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Mente_Fria_Corazon_Caliente_el_Manejo_del_Estres_para_el_Alto_Rendimiento

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Mente fría
corazón caliente
Mente fría
corazón caliente
El manejo del estrés para el alto rendimiento
 
Tomás de Vedia
 
Índice de contenido
 
Portadilla
 
Legales
 
Propósito de este libro
 
¿De dónde vengo? ¿A dónde quiero ir?
Corazón caliente
 
Sueños y libertad
 
Los recursos están ahí
 
Calma y aprendizaje
Calma y aprendizaje
 
Conciencia del estrés-concentración-calma.
 
Pasado y futuro
 
Flexibilidad y observación
 
Las metahabilidades para el aprendizaje
 
La rigidez, ese tapón del pasado
 
Solo mi imaginación
 
El pasado importa
 
Aprender a aprender
Metacognición
 
Las tres C: Cuerpo, Cerebro, Corazón
 
Yo no quiero volverme tan loco
 
Cuerpo y espíritu de guerrero
 
Del dolor emocional a la fortaleza espiritual
 
Mente + Cuerpo + Corazón
 
Aquí no hay nadie
 
La zona
Conciencia de los sentidos
 
Presencia y desempeño
 
Estar en la zona. Presente y nada más
 
El rugbier Samurái
 
Hábitos
Del piloto automático al acto consciente
 
Hulk se va solo con su bolsito
 
La pausa entre el estímulo y la respuesta
 
Conocete a vos mismo
 
Manejo inteligente de las emociones
 
Ramsés, el faraón miedoso
 
Hábitos, ¿de dónde vienen?
 
Juego y aprendizaje
El juego, la presencia y la reeducación del cerebro
 
El fútbol tenis como experiencia religiosa
 
Juego o castigo
 
Fantasías animadas de ayer y de hoy
 
La Universidad de la plaza
 
El tutorial interno
 
Conocete a vos mismo (y lo que te estresa)
Podemos identificar cinco estresores
 
Mapas neuronales y manejo del estrés
 
Estatus
 
Certeza
 
Autonomía
 
Relaciones
 
Injusticia
 
Cambios: tomar decisiones y miedo
Cambiar. ¡Que fácil!
 
Volar es humano
 
El error como camino
Errar es humano
 
Aprender a fallar
 
Ser + hacer
Ser + Hacer
 
Bibliografía consultada
 
Vedia, Tomás de Mente fría, corazón caliente : el manejo del estrés para el alto rendimiento / Tomás de Vedia. - 1a 
 
CLUB HOUSE Publishers
Una editorial de Grupo Deldragón
Emilio Mitre 71 – 7º B (1424 ) Buenos Aires
República Argentina
 
MENTE FRÍA CORAZÓN CALIENTE
 
© 2019, Tomás de Vedia
 
Dirección editorial: Ricardo J. Sabanes
Diseño de interior: Laura Restelli
Diseño de cubierta: Rodrigo Broner
 
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
© 2019, Club House Publishers
 
Primera edición: Octubre 2019
 
edicionesdeldragon@gmail.com
www.edicionesdeldragon.com.ar
 
Primera edición en formato digital: noviembre de 2019
Digitalización: Proyecto451
 
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
 
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-987-47332-2-1
 
 
Agradecimientos:
 
Quiero agradecer con todo mi corazón a Virginia, mujer de diez millones de nacimientos y muertes, mi fiel
compañera, por potenciar mi aprendizaje, por fomentar la libertad y también por darme devoluciones amorosas y
con sentido del humor de varios de estos textos.
 
A Male y Lu, maestras del amor y la sabiduría femenina, centennials comprometidas con la vida, el amor y la
libertad.
 
A Malú y Tacho, mis padres, que a su manera siempre me acompañaron para ser quien yo quería y me enseñaron
el valor de soñar y trabajar por lo que a uno le gusta.
 
A Fran y Facu, amigos, hermanos y compañeros de parkour; de fútbol-tenis; de la música, la literatura y el cine,
ambos genios en lo suyo y fuente de inspiración de ideas y carcajadas.
 
Gracias también a todos mis entrenadores (a Laguitos, una mención especial) por su tiempo invertido
apasionadamente. Destaco a mi querido Luciano “John Hart” Monti por permitirme la fantasía de festejar los tries
como Christian Cullen. Para Fran Vanoni y Feli Ries Centeno: ¡¡arigato shimasta!!
 
Santi Llach, gran maestro formador de escritores, merece también una mención especial por haber leído los
primeros textos y haberme ayudado a organizar el camino con su habitual precisión.
 
Gracias a mis compañeros de ESPN, de quienes aprendo el hermoso oficio de comunicar.
 
A todos los poetas a quienes les tomé prestados versos en este libro. Versos que me hicieron pensar y repetí miles
de veces en las pedaleadas inspiradoras en bicicleta.
 
Al poeta William Webb Ellis, quien en un acto de rebeldía durante un partido de fútbol, tomó la pelota con su
manos, corrió con ella, e inventó un deporte hermoso.
 
Propósito de este libro
 
 
Explicar qué es el estrés.
 
Descubrir cómo el exceso de estrés complica la cognición, genera tensiones
en el cuerpo y limita la capacidad de conexión.
 
Aprender a desarrollar la calma y la concentración para generar las
condiciones para el aprendizaje.
 
Trabajar las capacidades de aprendizaje, manejo de estrés, inteligencia
emocional y comunicación.
 
Transformarnos en observadores (metacognición) del proceso de la mente y
la interrelación CEREBRO-CUERPO-MENTE/CORAZÓN para aprender a
aprender.
 
Reconocer los hábitos automáticos (mapas neuronales o condicionamientos)
para reeducar la mente.
 
 
Programa de manejo del estrés para el alto rendimiento
 
Es un entrenamiento basado en tres pilares.
 
 
 
¿DE DÓNDE VENGO?
¿A DÓNDE QUIERO IR?
 
Corazón caliente
 
 
El primer sentido que desarrollamos los humanos es el oído. En el vientre
materno, nos guiamos a partir de los sonidos. Cuando nacemos, la vista
todavía no está del todo desarrollada. Los primeros momentos en este
mundo, nos vamos guiando a través de los sonidos, a los que no les
ponemos nombre. Son solo sonidos y es siempre momento presente. No hay
sonidos que nos disparan pensamientos. Reaccionamos a ellos de manera
espontánea. Cuando la vista se desarrolla, entonces empezamos a aprender
de otra manera. Copiamos. Copiamos a nuestros padres principalmente.
 
Quincy Jones es uno de los músicos más talentosos del siglo XX. Compuso
música para artistas muy diversos, desde Frank Sinatra a Michael Jackson,
y para muchas películas de los años sesenta y setenta. En el documental
sobre su vida, le cuenta al productor Dr. Dre que nació en uno de los barrios
más pobres de Chicago y a los siete años andaba con un cuchillo en la
mano, queriendo ser un gánster. “¿Por qué querías ser un gánster?”, le
pregunta Dr. Dre. “Porque cuando uno es chico quiere ser lo que ve y yo no
conocía otra cosa”, responde Quincy Jones. En el relato, continúa diciendo
que una noche, cuando escapaba de una pandilla, entró en una armería. En
una habitación, había un viejo piano vertical, se acercó para mirarlo, tocó
las teclas durante un rato y escuchó el sonido. “Esto es. Es lo que quiero
ser”. A partir de ese momento, tocó y escuchó música la mayor parte del
tiempo. Esa conexión con el sentido del oído fue su reeducación: el
contacto esencial con la realidad objetiva le permitió desarmar su idea del
mundo para construir desde el aprendizaje constante y la creatividad. Dejó
de conectar con la vida desde el miedo para hacerlo desde la investigación,
preguntándose y observando las cosas sin tener prejuicios sobre ellas para
sacar sus propias conclusiones.
Yo quería ser jugador de los All Blacks, el equipo más maravilloso que
existió siempre en el rugby. Esa camiseta era la ropa que más usaba. Me
sacaba el uniforme del colegio, me ponía la negra y levantaba el cuello
blanco como la usaba John Kirwan. También quería ser jugador de la
primera del San Isidro Club, donde jugaba mi papá. Antes de dormirme, él
me contaba historias que improvisaba donde había equipos de rugby que
después de jugar se dedicaban a ayudar gente en peligro. Una especie de
Brigada A en la que había un personaje con mi nombre.
Cuando tenía siete años, ya salía a correr con mi padre. Lo acompañaba por
varias razones: quería estar siempre con él, y me encantaba correr,
moverme,sentirme ágil. Ni pensaba en cómo se vería mi cuerpo. Hay
muchas formas de aprender, una de ellas es mirar hacia afuera y hacia
adentro. Quizá yo era uno de sus entrenadores. Vamos, vamos le decía,
mientras le sostenía los pies cuando hacía abdominales. Creía que se trataba
de ser invencible. Después, él me tenía los pies a mí para que hiciera unas
cuantas series. Poder comprender el porqué de cada acción propia es
aprender a conocerse. Hoy comprendo que la fortaleza es ser un observador
justo y poder, sobre todo, percibir con amor los propios puntos vulnerables.
Pero en ese entonces estaba forjando mi espíritu. Con mi padre no tenía
grandes charlas. Más bien era un entrenamiento como el de Rocky: a
tiempo completo, rústico y duro. De pronto, él tenía premoniciones,
mensajes que me largaba. “Vos vas a viajar mucho”, me decía. “Nunca vas
a tener problemas de plata”. Esos mensajes se meten en el inconsciente
como el agua en una grieta. No sé si él sabía que esto pasa, es decir que lo
que uno le dice a un chico, que tiene la mente como una esponja, es
absorbido. El inconsciente lo toma como una misión. Jamás me exigió algo
ni me quiso imponer una carrera, una forma de ser. Nos decía a mí y a mis
hermanos: “Ustedes hagan lo que quieran en la vida y yo los voy a apoyar”.
La confianza se construye o se colabora para exista.
 
