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Lacan, J Alocución sobre las psicosis en el niño Y Nota sobre el niño

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ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS 
DEL NIÑO1
Pr o n u n c ia d a el 2 2 de o c tu br e de 1 9 6 7
COMO CONCLUSIÓN DE LAS JORNADAS SOBRE EL TEMA
Mis amigos,
Quisiera primero agradecer a Maud Mannoni, a quien le debemos 
estos dos días de reunión y, por tanto, todo lo que se ha podido concluir 
en ellos. Ella ha tenido éxito en su propósito, gracias a la extraordinaria 
generosidad que la caracteriza, que le hizo ante cada uno pagar, con su 
esfuerzo, el privilegio de traer desde todas partes a quien pudiera dar 
respuesta a una pregunta que ella hizo suya. Luego de lo cual, borrán­
dose frente al objeto, le planteó interrogaciones pertinentes.
Para partir de este objeto, que está bien centrado, quisiera hacerles 
sentir su unidad a partir de algunas frases que pronuncié hace unos 
veinte años en una reunión en lo de nuestro amigo Henri Ey, que uste­
des saben ha sido, en el campo psiquiátrico francés, lo que llamaremos 
un civilizador. Él planteó la pregunta inherente a la enfermedad mental 
de un modo tal que hay que decir que al menos despertó al cuerpo de 
la psiquiatría en Francia a la más seria cuestión de lo que ese cuerpo 
mismo representaba.
Para llevar el todo a su fin más justo, tuve que contradecir el órga­
no-dinamismo, del que Henry Ey se había erigido en promotor. Por eso 
me expresaba en estos términos sobre el hombre en su ser: "Lejos de 
que la locura sea la falla contingente de las fragilidades de su organis­
mo, ella es la virtualidad permanente de una falla abierta en su esencia. 
Lejos de ser un insulto a la libertad (como lo enuncia Ey), es su com­
pañera más fiel, sigue su movimiento como una sombra. Y el ser del
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JA C Q U E S LACAN
hombre no solamente no puede ser comprendido sin la locura, sino 
que no sería el ser del hombre si no portara en sí la locura como límite 
de su libertad".
A partir de esto, no les puede parecer extraño que en nuestra reu­
nión hayan confluido las preguntas que referidas al niño, a la psicosis, 
a la institución. Les debe de parecer natural que en ningún lugar más 
que en estos tres temas se evoque más constantemente la libertad. Si 
la psicosis es realmente la verdad de todo cuanto verbaímente se agita 
bajo esa bandera, bajo esa ideología, actualmente la única con la que 
el hombre civilizado se arma, advertimos mejor el sentido de lo que 
según su propio testimonio hacen nuestros amigos y colegas ingleses 
en la psicosis, al instaurar -justamente ese campo y justamente con esos 
partenaires- modos, métodos, en los que el sujeto es invitado a pronun­
ciarse a propósito de lo que ellos piensan como manifestaciones de su 
libertad.
Pero, ¿no es esta una perspectiva un tanto corta? Quiero decir, ¿acaso 
esta libertad suscitada, sugerida por cierta práctica que se dirige a estos 
sujetos, no conlleva en sí misma su límite y su señuelo?
En cuanto al niño, al niño psicótico, esto desemboca en leyes, leyes 
de orden dialéctico, que están en cierto modo resumidas en la pertinen­
te observación que hizo el doctor Cooper, esto es, que para obtener un 
niño psicótico, es necesario el trabajo de al menos dos generaciones, 
siendo él mismo el fruto en la tercera.
Que si finalmente se plantea la cuestión de.una institución-que esté - 
propiamente en relación con ese campo de la psicosis, se comprueba 
que siempre en algún punto de situación variable prevalece en ella una 
relación fundada con la libertad.
¿Qué quiere decir? Es claro que no pretendo en modo alguno cerrar 
así estos problemas, tampoco abrirlos, como se dice, o dejarlos abiertos.
