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El Régimen Municipal en la Provincia de Santa Fe Esteban Gaggiamo

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3.
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CORREO
ARGENTINO
CASA CENTRAL
DOCTRINA
Una reforma precipitada, o la desarticulación gratuita del régimen jurídico de las Administraciones públicas, por Miguel Sánchez Morón ......................................................... 1
El régimen municipal en la Provincia de Santa Fe, por Esteban Gaggiamo y Miguel Molinari ........................................................................................................................ 6
Responsabilidad del Estado y federalismo, por María Fernanda Erramuspe y Federico J. Lacava ................................................................................................................... 11
Cuatro leading cases de la Corte Suprema en materia de gas natural. Breve enunciación de sus postulados, por Carolina Guerra Bianciotti ...................................................... 14
JURISPRUDENCIA
Corte Suprema
Juegos de Azar: Salas de juego a bordo de buques: Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; poder de policía; límites; imposición; medida cautelar; revocación; coordinación 
de competencias; recurso extraordinario; procedencia (CS, noviembre 24-2015) .................................................................................................................................... 15
Federal
Daños y Perjuicios: Suspensión del registro e importación de productos ópticos: lentes; disposición ANMAT 2331/05; responsabilidad extracontractual del Estado por accionar 
ilícito; configuración; resarcimiento; pérdida de chance; procedencia (CNCont-adm. Fed., sala II, agosto 3-2015) ..................................................................................... 16
FICHAS BIBLIOGRÁFICAS
Pablo EstEban PErrino. La responsabilidad del Estado y los funcionarios públicos. Código Civil y Comercial. Ley 26.944 comentada, por Pedro José Jorge Coviello ................... 24
D i a r i o d e D o c t r i n a y J u r i s p r u d e n c i a
Director:
Guillermo F. Peyrano
Consejo de Redacción:
Gabriel Fernando Limodio
Daniel Alejandro Herrera
Nelson G. A. Cossari
Luis Alfredo Anaya
Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016 • ISSN 1666-8987 • Nº 13.904 • AÑO LIV • EDA 2016
CONTENIDO
ADMINISTRATIVO
SERIE ESPECIAL
Sumario: rEformar Por rEformar. – Una PrEmisa EqUi-
vocada. – Una sistEmática dEPlorablE. – ¿lEgislar mEjor? 
– normas qUE chirrían. – novEdadEs imPortantEs sin aPE-
nas dEbatE. – cUEstionEs Por rEsolvEr. – Una sEgUnda 
oPortUnidad.
Reformar por reformar
Creo que no exagero un ápice si afirmo que la impre­
sión ampliamente predominante entre los especialistas en 
derecho administrativo acerca de aprobación de las nue­
vas Leyes de Procedimiento Común de las Administra­
ciones Públicas y de Régimen Jurídico del Sector Público 
es de estupor. Me consta que así es en el caso de los pro­
fesores de derecho administrativo de nuestras Universi­
dades y es la misma opinión que percibo mayoritariamen­
te entre los magistrados de lo contencioso­administrativo 
que conozco. ¿Cómo es posible que la ley que regula la 
columna vertebral de nuestro derecho administrativo se 
derogue y se divida caprichosamente su contenido en dos 
nuevos textos legales, que mezclan materias distintas con 
escaso orden? ¿Cómo puede legislarse de esa manera, pa­
sando por encima de los rotundos dictámenes desfavora­
bles del Consejo de Estado –consultado además por vía 
de urgencia– sobre los correspondientes anteproyectos de 
ley, sabiendo los promotores de la iniciativa –pues así 
se ha manifestado en varios foros y se ha recordado en 
sede parlamentaria– que la opinión de la doctrina jurídica 
es asimismo crítica sin paliativos, tramitando los proyec­
tos a toda velocidad, en pleno verano, sin apenas debate 
real en las Comisiones de las Cámaras, sin aceptar apenas 
 enmienda alguna? ¿Qué se diría si se hubiesen modifi­
cado de la misma manera, desglosándolos incluso en va­
rias leyes, el Código Civil o el Código Penal, por ejem­
plo? Y, si esto último nos parece inverosímil y resultaría 
inaudito, ¿por qué se lleva a cabo de manera fulminante 
ese tipo de reforma de la ley fundamental de nuestro dere­
cho administrativo?
Las preguntas carecen de respuesta desde un punto de 
vista jurídico, como se deduce del contenido de las leyes 
aprobadas, según intento explicar en este breve artículo. 
Por lo que, en realidad, solo es posible encontrar las razo­
nes atendiendo a ciertas formas en que se desarrolla con 
harta frecuencia la actividad política y al ensimismamien­
to de algunos de sus protagonistas, para los que lo que más 
importa –y a veces lo único que verdaderamente cuenta– 
es el mensaje y no la realidad de las cosas. A lo que hay 
que sumar que, lanzado el mensaje, cualquier desviación o 
demora en los objetivos, por razonable que parezca, debe 
descartarse, como signo de debilidad o confesión implícita 
(e inaceptable) del error de partida.
En este caso, el mensaje era el de la “reforma admi­
nistrativa”, ampliamente publicitado. Como es sabido, el 
Gobierno del Partido Popular encomendó la formulación 
de su programa de reformas en este aspecto a la denomi­
nada Comisión para la Reforma Administrativa (CORA). 
Una Comisión, por cierto, muy cerrada y endogámica en 
su composición, formada solo por altos cargos y funciona­
rios de la Administración del Estado, sin ninguna o escasa 
aportación externa. Dicha Comisión elaboró e hizo públi­
co su Informe general en la primavera de 2013.
No es esta la ocasión para valorar el Informe y el tra­
bajo posterior de la citada Comisión, que sin duda tiene 
aspectos positivos. Reformar la Administración es siem­
pre una tarea necesaria para cualquier gobernante, ya que 
siempre hay cosas que mejorar, y es obvio que a princi­
pios de la década la necesidad era acuciante, habida cuen­
ta de la gravísima situación de las finanzas públicas. No 
solo eso, sino que era también una exigencia de los socios 
europeos y una demanda de algunos organismos interna­
cionales (la OCDE, en particular), como presupuesto y 
medio para afrontar la crisis económica. Dicho lo cual, el 
Informe de la CORA se centró en la simplificación admi­
nistrativa, la eliminación de duplicidades de servicios y 
competencias, el desarrollo e impulso de la administra­
ción electrónica y la reestructuración del sector público 
mediante la supresión y fusión de entes y organismos. 
Tareas necesarias, desde luego, aunque dejaban al margen 
otras reformas de mayor calado, asimismo, imprescindi­
bles, entre ellas, la de la Administración local, objeto de 
una reforma paralela en buena parte fallida, la reforma en 
profundidad del régimen del empleo público y, last but 
not least, la reforma constitucional pendiente del modelo 
autonómico. 
Es claro que algunas de esas reformas programadas por 
la CORA podían requerir para su ejecución la aprobación 
de nuevas normas legales o reglamentarias y, en su ca­
so, la modificación de algunas de las leyes administrati­
vas vigentes. Hasta puede entenderse que, en aras de la 
claridad y la seguridad jurídica –o de la “racionalización 
normativa”, por usar los términos del propio Informe de la 
CORA–, fuera oportuno refundir textos legales en algunas 
materias o sectores del ordenamiento administrativo, lo 
que, por cierto, no se ha hecho en la medida prevista en el 
propio Informe. En el caso de la legislación general sobre 
Una reforma precipitada, o la desarticulación gratuita 
del régimen jurídico de las Administraciones públicas(*)
por Miguel Sánchez Morón(**)
Nota de Redacción: Sobre el tema ver, además, los siguientes 
trabajos publicados en El Derecho: El proceso administrativo ante el 
Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa de México, por Mi­
guel Alejandro López Olvera y Javier Santiago Sánchez, EDA, 
2006­709; A propósito del dogma revisor: efectiva tutela judicial en la 
provincia de Tucumán, por Fernanda Moray de Torres Paz, EDA, 
2007­505; El poder disciplinario en Uruguay, por Rubén Flores Dar­kevicius, EDA, 2007­660; El nuevo tribunal administrativo especial en 
materia de contratos públicos regulado en la ley 34/10 de 5 de agosto 
del Reino de España, por Jorge Buján y Jaime Rodríguez­Arana 
Muñoz, EDA, 2012­463; Doctrina Chevron: su significado en el dere-
cho estadounidense y su aplicabilidad en la Argentina, por Juan Cruz 
Azzarri y Daniel R. Ortiz, EDA, 2012­479; García de Enterría: El 
constructor del moderno derecho administrativo español e iberoameri-
cano, por Juan C. Cassagne, EDA, 2013­740; Diseño legal y realidad 
práctica del recurso de casación en el orden contencioso-administrativo 
español. Una reflexión a los veinte años de su implantación, por Lucia­
no Parejo Alfonso, EDA, 2013­829. Todos los artículos citados pue­
den consultarse en www.elderecho.com.ar.
(*) Publicado en El Cronista del Estado Social y Democrático de De­
recho, núm. 56, Madrid, Editorial Iustel.
(**) Catedrático de Alcalá de Henares.
Fundador y Primer Director: jUlio rodolfo comadira
Director: PEdro j. j. coviEllo
Colaboradores:
jUan crUz azzarri - fabián o. canda - marcElo gUstavo 
carattini - jUlio Pablo comadira - alEjandro a. domíngUEz 
bEnavidEs - carolina gUErra bianciotti - miriam ivanEga - 
laUra m. monti dE hitzfEldEr - jorgE mUratorio - Pablo 
EstEban PErrino - jUan Pablo PErrino - artUro Emilio 
rasPi - Patricio marcElo E. sammartino - néstor omar 
scarlatta - oscar agUilar valdEz - maría sUsana villarrUEl
Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20162
el régimen jurídico de las Administraciones públicas podía 
considerarse lógico, por ejemplo, refundir en un mismo 
texto legal la normativa tradicional y la más reciente so­
bre administración electrónica. De la misma manera, la 
legislación sobre organización y funcionamiento de la Ad­
ministración del Estado podría completarse con otras nor­
mas de organización y funcionamiento del sector público 
estatal, hoy dispersas en otras leyes. Es más, se podría ha­
ber aprovechado la ocasión para reformar parcialmente la 
legislación administrativa general en algunos aspectos que 
seguramente lo merecen, así como para recoger la doctrina 
establecida por los Tribunales nacionales y europeos en 
relación con otros. 
