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«Hace	muchos	años	1976	estuve	en	Tucson,	Arizona,	y	en	el	planetario	de	la
ciudad	 había	 un	 ciclo	 de	 charlas	 de	 divulgación.	 Una	 de	 ellas	 me	 llamó
poderosamente	 la	 atención.	 La	 ofrecía	 el	 astrónomo	 de	 la	 Universidad	 de
Arizona,	Nick	Woolf,	y	se	titulaba	“The	Universe:	I	can	Feel	it	 in	my	Bones”.
El	 título	era	tan	provocativo	que	me	inspiró	para	una	charla	pública	que,	ya
de	vuelta	en	Chile,	he	dictado	durante	años:	 “Somos	polvo	de	estrellas”.	A
miles	de	jóvenes	y	no	tan	jóvenes	les	he	contado	lo	que	yo	considero	una	de
las	más	 grandes	 historias	 de	 la	 astronomía.	 Carl	 Sagan	 decía	 que	 somos
“material	estelar”;	María	Teresa	Ruiz,	en	Chile,	hace	unos	años	nos	dijo	en
su	libro	que	somos	“hijos	de	las	estrellas”.	La	historia	cambia	de	nombre	pero
el	contenido	es	el	mismo:	todos	los	átomos	que	componen	su	cuerpo,	amigo
lector,	 y	 el	 mío,	 salvo	 el	 hidrógeno,	 han	 sido	 fabricados	 al	 interior	 de	 una
estrella»,	José	María	Maza	Sancho.
En	Somos	polvo	de	estrellas,	 José	Maza	nos	guía	a	 través	de	un	 increíble
viaje	 que	 conecta	 las	 transformaciones	 del	 universo	 con	 las	 revoluciones
científicas	en	la	Tierra,	relacionando	la	formación	de	las	estrellas	con	nuestro
propio	organismo.	Con	datos	e	 información	privilegiada,	el	Premio	Nacional
de	Ciencias	Exactas	 (1999)	nos	narra	de	manera	cálida	y	cercana	cómo	 la
historia	 del	 cosmos	 es	 también	 nuestra,	 y	 que	 no	 podemos	 perder	 esa
curiosidad	con	la	que	miramos	el	mundo	cuando	fuimos	niños,	pues	es	esa	la
llave	del	conocimiento.
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José	Maza
Somos	polvo	de	estrellas
Cómo	entender	nuestro	origen	en	el	cosmos
ePub	r1.0
Leddy	06.08.18
www.lectulandia.com	-	Página	3
Título	original:	Somos	polvo	de	estrellas
José	Maza,	2017
Diseño	de	cubierta:	Ian	Campbell
Editor	digital:	Leddy
ePub	base	r1.2
www.lectulandia.com	-	Página	4
H
PRÓLOGO
ace	 muchos	 años	 estuve	 en	 Tucson,	 Arizona	 —durante	 1976—,	 y	 en	 el
planetario	de	 la	ciudad	había	un	ciclo	de	charlas	de	divulgación.	Una	de	ellas
me	 llamó	 la	 atención.	La	ofrecía	 el	 astrónomo	de	 la	Universidad	de	Arizona,	Nick
Woolf,	y	se	 titulaba	“The	Universe:	 I	 can	 feel	 it	 in	my	bones”.	Yo	 iba	 a	 trabajar	 al
observatorio	 de	 Kitt	 Peak	 y	 no	 tuve	 oportunidad	 de	 escucharla.	 Sin	 embargo,	 una
tarde	pude	conversar	con	Nick	Woolf	en	el	observatorio	y	logré	hacerme	una	idea	del
contenido.	Los	átomos	de	calcio	de	nuestros	huesos	fueron	fabricados	en	el	 interior
de	 una	 estrella,	 viajaron	 por	 el	 espacio	 interestelar	 producto	 de	 una	 supernova,
contaminaron	la	nebulosa	solar	primitiva	y	pasaron	finalmente	a	ser	parte	de	la	Tierra
y	de	nosotros.
El	título	era	tan	provocativo	que	hizo	que	—cuando	regresé	a	Chile,	después	de
terminar	mi	doctorado	en	 la	Universidad	de	Toronto—	al	ofrecer	mi	primera	charla
pública,	la	titulara:	“El	universo:	puedo	sentirlo	en	mis	huesos”.	Desarrollé	lo	que	yo
creo	era	la	historia	que	relataba	Nick	Woolf.	No	es	difícil	imaginarla:	hay	que	contar
que	 el	 hidrógeno	 y	 el	 helio	 se	 formaron	 en	 el	 Big	 Bang.	 Que	 luego	 las	 estrellas
forman	el	carbono,	nitrógeno	y	oxígeno,	y	ensucian	 las	nebulosas.	Que	 las	estrellas
de	alta	masa	transmutan	hasta	el	hierro	y	luego	explotan	en	una	supernova	y	con	ello
contaminan	 a	 la	 misma	 con	 silicio,	 calcio	 y	 hierro,	 llegando	 hasta	 pequeñas
cantidades	de	uranio.	Luego,	la	nebulosa	solar	primitiva	forma	el	Sol	y	sus	planetas,
incluyendo	 la	Tierra.	 Esto	 ocurrió	 hace	 tan	 solo	 cuatro	mil	 seiscientos	millones	 de
años.
Por	muchos	años	he	dictado	una	charla	pública	con	ese	título.	A	miles	de	jóvenes
y	no	tan	jóvenes	les	he	contado	lo	que	yo	considero	una	de	las	más	grandes	historias
de	 la	 astronomía.	 Carl	 Sagan	 decía	 que	 somos	 “material	 estelar”;	 Bill	 Fowler	 y
Hubert	 Reeves	 —dos	 notables	 astrofísicos—	 han	 dicho	 que	 somos	 “polvo	 de
estrellas”.	 María	 Teresa	 Ruiz,	 en	 Chile,	 hace	 unos	 años	 nos	 dijo	 en	 su	 libro	 que
somos	“hijos	de	las	estrellas”.	La	historia	cambia	de	nombre	pero	el	contenido	es	el
mismo:	 todos	 los	átomos	que	componen	su	cuerpo,	amigo	lector,	y	el	mío,	salvo	el
hidrógeno,	han	sido	fabricados	al	interior	de	una	estrella.
He	decidido	poner	por	escrito	esta	historia	como	una	manera	de	llegar	a	aquellos
que	me	han	escuchado	y	especialmente	a	los	que	no	han	tenido	la	ocasión	de	hacerlo.
Con	este	libro	continúo	devolviendo	a	los	ciudadanos	de	mi	país	el	apoyo	brindado
por	 tantos	años.	Desarrollar	 la	educación	y	 la	cultura	en	Chile	ha	sido	mi	principal
afán	durante	las	décadas	que	vengo	practicando	la	astronomía.	Chile	me	ha	inspirado
y	apoyado.	Este	libro	es	una	muestra	de	mi	gratitud.
En	 este	 libro	 intentaré	 una	 mayor	 cercanía	 con	 el	 lector	 y	 lo	 interpelaré	 en
primera	persona.	Es	tan	típico	de	nuestro	carácter	decir	las	cosas	en	tercera	persona	o
en	voz	pasiva.	“El	telescopio	se	inventó	en	1608”;	es	como	si	el	telescopio	se	hubiese
inventado	 a	 sí	 mismo.	 Aquí	 procuraré	 ser	 tan	 cercano	 como	 la	 escritura	 permite.
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Ojalá	esa	cercanía	entre	autor	y	lector	termine	produciendo	el	fin	último	del	libro:	la
aproximación	 entre	 el	 lector	 y	 el	 tema.	 Para	 que	 el	 trabajo	 esté	 verdaderamente
completo,	 espero	que	este	 libro	estimule	al	 lector	 a	 leer	otros	 libros,	 a	 continuar	el
camino,	a	continuar	buscando	caminos.
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N
1.-	Introducción
arraré	 esta	 historia	 desde	 el	 principio.	 La	 constitución	 de	 la	 materia	 ha	 sido
motivo	 de	 preocupación	 del	 hombre	 desde	 tiempos	 inmemoriales.	 Sus	 tres
estados	—sólido,	 líquido	 y	 gaseoso—	 fueron	 reconocidos	 desde	 la	 antigüedad	 así
como	 también	 el	 cambio	 de	 un	 estado	 a	 otro,	 en	 el	 congelamiento	 del	 agua	 o	 su
evaporación.	Hace	dos	mil	 quinientos	 años	 los	 primeros	 filósofos	griegos	 iniciaron
una	 línea	de	 indagación	acerca	de	 la	estructura	del	mundo	material,	 su	constitución
íntima.
Los	pensadores	griegos	aportaron	con	los	primeros	modelos	con	algo	de	base	en
la	 realidad.	 Tales	 de	Mileto,	 el	 gran	 geómetra	 y	 filósofo	 griego	 del	 siglo	VI	 a.	 C.,
decía	que	el	agua	era	el	“primer	principio”	de	todas	las	cosas.	El	agua	la	vemos	en	los
tres	 estados:	 sólida	 como	 hielo	 o	 nieve,	 líquida	 y	 gaseosa.	 Según	 Tales	 todos	 los
objetos	materiales	estarían	hechos	de	agua.
Otro	 filósofo	 griego,	 Anaximandro,	 derivó	 todo	 a	 partir	 de	 una	 sustancia
inmaterial,	 el	apeirón.	 Anaxímenes	 dice	 que	 todo	 está	 hecho	 de	 aire.	 Se	 siguieron
agregando	 a	 la	 lista	 de	 ideas	 proposiciones	 de	 las	 más	 variadas.	 Por	 ejemplo,	 el
filósofo	Heráclito	 de	 Éfeso	 vio	 en	 el	 fuego	 y	 en	 el	 cambio	 al	 primer	 principio	 de
todas	las	cosas.
Empédocles	 de	 Agrigento	 sostuvo	 que	 todo	 estaba	 constituido	 por	 agua,	 aire,
tierra	y	fuego.	De	estos	cuatro	elementos	dos	eran	graves:	la	tierra	y	el	agua,	y	tenían
una	 tendencia	 a	 buscar	 su	 “lugar	 natural”	 en	 el	 centro	 de	 la	 tierra.	 Los	 otros	 dos
elementos	 tenían	 una	 tendencia	 a	 ascender	 pues	 su	 “lugar	 natural”	 estaría	 en	 las
alturas.	 Estos	 cuatro	 elementos,	 mezclados	 en	 distintas	 proporciones,	 constituirían
todo	 el	 mundo	 material.	 Esta	 “teoría	 de	 los	 cuatro	 elementos”	 la	 adoptó	 el	 gran
filósofo	Aristóteles	(384	a.	C.-322	a.	C.)	y	fue	considerada	como	“la	verdad	oficial”,
en	Occidente,	por	casi	dos	mil	años.	La	teoría	de	los	cuatro	elementos	ha	capturado
muchos	 seguidores	 a	 través	 de	 la	 historia;	 y	 aún	 hoy	 tiene	 seguidores.	 En	 forma
metafórica	 está	 presente	 en	 la	 astrología,	 con	 los	 signos	 de	 agua,	 tierra,	 etc.	 La
astrología	continúa	jugando	a	predecir	el	futuro,	esa	gran	quimera	del	ser	humano.
