordenamiento, planteando una serie de inconvenien tes que evidencian la rigidez del esquema seguido y su insuficiencia para lograr una adecuada regulación de tales materias”. Una sistemática deplorable En efecto, lo primero que padece a consecuencia de la reforma legal es la ordenación sistemática del núcleo esen cial de nuestro derecho administrativo. No solo constituye un problema haber mezclado en ambas nuevas leyes, en especial en la Ley del Régimen Jurídico del Sector Público, preceptos de carácter básico o derivados de la competencia exclusiva del Estado con otros que no lo son. Dicho sea ahora, al margen de si esa confusión comporta también alguna invasión de compe tencias autonómicas, sobre lo que luego se dirá. Es que no se entiende en absoluto por qué determinadas materias que responden a una unidad temática, y que por ello han teni do hasta la fecha su regulación legal armónica en un solo texto, ahora aparecen desglosadas o desarticuladas entre las dos nuevas leyes aprobadas. Carece de lógica, por ejemplo, que la normativa sobre las relaciones electrónicas de los ciudadanos con las Ad ministraciones públicas aparezca separada en uno y otro texto legal, pues no se ve la razón para deslindar rígida mente las normas sobre el “funcionamiento” electrónico del sector público (sedes y archivos electrónicos, sistema de identificación, firma electrónica, etc.) de las normas sobre las comunicaciones electrónicas con los ciudadanos y la tramitación electrónica de los procedimientos, cuando todas ellas guardan una conexión directa. Parece también poco razonable que los principios ge nerales de la actividad de las Administraciones públicas y de sus relaciones con los ciudadanos se separen de la regulación de los procedimientos administrativos, en los que alcanzan su máxima expresión. No se comprende tam poco por qué una regulación que se aplica en el marco de los procedimientos administrativos, como es la relativa a la abstención y recusación, no se incluye en la Ley del Procedimiento Común sino en la del Sector Público. O que, ya dentro de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, los convenios entre Administraciones se regulen en un título diferente al que se dedica a las “relaciones interadministrativas”. Pero, sobre todo –y por no apurar los ejemplos–, es absurdo haber dividido entre las dos leyes la regulación básica o general de dos instituciones esenciales del dere cho administrativo, como son la potestad sancionadora y la responsabilidad patrimonial de la Administración. Co mo señaló el Consejo de Estado en sus dictámenes, no se trata en este caso de meros “procedimientos especiales” sino de auténticas instituciones que integran aspectos or gánicos, sustantivos y procedimentales y que, por ello, requieren un tratamiento unitario. Particularmente, en el caso del ejercicio de la potestad sancionadora, tan rele 3Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016 vantes son los principios y reglas sustantivos como los de procedimiento, que entroncan directamente con derechos constitucionales, por lo cual regular estos últimos como simples reglas especiales de procedimiento oscurece y rebaja su significado jurídico. Resulta incomprensible la ocurrencia de separar en dos textos legales esto que siem pre ha formado parte de uno solo, y más incomprensible aún que no se hayan atendido por el Gobierno la crítica demoledora y las sugerencias que el Consejo de Estado formuló al respecto, que se resumen en el siguiente párra fo del dictamen 2015/275: “En todo caso, la regulación de la potestad sancionado ra y de la responsabilidad patrimonial deberá siempre rea lizarse de forma integral, contemplando de forma unitaria los requisitos sustantivos y los principios procedimentales de aplicación en ambas materias, dado que unos y otros constituyen aspectos esencialesde su ordenación y, por ello, tienen un indudable sentido institucional”. En la práctica será ahora más difícil, sobre todo para los no avezados (que son tantos en esta materia, inclusive entre los profesionales del derecho), encontrar en los nue vos textos legales ciertos preceptos –por ejemplo, los que regulan, caso por caso, las “especialidades” de los proce dimientos sancionador y de responsabilidad patrimonial–, intercalados entre otros más generales. Y para comprender la regulación de esas y otras materias, los interesados y sus asesores deberán manejar dos textos legales diferentes y buscar sus conexiones. En definitiva, lo verdaderamente coherente y sistemáti co, puestos a reformar en algunos aspectos la legislación administrativa general, hubiera sido mantener al menos un esquema similar al tradicional y al vigente: una ley que re gule todas las normas básicas o de competencia exclusiva del Estado sobre el régimen jurídico de las Administra ciones públicas, de conformidad con el art. 149.1.18ª de la Constitución (con exclusión, obviamente, del régimen local, los contratos y concesiones y la función pública, que tienen legislación propia y separada); y otra ley que regule la organización de la Administración del Estado y los organismos que de ella dependen. La primera inclui ría necesariamente reglas sustantivas y de procedimiento, más algunas de carácter orgánico –aunque necesariamente muy pocas– que puedan tener carácter básico. Al efecto, la reforma podría haberse ceñido a modificar o completar en algunos extremos la propia ley 30/1992 o a elaborar otra nueva y quizá algo más extensa, integrando en ella la regulación de la administración electrónica. Dicho sin perjuicio de que, por conexión y por razones de claridad, pudieran incorporarse a ella algunos preceptos no básicos, pues ningún criterio debe aplicarse de manera inflexible si perjudica la calidad de un texto legal y su correcta com prensión. La segunda ley debería seguir el modelo de la actual LOFAGE o simplemente haber modificado parcial mente esta, incorporando, en su caso, disposiciones sobre el sector público estatal –sociedades, fundaciones, con sorcios...– que hoy figuran en otros textos. Y sin excluir tampoco, por idénticas razones de conexión, que pudie ra dotarse excepcionalmente de carácter básico a algunos preceptos. ¿Legislar mejor? Por las razones no jurídicas más arriba expuestas no se ha querido legislar así, pese a la opinión razonada y contundente del Consejo de Estado. Con lo cual, paradó jicamente, el resultado contrasta con los objetivos de cali dad regulatoria o de coherencia y sistematicidad que dice perseguir la iniciativa de la reforma. Las apelaciones a los principios de better and smart regulation en la Exposición de Motivos de la Ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, principios que se recogen ahora expresamente en el Título VI de esta ley, en sustitución del art. 4º de la Ley de Economía Sosteni ble, resultan irónicamente desmentidas o traicionadas de hecho, en virtud de la mala calidad técnica de los dos tex tos aprobados. No ya solo por la quiebra de la sistemática de nuestra legislación administrativa general, como acaba de exponerse, sino también por otros motivos, que atañen tanto a la forma de elaboración y tramitación de las nuevas leyes como a su contenido. Si, como ahora establece el art. 129.