Lo que no se explica es que, en ese contexto y para los 
fines de la reforma administrativa programada, fuera pre­
ciso –y ni siquiera útil– poner patas arriba la legislación 
básica sobre el régimen jurídico de las Administraciones 
públicas y sobre el procedimiento administrativo común. 
Pero el Informe de la CORA afirma lo contrario, sobre una 
base argumental endeble y errónea, como se dirá.
No obstante, el apoyo incondicional y acrítico de los 
miembros del Gobierno competentes en la materia y la 
misma dinámica política y propagandística de la reforma 
emprendida –parte de un Programa Nacional de Reformas 
aireado dentro y fuera de nuestras fronteras–, junto a la 
mayoría absoluta de que disponía en el Parlamento, han 
hecho el resto. Da la impresión también, a juzgar por lo 
que se ha puesto de relieve en informes y comparecencias 
públicas, que lo esencial de la reforma administrativa em­
prendida no eran tanto los contenidos sino las cifras. Unas 
cifras en cierto modo “mágicas”: tantos miles de entes pú­
blicos suprimidos (sin demasiada concreción, por cierto, 
y sin distinguir si lo son por extinción o por mera fusión 
con otros); tantos miles de millones de euros de ahorro, 
cantidad que ha ido creciendo mes a mes, pero que nadie 
se ha preocupado por justificar y precisar; tantas medidas 
de las previstas definitivamente aprobadas... De hecho, la 
reforma de la legislación administrativa general parece ser, 
sobre todo, una más de las doscientas no sé cuántas pro­
puestas por la CORA. Había que aprobarla, pues, contra 
viento y marea y antes de finalizar la legislatura. Y, por 
tanto, sin apenas discusión pública, con los informes y 
trámites estrictamente imprescindibles y, si fuera nece­
sario –como ha sucedido en la práctica–, abusando de la 
mayoría parlamentaria. Objetivo cumplido.
Una premisa equivocada
Entremos ahora en el fondo. De acuerdo con lo que se 
expone en el Informe de la CORA, la razón para abordar 
la reforma de la legislación administrativa general es la 
siguiente: 
“En el derecho español, la normativa reguladora de 
las Administraciones Públicas ha pasado por diferentes 
etapas. Tradicionalmente, las reglas reguladoras de los 
aspectos orgánicos del Poder Ejecutivo estaban separadas 
de las que disciplinaban los procedimientos. Esta sepa­
ración terminó con la ley 30/1992, de 26 de noviembre, 
de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y 
del Procedimiento Administrativo Común, que unificó en 
un instrumento la competencia estatal para regular estas 
materias previstas en el art. 149.1.18ª de la Constitución 
Española.
”La evolución normativa posterior se ha caracterizado 
por la profusión de leyes, reales decretos y demás dispo­
siciones de inferior rango que de forma ora independiente, 
ora modificando el derecho vigente, han completado de 
manera un tanto deslavazada la columna vertebral del de­
recho administrativo. De este modo, nos encontramos en 
el momento actual normas que regulan aspectos orgánicos 
(ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funciona­
miento de la AGE; ley 50/1997, de 27 de noviembre, del 
Gobierno; ley 28/2006, de 18 de julio, de Agencias Esta­
tales para la Mejora de los Servicios Públicos), normas or­
denadoras del procedimiento, otras que, sin estar integra­
das en ninguna de las anteriores, tratan aspectos de unas, 
otras o ambas (ley 11/2007, de 22 de junio, de Acceso 
Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos), y, 
por último, disposiciones que mezclan ambos géneros (ley 
30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las 
Administraciones Públicas y del Procedimiento Adminis­
trativo Común).
”Resulta, por tanto evidente, la necesidad de dotar a 
nuestro derecho público de un sistema administrativo sis­
temático, coherente y uniforme, de acuerdo con el pro­
yecto general de mejora de la calidad normativa descrito 
anteriormente”.
Dejando al margen los defectos de redacción (por 
ejemplo, “un sistema... sistemático”), la premisa de la 
que se parte no responde a la realidad, pues desconoce o 
malinterpreta justamente el criterio sistemático de orde­
nación de nuestra legislación administrativa, histórica y 
vigente. Así lo puso de relieve, con toda claridad, el Con­
sejo de Estado en sus dictámenes 2015/274 y 2015/275, 
sobre los anteproyectos de ley ahora aprobados. No es 
cierto que la legislación general administrativa que se ela­
boró en los años cincuenta –esta sí de alta calidad téc­
nica– separara los aspectos “orgánicos” de los “proce­
dimentales” en dos leyes diferentes. Por el contrario, la 
Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 incluía, 
más allá de lo que daba a entender su denominación, el 
régimen general aplicable a todas las Administraciones 
públicas, incluyendo un capítulo sobre los órganos admi­
nistrativos, mientras que la Ley de Régimen Jurídico de 
la Administración del Estado contenía fundamentalmente 
la regulación de los órganos de esta, aunque con alguna 
adición (por ejemplo, los preceptos sobre responsabilidad 
patrimonial de la Administración).
A su vez, la ley 30/1992, respetando ese mismo cri­
terio, adaptaba la legislación administrativa general a 
la distribución de competencias establecida por el art. 
149.1.18ª de la Constitución, de manera que en ese solo 
texto legal se incluyeron los aspectos del régimen jurídi­
co, básico o de competencia exclusiva del Estado, apli­
cables a todas las Administraciones públicas, y así los 
principios y reglas de relación entre ellas y con los ciuda­
danos, el régimen general de los actos y las disposiciones 
administrativas, el procedimiento administrativo común, 
las normas básicas en materia de sanciones administrati­
vas y el régimen legal de la responsabilidad patrimonial. 
Aparte se reguló en esos mismos años, sustituyendo a la 
Ley de RégimenJurídico de la Administración del Estado 
de 1957, la organización de la Administración General 
del Estado y sus entidades dependientes, mediante la ley 
6/1997, del 14 de abril (LOFAGE), con carácter obvia­
mente no básico, distinguiendo además la Administración 
del Gobierno, dada la naturaleza esencialmente políti­
ca de este órgano, que se reguló en otra ley distinta (ley 
50/1997, del 27 de noviembre).
Con independencia de las críticas de que pudiera ser 
objeto el contenido de estas dos leyes, y en particular, de 
las no escasas que se formularon en su día contra la ley 
30/1992 –otra ley, por cierto, preparada en el estrecho ám­
bito interno de un Ministerio, aunque mucho más debatida 
antes y durante su tramitación parlamentaria–, el criterio 
sistemático de la legislación administrativa aprobada en 
los años noventa (por sucesivos gobiernos de distinto sig­
no, por lo demás) era claro y coherente. Por un lado, se 
ordenaban las normas básicas del régimen jurídico de las 
Administraciones públicas y las del procedimiento común, 
aplicables a todas ellas, incluyendo algunas –las menos– 
de contenido organizativo, y en otro texto distinto se re­
fundían las normas legales sobre la organización y funcio­
namiento de la Administración del Estado. Este esquema, 
plenamente adaptado a la distribución constitucional de 
competencias, era continuación del que siguieron las gran­
des leyes de los años cincuenta en líneas generales. Tam­
poco es verdad, por tanto, que la ley 30/1992 unificara en 
un solo texto las normas orgánicas y las de procedimiento. 
Pero es que, además de unas y otras, hay aquellas que 
regulan las relaciones administrativas desde un punto de 
vista sustantivo, que el Informe de la CORA parece no 
identificar como tal, y que tienen su acomodo natural en 
la ley 30/1992, porque disciplinan instituciones nucleares 
del régimen administrativo, como, por ejemplo, la potes­
tad sancionadora y la responsabilidad patrimonial, ya sean 
normas de carácter básico u objeto de la competencia ex­
clusiva del Estado.
Ese error en el punto de partida y su corolario dog­
mático, esto es, la conveniencia de regular en dos textos 
legales distintos el “régimen jurídico de las Administra­
ciones públicas”, incluyendo los aspectos no básicos de 
la legislación estatal –que quiere decir, en la práctica, los 
aspectos organizativos–, y el “procedimiento administra­
tivo común”, incluyendo las relaciones electrónicas de la 
Administración con los ciudadanos, ha llevado a fragmen­
tar dos leyes que mantenían una coherencia interna, susti­
tuyéndolas por otras dos que no la tienen y que, por ello, 
serán más difíciles de interpretar y de aplicar. Máxime 
cuando los redactores de estas han querido disponer de 
manera rígida e inflexible la separación entre las normas 
de procedimiento y todas las demás, fueran básicas o no, 
organizativas o relacionales.
Así lo puso de manifiesto el Consejo de Estado en los 
dos dictámenes que evacuó sobre los anteproyectos de las 
dos nuevas leyes. Y no podemos sino compartir su autori­
zada opinión. La reforma introduce “un alto grado de con­
fusión” por mezclar disposiciones de diferente naturaleza 
y contenido, “perturbando sensiblemente el buen orden 
que debería perseguir la regulación en este ámbito” y “di­
ficulta una comprensión unitaria de la materia regulada”, 
“dando lugar a remisiones y duplicidades injustificadas” 
y “dificultando la identificación de las disposiciones de 
carácter básico”. 
“En definitiva –observa el Consejo de Estado–, el en­
foque que inspira la reforma proyectada (...) no entronca 
con la tradición jurídico­administrativa de nuestro ordena­
miento; antes bien, supone una quiebra del esquema hasta 
ahora seguido en el derecho administrativo positivo espa­
ñol, generando una fractura del tratamiento sistemático 
que tradicionalmente han recibido el régimen de organi­
zación y funcionamiento de las Administraciones Públicas 
y la regulación del procedimiento administrativo. Tal rup­
tura, lejos de servir al fin de clarificación y simplificación 
que pretende alcanzarse, introduce una notable confusión 
en el ordenamiento, planteando una serie de inconvenien­
tes que evidencian la rigidez del esquema seguido y su 
insuficiencia para lograr una adecuada regulación de tales 
materias”.