Iba al club que quedaba a diez cuadras de mi casa trotando y saltando
zanjas. Teníamos un entrenador que se llamaba José Lagos. Laguitos, mi
primer entrenador de rugby era igual a Don Quijote. José Lagos, el buda de
los suburbios, montaba su rocinante por Victoria y San Isidro, y tenía
alguna que otra batalla contra molinos de viento a los que veía como
monstruos, como todos los que tenemos en la mente. Pero a diferencia del
hidalgo, su única Dulcinea era el bar de ese mismo nombre que está en la
avenida Perón, en Victoria. Sin embargo, a Laguitos, el buda de la bicicleta
y camiseta de rugby azul, lo que realmente lo conmovía era que todo aquel
que jugara rugby pudiera conectar con algo más grande que sí mismo.
Nuestra división tenía muchos jugadores, pero él se negaba a decir que
había un equipo mejor que otro, a organizarnos como se hace en rugby
juvenil separando en categorías A, B y C, donde A es la mejor. A veces
organizábamos partidos de fútbol entre nosotros, y los padres de Fer Díaz
Valdez lo llamaban para que hiciera de referí. En un partido de fútbol,
Laguitos quizá cobraba con el reglamento de rugby, por ejemplo, si
discutías un fallo o simulabas una falta, le daba al otro equipo el tiro libre
diez metros más adelante. Era sumamente importante quedarse siempre en
el tercer tiempo, que en el rugby es el momento en que se comparte una
hamburguesa y una gaseosa con el rival. A los que no podían jugar por
lesión o lo que fuera, les pedía que no dejaran de ir el fin de semana así no
se perdían el tercer tiempo para hacer amigos, sentirse así importantes en el
equipo. Era un verdadero coach porque no te hacía sentir la necesidad de
demostrar algo o ser bueno. Te conectaba con una parte muy alegre de vos
mismo. Lo más poético de Laguitos era su único mantra, que nos repetía
antes de los partidos: “Mis pollos, nunca se olviden de jugar con la mente
fría y el corazón caliente”. No tengo un recuerdo de Laguitos en el que nos
haya enseñado algo concreto del juego. Ni el pase, ni evasión, ni tackle…
Así y todo, sus entrenamientos eran maravillosos. No tuve otro entrenador
con el que sintiera tanta libertad.
 
En aquel entonces vivíamos al lado de una quinta donde había muchos
árboles y caballos. Durante un tiempo, fue una extensión de nuestro jardín,
y nos metíamos a correr y trepar árboles con mis hermanos y amigos. En
nuestra casa, había dos jardines, uno adelante en la entrada y otro atrás. El
de adelante era el paraíso prohibido. Era el que tenía las plantas lindas que
Malú, mi mamá, plantaba con orden y dedicación zen. Estaba en cuclillas
durante horas armando canteros, regando, cortando el cerco. Mi madre tenía
mucha fuerza. Podía estar subida a una escalera de obra de madera
descalza, con una tijera de podar sacando ramas y ramas, que amontonaba
sobre una lona que, cuando estaba bien cargada, la llevaba envuelta a la
esquina donde había un baldío. “Este es otro entrenamiento”, me decía. Y
me lo dijo muchas veces hasta que vio mi pasión por entrenar. Me decía, “A
vos que te gusta entrenar, ¿por qué no podás todo el cerco?”. Todo el cerco
incluía el de cañas, que lindaba con la quinta, y el del frente, que tenía
ramas muy gruesas. En invierno le gustaba que quedara pelado para que
creciera mejor en primavera. Tres días me llevaba la tarea, cuando me vio
con fuerza suficiente para hacer el trabajo, cortar y sacar todas las ramas.
Quizá sus palabras penetraban con fuerza dentro de mí, que tenía la idea de
ser como los All Blacks, esa Brigada A que jugaba rugby y además hacía
tareas comunitarias, y las tomaba como un entrenamiento físico y mental.
Era el desafío que me proponían mi madre y la naturaleza.
En el jardín de atrás, era muy difícil cultivar plantas porque nos pasábamos
todo el tiempo jugando al fútbol, al rugby y combinaciones de ambos que
íbamos inventando con nuestras propias reglas.
 
No tuvimos auto hasta que yo tuve ocho o nueve años y nos movíamos
todos en bicicleta. Recuerdo ir en fila detrás de mis padres, ellos con sus
viejas bicicletas inglesas, Fran mi hermano tres años mayor y yo en dos
minibicicletas pedaleando más rápido para no alejarnos. Hacíamos las
compras, íbamos a lo de mis abuelos, al club, a donde fuera en bicicleta y
en hilera como una familia de patos. No tener auto no era un problema. Las
distancias tampoco. Probablemente, esa capacidad de desplazarnos en
bicicleta o a pie a todos lados hizo que tuviera mucha predisposición al
movimiento. De hecho, creo que cuando tuvimos auto y más cosas nos
fuimos aburguesando un poco, y lo que antes era normal después pasó a ser
imposible por comodidad.
 
Entrar a mi casa era como entrar en un museo homenaje a mi padre.
Cuadros de rugby, tapas de revistas de rugby y afiches de giras de equipos
de rugby enmarcados. El cuadro con la tapa de la revista Test Match que
decía “¡Histórico empate!”, la del día en que el San Isidro Club, el equipo
casi invencible donde él jugaba, igualó en 22 al seleccionado de Australia,
estaba colgado en la pared a la entrada. La tapa inmortalizada de El Gráfico
del año 1984, con personajes como Carlos Salvador Bilardo, el Beto
Mársico, Santos Laciar, Tacho de Vedia y otros tantos, estaba en lo alto
sobre el ventanal junto a otras similares. Unos metros a la derecha, pasando
el cuadro del plantel que viajó a Sudáfrica en el 84, que podía recordar de
memoria y del que podía nombrar jugador por jugador con solo mirar las
caras, estaba el Olimpia de Plata 1984. Era una estatua parecida a un Oscar,
ubicada en el centro de la chimenea. La obra cumbre. Todos los que
entraban miraban esa imponente estatuilla. Si podían, la levantaban y
estimaban su peso.
Crecí viendo cada día de mi infancia esa estatuilla medio andrógina con la
antorcha de fuego en su mano. ¿No era esa una forma de condicionamiento?
De alguna manera, eso es lo que mi mente copió. Entendí que el mundo se
trataba de salir en tapas de revistas deportivas, ganar campeonatos en
equipos invencibles, ser fuerte, ser campeón. El rugby y el triunfo, la
aventura de un campeonato, los entrenamientos de noche, el sufrir
profundamente por las derrotas eran lo más importante de la vida. Lo más
importante de la vida por delante de cualquier otra cosa.
 
[…]
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
 
Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi sonar.
[…]
 
Volver, Carlos Gardel
 
En el año 2007, tuve una epifanía. Se acercaba el Mundial de Rugby en
Francia y estaba dentro de una lista de cuarenta y un jugadores de los cuales
treinta iban a integrar el plantel de Los Pumas. Desde muy chico, cuando
iba a ver todos los partidos de la primera del SIC,yo creía que aquel equipo
que prácticamente nunca perdía, donde jugaba mi padre, iba a ser mi futuro.
La mente humana siempre intenta reproducir el mundo que ya conoce.
Construimos nuestra vida, por ignorancia y automatismo, a partir de lo que
ya conocemos.
Lo conocido para mí era jugar muchos años al rugby y ser jugador de Los
Pumas al menos diez años. Además, creía que esa era la única posibilidad
de ser alguien, de ser algo. Jamás me gustó el estudio formal. En el colegio
peleaba siempre el descenso y vivía más ocupado en hacer payasadas. El
rugby para mí era el lugar de reafirmación, donde realmente me había
esforzado. Había dejado pasar los veranos de la adolescencia y sus
borracheras en playas soleadas, a cambio de tardes calurosas en el seco
anexo de mi club. Ahí me preparaba con la vista en los tries que haría en la
temporada y en el objetivo de la gloria rugbística, llámese también
necesidad de valoración.
Aunque lo creía, no era distinto de mis amigos, que ya se estaban
recibiendo y tenían la vida planeada hasta la jubilación y más allá. Mi
universo mental era una maqueta de la vida que habían vivido mis padres,
una versión 2.0, sin los años setenta y con más comodidades. Esa es la
historia de la humanidad. Vamos repitiendo el pasado de los que vinieron
antes con algunos cambios de escenario y actores. Hasta que nos vamos
dando cuenta, y ese es el recurso que nos distingue de las otras especies.
Podemos ser conscientes de los pensamientos, sensaciones, emociones y
acciones. Ese proceso se llama metacognición y es la tecnología más nueva
de nuestro cerebro, que tiene, según los científicos, algo así como cien mil
años. Darse cuenta es difícil. Tenemos hábitos arraigados con raíces
profundas como las de los árboles. Para darse cuenta hay que querer y estar
realmente atento con toda la energía. Esos hábitos no son ni buenos ni
malos, simplemente algunos son copiados y aprendidos y nos alejan mucho
de quienes somos en realidad.
 
Esa concentración en julio de 2007, fue después de un viaje con el plantel al
Athletes Performance Center de Pensacola, Estados Unidos. A la ida, creía
que estaba cumpliendo lo que tenía que hacer en esta vida. A la vuelta, no
sabía si haber estado ahí me hacía tan feliz, pero no escuché demasiado esa
voz interna, que siempre te habla, pero, en general, la silenciás. Los más
grandes del plantel querían imponer respeto a los más chicos, y sobre todo a
los nuevos. Esa forma de imponer respeto era ignorándolos, o poniéndolos a
prueba en su forma de hablar y cosas tan absurdas como las que haría una
banda de adolescentes en la escuela.
Una noche estábamos tomando unos tragos cuando se me acercó uno de los
líderes del plantel. Me rodeó con el brazo y me dijo: “Yo creí que eras un
boludo, pero me caés bien”. Gracias por tu aprobación, pensé. Pero la
verdad es que estando ahí en un punto también necesitás que eso pase, que
te aprueben, querés ser parte del equipo, no un raro que anda solo. Nunca
me gustó demasiado tener que agradar a los demás, pero sentía cuando
estaba ahí que era prácticamente una regla implícita.
Y eso fue algo que me pasó durante mucho tiempo en el círculo donde
crecí, en San Isidro, una pequeña isla dentro del territorio de Argentina.
Hice la escuela primaria en un colegio católico, al que había ido toda la
familia de mi padre. San Isidro es como un pueblo donde todos creen
conocerse, se llaman por nombre y apellido y es normal que alguien tenga
campos. Hay modos y formas de convivencia del gueto donde crecí que
quedaron congeladas en 1910. Las vacaciones eran en Miramar o Punta del
Este. El hijo de tal se casa con la hija de tal. El lenguaje es distinto, supongo
como en cada pequeña tribu. Sin embargo, en San Isidro hay palabras que
no se usan. Decir rojo es grasa, decir escuela es grasa, decir buen provecho
es grasa. Y el que no es de San Isidro es grasa. En el subconsciente de un
sanisidrense, alguien de Vicente López, por ejemplo, ya es un grasa. Zafan
los de Recoleta, que en 1910 consideraban al de San Isidro un pueblerino.
No es bueno o malo que eso pase, sino que es como nos vamos formateando
según ideas que tenemos de cómo tiene que ser el mundo, condicionados
por el pasado, por nuestro núcleo familiar, por experiencias y creencias. A
los humanos nos gusta sentirnos únicos, diferenciarnos de aquel de más
allá. Seguro les pasaba lo mismo a las tribus antiguamente. En el pasado, el
que era diferente en la tribu corría riesgo de ser expulsado. Y ser expulsado
implicaba tener que salir a cazar la propia comida, algo difícil porque los
humanos cazaban en grupo. Eso significabas la muerte.
 
