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En la parte primera del libro la autora se apoya principalmente en las investigaciones de Margaret Mahler y de Stoller. Mientras que coin- cido con Mahler, me parece que Stoller exagera en su valoración del gé- nero frente al sexo biológico. Como psicoanalista y médica, y por cierto como mujer, no puedo imaginarme una identidad femenina o masculina sólida si el sexo biológico está en desacuerdo con ella. Sin embargo, el enfoque de Stoller nos ayuda, aunque no lo tomemos al pie de la letra, a comprender mejor el inestable y delicado equilibrio entre sexo y género. En la parte segunda del libro la autora resume crlticamente, con am- plitud y minuciosidad, la extensa bibliografía sobre la histeria, la diver- sidad de criterios para interpretar y ubicarla, la confusión existente en los empeños diagnósticos diferencia/es y en el establecimiento de subca- tegorías. Si esta parte puede parecer algo árida a los lectores que no per- tenecen a nuestra especialidad, su esfuerzo en la lectura se verá amplia- mente premiado por lo atractivo y revelador de los últimos capítulos. En ellos hay descubrimientos muy acertados, «el feminismo espontá- neo» -aberrante- de la histérica, quien a través de su frigidez, de su no goce, reivindica el deseo de ser reconocida, no sólo deseada, y la ex- plicación de los cambios de fisonomía que el cuadro de la histeria ha su- frido en el siglo último. Llegamos a comprender cómo la mujer de antes solamente lograba ser escuchada si recurría a mensajes corporales, mientras que la de hoy, si pretende diferenciarse del modelo materno del género, si bien amplía sus áreas de acción y obtiene mayor reconoci- miento, aún paga la rebelión mutilando su placer sexual. El reanálisis que hace Emilce Dio Bleichmar del famoso caso Dora es brillante y totalmente convincente. Concuerdo con la autora, y creo que actualmente somos muchos en sostener que las ideas sobre la mujer constituyen «el talón de Aquiles» de la doctrina psicoanalítica. Concor- damos por experiencia clínica, pero ella lo demuestra, tras un arduo tra- bajo interdisciplinario, ofreciendo de esta manera una sólida base cien- tífica psicoanalítica a lo dicho por sociólogos y feministas. Ayuda de es- ta manera a la mujer, en su cambio y en su lucha por una verdadera autonomía, a poder abandonar el camino de la histeria y a lograr ser compañera del hombre en igualdad de derechos y posibilidades, sin por eso tener que renunciar al deseo y al placer. MARIE LANGER 12 INTRODUCCION No se discute con el destino, o cedemos a sus poderes de fascinación o nos rebelamos. El re- verso del destino es la conciencia, la libertad. ÜCTAVIO PAZ l ,A HISTERIA: UNA CUESTION FEMENINA La histeria se nos revela multifacética, plástica, voluble en su apa- l'icncia y también en los intentos de comprensión que ha suscitado en :1 curso de la historia. De las explicaciones mágicas, religiosas, médicas, hemos arribado en el último siglo a las de carácter psicológico. Sin em- bargo, lo circunscripto del dominio de pertenencia no ha disminuido la vuriedad de las propuestas, ya que los matices abundan, y no es lo mis- mo entender el síntoma histérico como producto de la represión del de- seo sexual, que como un efecto del lenguaje, como una estructura básica del ser humano o como una defensa específica contra la psicosis. Pero, ·on todo, en el enjambre de rostros y de teorías se destaca un invariante: ya sean hechiceras, santas, neuróticas o sujetos tachados, siempre se tra- 1 n de mujeres. Será en torno a este punto donde haremos girar nuestro Interrogante, ¿en qué se funda la predisposición de la mujer a la his- lcria? Freud asestó un golpe mortal al supuesto naturalismo que goberna- da nuestros cuerpos, al establecer en el campo científico la profunda he- 1 cronomía entre la pulsión y su objeto. La sexualidad humana es. capri- d 1osa, variable, múltiple, a veces silenciosa, alejándose de la consisten- cia y ritmo regular que caracteriza el celo animal. Gracias al psicoanáli- is, la histeria cobró distancia del naturalismo etimológico del que pro- venía, y del útero se desplazó a las reminiscencias, al fantasma, al Edi- po, pilares del gran descubrimiento que la histeria inauguraba, el in- rnnsciente. Pero cuando se trata de explicar por qué se corporiza preva- lcntemente a través del cuerpo de la mujer, asistimos sorprendentemente 1 la reintroducción de la línea supuestamente abandonada: a causa de N\I anatomía. Si bien, no se trata de la anatomía a secas, sino de las con- ·cuencias psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos, con todo, rá la anatomía la que se supondrá marcando el destino diferencial que 1sumirá la castración en el hombre y en la m_ujer. 15 La posesión de un clítoris, al que se le adjudica sin mayor reflexión filiación masculina, predeterminaría la organización de una fantasmáti- ca fálica que gobernaría el vínculo de la niña con su madre en tanto mu- jer. Toda niña sería un muchachito sin saberlo -tesis de la masculini- dad primaria- hasta que descubre la diferencia de sexos, momento a partir del cual, ahora ya con la certeza de no ser varón, deseará serlo por el resto de su infancia o de su vida, sostendrá Sigmund Freud. Y este núcleo fuerte de masculinidad en la mujer sería el responsable de su proclividad a la histeria, roca irreductible al poder transformador del psicoanálisis, de la palabra, a causa precisamente de su anclaje en otro orden, el biológico. Freud sellará la histeria una vez más en la historia del conocimiento, al destino supuestamente fijado por la naturaleza a la mujer. Y quizás sea este sector de su teoría -hoy ampliamente discutido y cuestiona- do- donde es posible observar con mayor nitidez la marca del prejuicio que hace obstáculo, que fija un límite al carácter transformador del pen- samiento freudiano. El escándalo surge entre las mujeres analistas, es- pecialmente entre las mujeres psicoanalistas de niños, quienes, obser- vando a las niñas, las encuentran en franca contradicción con lo que la teoría sostiene, ya que se revelan mucho más femeninas cuanto más pe- queñas son. Melanie Klein eleva la bandera de la feminidad primaria, una nena-mujer que conoce su vagina y desea el pene del padre práctica- mente desde que nace, desvirtuando de este modo todo remanente de masculinidad inicial en el determinismo de la histeria. Sin embargo, la propuesta kleiniana, aun invirtiendo la hipótesis ciento ochenta grados -la masculinidad primaria se transforma en feminidad primaria- no contribuye a desterrar el naturalismo contenido en el modelo teórico, si- no que lo entroniza aún más, pues tal feminidad también se concibe sur- giendo de la anatomía, en este caso la que corresponde a su sexo, la vagina. ¿Feminidad primaria o secundaria? Polémica que insiste y no se re- suelve, y cuyo valor estriba, más que en polarizar a los analistas, en las posibilidades que deja abiertas para la comprensión de la mujer. Pero, ¿qué entender por feminidad o masculinidad? ¿Acaso un sinónimo de sexualidad, tal cual lo concibió Freud en sus artículos-de 1931 y 1933, que versando sobre un mismo tema se titulan, uno, «La sexualidad fe- menina», y el otro, «La feminidad»? ¿O debemos pensar que tanto la feminidad como la masculinidad aluden a una subjetividad que será la encargada de investir al cuerpo, de marcar tanto su anatomía, sus fun- 16 ciones, así como al deseo sexual, con las múltiples significaciones y fan- tasmas que modelan sus siluetas y comportamientos diferenciales? El fenómeno del transexualismo viene en nuestra ayuda para indi- carnos una dirección. Considerado durante mucho tiempo un trastorno extremo de la sexualidad, a partir de los trabajos de Robert Stoller se reubica su comprensión, iniciándose el capítulo altamente promisorio de los trastornos del género. Las investigaciones sobre estos raros casos demuestran la estructuración de un núcleo de identidad femenina, es de- cir, un sentimiento e idea inicial de ser mujer, anteriora la marcación anatómica del cuerpo, o sea, al reconocimiento por parte del niño de una diferencia anatómica genital entre el hombre y la mujer. Esta femi- nidad, cimentada en el seno de una peculiarísima relación con una ma- dre que feminiza casi sin erotizar, tiene el extraordinario poder de recha- zar la anatomía que ulteriormente el niño descubrirá. Identidad femeni- na sostenida sólo por la convicción del niño y el deseo de la madre, y que se opone con tanto rigor al empuje del cuerpo, a la anatomía, a las hormonas, al deseo sexual que emanaría «naturalmente» de este suelo biológico, que el niño y luego el joven no dudarán en buscar todos los medios posibles para la transformación total de éste, su cuerpo de hom- bre que cuestiona el deseo de ser mujer. Lo que el transexualismo nos demuestra, entonces, es una vía de su- peditación de la sexualidad al género. Una vez definida una identidad de género, ésta, la feminidad, por ejemplo -de acuerdo a las leyes que dictan los postulados que la cultura ha edificado como lo masculino y lo femenino-, normativiza el deseo sexual. Lo que revoluciona el pen- samiento psicoanalítico es que, entonces, la feminidad/masculinidad no se hallan exclusivamente bajo la égida de la anatomía, de lo biológico para su organización, no sólo en el caso del transexual, sino de todo ser humano. La introducción de la noción de género, su origen indepen- diente de los del sexo y sus íntimas articulaciones posteriores clausuran -en mi opinión- la dicotomía feminidad primaria o masculinidad pri- maria, para establecer definitivamente la carta de ciudadanía de la femi- nidad primaria, pero, simultáneamente, inauguran la concepción de una feminidad secundaria, en el interior de la cual la masculinidad no puede dejar de tener un lugar. Existe claramente una feminidad temprana por identificación prima- ria y/o especular a la madre, a la cual la nifia conocerá, definirá y nom- brará empleando el