Una sistemática deplorable
En efecto, lo primero que padece a consecuencia de la 
reforma legal es la ordenación sistemática del núcleo esen­
cial de nuestro derecho administrativo.
No solo constituye un problema haber mezclado en 
ambas nuevas leyes, en especial en la Ley del Régimen 
Jurídico del Sector Público, preceptos de carácter básico 
o derivados de la competencia exclusiva del Estado con 
otros que no lo son. Dicho sea ahora, al margen de si esa 
confusión comporta también alguna invasión de compe­
tencias autonómicas, sobre lo que luego se dirá. Es que no 
se entiende en absoluto por qué determinadas materias que 
responden a una unidad temática, y que por ello han teni­
do hasta la fecha su regulación legal armónica en un solo 
texto, ahora aparecen desglosadas o desarticuladas entre 
las dos nuevas leyes aprobadas.
Carece de lógica, por ejemplo, que la normativa sobre 
las relaciones electrónicas de los ciudadanos con las Ad­
ministraciones públicas aparezca separada en uno y otro 
texto legal, pues no se ve la razón para deslindar rígida­
mente las normas sobre el “funcionamiento” electrónico 
del sector público (sedes y archivos electrónicos, sistema 
de identificación, firma electrónica, etc.) de las normas 
sobre las comunicaciones electrónicas con los ciudadanos 
y la tramitación electrónica de los procedimientos, cuando 
todas ellas guardan una conexión directa. 
Parece también poco razonable que los principios ge­
nerales de la actividad de las Administraciones públicas 
y de sus relaciones con los ciudadanos se separen de la 
regulación de los procedimientos administrativos, en los 
que alcanzan su máxima expresión. No se comprende tam­
poco por qué una regulación que se aplica en el marco de 
los procedimientos administrativos, como es la relativa a 
la abstención y recusación, no se incluye en la Ley del 
Procedimiento Común sino en la del Sector Público. O 
que, ya dentro de la Ley de Régimen Jurídico del Sector 
Público, los convenios entre Administraciones se regulen 
en un título diferente al que se dedica a las “relaciones 
interadministrativas”.
Pero, sobre todo –y por no apurar los ejemplos–, es 
absurdo haber dividido entre las dos leyes la regulación 
básica o general de dos instituciones esenciales del dere­
cho administrativo, como son la potestad sancionadora y 
la responsabilidad patrimonial de la Administración. Co­
mo señaló el Consejo de Estado en sus dictámenes, no se 
trata en este caso de meros “procedimientos especiales” 
sino de auténticas instituciones que integran aspectos or­
gánicos, sustantivos y procedimentales y que, por ello, 
requieren un tratamiento unitario. Particularmente, en el 
caso del ejercicio de la potestad sancionadora, tan rele­
3Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016
vantes son los principios y reglas sustantivos como los de 
procedimiento, que entroncan directamente con derechos 
constitucionales, por lo cual regular estos últimos como 
simples reglas especiales de procedimiento oscurece y 
rebaja su significado jurídico. Resulta incomprensible la 
ocurrencia de separar en dos textos legales esto que siem­
pre ha formado parte de uno solo, y más incomprensible 
aún que no se hayan atendido por el Gobierno la crítica 
demoledora y las sugerencias que el Consejo de Estado 
formuló al respecto, que se resumen en el siguiente párra­
fo del dictamen 2015/275: 
“En todo caso, la regulación de la potestad sancionado­
ra y de la responsabilidad patrimonial deberá siempre rea­
lizarse de forma integral, contemplando de forma unitaria 
los requisitos sustantivos y los principios procedimentales 
de aplicación en ambas materias, dado que unos y otros 
constituyen aspectos esencialesde su ordenación y, por 
ello, tienen un indudable sentido institucional”. 
En la práctica será ahora más difícil, sobre todo para 
los no avezados (que son tantos en esta materia, inclusive 
entre los profesionales del derecho), encontrar en los nue­
vos textos legales ciertos preceptos –por ejemplo, los que 
regulan, caso por caso, las “especialidades” de los proce­
dimientos sancionador y de responsabilidad patrimonial–, 
intercalados entre otros más generales. Y para comprender 
la regulación de esas y otras materias, los interesados y 
sus asesores deberán manejar dos textos legales diferentes 
y buscar sus conexiones.
En definitiva, lo verdaderamente coherente y sistemáti­
co, puestos a reformar en algunos aspectos la legislación 
administrativa general, hubiera sido mantener al menos un 
esquema similar al tradicional y al vigente: una ley que re­
gule todas las normas básicas o de competencia exclusiva 
del Estado sobre el régimen jurídico de las Administra­
ciones públicas, de conformidad con el art. 149.1.18ª de 
la Constitución (con exclusión, obviamente, del régimen 
local, los contratos y concesiones y la función pública, 
que tienen legislación propia y separada); y otra ley que 
regule la organización de la Administración del Estado y 
los organismos que de ella dependen. La primera inclui­
ría necesariamente reglas sustantivas y de procedimiento, 
más algunas de carácter orgánico –aunque necesariamente 
muy pocas– que puedan tener carácter básico. Al efecto, 
la reforma podría haberse ceñido a modificar o completar 
en algunos extremos la propia ley 30/1992 o a elaborar 
otra nueva y quizá algo más extensa, integrando en ella 
la regulación de la administración electrónica. Dicho sin 
perjuicio de que, por conexión y por razones de claridad, 
pudieran incorporarse a ella algunos preceptos no básicos, 
pues ningún criterio debe aplicarse de manera inflexible si 
perjudica la calidad de un texto legal y su correcta com­
prensión. La segunda ley debería seguir el modelo de la 
actual LOFAGE o simplemente haber modificado parcial­
mente esta, incorporando, en su caso, disposiciones sobre 
el sector público estatal –sociedades, fundaciones, con­
sorcios...– que hoy figuran en otros textos. Y sin excluir 
tampoco, por idénticas razones de conexión, que pudie­
ra dotarse excepcionalmente de carácter básico a algunos 
preceptos.
¿Legislar mejor?
Por las razones no jurídicas más arriba expuestas no 
se ha querido legislar así, pese a la opinión razonada y 
contundente del Consejo de Estado. Con lo cual, paradó­
jicamente, el resultado contrasta con los objetivos de cali­
dad regulatoria o de coherencia y sistematicidad que dice 
perseguir la iniciativa de la reforma. Las apelaciones a los 
principios de better and smart regulation en la Exposición 
de Motivos de la Ley del Procedimiento Administrativo 
Común de las Administraciones Públicas, principios que 
se recogen ahora expresamente en el Título VI de esta ley, 
en sustitución del art. 4º de la Ley de Economía Sosteni­
ble, resultan irónicamente desmentidas o traicionadas de 
hecho, en virtud de la mala calidad técnica de los dos tex­
tos aprobados. No ya solo por la quiebra de la sistemática 
de nuestra legislación administrativa general, como acaba 
de exponerse, sino también por otros motivos, que atañen 
tanto a la forma de elaboración y tramitación de las nuevas 
leyes como a su contenido. 
Si, como ahora establece el art. 129.2 de la Ley de 
Procedimiento Administrativo Común de las Administra­
ciones Públicas, la actividad legislativa ha de ajustarse a 
principios de necesidad y eficiencia, entendiendo por tal 
que “la iniciativa debe estar justificada en una razón de 
interés general, en la identificación clara de los fines y en 
consistir en el instrumento más adecuado para garantizar 
su consecución”, la reforma que comentamos no se atiene 
a aquellos. No quiero decir con ello que la legislación 
todavía vigente no precise de ninguna reforma o modifi­
cación. Al contrario, la requiere en algunos aspectos por 
su falta de claridad o por obsolescencia, como después 
señalaré. Y algunos de los nuevos preceptos de las dos 
leyes que acaban de aprobarse son, sin duda, oportunos 
y acertados. Pero no había necesidad alguna de trasto­
car por entero el régimen jurídico básico o general de las 
Administraciones públicas, ni la propuesta normativa de 
la CORA era la más idónea para abordar los problemas 
pendientes. Ni siquiera era imprescindible, contra lo que 
el Informe de la CORA afirma, una refundición general 
de la legislación sobre la materia, pues, aun contenida en 
varios textos legales que completan la ley 30/1992 (y la 
LOFAGE), el ordenamiento en vigor no ofrecía la imagen 
“deslavazada” que en el Informe se dice –y en ello insis­
te también el Consejo de Estado en sus dictámenes–, ni 
planteaba problemas graves de interpretación sistemática 
y de aplicación, sino que era fácilmente comprensible y 
manejable.
Menos aún se ha respetado el principio de proporcio­
nalidad, que exige (art. 129.3 de la misma ley) que toda 
iniciativa normativa debe “contener la regulación impres-
cindible para atender a la necesidad a cubrir con la nor­
ma”. Si, como sucede, la mayor parte de las normas con­
tenidas en las nuevas leyes figuraban ya en aquellas que 
deroga, ¿qué necesidad había de sustituirlas por entero? 
Inevitablemente esa sustitución en bloque obligará a los 
aplicadores del derecho a recolocar –o resetear, como se 
diría en un lenguaje más moderno– sus conocimientos y 
su memoria del derecho, planteará a jueces, abogados y 
funcionarios públicos algunas dudas de interpretación de 
la voluntad del legislador, aparte de arrojar a la basura, 
como dijera Julius von Kirchmann, bibliotecas ente­
ras, imponiendo el uso de nuevas recopilaciones de tex­
tos legales, manuales revisados y otros materiales para la 
consulta y para la enseñanza del derecho administrativo. 