Antes	de	Aristóteles	 los	filósofos	griegos	Leucipo	y	Demócrito,	en	el	siglo	V	a.
C.,	propusieron	que	la	materia	estaba	constituida	por	pequeñas	partículas	indivisibles
que	 llamaron	átomos.	Los	 átomos	de	Leucipo	y	Demócrito	 se	mueven	en	 el	 vacío.
Aristótelesdescartó	 la	 teoría	 de	 los	 átomos	 pues,	 según	 él,	 la	 naturaleza	 le	 tiene
“horror	al	vacío”.	Resulta	extraño	hoy	en	día	enterarse	de	que	a	 la	naturaleza	se	 le
atribuyera	una	propiedad	“tan	humana”	como	el	“horror	al	vacío”.
A	 partir	 del	 siglo	 XIX	 se	 fue	 estructurando	 nuestro	 conocimiento	 actual.	 Hoy
sabemos	que	la	materia	está,	en	efecto,	constituida	por	átomos,	unidades	básicas	que
la	 física	 actual	 nos	 enseña	 que	 son	 divisibles,	 pese	 a	 lo	 que	 pensaron	 Leucipo	 y
Demócrito,	formadas	por	un	núcleo	atómico	y	un	conjunto	de	electrones.	A	su	vez,	el
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núcleo	atómico	está	constituido	por	protones	y	neutrones,	en	cantidades	semejantes.
El	número	de	electrones	es	exactamente	igual	al	número	de	protones.	Los	electrones
tienen	carga	eléctrica	negativa	mientras	los	protones	tienen	carga	eléctrica	positiva	de
igual	monto;	 los	neutrones,	como	su	nombre	lo	sugiere,	son	eléctricamente	neutros.
Los	átomos	no	poseen	carga	eléctrica	neta,	pues	protones	y	electrones	cancelan	sus
cargas.
Los	átomos	serían	como	el	sistema	solar,	con	un	núcleo	—equivalente	al	Sol—	y
un	conjunto	de	planetas	—los	electrones—	orbitando	desordenadamente	alrededor	de
él.	La	analogía	es	buena,	pues	tanto	en	los	átomos	como	en	el	sistema	solar,	la	masa,
la	materia,	está	casi	toda	en	el	centro,	en	el	núcleo	atómico	o	en	el	Sol.	La	diferencia
es	que	los	planetas	giran	ordenadamente,	en	un	mismo	plano	y	en	un	mismo	sentido,
en	cambio	 los	electrones	 lo	hacen	en	forma	caótica.	La	masa	de	un	electrón	es	dos
mil	veces	menor	que	la	de	un	protón	o	neutrón;	la	masa	de	Júpiter,	el	mayor	de	los
planetas,	es	mil	veces	menor	que	la	del	Sol.	Por	último,	un	átomo	es	entre	diez	y	cien
mil	veces	más	grande	que	su	núcleo,	y	el	sistema	solar	—hasta	Plutón—	es	ocho	mil
veces	más	grande	que	el	Sol.
Átomo	de	helio.	Su	núcleo,	en	la	ampliación,	es	casi	cien	mil	veces
más	 pequeño	 que	 su	 nube	 de	 electrones.	 Un	 Ångstrom	 (1Å)
corresponde	a	0,1	nanómetros;	un	femtómetro	(1fm)	corresponde	a
una	millonésima	de	nanómetro.
De	 acuerdo	 con	 el	 sistema	 periódico	 de	 Mendeléyev	 la	 cantidad	 de	 átomos
distintos	no	supera	el	centenar,	desde	el	átomo	de	hidrógeno	—el	más	simple	con	un
solo	protón	en	su	núcleo	(y	un	electrón)—	hasta	el	átomo	de	uranio,	con	92	protones
y	 un	 número	 de	 neutrones	 que	 puede	 ser	 desde	 143,	 para	 el	 átomo	 de	 uranio-235,
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hasta	de	146	para	el	átomo	de	uranio-238.	Más	allá	del	uranio	están	el	neptunio	y	el
plutonio,	elementos	muy	escasos.	Los	elementos	que	van	desde	el	número	atómico	95
hasta	el	118	se	han	logrado	fabricar	en	laboratorios	y	son	todos	inestables,	por	ello	no
se	encuentran	en	la	naturaleza.
La	tabla	periódica	de	Mendeléyev	es	un	cartoncito,	como	un	tablero	de	ajedrez,
pero	 con	 casillas	 de	 diversos	 colores.	 El	 científico	 ruso	Dmitri	Mendeléyev	 fue	 el
primero	en	“ordenar”	los	elementos	químicos.	Esas	“familias”	de	Mendeléyev	tienen
que	ver	con	la	estructura	de	las	órbitas	electrónicas	y	con	los	números	atómicos.	Estas
ideas	fueron	presentadas	por	el	gran	científico	ruso	en	1869	en	su	libro	Principios	de
Química	y	se	vinieron	a	entender	en	profundidad	a	comienzos	del	siglo	XX	gracias	a
la	física	atómica	y	la	mecánica	cuántica.	En	el	primer	renglón	está	el	hidrógeno	a	la
izquierda	y	el	helio	a	la	derecha.	En	el	segundo	renglón	están	todos	los	átomos	que
tienen	 electrones	 “en	 el	 segundo	 nivel”,	 segundo	 orbital,	 que	 puede	 tener	 hasta	 8
electrones.	Ahí	está	desde	el	litio	hasta	el	neón.	En	el	tercer	renglón	hacia	abajo	están
los	 elementos	 que	 tienen	 electrones	 en	 el	 tercer	 nivel,	 empezando	 por	 el	 sodio	 y
terminando	en	el	argón.	Así	continúa	hacia	abajo	y	en	cada	columna	 los	elementos
tienen	propiedades	químicas	 afines.	Por	 ejemplo,	 los	metales	 alcalinos:	 litio,	 sodio,
potasio,	rubidio,	cesio,	francio.	También	están	los	halógenos:	el	flúor,	cloro,	bromo,
yodo	y	astato.
Lo	que	caracteriza	a	un	átomo	es	el	número	de	protones	que	contiene	su	núcleo,
el	 llamado	 número	 atómico.	 El	 átomo	 de	 carbono,	 por	 ejemplo,	 posee	 siempre	 6
protones	 en	 su	 núcleo	 y	 por	 ello	 se	 dice	 que	 su	 número	 atómico	 es	 de	 6.	 Los
neutrones	que	lo	acompañan	pueden	ser	6	en	el	átomo	de	carbono-12	(masa	atómica
12)	o	7	neutrones	en	el	carbono-13	(masa	atómica	13)	u	8	neutrones	en	el	átomo	de
carbono-14	 (masa	 atómica	 14).	 Se	 dice	 que	 los	 carbono-12,	 13	 y	 14	 son	 distintos
isótopos	del	carbono	(átomos	con	igual	número	atómico	pero	distinta	masa	atómica).
Todos	los	átomos	de	carbono	poseen	6	protones	y	en	estado	neutro	6	electrones	en	su
periferia.	 Todos	 los	 elementos	 químicos	 presentan	 varios	 isótopos,	 algunos	mucho
más	 abundantes	 que	 otros	 y	 buena	 parte	 de	 ellos	 son	 inestables,	 radioactivos,
decayendo	en	un	cierto	tiempo,	en	otro	elemento.	Isótopo,	 literalmente,	significa	de
igual	naturaleza:	son	átomos	casi	iguales,	que	difieren	en	su	masa	atómica	pero	tienen
las	mismas	propiedades	químicas.
Los	 núcleos	 atómicos	 son	 estructuras	muy	 delicadas,	 que	 contienen	 protones	 y
neutrones.	 Como	 cada	 uno	 de	 los	 protones	 contiene	 una	 carga	 eléctrica	 positiva	 y
están	 muy	 juntos	 en	 el	 núcleo,	 se	 repelen	 con	 una	 fuerza	 enorme	 (dos	 cargas
eléctricas	de	signos	iguales	se	repelen	y	de	signos	opuestos	se	atraen	con	una	fuerza
proporcional	al	inverso	del	cuadrado	de	la	distancia,	como	la	fuerza	gravitatoria	entre
dos	 masas).	 Solo	 la	 existencia	 de	 otro	 tipo	 de	 fuerzas	 —las	 llamadas	 fuerzas
nucleares—	aun	más	intensas	que	la	repulsión	electrostática,	logran	mantener	unido
al	 núcleo.	 Las	 fuerzas	 nucleares	 son	 de	muy	 corto	 alcance;	 superan	 a	 la	 repulsión
electrostática	solo	a	distancias	muy	pequeñas.	Podemos	comparar	la	situación	con	lo
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que	 tendríamos	 que	 hacer	 para	 poner	muy	 juntos	 dos	 imanes	 por	 polos	 del	mismo
signo.	Los	imanes	se	“van	a	resistir”	y	tendríamos	que	invertir	una	gran	cantidad	de
energía	para	poder	acercarlos	al	punto	que	se	toquen	y	ahí	una	fuerza	misteriosa	los
mantendrá	unidos.	La	energía	que	tendríamos	que	invertir	para	poner	juntos	muchos
imanes	 quedaría	 almacenada	 en	 ese	 modelo	 de	 núcleo,	 como	 en	 un	 resorte
comprimido.	 Si	 se	 lograse	 liberar	 las	 partículas	 del	 núcleo	 atómico	 tendríamos	 de
vuelta	la	energía	invertida	en	crearlo.	Esas	energías	son	mucho	mayores	que	aquellas
a	 las	 que	 la	 naturaleza	 nos	 tiene	 acostumbrados	 a	 experimentar	 y	 ahí	 está	 la
explicación	del	gran	poder	de	la	“energía	atómica”.
En	 la	 Tierra	 hay	 una	 gran	 variedad	 de	 elementos	 químicos,	 algunos	 muy
abundantes,	 como	 el	 oxígeno	 y	 el	 silicio;	 y	 otros,	 en	 cambio,	 son	 muy	 poco
frecuentes,	como	el	uranio.	En	general,	en	la	Tierra	—y	el	universo—	los	elementos
son	menos	abundantes	mientras	mayor	es	su	número	atómico.	En	la	corteza	terrestre
los	 elementos	 químicos	 más	 abundantes,	 por	 masa,	 son	 el	 oxígeno,	 con	 un	 46%,
seguido	del	 silicio,	 con	un	28%,	 luego	el	 aluminio,	 con	un	8,2%,	el	hierro,	 con	un
5,6%,	el	calcio,	con	un	4,2%,	el	sodio,	con	un	2,5%,	el	magnesio,	con	un	2,4%	y	el
potasio,	con	un	2,0%.	Con	dichos	elementos	se	formaron	las	plantas	y	los	animales	en
la	Tierra;	la	composición	química	de	los	seres	vivos	—por	masa—	es	de	un	65%	de
oxígeno,	un	18%	de	carbono,	un	10%	de	hidrógeno,	un	3%	de	nitrógeno,	un	1,5%	de
calcio,	un	1,2%	de	fósforo,	un	0,2%	de	potasio	y	un	1,1%	de	otros	elementos,	entre
ellos	el	hierro.