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administra ciones Públicas, la actividad legislativa ha de ajustarse a principios de necesidad y eficiencia, entendiendo por tal que “la iniciativa debe estar justificada en una razón de interés general, en la identificación clara de los fines y en consistir en el instrumento más adecuado para garantizar su consecución”, la reforma que comentamos no se atiene a aquellos. No quiero decir con ello que la legislación todavía vigente no precise de ninguna reforma o modifi cación. Al contrario, la requiere en algunos aspectos por su falta de claridad o por obsolescencia, como después señalaré. Y algunos de los nuevos preceptos de las dos leyes que acaban de aprobarse son, sin duda, oportunos y acertados. Pero no había necesidad alguna de trasto car por entero el régimen jurídico básico o general de las Administraciones públicas, ni la propuesta normativa de la CORA era la más idónea para abordar los problemas pendientes. Ni siquiera era imprescindible, contra lo que el Informe de la CORA afirma, una refundición general de la legislación sobre la materia, pues, aun contenida en varios textos legales que completan la ley 30/1992 (y la LOFAGE), el ordenamiento en vigor no ofrecía la imagen “deslavazada” que en el Informe se dice –y en ello insis te también el Consejo de Estado en sus dictámenes–, ni planteaba problemas graves de interpretación sistemática y de aplicación, sino que era fácilmente comprensible y manejable. Menos aún se ha respetado el principio de proporcio nalidad, que exige (art. 129.3 de la misma ley) que toda iniciativa normativa debe “contener la regulación impres- cindible para atender a la necesidad a cubrir con la nor ma”. Si, como sucede, la mayor parte de las normas con tenidas en las nuevas leyes figuraban ya en aquellas que deroga, ¿qué necesidad había de sustituirlas por entero? Inevitablemente esa sustitución en bloque obligará a los aplicadores del derecho a recolocar –o resetear, como se diría en un lenguaje más moderno– sus conocimientos y su memoria del derecho, planteará a jueces, abogados y funcionarios públicos algunas dudas de interpretación de la voluntad del legislador, aparte de arrojar a la basura, como dijera Julius von Kirchmann, bibliotecas ente ras, imponiendo el uso de nuevas recopilaciones de tex tos legales, manuales revisados y otros materiales para la consulta y para la enseñanza del derecho administrativo. Algo que, por cierto, tiene también un coste económico, en el que los promotores de la iniciativa no parecen haber reparado. ¿Qué opinar, en este caso, a la luz del principio de seguridad jurídica, que conforme al art. 129.4 de la nueva Ley del Procedimiento Común impone que las iniciati vas legislativas se ejerzan “de manera coherente con el resto del ordenamiento jurídico, nacional y de la Unión Europea, para generar un marco normativo estable, pre decible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión”? Basta aquí con compartir las observaciones del Consejo de Estado sobre los efec tos contradictorios de la nueva legislación con los fines de coherencia y claridad en que pretende fundarse. Pues, para legislar bien, no basta voluntad política ni propósi tos grandilocuentes, sino que se requiere también un pro fundo conocimiento de la materia sobre la que se opera, sensatez y prudencia para valorar los cambios por intro ducir y sus consecuencias, así como una pizca al menos de modestia para escuchar opiniones y recibir las críticas razonadas. ¿Cómo puede apelarse en este caso a la calidad de las leyes, cuando una iniciativa de tal calado no se ha someti do a debate previo entre los expertos en derecho adminis trativo de la Magistratura, de la Universidad, de la Abo gacía y del conjunto de las Administraciones?; cuando se consulta por vía de urgencia al supremo órgano consultivo del Gobierno y se pasa por alto, sin justificación expresa alguna, su fundada oposición al conjunto de la reforma y a muchas de sus novedades; cuando se someten unos pro yectos de tal envergadura y oficialmente tan criticados a un trámite parlamentario exprés, rechazando por principio cualquier enmienda y sin verdadero debate sobre su finali dad y contenido. Pero no se trata solo de que la reforma legal propuesta por la CORA no respete esos principios o incurra en un craso error de sistemática. Este pésimo ejemplo de cali dad regulatoria se manifiesta también en el contenido de muchas de las normas novedosas queintroduce, que no se ve compensado por otras que son acertadas. Podemos, sin ánimo de exhaustividad –que no es posible en estas breves páginas– señalar algunos ejemplos. Normas que chirrían Como en toda reforma de esta entidad, las novedades que aporta son opinables y, sin duda, no todas merecen el mismo juicio ni serán valoradas por igual entre los comen taristas y aplicadores del derecho. Pero, con independen cia de que hubiera sido altamente conveniente recabar más opiniones cualificadas antes de su aprobación, hay en los dos nuevos textos legales preceptos claramente criticables por diversos motivos. Algunas reglas parecen responder a planteamientos dogmáticos que chocan con el conjunto de nuestro orde namiento y con la propia realidad, lo que las hace poco comprensibles o de difícil aplicación. Así y sin ir más le jos, llama la atención la definición del “ámbito subjetivo de aplicación” de la Ley del Procedimiento Común (art. 2º), en cuanto incluye las entidades privadas del sector público o dependientes o vinculadas a las Administracio nes públicas. Debe tenerse en cuenta que lo que esa ley regula, según su art. 1º, es en sustancia el régimen de los actos administrativos, el procedimiento administrativo co mún “de las Administraciones públicas” y los principios de ejercicio de la iniciativa legislativa y de la potestad re glamentaria, materias que hasta ahora han sido ajenas a la actividad de las entidades privadas del sector público y su régimen jurídico, precisamente de derecho privado. El art. 2.2.b) matiza que la ley solo es aplicable a dichas entida des privadas en cuanto a las normas que específicamente se refieran a ellas –y que no nos ha sido posible encontrar a lo largo de su articulado–, así como “cuando ejerzan potestades administrativas”. A este último respecto, se viene a dar por sentado que tales entidades privadas pue den ejercer “potestades administrativas”, sin determinar en absoluto a qué potestades se refiere el legislador. Con ello se quiebra, por cierto, el criterio contrario hasta ahora mantenido por nuestra legislación y jurisprudencia, y ello sin el más mínimo debate público sobre tal cuestión, que no es menor. Sin embargo, la paralela Ley de Régimen Jurídico del Sector Público aclara por relación a las socie dades mercantiles del sector público estatal que (art. 113) “en ningún caso podrán disponer de facultades que im pliquen el ejercicio de autoridad pública, sin perjuicio de que excepcionalmente la ley pueda atribuirle el ejercicio de potestades administrativas”. Por lo que se refiere a las fundaciones del sector público, el art. 128.2 de esta última ley reitera lo que ya establecía el art. 46.1 de la Ley Estatal de Fundaciones, esto es, que las fundaciones del sector público “no podrán ejercer potestades públicas”. En suma, solo las sociedades mercantiles del sector público podrían ejercer, y ello en virtud de ley especial y como excepción, determinadas “potestades administrativas”, que no se sabe cuáles puedan ser, ya que no pueden suponer “el ejercicio de autoridad pública”. Quizá la ley esté pensando en fun ciones de