Algo que, por cierto, tiene también un coste económico, 
en el que los promotores de la iniciativa no parecen haber 
reparado.
¿Qué opinar, en este caso, a la luz del principio de 
seguridad jurídica, que conforme al art. 129.4 de la nueva 
Ley del Procedimiento Común impone que las iniciati­
vas legislativas se ejerzan “de manera coherente con el 
resto del ordenamiento jurídico, nacional y de la Unión 
Europea, para generar un marco normativo estable, pre­
decible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su 
conocimiento y comprensión”? Basta aquí con compartir 
las observaciones del Consejo de Estado sobre los efec­
tos contradictorios de la nueva legislación con los fines 
de coherencia y claridad en que pretende fundarse. Pues, 
para legislar bien, no basta voluntad política ni propósi­
tos grandilocuentes, sino que se requiere también un pro­
fundo conocimiento de la materia sobre la que se opera, 
sensatez y prudencia para valorar los cambios por intro­
ducir y sus consecuencias, así como una pizca al menos 
de modestia para escuchar opiniones y recibir las críticas 
razonadas. 
¿Cómo puede apelarse en este caso a la calidad de las 
leyes, cuando una iniciativa de tal calado no se ha someti­
do a debate previo entre los expertos en derecho adminis­
trativo de la Magistratura, de la Universidad, de la Abo­
gacía y del conjunto de las Administraciones?; cuando se 
consulta por vía de urgencia al supremo órgano consultivo 
del Gobierno y se pasa por alto, sin justificación expresa 
alguna, su fundada oposición al conjunto de la reforma y 
a muchas de sus novedades; cuando se someten unos pro­
yectos de tal envergadura y oficialmente tan criticados a 
un trámite parlamentario exprés, rechazando por principio 
cualquier enmienda y sin verdadero debate sobre su finali­
dad y contenido. 
Pero no se trata solo de que la reforma legal propuesta 
por la CORA no respete esos principios o incurra en un 
craso error de sistemática. Este pésimo ejemplo de cali­
dad regulatoria se manifiesta también en el contenido de 
muchas de las normas novedosas queintroduce, que no se 
ve compensado por otras que son acertadas. Podemos, sin 
ánimo de exhaustividad –que no es posible en estas breves 
páginas– señalar algunos ejemplos.
Normas que chirrían
Como en toda reforma de esta entidad, las novedades 
que aporta son opinables y, sin duda, no todas merecen el 
mismo juicio ni serán valoradas por igual entre los comen­
taristas y aplicadores del derecho. Pero, con independen­
cia de que hubiera sido altamente conveniente recabar más 
opiniones cualificadas antes de su aprobación, hay en los 
dos nuevos textos legales preceptos claramente criticables 
por diversos motivos.
Algunas reglas parecen responder a planteamientos 
dogmáticos que chocan con el conjunto de nuestro orde­
namiento y con la propia realidad, lo que las hace poco 
comprensibles o de difícil aplicación. Así y sin ir más le­
jos, llama la atención la definición del “ámbito subjetivo 
de aplicación” de la Ley del Procedimiento Común (art. 
2º), en cuanto incluye las entidades privadas del sector 
público o dependientes o vinculadas a las Administracio­
nes públicas. Debe tenerse en cuenta que lo que esa ley 
regula, según su art. 1º, es en sustancia el régimen de los 
actos administrativos, el procedimiento administrativo co­
mún “de las Administraciones públicas” y los principios 
de ejercicio de la iniciativa legislativa y de la potestad re­
glamentaria, materias que hasta ahora han sido ajenas a la 
actividad de las entidades privadas del sector público y su 
régimen jurídico, precisamente de derecho privado. El art. 
2.2.b) matiza que la ley solo es aplicable a dichas entida­
des privadas en cuanto a las normas que específicamente 
se refieran a ellas –y que no nos ha sido posible encontrar 
a lo largo de su articulado–, así como “cuando ejerzan 
potestades administrativas”. A este último respecto, se 
viene a dar por sentado que tales entidades privadas pue­
den ejercer “potestades administrativas”, sin determinar 
en absoluto a qué potestades se refiere el legislador. Con 
ello se quiebra, por cierto, el criterio contrario hasta ahora 
mantenido por nuestra legislación y jurisprudencia, y ello 
sin el más mínimo debate público sobre tal cuestión, que 
no es menor. Sin embargo, la paralela Ley de Régimen 
Jurídico del Sector Público aclara por relación a las socie­
dades mercantiles del sector público estatal que (art. 113) 
“en ningún caso podrán disponer de facultades que im­
pliquen el ejercicio de autoridad pública, sin perjuicio de 
que excepcionalmente la ley pueda atribuirle el ejercicio 
de potestades administrativas”. Por lo que se refiere a las 
fundaciones del sector público, el art. 128.2 de esta última 
ley reitera lo que ya establecía el art. 46.1 de la Ley Estatal 
de Fundaciones, esto es, que las fundaciones del sector 
público “no podrán ejercer potestades públicas”. En suma, 
solo las sociedades mercantiles del sector público podrían 
ejercer, y ello en virtud de ley especial y como excepción, 
determinadas “potestades administrativas”, que no se sabe 
cuáles puedan ser, ya que no pueden suponer “el ejercicio 
de autoridad pública”. Quizá la ley esté pensando en fun­
ciones de verificación o control (industrial o ambiental, 
por ejemplo), que ya hoy pueden ejercer sujetos privados 
u otras similares. Pero, en tal caso, es mucho decir que 
ha de aplicarse la Ley del Procedimiento Común, lo que 
viene a suponer que se atribuye a las decisiones corres­
pondientes de tales entidades privadas la naturaleza de ac­
tos administrativos, que han de elaborar tales decisiones 
tramitando un verdadero procedimiento administrativo y 
que pueden ser objeto de los recursos administrativos que 
la ley regula. Si el legislador ha querido decir esto –cosa 
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Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20164
que dudo–, me temo que sea una opción poco meditada. Y 
si no lo ha querido decir, ¿a qué viene incluir en el ámbito 
subjetivo de aplicación de la Ley del Procedimiento Co­
mún a las entidades privadas del sector público?
Desgraciadamente, no es esa la única norma sorpren­
dente que se encuentra en las nuevas leyes. Otras lo son 
porque invaden manifiestamente competencias de las Co­
munidades Autónomas, tal como observó el Consejo de 
Estado en sus dictámenes. Así, por ejemplo, no parece ba­
jo ningún concepto, conforme al orden constitucional de 
competencias que la legislación básica pueda imponer a 
los Gobiernos autonómicos, la revisión o evaluación pe­
riódica de su normativa y la obligación de plasmarla en un 
informe público o de aprobar un Plan Anual Normativo o 
la forma de elaboración de sus iniciativas legislativas y re­
glamentos. Ya que esas obligaciones inciden en el núcleo 
de la actividad gubernativa autónoma, es decir, en la forma 
de ejercicio de sus competencias por cada Gobierno.
En otros casos se incluyen en una u otra ley regula­
ciones demasiado prolijas y minuciosas, más propias de 
un reglamento que de una norma legal básica. Se dota así 
a la materia correspondiente de una rigidez innecesaria, 
que puede dificultar la adaptación de la regulación a las 
circunstancias cambiantes. Es el caso, por ejemplo, de las 
normas sobre los registros electrónicos (art. 16 de la Ley 
del Procedimiento Común) o la emisión de documentos 
y copias electrónicas (arts. 26 y 27 de la misma ley), o de 
la que regula la remisión de datos al Inventario del Sector 
Público (art. 83, Ley de Régimen Jurídico del Sector Pú­
blico). Sucede, además, que en algunos casos se ha que­
rido completar la legislación básica con algunas normas 
de los reglamentos de desarrollo de la ley 30/1992 –es 
decir, el del procedimiento sancionador y el de los proce­
dimientos de responsabilidad patrimonial– o de la Ley de 
Acceso Electrónico. Pero, aparte de que con ello se reduce 
la potestad legislativa autonómica de manera innecesaria, 
no siempre la elevación del rango de anteriores preceptos 
reglamentarios se hace con tino, por su contenido detallis­
ta. Como desatinada es la derogación sin más de los pre­
ceptos de los reglamentos de desarrollo de la ley 30/1992 
que no se incorporan a las nuevas leyes, lo que puede crear 
un preocupante vacío normativo. 
Otras de las nuevas normas pecan de falta de realismo. 
Algunas de ellas derivan de la pretensión –casi obsesi­
va– de los impulsores de las nuevas leyes de generalizar 
el modelo de administración electrónica y “suprimir el 
papel” en la actividad de las Administraciones y sus rela­
ciones con los ciudadanos. Aunque el objetivo sea loable, 
resulta francamente problemático que todas las notifica­
ciones se practiquen a través de las sedes electrónicas de 
cada Administración o de una dirección electrónica ha­
bilitada (art. 43, Ley del Procedimiento Administrativo 
Común), o que en las solicitudes que se dirijan a la Admi­
nistración el solicitante deba indicar obligatoriamente el 
“código de identificación” del órgano receptor (art. 63.1 
de la misma ley). Pero sobre esto me extenderé ensegui­
da. De la misma manera, es poco realista generalizar la 
regulación de un procedimiento administrativo abrevia­
do con plazos de tramitación muy cortos (art. 96), cuyo 
 modelo es el que figura en el actual Reglamento de los 
procedimientos en materia de responsabilidad patrimo­
nial de las Administraciones Públicas, apenas utilizado en 
la práctica.
Hay normas sencillamente incomprensibles, como la 
que viene a excluir el carácter de Administración pública 
de las universidades públicas (art. 2.3 de ambas leyes), de 
forma incoherente con otras leyes en vigor (como la de 
Contratos del Sector Público o el Estatuto Básico del Em­
pleado Público). O como la que condiciona la revocación 
de los actos administrativos desfavorables a que “no haya 
transcurrido el plazo de prescripción” (art. 109 de la Leydel Procedimiento Común), sin explicar a qué prescrip­
ción se refiere.