El día que dieron la lista llegó antes de lo esperado. Habían anunciado que
la darían un viernes, pero por presión del grupo de liderazgo del equipo se
adelantó unos días. Me enteré apenas llegué al colegio Newman, donde
estábamos entrenando al regreso de Pensacola. Estaba nervioso, quería
certezas y no las tenía. En un principio, creía que seguro iba a ir, pero con el
correr de los entrenamientos me fui dando cuenta de que no tenía ninguna
chance y que el entrenador, Marcelo Loffreda, ya tenía decidido quiénes
irían hacía un buen rato. A la mitad de una práctica, nos juntaron en una
ronda. “Vamos a dar una lista de once jugadores que vendrán con nosotros a
charlar al quincho”, fue la frase más elegante que encontraron para
comunicarlo. Fue como el “Mi voto no es positivo” de Julio Cobos cuando
se debatió la ley de retenciones al campo. Era una moda de la época.
Nombraron a uno, a dos, a tres y yo no estaba. Tal vez sí iba a quedar, tal
vez era verdad que iba a jugar en Los Pumas mucho tiempo, en varios
mundiales. Cuatro, cinco, seis… Seguía adentro. Siete, ocho, nueve… Esta
es mi vida. Diez, afuera. Knock out como en box. Una piña que te deja con
estrellitas alrededor de la cabeza. Pero para mí fue una piña que me
despertó, que me sacó de la modorra para dejar de copiar, para empezar a
mirar hacia adentro. No me di cuenta totalmente ese día. Cuando el Tano
Loffreda nos hablaba en el quincho, yo veía que sus labios se movían, pero
sus palabras eran como si estuviera hablando debajo del agua. Entendía que
intentaba dar un mensaje de consuelo y una explicación, pero el contenido
eran burbujas que salían de su boca para mí. ¿Qué podía decir? Solo podían
ir treinta al Mundial. Dejé de ver ese movimiento de mandíbula del Tano y
al mirar para afuera vi a los otros treinta. El sol de julio hacía brillar sus
botines, su pelo. Tenían dientes más brillantes cuando se reían. Las patadas
de Nani Corleto eran perfectas. Los pases de Juan Hernández, más precisos
que nunca. Horacio Agulla y Lucas Borges se reían con fuerza. Eran
claramente más felices que todas las personas en un radio de mil kilómetros
a la redonda. ¿Eran más felices que yo? ¿Era eso la felicidad?
Salimos del quincho y algunos se acercaron. Nos dijeron palabras de
consuelo, nos abrazaron. Era el peor abrazo del mundo, el que nadie quería
recibir. Un saludo como cuando muere un ser querido, así se sentía. Hasta
creo que alguien dijo: “Estoy para lo que necesites”. “Fuerza, muchachos”,
dijo otro. Y yo no quería que me trataran así. Quería irme rápido por la
puerta más cercana caminando a lo de mis padres a unas cuadras de ahí.
Prácticamente actué una solemne tristeza, lo que había que hacer. No vas al
Mundial, tenés que estar triste. Pero yo no estaba triste, no estaba ni bien ni
mal. Estaba teniendo una epifanía, una visión de cierta claridad. Caminé por
el empedrado de Eliseo Reclus, esa calle que tantas veces pedaleé con
Matute Rocha para ir a cualquier lugar a buscar algo para divertirnos, como
una barranca en el Bajo donde mandarnos a toda velocidad y saltar de la
bici para verla ir sola haciendo equilibrio. Me acordé de esa adolescencia en
que no pensaba en Los Pumas ni en ir a mundiales, no había abrazos
fúnebres después de listas no positivas. No voy al Mundial, no voy al
Mundial, me repetía. Lo repetía y cada vez sonaba menos duro.
Ya jugaba profesionalmente en Inglaterra. Recientementehabía firmado un
contrato con London Irish. Mi primer año en Saracens había sido hermoso.
Y como tuve una gran temporada, algunos clubes me ofrecieron contrato.
Elegí London Irish porque ahí estaban dos amigos, Juan Leguizamón y
Gonza Tiesi, de quienes recibí también abrazos fúnebres ese día de 2007.
Lo último que quería era cruzarme con alguien, tener que explicar cosas,
mostrarle el lado bueno de la situación con excusas. “Recién firmé contrato
con London Irish, así que me voy a enfocar en eso”, era una de esas frases,
por ejemplo. No quería tener que quedar bien ni aparentar que de todas
maneras era un ganador. Quería ser lo más sincero posible conmigo mismo.
Esa sensación fue parte de la epifanía. ¿Soy solamente un rol? ¿Ser jugador
de Los Pumas me va a definir como persona?
Estaba pasando por la casa de Carlos Tévez en Reclus y se acercó un chico
en bicicleta. Frenó al lado mío y me preguntó: “¿Tomi, dieron la lista?”. “Sí
—le dije—. No voy al Mundial”. Tenía la mente fría, podía ver un montón
de pensamientos que disparaban emociones. Los pensamientos no me
dominaban, sino que los veía pasar como si estuviera de espectador en una
tribuna. Uno atrás del otro, pasaban y se iban. Estaba tranquilo, pero con el
corazón bien caliente.
 
Sueños y libertad
 
El campo de los sueños
 
Una voz llamaba a Kevin Costner: “Si lo construyes, vendrán” (lo traduzco
al castellano neutro como el subtítulo de la peli). Ese mantra lo repetí gran
parte de mi vida.
A los siete años, como conté, ya salía a correr. Acompañaba a mi padre que
jugaba al rugby en la primera del SIC. Era como un mini Forrest Gump, que
iba a todos lados corriendo. Y, si el salía a correr, no le preguntaba cuánto,
sino que iba. Obviamente quería jugar en la primera también algún día, pero
además había algo de héroe en ese esfuerzo con cualquier clima, al recorrer
cuadras y cuadras fortaleciendo el espíritu para alguna batalla.
Había épocas del año en que Tacho entrenaba piques. Para ellos teníamos lo
que llamábamos la pista de piques. Había varias formas de usarla: una era el
entrenamiento pirámide. Un pique de veinte metros, dos de treinta, tres de
cuarenta y cuatro de cincuenta y volver a contar de uno a cuatro invirtiendo
las distancias.
La pista de piques era uno de mis campos de los sueños (tenía varios). Ahí
mientras corría y sentía el viento peinarme, podía visualizarme en el futuro
haciendo lo que más amaba, que era jugar al rugby. Mi padre y yo nos
entrenábamos en algo mucho más profundo que los piques. Él me habilitaba
a soñar, me invitaba a creer que la imaginación te puede llevar adonde
quieras y que tener objetivos es lo que nos mueve. Yo era su voz de aliento
cuando tenía edad para retirarse y aparecía el cansancio cotidiano del
trabajador común. Muchas veces era yo el que a las seis de la tarde lo
motivaba, cuando él volvía de trabajar después de haber recorrido media
ciudad porque no teníamos auto. “Pa, ¿vamos a la pista de piques?”, le
decía. Eran momentos hermosos.
 
Soñar es un entrenamiento. La decisión para ir por eso es como un buque en
el mar: hay un motor muy poderoso y muchas direcciones posibles.
 
En la adolescencia, cuando estaba pasando algunas inseguridades, como es
normal a esa edad, estaba un poco más preocupado por cómo me veía que
por las cosas que hacía. Verme bien significaba gustarle a alguna chica. A
un inseguro, cualquier cosa de afuera que le dé validación le sirve. A mí me
encantaban los Rolling Stones, escuchaba su música y me vestía como
ellos. Eso consistía específicamente en copiar el look de su época más
gloriosa: del 68 al 80. Para ello buscaba zapatos de gamuza, jeans oscuros,
pantalones de corderoy. Todas prendas normales, que podrían pasar
desapercibidas. El distintivo era la camisa. Quería usar camisas de cuello
largo como las que se usaban en los setenta. Mi mamá me había dicho que
en la avenida Santa Fe había una galería donde se podían conseguir. Me
acompañó hasta ahí y me ayudó a elegirlas. Las camisas eran audaces (es la
mejor forma de decirlo, vos sacá tus conclusiones). Pero ella no me juzgó
porque sabía que a mis quince años lo más importante era sentirme seguro
de mí mismo. No voy a negar que la muchachada me pegó un par de
gastadas. La mente tiende a ver lo que le conviene, y lo que la mía veía era
que bastantes chicas se sentían atraídas por mi vestuario acompañado por
mi brillante talento para bailar los temas rockeros.
 
De mis padres, recibí el permiso para soñar, o por lo menos mi mente
interpretó eso. No voy a negar que en algunas otras cosas fue diferente y me
condicioné. Por algo estoy escribiendo este libro.
 