Se trata de situarlos y captar la referencia desde donde podemos tratar­
los sin quedar nosotros mismos atrapados en cierto señuelo, y para ello 
habrá que dar cuenta de la distancia en que reside la correlación de la 
que nosotros mismos somos prisioneros. El factor del que se trata aquí 
es el problema más candente de nuestra época, que en tanto primera, 
tiene que experimentar que el progreso de la ciencia vuelva a cuestio­
nar todas las estructuras sociales. Aquello con lo que, no solamente en 
nuestro dominio de psiquiatras, sino tan lejos como se extienda nuestro
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ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS DEL NIÑO
universo, tendremos que vérnoslas, y de modo cada vez más apremian­
te: la segregación.
Los hombres están inmersos en un tiempo que llamamos planetario, 
en ol que se informarán acerca de ese algo que surge de la destrucción 
de un antiguo orden social que simbolizaré con el Imperio, cuya sombra 
se perfiló todavía durante mucho tiempo en una gran civilización, para 
ser sustituido por algo muy distinto, que no tiene en absoluto el mismo 
sentido, los imperialismos, cuya pregunta es la siguiente: ¿cómo hacer 
para que masas humanas, condenadas al mismo espacio, no solamente 
geográfico, sino en esta ocasión familiar, permanezcan separadas?
El problema en el nivel en que Oury lo articuló hace un momento 
con el término preciso de segregación es pues solo un punto local, un 
pequeño modelo de algo respecto de lo cual se trata de saber cómo 
nosotros, quiero decir, los psicoanalistas, vamos a responder: la segre­
gación puesta a la orden del día por una subversión sin precedentes. 
Aquí no hay que descuidar la perspectiva desde la cual Oury pudo 
formular hace un rato que en el interior de lo colectivo, el psicótico 
esencialmente se presenta como el signo, signo en impasse, de lo que 
legitima la referencia a la libertad.
El mayor de los pecados, nos dice Dante, es la tristeza. Debemos 
preguntamos cómo nosotros, comprometidos en el campo que acabo 
de circunscribir, podemos sin embargo estar fuera.
Todos saben que soy alegre, hasta dicen que chiquilín: me divierto. 
'Me sucede sin cesar, en mis texios, entregarme a bromas que no son 
del agrado de los universitarios. Es verdad. No soy triste. O más exac­
tamente, tengo una sola tristeza, en lo que me ha sido trazado como 
carrera, y es que haya cada vez menos personas a quienes les pueda 
decir las razones de mi alegría, cuando las tengo.
Vayamos sin embargo al hecho de que si podemos plantear las pre­
guntas como lo hemos venido haciendo desde hace algunos días aquí, 
es porque en el lugar del X encargado de responderlas -durante mucho 
tiempo el alienista, luego el psiquiatra- alguien de otra parte ha dicho 
su palabra, el llamado psicoanalista, figura nacida de la obra de Freud.
¿Qué es esta obra?
Ustedes saben que para hacer frente a las carencias de cierto grupo 
me vi llevado a este lugar, que no ambicionaba para nada, de tener 
que interrogarnos, con aquellos que podían escucharme, sobre lo que
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JACQUES LACAN
hacíamos como consecuencia de esta obra, y para tal fin retornar a 
ella.
Justo antes de las cimas del camino que instauré con su lectura antes 
de abordar la transferencia, luego la identificación, después la angustia, 
no por azar, a nadie se le hubiera ocurrido que ese año, el cuarto previo 
a la finalización de mi seminario en Sainte-Anne, yo haya creído que 
debíamos asegurarnos la ética del psicoanálisis.
Parece en efecto que corríamos el riesgo de olvidar que en el princi­
pio del campo de nuestra fundón hay una ética y que, en consecuencia, 
cualquier cosa que se pueda decir, y hasta sin mi consentimiento, sobre 
el fin del hombre concierne a una formación que se puede calificar de 
humana, y ese es nuestro prindpal tormento.