mismo discurso cultural por el cual se conocerá, de- 17 finirá y nombrará a sí misma. Discurso que no hará más que redoblar los enunciados a través de los cuales la madre se define a sí misma e identifica a su hija como su doble. Feminidad primaria que goza de las licencias de lo imaginario, del fantasma, ya que en la intimidad de los cuidados, del placer del amor y en las reducidas dimensiones en que la madre reina, el niño/a puede edificar la idea de una feminidad a la cual no le falta nada. Por tanto, hay un tiempo durante el cual la feminidad, es decir, los atributos, actividades y actitudes que caracterizan a una mujer, son considerados por el niño una condición ideal. Será por esta valoración estrictamente fantasmática por lo que la feminidad primaria para la niña se constituirá en el núcleo más poderoso de su Y o Ideal preedípico, y por lo que la castración materna sólo ocupará un lugar psí- quico, a posteriori del descubrimiento de la diferencia anatómica y de la total significación de la función sexual de los Órganos genitales. Si el fantasma- de la mujer fálica debe ser producido, es para mantener la creencia en la omnipotencia materna, omnipotencia que hallaba su sus- tentación en un universo gobernado por las significaciones que emana- ban de la feminidad en tanto género femenino; el falicismo le será agre- gado a posteriori, no para dar cuenta de la masculinidad inicial, sino que tal masculinidad le debe ser añadida cuando esta última se instituye en el símbolo privilegiado por la cultura para designar el poder. Estepa- saje del cuerpo a lo simbólico en la determinación de la identidad, hasta hoy llamada identidad sexual -justamente por el peso atribuido a la marcación anatómica- y que de ahora en adelante debiéramos denomi- nar identidad de género, contribuye a reintroducir en la teorización psicoanalítica, una orientación que los propios trabajos de Freud sobre la feminidad interrumpieron: la importancia de la realidad psíquica, del registro de la fantasía, de la creencia, de lo simbólico, como órdenes fundantes alejados de todo realismo ingenuo. El centro de la primera parte de nuestro estudio sobre la histeria con- sistirá en poner a trabajar el concepto de género en el interior de la teo- ría psicoanalítica sobre la sexualidad femenina. Pensamos que los resul- tados de tal elaboración co11tribuyen no sólo a resolver gran parte de los impasses a que la misma se halla enfrentada, sino también a la elimina- ción de todo remanente de naturalismo dentro del campo de la revolu- ción freudiana. Para la clara distinción entre género y sexo es imprescin- dible, al menos, un breve recorrido por algunas de las múltiples investi- gaciones sobre la sexualidad que se han venido desarrollando en los últi- mos veinte años en el campo de la genética, la embriología, la bioquími- ca, la neurofisiología, la endocrinología y el comportamiento sexual. 18 La cantidad de hallazgos representan un desafío saludable para nuestra joven ciencia del psicoanálisis, que todavía se halla inmersa en los avata- res de un libre discurrir, sin que los teóricos sufran el estorbo del peso de los hechos. Pero, ¿por qué esta recurrencia por nuestra parte a la biológico, des- pués de tan enconada denuncia a las repetidas tecaídas en el naturalismo a que ha estado sometida la teoría? Pues, porque los datos empíricos serán utilizados, lo que no deja de constituir una paradoja, para refutar una teoría que hacía del empirismo -la diferencia anatómica de los se- xos y lo supuestamente real- su sustento. Nos valdremos de una serie de estudios empíricos que, desligados de connotaciones ideológicas, des- mienten y desenmascaran la estructura imaginaria del supuesto empi- rismo anatómico. Se trata en realidad de un contrapunto entre el em- pirismo de la ciencia, que cierta epistemología desdeña y rechaza porque confunde con otra dimensión de lo empírico -el de la ideología-, al cual legítimamente ha sabido poner al descubierto. Es así como el nuevo bagaje de conocimientos biológicos adquiere significación en el seno de una teoría psicoanalítica, en la cual lo simbólico constituye el eje orde- nador. No deja de ser sorprendente que, desde los extramuros del psi- coanálisis, hoy sea posible fundamentar y completar la tesis freudiana sobre el rol capital de las experiencias infantiles en la estructuración de la sexualidad humana, y afirmar que las determinaciones biológicas sólo podrán reforzar o perturbar una orientación edificada por el intercam- bio humano. Money y los hermanos Hampson (1955) demuestran cómo dos niñas, ambas hembras en el programa genético, gonadal y endocri- no, con su estructura sexual interna normal, por padecer, durante la gestación del síndrome adrenogenital, nacen con sus órganos sexuales externos masculinizados. Una de las niñas es rotulada correctamente co- mo hembra, mientras que a la otra -engañosamente varón por la enfermedad- se le asigna el sexo masculino. A los cinco años, la desig- nada hembra se considera y es considerada por su familia una niña, y la que creyó ser varón, un varón. Lo que ha determinado el comporta- miento y la identidad no ha sido su sexo (biológico), ya que es otro, sino las experiencias vividas desde el nacimiento, experiencias totalmente or- ganizadas sobre la naturaleza supuestamente masculina del cuerpo de- signado como varón. También se constatan los raros casos de varones nacidos sin pene y niñas sin vagina, que si bien sufren hondos conflictos por este hecho, tales conflictos no conmueven una identidad de género previamente establecida que no ha requerido la posesión del genital para su constitución. Todos estos hallazgos, y muchos más, van operando 19 una suerte de línea de clivaje entre sexo y género, hasta hace una década prácticamente sinónimos en el diccionario e inextricablemente ligados en sus destinos, de modo que hoy es posible afirmar que pertenecen a dos dominios que no guardan una relación de simetría, y que hasta pue- den seguir cursos totalmente independientes. Es entonces la propia bio- logía -debidamente enmarcada en un contexto teórico- la que des- miente a las teorías que apelaron a ella, y que nos permite, con su favor, asestar el golpe final a todo resabio de naturalismo, ubicando la femini- dad y la masculinidad - en tanto identidades de género- como catego- rías del patrimonio exclusivo del discurso cultural. Pero aún debemos otro tributo a la biología, pues sabemos la magnitud de la inercia con que se enfrentan las nuevas ideas hasta lograr su consagración. Para aquellos que se sientan inclinados a seguir pensando en la masculinidad inherente a la estructura anatómica de los órganos sexuales de la niña - el clítoris-, lo que determinaría la naturaleza de su deseo sexual, se encontrarán con la sorpresa de los datos que prueban que tal hipótesis biológica es simplemente falsa, embriológicamente el clítoris no es masculino. Pero si queremos ser fieles a nuestro norte metodológico y mantener la cercanía a los hechos clínicos, ¿cómo dejar de lado la presencia de lo masculino en la histeria? ¿Cómo precisar la naturaleza de su bisexuali- dad, se trata del deseo o de las identificaciones? ¿Qué es entonces lo bi- fronte, su sexo o su género? La biología moderna desacredita rotunda- mente el mito de la supuesta masculinidad de la niña, de manera que de- ja de ser un obstáculo que pueda ser invocado, para profundizar en la incuestionable feminidad primaria de la misma. Por otra parte, el des- cubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos que verdaderamente determina el destino diferencial para la niña y el varón, no sería el que éstos adquieren en un momento de su desarrollo, sino la debida norma- tivización que en tanto género y orientación sexual tengan los padres, quienes construirán desde su sistema simbólico la feminidad y/o mascu- linidad que corresponda al cuerpo sexuado que dan a luz. En el caso de la niña, la identidad de género femenino ve facilitada su estructuración, pues en el campo intersubjetivo en el cual tiene lugar su gestación, el otro especular - la madre- es efectivamente su doble. Esta específica condición de maternalización de nuestra cultura marcará desde tempra- no la mayor parte de los patrones que rigen la feminidad y la masculini- dad. La dependencia, el déficit de diferenciación, el predominio del nar- cisismo y de la ambivalencia en el vínculo, como rasgos peculiares de la feminidad, serán rastreados desde el inicio. Pero en ningún momento 20 nos enfrentamos con ningún dato que pudiera ser considerado fálico o masculino; la feminidad primaria parece transcurrir ideal, imaginaria y fantasmáticamente al margen de toda significación masculina para la ni- ña. De ahí que pueda constituirse en una de las condiciones fundamen- tales de su Yo Ideal, de su sistema narcisista. Tanto la niña como lama- dre gozarán de un tiempo en el que la representación de la mujer en tan- to género será la sede del poder. La crisis de la castración, al provocar una redistribución de la valora- ción ligada al género, arrasa con ese universo femenino en que tanto a la madre como a la hija no le faltaban nada, y el pene real del padre será elevado en carácter de símbolo fetiche, representando privilegiada- mente la compensación de toda carencia . Pero sabemos que aquello que el descubrimiento de la castración pone en tela de juicio es el papel nar- cisizante de la madre, ahora será del padre del que se esperará la valori- zación . Se hace entonces necesario agregar en el estudio de la feminidad, junto a la constatación de los efectos psíquicos que la diferencia anató- mica de los sexos provoca en el sistema narcisista de la niña, aquellos otros efectos que provienen del testimonio que la niña efectuará, de ahora en adelante, de las múltiples y permanentes desigualdades en la valorización social de los géneros. Creemos que la principal consecuen- cia psíquica del complejo de castración para la niña es Ja pérdida del Ideal Femenino Primario, la completa devaluación de sí misma, el tras- torno de su sistema narcisista, y que el interrogante mayor a dilucidar no es cómo hace la niña para cambiar de objeto y pasar de la madre al padre, sino cómo se las arregla la niña para desear ser una mujer en un mundo paternalista, masculino y fálico. La eficacia de la castración se funda en la alteración, en la inversión de la valoración sobre su género, de idealizado y pleno se convierte en una condición deficiente e inferior. Pero si esta metamorfosis tiene lugar es porque el núcleo de la identidad de género se halla firmemente constituida; la castración ni origina ni al- tera el género, sino que lo consolida. Lo que sí compromete, organiza y define es el destino que la niña dará a su. sexualidad. El complejo de castración orienta y normativiza el deseo sexual, no el género. En otras palabras, decide básicamente sobre la organización de la sexualidad fe- menina, no acerca de la feminidad. La niña se orientará o no hacia el padre, estableciendo su elección de objeto sexual, sellando así o no su heterosexualidad. Heterosexualidad que en Ja teoría requiere ser dife- renciada de Ja feminidad, pues así como existen homosexuales femeni - nas, también existen formas de histeria fuertemente masculinizadas y, sin embargo, exclusivamente heterosexuales. 