Todos	los	átomos	del	universo,	los	átomos	del	Sol	y	de	la	Tierra,	los	átomos	de	su
cuerpo,	 amigo	 lector,	 y	 del	 mío,	 hasta	 los	 de	 nuestro	 corazón	 y	 nuestros	 huesos,
fueron	 fabricados	 en	 el	 universo,	 muy	 lejos	 de	 la	 Tierra.	 Algunos	 hace	 trece	 mil
ochocientos	millones	de	años	—en	el	Big	Bang—;	otros	hace	quizás	diez,	nueve	u
ocho	mil	millones	de	años;	a	continuación	veremos	dónde	y	cómo.
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Dmitri	 Mendeléyev	 (1834-1907),	 químico	 y	 profesorruso,	 fue	 el
primero	 en	 ordenar,	 en	 una	 tabla	 bidimensional,	 los	 elementos
químicos	de	acuerdo	con	sus	propiedades,	incluidas	la	valencia	y	la
masa	atómica	del	elemento.
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P
2.-	Primeras	ideas	cosmológicas
or	muchos	 siglos	 el	 hombre	 pensó	 que	 el	 centro	 del	 cosmos	 era	 la	Tierra,	 una
Tierra	 plana,	 con	 una	 bóveda	 celeste	 en	 lo	 alto.	 A	 partir	 del	 siglo	 V	 a.	 C.	 se
empezó	a	pensar	en	una	Tierra	esférica,	de	grandes	dimensiones.	Para	el	sigloIIIa.	C.,
con	 el	 trabajo	 de	Eratóstenes	 en	Alejandría,	 se	 conoció	 el	 tamaño	de	 la	Tierra	 con
bastante	 precisión.	 El	 cosmos	 de	 Pitágoras	—cosmos	 en	 griego	 significa	 orden	 y
belleza,	 es	 lo	opuesto	 al	 caos;	 cosmología	y	 cosmética	provienen	de	 la	misma	 raíz
griega—	está	compuesto	por	una	sucesión	de	esferas	cristalinas	que	giran	en	torno	de
la	Tierra.	La	esfera	más	lejana	es	la	que	contiene	a	todas	las	estrellas,	que	no	cambian
sus	 posiciones	 relativas,	 que	 por	 generaciones	 se	 ven	 inalterables	 y	 se	 las	 llamó
“estrellas	fijas”.	La	esfera	que	contenía	las	estrellas	giraba	en	torno	a	la	Tierra	en	un
día	y	arrastraba	en	su	curso	a	todas	las	esferas	interiores:	las	de	los	planetas,	el	Sol	y
la	 Luna.	 Las	 esferas	 interiores	 se	 desplazaban	 lentamente	 con	 respecto	 a	 la	 esfera
exterior	de	las	estrellas	fijas,	en	períodos	de	semanas,	meses	o	años.	Durante	el	siglo
II	 a.	 C.,	 el	 gran	 astrónomo	 griego	 Hiparco	 de	 Nicea	 describe	 esos	 movimientos
utilizando	círculos	grandes	y	pequeños,	llamados	deferentes	y	epiciclos.	Hiparco	fue
uno	 de	 los	 más	 grandes	 astrónomos	 de	 la	 antigüedad;	 vivió	 su	 vida	 en	 la	 isla	 de
Rodas	y	tuvo	contacto	con	los	astrónomos	de	Babilonia,	lo	que	le	permitió	descubrir
la	precesión	de	los	equinoccios.	Los	equinoccios	son	los	puntos	en	el	cielo	donde	el
ecuador	 celeste	 corta	 el	 círculo	 máximo	 —llamado	 eclíptica—	 por	 donde	 se	 ve
desplazarse	al	Sol	en	el	curso	del	año.	Cuando	el	Sol	cruza	el	ecuador	de	sur	a	norte,
el	21	de	marzo,	se	dice	que	está	en	el	equinoccio	vernal:	comienzo	de	la	primavera	en
el	hemisferio	boreal.	Ese	punto	se	usa	como	referencia	para	definir	 las	coordenadas
de	las	estrellas	en	el	cielo.	Sin	embargo,	lo	que	Hiparco	encontró	es	que	el	equinoccio
vernal	se	desplaza	a	lo	largo	de	la	eclíptica	dando	una	vuelta	completa	en	veintiséis
mil	años.	El	desplazamiento	es	de	cincuenta	segundos	de	arco	en	un	año,	equivalente
a	 un	 grado	 y	 medio,	 ¡por	 siglo!	 Ese	 movimiento	 del	 eje	 de	 rotación	 terrestre	 es
similar	al	bamboleo	de	un	trompo	que	gira	y	antes	de	detenerse	oscila	alrededor	de	la
vertical.	El	descubrimiento	de	la	precesión	muestra	la	enorme	calidad	y	continuidad
de	 las	 observaciones	 astronómicas	 realizadas	 en	 Babilonia.	 Hiparco	 desarrolló,
además,	un	excelente	modelo	matemático	para	describir	el	movimiento	del	Sol	y	de
la	Luna,	basado	en	epiciclos,	deferentes	y	círculos	excéntricos.
En	el	 siglo	 II	 el	 astrónomo	alejandrino	Claudio	Ptolomeo	elaboró	una	completa
teoría	matemática	que	permitía	predecir	las	posiciones	del	Sol,	la	Luna	y	los	planetas.
Ptolomeo	 basa	 su	 teoría	 en	 el	 trabajo	 previo	 de	 Hiparco.	 En	 su	 libro,	 que	 hoy
conocemos	como	Almagesto,	Ptolomeo	explica	su	sistema	del	mundo	y	el	detalle	del
modelo	matemático	(geométrico)	de	las	órbitas,	basado	en	deferentes	y	epiciclos.	El
planeta	gira	 fijo	 al	 borde	de	un	 círculo	pequeño	 (epiciclo)	 cuyo	 centro	describe	un
círculo	mayor	que	gira	en	torno	de	la	Tierra	(deferente).	Siguiendo	sus	instrucciones
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se	pueden	refinar	los	elementos	de	las	órbitas	y,	con	ello,	predecir	las	posiciones	de
los	 cuerpos	 celestes.	 Por	mil	 cuatrocientos	 años	 la	 teoría	 geocéntrica	 de	 Ptolomeo
constituyó	 la	 base	 del	 conocimiento	 astronómico	 mundial.	 La	 adoptaron	 los
astrónomos	árabes	y	posteriormente	la	Europa	medieval	cristiana.	El	Almagesto	es	un
resumen	del	conocimiento	astronómico	griego,	babilonio	y	helenístico,	al	igual	que	el
libro	Los	Elementos	de	Euclides,	que	representa	la	enciclopedia	de	los	conocimientos
geométricos	 de	 su	 época.	 El	 modelo	 geocéntrico	 de	 Ptolomeo	 es	 la	 primera	 gran
teoría	científica	de	la	historia	y	sin	duda	la	más	longeva:	sirvió	al	hombre	por	catorce
siglos.
El	 año	 1543	 el	 canónigo	 polaco	 Nicolás	 Copérnico	 (1473-1543)	 desafía	 la
autoridad	 de	 Ptolomeo,	Aristóteles	 y	 la	 Iglesia	—que	 los	 había	 adoptado	 a	 ambos
como	 “verdad	 oficial”—,	 planteando	 que	 el	 Sol	 es	 el	 centro	 del	 universo	 y	 que	 la
Tierra	es	un	mero	planeta	que	gira	sobre	sí	misma	en	veinticuatro	horas	y	se	traslada
en	torno	a	él	durante	un	año.	El	modelo	de	Ptolomeo	contemplaba	una	Tierra	inmóvil
en	el	centro	del	cosmos;	el	cielo	giraba	en	torno	a	la	Tierra	cada	veinticuatro	horas	y
arrastraba	en	 su	giro	al	Sol,	 la	Luna	y	 los	planetas.	A	su	vez,	 estos	 se	desplazaban
lentamente	 contra	 las	 estrellas	 en	 un	movimiento	 general	 hacia	 el	 este.	 El	modelo
heliocéntrico	 de	 Copérnico	 fue	 lentamente	 ganando	 terreno	 entre	 los	 estudiosos
gracias	a	la	obra	del	astrónomo	danés	Tycho	Brahe	(1546-1601),	el	gran	astrónomo	y
matemático	 alemán	 Johannes	 Kepler	 (1571-1630)	 y	 el	 gran	 físico	 y	 astrónomo
italiano	Galileo	Galilei	(1564-1642).	En	1687,	cuando	el	genio	inglés	Isaac	Newton
(1643-1727)	publica	su	gran	tratado,	Principios	Matemáticos	de	Filosofía	Natural,	se
sintetiza	el	conocimiento	de	la	mecánica	celeste	de	Kepler	y	la	mecánica	terrestre	de
Galileo,	 y	 se	 establece	 la	 “gravitación	 universal”.	En	 el	 siglo	 y	medio	 transcurrido
entre	Copérnico	y	Newton	se	sentaron	las	bases	de	la	ciencia	moderna.
A	 partir	 de	 la	 obra	 de	 Newton	 la	 veracidad	 de	 la	 hipótesis	 heliocéntrica	 de
Copérnico	queda	apoyada	en	bases	sólidas,	con	una	nueva	física.	Las	objeciones	que
se	le	hacían	a	Copérnico,	utilizando	la	física	aristotélica,	pierden	todo	valor.	También
se	deduce	de	ahí	que	el	Sol	es	una	estrella	y	que	las	estrellas	son	soles,	muy	distantes
pero	semejantes	a	nuestro	Sol.	El	astrónomo	inglés	Thomas	Digges	fue	el	primero,	el
año	 1576,	 en	 eliminar	 la	 esfera	 de	 las	 estrellas	 fijas	 diciendo	 que	 las	 estrellas
brillantes	están	más	cerca	y	que	las	que	vemos	más	débiles	están	más	lejanas.	Antes
de	Digges,	el	filósofo	alemán	Nicolás	de	Cusa	había	sostenido,	en	1440,	en	su	libro
De	Docta	Ignorantia	(Acerca	de	la	Ignorancia	Científica)	que	el	Sol	era	una	estrella
y	 las	 estrellas,	 soles	 en	 un	mundo	 infinito.	 Durante	 el	 mes	 de	 febrero	 de	 1600	 el
pensador	 italiano	 Giordano	 Bruno	 fue	 quemado	 en	 la	 hoguera	 bajo	 el	 yugo	 de	 la
Inquisición,	 en	Roma,	por	 sostener,	 entre	otras	herejías,	 que	 las	 estrellas	 son	 soles,
que	 deben	 existir	 planetas	 en	 torno	 de	 las	 estrellas	 y	 posiblemente	 vida	 en	 esos
planetas.	A	 partir	 del	 siglo	XVII	 queda	 establecido	 que	 el	 Sol	 es	 una	 estrella	 y	 las
estrellas	 son	 soles.	 El	 Sol	 y	miles	 de	millones	 de	 estrellas	 constituyen	 un	 sistema
estelar	que	llamamos	Vía	Láctea.	Todas	las	estrellas	giran	en	torno	al	centro	de	la	Vía
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Láctea:	la	única	manera	de	mantenerse	en	equilibrio	entre	la	atracción	gravitacional
de	todas	las	otras	y	la	fuerza	centrífuga	del	movimiento	de	rotación.