En otros casos no se ha tenido en cuenta la doctrina de 
los tribunales o, como en la regulación de la responsabili­
dad patrimonial por actos del Poder Legislativo derivada 
de la declaración de inconstitucionalidad de una ley (art. 
32.4 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público), 
parece querer rectificarse la doctrina legal consolidada, ya 
que se condiciona la indemnización –nada menos– a que 
el interesado haya obtenido una sentencia firme desesti­
matoria de un recurso contra la actuación administrativa 
que aplicó la ley posteriormente anulada y hubiera alegado 
(en el proceso correspondiente, se sobreentiende) la in­
constitucionalidad de esta. 
En fin, y por no aludir a tantas otras normas de defec­
tuosa redacción o de conceptos imprecisos, quedémonos 
con la siguiente “guinda” que se lee en el art. 37.2 de 
la Ley del Procedimiento Administrativo Común de las 
Administraciones Públicas: “Son nulas las resoluciones 
administrativas que vulneren lo establecido en una dis­
posición reglamentaria, así como aquellas que incurran 
en algunas de las causas recogidas en el art. 47”. Puesto 
que este último artículo enuncia las causas de nulidad de 
pleno derecho, ¿quiere decirse que, además de en tales 
casos, tiene el mismo efecto jurídico la vulneración de 
cualquier simple disposición reglamentaria?; ya puestos, 
por qué no, en cambio, la infracción de una disposición 
legal o constitucional o de derecho europeo. Esto es algo 
inconcebible en el marco de nuestro derecho administrati­
vo, aparte de que resulta contradictorio con la regulación 
de la revisión de oficio de actos nulos, que se refiere solo 
a los supuestos de nulidad previstos en el art. 47.1 (art. 
106.1 de la Ley del Procedimiento Común). Por eso el 
precepto es difícil de entender en sus estrictos términos, 
aparte de que genera de por sí una enorme inseguridad ju­
rídica, pues no es posible imaginar cómo podrá aplicarse 
por los diferentes operadores jurídicos, ya que no todos 
tienen, por desgracia, sólidos fundamentos teóricos de de­
recho administrativo. 
Novedades importantes sin apenas debate
Todo lo expuesto no excluye constatar que las nuevas 
leyes aportan también novedades de interés y positivas en 
ciertos aspectos, aunque no muy numerosas. Pero, aparte 
de que su introducción en nuestro derecho no precisaba 
en absoluto de una fragmentación asistemática de los tex­
tos legales vigentes, por lo que se refiere a las de mayor 
entidad jurídica hubiera sido necesario, o al menos muy 
conveniente, abrir un debate amplio y sosegado con ca­
rácter previo a la elaboración de los anteproyectos, o bien, 
tras su aprobación, a la vista de los dictámenes del Conse­
jo de Estado.
De estas novedades destaca, como ya se ha dicho, la 
regulación de las relaciones electrónicas entre la Admi­
nistración y los ciudadanos, que en buena medida recoge 
la ya establecida en la Ley de Acceso Electrónico de los 
Servicios Públicos y en parte de su Reglamento, pero va 
más allá. Sin duda el tránsito de unas relaciones adminis­
trativas basadas en el papel y la notificación domiciliaria 
a otra de archivos, expedientes y comunicaciones elec­
trónicas es un objetivo primordial de modernización en 
el que hay que perseverar. Por la misma evolución de los 
usos sociales es algo que se va a ir imponiendo en un fu­
turo próximo hasta generalizarse probablemente. Ello, no 
obstante la Ley del Procedimiento Administrativo Común 
parece querer quemar etapas y piensa más en cumplir el 
objetivo que en las garantías reales de los ciudadanos, ya 
que no todos tienen ni tendrán la posibilidad real de comu­
nicarse con la Administración por medios electrónicos ni 
de acceder con facilidad a las notificaciones que reciban 
por esa vía. Es cierto que, en principio, la ley reconoce a 
las personas físicas –no a las jurídicas– el derecho a comu­
nicarse con la Administración por medios electrónicos o 
no, a su elección (art. 14.1). Sin embargo, cada Adminis­
tración (por ejemplo, cada ayuntamiento) podrá imponer 
reglamentariamente la obligación de relacionarse con ella 
por medios electrónicos a ciertas personas físicas o ciertos 
colectivos y en ciertos procedimientos (art. 14.3). Aunque 
esa posibilidad queda sujeta a que quede acreditado que 
los interesados tienen la disponibilidad de acceso a los 
medios electrónicos necesarios, la regla puede dar lugar a 
una enorme diversidad de situaciones, por lo que hubiera 
sido mejor que tal obligación pudiera imponerse solo por 
ley especial. Del mismo modo, los arts. 9.2 y 10.2 per­
miten a cada Administración determinar qué sistemas de 
identificación electrónica y de firma electrónica admiten, 
lo que puede obligar a las personas jurídicas y, en su caso, 
a los ciudadanos a disponer de varios de esos sistemas a 
la vez. 
De otro lado, para aquellos casos en que sea obligado 
relacionarse con la Administración por vía electrónica, el 
art. 43 establece un sistema de notificación consistente en 
la comparecencia del interesado, debidamente identifica­
do, en la sede electrónica de cada Administración, lo que 
debe hacer en el plazo máximo de diez días desde que 
la notificación se haya puesto a disposición en esa sede, 
pues de lo contrario se la considera rechazada. Se añade 
que la comparecencia podrá realizarse también a través 
de un Punto de Acceso General, pero no se sabe cuándo 
estará operativo ni si, realmente, todas las notificaciones 
serán fácilmente accesibles desde él. Y aunque, según el 
art. 41.6, las Administraciones deben enviar un aviso de 
que una notificación está disponible al dispositivo elec­
trónico o dirección de correo electrónico que el interesado 
hubiera comunicado, la falta de ese aviso no impide que la 
notificación sea plenamente válida. Por tanto y en la prác­
tica, se obliga a los interesados a visitar con frecuencia las 
sedes electrónicas de las diferentes Administraciones con 
las que pudieran tener una relación –no solo en procedi­
mientos iniciados a su solicitud, sino también de oficio– 
so pena de considerar que han rechazado una determinada 
notificación a la que no han accedido. Como ya señaló el 
Consejo de Estado, y aun suponiendo que los mecanismos 
de garantía previstos por la ley –Punto de Acceso General 
y avisos electrónicos– funcionen de verdad, se trata de 
una carga excesiva que podría plantear problemas serios 
de seguridad jurídica. Hubiera sido mejor, por ello, que 
la notificación se practique a través de los dispositivos o 
correos electrónicos que los interesados identifiquen –en 
su caso obligatoriamente– ante la Administración o dotar 
a los avisos personales de la naturaleza de condición de 
validez o eficacia de las notificaciones por comparecencia 
en una sede electrónica.
Algo similar sucede con la obligación de que quienes 
dirijan una solicitud a la Administración por vía electró­
nica tengan que señalar obligatoriamente el código de 
identificación electrónica del órgano al que se dirigen (art. 
66.1.f] de la Ley del Procedimiento Administrativo Co­
mún), lo que para muchos ciudadanos –mejor dicho, para 
casi todos– será difícil de conocer a priori. 
En todos estos casos los redactores de la ley (es decir, 
los de los anteproyectos, dado que su texto ha pasado al 
Boletín Oficial sin tener en cuenta las críticas del Consejo 
de Estado y sin ningún debate real en las Cámaras par­
lamentarias) han pensado más en las conveniencias de la 
Administración que en las garantías de los ciudadanos, ya 
sean personas físicas o jurídicas. Tampoco parecen haber 
tenido en cuenta que hay varios miles de Administraciones 
públicas a las que la ley se va a aplicar, incluyendo los 
municipios más pequeños, y que no todas tienen la misma 
facilidad para adaptarse a los requerimientos de gestión 
electrónica. Para remediar estos problemas y hacer posible 
las relaciones electrónicas con la Administración en todo 
caso, la ley alude a unas oficinas de asistencia en materiade registros, en las que uno o varios funcionarios ayuda­
rían a los interesados en esos trámites. Pero no está claro 
qué Administración o Administraciones deben crearlas ni 
cuándo existirán en realidad, ni de cuántas de esas oficinas 
se compondrá la red, que habría de cubrir necesariamente 
todo el territorio nacional, ni qué proximidad tendrán a los 
ciudadanos ni, en fin, cuál podría ser el coste burocrático 
de esa nueva red de comunicación con las Administracio­
nes públicas. 
Probablemente por ser consciente de los problemas de 
implantación de ese régimen de administración electró­
nica, la Disposición Final Séptima de la Ley del Proce­
dimiento Administrativo Común retrasa dos años la en­
trada en vigor de las previsiones de la ley sobre registros 
electrónicos, punto de acceso general electrónico de la 
Administración y archivo electrónico único, que son cla­
ves para dicha implantación, aunque no otras previsio­
nes conexas. Pero, dado que no había prisa, hubiera sido 
conveniente una reflexión más abierta y participada sobre 
todos estos problemas, entre otras cosas a la luz de las 
recientes experiencias de la administración electrónica ya 
en acto, sea en el ámbito tributario, de tráfico y seguridad 
vial u otros.
Lo mismo podría decirse de otra de las novedades más 
relevantes de la nueva regulación, que es la relativa al de­
ber de colaboración de los ciudadanos con la Administra­
ción facilitando informes, inspecciones y otros actos de in­
vestigación. Hasta ahora la concreción de ese deber y sus 
términos quedaba remitida por entero a lo dispuesto en las 
leyes (art. 39, LRJPAC), esto es, en las normas sectoriales 
con rango de ley en que así se establece. Ahora se dispone, 
con carácter supletorio y a falta de previsión expresa en 
la legislación sectorial, un deber de colaboración general 
con la misma finalidad y siempre que cada Administra­
5Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016
ción lo requiera para el ejercicio de sus competencias (art. 