Los recursos están ahí
 
Entro a mi casa y veo luces del mismo tamaño de las que usan en el canal de
televisión donde trabajo. También veo gente que camina de acá para allá
ocupada y compenetrada en su tarea como si estuvieran por entrar a una
cancha. En el cuarto de Male, hay tres chicas que se maquillan y otra que
arregla ropa. En el living, le retocan el maquillaje a Manu. Hay dos
camarógrafas que le hablan. Comparten opiniones y deciden. El único
hombre que veo está acomodando unos trípodes para poner la luz orientada
hacia otro lado. Otras chicas cortan papeles. Veo a otra que se encarga de
que todos tengan lo que necesitan. En mi casa, hay montada una producción
superprofesional pero hecha totalmente a pulmón. Están filmando el primer
videoclip de Manu, la hija más grande de mi esposa Virginia. Lo que más me
llama la atención de todo el despliegue es el trabajo en equipo. Si solo se
pudiera medir la energía, la empatía y el nivel de atención, podría decir que
es un equipo deportivo de alto rendimiento. Para hacer el video Manu ahorró
durante varios meses. No tuvo a ninguna productora más que un poco de
ayuda nuestra. La mayor parte del trabajo la hizo ella: juntó el dinero, buscó
materiales, contrató los equipos, compró comida para los dos días y se ocupó
del traslado para toda la gente involucrada. Durante dos días completos,
entraban y salían de nuestra casa los equipos alquilados, las chicas de la
producción. En los momentos que se filmaba, había un silencio que no era
tenso, se sentía alegría. Fue emocionante ver ese trabajo profesional y ese
compromiso. Pero lo más emocionante, y casi insólito, es que el mismo
artista lleve adelante tal producción, que esté en el más mínimo detalle y
funcione.
La grabación terminó en la madrugada del domingo, pero Manu se tomó
unas horas más para ordenar cada detalle de nuestra casa. Podría haber
dejado todo y volver al día siguiente, pero es de esas personas que creen que
una tarea bien hecha se acaba cuando termina de juntar el último papel.
Como dice Shunryu Suzuki en Mente Zen, Mente de principiante: “Quemá
todo de vos hasta que no queden siquiera cenizas”.
El lunes estábamos cenando y le dije que lo que había hecho me llenaba de
orgullo, y que no importaba si el videoclip y el disco eran escuchados por un
millón de personas o solo por nuestra familia, lo importante era que había
puesto el corazón para hacerlo. Lo hizo quemando todo hasta las cenizas.
Manu sabe que quiere ser artista desde que nació. Ahora sabe que tiene un
montón de recursos que potenció en la preproducción de su primer videoclip.
 
Manu tuvo a Vir, que la crió en la libertad de elegir lo que quería hacer.
Entonces eso fue combustible para esos recursos. Pero Vir no tuvo el mismo
contexto. En su casa, no reinaba precisamente el cuidado. Es cierto que los
padres son los primeros que nos condicionan en nuestra manera de ver el
mundo. Por algo en mi caso jugué al rugby, igual que mi viejo que vivía en
el club, por ejemplo. El cerebro interpreta eso que ve los primeros años para
construir su mapa del mundo. Pero también tenemos la posibilidad de ir
eligiendo con qué partes quedarnos y qué partes del mapa no nos llevan a los
destinos más amigables.
Vir siempre me cuenta que lo que la ayudó siempre fue su imaginación.
Poder imaginar que había otra cosa en la vida, además de la realidad que
vivía en su casa, era una formade soñar para ella. Hubo algo que siempre la
motivó a tomar decisiones pequeñas que tenían que ver con la libertad. A los
dieciocho años, se fue a vivir sola y lejos. No avisó, ni pidió permiso. Tomó
esa decisión que tenía que ver, según ella, con un impulso ligado a la
libertad. Todos tenemos la posibilidad de decidir. Momento a momento
vamos tomando decisiones. La suma de pequeñas decisiones conscientes son
las que hacen las grandes decisiones. La libertad, dice Vir, se va
construyendo en cosas chicas, por ejemplo, en cómo tenés tu casa. ¿Es un
nido acogedor o un rancho olvidado? Decisiones. Entré por primera vez a su
casa y era un reflejo de lo que veía de ella: colores, creatividad y frescura.
“Tu casa muestra cómo te relacionás con vos mismo”, me dijo.
 
Algunas decisiones que tomamos tienen una gran relación con el miedo a
sufrir. Ninguna idea o decisión basada en el miedo puede ser libre.
 
Admiro a mi esposa por esa autonomía y libertad que construyó desde chica.
Una vez pasamos por una plaza con unos árboles inmensos y me dijo que ahí
iba a treparse cuando tenía ocho años. Se pasaba el día de árbol en árbol
practicando acrobacias. Era su campo de los sueños. Iba ahí a soñar con la
libertad de moverse sin dar explicaciones, sin las interferencias de relaciones
paternales catastróficas. Ella sabía que para ser libre es importante seguir el
instinto y darle cabida a un impulso que todos llevamos adentro.
 
 
¿De dónde vengo?
¿A dónde quiero ir?
 
EL MAPA NO ES EL TERRITORIO 
 
 
 
CALMA Y APRENDIZAJE
 
 
Calma y aprendizaje
 
 
Conciencia del estrés-concentración-calma.
 
Si me hubiera ganado unos pesos por cada vez que escuché la palabra
concentrate expresada en tono de orden, hoy estaría justo debajo de Bill
Gates en las revistas que publican rankings absurdos. La repetían, pero no
decían cómo hacerlo. Nunca me dijeron bien qué es concentrarse. Cada vez
que pregunto, al comenzar un curso, qué me pueden decir acerca de lo que
es la concentración, recibo un montón de respuestas que son dudosas y, en
general, un rejunte de frases hechas, y algunas son expresadas con intención
de que parezcan originales de quienes las dicen. A veces hasta son
redundantes como, por ejemplo: concentrarse en algo sin distraerse. Otros
dicen: pensar en lo que uno está haciendo, enfocarse, no pensar en otra cosa
más que en lo que hay que hacer. No está mal, simplemente no nos
dedicamos a entender qué es porque damos por sentadas la mayoría de las
cosas que nos dicen desde chicos. A otros les da vergüenza decir algo que
suene ridículo o tonto, entonces meten la cabeza entre los hombros como si
fueran tortugas o evitan hacer contacto visual. Esto dice mucho de cómo
nos educaron: no digas tonterías, no hagas el ridículo, no te animes a
probar, tenés que demostrar que sos inteligente.
Cuando hablamos de concentrarnos, hablamos de estar presentes. ¿Pero qué
significa una frase tan trillada como estar presente o estar aquí ahora? ¿Qué
es estar presente? No es pensar en gurús ni recordar sus frases. Eso sería
simplemente recordar, lo cual puede ser una acción en el presente, pero no
significa estar presente. Lo contrario de la presencia es la ausencia, es la
falta de vida. Los seres humanos podemos vivir la vida a través del cuerpo y
los sentidos; gracias a ellos, podemos captar lo que está sucediendo. ¿Qué
implica la palabra concentración? Es el acto de traer al centro lo que está
disperso. ¿Qué es lo que está disperso cuando estamos desconcentrados?
Los sentidos. Llevar la atención a los sentidos, vista, oído, olfato, gusto y
tacto, es lo que nos conecta con la vida. Podemos dirigir nuestra atención a
donde queramos, y esa es una capacidad más valiosa que la fortuna del
dueño de Microsoft.
¿Por qué es tan importante concentrarse? ¿Qué nos pasa cuando estamos
desconcentrados? Se nos pasa la vida, vivimos sin darnos cuenta de nada de
lo que hacemos, lo que nos lleva a estresarnos de más por cosas que
imaginamos pero no están pasando. Eso se traduce en una sensación de
opresión en el cuerpo. Cuando estar desconcentrado se convierte en una
forma de vida, los síntomas se agrandan, la calidad de lo que hacemos es
diferente. Concentrarse es poder dirigir la atención al cuerpo y sus
sensaciones. En términos biológicos, la concentración es la posibilidad de
encender el sistema parasimpático, el complementario del sistema
simpático, que es responsable de la respuesta de estrés.
El estrés es muy importante para vivir, su exceso es peligroso. Como se
sabe, el cerebro es plástico y puede cambiar hasta el último día de vida.
Entonces toda acción que sea estimulada se vuelve una conexión neuronal,
lo cual no significa que sea algo bueno o malo. Si vivimos practicando la
distracción y el multitasking y sobrestimulamos la respuesta de estrés, esas
conexiones se reforzarán y se volverán un rasgo de nuestra personalidad. En
cambio, si practicamos conectar nuestro foco de atención con el cuerpo, con
sus sensaciones, y con los sentidos, podemos reforzar conexiones
relacionadas con la calma, que es la base fundamental para el aprendizaje.
¿Podrías aprender si no estás en calma? ¿Alguna vez aprendiste durante una
situación de crisis o pudiste aprender una vez que había pasado y estabas en
calma para procesar y organizar la información?
Lo más normal es que nuestro foco en lo que hacemos dure un lapso corto
porque todo el tiempo hay algo que llama nuestra atención. Practicar la
concentración es darse cuenta de eso y volver a llevar la atención al cuerpo
y los sentidos. Concentrarse es estar en el cuerpo, es sentir.
Atención y concentración no son lo mismo. La concentración requiere de
atención. Sin embargo, no es el único tipo de atención. Existen dos tipos. La
primera es hacia donde enfocamos nuestra conciencia. La segunda es más
profunda y tiene que ver con darse cuenta, con ser consciente de lo que uno
está haciendo mientras lo hace.
Tanto la conciencia como los dos tipos de atención son pilares del
entrenamiento en el manejo de emociones, que es continuo. Con práctica
son en sí mismas la libertad y el camino del aprendizaje.
 
 
 
Pasado y futuro
 
Creemos que aprendemos solamente con el intelecto, pero lo cierto es que
la información llega primero a través de los sentidos. El primer filtro del
cerebro define si lo que estamos recibiendo como información es peligroso
o no. Básico. Ya hablaremos de cómo, cuando nos apegamos demasiado a
ideas de como tienen que ser las cosas, un punto de vista diferente al
nuestro puede ser filtrado como un peligro. Lo que corre peligro es lo que
consideramos nuestra identidad. Ante otra idea de cómo tienen que ser las
cosas podemos sentir un terremoto interno que nos haga temblar. Queremos
seguridad. El deseo de seguridad nos estresa, mucho.
Vivir estresado tiene consecuencias directas en el cuerpo. ¿Qué hace el
estrés? Nos prepara para luchar o para correr. Gracias a él se produce una
activación muscular. Suben los hombros, se tensan los pies y las piernas. El
estrés permanente da como resultado un cuerpo que se va tensando hasta
que se transforma en una roca inarticulada. Pobre el sistema nervioso, nadie
lo considera y él vive exigido porque tiene que dar mucho más de lo que
debería. Empieza a funcionar mal, aunque no lo escuchemos. No podemos
concentrarnos, no podemos dirigir nuestra atención a lo que queremos.
Claro, si estamos estresados y queremos controlar todo. Todos tenemos un
potencial controlador y fascista dentro nuestro. Que esto sea así, que
aquello sea de esta otra manera. Esa inflexibilidad en la forma de ver las
cosas es el disfraz que toma nuestro cuerpo. La percepción es esa mirada
inflexible de las cosas que complica la cognición, la posibilidad de aprender
y desempeñarnos en lo que hagamos con libertad.
No se puede hablar de mente, por un lado, y de cuerpo, por otro. No son dos
entidades separadas, por más que así las veamos. Lo que pasa en la mente
se manifiesta en el cuerpo. El cuerpo es la mente materializada.
 