verificación o control (industrial o ambiental, por ejemplo), que ya hoy pueden ejercer sujetos privados u otras similares. Pero, en tal caso, es mucho decir que ha de aplicarse la Ley del Procedimiento Común, lo que viene a suponer que se atribuye a las decisiones corres pondientes de tales entidades privadas la naturaleza de ac tos administrativos, que han de elaborar tales decisiones tramitando un verdadero procedimiento administrativo y que pueden ser objeto de los recursos administrativos que la ley regula. Si el legislador ha querido decir esto –cosa Novedades Mauricio Boretto COLECCIÓN CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL DE LA NACIÓN La persona jurídica ISBN 978-987-3790-19-5 161 páginas FONDO EDITORIAL Venta telefónica: (11) 4371-2004 Compra online: ventas@elderecho.com.ar www.elderecho.com.ar Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20164 que dudo–, me temo que sea una opción poco meditada. Y si no lo ha querido decir, ¿a qué viene incluir en el ámbito subjetivo de aplicación de la Ley del Procedimiento Co mún a las entidades privadas del sector público? Desgraciadamente, no es esa la única norma sorpren dente que se encuentra en las nuevas leyes. Otras lo son porque invaden manifiestamente competencias de las Co munidades Autónomas, tal como observó el Consejo de Estado en sus dictámenes. Así, por ejemplo, no parece ba jo ningún concepto, conforme al orden constitucional de competencias que la legislación básica pueda imponer a los Gobiernos autonómicos, la revisión o evaluación pe riódica de su normativa y la obligación de plasmarla en un informe público o de aprobar un Plan Anual Normativo o la forma de elaboración de sus iniciativas legislativas y re glamentos. Ya que esas obligaciones inciden en el núcleo de la actividad gubernativa autónoma, es decir, en la forma de ejercicio de sus competencias por cada Gobierno. En otros casos se incluyen en una u otra ley regula ciones demasiado prolijas y minuciosas, más propias de un reglamento que de una norma legal básica. Se dota así a la materia correspondiente de una rigidez innecesaria, que puede dificultar la adaptación de la regulación a las circunstancias cambiantes. Es el caso, por ejemplo, de las normas sobre los registros electrónicos (art. 16 de la Ley del Procedimiento Común) o la emisión de documentos y copias electrónicas (arts. 26 y 27 de la misma ley), o de la que regula la remisión de datos al Inventario del Sector Público (art. 83, Ley de Régimen Jurídico del Sector Pú blico). Sucede, además, que en algunos casos se ha que rido completar la legislación básica con algunas normas de los reglamentos de desarrollo de la ley 30/1992 –es decir, el del procedimiento sancionador y el de los proce dimientos de responsabilidad patrimonial– o de la Ley de Acceso Electrónico. Pero, aparte de que con ello se reduce la potestad legislativa autonómica de manera innecesaria, no siempre la elevación del rango de anteriores preceptos reglamentarios se hace con tino, por su contenido detallis ta. Como desatinada es la derogación sin más de los pre ceptos de los reglamentos de desarrollo de la ley 30/1992 que no se incorporan a las nuevas leyes, lo que puede crear un preocupante vacío normativo. Otras de las nuevas normas pecan de falta de realismo. Algunas de ellas derivan de la pretensión –casi obsesi va– de los impulsores de las nuevas leyes de generalizar el modelo de administración electrónica y “suprimir el papel” en la actividad de las Administraciones y sus rela ciones con los ciudadanos. Aunque el objetivo sea loable, resulta francamente problemático que todas las notifica ciones se practiquen a través de las sedes electrónicas de cada Administración o de una dirección electrónica ha bilitada (art. 43, Ley del Procedimiento Administrativo Común), o que en las solicitudes que se dirijan a la Admi nistración el solicitante deba indicar obligatoriamente el “código de identificación” del órgano receptor (art. 63.1 de la misma ley). Pero sobre esto me extenderé ensegui da. De la misma manera, es poco realista generalizar la regulación de un procedimiento administrativo abrevia do con plazos de tramitación muy cortos (art. 96), cuyo modelo es el que figura en el actual Reglamento de los procedimientos en materia de responsabilidad patrimo nial de las Administraciones Públicas, apenas utilizado en la práctica. Hay normas sencillamente incomprensibles, como la que viene a excluir el carácter de Administración pública de las universidades públicas (art. 2.3 de ambas leyes), de forma incoherente con otras leyes en vigor (como la de Contratos del Sector Público o el Estatuto Básico del Em pleado Público). O como la que condiciona la revocación de los actos administrativos desfavorables a que “no haya transcurrido el plazo de prescripción” (art. 109 de la Leydel Procedimiento Común), sin explicar a qué prescrip ción se refiere. En otros casos no se ha tenido en cuenta la doctrina de los tribunales o, como en la regulación de la responsabili dad patrimonial por actos del Poder Legislativo derivada de la declaración de inconstitucionalidad de una ley (art. 32.4 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público), parece querer rectificarse la doctrina legal consolidada, ya que se condiciona la indemnización –nada menos– a que el interesado haya obtenido una sentencia firme desesti matoria de un recurso contra la actuación administrativa que aplicó la ley posteriormente anulada y hubiera alegado (en el proceso correspondiente, se sobreentiende) la in constitucionalidad de esta. En fin, y por no aludir a tantas otras normas de defec tuosa redacción o de conceptos imprecisos, quedémonos con la siguiente “guinda” que se lee en el art. 37.2 de la Ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas: “Son nulas las resoluciones administrativas que vulneren lo establecido en una dis posición reglamentaria, así como aquellas que incurran en algunas de las causas recogidas en el art. 47”. Puesto que este último artículo enuncia las causas de nulidad de pleno derecho, ¿quiere decirse que, además de en tales casos, tiene el mismo efecto jurídico la vulneración de cualquier simple disposición reglamentaria?; ya puestos, por qué no, en cambio, la infracción de una disposición legal o constitucional o de derecho europeo. Esto es algo inconcebible en el marco de nuestro derecho administrati vo, aparte de que resulta contradictorio con la regulación de la revisión de oficio de actos nulos, que se refiere solo a los supuestos de nulidad previstos en el art. 47.1 (art. 106.1 de la Ley del Procedimiento Común). Por eso el precepto es difícil de entender en sus estrictos términos, aparte de que genera de por sí una enorme inseguridad ju rídica, pues no es posible imaginar cómo podrá aplicarse por los diferentes operadores jurídicos, ya que no todos tienen, por desgracia, sólidos fundamentos teóricos de de recho administrativo. Novedades importantes sin apenas debate Todo lo expuesto no excluye constatar que las nuevas leyes aportan también novedades de interés y positivas en ciertos aspectos, aunque no muy numerosas. Pero, aparte de que su introducción en nuestro derecho no precisaba en absoluto de una fragmentación asistemática de los tex tos legales vigentes, por lo que se refiere a las de mayor entidad jurídica hubiera sido necesario, o al menos muy conveniente, abrir un debate amplio y