21 Pero a la nifia no le basta establecer la heterosexualidad para lograr, por consecuencia, una identificación secundaria a la madre que tipifique su feminidad, ya que la feminidad, en tanto ideal, ha quedado cuestio- nada por la castración. Deberá reconstruir su sistema narcisista de idea- les del género y reinstalar una feminidad valorizada que oriente tanto su rol del género como su deseo sexual. La prolongación en el tiempo y su clausura incompleta en la mayor parte de los casos, características del Complejo de Edipo de la nifia, encuentran explicación en la colosal empresa narcisística que debe acometer: 1) la reconstrucción de su femi- nidad, a través de la instauración de un Ideal del Yo Femenino Secunda- rio que no sólo incluya la oposición fálico-castrado, sino el rol social -rol conflictivo, ambivalentemente valorado-, así como la moral se- xual que legisla sobre este rol, y 2) la narcisización de la sexualidad para su género, pues la sexualidad femenina es un valor altamente contradic- torio en nuestra cultura. Recapitulando, la incorporación del concepto de género a la teoriza- ción del desarrollo psicosexual nos ha permitido establecer la dimensión simbólica de la feminidad. A su vez, a través de este desarrollo, hemos podido situar el género como una representación privilegiada del siste- ma narcisista Yo Ideal-Ideal del Yo, y constatar que estas estrucuras, así como el Super Yo, siguen cursos de estructuración y formas finales de organización diferentes en los distintos géneros, por lo que pensamos que el género es un articulador o una estructura mayor, a la cual tanto el Ideal del Yo como el Super Yo se hallan subordinados. Si bien la ley del incesto introduce una legalidad pareja para ambos sexos prohibien- do la sexualidad endogámica, sin embargo la moral sexual que normati- viza el ejercicio del resto de las formas de sexualidad no es igualmente simétrica. Y será a partir del estudio de la especificidad del sistema narcisista, de los ideales y valores que guían a la nifia durante la latencia y la ado- lescencia, de donde se desprenderá la fuerte oposición que rige tanto las relaciones entre feminidad y narcisismo como entre sexualidad femeni- na y narcisismo. Durante estos períodos la tipificación tanto de la femi- nidad como de la masculinidad se realiza por mútiples vías, por identifi- cación al objeto rival, por ejercicio del rol y por un proceso de moldea- miento sólidamente pautado por los ideales de feminidad/masculinidad imperantes en la familia y en la microcultura a la cual ella pertenezca. El resultado es un clivaje estructural de los modos de acción y de pensa- miento de los dos géneros, un mundo privado y domésticopara las ni- 22 fias, quienes cultivarán la gracia, la seducción y los sentimientos, y un mundo social y crecientemente público para los varones, desde el cual ejercerán la capacidad para la toma de decisiones y el poder transforma- dor sobre la realidad; una clara dicotomía en el ejercicio del placer pul- sional que será legitimado en el caso de los varones y fuertemente conde- nado para las nifias, y una diferencia neta en la localización deí ;·,bjeto del deseo sexual y del reconocimiento narcisista. El varón sólo buscará en la madre-mujer el objeto de la satisfacción pulsional y sed de su pa- dre del que obtendrá la valoración, quien, a su vez, se halla instituido socialmente para otorgarla y para ofrecerse como ideal del Yo; mientras la nifia dirigirá su búsqueda sexual y narcisista sobre el mismo objeto, quien por esta peculiaridad de otorgar tanto el goce como la valoriza- ción no puede dejar de ser erigido, de alguna forma, en su ideal. Y es en este punto donde se revela el profundo déficit narcisista de organización de la subjetividad de la futura mujer, ya que lo habitual en la nifia es que, en el proceso de identificación a la madre -en tanto objeto rival y supuestamente ideal-, encuentre serios obstáculos para considerarla un modelo a quien parecerse, y en lugar de desear identifi- carse a ella, se desidentifique y localice el ideal en el hombre. De esta manera, concluirá el proceso por el cual la única vía para el restableci- miento del balance narcisista en la mujer es en base a alguna referencia fálica, ubicando al hombre en el objetivo central y único de su vida. Puede rodearlo de la más alta idealización y emprender su «caza», cual- quiera sean sus cualidades; puede, despojándose de la posibilidad de po- seer para sí metas y valores, delegarlos en él, de manera que será la fiel compafiera, la que ayuda a que su «hombre se realice», situándose en ese lugar tan valorizado por nuestras convenciones, de ser «la mujer que está siempre detrás de los grandes hombres»; o ambicionando mayor trascendencia para sí, competirá por poner en acto comportamientos o actividades que desarrollan los hombres, es decir, masculinizará su Ideal del Yo y su Yo; o finalmente puede llegar a instituir como su meta el comportamiento sexual del hombre hacia la mujer, homosexualizando su deseo Toda suerte de oposiciones caracterizan los destinos de las distintas instancias psíquicas en la mujer. Si busca ser sujeto de su deseo y satisfa- cer sin represiones su pulsión, aceptando su papel de ser «objeto causa del deseo», se encontrará no sólo con la condena social, sino con el peli- gro real de la pérdida del objeto, es decir, con un entorno que unánime- mente no valoriza, no legitima como femenina esta disposición. Resulta 23 así una oposición entre narcisismo y ejercicio de la sexualidad. Si se afa- na por superar sus tendencias «pasivas» que la mantienen dependiente del objeto -ya sea madre, padre u hombre- y obtener autonomía so- cial e intelectual, se encuentra con que de alguna manera compite con algún hombre, castrándolo. Por tanto, la autonomía, que por otro lado forma parte de los requisitos esenciales de los decálogos de salud men- tal, se opone a la feminidad. La pulsión se opone al narcisismo; la am- pliación del Yo, al Ideal del Yo. ¿Y el Super Yo? Los trabajos de Gilli- gan (1982) - provenientes del campo de la psicología social- sobre la evolución diferencial del juicio moral en los distintos géneros, muestran que, al llegar a la adolescencia, las niñas presentarán una perspectiva moral basada en una ética del cuidado, mientras que en los varones lo que prevalece es la lógica de la justicia. Pero como ambos serán evalua- dos con métodos diseñados en base a patrones masculinos -la escala de Kohlberg-, las niñas, aun poseyendo una sólida ética del cuidado y la responsabilidad y una muy avanzada lógica de la elección, serán cla- sificadas como alcanzando un menor nivel de moralidad. Extraña con- dición la del Super Yo femenino, defectuoso, pero centrado en los máxi- mos principios éticos del cuidado y la responsabilidad, inferior al del hombre, pero condenando y legislando rigurosamente cualquier «exce- so» sexual. Esta dimensión profundamente conflictiva de la feminidad en nues- tra cultura se demuestra y tiene su máxima expresión en la histeria. La introducción del concepto de género permite comprender más cabal- mente la problemática histérica y no caer en el error de considerarla ba- sada en una supuesta indefinición sexual. Si la histérica¡ produce la fan- tasía de la mujer con pene, no lo hace ni por homosexual ni por transe- xual - o sea, por el deseo de ser hombre-, sino porque, cerrados los caminos de jerarquización de su género, intenta formas vicariantes de narcisización, añadiendo a su feminidad falicismo, masculinidad, un pene fantasmal, o dirigiéndose a un hombre para que le diga quién es. Es posible delimitar dentro del cuadro de la histeria tres subcatego- rías nosológicas: la personalidad infantil-dependiente, la personalidad histérica y el carácter fálico-narcisista, las cuales constituyen una serie psicopatológica cuyo eje es el grado de aceptación o rechazo de los este- reotipos sobre los roles del género vigentes en nuestra cultura. En todas ellas, sin embargo, se manifestará el síntoma histérico (dejando de lado la conversión, cuya filiación exclusiva a la histeria queda seriamente cuestionada), entendiendo por tal el profundo conflicto narcisista que la 24 relación deseo-placer le provoca. El goce sexual de la mujer, en tanto goce puro, el ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que desea el placer y lo realiza en forma absoluta - por fuera de cualquier contexto !