La	Vía	Láctea	es	esa	franja	blanquecina	que	vemos	cruzar	el	cielo	en	particular	en
los	meses	de	invierno	—junio	y	julio—.	El	mito	griego	dice	que	es	el	camino	de	la
leche,	la	leche	de	Hera	expulsada	al	cielo,	cuando	amamantaba	a	Heracles	(Hércules).
La	 Vía	 Láctea	 es	 un	 gigantesco	 sistema	 de	 estrellas	 —entre	 ellas	 el	 Sol—	 muy
aplanado	y	que	vemos	de	canto	proyectado	sobre	el	cielo.	Hoy	sabemos	que	el	Sol
junto	con	doscientos	mil	millones	de	estrellas	forman	la	Vía	Láctea	(doscientos	mil
millones	 son	 muchas	 estrellas;	 para	 ponerlo	 en	 un	 contexto,	 si	 repartiéramos	 las
estrellas	de	la	Vía	Láctea	equitativamente	entre	todoslos	habitantes	del	planeta,	nos
tocarían	 treinta	 estrellas	 a	 cada	 uno).	 En	 1755	 el	 filósofo	 alemán	 Immanuel	 Kant
(1724-1804)	propuso	que	el	universo	en	gran	escala	estaba	lleno	de	universos-islas,
galaxias,	como	la	Vía	Láctea.	Por	un	siglo	y	medio	muchos	astrónomos	discutieron	la
veracidad	de	estas	afirmaciones	acumulando	observaciones	que	permitieran	probar	o
refutar	la	idea	de	los	universos-islas	de	Kant.	Entre	los	más	destacados	cabe	recordar
al	 inglés	 de	 origen	 alemán	 William	 Herschel	 (1738-1822),	 el	 holandés	 Jacobo
Kapteyn	(1851-1922)	y	al	norteamericano	Harlow	Shapley	(1885-1972).
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Vista	 de	 la	 Vía	 Láctea	 en	 una	 noche	 de	 invierno,	 desde	 el
observatorio	ALMA,	a	cinco	mil	metros	de	altura	sobre	el	nivel	del
mar,	al	oriente	de	San	Pedro	de	Atacama,	en	el	norte	de	Chile.
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William	Herschel	en	Inglaterra	—hacia	 fines	del	siglo	XVIII,	haciendo	recuentos
estelares—	abre	 la	 indagación	para	determinar	 la	forma	y	 tamaño	de	 la	Vía	Láctea.
Apuntaba	su	telescopio	a	una	zona	del	cielo	y	contaba	en	ella	todas	las	estrellas	que
su	ojo	veía.	Contó	estrellas	en	683	regiones	distribuidas	sobre	toda	la	esfera	celeste.
Su	modelo	se	asemeja	a	un	esferoide	oblato	—forma	de	lenteja—	y	dimensiones	que
no	pudo	especificar	más	allá	de	decir	que	el	eje	corto	de	 la	 lenteja	era	cinco	veces
menor	que	el	diámetro,	y	que	este	era	novecientas	veces	mayor	que	la	distancia	del
Sol	a	Sirio,	la	estrella	más	brillante	del	cielo.	Hoy	sabemos	que	Sirio	está	a	unos	diez
años	luz	del	Sol	por	lo	cual	el	modelo	de	la	Vía	Láctea	construido	por	Herschel	tiene
aproximadamente	 diez	 mil	 años	 luz	 (un	 año	 luz	 es	 una	 medida	 de	 distancia	 que
corresponde	 a	 lo	 que	 puede	 viajar	 la	 luz	 en	 un	 año,	 moviéndose	 trescientos	 mil
kilómetros	cada	segundo:	lo	que	equivale	a	9,5	billones	—millones	de	millones—	de
kilómetros).
El	 trabajo	 de	 William	 Herschel	 también	 permitió	 conocer	 miles	 de	 nebulosas
pequeñas	 en	 el	 cielo,	 objetos	 que,	 a	 diferencia	 de	 las	 estrellas,	 tienen	 un	 aspecto
difuso	al	mirarlos	con	un	telescopio.	Parecían	galaxias,	universos-islas	en	el	sentido
de	 Kant.	 Desgraciadamente,	 las	 nuevas	 observaciones	 no	 fueron	 tan	 claras	 como
hubiese	sido	deseable.	Al	descubrir	un	nuevo	tipo	de	nebulosas,	que	llamó	nebulosas
planetarias,	 dudó	 que	 fueran	 objetos	 extraordinariamente	 distantes.	 Las	 nebulosas
planetarias	 tienen	 una	 estrella	 central	 rodeada	 de	 una	 nebulosa	 que,	 en	 muchas
ocasiones,	se	ve	redonda	y	verdosa,	parecida	a	un	planeta;	de	ahí	su	nombre.	Con	este
descubrimiento	 cuestionó	 la	 teoría	 kantiana	 de	 los	 universos-islas.	 En	 1845,	 en
Irlanda,	William	 Parsons	 (1800-1867),	 el	 tercer	 Conde	 de	 Rosse,	 descubre	 que	 la
nebulosa	 Messier	 51	 tiene	 una	 estructura	 espiral.	 Con	 su	 telescopio	 —en	 ese
momento	el	más	grande	del	mundo—	de	72	pulgadas	de	diámetro	(1,83	metros)	halla
una	estructura	espiral	en	varias	otras	nebulosas.	Algunos	astrónomos	de	 la	segunda
mitad	del	siglo	XIX	pensaron	que	se	 trataba	de	sistemas	solares	en	formación;	en	el
centro	de	la	nebulosa	espiral	se	iba	a	formar	una	estrella	y	en	los	brazos,	los	planetas.
La	verdadera	naturaleza	de	las	nebulosas	espirales	solo	vino	a	ser	clarificada	entrado
el	siglo	XX.
El	trabajo	de	Herschel	había	sugerido	una	Vía	Láctea	achatada	con	un	tamaño	de
unos	diez	mil	 años	 luz	de	diámetro	y	con	el	Sol	en	el	 centro.	El	 trabajo	de	 Jacobo
Kapteyn	en	Holanda	refinó	el	modelo,	 lo	hizo	algo	más	grande,	de	unos	treinta	mil
años	 luz	 de	 diámetro,	 achatado	 y	 con	 el	 Sol	 muy	 cerca	 del	 centro.	 En	 1916	 el
norteamericano	Harlow	Shapley,	utilizando	estrellas	variables	y	la	“relación	período-
luminosidad”[1]	 descubierta	 por	 Henrietta	 Leavitt	 en	 Harvard,	 encontró	 que	 la	 Vía
Láctea	es	mucho	mayor	que	lo	que	se	pensaba	y	que	el	Sol	está	muy	lejos	del	centro
de	ella.	La	Vía	Láctea	de	Shapley	tenía	un	tamaño	enorme,	unos	trescientos	mil	años
luz,	achatada	y	con	el	Sol	a	mitad	de	camino	entre	el	centro	y	el	borde.	Ciertamente	la
escala	de	distancia	que	utilizó	Shapley	estaba	equivocada	y	hoy	sabemos	que	la	Vía
Láctea	 tiene	 más	 bien	 cien	 mil	 años	 luz	 de	 diámetro	 y	 el	 Sol	 se	 sitúa	 a	 unos
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veintiocho	mil	años	luz	del	centro.	El	modelo	propuesto	por	Shapley	hace	un	siglo	se
ha	 refinado	 enormemente	 gracias	 a	 observaciones	 hechas	 con	 los	 actuales
radiotelescopios	y	sigue	siendo	la	esencia	de	la	visión	actual	de	la	Vía	Láctea	(como
estamos	dentro	de	la	galaxia	es	muy	difícil	hacerse	una	idea	cabal	de	su	forma	—no
nos	 podemos	 tomar	 una	 selfie	 con	 la	 Vía	 Láctea—;	 además	 las	 distancias	 a	 las
estrellas	son	difíciles	de	estimar	por	 la	presencia	de	polvo	en	el	espacio	entre	ellas,
que	las	hace	ver	más	débiles	por	la	absorción	de	su	luz).
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L
3.-	Modelos	de	universo
as	 primeras	 ideas	 acerca	 del	 universo	 en	 gran	 escala,	 basadas	 en	 una	 teoría
científica,	se	desarrollan	a	partir	de	la	gravitación	universal	de	Newton.	El	propio
inglés	 argumentó	 que	 para	 evitar	 el	 colapso	 gravitacional	 que	 experimentaría
inevitablemente	 un	 universo	 finito	 —sus	 bordes	 colapsarían	 hacia	 su	 centro—	 el
universo	debería	ser	infinito,	con	lo	cual	no	tendría	ni	centro	ni	bordes.	Un	universo
infinito	 no	 está	 exento	 de	 problemas,	 entre	 los	 cuales	 el	más	 analizado	 fue	 la,	 así
llamada,	“paradoja	de	Olbers”:	en	un	universo	infinito	el	cielo	nocturno	debería	ser
brillante,	miles	de	veces	más	brillante	que	el	Sol.	La	argumentación	es	la	siguiente:	si
existe	 un	 espacio	 lleno	 de	 estrellas	 con	 densidad	 constante,	 podemos	 imaginar	 el
universo	representado	mediante	cáscaras,	como	una	cebolla.	Se	puede	demostrar	que
si	 las	cáscaras	 tienen	un	espesor	constante,	su	volumen	crece	como	el	cuadrado	del
radio	y	con	ello	el	número	de	estrellas	que	cada	cáscara	contiene.	Como	la	luz	de	una
fuente	se	debilita,	con	el	inverso	del	cuadrado	de	la	distancia	una	cosa	compensa	la
otra,	y	así,	de	cada	cáscara,	recibiríamos	igual	cantidad	de	luz,	por	distante	que	esté.
Por	ejemplo,	si	comparamos	una	cáscara	cercana	con	otra	diez	veces	más	lejos,	esta
última	contendrá	cien	veces	más	estrellas,	pero	cada	una	de	ellas	se	verá	cien	veces
más	débil.	Por	lo	tanto,	recibiremos	en	la	Tierra	la	misma	suma	total	de	luz	de	ambas
cáscaras.	Adicionando	hasta	el	infinito	podríamos	concluir	la	llegada	de	una	cantidad
infinita	de	 luz	 en	 la	Tierra,	pero	eso	no	es	 así,	 pues	 las	 estrellas	 cercanas	 terminan
tapando	 a	 las	 más	 lejanas.	 El	 cielo	 se	 vería	 como	 una	 placa	 continua	 de	 luz	 de
horizonte	 a	 horizonte.	 La	 oscuridad	 del	 cielo	 nocturno,	 esta	 simple	 observación,
contradice	 la	 idea	 newtoniana	 de	 un	 universo	 infinito;	Olbers	 ofreció	 una	 solución
errada	a	la	paradoja,	suponiendo	que	el	universo	no	era	totalmente	transparente	y	con
ello	no	podríamos	ver	la	luz	de	las	estrellas	muy	lejanas.	Pese	a	que	no	la	resolvió,
con	 su	 debate	Olbers	 abrió	 una	 nueva	 era	 en	 cosmología,	 en	 la	 primera	mitad	 del
siglo	XIX.	¿Cuál	es	el	error	en	el	razonamiento	de	Olbers?	Simplemente	que	para	ver
el	cielo	como	un	continuo	de	estrellas	deberíamos	ver	hasta	una	distancia	de	algo	más
que	1022	años	 luz	 (diez	mil	 trillones	de	años	 luz)	y	 la	edad	del	universo	es	solo	de
14.000.000.000	 de	 años.	 La	 luz	 no	 ha	 tenido	 tiempo	 de	 llegar	 desde	 distancias
mayores	a	14.000.000.000	años	luz.	El	universo	real	es	demasiado	“vacío”	para	que
la	paradoja	de	Olbers	se	manifieste.