sosegado con ca rácter previo a la elaboración de los anteproyectos, o bien, tras su aprobación, a la vista de los dictámenes del Conse jo de Estado. De estas novedades destaca, como ya se ha dicho, la regulación de las relaciones electrónicas entre la Admi nistración y los ciudadanos, que en buena medida recoge la ya establecida en la Ley de Acceso Electrónico de los Servicios Públicos y en parte de su Reglamento, pero va más allá. Sin duda el tránsito de unas relaciones adminis trativas basadas en el papel y la notificación domiciliaria a otra de archivos, expedientes y comunicaciones elec trónicas es un objetivo primordial de modernización en el que hay que perseverar. Por la misma evolución de los usos sociales es algo que se va a ir imponiendo en un fu turo próximo hasta generalizarse probablemente. Ello, no obstante la Ley del Procedimiento Administrativo Común parece querer quemar etapas y piensa más en cumplir el objetivo que en las garantías reales de los ciudadanos, ya que no todos tienen ni tendrán la posibilidad real de comu nicarse con la Administración por medios electrónicos ni de acceder con facilidad a las notificaciones que reciban por esa vía. Es cierto que, en principio, la ley reconoce a las personas físicas –no a las jurídicas– el derecho a comu nicarse con la Administración por medios electrónicos o no, a su elección (art. 14.1). Sin embargo, cada Adminis tración (por ejemplo, cada ayuntamiento) podrá imponer reglamentariamente la obligación de relacionarse con ella por medios electrónicos a ciertas personas físicas o ciertos colectivos y en ciertos procedimientos (art. 14.3). Aunque esa posibilidad queda sujeta a que quede acreditado que los interesados tienen la disponibilidad de acceso a los medios electrónicos necesarios, la regla puede dar lugar a una enorme diversidad de situaciones, por lo que hubiera sido mejor que tal obligación pudiera imponerse solo por ley especial. Del mismo modo, los arts. 9.2 y 10.2 per miten a cada Administración determinar qué sistemas de identificación electrónica y de firma electrónica admiten, lo que puede obligar a las personas jurídicas y, en su caso, a los ciudadanos a disponer de varios de esos sistemas a la vez. De otro lado, para aquellos casos en que sea obligado relacionarse con la Administración por vía electrónica, el art. 43 establece un sistema de notificación consistente en la comparecencia del interesado, debidamente identifica do, en la sede electrónica de cada Administración, lo que debe hacer en el plazo máximo de diez días desde que la notificación se haya puesto a disposición en esa sede, pues de lo contrario se la considera rechazada. Se añade que la comparecencia podrá realizarse también a través de un Punto de Acceso General, pero no se sabe cuándo estará operativo ni si, realmente, todas las notificaciones serán fácilmente accesibles desde él. Y aunque, según el art. 41.6, las Administraciones deben enviar un aviso de que una notificación está disponible al dispositivo elec trónico o dirección de correo electrónico que el interesado hubiera comunicado, la falta de ese aviso no impide que la notificación sea plenamente válida. Por tanto y en la prác tica, se obliga a los interesados a visitar con frecuencia las sedes electrónicas de las diferentes Administraciones con las que pudieran tener una relación –no solo en procedi mientos iniciados a su solicitud, sino también de oficio– so pena de considerar que han rechazado una determinada notificación a la que no han accedido. Como ya señaló el Consejo de Estado, y aun suponiendo que los mecanismos de garantía previstos por la ley –Punto de Acceso General y avisos electrónicos– funcionen de verdad, se trata de una carga excesiva que podría plantear problemas serios de seguridad jurídica. Hubiera sido mejor, por ello, que la notificación se practique a través de los dispositivos o correos electrónicos que los interesados identifiquen –en su caso obligatoriamente– ante la Administración o dotar a los avisos personales de la naturaleza de condición de validez o eficacia de las notificaciones por comparecencia en una sede electrónica. Algo similar sucede con la obligación de que quienes dirijan una solicitud a la Administración por vía electró nica tengan que señalar obligatoriamente el código de identificación electrónica del órgano al que se dirigen (art. 66.1.f] de la Ley del Procedimiento Administrativo Co mún), lo que para muchos ciudadanos –mejor dicho, para casi todos– será difícil de conocer a priori. En todos estos casos los redactores de la ley (es decir, los de los anteproyectos, dado que su texto ha pasado al Boletín Oficial sin tener en cuenta las críticas del Consejo de Estado y sin ningún debate real en las Cámaras par lamentarias) han pensado más en las conveniencias de la Administración que en las garantías de los ciudadanos, ya sean personas físicas o jurídicas. Tampoco parecen haber tenido en cuenta que hay varios miles de Administraciones públicas a las que la ley se va a aplicar, incluyendo los municipios más pequeños, y que no todas tienen la misma facilidad para adaptarse a los requerimientos de gestión electrónica. Para remediar estos problemas y hacer posible las relaciones electrónicas con la Administración en todo caso, la ley alude a unas oficinas de asistencia en materiade registros, en las que uno o varios funcionarios ayuda rían a los interesados en esos trámites. Pero no está claro qué Administración o Administraciones deben crearlas ni cuándo existirán en realidad, ni de cuántas de esas oficinas se compondrá la red, que habría de cubrir necesariamente todo el territorio nacional, ni qué proximidad tendrán a los ciudadanos ni, en fin, cuál podría ser el coste burocrático de esa nueva red de comunicación con las Administracio nes públicas. Probablemente por ser consciente de los problemas de implantación de ese régimen de administración electró nica, la Disposición Final Séptima de la Ley del Proce dimiento Administrativo Común retrasa dos años la en trada en vigor de las previsiones de la ley sobre registros electrónicos, punto de acceso general electrónico de la Administración y archivo electrónico único, que son cla ves para dicha implantación, aunque no otras previsio nes conexas. Pero, dado que no había prisa, hubiera sido conveniente una reflexión más abierta y participada sobre todos estos problemas, entre otras cosas a la luz de las recientes experiencias de la administración electrónica ya en acto, sea en el ámbito tributario, de tráfico y seguridad vial u otros. Lo mismo podría decirse de otra de las novedades más relevantes de la nueva regulación, que es la relativa al de ber de colaboración de los ciudadanos con la Administra ción facilitando informes, inspecciones y otros actos de in vestigación. Hasta ahora la concreción de ese deber y sus términos quedaba remitida por entero a lo dispuesto en las leyes (art. 39, LRJPAC), esto es, en las normas sectoriales con rango de ley en que así se establece. Ahora se dispone, con carácter supletorio y a falta de previsión expresa en la legislación sectorial, un deber de colaboración general con la misma finalidad y siempre que cada Administra 5Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016 ción lo requiera para el ejercicio de sus competencias (art. 18, Ley del Procedimiento Común). Los límites o excep ciones que se señalan a ese deber general son