Flexibilidady observación
 
Las metahabilidades para el aprendizaje
 
[…]
You live you learn, you love you learn
You cry you learn, you lose you learn
You bleed you learn
[…]
 
Vivís, aprendés; amás, aprendés
llorás, aprendés; perdés, aprendés
sangrás, aprendés
 
You learn, Alanis Morissette
 
La rigidez, ese tapón del pasado
 
Cuando era chico, tenía un manejo complicado de las emociones. La ira era
la emoción predominante. Perder a algo me enfurecía. El primer recuerdo
que tengo de sentir furia incendiaria por perder fue en un torneo de fútbol
infantil. Erré un par de goles en un partido que íbamos perdiendo. La
impotencia me cegó y me dediqué más que nada a pegarles patadas a los
defensores. Si se quejaban, mi furia crecía. En esa y otras ocasiones, usaba
esa ira como motor, lo cual durante un tiempo puede funcionar, pero a largo
plazo es como armar una bomba. Jugar con la ira como motor es alimentar
un cableado neuronal relacionado con el sobrestrés y la tensión; además, en
lugar de conectar con lo que hacés y con quienes lo hacés, considerás al
mundo como un rival. Eso hacía yo. Cualquiera que se interponía en mi
camino era interpretado por mi cerebro —ocupado solo de la supervivencia
— como un peligro.
 
Cuando tenía diecinueve años, me rompí los ligamentos de una de mis
rodillas y creí que el mundo se me venía abajo. Mi obsesión era jugar en la
primera de mi club. Creía que sí o sí eso tenía que pasar a los diecinueve
años. Dentro de mí confluía una serie de cosas que me jugaban en contra,
tales como: necesidad de sobresalir, sobrexigencia, ser el hermano del
medio, el siglo XX y las películas que convencían a chicos como yo de que
hay que triunfar. Siempre tuve mucha energía y eso a veces me jugaba en
contra porque me sobrentrenaba. Hacía atletismo tres veces por semana en
el CeNARD, entrenaba dos días en el club. No descansaba nunca.
En una oportunidad, fui invitado por algunos jugadores del plantel superior
a participar en un torneo en el Club Italiano. En un momento del juego, mi
pierna derecha quedó debajo de otro jugador que se tiró a buscar la pelota.
Cuando me levanté, sentí algo fuera de lugar. No le di importancia. No
tengo nada, pensé. Salí de la cancha y probé trotar. No tengo nada, ¿o sí?,
empecé a dudar. Apenas caminaba con normalidad y, sin embargo, no podía
admitir que tenía una lesión. Mi meta era jugar en primera el año siguiente.
Esa noche fuimos a un recital en la cancha de Huracán con mis hermanos.
Tocaban Los Piojos. Estuve de pie toda la noche y cargaba mi peso sobre la
pierna izquierda. La derecha se inflamó. Quería concentrarme en el show,
pero cada tanto me acordaba de la pierna y me atacaba el miedo. ¿Qué voy
a hacer si no juego en primera?, pensaba, pero en seguida me convencía de
que eso era imposible. A los dos días, el diagnóstico de la resonancia
magnética confirmó la sospecha. “Está roto”, me dijo el médico, hay que
operar. Mientras decía esas palabras me vino el calendario a la cabeza.
Necesitaba seis meses de rehabilitación para volver a una cancha y era
diciembre. Podía olvidarme de jugar en primera. Lloré y mi padre me
acarició la espalda. Creo que él quería llorar por verme tan triste. “Pensá
que a partir de ahora empieza la recuperación”, me dijo cuando volvíamos a
casa después de la cirugía. Mi padre es el gran campeón del optimismo. El
optimismo es importante, ayuda como una energía muy poderosa. Es la
confianza en la vida misma. Si tuviéramos una mirada pesimista de las
cosas, no podríamos tener proyectos. Pero a veces el optimismo desmedido
también puede ser una gran ceguera, y lo reconozco en mí. Por eso es
importante lograr un balance entre optimismo y realismo.
 
Lo inflexible se rompe. Lo flexible puede adaptarse a la forma. Una mirada
flexible sobre uno mismo y las cosas es un puente al aprendizaje. Los
budistas hablan de compasión, de observar sin abrir juicio y con el corazón.
Como trabaja un científico, no se trata de ser parcial, sino simplemente de
observar lo que está pasando interna y externamente para poder reeducar al
cerebro para dar otra respuesta.
 
Solo mi imaginación
 
[…]
Imagination is crazy
Your whole perspective gets hazy
Starts you asking a daisy
What to do, what to do
[…]
La imaginación es loca
Tu perspectiva se vuelve borrosa
Te hace preguntarle a una margarita
¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?
 
Imagination, Frank Sinatra
 
La pausa que implicó la operación fue una señal del cuerpo que todavía no
podía interpretar. Pasó poco más de un año y jugué en la primera. Estaba en
el lugar donde me había proyectado. Ese verano previo entrené con la
dedicación de un artista. Mañanas y tardes de enero las pasaba en el
sahariano anexo de mi club siguiendo el plan de entrenamiento del
preparador físico. A eso le agregaba los ejercicios de visualización que
hacía intuitivamente: corría y me imaginaba que estaba en un partido, en la
primera, marcando tries.
La imaginación es muy poderosa, por eso es importante tener mucho
cuidado con lo que uno imagina, lo que no significa reprimir ni intentar
frenar los pensamientos. Poder observar los propios pensamientos —
aprendí después— es el camino de la inteligencia emocional.
Cuando nos da miedo el futuro, ese temor se traduce en el cuerpo. Por eso
nos afecta. Lo mismo pasa cuando recordamos el pasado. Para el cuerpo no
hay pasado ni futuro. Para el cuerpo, es real eso que imaginamos. Hay
miedos que nos limitan para hacer cosas que querríamos. El origen de esos
miedos puede ser un trauma, una creencia, una imagen que tenemos de las
cosas. Es un límite entre lo que nos gustaría hacer y el lugar donde estamos,
que puede ser una muralla infranqueable en apariencia. Visualizarse
haciendo eso que nos gustaría es darle al cuerpo el mensaje de que se puede
hacer. Es como un ensayo que incluye pensamiento y sensación.
 
Podemos visualizarnos con cosas pequeñas como tal vez pedirle perdón a
alguien si nuestra limitación es expresar un sentimiento. En el budismo,
existe una práctica que se llama amor incondicional, en la cual uno se
visualiza a sí mismo sentado en frente y se dice que comprende sus
limitaciones desde el corazón y se desea paz y felicidad. La práctica
continúa invitando a seres queridos y después a alguien con quien haya
tenido un conflicto en algún momento. No es fácil para algunos hacerlo las
primeras veces porque hay muchas emociones que no fueron procesadas. Se
puede empezar con invitar al yo imaginario a la silla y en la medida en que
se puede ir avanzando con otras personas.
 
La flexibilidad y la observación van de la mano. Poder ser testigo de lo que
pasa, de lo que pienso y siento sin reaccionar, sin creer que va en contra de
mí mismo es la habilidad fundamental para reeducar al cerebro. Poder
comprender que nuestras reacciones, algunas de nuestras respuestas y
comportamientos, nuestros apegos a ideas y como vemos a los otros tienen
que ver con reconocer que son parte del mundo que construimos por
nuestras vivencias desde que nacemos. Lo que vemos y vivimos del mundo
es lo que creemos de él, y cualquier cosa que se oponga a eso nos
incomoda. Nuestro cableado neuronal está basado en esa visión del mundo.
 
La flexibilidad consiste en observar como reaccionamos frente a esas
diferencias y conflictos que se suceden en nuestro interior desatando
pensamientos, emociones y sensaciones físicas ligadas entre sí. El budismo
habla de compasión, de que haya presencia del corazón. Para el ciudadano
de a pie por ahí resulta más simple hablar de flexibilidad. En ambas
perspectivas, está el corazón. El corazón no juzga, es el que late desde toda
nuestra existencia. Está presente marcando el pulso como el bombo en la
música. Sin pulso no hay música. Sin corazón no hay presencia. Sentir es
estar presente con lo que te pasa, con la emoción que surge en el momento y
los pensamientos que eso trae. Generalmente cuando lo que nos pasa es
desagradable, tendemos a evadirnos, a buscar una distracción para olvidar y
no sufrir. Solo queremos vivir cuandoel presente es agradable. Sentir todo,
lo agradable y lo desagradable, es la verdadera presencia y lo que nos da la
posibilidad de reflexionar y razonar de una manera que resulte más
inteligente.
 
El pasado importa
 
Solo pensaba en el resultado como una idea de lo que yo tenía que ser. Esa
idea tan rígida me llevó a lesionarme de nuevo al final de la primera
temporada. Me desagarré una pierna un mes antes de la final. También lo
negué y quise volver antes para no perderme la semifinal y en ese partido
volví a desgarrarme. Salí rengueando con los jugadores más grandes del
equipo que me miraban con enojo. Por miedo al rechazo del grupo, quise
jugar. Ellos nunca me dijeron que me quedara tranquilo, que me recuperara
y cuidara mi cuerpo en lugar de jugar. La autoexigencia excedía mi
capacidad de discernir, de darme cuenta, incluso de visualizar. En esos
momentos, tenía miedo de quedar excluido de la final y, sin embargo, no
podía visualizarme jugando en ella. Vi la final desde la tribuna. El equipo
ganó, pero no pude sentirme totalmente parte por mi autoexigencia y ese
miedo a no pertenecer, a no destacarme. En silencio empecé a visualizar la
temporada del año siguiente, pero con la lección bien clara.
 