Las	ideas	cosmológicas	modernas	se	desarrollan	solo	en	el	siglo	XX	a	partir	de	la
obra	monumental	de	Albert	Einstein	(1879-1955).
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Albert	Einstein	(1879-1955).
En	1905	Einstein	publica	su	teoría	de	la	relatividad	especial.	La	mecánica	clásica
había	acumulado	una	serie	de	problemas	en	los	más	de	doscientos	años	transcurridos
desde	la	publicación	de	Newton,	en	1687.	Entreellos,	uno	de	los	más	emblemáticos
fue	el	resultado	negativo	del	experimento	de	Michelson	y	Morley,	que	buscaba	medir
la	velocidad	relativa	de	la	Tierra	respecto	al	éter.	Los	físicos	norteamericanos	Albert
A.	 Michelson	 (1852-1930)	 y	 Edward	 Morley	 (1838-1923)	 midieron	 en	 1887,	 con
gran	precisión,	 la	 velocidad	de	 la	 luz	 en	 distintas	 direcciones	 a	 lo	 largo	de	 todo	 el
año.	 Según	 la	 mecánica	 clásica	 la	 luz	 debería	 moverse	 con	 distintas	 velocidades
comparando	 la	 dirección	 en	 que	 la	 Tierra	 se	 desplaza	 alrededor	 del	 Sol	 con	 el
movimiento	en	sentido	perpendicular	a	este.	Sin	embargo,	 la	velocidad	de	la	luz	no
mostraba	 variación	 alguna	 al	 ser	 determinada	 en	 las	más	 diversas	 condiciones.	 La
relatividad	especial	de	Einstein	soluciona	esto	diciéndonos	que	la	velocidad	de	la	luz
es	constante,	independiente	de	la	velocidad	relativa	de	la	fuente	y	el	observador;	en
toda	 circunstancia	 debemos	 medir	 el	 mismo	 valor	 para	 la	 velocidad	 de	 la	 luz.	 La
velocidad	de	la	luz	es	un	invariante.	La	relatividad	especial	soluciona	drásticamente
el	 resultado	negativo	de	Michelson	y	Morley	 elevando	 a	 la	 categoría	 de	 axioma	 la
invariancia	de	la	velocidad	de	la	luz.	La	relatividad	especial	propone	que	la	velocidad
de	la	luz	es	la	velocidad	más	alta	que	se	puede	conseguir;	no	es	posible	acelerar	a	un
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cuerpo	de	cierta	masa	y	hacer	que	este	supere	la	velocidad	de	la	luz.	El	espacio	y	el
tiempo	que	miden	dos	observadores	no	son	los	mismos:	son	relativos	al	observador.
La	relatividad	especial	cambia	la	cinemática	de	Newton,	lo	que	dice	relación	con
los	movimientos	rectilíneos	y	uniformes,	pero	no	nos	dice	nada	acerca	de	la	dinámica
—las	 fuerzas,	 las	 aceleraciones	 y	 la	 gravedad—.	 Einstein	 siguió	 trabajando	 y
finalmente,	 en	 1916,	 publica	 su	 teoría	 de	 la	 relatividad	 general.	 Ahí	 Einstein	 nos
presenta	una	nueva	manera	de	entender	la	gravitación.	Una	masa	deforma	el	espacio-
tiempo	alrededor	suyo.	Un	cuerpo	y	un	rayo	de	luz	simplemente	siguen	la	geometría
del	universo	curvo.
Un	 gran	 físico	 norteamericano,	 John	 A.	 Wheeler	 (1911-2008),	 resume	 la
relatividad	 general	 en	 la	 frase:	 “La	materia	 le	 dice	 al	 espacio	 cómo	 curvarse	 y	 el
espacio	le	dice	a	la	materia	cómo	moverse”.	Con	la	relatividad	general	la	revolución
de	Einstein	está	completa.
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Esta	dramática	 foto	del	 cúmulo	de	galaxias	Abell	2218	muestra	 la
curvatura	 del	 espacio	 predicha	 por	 Einstein,	 con	muchos	 arcos	 de
luz.	 Los	 arcos	 de	 luz	 corresponden	 a	 objetos	 que	 están	 detrás	 del
cúmulo	 de	 galaxias,	 normalmente	 dos	 veces	 más	 lejos	 que	 las
galaxias	 del	 cúmulo	y	 donde	 su	 luz	 sigue	una	 trayectoria	 curva	 al
pasar	por	el	espacio-tiempo	deformado	por	el	cúmulo.	Se	dice	que	el
cúmulo	actúa	como	una	lente	gravitacional.
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La	relatividad	general	es	la	gran	revolución	en	cuanto	a	la	gravitación,	donde	el
modelo	 de	Newton	 había	 reinado	 sin	 contrapeso	 y	 con	 grandes	 éxitos.	Después	 de
más	de	dos	siglos	de	dominio	intelectual	en	el	mundo	de	la	física,	la	era	de	Newton
llegaba	a	su	fin.	Newton	pierde	la	corona	solo	en	las	grandes	escalas	o	en	los	campos
gravitacionales	muy	intensos;	para	el	sistema	solar	la	teoría	de	Einstein	y	de	Newton
siguen	dando	resultados	indistinguibles.	Solo	en	la	cercanía	del	Sol,	alrededor	de	la
órbita	 de	 Mercurio,	 se	 perciben	 efectos	 relativistas;	 en	 las	 órbitas	 de	 los	 demás
planetas	 se	 sigue	 utilizando	 la	 formulación	 newtoniana,	 dada	 su	 mayor	 simpleza
matemática.
Una	de	las	predicciones	de	la	relatividad	general	de	Einstein	de	1916	es	que,	bajo
ciertas	 condiciones,	 deberían	 generarse	 ondas	 gravitacionales.	 Las	 ondas
gravitacionales	serían	perturbaciones	de	la	curvatura	del	espacio-tiempo	einsteiniano,
pequeñas	 fluctuaciones	 en	 la	 curvatura	 del	 espacio	 que	 se	 propagarían	 llevando
energía.	Estas	ondas	deberían	generarse	cuando	una	masa	sufre	una	gran	aceleración.
Por	ejemplo,	cuando	dos	hoyos	negros	se	acercan	orbitando	en	torno	de	su	centro	de
masas	y	describen	sendos	movimientos	espirales	hasta	que	finalmente	se	 funden	en
uno	 solo.	 Las	 ondas	 se	 propagan	 en	 el	 espacio	 a	 la	 velocidad	 de	 la	 luz	 y	 se	 van
haciendo	más	débiles	mientras	más	lejos	estemos	de	la	fuente	emisora.	Por	años	los
físicos	habían	tratado	de	detectar	ondas	gravitacionales	y	solo	en	febrero	del	2016	se
anuncia	el	descubrimiento	de	ondas	gravitacionales,	un	siglo	después	de	la	predicción
de	Einstein.	A	sesenta	y	un	años	de	su	muerte	el	gran	físico	sigue	haciendo	noticia:
una	de	sus	grandes	predicciones	ha	sido	finalmente	verificada	experimentalmente.
Las	 ondas	 gravitacionales	 guardan	 una	 ligera	 semejanza	 con	 las	 ondas
electromagnéticas:	cuando	una	carga	eléctrica	sufre	una	aceleración	—por	ejemplo,	al
girar	en	un	campo	magnético—	emite	ondas	electromagnéticas	que	se	propagan	en	el
espacio	vacío,	a	la	velocidad	de	la	luz,	y	que	podemos	detectar	con	radiotelescopios	o
incluso	en	forma	de	luz.	El	problema	con	las	ondas	gravitacionales	es	que	para	que
transporten	una	 cantidad	 importante	 de	 energía	 es	 necesario	 que	masas	 enormes	 se
aceleren	 a	 altísimas	 velocidades	 y	 continúen	 acelerando.	 Las	 ondas	 gravitacionales
son	 como	 las	 perturbaciones	 que	 experimenta	 la	 superficie	 del	 agua	 cuando	 una
lancha	 la	 surca	 a	 cierta	 velocidad.	 Las	 olas	 se	 propagan	 alejándose	 del	 barco	 y
haciéndose	cada	vez	más	pequeñas.	Las	ondas	gravitacionales	que	finalmente	detectó
el	experimento	llamado	LIGO	son	minúsculas	de	verdad;	no	son	olas	de	un	metro	o
de	diez	centímetros,	sino	algo	muy	inferior	a	un	milímetro.	En	un	lago	o	en	el	océano
sería	 imposible	 detectar	 la	 presencia	 de	 un	 tsunami	 con	 una	 altura	 de	 ola	 de	 una
fracción	 de	 milímetro.	 Veamos	 una	 comparación	 más	 exacta:	 imaginemos	 que
ponemos	 una	 referencia	 en	 el	 Sol	 y	 otra	 en	 un	 lugar	 tan	 lejano	 como	 Plutón,	 a
cuarenta	unidades	astronómicas	(cuarenta	veces	más	lejos	que	la	distancia	del	Sol	a	la
Tierra).	 Esa	 distancia	 en	 kilómetros	 sería	 de	 seis	 mil	 millones.	 Esas	 dos	 bolitas	 o
marcas	de	referencia,	al	venir	una	onda	gravitacional,	se	alejarían	y	acercarían	en	una
millonésima	 de	 milímetro.	 Medir	 una	 variación	 equivalente	 a	 una	 millonésima	 de
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milímetro	 en	 una	 distancia	 de	 seis	 mil	 millones	 de	 kilómetros	 es	 el	 gran	 avance
tecnológico	que	ha	hecho	LIGO	en	los	Estados	Unidos.	Mediante	un	sistema	de	rayos
láser	se	ha	detectado	que	un	espejo	en	el	extremo	de	un	tubo	de	cuatro	kilómetros	se
desplaza	una	distancia	equivalente	al	tamaño	de	un	núcleo	atómico.	Estos	resultados
son	 extraordinarios	 y	 el	 avance	 que	 producen	 en	 la	 ciencia	 y	 en	 el	 conocimiento
humano,	 en	 general,	 justifica	 plenamente	 la	 inversión	 en	 tecnología	 para	 llevarlo	 a
cabo.	Después	de	un	siglo,	una	de	las	piezas	claves	de	la	relatividad	general	ha	sido
verificada	 experimentalmente.	 Teníamos	 indicaciones	 sólidas	 de	 la	 existencia	 de
radiación	 gravitacional	 por	 la	 evolución	 de	 un	 par	 de	 pulsares	 (dos	 estrellas	 de
neutrones,	 que	 son	 estrellas	muy	 pequeñas,	 de	 apenas	 diez	 kilómetros	 de	 radio,	 de
una	 densidad	 altísima	 —mil	 millones	 de	 toneladas	 por	 centímetro	 cúbico—	 de
neutrones	y	con	un	campo	magnético	enorme	—son	como	dos	grandes	imanes—	que
se	está	acercando);	 las	variaciones	observadas	en	el	sistema	solo	se	podían	modelar
suponiendo	que	perdía	energía	emitiendo	radiación	gravitacional.