Toda formación humana tiene por esencia, y no por accidente, el 
refrenar el goce. La cosa se nos aparece desnuda, y no ya a través de 
esos prismas o lentes llamados religión, filosofía... hasta hedonismo, 
porque el principio de placer es el freno del goce.
Es un hecho que hacia fines del siglo XIX, y no sin alguna antinomia 
respecto de la seguridad que extraía de la ética utilitarista, Freud devol­
vió el goce a su lugar central, para apreciar todo lo que podemos ver, a 
lo largo de la historia, afirmarse como moral.
¿Qué agitación hizo falta, quiero decir en los fundamentos, para 
que vuelva a emerger ese abismo al que arrojamos como alimento dos 
veces por noche, dos vecespor mes, nuestra relación con algún cónyu­
ge sexual? . ■
No es menos notable que en nuestras conversaciones durante estos 
dos días nada haya sido más infrecuente que recurrir a términos tales 
como relación sexual (para dejar de lado el acto), inconsciente, goce.
Eso no quiere decir que su presencia no nos haya dominado, invi­
sible, pero también palpable en tal gesticulación detrás del micrófono.
Sin embargo, nunca fue articulada teóricamente.
Lo que se entiende (inexactamente) de la propuesta de Heidegger 
en cuanto a tomar un fundamento en el ser-para-la-muerte se presta al 
eco que él hace resonar a lo largo de los siglos, siglos de oro: el peni­
tente como puesto en el centro de la vida espiritual. No desconocer en 
los antecedentes de la meditación de Pascal el apoyo de un franquea­
miento del amor y de la ambición no nos garantiza sino mejor el lugar 
común que era, ya en su época, el retiro donde se consuma el afronta-
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ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS DEL MIÑO
miento del ser-para-la-muerte. Constatación qüe adquiere su valor en 
el hecho de que Pascal, al transformar esta ascesis en apuesta, de hecho 
la clausura.
¿Estamos sin embargo a la altura de aquello que parece que somos, 
por la subversión freudiana, llamados a sostener, a saber, el ser-para- 
el-sexo?
No parecemos lo suficientemente valientes como para sostener esa 
posición.
Tampoco lo suficientemente alegres. Lo cual, pienso, prueba que 
todavía no estamos totalmente a punto.
Y no (o estamos en razón de lo que los psicoanalistas dicen dema­
siado bien como para soportar saberlo, y que gracias a Freud designan 
como castración: el ser-para-el-sexo.
El asunto se aclara con lo que Freud dijo en forma de historietas y 
que debemos destacar: que, en cuanto somos dos, el ser-para-la-muer- 
te, crean lo que crean quienes lo cultivan, deja ver en el menor de los 
lapsus que de lo que se trata es de la muerte del otro. Lo que explica las 
esperanzas puestas en el ser-para-el-sexo. Pero, en contraste, la expe­
riencia analítica demuestra que, cuando somos dos, la castración que 
descubre el sujeto no puede ser sino la suya. Lo que para las esperanzas 
puestas en el ser-para-el-sexo desempeña el rol del segundo término 
en el nombre de los Pecci-Blunt: el de cerrar las puertas que antes se 
habían abierto de par en par.
Fl penitente pierde, pues.jnuqho.al aliarse con el psicoanalista. En la 
época en la que él marcaba el camino, dejaba libre, increíblemente más 
que desde el advenimiento del psicoanalista, el campo de los jugueteos 
sexuales, como lo testimonian muchos documentos en forma de memo­
rias, epístolas, informes y sátiras. Para decirlo, si bien es difícil juzgar 
con justeza si la vida sexual era más desahogada en los siglos XVII o 
XVIII que en el nuestro, por el contrario, el hecho de que los juicios refe­
ridos a la vida sexual hayan sido más libres se resuelve con toda justicia 
a nuestras expensas.
No es ciertamente excesivo relacionar esta degradación con la "pre­
sencia del psicoanalista" entendida en la única acepción en la que el 
empleo de este término no constituye una impudicia, es decir, en su 
efecto de influencia teórica, marcada precisamente por la falla de la 
teoría.