Aprendí con cierta rudeza, es verdad. En el deporte aprendí a seguir. Las
jugadas pasan, el partido pasa. Cuando uno da demasiadas vueltas sobre lo
que pasó, se pierde lo que está pasando.
La práctica del mindfulness se ha hecho muy conocida en los últimos años.
Esto puede llevar a una confusión cuando se dice que una persona está
presente. Se habla de vivir el presente, como si fuera algo un poco liviano,
como si nada importara. El pasado importa. No sabemos bien cómo lidiar
con él porque deja el recuerdo de buenas emociones, y estas son tan fuertes
que nos apegamos a él. O tenemos miedo de que se repita porque fue
doloroso. El cerebro muchas veces puede aprender del pasado, de lo que
vivió. Es un banco de datos, de experiencias para poder ver qué caminos
debemos tomar, pero eso no quiere decir que las cosas que suceden en el
presente tengan que ser de la misma manera que en el pasado.
El pensamiento está yendo constantemente al pasado y al futuro. Busca
certezas, busca repetir lo que fue agradable y evitar lo que no lo fue. Quiere
saber que en el futuro todo va a estar bien. Es un mecanismo que nos sirvió
para evolucionar. En algún momento, nuestros antepasados desarrollaron la
capacidad de recordar donde había peligro para proyectar donde podían
estar a salvo. Recordar y proyectar nos permitió evolucionar. Si bien es un
recurso fundamental y característico de los seres humanos, recordamos y
proyectamos más miedo que otra cosa.
Es posible darnos cuenta de que queremos reproducir el pasado en el
presente cuando nos quedamos en lo conocido por miedo a lo incierto. Estar
en el presente es darse cuenta de lo que pasa en nuestro pensamiento y en
nuestra emoción, y cómo eso se relaciona con nuestras acciones. Si
podemos darnos cuenta de la influencia del pasado en nuestros actos,
podemos elegir hacia dónde ir. Proyectar comienza a ser una acción
presente en lugar de automática y disparada por el miedo.
Si el cerebro percibe siempre lo que sucede como una amenaza, vivimos en
estrés constante y en crisis. En una situación de estrés, el cerebro solamente
permite dos opciones: luchar o correr. El cuerpo se prepara para eso. Los
hombros suben como si fuera una posición de guardia. Las piernas reciben
adrenalina. En la crisis no se puede aprender. Se puede aprender después de
que sucede y cuando hay calma. En el tornado o en un ataque, hay que
buscar refugio. Cuando pasó se puede pensar cómo se podría prevenir
porque ya no hay amenaza. En la medida en que desarrollamos más
espacios de calma, podemos darnos cuenta de este movimiento de la mente,
que percibe amenazas y dispara la respuesta de estrés en todo tipo de
situaciones. La calma y la observación permiten ver que la mente está
reaccionando ante todo. Pone juicios, etiquetas a las cosas. Intenta
controlar. Si observás que esto sucede, vas a descubrir que hay una
posibilidad de tomar cierta distancia. Si podés ver la reacción de la mente,
¿podés elegir otra respuesta?
 
SIGAMOS PRACTICANDO LA
CONCENTRACIÓN
 
 
El cristal a través del cual vemos las cosas
 
Percepción
 
Construimos nuestra visión del mundo a partir de lo que nos cuentan
quienes nos crían y nos educan, y eso está teñido de la cultura de nuestro
lugar. A eso se suman experiencias de todo tipo que vivimos. Se le llama
percepción. Es simplemente la idea que nos hacemos acerca de algo en base
a experiencias del pasado. Esa idea funciona como un filtro por el cual
procesamos los estímulos sensoriales.
En Argentina consideramos que los domingos son días para pasar en
familia, pero quizá en otro lugar del mundo sea de otra manera y, sin
embargo, no hace que uno u otro lugar sea mejor o peor.
Algunas personas que alguna vez sufrieron un engaño desconfían de otras
porque tienen miedo a ser engañadas nuevamente. Desde su experiencia
creen que así son las relaciones. Tal vez a otras les suceda algo muy
diferente y puedan vincularse, confiar y desenvolverse de otra manera. Es
cuestión de percepción.
Poder reconocer cuándo la percepción está limitando el momento presente
da un poder enorme. Es ahí cuando reconocemos que no es lo que sucede
sino como nos relacionamos con ello. Modificar nuestra percepción de las
cosas no es tan sencillo. Nos da miedo que las cosas no sean como
queremos. Esos filtros son conexiones neuronales que están muy arraigadas.
Para modificar nuestras respuestas, antes hay que ser conscientes de ellas,
observarlas con flexibilidad sin juzgarlas.
Haber crecido y aprendido de un deporte de contacto como el rugby, donde
lo importante es avanzar, muchas veces, imponiéndose a través del contacto
físico, me dio mucha fortaleza en varios sentidos y también la comprensión
de que, si hay obstáculos o te caés, tenés que encontrar una forma de
sortearlos. Pero también se convirtió en un condicionante al volverse un
rasgo de mi personalidad. En una conversación, tengo la tendencia a querer
imponer mi punto de vista cuando tal vez ni siquiera hace falta. El enojo es
una de las emociones más comunes cuando voy por ese camino. Aprender a
observar esta tendencia fue todo un descubrimiento para relacionarme de
otra manera conmigo mismo y con los demás. A lo largo de este libro, voy a
contar otras situaciones en las cuales mi formación se transformó en una
percepción que distorsionaba las experiencias y me llevaba a sufrir.
Deconstruirse es una práctica difícil que lleva tiempo, paciencia y mucho
corazón.
Uno de los colaboradores más importantes que tuvo el entrenador de
básquet Phil Jackson en sus periodos con los Chicago Bulls y Los Angeles
Lakers, donde consiguió once anillos de NBA, fue George Mumford como
entrenador de manejo del estrés y las emociones.
En su libro The mindful athlete, Mumford cuenta que creció en un barrio
donde el conflicto era, por un lado, externo, por falta de recursos, violencia
doméstica, robos y drogas, pero también interno, por el dolor emocional.
Con el tiempo, su dolor emocional lo llevó a ser adicto a la heroína. A la
par y como si fuera Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, construía una carrera en una
empresa donde el éxito financiero no llenaba el vacío gigante que sentía. Su
vida era una pésima golosina con cobertura y sin relleno. Cambiar significó
hacerse responsable de sus actos y reconocer que estaba reproduciendo el
mundo que había visto desde chico. Antes de ser adicto a las drogas, era
adicto al dolor emocional, no se permitía ver la vida de otra manera. Estaba
pegado como sanguijuela a ese dolor como excusa para no cambiar. Lo
malo era mejor que lo desconocido, según él. Y era muy malo lo que vivía.
Mientras hacía el programa de doce pasos para recuperarse de su adicción,
hizo también un programa basado en mindfulness para reducción de estrés.
Darse cuenta de cómo se relacionaba consigo mismo fue el acto compasivo
más grande quellevó a cabo en su vida. Antes ni siquiera notaba su
autodesprecio, la sobrexigencia, la irritabilidad, su poca tolerancia a la
equivocación y su continua sensación de frustración. Poder conocerse fue
un largo camino que seguramente siga toda la vida. Entender que no es
culpa suya, sino que era la forma del mundo que conocía y simplemente la
estaba repitiendo de manera automática lo ayudó a reeducar su cerebro. El
resto es historia y no precisamente los anillos de NBA. Me refiero a Scottie
Pippen, Michael Jordan, Shaquille O’ Neal, Kobe Bryant y otras personas a
las que guió en el camino del autoconocimiento.
 
Armonizar en lugar de chocar
 
Una vez Muhammad Ali estaba con un amigo y se acercó una persona a
saludarlo. “¡No puedo creer que sea usted! —le dijo—. ¡Joe Louis en
persona! ¿Me podría dar su autógrafo?”. “Claro”, le respondió Ali.
Contenta con su autógrafo, la persona se fue. Entonces su amigo le
preguntó: “¿Por qué no le dijiste que sos Muhammad Ali?”. Sabio como un
monje, el campeón le respondió: “Porque esa persona quería conocer a Joe
Louis. ¿Para qué iba a decepcionarla?”. Además de ser un gesto hermoso, la
anécdota me dejó pensando. En muchas ocasiones yo hacía lo contrario.
Trataba de tener la razón, de que la otra persona viera las cosas como yo, y
me llevaba a un conflicto conmigo y con los otros. Era una tensión
constante de la que no era consciente. Y estoy seguro de que para los demás
era bastante insoportable. Tengo una memoria un poco menor a la de
Wikipedia, lo cual puede ser motivo de choque. En alguna conversación
donde alguien afirmaba con seguridad algo contrario a lo que yo pensaba,
me costaba cerrar la boca y no saltar como un barrabrava de la verdad a
desmentirlo y justificar mi posición.
Evitar el choque es realmente muy difícil. Para ello hay que ser un
observador de las propias reacciones y limitaciones. Ante todo es
importante preguntarse: ¿hace falta ir al choque en esta situación o es
simplemente mi ego que quiere controlar la verdad?, ¿es lo que pienso que
es la verdad o es lo que creo que es la verdad?
La primera vez que lo hice a consciencia fue manejando mi auto en la 9 de
Julio hace quince años. Frené en el semáforo y del auto de atrás se bajó un
tipo de camisa y corbata enfurecido. Era Michael Douglas en Un día de
furia, pero en versión ocho revoluciones menos. Golpeó mi ventana al grito
de ¡me encerraste!, ¡me encerraste!, como si fuera el estribillo de un tema
punk. La situación podría haberse transformado en una escalada de
violencia. Yo sentía mi furia y mis pensamientos que decían: ¿qué le pasa a
este imbécil?, es un enano que, si se zarpa, lo agarro del cogote. Todas
reacciones basadas en inseguridades, porque, si aceptaba mi error, estaba
aceptando un costado propio vulnerable y eso, según mi mapa y mi paisaje
de formación, no era posible. De repente todo eso se fue, me di cuenta de
que el tipo tenía razón y hasta me puse en su lugar. Podría decir que fue
mágicamente, porque el momento en que te das cuenta de cómo estás
pensando es superveloz. Menos de un segundo, claramente. Tomé distancia
de lo que estaba pasando hasta ubicarme en una posición neutral desde la
observación. Pude darme cuenta de la posibilidad de reacción propia, de las
excusas y argumentos para ir al choque. Pero también pude ponerme en el
lugar del otro. Y entendí, en ese microsegundo, que tenía razón. Todo esto
sucedió en un lapso de medio segundo, mientras él descargaba su “me
encerraste”. Bajé la ventana y le dije: “Disculpame, no me di cuenta. ¿Estás
bien? Te pido perdón”. Se desarmó. Su cara tomó diez formas diferentes
mientras trataba de digerir mi respuesta. Lo que esperaba, como siempre
que vamos al choque, era una respuesta donde apoyarse, donde hacerse
fuerte para que su enojo valiera la pena. Pero no hubo punto de apoyo.
Hubo un vacío, como si su agresividad y enojo fueran un toro y mi
respuesta fuera la capa del torero. “Sí, sí, estoy bien. La próxima, mirá por
el espejo”, respondió con menos enojo. “Tenés razón —le volví a decir—,
disculpame”. Ya no había nada. “No pasa nada”, contestó y se fue
confundido a su auto, sin entender bien por qué había bajado en primer
lugar.
 