18, Ley del Procedimiento Común). Los límites o excep­
ciones que se señalan a ese deber general son solo que 
“la revelación de la información solicitada” (pero no otras 
obligaciones de colaboración) atentara contra el honor, la 
intimidad personal o familiar, o “supusieran la comunica­
ción de datos confidenciales de terceros de los que tengan 
conocimiento por la prestación de servicios profesionales 
de diagnóstico, asesoramiento o defensa, sin perjuicio de 
lo dispuesto en la legislación sobre blanqueo de capitales 
y financiación de actividades terroristas”. Es una norma 
demasiado abierta e inconcreta, de límites escasos (para­
digmáticamente, ni siquiera respeta de manera expresa el 
secreto de confesión), que puede dar lugar a abusos. Por 
eso era mejor remitir sin más la regulación de este tipo de 
deberes a las normas sectoriales que lo prevén, como dis­
ponía la norma derogada.
En fin, y por no extendernos, hay ciertas novedades de 
relieve en materia de derecho sancionador, que consisten 
en generalizar reglas o soluciones ya establecidas en al­
guna legislación sectorial. Así, el art. 62.4 de la Ley del 
Procedimiento Común generaliza la exención de respon­
sabilidad a los posibles infractores que denuncien a ter­
ceros y colaboren aportando elementos de prueba de la 
infracción. Medida esta que, como se sabe, procede del 
derecho de defensa de la competencia, en el cual es muy 
difícil probar los acuerdos de prácticas colusorias, pero 
que tiene escaso sentido en otros ámbitos y puede quizá 
producir consecuencias indeseadas. La norma es, además, 
imprecisa, pues otorga a cada órgano sancionador una fa­
cultad ilimitada para reducir la sanción que correspondería 
a los denunciantes que aporten elementos de prueba, lo 
que puede dar pie a prácticas muy diferentes en las distin­
tas Administraciones públicas, con las correspondientes 
desigualdades de trato. 
Por su parte, el art. 85 generaliza el sistema de multa 
exprés con reducción de la cuantía por pago voluntario y 
renuncia a la vía administrativa. Ahora bien, esta solución 
es adecuada y tiene éxito en ámbitos de procedimientos 
sancionadores masivos, como los de tráfico y los tributa­
rios, para los que fue pensada. No se ve, en cambio, por 
qué razón se deba reducir la sanción prevista en otros ca­
sos –piénsese, por ejemplo, en infracciones ambientales– 
si la falta es clara y grave o muy grave solo porque el in­
fractor decida pagar antes. Por otro lado, el nuevo precep­
to legal fija solo una reducción “mínima” del 20 por 100 
de la multa, que puede ampliarse por vía reglamentaria, 
lo que significa que en cada Administración con potestad 
para dictar reglamentos sancionadores la reducción puede 
ser distinta. Puestos a reducir la sanción por pronto pago, 
podría ocurrir que en algunos casos al infractor le saliera a 
cuenta incumplir la ley.
Cuestiones por resolver
Por otra parte, al elaborar las dos nuevas leyes, en par­
ticular la del Procedimiento Administrativo Común, no se 
han querido afrontar algunos problemas pendientes del 
régimen jurídico general de nuestras Administraciones 
públicas, sobre los que se ha debatido a fondo en la doc­
trina o sobre los que existe jurisprudencia contradictoria 
y que bien hubieran merecido la atención de los reforma­
dores. Cierto es que se trata de problemas complejos, que 
no podía abordar una propuesta tan precipitada. De ahí 
que se haya optado por la continuidad del contenido de 
la nueva regulación con la anterior, como en tantos otros 
aspectos.
Dos ejemplos bastan, aunque podrían apuntarse varios 
más. Por un lado, casi nada cambia en la regulación del 
silencio administrativo, cuando es ya evidente que la le­
gislación sectorial, del Estado y de las Comunidades Au­
tónomas, desmiente que el silencio positivo siga siendo 
la regla general, y cuando no está definitivamente resuelta 
en todas las materias la cuestión de sus efectos en caso de 
ilegalidad o la de si ha de aplicarse a cualquier tipo de so­
licitud, por extravagante que sea, si no hay norma expresa 
en contrario. Lo único que se añade es que, por excepción 
(si así quiere seguir fingiéndose), de conformidad con la 
jurisprudencia europea, el silencio también es negativo 
cuando afecta al “ejercicio de actividades que puedan da­
ñar el medio ambiente” (art. 24.1, Ley del Procedimiento 
Común), expresión por cierto de contornos imprecisos y 
no fácil de interpretar. Mejor hubiera sido arbitrar meca­
nismos legales para que la Administración no incurra en 
silencio, manteniendo quizá el desestimatorio como una 
garantía subsidiaria.
Por otro lado, la ocasión era buena para haberse replan­
teado el sistema de recursos administrativos, a la luz de la 
experiencia. Bien está que se suprima la reclamación ad­
ministrativa previa a las acciones civiles y laborales, pero 
¿por qué mantener el carácter obligatorio del recurso de 
alzada? Esa necesidad de agotar la vía administrativa para 
acceder a la tutela judicial parece cada vez menos justifi­
cada, como residuo de épocas pasadas. De hecho la con­
versión de la alzada en recurso facultativo se propuso en el 
Congreso mediante varias enmiendas parlamentarias, que 
fueron rechazadas de plano, como prácticamente todas las 
enmiendas presentadas por la oposición. Al contrario, se­
ría conveniente potenciar los recursos ágiles, sencillos y 
baratos ante órganos administrativos especializados y fun­
cionalmente independientes, que constituyen hoy la mejor 
garantía, como demuestra el funcionamiento de los tribu­
nales de recursos contractuales.
Ello, por no hablar de otros aspectos precisados de cla­
rificación, por la insuficiencia o ambigüedad de la regu­
lación legal o las dudas de la jurisprudencia, como es el 
régimen de la invalidez de los actos y sus consecuencias 
jurídicas. O de aquellos en que la regulación es decep­
cionante y hasta regresiva, como la del procedimiento de 
elaboración de los reglamentos en la Administración del 
Estado. 
Una segunda oportunidad
Realizado el análisis,cuya brevedad y concisión me 
perdonará el lector, queda el hecho de que dos leyes 
 esenciales, que rebajan considerablemente la calidad de 
nuestro derecho administrativo escrito –en otro tiempo or­
gullo de propios y reconocida por extraños–, están en el 
Boletín Oficial del Estado. Y digo esto último con inten­
cionada precisión porque, no obstante, no se trata de leyes 
en vigor, pues quienes las redactaron y las han aprobado 
en definitiva han acordado un período de vacatio legis ex­
cepcionalmente largo, de un año en general y de dos en lo 
relativo a la implantación de instrumentos esenciales de la 
administración electrónica que se quiere potenciar.
El inexplicado retraso de la entrada en vigor –pues na­
da se justifica al respecto en la exposición de motivos 
de ambas leyes– resulta paradójico, habida cuenta de la 
frenética tramitación de la reforma. No sé si revela algún 
tipo de inseguridad subconsciente sobre los efectos de las 
nuevas leyes, que habría impuesto al menos ese gesto de 
prudencia, o si cabe encontrar alguna otra interpretación 
psicológica (que no es lo mío), ya que las razones obje­
tivas no se encuentran. En todo caso, la vacatio acordada 
sustenta la tesis de la que he partido en este escrito: lo 
que importaba no era tanto el contenido y los efectos jurí­
dicos de la reforma legal como el dato –y la fecha– de su 
aprobación.
Nada de ello sirve de consuelo ante el hecho de que 
tantos esfuerzos doctrinales y jurisprudenciales por siste­
matizar, ordenar y clarificar el régimen jurídico general de 
nuestras Administraciones públicas, de por sí complejo, 
hayan quedado anulados en buena parte por esta suerte de 
decisionismo legislativo. El problema, sin embargo, no es 
solo de orden formal o de técnica legislativa, ni las críticas 
se sustentan tan solo en consideraciones académicas. Por 
el contrario, fruto de la mala sistemática, de la imprecisión 
de muchos preceptos –demasiado abiertos algunos, oscu­
ros otros–, de las contradicciones internas y en algunos ca­
sos de las sospechas de inconstitucionalidad, las dos nue­
vas leyes sembrarán –está ocurriendo ya– no pocas dudas 
sobre su interpretación y aplicación, con la consiguiente 
inseguridad jurídica. Y en este caso el daño es mayor, ya 
que son leyes, sobre todo la del Procedimiento Común, 
que se habrán de aplicar cotidianamente por miles de Ad­
ministraciones en múltiples relaciones ordinarias con los 
ciudadanos. 
Esas dudas darán lugar, por de pronto, a evacuar con­
sultas y solicitar asesoramiento por muchas Administra­
ciones y entidades públicas y privadas, con el consiguiente 
coste económico (o de tiempo de trabajo), que con toda 
seguridad los redactores de los nuevos textos no han va­
lorado. Pero, sobre todo, pueden propiciar interpretacio­
nes muy dispares por parte de quienes tienen la potestad 
de resolver, sean funcionarios o jueces. Así, bien pudiera 
ocurrir que los ciudadanos (y las empresas) tuvieran que 
relacionarse con cada Administración de manera distinta, 
según cómo entiendan y apliquen estas las reglas sobre 
comunicaciones y notificaciones electrónicas, por ejem­
plo, o el deber de colaboración de los particulares con la 
Administración y sus límites, o el inconcebible art. 37.2, 
ya mencionado, sobre la nulidad de las resoluciones que 
vulneren lo establecido en una disposición reglamentaria.
Cierto es que al final y como siempre, la doctrina ju­
rídica ayudará a ordenar y comprender lo que es asiste­
mático o confuso y que la jurisprudencia acabará por fijar 
criterios uniformes de interpretación. Quizá también algu­
nas normas especialmente oscuras –o absurdas– dejarán 
de aplicarse, como ha sucedido, por ejemplo, con ciertos 
preceptos de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad 
de la Administración Local, de similar deficiencia técnica. 