~gal, moral o convencional- , se constituye en una transgre- sión a una ley de la cultura de similar jerarquía a la ley del incesto. La histeria queda así ubicada en el centro de un conflicto básico de carácter narcisista, que impulsa a la mujer a una suerte de feminismo espontá- neo, pues lo que trata es de equiparar o invertir la valorización de su género, no el comportamiento sexual. Cada vez que se sienta humillada apelará a su única arma en la lucha narcisista, el control de su deseo y su goce, para de esta manera invertir los términos, ella será el amo, asu- mieQdo un deseo de deseo insatisfecho. En su reivindicación no puede dejarde permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de repre- sentación masculina, y su feminismo espontáneo y aberrante se pondrá en juego en el mismo terreno en que ha quedado circunscripta y defini- da, el sexo. Pero, obviamente, la problemática narcisista femenina exce- de este campo, así como lo excede para el hombre, pues también cuando en éste la valorización narcisista se confronta exclusivamente en el área de la sexualidad, surge la histeria. Esta dimensión de la problemática de la mujer, vista desde el narcisismo de su género, ha permanecido y per- manece silenciada para la cultura, el teórico, el terapeuta y para la pro- pia mujer. Cuando accede a cualquier otro terreno se considera que in- vade el territorio masculino, castra al hombre, es masculina. Si deja de ser femenina en forma convencional -hembra, madre, ama de casa-, no se piensa que busca otras formas de ser en el mundo, sino que imita y compite con el hombre. ¿Es posible intentar hablar de la histeria, de la mujer y de la femini- dad al margen de un discurso sexista? Mucho se ha escrito sobre la mu- jer, sobre su sexualidad, ya que es especialmente en tanto sexo que ocu- pa un lugar en la historia. Gran parte de lo escrito no hace sino repetir el estereotipo imperante en nuestra cultura. Todo lo que se siga escri- biendo y proclamando sobre ella tiene una feroz incidencia sobre lo que la mujer es. Lacan y su escuela, en el marco de una concepción lingüísti- ca del psicoanálisis, definen a la histérica ya no como enferma más o menos neurótica, ni más o menos psicótica, ni más o menos infantil, si- no como el sujetodel inconsciente en ejercicio, efecto y producto del lenguaje. La histérica, por primera vez en la historia del conocimiento, queda reivindicada y equiparada con el hombre, ya que será entendida en su carácter conflictual de ser-parlante, marcada por el significante, que deja sus huellas de desconocimiento y de carencia en la estructura 25 misma que funda y constituye al ser humano en tanto ser-que-habla. La- cari. universaliza, generaliza y redefine en realidad el concepto de histe- ria, ya que si para Freud consistía en el núcleo fundamental de toda neu- rosis, para aquél consiste en el paradigma del sujeto del inconsciente. Por tanto, la histeria desde esta perspectiva queda desvinculada de toda connotación psicopatológica, sexista y valorativa, ya que el sujeto del inconsciente es concebido como pura estructura en el marco de un es- tricto formalismo, ahistórico y transfenoménico. La histeria freudiana, kleiniana, psiquiátrica o la del patrimonio cultural sólo guarda con el sujeto histérico lacaniano una relación de homonimia. Y es esta homo- nimia la que nos resuena sintomal, ¿por qué continuar manteniendo un significante tan cargado de reminiscencias de un saber marcado por la historia, por el prejuicio, por el sexismo? ¿Por qué instituir al falo, co- mo significante del deseo, la fórmula «la mujer no existe», y concebir la demanda de la histérica «¿quién soy yo?» como un enigma al que hay que sostener como tal? ¿En este juego de resonancias imaginarias se está sorteando verdaderamente el discurso sexista o sus marcas penetran aún más hondo, en una suerte de retorno de lo reprimido, del «eterno feme- nino», del «misterio», del «enigma de la mujer», como sutiles hilos invi- sibles que siguen bordando una.trama en la que la relación sujeto-sujeto es inconcebible? ¿Cómo soslayar la cuestión de por qué la dependencia del hombre al significante toma cuerpo privilegiadamente en el cuerpo de la mujer para dar la forma clínica de la histeria? ¿O es que nueva- mente la teoría sobre la mujer se constituye en una suerte de talón de Aquiles de una teorización, que al pretender aplicar rigurosamente los principios de un estructuralismo ahistórico concibe un significante, un lenguaje exclusivamente sobre el modelo fonológico, libre utópicamente de toda sujeción social? ¿O la mujer, además de padecer la discordia in- herente a su carácter genérico de ser-que-habla, si habla mucho, compi- te y es fálica? El nifio elabora en el curso de su desarrollo psicosexual varias teorías sexuales que paulatinamente va abandonando. Si la primacía del falo se sostiene en su inconsciente es porque el fantasma encuentra un límite a su metamor(osis, algo le hace obstáculo ofreciendo una resistencia in- quebrantable: su aspecto más profundo, lo que los lacanianos llaman la dimensión real del fantasma. Este aspecto de invariabilidad, y al mismo tiempo de organizador de la subjetividad, sorprendentemente no consis- te en complejas y primitivas fantasías de objetos parciales despedaza- dos, sino en fantasías «tontas», que son las que más le cuestan confesar a los hombres y a las mujeres. El c~rácter primitivo e irreductible está 26 dado por la convalidación social que tales fantasmas encuentran. Se po- dría hablar de mitos, ya que son estructuras socioafectivas colectivas con una coherencia y unidad que permiten su análisis. El naturalismo, las «actitudes maternas» son un ejemplo, remiten a axiomas incuestio- nables de nuestro universo simbólico, que comienzan a ser no sólo des- enmascarados sino hasta ridiculizados en la literatura, sustituyéndoselos por «proposiciones incorregibles» (Mehan-Wood, 1975). Nuestro trabajo no pretende ser más que una contribución a la línea teórica que no deja de asombrarse del poder incalculable de la creencia humana, poder que parece haber aterrorizado al hombre mismo, quien, en lugar de reconocer la marca de su pensamiento productivo en la~ ideas que sostiene sobre sí mismo, ha preferido considerarlas «actitudes naturales», o sea, ajenas a su dominio. Pero derribado el naturalismo otros «axiomas incuestionables» se hacen visibles. En la intimidad del diván una mujer equipara su creatividad a una enorme potencia, a un «torrente avasallador» frente al cual, sin embargo, tiene reacciones con- tradictorias de bienestar y angustia. Se le interpreta que ella concibe su creatividad como equivalente a poseer un pene y a su vez este fantasma como una usurpación. Usurpación entonces de la mujer al hombre, ya sea la paciente-mujer a su analista-hombre en la transferencia, o la nifia a su padre, o la esposa a su marido, o la mujer identificada a la madre codiciosa de la potencia paterna. Incustionablemente, más allá del colo- rido temático, una acción en contra de un derecho o prerrogativa exclu- sivamente masculina. El resultado de esta codificación tiene efectos ma- yores: 1) la mujer-paciente, por considerado que sea su analista-hombre o mujer, no podrá menos que incubar un molesto sentimiento de culpa, ya que se trata de un robo; 2) el analista incluirá su descubrimiento co- mo una confirmación más de la teoría que sustenta el mismo enunciado, proveyendo una evidencia singular que contribuye a su mayor crédito como verdad científica; 3) la teoría convalidará la fantasmática colecti- va sobre las diferencias inherentes a la dicotomía de los géneros como si fuera una esencia de la estructura del inconsciente, y 4) las mujeres y hombres insertos en este discurso cultural y científico continuarán imaginarizando toda creatividad y potencia de la mujer en áreas no tra- dicionalmente femeninas -hogar, hijos- como algún tipo de usurpa- ·ión fálica. Que al sexismo es posible rastrearlo en las teorías psicológicas impe- rantes sobre los sexos, que legitiman su mayor o menor grado de desa- rrollo, su salud o enfermedad, lo muestran las experiencias de Gilligan 27 sobre la aplicación de la escala de Kohlberg al estudio del juicio moral en adolescentes de ambos géneros. Incluso no es necesario un trabajo de investigación tan cuidadoso para su reconocimiento, sino la simple reflexión sobre un saber psicoanalítico que en la actualidad ha penetra- do al discurso cultural: un hombre o un padre agresivo es descripto en términos de dominante o autoritario, mientras que en la mujer estas ca- r3cterísticas toman el nombre de fálica o castradora; la indiscriminación y alta frecuencia en las relaciones sexuales se catalogan de promiscuidad en el caso de homosexuales y mujeres, mientras que en el hombre se de- nomina «donjuanismo». Pero ninguna de estas direcciones será el centro de nuestro análisis, ya que ellas interesan a otros campos -el de la psicología social o el de la historia de la cultura-, sino el estudio psicoanalítico del origen, es- tructuración y formas finales de organización de la feminidad. El géne- ro, tanto femenino como masculino, será entendido a todo lo largo del trabajo como una estructura estrechamente articulada y permanente- mente evaluada y significada por el sistema narcisista del sujeto. Vere- mos que el factor que le otorga mayor especificidad y carácter diferen- cial a los géneros es su distinta valoración narcisista. Dentro de este marco, la feminidad, en algunas de sus formas de organización interme- dia o final, puede erigirse en un trastorno narcisista, y será desde esta perspectiva desde donde nos proponemos explicar la predisposición de la mujer a la histeria. El sexismo, es decir, la desigualdad en la aprecia- ción de los géneros, es una de las tantas expresiones de uno de los con- flictos más hondos del ser humano, su tendencia al avasallamiento del semejante. La mujer no se halla exenta de este mal, pero en la confron- tación con el hombre sólo ha podido, o sabido, ser amo en forma sinto- mal. La solución encontrada, la histeria, no es más que una salida abe- rrante, un grito desesperado de la mujer acorralada en tanto género fe- menino. La histeria no es sino el síntoma de la estructura conflictualde la feminidad en nuestra cultura. 