 
Calma y aprendizaje
 
JUEGO
 
 
APRENDER A APRENDER
 
 
Aprender a aprender
 
 
¿Qué es aprender? Durante mucho tiempo creímos que era incorporar
conocimiento. Pero ¿no hay una gran diferencia entre conocimiento y
sabiduría? El sabio es aquel que, luego de haber pasado por diversas
experiencias, puede reflexionar sobre sí mismo y su relación con el mundo
de una manera diferente. La información puede ayudar en ese proceso de
reflexión. Sin embargo, hacemos un gran culto al conocimiento, que, en
definitiva, no es otra cosa que memorizar datos. Las tecnologías trajeron
una gran posibilidad de acceder a información que antes no conocíamos, y
es genial. Gracias a Internet, podemos anotarnos en cursos de lo más
variados. Se pueden hacer a distancia o presencialmente. Se puede ir a
todos los cursos que uno quiera, pero no aprender nada. Y puedo dar fe de
eso porque conozco a muchas personas que se inscriben en ellos y pagan
buenas sumas de dinero, pero solo siguen repitiendo información que
adquirieron. No integran eso que es información a un conocimiento que
experimenten en la vida cotidiana. Queda solamente en información,
memorización de datos.
Solo se trata de tener conocimiento para exhibirlo a los demás.
Más aún, vivimos en una era del consumo en exceso, y la información es
una cosa más que nos metemos a la fuerza hasta que entre en el rincón más
pequeño, sin dejar espacio para preguntarnos y averiguar por nosotros
mismos.
Hace muchos años, una persona me dijo que, en lugar de hacer un taller de
escritura, estudiara chino porque ese iba a ser el idioma para los negocios
en el futuro. Yo no tenía ninguna intención de hacer negocios, pero ese no
es el problema. Creemos que tener más conocimiento nos va a salvar de
algo. No voy a hacer un análisis histórico de por qué le damos tanta
importancia a la acumulación de conocimiento. Lo que me interesa es
descubrir la diferencia entre el conocimiento y la sabiduría y cómo se da el
aprendizaje.
 
La palabra educación proviene del latín y significa ‘guiar, conducir o sacar
lo que está adentro’. Sacar afuera a través de una guía para actuar en el
mundo. Nadie puede realmente enseñar, porque nadie sabe qué pasa dentro
de otra persona. Querer que el otro aprenda lo que nosotros queremos tiene
que ver con el control, con construir un modelo a medida de una idea
nuestra. ¿Dónde están la libertad y el aprendizaje en ser como otro quiere?
Podemos tal vez simplemente guiar a otros en el camino del aprendizaje,
pero en definitiva cada persona aprende a su manera. Transmitir
conocimiento es una parte de esa guía muchas veces, pero no es todo. Nos
quedamos solamente con la transmisión de conocimiento y lo
memorizamos. Pero ¿lo incorporamos?
 
El aprendizaje no se puede forzar. Por ejemplo, ¿Qué pasa con alguien a
quien le obligan a repetir a la fuerza? Esa persona sentirá rechazo o miedo.
El miedo se traducirá en el cuerpo como tensión y, a la larga, como dureza,
como parálisis. El miedo se vuelve un hábito que va limitando a la persona
que, en lugar de descubrir, va a repetir.
 
El aprendizaje es más bien un proceso flexible que puede darse por medio
de la observación. ¿No fue por medio de la observación que nuestros
antepasados descubrieron cómo funcionaban la naturaleza y el cosmos?
 
¿Cómo se aprende a aprender? Se aprende practicando la observación.
Práctica, práctica y práctica.
 
Metacognición
 
Darse cuenta, capacidad distintiva del ser
humano.
 
Los seres humanos tenemos la capacidad de ser conscientes de lo que
hacemos, de reflexionar sobre nosotros mismos, nuestros pensamientos y
emociones. Es lo que se llama metacognición, un proceso por el cual las
personas aprendemos a razonar y ser conscientes de nosotros mismos. En
mindfulness se usa el término darse cuenta. Darnos cuenta nos permitió
evolucionarcomo especie y diferenciarnos de las demás. Para darse cuenta
hay que tomar una pequeña distancia de eso que está pasando y ubicarnos
en una posición neutral. Así se puede discernir, evaluar y tomar una
decisión diferente
Imaginemos que somos un humano hace cientos de miles de años. Vamos a
un lugar por el que hemos pasado varias veces, pero de pronto conectamos
con nuestro cuerpo, que se tensa. La respiración se hace entrecortada; los
pies, inquietos; las piernas contraen sus músculos. Cualquier sonido nos
altera. Estamos muy conectados con nuestros sentidos porque son los que
nos permiten sobrevivir. Recibimos estímulos del entorno constantemente a
través de los sentidos que nos permiten evaluar si estamos en una situación
de peligro o no. No son tiempos fáciles, todavía no contamos con las
seguridades del futuro, en el siglo XXI, y las situaciones de estrés son
realmente de vida o muerte porque convivimos muy cerca de predadores.
¿Qué nos tensiona? Precisamente eso, nos damos cuenta de que estamos en
un lugar donde vimos un predador hace algún tiempo. Ya podemos recordar.
Nos damos cuenta de nuestras tensiones, conectamos con el estrés que se
dispara por todo el cuerpo. Necesitamos tomar una decisión. Cuando pase
esta situación, vamos a poder evaluarla, pero ahora conviene huir o revisar
si es realmente peligroso estar ahí. Nos alejamos y nos encontramos con
otros. Eso nos da tranquilidad. Imaginemos que les contamos a los demás lo
que nos pasó. Contarlo nos permite analizarlo. Aprendemos de nuestro
propio relato y decidimos que la próxima vez iremos por otro lugar.
Podemos pensar en el futuro, podemos proyectar. En esa situación, se puede
observar la evolución humana. Hubo aprendizaje a través de la experiencia
y el poder recordar y proyectar desde el presente.
 
Si no hay un darse cuenta, vivimos en piloto automático, solo repitiendo los
datos que tenemos. Por ejemplo, decimos que es muy importante la salud y
para eso hay que tener calma y cuidarse con la comida, el sueño y del
exceso de estrés. Lo tenemos memorizado como un dato que nos dijeron.
¿Somos coherentes con eso que conocemos como dato? ¿Lo incorporamos
como una conducta?
Como dije, los humanos podemos pensar, pero además reflexionar sobre ese
pensamiento. Podemos también darnos cuenta de la relación que tiene eso
que pensamos con lo que sentimos. A diferencia de un perro, por ejemplo,
que solo experimenta una emoción como podría ser el miedo, los seres
humanos podemos darnos cuenta de que estamos experimentando una
emoción y de que esa emoción dispara pensamientos. Cuando siento una
emoción fuerte, como la ira, puedo ver que aparece un montón de
pensamientos. Puedo entonces darme cuenta, puedo ser consciente de que
me está pasando eso. El perro no puede darse cuenta, siente esa emoción y
esa emoción lo maneja a él.
 
Las tres C: Cuerpo, Cerebro, Corazón
 
Aprender con el cuerpo
 
Conectar con la fuerza y resistencia corporal puede ser un camino
espiritual. Explorar los límites es lo que muchos humanos han hecho a lo
largo de la historia. ¿Qué es lo que lleva, por ejemplo, a Alexander
Honnold, uno de los escaladores más intrépidos de estos tiempos, a escalar
una pared como El Capitán, en el Parque Nacional Yosemite, en California,
sin sogas ni arneses, con sus manos y piernas como único agarre? Para él
aprender a escalar fue lo que lo conectó con una fuerza inmensa que no
sabía que estaba dentro de él, y fue la que lo llevó a desafiar límites. Es un
camino de conexión absoluta con la vida, donde según él se siente vivo.
Claro que siente miedo, sin embargo, no trata de esquivarlo, sino que busca
atravesarlo, sintiéndolo. Esto no significa que para desafiar límites sea
necesario escalar sin sogas, o siquiera trepar un árbol de un metro de alto.
Sino que la práctica corporal o los deportes son mucho más que simples
pasatiempos. Están ligados a algo más grande, si uno decide verlos de esa
manera.
 
Yo no quiero volverme tan loco
 
Perder para mí era como activar una granada. Me volvía loco. Si perdía un
partido, me iba pateando bidones de agua. Y aunque el equipo ganara,
necesitaba sentir que había sido importante. Si mi participación no incluía
hacer un gol o un try sentía una deuda. No quería nunca sentir esa derrota.
Por aquel entonces competía en todo. En lo que sentía que no podía ganar,
no ponía ningún tipo de atención, por ejemplo, el ping pong al que
consideraba un deporte bobo. Pero mis hermanos me conocían y decían que
no jugaba porque perdía. Tenían razón. Perdía y me enojaba conmigo y con
los demás.
En casa me decían Amado Nervo y no por mis rimas sino por el apellido del
poeta mexicano, muy parecido a la palabra nervio.
 
La ira te puede llevar a chocar con el mundo. Te hace pensar cosas
demenciales que, llevadas a la acción, son destructivas. Observar la
emoción en el cuerpo y los pensamientos con paciencia es un salvavidas.
Reconocer esos pensamientos y emociones requiere hacer una pausa, un
segundo quizá, para elegir una respuesta más inteligente.
 
Cuerpo y espíritu de guerrero
 
Tengo tres años y un dolor inmenso en el oído. Me tienen que operar por
segunda vez en mi vida porque tengo perforado el tímpano. La máscara de
gas para dormir me resulta amenazante. Los años que siguen llevan las
secuelas de la traumática operación. Me mandan a un psicólogo con el que
juego a las damas y al ajedrez. Es un tipo de barba, sentado detrás de un
escritorio. No lo recuerdo ni como algo bueno ni como algo malo.
Mi padre entiende que la mejor forma de terapia es fortalecerme, por eso
me lleva a correr con él, probablemente también porque ve que tengo
mucha energía, demasiada.
Tengo siete años. Correr me gusta principalmente para estar con mi padre, a
quien quiero acompañar a todas partes. También me gusta correr porque me
da una sensación de fortaleza y a la vez de libertad. Él se entrena para jugar
en la primera del San Isidro Club, un equipo glorioso del que algún día me
gustaría ser parte y por eso también corro. Me entreno con él para el futuro,
pero estoy muy presente. Vivo en el cuerpo. Vamos a nuestra pista de
piques en la calle Obarrio una vez por semana, en ella están marcadas las
distancia: veinte, treinta, cuarenta y cincuenta metros.
No solo me gusta correr, sino que lo hago muy rápido. De eso me doy
cuenta cuando juego al rugby. Me anotan en una categoría un año mayor
que la mía porque, por mi edad, todavía no puedo jugar, pero no me
importa. Unos años más tarde, a los once, bajo a la categoría que me
corresponde y parece que mi velocidad es mayor. No solo vivo corriendo,
sino que entreno mi agilidad trepando paredes, saltando. Puedo jugar
durante horas todo tipo de partidos y volver corriendo las treinta cuadras
desde el club a mi casa. Como Forrest Gump, corro a todas partes. En el
colegio, me destaco en cualquier deporte y en las carreras de velocidad y
resistencia. Tengo ahora tanta energía como dos centrales eléctricas. Y el
problema de mi oído quedó atrás.
 