solo que “la revelación de la información solicitada” (pero no otras obligaciones de colaboración) atentara contra el honor, la intimidad personal o familiar, o “supusieran la comunica ción de datos confidenciales de terceros de los que tengan conocimiento por la prestación de servicios profesionales de diagnóstico, asesoramiento o defensa, sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación sobre blanqueo de capitales y financiación de actividades terroristas”. Es una norma demasiado abierta e inconcreta, de límites escasos (para digmáticamente, ni siquiera respeta de manera expresa el secreto de confesión), que puede dar lugar a abusos. Por eso era mejor remitir sin más la regulación de este tipo de deberes a las normas sectoriales que lo prevén, como dis ponía la norma derogada. En fin, y por no extendernos, hay ciertas novedades de relieve en materia de derecho sancionador, que consisten en generalizar reglas o soluciones ya establecidas en al guna legislación sectorial. Así, el art. 62.4 de la Ley del Procedimiento Común generaliza la exención de respon sabilidad a los posibles infractores que denuncien a ter ceros y colaboren aportando elementos de prueba de la infracción. Medida esta que, como se sabe, procede del derecho de defensa de la competencia, en el cual es muy difícil probar los acuerdos de prácticas colusorias, pero que tiene escaso sentido en otros ámbitos y puede quizá producir consecuencias indeseadas. La norma es, además, imprecisa, pues otorga a cada órgano sancionador una fa cultad ilimitada para reducir la sanción que correspondería a los denunciantes que aporten elementos de prueba, lo que puede dar pie a prácticas muy diferentes en las distin tas Administraciones públicas, con las correspondientes desigualdades de trato. Por su parte, el art. 85 generaliza el sistema de multa exprés con reducción de la cuantía por pago voluntario y renuncia a la vía administrativa. Ahora bien, esta solución es adecuada y tiene éxito en ámbitos de procedimientos sancionadores masivos, como los de tráfico y los tributa rios, para los que fue pensada. No se ve, en cambio, por qué razón se deba reducir la sanción prevista en otros ca sos –piénsese, por ejemplo, en infracciones ambientales– si la falta es clara y grave o muy grave solo porque el in fractor decida pagar antes. Por otro lado, el nuevo precep to legal fija solo una reducción “mínima” del 20 por 100 de la multa, que puede ampliarse por vía reglamentaria, lo que significa que en cada Administración con potestad para dictar reglamentos sancionadores la reducción puede ser distinta. Puestos a reducir la sanción por pronto pago, podría ocurrir que en algunos casos al infractor le saliera a cuenta incumplir la ley. Cuestiones por resolver Por otra parte, al elaborar las dos nuevas leyes, en par ticular la del Procedimiento Administrativo Común, no se han querido afrontar algunos problemas pendientes del régimen jurídico general de nuestras Administraciones públicas, sobre los que se ha debatido a fondo en la doc trina o sobre los que existe jurisprudencia contradictoria y que bien hubieran merecido la atención de los reforma dores. Cierto es que se trata de problemas complejos, que no podía abordar una propuesta tan precipitada. De ahí que se haya optado por la continuidad del contenido de la nueva regulación con la anterior, como en tantos otros aspectos. Dos ejemplos bastan, aunque podrían apuntarse varios más. Por un lado, casi nada cambia en la regulación del silencio administrativo, cuando es ya evidente que la le gislación sectorial, del Estado y de las Comunidades Au tónomas, desmiente que el silencio positivo siga siendo la regla general, y cuando no está definitivamente resuelta en todas las materias la cuestión de sus efectos en caso de ilegalidad o la de si ha de aplicarse a cualquier tipo de so licitud, por extravagante que sea, si no hay norma expresa en contrario. Lo único que se añade es que, por excepción (si así quiere seguir fingiéndose), de conformidad con la jurisprudencia europea, el silencio también es negativo cuando afecta al “ejercicio de actividades que puedan da ñar el medio ambiente” (art. 24.1, Ley del Procedimiento Común), expresión por cierto de contornos imprecisos y no fácil de interpretar. Mejor hubiera sido arbitrar meca nismos legales para que la Administración no incurra en silencio, manteniendo quizá el desestimatorio como una garantía subsidiaria. Por otro lado, la ocasión era buena para haberse replan teado el sistema de recursos administrativos, a la luz de la experiencia. Bien está que se suprima la reclamación ad ministrativa previa a las acciones civiles y laborales, pero ¿por qué mantener el carácter obligatorio del recurso de alzada? Esa necesidad de agotar la vía administrativa para acceder a la tutela judicial parece cada vez menos justifi cada, como residuo de épocas pasadas. De hecho la con versión de la alzada en recurso facultativo se propuso en el Congreso mediante varias enmiendas parlamentarias, que fueron rechazadas de plano, como prácticamente todas las enmiendas presentadas por la oposición. Al contrario, se ría conveniente potenciar los recursos ágiles, sencillos y baratos ante órganos administrativos especializados y fun cionalmente independientes, que constituyen hoy la mejor garantía, como demuestra el funcionamiento de los tribu nales de recursos contractuales. Ello, por no hablar de otros aspectos precisados de cla rificación, por la insuficiencia o ambigüedad de la regu lación legal o las dudas de la jurisprudencia, como es el régimen de la invalidez de los actos y sus consecuencias jurídicas. O de aquellos en que la regulación es decep cionante y hasta regresiva, como la del procedimiento de elaboración de los reglamentos en la Administración del Estado. Una segunda oportunidad Realizado el análisis,cuya brevedad y concisión me perdonará el lector, queda el hecho de que dos leyes esenciales, que rebajan considerablemente la calidad de nuestro derecho administrativo escrito –en otro tiempo or gullo de propios y reconocida por extraños–, están en el Boletín Oficial del Estado. Y digo esto último con inten cionada precisión porque, no obstante, no se trata de leyes en vigor, pues quienes las redactaron y las han aprobado en definitiva han acordado un período de vacatio legis ex cepcionalmente largo, de un año en general y de dos en lo relativo a la implantación de instrumentos esenciales de la administración electrónica que se quiere potenciar. El inexplicado retraso de la entrada en vigor –pues na da se justifica al respecto en la exposición de motivos de ambas leyes– resulta paradójico, habida cuenta de la frenética tramitación de la reforma. No sé si revela algún tipo de inseguridad subconsciente sobre los efectos de las nuevas leyes, que habría impuesto al menos ese gesto de prudencia, o si cabe encontrar alguna otra interpretación psicológica (que no es lo mío), ya que las razones obje tivas no se encuentran. En todo caso, la vacatio acordada sustenta la tesis de la que he partido en este escrito: lo que importaba no era tanto el contenido y los efectos jurí dicos de la reforma legal como el dato –y la fecha– de su aprobación. Nada de ello sirve de consuelo ante el hecho de que tantos esfuerzos doctrinales y jurisprudenciales por siste matizar, ordenar y clarificar el régimen jurídico general de nuestras Administraciones