28 PARTE PRIMERA LA FEMINIDAD nena (tercera categoría); esta nifia se mostró tan femenina como las otras nifias. La otra, que no fue reconocida como hembra, fue criada sin ambigüedad como un varón (cuarta categoría) y se volvió un nifio completamente masculino. 5. En este caso nos hallamos frente a la nifia normal desde todo punto de vista, pero con ausencia de clítoris. En la literatura médica no se registra ningún caso de este tipo, pero en algunas partes del mundo musulmán la costumbre ha- ce que se extirpe el clítoris de todas las mujeres en la temprana infancia, o afios más tarde. Si bien existen millones de mujeres en esa situación, ellas no tienen disminuidd su sentimiento de ser mujeres, este sentimiento no desaparece jamás y ni ellas ni sus maridos constatan una disminución de la feminidad. 74 CAPITULO III YO IDEAL FEMENINO PRIMARIO El estudio del transexualismo ha conmovido los cimientos del na- 1 uralismo hasta tal punto, que no sólo ha permitido afirmar que la iden- 1 idad de género de estos sujetos se basa en una creencia - en una ilu- sión tan poderosa que los compulsa a transformar su anatomía-, sino que ha conducido a extender este tipo de determinación a todo ser humano. Tanto el varón como la niña llegan a la conclusión de que son hombre o mujer por un proceso de naturaleza idéntica a la del transe- xual , es decir, por algo que trasciende la simple percatación de la sexua- lidad anatómica de sus cuerpos. Esta tesis y la serie de consecuencias que conllevan nos conducen a la necesidad de revisar la siguiente aseve- ración freudiana : «Tomando como punto de partida la prehistoria, se- ílalaremos que el desarrollo de la feminidad queda expuesto a perturba- ciones por parte de los fenómenos residuales del período temprano de las masculinidad» (La feminidad. St. Ed. Vol. XXII, pág. 131. Subra- yado nuestro). En su lugar proponemos para la etapa preedípica * lo siguiente: 1. La etapa preedípica no es idéntica en el varón y en la niña. 2. La diferencia en la organización de la etapa preedípica en los distintos géneros es un efecto de la estructura asimétrica de la maternali- zación y paternalización, procesos que fundan la célula familiar de nuestra cultura. 3. Esta fase no se caracteriza en la niña ni por rasgos ni por mani- festaciones de masculinidad. * Pese a las objeciones que se han formulado a la denominación de preedípico, por su carácter teóricamente impensable desde la estructura, consideramos útil conservar esta :xpresión freudiana para referirnos al período anterior al reconocimiento por parte del ni- l)o de la oposición fálico-castrado. 75 4. La madre, en su carácter de objeto primario, impone la especifi- cidad de su género a la relación madre-hijo. 5. Existe en los niños de ambos sexos una teoría preedípica sobre la feminidad. 6. La identificación primaria es portadora de un Yo Ideal femeni- no para la niña. 7. La envidia al pene no puede ser sino secundaria. Melanie Klein puso de manifiesto la turbulencia del mundo interno que para una madre desencadena el hecho de tener un hijo: regresión y reelaboración de su propio vínculo con su madre, actualización de sen- timientos de persecución y depresión si en la relación ha predominado la ambivalencia. Cada una de las capacidades requeridas -dar vida, proveer bienestar físico, contener la ansiedad, comprender las necesida- des y responder adecuadamente a ellas, tener leche, etc.- remiten en to- da mujer a la puesta en comparación con los otros ejemplares de su gé- nero. La relación de ser a ser es constante, tanto si la mujer se compara con su madre u otras madres o si se identifica con su hija, en el deseo de ésta de poseer una madre: como es ella, como ella tuvo, como ella quisiera ser. Por tanto, el peligro de fusión, proyección y extensión nar- cisista, así como mayores dificultades a la separación, se presentan más habitualmente cuando la relación materno-filial tiene lugar con las hijas mujeres. La línea del modelo -ya se trate de repetirlo o de diferenciarse de él- se sobreimpone permanentemente a la línea de la relación de ob- jeto. El período de simbiosis parece ser más prolongado entre madres e hijas mujeres que entre madres e hijos varones. Freud (1931-1933) se- ñaló este hecho -mayor longitud y mayor importancia de la fase pre- edípica en la nena que en el varón- intuyendo y sugiriendo su relevan- cia en el desarrollo diferencial de ambos. Es interesante constatar que fue llevado a esta afirmación por trabajos clínicos de psicoanalistas mu- )eres, que mostraron la importancia de esta fase para la mujer (Deutsch, 1925; LamRJ-de-Groot, 1928; Mack Brunswick, 1940). Sin embargo, la orientación final que Freud otorgó a estos hallazgos debe ser revisada y reformulada desde la perspectiva que introduce la noción de género, ya que la prehistoria -lo preedípico-, el vínculo con la madre, es esen- cit.i para el desarrollo de la feminidad no por la supuesta masculinidad que encierra, sino por todo lo contrario, por la inevitable feminización que genera. 76 Estudios provenientes de distintos campos de observación coinciden ~n la afirmación de que las madres tienden a experimentar a sus hijas mujeres como menos separadas de ellas. Sentimientos de unidad y conti- nuidad, identificación y simbiosis predominan con las hijas mujeres y la calidad de la relación tiende a retener elementos narcisistas, mientras que el componente libidinal permanece más débil. Por el contrario, ;uando es madre de un género diferente al suyo, experimenta el hijo co- mo opuesto a sí, como un «otro» distinto. Entonces la investidura libi- dinal predomina sobre un tipo de investidura narcisista, la de la identifi- ;ación. A su vez, los varones, como respuesta a ser considerados dife- rentes, tienden también a experimentarse distintos a sus madres, y las madres empujan esta diferenciación (aunque retengan en algunos casos un gran control sobre ellos), inclinándose a una mayor sexualización del vínculo, proceso que a su turno reforzará la urgencia de la separación. En la medida que la maternalización es ejercida por la mujer, el período preedípico de las niñas no sólo será más prolongado que el de los varo- 11cs , sino que aquéllas conservarán siempre, aun ya mujeres, la tenden- ;ia a colocar en el centro de sus preocupaciones las relaciones humanas que tienen que ver con la maternalización: sentimientos. de fusión, défi- t: it de separación e individuación, límites del Yo corporal y del Yo más difusos. ETAPA PREEDIPICA 1. J TEORÍA PREEDÍPICA SOBRE LA FEMINIDAD . EFECTOS DE LA PREMATURACIÓN El carácter persecutorio e idealizado de las representaciones de obje- 10 primarias es un efecto de las condiciones de prematuración humana, ;ondición que determina la peculiaridad fantasmática de nuestra vida pulsional y cognitiva. La dependencia vital, libidinal y cognitiva en que se encuentra el niño, junto con el desconocimiento de tales condiciones, organiza un registro imaginario de la realidad. La fantasía de «la mujer ;on pene» (Freud, Lacan) o el «vientre materno lleno de todos los teso- ros imaginables para el bebé» (Klein, M.) son representaciones tempra- nas , que dan cuenta de la cualidad omnipotente que adquiere la madre para la mente del niño. Pero sabemos a partir de Freud que la madre fá lica no constituye sólo una fantasía que se estructura apres-coup del 77 descubrimiento de la diferencia de sexos, sino una de las primeras «te- rías sexuales» que despliega el niño frente a los enigmas que le plantea la sexualidad humana. Toda teoría parte de algún supuesto fundamen- tal que se trata de demostrar. Sabemos que las teorías infantiles son erróneas por dos motivos, porque en su psiquis predomina la ley del de- seo sobre la de la realidad y por insuficiencia de conocimiento, déficit que es rellenado por el saber a disposición del niño (coito oral, parto anal). Sin embargo, Freud también nos llama la atenciónsobre el hecho de que todas las teorías infantiles contienen alguna parte de verdad. ¿Cuál es el núcleo de verdad que encierra la teoría de la madre fálica? Si se deben medir los efectos estructurantes que en el niño tiene el descubrimiento de la sexualidad adulta, coincidimos con Lacan (l 966) en que el factor central sobre el que se reorganizará la psique infantil será el advenimiento de la noción de castración materna. Lacan, a quien le debemos el haber rescatado la teoría de un realismo simplista, ubican- do el complejo de castración en una dimensión intersubjetiva -que arti- cula la teoría freudiana del deseo y del narcisismo-, reformuló el narci- sismo primario en términos de la dupla madre fálica-niño falo. El niño, engañado por su desconocimiento de la naturaleza sexual de la relación entre los padres y por su propio deseo de ocupar el lugar de único objeto del deseo de la madre, mantiene la creencia, durante un período idílico de su existencia , de «ser todo lo que la madre desea». Este supuesto in- fantil es teorizado en términos de hijo-falo, ya que el niño se ubicará en el lugar de lo que a la madre le falta, constituyéndose así la trama imaginaria del narcisismo primario. El acento recae no tanto en la fu- sión del niño a la madre, o en la creencia de posesión del pecho, sino en que el sentimiento de plenitud, de omnipotencia, provendría de la ilu- soria ubicación: «para agradar a la madre es preciso y suficiente con ser un niño» (la teoría sustituye niño por falo, lo que no significa que esta sustitución ocurra en la fantasía del mismo). Por otra parte, la madre, marcada por su propia estructuración edípica, será la fuente de esta ilu- sión, ya que el hijo completará, por mediación simbólica, lo que a ella le falta. Este encuentro de ambos deseos sella la célula narcisista pri- maria. Posteriormente, el niño asistirá al descubrimiento de la sexualidad, y sufrirá dolorosamente sus efectos: su destronamiento del lugar que creía ocupar, él no