En unas vacaciones en Villa Gesell, descubrimos que hay una playa llamada
Mar de las Pampas, a donde no va nadie. En unos meses cumpliré doce
años. Después de pasar la tarde jugando diferentes formatos de fútbol
(partidos de penales, partidos donde solo vale cabecear, centros donde
atacan tres y ataja uno o partidos dos versus dos) le propongo a mi papá
regresar corriendo hasta la casa de Gesell. Acepta. A mitad de camino me
pide frenar y no entiendo por qué. Dice que es bueno elongar. Yo quiero
seguir. Él está cansado. Yo no. Cuando llegamos a la casa, nos enteramos la
distancia que habíamos recorrido. Eran quince kilómetros.
 
Cuando juego rugby lo que más amo es agarrar la pelota y pasar a todos los
jugadores. Me gusta la sensación de esquivar a todos sin ser derribado. No
me gusta estar sin la pelota. No tenemos entrenamientos demasiado
sofisticados y eso es bueno. Cuando intentan hacer ejercicios con conos, me
aburro porque son estáticos y no hay diversión. Además, en esos momentos
el entrenador tiene mucho para decirnos.De hecho, se la pasa hablando y
siento que vuelve a dolerme el oído. No me duele de verdad, pero no me
gusta que me digan lo que tengo que hacer, y en el deporte los que están
afuera quieren decirnos constantemente lo que hay que hacer. Cuando,
durante última parte del entrenamiento, por fin nos dedicamos simplemente
a jugar, soy feliz porque voy a agarrar la pelota, a correr y a llevarla hasta el
otro ingoal y repetir el proceso todas las veces que pueda. No sé lo que es
estar en la zona, no me interesa porque vivo ahí y no necesito
intelectualizarlo. Hacer eso, correr, sentirme rápido y ágil me da una
confianza grande como todo el planeta. Estoy presente en el juego con
todos mis sentidos, entonces puedo ver todo con claridad, el tiempo es más
largo para mí. Por eso quiero repetir todo el proceso. Quiero ver donde
están mis límites y de qué soy capaz. El cuerpo es el que vive y siente todas
las experiencias que nos pasan. Es también el que nos permite trascender
nuestros límites, que no solo tienen que ver con la resistencia física, sino
también con lo que creemos que somos capaces de hacer y conseguir. El
cuerpo es el vehículo para fortalecer el espíritu.
 
Del dolor emocional a la fortaleza espiritual
 
En mi vida, conocí a dos rusos, y ambos me enseñaron los
ancestrales secretos del movimiento. Siendo yo un pajarraco quinceañero,
Giorge, un exentrenador de atletas, me ayudó a fortalecer mi cuerpo y mi
espíritu. En ese entonces, sufría mucho el colegio secundario: no me llevaba
bien con el cucharón de saberes que intentan meterte en la boca en el
sistema de educación, que sigue igual que aquel que propuso Sarmiento dos
siglos atrás. Los años eran largos y los veranos cortos por las materias que
me llevaba a examen y tenía que preparar con profesoras particulares.
Las tardes tenían la magia única de interrumpir esa relación fatídica con la
escolaridad para ir al club, donde me instalaba horas. Con y sin pelota, me
dedicaba a entrenar. Hasta que un día de mayo de 1997 llegó Giorge. No
hablaba casi nada de español, había llegado a Argentina pocos meses antes
y trabajaba en la construcción como albañil, donde Lucky Glastra, un
exjugador de la primera, lo conoció y, al enterarse de su verdadera
profesión, lo llevó al club.
En su primer entrenamiento, éramos diez, todos jugadores de entre
diecisiete y diecinueve años, y yo que tenía quince. A las dos semanas, tras
probar el entrenamiento de Giorge, solo quedábamos Fran, mi hermano
mayor; Sequi Rodríguez Jurado, Fran Vanoni y yo. Tuvimos que aprender a
interpretar su español rudimentario y traducido. Ligera carera, era trotar
muy despacio, aunque las primeras veces que nos lo decía salíamos
corriendo a máxima velocidad. Comenzamos a movernos de maneras que,
hasta ese momento, no nos parecían propias de un entrenamiento, sin
embargo, era la forma en que nos movíamos en la niñez: Giorge buscaba
que el movimiento fuera natural. Saltábamos y saltábamos hasta que las
piernas se sentían flexibles y resistentes como cañas de bambú. Nos enseñó
el arte del levantamiento olímpico, pero con palos de escobas al principio.
Nos movíamos en cuadrupedia usando todo el esqueleto para mejorar la
biomecánica. “En dos meses, verán los cambios con este entrenamiento”,
decía Giorge.
Mi cuerpo estaba flaco y largo. Mis piernas medían más del doble que mi
torso. Mi inseguridad era inmensa. Como me iba mal en el colegio, tenía la
creencia de que no tenía futuro, de que mi adultez sería andar errante y con
angustia.
Tuve que dejar de ir al colegio Labardén, el colegio católico al que había
ido en primaria. Como no me iba bien, me tomaron a mí solo un examen de
ingreso a la secundaria. Lo desaprobé. Una vez, una maestra me dijo que
era un desastre. Yo apenas tenía once años y le creí. Con el tiempo, esa
creencia se hizo cada vez más grande. Estudiar y aprobar es casi imposible,
pensaba. Siempre fue un gran complejo para mí.
Cursé la escuela secundaria en el colegio Nacional de San Isidro. En tercer
año, no sabía cómo sobrellevar los grandes temas que me atravesaban: la
mala relación entre mis padres, que estaban a punto de separarse; mi amor
por una compañera, que era la única persona que podía hacer que estuviera
atento por más de un minuto; la cantidad monumental de materias que
cursaba, y entrenar de noche los martes y jueves en el club como lo hacía el
primer equipo y había soñado toda mi vida.
Las emociones que todo eso traía, además del crecimiento repentino,
sumadas las hormonas de la adolescencia, eran un combo al que me costaba
adaptarme. Todavía no lo entendía, pero podía intuir que los conflictos
internos repercutían en todo lo que hacía.
Los primeros meses de 1997 jugué muy mal al rugby. Unos años antes, en
las categorías infantiles, jugaba mucho mejor. Hacía bastante diferencia con
mi velocidad y marcaba muchos tries. Entendía el juego porque miraba
partidos sin parar, uno tras otro todos los sábados y domingos. Pero ese año
estaba lento, pesado, no tenía fuerzas ni reflejos y además la susceptibilidad
por cualquier gesto que significara no ser aprobado por el grupo crecía
hasta la luna.
Giorge tenía razón, y yo confiaba en él. Confiaba en su frase que decía que
en dos meses se notaría el cambio con ese entrenamiento. En esa época, ir
los lunes al club era casi un sacrilegio en un deporte amateur, para el que
solo se entrenaba con el equipo y los días martes y jueves. Lunes, miércoles
y viernes iba con Giorge. Los martes y jueves, con el equipo. De estudiar, ni
hablar, y sabía que eso traería consecuencias. A los dos meses, todas mis
calificaciones eran bajas. Solo Educación Física estaba aprobada porque
Freddy Thomsen sabía que entrenaba mucho, entonces me permitía faltar a
su clase, pero así y todo me ponía un diez del cual me enorgullecía al lado
de tantos dos y tres en el boletín de calificaciones.
Finalmente, vino el cambio prometido por Giorge. En la cancha, me volví
un animal en su hábitat. Lo recuerdo muy bien. Fue contra CUBA.
Intercepté una pelota en nuestro campo y corrí toda la cancha sin cansarme.
Nadie estuvo cerca de tocarme siquiera. Apoyé y miré hacia atrás. Pude ver
toda la cancha y a los rivales volver, mis compañeros festejaban y José
María Castro, el alcanzapelotas del club, levantaba el puño. Lo vi todo en
cámara lenta. Estaba absolutamente presente. No había pensamientos que
me generaran preocupación, no había colegio, materias, ni exámenes.
Estaba ahí con todo mi cuerpo, mente y corazón. Estaba en la zona. Eso se
transformó en la norma. Hacía tries de toda la cancha, esquivando rivales,
gambeteando de acá para allá y rompiendo tackles como si fueran molinetes
de subte. Y eso fortalecía mi corazón. Nada me importaba más que estar en
la cancha y sentir esa conexión tan grande con el momento, con una fuerza
que no conocía, con una capacidad de lograr algo de lo cual dudaba. En mi
casa, después del almuerzo, calculaba las horas para ir a entrenar. Algunas
las ocupaba mirando videos de los jugadores que admiraba, como Christian
Cullen, que parecía felino, humano y ninja al mismo tiempo.
Ese año me llevé todas las materias y no pude esforzarme demasiado por
prepararlas. Me operaron del apéndice los primeros días de diciembre, lo
cual me quitó tiempo no solo para estudiar, sino también para entrenar. Ir al
club y trabajar con Giorge era para mí como ir al templo, era donde cargaba
mi fuerza corporal y espiritual. Cuando llegó marzo y los exámenes me
tenían acorralado entre el pasado y el futuro, ya sabía que iba a repetir el
año. Quise repetir, necesitaba empezar de nuevo porque el complejo de
ignorancia era muy grande y creía que tal vez, si volvía a cursar el año,
podría entender y aprender a aprender. Mis padres, cada uno por su lado,
quisieron darme una charla aleccionadora, quisieron entenderme, quisieron
acompañarme. Yo solo pensaba en terminar de una vez, de pasar a otra
cosa, en que habláramos con la directora para que me aceptaran en tercer
año de nuevo para ir a entrenar. La tarde que todo quedó atrás corrí en

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