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JACQUES LACAN
Si se reducen a su presencia, los psicoanalistas merecen que se per­
ciba que ellos no juzgan las cosas de la vida sexual ni mejor ni peor 
que la época que les- hace lugar, que no son en su vida de pareja más 
frecuentemente dos que en otro lado, lo que no perturba su profesión, 
puesto que una tal pareja no tiene nada que hacer en el acto analítico.
Por supuesto la castración no tiene rostro sino al término de este 
acto, no obstante cubierto (el rostro), dado que en ese momento el parte- 
mira se reduce a lo que yo llamo objeto a; es decir, como conviene, que 
el ser-para-el-sexo debe experimentarse en otro lado, y está entonces en 
la confusión creciente que le aporta la difusión del psicoanálisis mismo, 
o de lo que se intitula así.
Dicho de otro modo, lo que instituye la entrada en el psicoanálisis 
proviene de la dificultad del ser-para-el-sexo, pero su salida, si se lee 
a los psicoanalistas de hoy, no sería otra cosa que una reforma de la 
ética en la que se constituye el sujeto. No somos pues nosotros, Jacques 
Lacan, quienes no confiamos más qué en operar sobre el sujeto en tanto 
pasión del lenguaje, sino quienes lo absuelven al obtener de él la emi­
sión de palabras bellas.
Por quedarse en esta ficción sin entender nada de la estructura en 
la que ella se realiza, no se piensa más que en fingirla real y se cae en la 
elucubración.
El valor del psicoanálisis es operar sobre el fantasma. El grado de su 
éxito ha demostrado que ahí se juzga la forma que sujeta como neuro­
sis, perversión o psicosis.
De donde se plantea, si nos quedamos en eso, que el fantasma le da 
a la realidad su marco: ¡cosa evidente en este punto!
Y también imposible de mover, a no ser por el margen que deja la 
posibilidad de exteriorización del objeto a.
Se nos dirá que es precisamente aquello de lo que se habla con el 
término objeto parcial.
Pero justamente, por presentarlo con ese término, ya se habla dema­
siado de él como para decir algo pertinente al respecto.
Si fuera tan fácil hablar de él, lo llamaríamos de otro modo y no 
objeto a.
Un objeto que necesita que se retome todo el discurso sobre la causa 
no es asignable a voluntad, ni siquiera teóricamente.
No tocamos aquí estos confines sino para explicar cómo en el psi­
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ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS DEL NIÑO
coanálisis se retoma tan brevemente a la realidad, por no tener una 
visión de su contorno.
Notemos que aquí no evocamos lo real, que en una experiencia de 
palabra solo llega como virtualidad, que en el edificio lógico se define 
como lo imposible.
Hacen falta muchos estragos ejercidos por el significante para que 
sea cuestión de realidad.
A estos estragos hay que captarlos muy atemperados en el estatuto 
del fantasma, a falta de lo cual el criterio adoptado de adaptación a las 
instituciones humanas vuelve a la pedagogía.
Por impotencia para plantear ese estatuto del fantasma en el ser- 
para-el-sexo (el cual se vela en la idea engañosa de "elección" subjeti­
va entre neurosis, perversión o psicosis), el psicoanálisis chapucea de 
modo folclórico un fantasma postizo, el de la armonía alojada en el 
hábitat materno. Ni incomodidad ni incompatibilidad pueden produ­
cirse ahí, y la anorexia mental queda aquí relegada como rareza.
No se puede medir hasta qué punto ese mito obstruye el abordaje de 
esos momentos que hay que explorar, muchos de los cuales fueron evo­
cados aquí. Tal como el del lenguaje abordado bajo el signo de la des­
dicha. ¿Qué premio de consistencia se espera por señalar como prever­
bal ese momento preciso que precede a la articulación patente de eso 
alrededor de lo cual parecía doblegarse la voz misma del presentador?: 
¿la garantía? [la gage], ¿la espátula? [la gaché]. Demoré un momento en
lx> n o l o K r o * l ú r > < T i i ^ t o í í / i r X M f í p l 2 L..........