es todo para la madre -en términos teóricos no es su falo-, pero también descubre , _y a esto se resiste , que a la ma- dre también le falta algo, ella no es todo, ella está castrada, no tie- 78 11 c pene . La angustia de castración, si bien su fantasmática compro- 111 cte al pene, en realidad es efecto de una transformación fundamental de l narcisismo infantil: el niño comprende que el deseo de la madre 11 0 es ley, «el deseo de cada uno está sometido a la ley del deseo del otro». A partir de esta transformación, la angustia de castración se dife- 1·cncia de la angustia de separación, pues en la separación del ni- 1\0 de la madre, o de las partes de su cuerpo, la creencia en la omnipo- 1 enc ía materna no se ve afectada, mientr<is que esto es lo esencial en la :i ngustia de castración . En este punto se instalará la teoría sexual infan- 1 il sobre la madre fálica, y ofrecerá dura resistencia a ser desalojada: el niño insistirá en la posesión del pene por parte de la madre, porque de c\a manera conservará intacto el postulado de la «ley del deseo» (Aulag- 11 icr, 1977) . Ahora bien, cualquiera que sea el registro sobre el que se basa la creencia - «ser el único objeto del deseo de la madre» (Lacan, 1958), «ser la que tiene todo lo que se desea» (Green), «ser la que detenta la ley del deseo» (Aulagnier, 1975), «vientre materno repleto de posesio- 11cs» (Klein)-, tal creencia es anterior al descubrimiento de la diferencia de sexos . Cuando tal descubrimiento sobreviene, el fantasma de la mu- jer con pene surge como un intento imaginario de conservar y desmentir el colapso narcisista que la mujer sin pene precipita. Por tanto, la mujer fálica en tanto fantasía tiende a preservar algo que con anterioridad fun- cionaba como premisa, como postulado, como realidad que no se cues- 1 ionaba: el poder absoluto de la madre . Poder no sólo basado en el de- seo, sino en el ámbito de acción social de este poder, que es el hogar, cscenario privilegiado de la puesta en acto de la relación madre-hijo. La madre, en la mayoría de las familias de nuestra cul.tura y aún más en la era industrial y posindustrial, es la dueña y señora del hogar con res- pecto a los hijos, teniendo plenos poderes de acción y decisión en las eta- pas tempranas de sus vidas. En este sentido la fantasía del niño sobre el poder materno, aunque ilusoria y errónea, contiene un núcleo de ver- dad . Toda sociedad se distingue en aspectos domésticos y aspectos pú- blicos de la organización social, madre y niños forman el corazón de la organización doméstica, siendo las madres las que dictan las normas y reglas de procedimiento que gobiernan esta organización (Rosaldo, 1974; Ortner, 1974; Chodorow, 1974). Los hombres pueden estar inclui- dos en las unidades domésticas, pero su esfera social privilegiada es la pública. Si bien la madre fálica, en tanto fantasma, se organiza «apres-coup» 79 de la instalación en la psique de la oposición fálico-castrado, la creencia en su omnipotencia es del período anterior, y esta prehistoria es, desde el punto de vista de la diferenciación sexual, asexual. El niño no conoce aún la diferencia anatómica de los sexos (pene-vagina), pero sí fa dife- rencia de los géneros y las posiciones en la estructura del parentesco (nena-madre-mujer-hombre-padre-niño). El niño y la niña saben, aun antes de cualquier noción sobre la diferencia anatómica de los genitales, que la persona que prodiga· y legisla los cuidados, la satisfacción , la pro- tección, es decir, su bienestar entero, es mujer. El padre, como objeto primario, tiene una representación mucho menos consistente, porque su función en la primera infancia es menos significativa, no estando a car- go ni del cuerpo, ni de la alimentación, ni de la higiene, modos básicos de intercambio y de organización de las relaciones de objeto tempranas. Si tanto el varón como la niña desarrollan la teoría de la madre fálica, es para restituir una imagen de poderío materno, poder{o que no emana- ba de su masculinidad, sino que tal masculinidad le debe ser agregada cuando la madre-mujer, en tanto género femenino, se instituye como in- completa, imperfecta, perdiendo poderío. La carencia de pene será la marca de esa pérdida. El niño elabora una primera versión de la femini- dad materna que otorga a ésta la más alta valorización. Es por la valoraciónfantasmática del género mujer por la cual la feminidad se es- tructura originariamente, tanto para el varón como para la niña, como una condición ideal. El niño aún no ha llegado en esta etapa a otra ela- boración, no menos fantasmática , aunque por otros determinantes: la condición ideal del género masculino . 1.2. Yo IDEAL FEMENINO PREEDÍPICO Las investigaciones sobre la identidad de género sostienen, con raras excepciones, que ésta se halla firme e irreversiblemente establecida para ambos sexos alrededor de los tres años. Como lo ha demostrado insis- tentemente Stoller, dicha identidad se halla favorecida en el caso de las niñas, y entorpecida con mayor frecuencia en el caso de los varones, porque los niños de ambos sexos son criados por mujeres. La madre es para ambos sexos el objeto primario: anaclítico, libidi1~izador , narcisi- zante y socializador. El padre tiene una aparición posterior y secunda- ria. Esta peculiaridad de la estructura de la familia tiene efectos crucia- les y diferenciales en las experiencias de las relaciones preedípicas y edí- picas y en la forma en que ellas son estructuradas, es decir, apropiadas, internalizadas y transformadas por ambos sexos. 80 La más temprana relación Yo-otro ha sido categorizada en términos de identificación primaria (Freud) o identificación especular (Lacan). En ambos casos, se trataría de una relación de ser a ser, de ser-otro, en la cual el otro queda ubicado en una categoría de modelo o ideal. Que la madre sea mo·delo para el niño tiene implicaciones diferentes según los géneros. Para la niña, la madre es un doble absoluto, ya que tanto el discursomaterno como el cultural hablarán de ellas dos bajo el mismo género gramatical; usará el mismo tipo y color de ropa, el mismo largo del pelo, etc. Pero no sólo será un doble total, sino un doble superior al otro género, pleno de poderes y de atributos: un ideal. La niña vive el paraíso de ser igual al ideal, con quien en viltud de la estructura narci- sista (especular, de desconocimiento) de la organización de su Yo, se tenderá a fusionar y confundir. Cuando la niña juega a dar de comer al muñeco, no hace sino escenificar el transitivismo que persiste en la relación de objeto con la madre. Ella es la mamá, el muñeco es ella, 1 ransforma en activo -poseer el alimento, ejercitar la función de ali- mentar, tener los medios- aquello que es su ser pasivo, ser el bebé que recibe , no poder moverse, no saber alimentarse de por sí. Simultánea- mente la niña va siendo instruida acerca de que estas transformaciones de la pasividad (niñas) a la actividad (madre), se adecúan placentera- mente a lo que todos (madre, , padre y familia completa) esperan de ella: una verdadera niña que ya es toda una mamá que alimenta, mantenien- do la continuidad en la unidad de género. Estos aplausos a su identifica- ción a la madre, la confirman una y otra vez en el género asignado al nacer, confirmación que reforzará su propio deseo de ser igual a su ideal, la madre. Por tanto, no parece discutible la feminidad inicial de Ja niña, ni la del varón. Sin embargo, salvo en los c;_asos extremos, que concluirán en transexualismo, los varones rápidamente son alejados de esta condición de feminización obligatoria. Quizá en este punto podamos constatar la poderosísima influencia del medio humano, que puede no sólo torcer los destinos fija,dos por la biología, sino también, aqueltos que la estruc- tura de la relación humana inicial le impone. La madre como ser social, inscripta en una cultura que legisla minuciosamente sobre Ja bondad de la dicotomía de los géneros , muy tempranamente establecerá diferencias y distinciones entre su trato al bebé niña o varón. Existen numerosas ex- periencias que muestran el moldeamiento de las diferencias de género por parte de la madre (Stoller, 1968, 1975; Maccoby y Jacklin, 1974). La niiia , a1 tomar a la madre como modelo, proceso facilitado por su total equivalencia y semejanza, tiene inicialmente una identidad de gé- 81 nero idealizada que la llena de orgullo. Admira a su madre por el gobier- no del hogar y los hijos y desea ser como ella. En la relación de ser a ser, la ambivalencia es máxima, porque por momentos ese ser al que imita, incorpora y sustituye, también es el objeto de la primera depen- dencia, al que debe obediencia para seguir recibiendo 'los cuidados y el amor. En esta duplicidad de la madre -modelo del ideal del género temprano y a la vez objeto anaclítico que otorga o niega- radica, a mi juicio, el carácter prevalentemente conflictivo de la niña con su madre. El género mujer, en tanto compartido por la madre y la hija, contri- buye a formar un núcleo de identidad de la niña, fuerte e idealizado, un Yo Ideal, ya que la nena en tanto mujer es igual a la mamá. Por otra parte, este Ideal del Yo femenino, esta feminidad primaria, es un objeto interno idealizado y fantasmático que no contiene el conocimiento sobre la anatomía y la sexualidad femenina. A su vez, el hecho de que la ma- dre sea mujer, no afecta sólo a la niña para la organización de la rela- ción de objeto, sino, y s.obre todo, a la madre. Porque son del mismo género que sus hijas y han sido mujeres, las madres de hijas mujeres tienden a no experimentar a sus niñas como separadas y diferentes de ellas, como sí lo hacen con sus hijos varones. Una madre de dos varones decía: «Hasta que tenga una nena no paro, necesito sentir eso de ser igual con mi hija; además, en la vejez sólo las hijas cuidan de sus ma- dres». Los sentimientos de unidad, de fusión y de continuidad, aunque son sentidos por la madre ante cualquier sexo del hijo, parecen ser más masivos y prolongados entre madres e hijas mujeres *. 