Uno	de	los	resultados	del	proyecto	LIGO,	sin	embargo,	es	la	detección	directa	de
ondas	gravitacionales	que	provienen	de	dos	hoyos	negros	que	se	acercaron	en	sendas
espirales	y	 finalmente	se	 fundieron	en	uno	solo.	Los	hoyos	negros	eran	de	36	y	29
masas	 solares	 cada	uno,	 estaban	 situados	 a	mil	 trescientos	millones	de	 años	 luz	de
nosotros	y	se	fundieron	para	formar	un	hoyo	negro	único,	de62	masas	solares.	Fue
detectado	en	la	Tierra	el	4	de	septiembre	del	2015.	La	cantidad	de	energía	radiada	en
ondas	gravitacionales	equivale	a	 tres	masas	 solares;	 esa	es	una	cantidad	enorme	de
energía.	Hay	que	pensar	que	el	Sol	en	diez	mil	millones	de	años	va	a	haber	emitido
en	 radiación	 electromagnética	 el	 equivalente	 a	 un	 milésimo	 de	 masa	 solar.	 Este
evento	de	fusión	de	dos	hoyos	negros	emitió	 tres	mil	veces	más	energía	que	 la	que
emitirá	 el	 Sol	 en	 toda	 su	 vida.	 Einstein	 presentó	 los	 argumentos	 que	 lo	 llevaron	 a
predecir	 la	 existencia	de	ondas	gravitacionales	 el	 25	de	noviembre	de	1915	ante	 la
Academia	Prusiana	de	Ciencias;	un	siglo	más	tarde	fueron	finalmente	descubiertas.
La	 detección	 de	 ondas	 gravitacionales	 abre	 caminos	 insospechados	 para	 la
astronomía	del	 siglo	XXI.	Grandes	zonas	del	universo	que	están	vedadas	a	nuestros
ojos	 observando	 radiación	 electromagnética	 pueden	 empezar	 a	 estar	 disponibles	 si
buscamos	 con	 instrumentos	 que	 detecten	 ondas	 gravitacionales.	 Estas	 tienen
longitudes	 de	 ondas	 muy	 largas	 (kilómetros	 o	 miles	 de	 kilómetros)	 y	 frecuencias
bajas	 o	muy	 bajas	 comparadas	 con	 las	 de	 la	 luz	 (por	 ejemplo,	 frecuencias	 de	 100
hertz	—cien	 ciclos	 por	 segundo—	 que	 son	 típicas	 de	 ondas	 sonoras).	 Por	 ello	 los
resultados	de	LIGO,	presentados	el	11	de	febrero	del	2016,	fueron	“mostrados”	como
sonidos	 (por	 su	 equivalente	 en	 frecuencia),	 a	 pesar	 de	 que	 sonidos	 y	 ondas
gravitacionales	 son	 fenómenos	 totalmente	 distintos.	 Lo	 más	 importante	 es	 que	 las
ondas	gravitacionales	 se	desplazan	en	 el	 vacío	 a	 la	velocidad	de	 la	 luz	y	 el	 sonido
solo	se	desplaza	en	un	medio,	nunca	en	el	vacío.	En	la	atmósfera	terrestre	lo	hace	a
una	 velocidad	 un	 millón	 de	 veces	 menor.	 A	 la	 velocidad	 del	 sonido,	 una	 señal
demoraría	4,3	millones	de	años	en	llegar	a	la	estrella	más	cercana:	Alfa	del	Centauro.
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Ondas	gravitacionales	y	sonidos	coinciden	solo	en	las	frecuencias	involucradas.	Con
las	 ondas	 gravitacionales	 podríamos	 aprender	 de	 primera	 mano	 lo	 que	 ocurrió	 los
primeros	 trescientos	 ochenta	 mil	 años	 del	 universo	 (cuando	 el	 universo	 no	 era
transparente	a	la	luz	aún),	además	de	las	zonas	densas	y	oscuras	de	las	galaxias.	En
los	 próximos	 años	 veremos	 cómo	 se	 desenvuelve	 este	 nuevo	 capítulo	 del
conocimiento	 astronómico	 con	 un	 renovado	 y	 mejorado	 experimento	 LIGO	 y	 con
otras	iniciativas	que,	como	LISA,	prometen	más	y	mejores	resultados.
Pero	regresemos	a	la	cosmología.	En	1917	Einstein	publica	el	primer	modelo	del
universo	de	acuerdo	a	su	nueva	teoría.	Para	poder	tener	un	universo	estático	recurre	a
una	constante	de	integración	que	llamó	L	(letra	griega	lambda,	mayúscula).	Einstein
no	tenía	una	idea	clara	del	universo	en	gran	escala.	En	esa	época	aún	se	discutía	si	el
universo	era	solo	la	Vía	Láctea	o	si	nuestra	galaxia	era	una	isla	en	un	universo	más
vasto.	Einstein,	de	forma	conservadora,	asumió	que	el	universo	debería	ser	estático	en
gran	escala	y	para	ello	tuvo	que	“inventar”	una	fuerza	repulsiva	representada	por	la
constante	L,	 que	 solo	 mostraba	 sus	 efectos	 para	 grandes	 distancias.	 Con	 ello	 ese
primer	modelo	de	universo	relativista	es	estático,	en	equilibrio	entre	 la	acción	de	la
gravedad	y	la	fuerza	repulsiva	representada	por	la	constante	L.
Alexander	Friedman	(1888-1925).
En	 1922	 el	 científico	 ruso	 Alexander	 Friedman	 (1888-1925)	 resuelve	 las
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ecuaciones	de	Einstein	sin	la	constante	L	y	encuentra	que	no	hay	soluciones	estáticas
para	el	universo,	que	debe	estar	en	expansión	o	en	contracción.	El	trabajo	inicial	de
Friedman	fue	muy	poco	conocido,	pues	lo	publicó	en	ruso	en	una	revista	científica	de
poca	circulación.	Posteriormente	lo	publicó	en	una	revista	alemana	de	física,	pero	la
prematura	 muerte	 del	 autor,	 cuando	 tenía	 tan	 solo	 treinta	 y	 siete	 años,	 en	 1925,
impidió	una	mayor	difusión	de	su	trabajo.	Fue,	entonces,	el	trabajo	de	Friedmann	el
que	predijo	la	existencia	de	una	expansión	del	universo	—la	idea	de	un	universo	en
contracción	 nunca	 tuvo	muchos	 adeptos	 pues	 pronostica	 un	mal	 final	 para	 nuestro
universo	y,	con	ello,	para	nosotros.
El	 científico	belga	y	 jesuita,	Georges	Lemaître	 (1894-1966),	 en	1927	encuentra
las	 soluciones	 de	 Friedman	 pero	 no	 descarta	 aquellas	 que	 surgen	 de	 considerar	 la
constante	de	repulsión	L.	Con	ello	las	soluciones	de	Lemaître	son	las	más	generales
que	se	deducen	de	las	ecuaciones	de	Einstein;	el	universo	puede	estar	en	expansión	o
en	contracción,	con	o	sin	repulsión.
En	1925	el	 astrónomo	norteamericano	Edwin	Hubble	 (1889-1953)	determinó	 la
distancia	a	la	nebulosa	de	Andrómeda,	encontrando	un	valor	de	setecientos	mil	años
luz	 (la	 distancia	 que	hoy	 se	 estima	 es	 de	dos	millones	 cuatrocientos	mil	 años	 luz).
Hubble	 utilizó	 el	 telescopio	 Hooker	 de	 cien	 pulgadas	 del	 observatorio	 de	 Monte
Wilson	—su	espejo	principal	tiene	2,5	metros	de	diámetro—	que	en	esos	años	era	el
más	grande	del	mundo.	Gracias	 a	 él	 logró	 fotografiar	 la	nebulosa	de	Andrómeda	y
descubrir	en	ella	estrellas	variables	del	tipo	cefeidas,	estrellas	que	pulsan	—aumentan
y	disminuyen	su	tamaño	y	con	ello	varía	la	luz	que	emiten.	Esas	estrellas	habían	sido
estudiadas	 en	 el	 observatorio	 de	 Harvard	 por	 Henrietta	 Leavitt,	 quien	 había
demostrado	que	las	que	tienen	un	período	de	oscilación	de	dos	o	tres	meses	son	muy
luminosas	 y	 las	 que	 varían	 en	 unos	 pocos	 días	 lo	 son	 mucho	 menos:	 cien	 veces
menos.	Con	la	calibración	de	la	relación	período-luminosidad	de	miss	Leavitt,	Hubble
encontró	una	distancia	enorme	para	la	nebulosa	de	Andrómeda.	Para	la	Vía	Láctea	se
habían	 discutido	 tamaños	 entre	 diez	 mil	 y	 trescientos	 mil	 años	 luz;	 la	 distancia	 a
Andrómeda	 encontrada	 por	Hubble	 ponía	 a	 la	 nebulosa	 totalmente	 fuera	 de	 la	Vía
Láctea.	 Tan	 lejos	 la	 situaba	 que	 el	 tamaño	 físico	 de	 la	 nebulosa	 pasaba	 a	 ser	muy
parecido	 al	 de	 nuestra	 Vía	 Láctea.	 Con	 ello	 se	 confirma	 la	 idea	 de	 Kant	 de	 los
universos-islas.	El	universo	en	gran	escala	está	lleno	de	millones	de	galaxias	como	la
Vía	Láctea.
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Edwin	Hubble	(1889-1953).