Y en caso necesario se podrán aprobar modificaciones le­
gales para remediar los peores efectos, como sucedió en el 
caso de la precedente ley 30/1992. Como recuerdo haber 
oído tantas veces a mi maestro García de Enterría, la 
ley es más inteligente que el legislador. De hecho, una 
reforma como la que se comenta revela la pérdida de im­
portancia de la ley escrita como fuente del derecho. Pero 
todo eso –en especial la formulación de una jurisprudencia 
racionalizadora– lleva su tiempo y mientras tanto serán los 
ciudadanos y las empresas los que paguen la inseguridad 
resultante en sus relaciones con la Administración y con 
la Justicia.
Ahora bien, el amplio plazo de vacatio legis “concedi­
do” en este caso, cualesquiera que sean las razones en que 
se funde, abre también una oportunidad, la de hacer des­
pués de la publicación de esas leyes lo que no se ha que­
rido hacer antes, es decir, debatir a fondo su contenido y 
consecuencias, no ya solo en sede académica sino también 
política y en el conjunto de las Administraciones. Tiempo 
hay para reparar el entuerto.
Por las razones que he expuesto en síntesis y que tan­
tos comparten, creo que esas dos leyes no merecen entrar 
en vigor. Bien podrían ser derogadas antes de ello o sus­
tancialmente modificadas, si los partidos políticos que se 
han opuesto abiertamente a su aprobación en las Cortes 
acceden al Gobierno tras las próximas elecciones, y así 
lo anunció algún grupo parlamentario, si llegara la oca­
sión. Claro está que eso depende de las circunstancias y, 
en cualquier caso, hay que ser consciente de que en el 
panorama actual no parece que sea esta una cuestión que 
vaya a tener prioridad en ninguna agenda política.
Lo deseable sería que, cualquiera que sea el Gobierno 
que se forme, replantee el asunto y aborde una reforma 
legal que recupere la arquitectura tradicional y lógica del 
régimen jurídico general de las Administraciones públi­
cas, con las modificaciones que sean necesarias o conve­
nientes, incluyendo algunas de las introducidas en las dos 
leyes que comento. Pues, para superar la crisis institucio­
nal que aún nos aflige, se precisan leyes claras, sensatas, 
bien estructuradas, suficientemente debatidas y que den 
respuestas realistas a los problemas actuales de los ciu­
dadanos, entre las que no pueden faltar las que regulan 
el régimen jurídico de las Administraciones públicas. La 
reforma de este régimen general sí merece una segunda 
oportunidad.
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PARADO - ESTADOS EXTRANJEROS - PROCEDI-
MIENTO ADMINISTRATIVO - ADMINISTRACIÓN 
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Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 20166
Sumario: i. PlantEo. – ii. cUEstionEs PrEvias. a) La au-
tonomía municipaL. b) La concepción municipaL dentro de 
La provincia de Santa Fe. – iii. El sistEma mUniciPal En la 
Provincia dE santa fE. a) Situación normativa. a.1) Cons-
titución Nacional. a.2) Constitución provincial. a.3) Las 
leyes provinciales. b) anáLiSiS de La normativa imperante. 
b.1) Autonormatividad constituyente. b.2) Autocefalía. 
b.3) Autarquía. b.4) Materia propia. b.5) Autodetermi-
nación política o garantías de funcionamiento. – iv. El 
vErdadEro ProblEma: las cUEstionEs comPEtEncialEs. – v. 
colofón.
I
Planteo
A lo largo de este trabajo intentaremos –modestamen­
te– formular algunas reflexiones críticas respecto de los 
lineamientos principales que caracterizan el régimen mu­
nicipal de la Provincia de Santa Fe, tanto en el aspecto 
particular de su morfología jurídica como en el marco ge­
neral del derecho municipal.
Precisado nuestro objeto de análisis –y a fin de su con­
secución–, procuraremos plantear ciertas inquietudes y 
abordar aspectos puntuales que permitan dar respuestas, 
no a modo absoluto, acerca de si, efectivamente, en la 
Provincia han sido receptados y plasmados los postulados 
vertidos por la Constitución Nacional a partir de la Con­
vención Nacional Constituyente del año 1994.II
Cuestiones previas
A efectos de realizar un encuadre específico de la te­
mática que nos ocupa, corresponde previamente formular 
ciertas consideraciones preliminares.
a) La autonomía municipal
En primer lugar, debemos remarcar –aun con riesgo 
de aparecer obvios– los extremos del art. 123 de nuestra 
Constitución Nacional, el cual establece: “cada provincia 
dicta su propia constitución, conforme a lo dispuesto por 
el art. 5º asegurando la autonomía municipal y reglando 
su alcance y contenido en el orden institucional, político, 
administrativo, económico y financiero” (lo resaltado es 
propio).
Así, la Ley Fundamental establece un marco para la 
realización de un sistema federal que incluye un nivel de 
gobierno municipal autónomo, cuyo alcance y contenido 
en el orden institucional, político, administrativo, econó­
mico y financiero debe ser reglado por cada una de las 
constituciones provinciales.
En consecuencia, el citado artículo no confiere a los 
municipios el poder de reglar las materias que le son pro­
pias sin sujeción a límite alguno. La cláusula constitucio­
nal les reconoce autonomía en los órdenes enunciados e 
impone a las provincias la obligación de asegurarla, pero 
deja librado a la reglamentación que estas realicen la de­
terminación de su “alcance y contenido”. Se admite así un 
marco de autonomía municipal cuyos contornos deben ser 
delineados por las provincias, con el fin de coordinar el 
ejercicio de los poderes que estas conservan (conforme a 
lo establecido por los arts. 121, 122, 124 y 125 de la CN) 
con el mayor grado posible de atribuciones municipales en 
los ámbitos de actuación mencionados por el art. 123(1).
Ahora bien, a tenor de lo indicado, surge una proble­
mática inicial para disipar vinculada esencialmente al 
longevo interrogante: ¿qué entendemos por autonomía 
municipal?
Como primera aproximación, puede inferirse que el tér­
mino autonomía(2) abarca, en el caso, la delimitación de 
un conjunto de conocimientos organizados en el marco de 
un ámbito independiente: el municipio.
Entonces, partiendo de una interpretación literal de la 
norma constitucional, entendemos que la expresión de au­
tonomía opera indefectiblemente en los diferentes campos 
explícitamente enumerados –pero no definidos–, cuyos al­
cances y contenidos las constituciones provinciales deben 
asegurar y reglamentar, a saber: 
(i) En primer lugar, la norma constitucional refiere a un 
orden institucional, vinculado a la posibilidad de que los 
propios municipios (o algunos de ellos) puedan dictar su 
Carta Orgánica o Carta Fundamental, mediante una con­
vención convocada expresamente a tal efecto(3); o bien, 
optar por un modelo de Carta entre varios otros predeter­
minados previamente; 
(ii) En segundo término, el texto constitucional alude a 
un orden político, apuntando así a la capacidad no solo de 
elección de las propias autoridades locales, sino también 
a la de regirse efectivamente por ellas, respetando de ese 
modo el régimen republicano y democrático de gobierno; 
(iii) En un tercer aspecto, la Ley Fundamental expone 
un orden administrativo, el cual consagra la potestad de 
ejercer la denominada función administrativa, lo cual pue­
de ejemplificarse mediante la gestión y organización de 
servicios públicos de índole local, obras públicas, titulari­
dad y ejercicio del poder de policía en materia municipal, 
entre otros supuestos, a los fines de salvaguardar sus com­
petencias materiales, que permitan actualizar y perseguir 
la plena realización de los intereses locales; 
(iv) Ello, a diferencia del orden económico, el cual –co­
mo cuarta característica– apunta a la capacidad de generar 
recursos propios para afrontar el gasto público municipal. 
En tal sentido, se alude a la facultad del ente municipal de 
prever las erogaciones pertinentes para satisfacer las nece­
sidades públicas locales;
(v) Por último, la Carta Magna enuncia un orden fi-
nanciero, puntualmente direccionado a la posibilidad de 
establecer tributos locales para solventar el gasto público, 
consolidando así el sistema rentístico municipal.
En el análisis de los ámbitos expuestos, cabe añadir lo 
manifestado en el seno de la propia Convención Reforma­
dora de 1994, en la cual se advirtió que “[u]na autonomía 
que no contenga estas características (...), no sería una real 
autonomía municipal y solo quedaría reducida a una sim­
ple fórmula literaria grandilocuente pero, en la práctica, 
vacía de contenido, porque no puede haber municipio au­
tónomo verdadero si no le reconocemos explícitamente 
entidad política o le retaceamos la capacidad de organizar 
su administración y realizar los actos administrativos ne­
cesarios para el cumplimiento de sus funciones o lo priva­
mos del sustento económico­financiero indispensable para 
que preste aquellos servicios públicos que la provincia le 
asigne, inherentes a su existencia o le impedimos ejercer 
su autonomía institucional”(4), sumado a que “los planos 
económico y financiero han sido especialmente conside­
rados en el texto constitucional porque tienen una impor­
tancia superlativa. De esta manera estamos especificando 
y dejando en claro que los municipios argentinos van a 
poder (...) controlar sus propios recursos que, a su vez, 
podrán ser manejados independientemente de otro poder, 
(1) CS, “Municipalidad de La Plata”, Fallos: 325:1249 (2002).
(2) Concepto multívoco, tal como se desarrollara en Gaggiamo, Es­
teban ­ Capdevila, Silvina, Consecuencias de la reforma constitucio-
nal de 1994 en el régimen municipal argentino, JA, 2003­IV­1278.
(3) Ábalos, María G., La autonomía municipal a la luz de los de-
bates en el seno de la Convención Nacional Constituyente de 1994, en 
A una década de la reforma constitucional, Germán Bidart Campos y 
Andrés Gil Domínguez (coords.), Buenos Aires, Ediar, 2004, pág. 2.
(4) Convención Constituyente Nacional, sesión del 8­8­94, interven­
ción del convencional Mario Raúl Merlo por la Provincia de San Luis.
complementando así las facultades de administración que 
les son propias”(5).