1.3. EL PAPEL DEL PADRE COMO OBJETO PRIMARIO INTERNO E IDEAL Las condiciones habituales de maternalización determinan una rela- ción más distante -especialmente en los primeros años de la vida- del niño/a con el padre. El padre de nuestra cultura no alimenta, no higieni- za, no está a cargo del cuerpo del bebé. Esta falta de intercambios pri- marios, sobre los que se organiza la relación de objeto temprana, deter- mina que el padre sea una figura con quien se tiene un vínculo más exte- rior, menos exclusivo, más distante, menos particularizado, con menor cantidad y riqueza de intercambios que con la madre. Como consecuelf- • Para la documentación de este punto, consúltese Chodorow (1978). 82 cia, la representación del padre en tanto objeto interno se instalará pos- t~liiormente y estará expuesta a menor grado de disociación y ambiva- tebcia, contribuyendo también en menor grado a constituir una imagen especular del Yo temprano y un objeto del Self (Kohut). Paralelamente, al ser el padre menos responsable del cuidado y al permanecer sus fun- ciones más alejadas, el niño, ignorante al principio tanto del status fa- miliar y social del padre como de su rol sexual en la pareja, le otorgará menor valorización. Por tanto, el padre como objeto primario juega un rol secundario con respecto a la madre en los tempranos períodos de la vida. Abelin (1980) considera que el padre es reconocido como un «tipo diferente de padre» e investido como un «segundo vínculo» antes delco- mienzo de la crisis de «rapprochment» (Mahler), alrededor de los die- ciocho meses. Su presencia jugaría un papel esencial en la superación exitosa de esta subfase del proceso de separación-individuación por par- te del niño, pues se constituye en una «estable isla para practicar la reali- dad, mientras la madre se contamina de sentimientos de añoranza y frustración» (pág. 155). Sin embargo, la comunión de géneros -el saber por parte del niño varón que él es igual al padre- favorecerá la desidentificación de la ma- dre (Greenson, 1968), la búsqueda y tendencia a la identificación prima- ria con el padre. A su vez, tanto la madre, quien lo considerará un otro distinto e igual al padre, como el padre, que obtendrá la satisfacción narcisista de investir a su hijo varón, con el proyecto de la continuidad y la semejanza en el otro que lo perpetúa, ambos favorecerán que en la identificación primaria del varón a la omnipotencia materna se intro- duzca una grieta que lo conduzca a la búsqueda de modelos paternos. Por tanto, el sentimiento de identidad de género es un factor que juega un papel relevante en las diferencias que se observan en la etapa preedí- pica entre niñas y varones (Mahler, 1975; Stoller, 1975), ya que la niña verá en su madre un todo aún más completo y pleno de poderes que el varón. En la estructura del Yo especular temprano y en la organización del objeto como una «imago parental idealizada» (Kohut, 1971), lama- dre adquiere mayor cualidad de idealidad para la nena que para el va- rón, ya que para éste se configura y se construye paso a paso el senti- miento de la no homogeneidad entre su ser y el de la madre. 83 2. CARACTERES ESPECIFICOS DE LA FASE PREEDIPICA EN LA NIÑA El período preedípico en la niña se caracteriza por: 2.1. Estructura fundamentalment.e narcisista del vínculo materno. 2.2 Mayores dificult~des en el proceso de separación-indivi- duación. 2.3. Menor sexualización del vínculo materno. 2.4. Identificación primaria portadora del Yo Ideal femenino pri- mario. La niña no cambia de objeto del género. 2.1 . ESTRUCTURA FUNDAMENTALMENTE NARCISISTA DEL VÍNCULO PREEDÍPICO «A la luz de las discusiones previas debemos concluir que la acti- tud hostil hacia la madre no es consecuencia de la rivalidad implícita en el Complejo de Edipo, sino que se origina en la fase anterior, y sim- plemente halló un reforzamiento y una oportunidad en la situaciónedípica.» (S. Freud, La sexualidad femenina. St. Ed. Vol. XXI , pág. 231). La igualdad de género entre madre e hija confiere a la relación pre- edípica -cuya estructura, independientemente de la variable género, es fundamentalmente narcisista en cuanto a la identificación al Yo Ideal- cualidades aún más narcisistas. Toda la fenomenología y la dinámica del doble es aplicable a la comprensión de este punto, ya que no sólo el hijo y la madre se completan en lo que ambos no tienen, sino que a este factor se agrega la semejanza al otro igual e ideal como condición de narcisismo. La madre es un semejante, pero es mucho más semejante para su hija mujer. la cual a su vez es un semejante también más seme- jante para su madre que el hijo varón. Los fenómenos de transitivismo, de indiferenciación, de fusión entre las representaciones del yo y del ob- jeto son más intensos, pues la igualdad de género favorece el sentimien- to de unidad y los fenómenos de identificación. Ahora bien, en el caso 84 de la nena, a esta identificación al otro ideal, obligada y formadora de su Yo, se le agregará un plus de identificación al semejante. Por tanto, en la niña no sólo es narcisista la estructura a la que el Yo puede adve- ni r, sino que además será narcisista el deseo que duplique el poder de esta identificación, el deseo narcisista de ser igual al otro porque el otro, y no cualquier otro, sino el ideal, es igual a uno. Creemos que es este carácter el que contribuye a que la etapa preedípica cobre más impor- tancia para la nena que para el varón -será más prolongada, más con- flictiva y más exclusiva-, pues la madre no sólo es el objeto de amor, de la dependencia absoluta, sino el ideal narcisista y el semejante del gé- nero. En cambio el varón, aun durante el imperio de la relación dual con la madre, debe dirigir la mirada al tercero para encontrar al semejante que capture su deseo narcisista por la equiparación del uno al otro. Sabemos que la agresividad es la tensión correlativa de la estructura narcisista (Lacan, 1966), lo que permite comprender el mundo persecu- torio de la niña en el vínculo temprano con su madre. Las fantasías de vaciamiento, mutilación, envenenamiento, no necesitan de otras razo- nes que el conflicto de dependencia-autonomía con un otro que se halla ubicado no sólo como auxiliar de funciones, sino como ideal. Las inves- tigaciones clínicas psicoanalíticas, así como las provenientes de otros campos, constatan el carácter más conflictivo, de mayor ambivalencia, mayor lucha por el poder entre madre t· hija. Aunque estas fantasías y sentimientos sufran la represión, son ha)lazgos habituales en los análisis de mujeres adultas y contribuyen a fortalecer lazos de mutua dependen- cia entre hija y madre a través de sentimientos de culpa, persecución y angustia de separación. 2.2. DIFERENCIAS EN EL PROCESO DE SEPARACIÓN-INDIVIDUACIÓN «Una nifia pequefia es regularmente menos agresiva, desafiante y autosuficiente; parece tener más necesidad de que se le muestre ternu- ra, y ser por tanto más dependiente y dócil.» (S. Freud, La feminidad. St. Ed., Vol. XXII, pág. 117). Las diferencias de género imprimen al proceso temprano de separación-individuación características fundamentalmente distintas (Mahler, 1975). Para los varones, la separación y la individuación están íntimamente relacionadas con la identidad de su género, desde que la se .. paración de la madre es esencial en el desarrollo de su masculinidad. Pa- ra las niñas y mujeres, la cuestión de la feminidad o de la identidad fe- 85 menina no depende esencialmente del logro de la separación de la ma- dre, ni del progreso de su individuación. La masculinidad se irá defi- niendo desde la separación de la madre, mientras que la feminidad lo hará desde el apego a la misma; por tanto, la identidad de género mas- culina se verá amenazada por la intimidad del niño a la madre, mientras que la identidad de género femenina lo será por la separación precoz. Antes de establecerse la verdadera triangularidad, existe un otro dis- tinto a la madre, pero que es el igual al varón en tanto género. En la mujer asistimos a una paradoja en la correlación habitual entre el éxito del proceso de separación-individuación y la asunción de la feminidad. El fracaso en el proceso de separación-individuación no atenta co.ntra su feminidad, contra su identidad de género, al contrario, permanecer en algún grado ligada a la madre, favorece la organización de una femi- nidad convencional legitimada por nuestra cultura. Lo que conlleva una doble problemática, pues la futura mujer no sólo se desarrollará con un déficit narcisista por su condición de castrada, sino que también sufrirá los déficits de acción y de dominio de la realidad extrafamiliar, al per- manecer en un estado de dependencia. En toda mujer funciona en algún momento «el miedo a no poder, o a no saben>, es decir, un núcleo fóbi- co. Sin embargo, los criterios de madurez o salud mental que sustentan nuestras teorías elevan categorías tales como «transformación de objeto en sujeto de deseo», «autonomía», «sublimación» al rango de lo espera- do como culminación del desarrollo. La feminidad convencional, es de- cir, los valores que rigen los estereotipos de idealidad del género, buena esposa -la que sigue y acompafia al marido-, buena madre -la que permanece al cuidado exclusivo de sus hijos-, se hallan en contradic- ción con los criterios convencionales de salud mental. Se han sostenido hipótesis del carácter «concéntrico de la libido femenina» (Grunberger), del carácter receptivo-pasivo de sus fines sexuales, y estas peculiaridades se han extendido a la explicación del fracaso habitual de la mujer en al- canzar la autonomía. Pensamos más bien, que debiera sopesarse ade- cuadamente la influencia de los factores género y rol social en la forma- ción de una feminidad que perpetúa la dependencia de la mujer. 