Pero lo que yo le pregunto a quienquiera que haya oído la comuni­
cación que pongo en cuestión es, si un niño que se tapa los oídos, se nos 
dice, ¿ante qué? ante algo que se está hablando, ¿no está acaso ya en lo 
posverbal, puesto que se protege del verbo?
En lo que concierne a una pretendida construcción del espacio que 
se cree captar allí en estado naciente, me parece más bien encontrar el 
momento que da testimonio de una relación ya establecida con el aquí 
y el allá que son estructuras de lenguaje.
¿Hay que recordar que, por privarse del recurso lingüístico, el obser­
vador no puede sino dejar escapar la incidencia eventual de las oposicio­
nes características en cada lengua para connotar la distancia, aun a costa 
de entrar por ahí en los nudos que más de una nos incita a situar entre el 
aquí y el allá? En suma, en la construcción del espacio está lo lingüístico.
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JACQUES LACAN
Tanta ignorancia, en el sentido activo que se ocultaahí, no permite 
evocar la diferencia tan bien marcada en latín entre el taceo y el silet.
Si el silet apunta ya allí, sin que todavía uno se espante, por falta del 
contexto de los "espacios infinitos", a la configuración de los astros, ¿no 
nos hace observar que el espacio llama al lenguaje en una dimensión 
muy otra que aquella donde el mutismo empuja una palabra más pri­
mordial que cualquiera mamama.
Lo que conviene indicar aquí es sin embargo el prejuicio irreductible 
con el que se grava la referencia al cuerpo mientras el mito que cubre la 
relación del niño con la madre no sea levantado.
Se produce una elisión que no puede anotarse sino como objeto a, 
cuando precisamente es este objeto el que ella sustrae de toda captura 
exacta.
Digamos entonces que no se la comprende sino oponiéndose a que 
sea el cuerpo del niño el que responda al objeto a: lo que es delicado, allí 
donde no surge ninguna pretensión semejante, la que solo se animaría 
a sospechar la existencia del objeto a.
Se animaría justamente en la medida en que el objeto a funciona 
como inanimado, porque es como causa como aparece en el fantasma.
Causa respecto de lo que es el deseo del que el fantasma es el mon­
taje.
Pero también en relación con el sujeto que se escinde en el fantas­
ma al fijarse allí con una alternancia, montura que hace posible que el 
deseo no por eso sufra ninguna inversión. . _
Una fisiología más ajustada de los mamíferos placentarios o sim­
plemente un mejor aprovechamiento de la experiencia del partero (a 
propósito del cual es lícito asombrarse cuando se conforma con lo psi- 
cosomático de los cotorreos del parto sin dolor) sería el mejor antídoto 
contra un espejismo pernicioso.
Recuérdese que al final se nos sirve el narcisismo primario en tanto 
función de atracción intercelular postulada por los tejidos.
Nosotros fuimos los primeros en situar exactamente la importancia 
teórica del objeto llamado transicional, aislado como rasgo clínico por 
Winnicott.
Winnicott mismo se mantiene, para apreciarlo, en un registro de 
desarrollo.
Su extrema sutileza se extenúa en ordenar su hallazgo como para-
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ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS DEL NIÑO
doja al no poder registrarlo sino como frustración, la que haría de la 
necesidad [nécessité] apremio [besoirt], para servir a la Providencia.
Lo importante no es sin embargo que el objeto transicional preserve 
la autonomía del niño, sino que el niño sirva o no como objeto transi­
cional para la madre.
Y este suspenso entrega su razón al mismo tiempo que el 'objeto 
entrega su estructura. A saber, la de un condensador para el goce, en 
tanto que por la regulación del placer, aquel le es sustraído al cuerpo.
¿Es lícito aquí con un salto indicar que al huir por esas avenidas 
teóricas, nada puede aparecer sino como un impasse de los problemas 
planteados en aquel entonces?