Tales consideraciones son las que surgen de una inter­
pretación del texto constitucional que –tal como adelanta­
mos– solo se ciñe a enunciar, mas no a definir y delimitar, 
estableciendo de ese modo un marco cuyos contenidos 
deben ser precisados por las provincias, con el fin de co­
ordinar el ejercicio de los poderes que conservan (en razón 
de lo previsto por los arts. 121, 122, 124 y 125 de la Ley 
Fundamental) con el mayor grado posible de atribuciones 
municipales en los ámbitos de actuación mencionados en 
el art. 123 de la Carta Magna(6).
Empero, de una interpretación más extensiva de los 
postulados del artículo referido, podemos responder a 
nuestro interrogante inicial conceptualizando a la autono­
mía municipal bajo la evaluación de ciertos contenidos 
específicos, definiéndola así como aquella “capacidad de 
derecho público reconocida a un ente, que se encuentra 
delimitada(7) por los siguientes contenidos: autonormati­
vidad constituyente, sujeta a una referencia constitucio­
nal; autocefalía; autarquía; materia propia o competen­
cia material y, finalmente, garantías de funcionamiento y 
autodeterminación”(8). 
Tal concepto deviene, incluso, del seno de la propia 
Convención Nacional Constituyente del año 1994, en la 
medida en que analizó, al delimitar el sentido y alcances 
del art. 123, los tópicos: (i) de la descentralización del 
poder, (ii) la democratización, (iii) el vecinalismo, (iv) el 
principio de subsidiariedad, (v) la autonomía jurídica, (vi) 
el proceso constitucional de las provincias, y –finalmente– 
(vii) la cuestión atinente al régimen tributario(9).
Asimismo, resulta pertinente destacar que los conteni­
dos precedentemente expuestos permiten que distintos y 
diversos alcances oscilen en cada régimen en particular, 
por lo que se pueden identificar métodos que logren adap­
tar un sistema municipal autónomo más amplio que otros. 
Si bien tal cuestión será profundizada a lo largo de lapresente obra, lo cierto es que definir el término autono­
mía en el texto constitucional equivale a consagrar una 
herramienta interpretativa uniforme en todo el territorio 
nacional, pero ello en modo alguno representa alegar que 
todos los municipios argentinos deban gozar del mismo 
estatus jurídico, sino que corresponderá a cada una de las 
provincias –atendiendo a su específica realidad– encuadrar 
los lineamientos y parámetros de la autonomía(10), siempre 
respetando, como premisa esencial, los matices exteriori­
zados por la Constitución Nacional. 
Sin perjuicio de ello, se ha sostenido que la autonomía 
establecida por la Ley Fundamental no se condice con un 
poder originario ni tampoco con un poder reservado, como 
efectivamente sucede con las provincias del país, por lo 
que poseería una jerarquía diferente de la que exhiben los 
Estados provinciales(11). 
También como respuesta a nuestro interrogante inicial, 
debemos precisar que, a partir del año 1994, la autonomía 
municipal debe considerarse como una verdadera “garan­
tía institucional”, entendida como la presencia de un nú­
cleo indisponible por el órgano encargado de configurar 
(5) Convención Constituyente Nacional, intervención del convencio­
nal Hugo Nelson Prieto, de la Provincia del Neuquén, al informar el dic­
tamen de mayoría de la Comisión del Régimen Federal, sus Economías y 
Autonomía Municipal.
(6) CS, “Intendente Municipal Capital”, S.C., I.150, L.XLVIII 
(2014); “Ponce”, Fallos: 328:175 (2003).
(7) En mayor o menor medida, agregamos.
(8) Rosatti, Horacio, Tratado de derecho municipal, Santa Fe, Ru­
binzal­Culzoni, 1997, pág. 94 y sigs.
(9) Marchiaro, Enrique J., Derecho municipal. Nuevas relaciones 
intermunicipales, Buenos Aires, Ediar, 2000, pág. 45 y sigs.
(10) Rosatti, Horacio, Tratado..., cit., pág. 107.
(11) Indicando que “después de la reforma constitucional, plantear la 
cuestión en términos de autonomía absoluta puede conducir a conclusio­
nes equivocadas pues el régimen de los municipios dependerá también 
de lo que establezcan las Constituciones de cada provincia y en su caso, 
de las leyes orgánicas que dicten en las legislaturas provinciales. Ese 
análisis demuestra que, en la actualidad, aun a partir del principio de la 
autonomía municipal consagrado en el art. 123, conviven sistemas dife­
rentes en punto a la atribución de competencias, dándose dos situaciones 
distintas: a) la competencia se encuentra limitada por las leyes orgánicas 
y b) el reconocimiento de poderes a los municipios para dictar sus cartas 
orgánicas, lo cual implica un grado mayor de delegación. Sin embargo, 
en ambos supuestos, como los poderes de los municipios se encuentran 
siempre sometidos al poder constituyente provincial, se trata de una auto­
nomía relativa o de segundo grado, sin perjuicio de la naturaleza política 
que posee la institución municipal” (Cassagne, Juan C., La problemáti-
ca política, constitucional y administrativa de los municipios y su auto-
nomía a la luz de la Constitución reformada, LL, 1995­A­981).
El régimen municipal en la Provincia de Santa Fe 
por Esteban Gaggiamo y Miguel Molinari
Nota de Redacción: Sobre el tema ver, además, los siguientes tra­
bajos publicados en El Derecho: Las haciendas locales ante el cambio 
climático. A propósito de la aplicación de tributos “verdes” en las mu-
nicipalidades de España y la Argentina, por Diego N. Fraga y César 
J. Galarza, ED, 235­936; La autonomía municipal y el nuevo régimen 
municipal en Entre Ríos, por José Luis Bustamante, EDCO, 2009­388; 
Régimen jurídico de los municipios, por Javier Indalecio Barraza, 
EDA, 2014­488; La autonomía en el nuevo régimen municipal de Entre 
Ríos, por Norberto Ramón Marani, EDCO, 2014­531; Federalismo 
y autonomía municipal: La Corte Suprema reafirma su función arqui-
tectónica en el desarrollo constitucional argentino, por María Gabrie­
la Ábalos, EDCO, diario nº 13.672 del 19­2­15; Las Constituciones 
de Provincia y su carácter superador en la dogmática constitucional, 
por Armando Mario Márquez, EDCO, diario nº 13.692 del 19­3­15; 
Apuntes sobre el Sistema Federal Argentino, por Pedro A. Caminos, 
EDCO, diario nº 13.791 del 14­8­15. Todos los artículos citados pueden 
consultarse en www.elderecho.com.ar.
7Buenos Aires, lunes 29 de febrero de 2016
concretamente la institución, sin perjuicio de la posibili­
dad eventual, según criterios de oportunidad o mérito po­
líticos, de ampliar dichas competencias y potestades, de 
entenderlo conveniente(12). Competencias que deben ser 
resguardadas y promovidas por el constituyente local, y 
que deben ser interpretadas como un verdadero reasegu­
ro que permita una específica protección constitucional 
frente al legislador ordinario, de modo tal de preservar las 
características típicas del municipio(13).
En tal sentido, se advierte la existencia de un núcleo 
indisponible por el órgano local encargado de configurar 
concretamente a la institución municipal, sin perjuicio de 
la posibilidad eventual, según criterios de oportunidad o 
mérito políticos, de ampliar las competencias y potestades 
que prevé el texto constitucional.
De este modo, el carácter autonómico reconocido cons­
titucionalmente a los municipios permite que estos revis­
tan el carácter de una verdadera Administración, por lo 
que cuentan a su cargo con el ejercicio de la función ad-
ministrativa.
Dicha enunciación deviene trascendental, ya que, al re­
conocer la Ley Suprema la figura de un tercer nivel esta­
dual(14), se determina que el Estado provincial –mediante 
su Constitución local– necesariamente debe dotarlo de tal 
manera que sus actos se presuman legítimos y, en conse­
cuencia, gocen de fuerza ejecutoria y de exigibilidad(15). 
A partir de la aseveración de autonomía como una ver­
dadera garantía institucional, intentamos diagramar una 
conjunción con la idea de función administrativa, a fin de 
analizar –concretamente– las normas locales a la luz de 
dicha garantía y del texto constitucional vigente.
De esta manera, será posible indagar, dentro del régi­
men municipal de la Provincia de Santa Fe, el mayor o me­
nor grado de operatividad de la garantía descripta, ya que 
podremos individualizar cómo –bajo determinadas normas 
y en determinadas prácticas– la garantía constitucional de 
la autonomía municipal es o no respetada dentro del orde­
namiento jurídico provincial y, en caso de corresponder, si 
resulta viable proponer algunas modificaciones normativas 
o de tipo operativo para que ello efectivamente ocurra.
Tal es otro de los fines del presente trabajo.
b) La concepción municipal dentro de la Provincia de 
Santa Fe
El segundo aspecto que corresponde abordar debe res­
ponder al siguiente interrogante: ¿qué entiende concreta­
mente el ordenamiento santafesino por municipio?
Sin perjuicio de las consideraciones que se desarrolla­
rán ut infra, partimos de la base de que la Constitución 
de Santa Fe refiere al término municipio como a todo nú­
cleo de población que constituye una comunidad con vida 
propia, la cual gobierna por sí misma sus intereses loca-
les, pero con arreglo a las disposiciones de la constitución 
provincial y de las leyes que se sancionen (lo resaltado es 
propio). 
Basándose en ello, es dable interpretar una importante 
discordancia en la norma provincial, la cual data del año 
1962, con el régimen constitucional posterior a 1994, en 
tanto prevé que todo municipio provincial se gobierna a sí 
mismo, a tenor de sus intereses locales, pero bajo las dis­
posiciones impuestas no solo por la propia Constitución 
local sino también por las directivas sancionadas por la 
Legislatura provincial.
Considerando los extremos consagrados por el art. 123 
de la CN, y en relación con el principio de supremacía 
constitucional y de jerarquización de normas, ¿es posi­
ble sostener que una norma de índole provincial cercene 
facultades propiamente reconocidas por la Constitución 
Nacional a los entes municipales?
En otras palabras, reconocer a todo municipio santafe­

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