públicas, de por sí complejo, hayan quedado anulados en buena parte por esta suerte de decisionismo legislativo. El problema, sin embargo, no es solo de orden formal o de técnica legislativa, ni las críticas se sustentan tan solo en consideraciones académicas. Por el contrario, fruto de la mala sistemática, de la imprecisión de muchos preceptos –demasiado abiertos algunos, oscu ros otros–, de las contradicciones internas y en algunos ca sos de las sospechas de inconstitucionalidad, las dos nue vas leyes sembrarán –está ocurriendo ya– no pocas dudas sobre su interpretación y aplicación, con la consiguiente inseguridad jurídica. Y en este caso el daño es mayor, ya que son leyes, sobre todo la del Procedimiento Común, que se habrán de aplicar cotidianamente por miles de Ad ministraciones en múltiples relaciones ordinarias con los ciudadanos. Esas dudas darán lugar, por de pronto, a evacuar con sultas y solicitar asesoramiento por muchas Administra ciones y entidades públicas y privadas, con el consiguiente coste económico (o de tiempo de trabajo), que con toda seguridad los redactores de los nuevos textos no han va lorado. Pero, sobre todo, pueden propiciar interpretacio nes muy dispares por parte de quienes tienen la potestad de resolver, sean funcionarios o jueces. Así, bien pudiera ocurrir que los ciudadanos (y las empresas) tuvieran que relacionarse con cada Administración de manera distinta, según cómo entiendan y apliquen estas las reglas sobre comunicaciones y notificaciones electrónicas, por ejem plo, o el deber de colaboración de los particulares con la Administración y sus límites, o el inconcebible art. 37.2, ya mencionado, sobre la nulidad de las resoluciones que vulneren lo establecido en una disposición reglamentaria. Cierto es que al final y como siempre, la doctrina ju rídica ayudará a ordenar y comprender lo que es asiste mático o confuso y que la jurisprudencia acabará por fijar criterios uniformes de interpretación. Quizá también algu nas normas especialmente oscuras –o absurdas– dejarán de aplicarse, como ha sucedido, por ejemplo, con ciertos preceptos de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, de similar deficiencia técnica. Y en caso necesario se podrán aprobar modificaciones le gales para remediar los peores efectos, como sucedió en el caso de la precedente ley 30/1992. Como recuerdo haber oído tantas veces a mi maestro García de Enterría, la ley es más inteligente que el legislador. De hecho, una reforma como la que se comenta revela la pérdida de im portancia de la ley escrita como fuente del derecho. Pero todo eso –en especial la formulación de una jurisprudencia racionalizadora– lleva su tiempo y mientras tanto serán los ciudadanos y las empresas los que paguen la inseguridad resultante en sus relaciones con la Administración y con la Justicia. Ahora bien, el amplio plazo de vacatio legis “concedi do” en este caso, cualesquiera que sean las razones en que se funde, abre también una oportunidad, la de hacer des pués de la publicación de esas leyes lo que no se ha que rido hacer antes, es decir, debatir a fondo su contenido y consecuencias, no ya solo en sede académica sino también política y en el conjunto de las Administraciones. Tiempo hay para reparar el entuerto. Por las razones que he expuesto en síntesis y que tan tos comparten, creo que esas dos leyes no merecen entrar en vigor. Bien podrían ser derogadas antes de ello o sus tancialmente modificadas, si los partidos políticos que se han opuesto abiertamente a su aprobación en las Cortes acceden al Gobierno tras las próximas elecciones, y así lo anunció algún grupo parlamentario, si llegara la oca sión. Claro está que eso depende de las circunstancias y, en cualquier caso, hay que ser consciente de que en el panorama actual no parece que sea esta una cuestión que vaya a tener prioridad en ninguna agenda política. Lo deseable sería que, cualquiera que sea el Gobierno que se forme, replantee el asunto y aborde una reforma legal que recupere la arquitectura tradicional y lógica del régimen jurídico general de las Administraciones públi cas, con las modificaciones que sean necesarias o conve nientes, incluyendo algunas de las introducidas en las dos leyes que comento. Pues, para superar la crisis institucio nal que aún nos aflige, se precisan leyes claras, sensatas, bien estructuradas, suficientemente debatidas y que den respuestas realistas a los problemas actuales de los ciu dadanos, entre las que no pueden faltar las que regulan el régimen jurídico de las Administraciones públicas. La reforma de este régimen general sí merece una segunda oportunidad. VOCES: DERECHO ADMINISTRATIVO - DERECHO COM- PARADO - ESTADOS EXTRANJEROS - PROCEDI- MIENTO ADMINISTRATIVO - ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Novedades Julio A. Grisolia Eleonora G. Peliza El Derecho Individual del Trabajo en América Latina ISBN 978-987-3790-16-4 553 páginas FONDO EDITORIAL Venta telefónica: (11) 4371-2004 Compra online: ventas@elderecho.com.ar www.elderecho.com.ar Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20166 Sumario: i. PlantEo. – ii. cUEstionEs PrEvias. a) La au- tonomía municipaL. b) La concepción municipaL dentro de La provincia de Santa Fe. – iii. El sistEma mUniciPal En la Provincia dE santa fE. a) Situación normativa. a.1) Cons- titución Nacional. a.2) Constitución provincial. a.3) Las leyes provinciales. b) anáLiSiS de La normativa imperante. b.1) Autonormatividad constituyente. b.2) Autocefalía. b.3) Autarquía. b.4) Materia propia. b.5) Autodetermi- nación política o garantías de funcionamiento. – iv. El vErdadEro ProblEma: las cUEstionEs comPEtEncialEs. – v. colofón. I Planteo A lo largo de este trabajo intentaremos –modestamen te– formular algunas reflexiones críticas respecto de los lineamientos principales que caracterizan el régimen mu nicipal de la Provincia de Santa Fe, tanto en el aspecto particular de su morfología jurídica como en el marco ge neral del derecho municipal. Precisado nuestro objeto de análisis –y a fin de su con secución–, procuraremos plantear ciertas inquietudes y abordar aspectos puntuales que permitan dar respuestas, no a modo absoluto, acerca de si, efectivamente, en la Provincia han sido receptados y plasmados los postulados vertidos por la Constitución Nacional a partir de la Con vención Nacional Constituyente del año 1994.II Cuestiones previas A efectos de realizar un encuadre específico de la te mática que nos ocupa, corresponde previamente formular ciertas consideraciones preliminares. a) La autonomía municipal En primer lugar, debemos remarcar –aun con riesgo de aparecer obvios– los extremos del art. 123 de nuestra Constitución Nacional, el cual establece: “cada provincia dicta su propia constitución, conforme a lo dispuesto por el art. 5º asegurando la autonomía municipal y reglando su alcance y contenido en el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero” (lo resaltado es propio). Así, la Ley Fundamental establece un marco para la realización de un sistema federal que incluye un nivel de gobierno municipal autónomo, cuyo alcance y contenido en el orden institucional, político, administrativo, econó mico y financiero debe ser reglado por cada una de las constituciones provinciales. En consecuencia, el citado artículo no confiere a los municipios el poder de reglar las materias que le son pro pias sin sujeción a límite alguno. La