Problemas del derecho al nacimiento por una parte, pero también en 
el impulso del: tu cuerpo es tuyo, en que se vulgariza hacia principios 
del siglo un adagio del liberalismo, la cuestión de saber si por ignorar 
cómo ese cuerpo es considerado por el sujeto de la ciencia, se tendrá el 
derecho de dividirlo para el intercambio.
¿No se discierne la convergencia de lo que he dicho hoy? ¿Extrae­
remos la consecuencia de un término como el del niño generalizado? 
Algunas antimemorias ocupan la actualidad en estos días (¿por qué 
así son estas memorias si es por no ser confesiones, nos advierten?, ¿no 
es esa desde siempre la diferencia de las memorias?). Sea como fuere, 
el autor las abre por la confidencia de extraña resonancia con que un 
religioso lo despidió: "Termino por creer, vea usted, en la declinación 
de mi vida, que no hay personas.mayores".
He ahí lo que signa la entrada de todo un mundo en la vía de la 
segregación.
¿No es acaso porque hay que contestarla por lo que vislumbramos 
ahora por qué probablemente Freud sintió que debía reintroducir nues­
tra medida en la ética por medio del goce? ¿Y no es tratar de actuar 
con ustedes como con aquellos para quienes la ley desde entonces es 
dejarlos con la pregunta: qué alegría encontramos en eso que constitu­
ye nuestro trabajo?
N ota
Esto no es un texto, sino una alocución improvisada.
389
JACQUES LACAN
No pudiendo ningún compromiso justificar ante mis ojos su trans­
cripción palabra por palabra, lo que considero fútil, debo por tanto 
excusarla.
Primero de su pretexto: que fue fingir una conclusión, cuya falta, habi­
tual en los congresos, no excluye su beneficio, como fue el caso en este.
Me presté a ello para rendir homenaje a Maud Mannoni, o sea, a 
quien por la rara virtud de su presencia supo capturar a toda esa con­
currencia en las redes de su pregunta.
La función de la presencia, en este campo como en todos, debe juz­
garse por su pertinencia.
Debe ser ciertamente excluida, salvo notoria impudicia, de la ope­
ración analítica.
En cuanto a la puesta en tela de juicio del psicoanálisis, incluso 
del psicoanalista mismo (tomado esencialmente), ella juega su papel 
supliendo la falta de apoyo teórico.
Le doy rienda suelta en mis escritos como polémica, hecho de inter­
medio en lugares de intersticio, cuando no tengo otro recurso contra la 
condición obtusa que desafía a todo discurso.
Por cierto, es siempre sensible en el discurso naciente, pero es una 
presencia que no vale sino por borrarse finalmente, como se ve en la 
matemática.
Hay sin embargo en el psicoanálisis una que se suelda a la teoría: 
la presencia del sexo como tal, a entender en el sentido en que el ser 
hablante lo presenta como femenino. ...... . .
¿Qué quiere la mujer? es, lo sabemos, la ignorancia en la que 
permaneció Freud hasta el final respecto de la cosa que él trajo al 
mundo.
Lo que mujer quiere, además de estar aún en el centro ciego del 
discurso analítico, arrastra como consecuencia que la mujer sea psicoa­
nalista-nata (como es de notar cuando el análisis está regenteado por 
las menos analizadas de las mujeres).
Nada de todo esto se refiere al caso presente, puesto que se trata de 
terapia y de un concierto que no se ordena en relación con el psicoaná­
lisis sino al retomarlo teóricamente.
Aquí es donde tuve que suplir para todos aquellos que no me están 
escuchando, por una suerte de presencia, debo decir abusiva... pues­
to que va desde una tristeza motivada en una alegría contenida hasta
390
ALOCUCIÓN SOBRE LAS PSICOSIS DEL NIÑO
convocar el sentimiento de la incompletitud ahí donde esta debería ser 
situada lógicamente.