En	 1929	 Hubble	 descubre	 que	 el	 universo	 está	 en	 expansión,	 utilizando
nuevamente	 el	 telescopio	de	 cien	pulgadas	del	Monte	Wilson.	Midió	 la	 distancia	 a
una	serie	de	galaxias,	al	igual	que	ya	lo	había	hecho	para	la	galaxia	de	Andrómeda.	El
astrónomo	norteamericano	Vesto	Slipher	(1875-1969)	del	observatorio	Lowell,	había
medido	 velocidades	 radiales	 —de	 alejamiento	 o	 acercamiento—	 de	 nebulosas
espirales,	 hallando	 valores	 mucho	 más	 altos	 que	 los	 que	 se	 encuentran	 para	 las
estrellas.	El	trabajo	titánico	de	Slipher	consistía	en	apuntar	su	telescopio,	de	apenas
sesenta	centímetros	de	apertura,	a	una	galaxia	y	hacer	pasar	la	luz	por	un	prisma	para
ver	 “el	 arcoíris”	 de	 la	 luz	 del	 objeto.	 El	 “arcoíris”	 lo	 registraba	 en	 una	 fotografía
después	de	docenas	de	horas	de	exposición.	Llegó	a	exponer	algunas	fotos	hasta	por
cien	horas,	que	lograba	en	casi	un	mes	de	trabajo	—unas	seis	horas	de	exposición	por
noche,	 descontando	 aquellas	 noches	 nubladas	 o	 con	mucha	Luna,	 en	 las	 que	no	 se
podía.	 Al	 medir	 la	 posición	 de	 ciertas	 marcas	 fiduciales	 en	 el	 espectro	 —líneas
oscuras—	las	fotos	mostraban	claramente	que	había	en	ellas	un	“corrimiento	al	rojo”
que	 indicaba	que	 las	galaxias	 se	 alejan	de	nosotros.	Slipher	midió	más	de	cuarenta
galaxias.	Para	Hubble	 todo	era	mucho	más	 fácil,	pues	disponía	de	un	 telescopio	de
2,5	metros	que	recolectaba	diecisiete	veces	más	luz,	con	lo	cual	en	unas	pocas	horas
completaba	lo	que	a	Slipher	le	costaba	docenas	de	ellas.	En	los	resultados	se	veía	una
clara	 preponderancia	 de	 valores	 positivos	 (velocidades	 de	 recesión)	 por	 sobre	 los
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negativos	(velocidades	de	acercamiento).En	los	casos	extremos,	se	llegaba	a	valores
superiores	a	mil	ochocientos	km/s	para	la	velocidad	radial[2]	de	algunas	galaxias.	Para
las	estrellas,	las	velocidades	radiales	típicas	eran	de	una	pocas	decenas	de	kilómetros
por	segundo.	Las	velocidades	radiales	de	las	galaxias	eran	mucho	mayores	que	las	de
las	estrellas,	lo	cual	indicaba	que	no	formaban	parte	de	la	Vía	Láctea.
Hubble	encontró	que	las	galaxias	distantes	se	alejan	de	nosotros	más	rápido	que
las	más	cercanas,	descubriendo	que	hay	una	proporcionalidad	directa	entre	velocidad
y	 distancia:	 una	 galaxia,	 al	 doble	 de	 distancia,	 se	 aleja	 dos	 veces	más	 rápido;	 una
galaxia	diez	veces	más	distante	se	aleja	con	una	velocidad	diez	veces	mayor.	Es	como
si	el	espacio	se	estuviese	inflando	entre	las	galaxias.	Si	el	espacio	crece	tal	como	lo
hace	un	queque	—bizcocho—	cuando	se	lo	pone	al	horno,	producto	de	los	polvos	de
hornear,	las	galaxias	inmóviles	en	el	espacio	estarían	alejándose	unas	de	otras	y	desde
cualquiera	de	ellas	se	van	a	ver	las	otras	alejarse	más	rápido	mientras	más	lejos	estén.
Hoy	se	sabe	que	el	universo	está	lleno	de	galaxias	que	se	agrupan	en	cúmulos	de
galaxias.	Las	galaxias	se	presentan	en	tres	formas	principales:	galaxias	elípticas,	que
dominan	las	zonas	centrales	de	los	cúmulos	de	galaxias;	galaxias	espirales,	como	la
Vía	Láctea	y	Andrómeda,	y	galaxias	irregulares,	cuyos	ejemplares	más	cercanos	son
las	 Nubes	 de	 Magallanes,	 galaxias	 pequeñas	 que	 son	 satélites	 de	 la	 nuestra.	 Una
galaxia	típica	contiene	unos	cien	mil	millones	de	estrellas.
Las	galaxias	espirales	son	sistemas	achatados	que	tienen	claramente	un	disco,	un
núcleo,	un	bulbo	y	un	halo.	En	el	disco,	producto	de	la	rotación,	se	forman	ondas	de
densidad	en	forma	espiral	que	ayudan	a	continuar	con	la	creación	de	estrellas	en	estas
galaxias.	Los	brazos	espirales	son	los	lugares	donde	se	están	formando	estrellas	en	la
actualidad.	 Las	 galaxias	 espirales	 transformaron	 su	 materia	 gaseosa	 en	 estrellas	 al
comienzo	de	los	tiempos,	pero	aún	en	la	actualidad	desde	un	5%	y	hasta	un	20%	de
ese	material	 todavía	 no	 ha	 dado	 origen	 a	 estrellas.	 La	 Vía	 Láctea	 y	 la	 galaxia	 de
Andrómeda	 son	 dos	 notables	 ejemplares	 de	 galaxias	 espirales.	 Una	 galaxia	 espiral
puede	 contener	 hasta	 quinientos	 mil	 millones	 de	 estrellas	 y	 las	 galaxias	 espirales
pequeñas	pueden	tener	tan	solo	mil	millones.
Las	 galaxias	 elípticas	 presentan	 un	 aspecto	 ovalado	 en	 el	 cielo	 y	 pueden	 ser
enormes;	en	el	centro	de	los	cúmulos	de	galaxias	suelen	haber	galaxias	elípticas	con
un	 billón	 de	 estrellas	 (un	 millón	 de	 millones).	 En	 el	 otro	 extremo	 hay	 galaxias
elípticas	 tan	 pequeñas	 que	 apenas	 contienen	 un	millón	 de	 estrellas.	 En	 general	 no
tienen	 ni	 gas	 ni	 polvo,	 solo	 estrellas	 y	 la	 mayoría	 de	 ellas	 son	 muy	 viejas.
Posiblemente	 la	mayor	parte	de	 las	galaxias	del	universo	son	elípticas	o	 terminarán
siéndolo	(la	colisión	de	dos	galaxias	espirales	termina	por	formar	una	galaxia	elíptica
que	 contiene	 todas	 las	 estrellas	 de	 ambas,	 más	 las	 estrellas	 que	 se	 forman	 con	 la
colisión	del	gas	de	ellas).
Las	 galaxias	 irregulares	 son	 como	 las	 hermanas	 pequeñas	 de	 las	 espirales.
Contienen	gas	y	polvo	en	buena	proporción	(hasta	un	30%	de	su	masa)	y	están,	en	la
actualidad,	 formando	 estrellas	 a	 buen	 ritmo.	No	 contienen	más	 de	mil	millones	 de
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estrellas	y	pueden	contener	tan	pocas	como	diez	millones	de	ellas.	En	general	tienen
una	 estructura	desordenada,	 donde	 la	 rotación	y	 la	 fuerza	de	gravedad	no	han	 sido
capaces	de	orquestar	la	formación	estelar	(no	han	podido	formar	brazos	espirales).
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Galaxia	elíptica	ESO	306-17,	de	gran	tamaño	y	de	muy	bajo	brillo
superficial	(muy	tenue).
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Bella	 galaxia	 espiral	 NGC	 1376,	 con	 brazos	 espirales	 bien
desarrollados.
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Hay	galaxias	que	pueden	tener	diez	veces	más	estrellas	que	lo	común,	pero	hay
otras	que	pueden	tener	diez	mil	veces	menos.	Con	el	telescopio	espacial	Hubble,	de
2,4	metros,	 que	 orbita	 la	Tierra	 a	 seiscientos	 kilómetros	 de	 altura,	 se	 han	 obtenido
imágenes	 profundas	 del	 cielo	 que	 revelan	 una	 cantidad	 enorme	 de	 galaxias	 muy
débiles	 y	 distantes.	 Contando	 las	 galaxias	 en	 esas	 imágenes	 y	 proyectando	 esas
cuentas	al	cielo	completo	—esto	es,	como	una	encuesta—,	se	estima	que	las	galaxias
que	podrían	ser	fotografiadas,	en	todo	el	cielo	por	ese	telescopio,	están	cerca	de	las
cien	mil	millones.	Por	lo	tanto,	si	hay	cien	mil	millones	de	galaxias	observables	con
los	medios	 tecnológicos	 actuales	 y	 en	 cada	 una	 de	 ellas	 hay	 cien	mil	millones	 de
estrellas,	podemos	decir	que	en	el	universo	hay	unas	1022	estrellas	(diez	mil	trillones
de	 estrellas).	 Si	 en	 cada	 estrella	 hay	 una	 media	 docena	 de	 planetas,	 deben	 existir
muchos,	pero	muchos	lugares	del	universo	con	planetas	que	pueden	albergar	alguna
forma	de	vida,	quizás	con	importantes	niveles	de	vida	inteligente,	como	vemos	en	la
Tierra.
Uno	de	los	grandes	enigmas	de	la	astronomía	contemporánea	es	que	la	masa	total
de	una	galaxia	 resulta	 ser	 unas	 siete	 veces	mayor	 que	 la	 suma	de	 las	masas	 de	 las
estrellas	que	contiene.	Un	85%	de	 la	masa	de	una	galaxia	es	materia	que	no	se	ve,
materia	oscura,	masa	que	no	son	estrellas.	Esa	materia	oscura	se	detecta	por	el	modo
en	 que	 se	mueven	 las	 estrellas	 dentro	 de	 las	 galaxias,	 y	 las	 galaxias	 dentro	 de	 los
cúmulos	 de	 galaxias.	 Como	 ya	 hemos	 dicho,	 las	 estrellas	 que	 pertenecen	 a	 una
galaxia	debieran	terminar	cayendo	hacia	su	centro	atraídas	por	la	fuerza	de	gravedad
de	 todo	 el	 conjunto.	 Ello	 no	 ocurre,	 pues	 las	 estrellas	 giran	 en	 torno	 al	 centro	 del
sistema	 con	 una	 velocidad	 tal	 que	 las	 equilibra	 con	 esa	 fuerza	 central.	 Mientras
mayor	 sea	 esa	 fuerza,	 más	 rápido	 debe	 ser	 el	 giro.	 Por	 ello,	 cuando	 medimos	 la
velocidad	 de	 rotación	 de	 las	 estrellas	 en	 una	 galaxia	 —su	 velocidad	 de	 giro—
podemos	de	ella	 inferir	su	masa.	También	podemos	medir	 la	 luz	total	de	la	galaxia,
sabiendo	 cuánto	 brilla	 cada	 una	 de	 las	 estrellas	 que	 contiene,	 y	 estimar	 el	 número
total	de	estrellas	y,	de	ahí,	su	masa.	Esta	última	forma	de	medir	siempre	resulta	muy
inferior,	siete	veces	inferior.	La	materia	total,	brille	o	no	brille,	es	siete	veces	superior
a	 la	“materia	brillante”.	Esta	discrepancia	 la	hizo	ver	por	primera	vez,	hace	más	de
ochenta	años,	el	astrónomo	norteamericano	Fritz	Zwicky	(1898-1974)	y	hace	más	de
cuarenta	años	fue	plenamente	ratificada	por	la	astrónoma	norteamericana	Vera	Rubin
(1928-2016).	¿Cuál	es	la	naturaleza	de	la	materia	oscura?	Esa	es	una	de	las	grandes
preguntas	 que	 la	 astronomía	 actual	 trata	 de	 responder.	 Sabemos,	 por	 otras
observaciones,	 que	 no	 puede	 ser	 materia	 común	 y	 corriente	 que	 simplemente	 no
emita	luz;	esto	quiere	decir	que	no	son	piedras	o	gas	entre	las	estrellas.	Esa	materia
no	está	formada	por	átomos	sino	por	partículas	más	pequeñas	y	elementales	que	los
átomos.	 ¿Qué	 son	 exactamente?	 Aún	 no	 lo	 sabemos,	 pero	 se	 cree	 que	 serían
partículas	masivas	que	interactúan	débilmente.	Puede	ser	que	la	física	de	partículas	dé
una	solución	a	este	enigma	en	los	próximos	años.