cláusula constitucio nal les reconoce autonomía en los órdenes enunciados e impone a las provincias la obligación de asegurarla, pero deja librado a la reglamentación que estas realicen la de terminación de su “alcance y contenido”. Se admite así un marco de autonomía municipal cuyos contornos deben ser delineados por las provincias, con el fin de coordinar el ejercicio de los poderes que estas conservan (conforme a lo establecido por los arts. 121, 122, 124 y 125 de la CN) con el mayor grado posible de atribuciones municipales en los ámbitos de actuación mencionados por el art. 123(1). Ahora bien, a tenor de lo indicado, surge una proble mática inicial para disipar vinculada esencialmente al longevo interrogante: ¿qué entendemos por autonomía municipal? Como primera aproximación, puede inferirse que el tér mino autonomía(2) abarca, en el caso, la delimitación de un conjunto de conocimientos organizados en el marco de un ámbito independiente: el municipio. Entonces, partiendo de una interpretación literal de la norma constitucional, entendemos que la expresión de au tonomía opera indefectiblemente en los diferentes campos explícitamente enumerados –pero no definidos–, cuyos al cances y contenidos las constituciones provinciales deben asegurar y reglamentar, a saber: (i) En primer lugar, la norma constitucional refiere a un orden institucional, vinculado a la posibilidad de que los propios municipios (o algunos de ellos) puedan dictar su Carta Orgánica o Carta Fundamental, mediante una con vención convocada expresamente a tal efecto(3); o bien, optar por un modelo de Carta entre varios otros predeter minados previamente; (ii) En segundo término, el texto constitucional alude a un orden político, apuntando así a la capacidad no solo de elección de las propias autoridades locales, sino también a la de regirse efectivamente por ellas, respetando de ese modo el régimen republicano y democrático de gobierno; (iii) En un tercer aspecto, la Ley Fundamental expone un orden administrativo, el cual consagra la potestad de ejercer la denominada función administrativa, lo cual pue de ejemplificarse mediante la gestión y organización de servicios públicos de índole local, obras públicas, titulari dad y ejercicio del poder de policía en materia municipal, entre otros supuestos, a los fines de salvaguardar sus com petencias materiales, que permitan actualizar y perseguir la plena realización de los intereses locales; (iv) Ello, a diferencia del orden económico, el cual –co mo cuarta característica– apunta a la capacidad de generar recursos propios para afrontar el gasto público municipal. En tal sentido, se alude a la facultad del ente municipal de prever las erogaciones pertinentes para satisfacer las nece sidades públicas locales; (v) Por último, la Carta Magna enuncia un orden fi- nanciero, puntualmente direccionado a la posibilidad de establecer tributos locales para solventar el gasto público, consolidando así el sistema rentístico municipal. En el análisis de los ámbitos expuestos, cabe añadir lo manifestado en el seno de la propia Convención Reforma dora de 1994, en la cual se advirtió que “[u]na autonomía que no contenga estas características (...), no sería una real autonomía municipal y solo quedaría reducida a una sim ple fórmula literaria grandilocuente pero, en la práctica, vacía de contenido, porque no puede haber municipio au tónomo verdadero si no le reconocemos explícitamente entidad política o le retaceamos la capacidad de organizar su administración y realizar los actos administrativos ne cesarios para el cumplimiento de sus funciones o lo priva mos del sustento económicofinanciero indispensable para que preste aquellos servicios públicos que la provincia le asigne, inherentes a su existencia o le impedimos ejercer su autonomía institucional”(4), sumado a que “los planos económico y financiero han sido especialmente conside rados en el texto constitucional porque tienen una impor tancia superlativa. De esta manera estamos especificando y dejando en claro que los municipios argentinos van a poder (...) controlar sus propios recursos que, a su vez, podrán ser manejados independientemente de otro poder, (1) CS, “Municipalidad de La Plata”, Fallos: 325:1249 (2002). (2) Concepto multívoco, tal como se desarrollara en Gaggiamo, Es teban Capdevila, Silvina, Consecuencias de la reforma constitucio- nal de 1994 en el régimen municipal argentino, JA, 2003IV1278. (3) Ábalos, María G., La autonomía municipal a la luz de los de- bates en el seno de la Convención Nacional Constituyente de 1994, en A una década de la reforma constitucional, Germán Bidart Campos y Andrés Gil Domínguez (coords.), Buenos Aires, Ediar, 2004, pág. 2. (4) Convención Constituyente Nacional, sesión del 8894, interven ción del convencional Mario Raúl Merlo por la Provincia de San Luis. complementando así las facultades de administración que les son propias”(5). Tales consideraciones son las que surgen de una inter pretación del texto constitucional que –tal como adelanta mos– solo se ciñe a enunciar, mas no a definir y delimitar, estableciendo de ese modo un marco cuyos contenidos deben ser precisados por las provincias, con el fin de co ordinar el ejercicio de los poderes que conservan (en razón de lo previsto por los arts. 121, 122, 124 y 125 de la Ley Fundamental) con el mayor grado posible de atribuciones municipales en los ámbitos de actuación mencionados en el art. 123 de la Carta Magna(6). Empero, de una interpretación más extensiva de los postulados del artículo referido, podemos responder a nuestro interrogante inicial conceptualizando a la autono mía municipal bajo la evaluación de ciertos contenidos específicos, definiéndola así como aquella “capacidad de derecho público reconocida a un ente, que se encuentra delimitada(7) por los siguientes contenidos: autonormati vidad constituyente, sujeta a una referencia constitucio nal; autocefalía; autarquía; materia propia o competen cia material y, finalmente, garantías de funcionamiento y autodeterminación”(8). Tal concepto deviene, incluso, del seno de la propia Convención Nacional Constituyente del año 1994, en la medida en que analizó, al delimitar el sentido y alcances del art. 123, los tópicos: (i) de la descentralización del poder, (ii) la democratización, (iii) el vecinalismo, (iv) el principio de subsidiariedad, (v) la autonomía jurídica, (vi) el proceso constitucional de las provincias, y –finalmente– (vii) la cuestión atinente al régimen tributario(9). Asimismo, resulta pertinente destacar que los conteni dos precedentemente expuestos permiten que distintos y diversos alcances oscilen en cada régimen en particular, por lo que se pueden identificar métodos que logren adap tar un sistema municipal autónomo más amplio que otros. Si bien tal cuestión será profundizada a lo largo de lapresente obra, lo cierto es que definir el término autono mía en el texto constitucional equivale a consagrar una herramienta interpretativa uniforme en todo el territorio nacional, pero ello en modo alguno representa alegar que todos los municipios argentinos deban gozar del mismo estatus jurídico, sino que corresponderá a cada una de las provincias –atendiendo a su específica realidad– encuadrar los lineamientos y parámetros de la autonomía(10), siempre respetando, como premisa esencial, los matices exteriori zados por la Constitución Nacional. Sin