Una presencia tal fue, según parece, agradable. Qué huella queda 
pues aquí de lo que alcanza como palabra, allí donde el acuerdo está 
excluido: el aforismo, la confidencia, la persuasión, incluso el sarcasmo.
Una vez más, como se habrá visto, he aprovechado el hecho de que 
un lenguaje sea evidente allí donde unos se obstinan en figurar lo pre­
verbal.
¿Cuándo se verá que lo que yo prefiero es un discurso sin palabras?
26 de setiembre de 1968
Nota
1. Traducción de Graciela Esperanza. Revisión de Graciela Esperanza y Guy 
Trabas.
2. A través de estos tres términos gaché [garantía], gaché [espátula] y langa- 
ge [lenguaje], Lacan alude de manera irónica a la confusión en la que incurre 
Daniel Lagache respecto del lenguaje y lo pre-verbal. Véase la nota nu 3 de "El 
psicoanálisis. Razón de un fracaso", pág. 369, en este mismo volumen [N. de 
l a T . )
391
NOTA SOBRE EL NIÑO1
Según parece, viendo el fracaso de las utopías comunitarias, la posi­
ción de Lacan nos recuerda la dimensión de lo que sigue.
La función de residuo que sostiene (y al mismo tiempo mantiene) la 
familia conyugal en la evolución de las sociedades pone de relieve lo 
irreductible de una transmisión que es de un orden diferente de la de la 
vida según las satisfacciones de las necesidades, pero que conlleva una 
constitución subjetiva, lo que implica la relación con un deseo que no 
sea anónimo.
Conforme a tal necesidad se juzgan las funciones de la madre y del 
padre. De la madre: en tanto sus cuidados llevanla marca de un interés 
particularizado, aunque lo sea por la vía de sus propias carencias. Del 
padre: en tanto su nombre es el vector de una encarnación de la Ley en 
el deseo.
En la concepción elaborada al respecto por Jacques Lacan, el sín­
toma del niño se encuentra en posición de responder a lo que hay de 
sintomático en la estructura familiar.
El síntoma, tal es el hecho fundamental de la experiencia analítica, 
se define en ese contexto como representante de la verdad.
El síntoma puede representar la verdad de la pareja en la familia. 
Es este el caso más complejo, pero también el más abierto a nuestras 
intervenciones.
La articulación se reduce mucho cuando el síntoma que llega a pre­
dominar depende de la subjetividad de la madre. En este caso, el niño 
está involucrado directamente como correlativo de un fantasma.
393
JACQUES LACAN
La distancia entre la identificación con el ideal del yo y la parte 
tomada del deseo de la madre, si ella no tiene mediación (normalmente 
asegurada por la función del padre), deja al niño abierto a todas las 
capturas fantasmáticas. Deviene el "objeto" de la madre, y ya no tiene 
otra función que la de revelar la verdad de ese objeto.
El niño realiza la presencia de lo que Jacques Lacan designa como 
objeto a en el fantasma.
Satura, al sustituirse a este objeto, el modo de carencia en el que se 
especifica el deseo (de la madre), cualquiera que sea su estructura espe­
cial: neurótica, perversa o psicótica.'
El aliena en sí todo acceso posible de la madre a su propia verdad, 
dándole cuerpo, existencia e incluso exigencia de ser protegido.
El síntoma somático le da el máximo de garantía a este descono­
cimiento; es la fuente inagotable que, según los casos, testimoniará la 
culpabilidad, servirá de fetiche o encarnará un rechazo primordial.
Resumiendo, el niño en la relación dual con la madre le da, inmedia­
tamente accesible, lo que le falta al sujeto masculino: el objeto mismo 
de su existencia, apareciendo en lo real. De ello resulta que a medida 
que algo de lo real él presenta, está ofrecido a un mayor soborno en el 
fantasma.
Octubre de 1969
Nota
1. Traducción de Graciela Esperanza. Revisión de Graciela Esperanza y Guy 
Trobas.
394

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