2.3. MENOR SEXUALIZACIÓN DEL VÍNCULO 2.3.1. La heterosexualidad materna Se considera que es una variante transcultural la represión materna de la sexualidad hacia su hijo, y la transmisión de esta represión por me- 86 dio del discurso y el conjunto del programa educativo (Aulagnier, 1975). Lo que quisiéramos enfatizar es que la heterosexualidad de lama- dre, es decir, la orientación de su deseo hacia los hombres, implica un mayor grado de represión de cualquier componente de sobreerotización con su hija mujer. Si se acepta que en el cuidado que prodiga la madre, en la caricia por afiadidura, en el beso que se pierde en la boca, siempre surge, a · pesar de la represión, un plus de placer, debemos pensar que la resonancia será tanto menor entre madre e hija cuanto mayor sea la heterosexualidad de la madre. Esto ha sido sefialado por algunos auto- res (Grunberger; Greenacre, 1950) como un efecto de «lo natural», co- mo producto de una atracción o rechazo automático entre los cuerpos. Pensamos que sería más pertinente comprender «la naturalidad» como un efecto de la normativización del deseo de la madre hacia la heterose- xualidad, orientación que dificulta, al bloquear la vía del mismo sexo como «objeto causa del deseo», que cualquiera que posea un cuerpo femenino pueda ser causa de él, incluida su hija. 2. 3.2 . La supuesta «masculinidad» de la niña «finalmente intensos impulsos activos hacia la madre emergen du- rante la fase fálica. La actividad sexual de este período culmina con la masturbación clitoridiana. Esta probablemente se acompaña con ideas de su madre, pero si la niña enlaza un fin sexual a la idea, y de qué fin se trata, yo no he sido capaz de descubrirlo a partir de mis ob- servaciones .» (S. Freud, La sexualidad femenina, St. Ed. Vol. XXI, pág. 239 . Subrayado del autor). Freud sostuvo la masculinidad de la niña a lo largo de toda su obra. Se refería indistintamente a la sexualidad femenina como a la feminidad y /o masculinidad sin establecer precisiones entre estos conceptos. Si es- tas afirmaciones son revisadasa la luz de la noción de género se logra una mayor claridad tanto conceptual como semántica. La identidad de género es anterior al establecimiento de la hetero-homosexualidad de un sujeto, es decir, anterior a la normativización de su deseo sexual. Desde el punto de vista de Ja exterioridad, de la apariencia, nadie ha puesto en duda, y al decir de Stoller «es tan obvio que a nadie se le ha ocurrido estudiarlo», que las niñas pequeñas no muestran signo alguno de mascu- linidad -gestos y actitudes corporales- ni tendencia a los juegos de va- rones, ni conductas de transvestismo. En los raros casos de transexualis- mo femenino -proceso que compromete la identidad de género, rio la 87 sexualidad- la masculinización de la niña y el deseo de ser varón es un proceso más tardío. Por el contrario, en los casos de feminización del transexualismo masculino se registran signos de feminización ya en el primer año de vida, lo que resulta lógico de entender, pues el objeto pri- mario objeto de la identificación es una mujer. Este solo hecho parecie- ra ser suficiente para no aceptar sin reservas la supd~ción de una fase primaria de masculinización de la niña pequeña. Freud hablaba de la su- puesta masculinidad de la niña pequeüa como si se tratase de una homo- sexualidad, ya que se refería al vínculo sexual entre dos mujeres, niña y madre. Pero, ¿puede hablarse de vínculo homosexual o de deseo ho- mosexual en un período de la vida en que no se halla inscripta en la psi- que la oposición fálico-castrado? ¿Cuál es la naturaleza del deseo sexual de la niña hacia la madre? El caudal erótico de la niña busca el cuerpo de la, madre para ser aca- riciada, besada, higienizada, calmada, y es en la intimidad y cotidiani- dad de este contacto donde la niña puede sentir excitación genital y co- menzar a masturbarse. La condición de órgano interno de la vagina difi - culta que la seducción ejercida durante los cuidados maternos estimule esta área corporal, lo suficiente para erigirla en zona erógena temprana. El clítoris y la vulva - por su exterioridad- se constituyen habitual- mente en la zona privilegiada de goce que la niña buscará manipular. Como lo planteamos anteriormente, el clítoris puede, al igual que cual- quier otra parte, erigirse en zona erógena, pero las contracciones museu- lares reflejas responsables del goce orgástico no pueden dejar de trans- currir en la vagina, aunque ésta se desconozca cognitiva y libidinalrnen- te. Por tanto, las masturbación clitoridiana no tiene que ver con ningu- na supuesta masculinidad ni masculinirzación, hasta tanto la niña no le atribuya una significación fálica. Ahora bien, lo que inquietaba a Freud, y con razón, era la difi- cultad en determinar cuáles podrían ser las fantasías que acompañan la masturbación clitoridiana temprana, y no acertaba a «imaginar un fin sexual determinado». Sabemos que el fantasma se guía por las leyes de lo imaginario y rompe con el supuesto naturalismo inherente a la anatomía, pero aun si recayéramos en el error teórico de atribuir mascu- linidad a las fantasías masturbatorias, en base a una supuesta mascu- linidad del clítoris, no dejaríamos de equivocarnos: hay suficientes evi- dencias que permiten afirmar que el clítoris, desde el punto de vista anatómico, no es un órgano masculino. Freud apelaba a lo real vi - vido para «imaginar» los fines supuestamente fálicos de la niña: «Só- 88 lo una vez que todos sus intereses han experimentado un nuevo im- pulso por la llegada de un hermanito/a menor podemos reconocer claramente tal fin. La niña pequeña, igual que el varoncito, quiere creer que es ella la que le ha dado a la madre este nuevo niño» (La sexualidad femenina. St. Ed. Vol.- XXI, pág. 239). Ante lo cual surge el siguiente interrogante: si e.; necesario apelar a una experiencia vivida para poder «imaginar» el fin sexual, ¿cómo se las arregla la niña para fantasear ha- cerle un hijo a la madre penetrándola con su clítoris si desconoce su va- gina, la de la madre y la función del pene en la procreación? (Tyson, 1982). Salvo que entendamos el fin de darle un hijo a la madre en térmi- nos de simple posesión, o de ser los protagonistas nominales de un pro- ceso en el cual la sexualidad o el fin sexual no juegan ningún papel. El niño de ella y la madre constituiría más una posesión narcisista compar- tida (Bleichmar, H. , 1981) que un producto del goce y de la actividad clitoridiana. Por tanto, el status psíquico de «un hijo de la madre» re- sulta difícil concebirlo en esta etapa como un producto de la pareja hete- rosexual; se torna más cercano a un atributo de la feminidad de la ma- dre , que la niña desea también hacer suyo -compartir como posesión narcisista [«ya que es exclusivo de la madre, con descuido total del obje- to paterno» (Freud)]- o adueñarse de esta posesión privilegiada de la misma manera como codicia y anhela todo lo que la madre tiene. Las formulaciones en términos de «tener un hijo de la madre» o «ha- cer un hijo con la madre» nos enfrentan con dudas acerca de que refle- jen con fidelidad la fantasmática temprana infantil. La sintaJ{is del de- seo debiéramos pensarla como más próxima a «tener un hijo como ma- má» o «hacer un hijo igual como hace mamá». En tales formulaciones el tener o hacer no sólo no se refieren a la verdad sexual del engendra- miento, sino que se superponen y funden con el ser, ya que para el niño «tener o hacer un hijo como mamá» equivale a «ser la mamá». Abelin (1980) sostiene que en la fase temprana la niña adquiriría específicamen- te -a diferencia del varón- una «identidad generacional», que se esta- blecería a lo largo de un continuo con su madre en estos términos: «yo soy más pequeña que mamá, pero más grande que un bebé» o «yo deseo ser cuidada por mi madre o deseo cuidar a un bebé». O sea, que el bebé sería primariamente una posición en la polaridad o transitividad inhe- rente a su identificación a la madre, más que un producto de ella y Ja madre. Karen, una niña de cuatro años ocho meses, única hija, me ha- bla de los hermanos/as de sus amiguitas. Le pregunto si ella quisiera te- ner hermanos, a lo que responde: «Una hermanita ... , pero no sé por qué .. . Yo le digo siempre a mi mamá y no la tiene» (los padres se hallan 89 en el proceso de buscar un nuevo hijo). ¿Qué tiene que hacer mamá para tener otra nenita?, a lo que inmediatamente responde: «¡Comer mu- cho!» Yo me muestro escéptica y vuelvo a insistir si ella cree que los be- bés se hacen simplemente comiendo. Contesta con una serie de argu- mentos sobre el crecimiento del abdomen y cómo se va llenando de co- mida; yo le comento entonces que según su idea la mamá puede hacer un bebé sola, basta con comer. Se queda pensativa y hace un gesto de duda, yo le agrego: «¿No necesitará a tu papi para hacerlo?» «¡No, pa- ra nada!» «¿Y cómo es que siempre un niño tiene una mamá y también un papá?» A lo que me responde: «Clara, la muchacha de mi abuela, tuvo tres hijos ella sola.» Este ejemplo ilustra el período del desarrollo en que coexisten a cielo abierto las significaciones primarias guiadas por el principio del placer y las secundarias sujetas al de realidad (Aulagnier, 1975). Podemos pensar que Karen «sabe» algo más del engendramiento de lo que afirman sus enunciados defensivos, pero son éstos últimos los que evidencian su deseo; lo oculto, en todo caso, es la verdad que duele, la participación del padre que se halla en contradicción con una idea an- terior: el poder absoluto de la madre y la exclusividad de su relación con ella. 2.3.3. El juego y las fantasías masturbatorias «El hecho de que las niñas sean más afectas que los varones a jugar con muñecas, suele interpretarse como un signo precoz de feminidad incipiente. Eso es muy cierto, pero no debería olvidarse que lo expre- sado de tal manera es la faz activa de la feminidad, y que dicha prefe- rencia de la niña probablemente atestigüe el carácter exclusivo de su vinculación a la madre, con descuido total del objeto
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