perjuicio de ello, se ha sostenido que la autonomía establecida por la Ley Fundamental no se condice con un poder originario ni tampoco con un poder reservado, como efectivamente sucede con las provincias del país, por lo que poseería una jerarquía diferente de la que exhiben los Estados provinciales(11). También como respuesta a nuestro interrogante inicial, debemos precisar que, a partir del año 1994, la autonomía municipal debe considerarse como una verdadera “garan tía institucional”, entendida como la presencia de un nú cleo indisponible por el órgano encargado de configurar (5) Convención Constituyente Nacional, intervención del convencio nal Hugo Nelson Prieto, de la Provincia del Neuquén, al informar el dic tamen de mayoría de la Comisión del Régimen Federal, sus Economías y Autonomía Municipal. (6) CS, “Intendente Municipal Capital”, S.C., I.150, L.XLVIII (2014); “Ponce”, Fallos: 328:175 (2003). (7) En mayor o menor medida, agregamos. (8) Rosatti, Horacio, Tratado de derecho municipal, Santa Fe, Ru binzalCulzoni, 1997, pág. 94 y sigs. (9) Marchiaro, Enrique J., Derecho municipal. Nuevas relaciones intermunicipales, Buenos Aires, Ediar, 2000, pág. 45 y sigs. (10) Rosatti, Horacio, Tratado..., cit., pág. 107. (11) Indicando que “después de la reforma constitucional, plantear la cuestión en términos de autonomía absoluta puede conducir a conclusio nes equivocadas pues el régimen de los municipios dependerá también de lo que establezcan las Constituciones de cada provincia y en su caso, de las leyes orgánicas que dicten en las legislaturas provinciales. Ese análisis demuestra que, en la actualidad, aun a partir del principio de la autonomía municipal consagrado en el art. 123, conviven sistemas dife rentes en punto a la atribución de competencias, dándose dos situaciones distintas: a) la competencia se encuentra limitada por las leyes orgánicas y b) el reconocimiento de poderes a los municipios para dictar sus cartas orgánicas, lo cual implica un grado mayor de delegación. Sin embargo, en ambos supuestos, como los poderes de los municipios se encuentran siempre sometidos al poder constituyente provincial, se trata de una auto nomía relativa o de segundo grado, sin perjuicio de la naturaleza política que posee la institución municipal” (Cassagne, Juan C., La problemáti- ca política, constitucional y administrativa de los municipios y su auto- nomía a la luz de la Constitución reformada, LL, 1995A981). El régimen municipal en la Provincia de Santa Fe por Esteban Gaggiamo y Miguel Molinari Nota de Redacción: Sobre el tema ver, además, los siguientes tra bajos publicados en El Derecho: Las haciendas locales ante el cambio climático. A propósito de la aplicación de tributos “verdes” en las mu- nicipalidades de España y la Argentina, por Diego N. Fraga y César J. Galarza, ED, 235936; La autonomía municipal y el nuevo régimen municipal en Entre Ríos, por José Luis Bustamante, EDCO, 2009388; Régimen jurídico de los municipios, por Javier Indalecio Barraza, EDA, 2014488; La autonomía en el nuevo régimen municipal de Entre Ríos, por Norberto Ramón Marani, EDCO, 2014531; Federalismo y autonomía municipal: La Corte Suprema reafirma su función arqui- tectónica en el desarrollo constitucional argentino, por María Gabrie la Ábalos, EDCO, diario nº 13.672 del 19215; Las Constituciones de Provincia y su carácter superador en la dogmática constitucional, por Armando Mario Márquez, EDCO, diario nº 13.692 del 19315; Apuntes sobre el Sistema Federal Argentino, por Pedro A. Caminos, EDCO, diario nº 13.791 del 14815. Todos los artículos citados pueden consultarse en www.elderecho.com.ar. 7Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016 concretamente la institución, sin perjuicio de la posibili dad eventual, según criterios de oportunidad o mérito po líticos, de ampliar dichas competencias y potestades, de entenderlo conveniente(12). Competencias que deben ser resguardadas y promovidas por el constituyente local, y que deben ser interpretadas como un verdadero reasegu ro que permita una específica protección constitucional frente al legislador ordinario, de modo tal de preservar las características típicas del municipio(13). En tal sentido, se advierte la existencia de un núcleo indisponible por el órgano local encargado de configurar concretamente a la institución municipal, sin perjuicio de la posibilidad eventual, según criterios de oportunidad o mérito políticos, de ampliar las competencias y potestades que prevé el texto constitucional. De este modo, el carácter autonómico reconocido cons titucionalmente a los municipios permite que estos revis tan el carácter de una verdadera Administración, por lo que cuentan a su cargo con el ejercicio de la función ad- ministrativa. Dicha enunciación deviene trascendental, ya que, al re conocer la Ley Suprema la figura de un tercer nivel esta dual(14), se determina que el Estado provincial –mediante su Constitución local– necesariamente debe dotarlo de tal manera que sus actos se presuman legítimos y, en conse cuencia, gocen de fuerza ejecutoria y de exigibilidad(15). A partir de la aseveración de autonomía como una ver dadera garantía institucional, intentamos diagramar una conjunción con la idea de función administrativa, a fin de analizar –concretamente– las normas locales a la luz de dicha garantía y del texto constitucional vigente. De esta manera, será posible indagar, dentro del régi men municipal de la Provincia de Santa Fe, el mayor o me nor grado de operatividad de la garantía descripta, ya que podremos individualizar cómo –bajo determinadas normas y en determinadas prácticas– la garantía constitucional de la autonomía municipal es o no respetada dentro del orde namiento jurídico provincial y, en caso de corresponder, si resulta viable proponer algunas modificaciones normativas o de tipo operativo para que ello efectivamente ocurra. Tal es otro de los fines del presente trabajo. b) La concepción municipal dentro de la Provincia de Santa Fe El segundo aspecto que corresponde abordar debe res ponder al siguiente interrogante: ¿qué entiende concreta mente el ordenamiento santafesino por municipio? Sin perjuicio de las consideraciones que se desarrolla rán ut infra, partimos de la base de que la Constitución de Santa Fe refiere al término municipio como a todo nú cleo de población que constituye una comunidad con vida propia, la cual gobierna por sí misma sus intereses loca- les, pero con arreglo a las disposiciones de la constitución provincial y de las leyes que se sancionen (lo resaltado es propio). Basándose en ello, es dable interpretar una importante discordancia en la norma provincial, la cual data del año 1962, con el régimen constitucional posterior a 1994, en tanto prevé que todo municipio provincial se gobierna a sí mismo, a tenor de sus intereses locales, pero bajo las dis posiciones impuestas no solo por la propia Constitución local sino también por las directivas sancionadas por la Legislatura provincial. Considerando los extremos consagrados por el art. 123 de la CN, y en relación con el principio de supremacía constitucional y de jerarquización de normas, ¿es posi ble sostener que una norma de índole provincial cercene facultades propiamente reconocidas por la Constitución Nacional a los entes municipales? En otras palabras, reconocer a todo municipio santafe
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