Una	 galaxia	 como	 la	 Vía	 Láctea,	 pese	 a	 contener	 unas	 200.000.000.000	 de
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estrellas,	es	un	espacio	tremendamente	vacío.	La	distancia	típica	entre	una	estrella	y
otra	es	unos	cuatro	años	luz.	Si	hiciésemos	un	modelo	a	escala	de	las	estrellas	de	la
galaxia	 y	 las	 representamos	 por	 pelotas	 de	 fútbol	 (de	 veintidós	 centímetros	 de
diámetro):	¿a	qué	distancia	en	esa	escala	estaría	la	estrella	más	próxima	a	la	pelota	de
fútbol	que	represente	al	Sol?	Bueno,	a	unos	6.400	kilómetros.	El	modelo	de	la	galaxia
contendría	doscientos	mil	millones	de	pelotas	de	 fútbol,	 separadas	 entre	 sí	por	 seis
mil	 cuatrocientos	 kilómetros.En	 total	 tendría	 ciento	 cincuenta	 millones	 de
kilómetros:	 la	 distancia	 de	 la	 Tierra	 al	 Sol.	 Por	 eso	 cuando	 una	 galaxia	 choca	 con
otra,	 las	 estrellas	 de	 una	 de	 ellas	 no	 chocan	 con	 las	 de	 la	 otra,	 las	 estrellas	 se
“interpenetran”.	Solo	chocan	las	nubes	de	gas	presentes	en	las	galaxias.
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Cúmulo	de	galaxias	con	notables	arcos	de	Einstein.
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La	Vía	Láctea	y	las	galaxias	en	general	tienen	dimensiones	del	orden	de	cien	mil
años	luz	(la	luz	demora	cien	mil	años	en	viajar	de	un	borde	al	otro	de	una	galaxia).
Un	cúmulo	de	galaxias	puede	tener	un	diámetro	de	más	de	diez	millones	de	años	luz
y	contener	varios	miles	de	galaxias.	En	gran	escala,	el	universo	está	lleno	de	cúmulos
de	galaxias	y	 agrupaciones	de	 ellos	 en	grandes	 estructuras	que	 suelen	 ser	 llamadas
“supercúmulos”.	Ellos	 se	encuentran	 intercalados	con	zonas	de	muy	baja	densidad,
grandes	vacíos.	El	universo	en	gran	escala	es	como	un	gran	queso	suizo,	con	zonas
densas	y	grandes	agujeros.
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Cúmulo	de	galaxias	Abell	1689.	Se	pueden	observar	varios	arcos	de
luz;	 el	 cúmulo	 actúa	 como	 una	 lente	 para	 los	 objetos	 que	 están
detrás	del	cúmulo.	Cada	uno	de	los	globitos	difusos	es	una	galaxia
del	cúmulo	(son	bastante	amarillentas);	se	aprecian	varios	cientos	de
ellas.
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La	expansión	del	universo	observable	implica	que	en	el	futuro	las	distancias	entre
todas	 las	 galaxias	 serán	 cada	 vez	 mayores	 y,	 con	 ello,	 la	 cantidad	 de	 materia	 por
unidad	de	volumen,	la	densidad,	será	cada	vez	menor.	Por	el	mismo	argumento,	en	el
pasado	 todo	 lo	que	vemos	debe	haber	estado	más	cerca,	más	 junto.	Por	 lo	 tanto,	 la
densidad	media	 del	 universo	 debe	 ser	 una	 variable	 decreciente	 en	 el	 tiempo.	En	 el
pasado	 la	densidad	era	más	alta	y	en	un	pasado	remoto,	debe	haber	sido	muy,	muy
alta.
El	 universo	 debe	 haber	 surgido	 de	 un	 estado	 de	 altísima	 densidad.	 La	 primera
idea	al	respecto	la	propuso	Lemaître	en	1931.	La	llamó	la	teoría	del	átomo	primitivo.
Todo	el	universo	observable	hoy	estaba	contenido	en	un	gran	átomo	inicial	que	era
inestable,	una	especie	de	átomo	radioactivo	gigante,	que	explotó.
Posteriormente	 el	 físico	 ruso-norteamericano	 George	 Gamow	 (1904-1968)
retomó	la	idea	de	Lemaître,	en	los	años	cuarenta.	Gamow	se	dio	cuenta	de	que	como
un	 gas	 al	 expandirse	 se	 enfría,	 el	 universo	 debe	 haber	 sido	 más	 caliente	 hace	 un
tiempo	atrás.	En	el	pasado	remoto	el	universo	debe	haber	tenido	muy	alta	densidad	y
temperatura,	 condiciones	 que	 son	 propicias	 para	 que	 ocurran	 reacciones	 nucleares
que	 transmuten	 los	 elementos	 químicos.	Con	 ello	 el	 universo	 podría	 haber	 surgido
inicialmente	 con	una	 composición	química	muy	 simple	—¿solo	hidrógeno?—	y	 en
los	 primeros	 minutos,	 por	 nucleosíntesis	 —reacciones	 nucleares	 inmediatamente
después	del	inicio	del	universo—,	haberse	generado	todos	los	elementos	químicos	del
sistema	periódico.
Esa	fase	inicial,	propuesta	por	George	Gamow	en	1948,	se	la	ha	llegado	a	conocer
como	la	teoría	del	Big	Bang.	El	sobrenombre	Big	Bang	fue	utilizado	por	el	astrofísico
británico	Fred	Hoyle	(1915-2001)	en	un	programa	de	radio	de	la	BBC,	en	1949.	Ese
nombre	 sonaba	 ligeramente	 peyorativo	—el	 “gran	 pun”—	 pese	 a	 que	Hoyle	 niega
que	esa	haya	sido	su	intención.	George	Gamow	lo	tomó	con	gran	sentido	del	humor	y
lo	aceptó	gustoso	como	el	nombre	para	describir	su	teoría.
El	valor	de	la	constante	de	expansión,	unida	a	un	modelo	cosmológico	específico,
determina	la	edad	del	universo.	Si	la	constante	de	expansión	es	muy	grande,	la	edad
del	 universo	 es	 pequeña.	 La	 constante	 de	 expansión	 es	 la	 velocidad	 a	 la	 cual	 se
expande	el	universo:	si	lo	hace	hoy	muy	rápido,	debe	haber	llegado	al	tamaño	actual
en	 poco	 tiempo.	Para	 una	 constante	 de	 expansión	 de	 68	 km/s/Mpc	 (kilómetros	 por
segundo	 por	 megaparsec	 —esto	 significa	 que	 dos	 puntos	 a	 una	 distancia	 de	 un
megaparsec,	equivalente	a	3,3	millones	de	años	luz,	se	separan	con	una	velocidad	de
68	 kilómetros	 por	 segundo—)	 y	 teniendo	 en	 cuenta	 el	mejor	modelo	 cosmológico
actual,	la	edad	del	universo	resulta	ser	de	trece	mil	ochocientos	millones	de	años.	El
Big	Bang,	el	campanazo	 inicial	del	universo,	 tuvo	 lugar	hace	 trece	mil	ochocientos
millones	de	años;	ahí	todo	comenzó.
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Cúmulo	de	galaxias	Abell	68.	Se	observan	diversos	arcos	de	luz.
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Cúmulo	 de	 galaxias	 Abell	 2744.	 Se	 observan	 galaxias	 elípticas	 y
espirales,	junto	con	arcos	de	luz.
www.lectulandia.com	-	Página	42
L
4.-	El	Big	Bang
a	 teoría	del	origen	del	universo	propuesta	por	Gamow	—nombrada	 finalmente
como	 teoría	 del	 Big	 Bang,	 durante	 los	 años	 cincuenta	 del	 siglo	 pasado—	 fue
desarrollada	por	él	mismo	y	sus	colaboradores	Ralph	Alpher	y	Robert	Herman;	ellos
predijeron	 que	 debería	 haber	 una	 radiación	 que	 permeara	 todo	 el	 universo	 actual
como	resultado	de	este	estado	inicial	de	muy	alta	temperatura.	Con	el	tiempo,	dicha
temperatura	debería	haber	bajado	mucho	y	se	pensó	que	la	temperatura	actual	podría
ser	siete	kelvin	(grados	absolutos	de	temperatura,	que	significa	que	a	cero	kelvin	todo
movimiento	 se	 detiene,	 no	 puede	 haber	 temperaturas	 inferiores	 a	 ella;	 siete	 kelvin
equivalen	a	266	grados	Celsius	bajo	cero).	Los	intentos	de	explicar	la	síntesis	de	los
elementos	químicos	en	el	Big	Bang	tuvieron	problemas	que	se	vieron	incrementados
en	1957	cuando	los	científicos	E.	Margaret	Burbidge,	Geoffrey	Burbidge,	Fred	Hoyle
y	William	A.	Fowler	—B2HF—	explicaron	la	síntesis	de	los	elementos	pesados	en	el
interior	de	las	estrellas.	Por	ese	trabajo	y	muchos	otros,	Bill	Fowler	recibió	el	premio
Nobel	de	Física	de	1983.	El	trabajo	B2HF	cuestionó	la	nucleosíntesis	en	el	Big	Bang
y	 con	 ello	 puso	 una	 sombra	 de	 duda	 acerca	 de	 toda	 la	 idea.	 La	 gran	 verificación
experimental	 del	 Big	 Bang	 de	 Gamow	 tuvo	 lugar	 en	 1964	 cuando	 Arno	 Penzias
(1933-	 )	 y	 Robert	W.	Wilson	 (1936-	 )	 descubrieron	 ondas	 de	 radio	 que	 venían	 de
todas	partes	del	cielo	que,	al	ser	examinadas	en	detalle	—en	diferentes	frecuencias—,
tenían	una	temperatura	característica	de	2,7	kelvin.	Esa	radiación	se	interpreta	como
la	remanente	de	la	época	en	que	el	universo	era	muy	caliente	y	que	en	la	actualidad	se
ha	 enfriado	 a	 algo	 menos	 que	 tres	 grados	 sobre	 el	 cero	 absoluto.	 Los	 2,7	 kelvin
corresponden	a	una	temperatura	de	270,45	grados	Celsius	bajo	cero.
El	 tiempo,	 el	 espacio	 y	 la	 materia	 se	 originaron	 en	 una	 gran	 explosión	 inicial
llamada	Big	Bang,	ocurrida	hace	trece	mil	ochocientos	millones	de	años.	El	Big	Bang
no	ocurre	en	un	espacio	preexistente.	En	él	se	crea	el	espacio	y	el	tiempo;	no	existe
“antes	del	Big	Bang”	porque	el	tiempo	empieza	en	ese	instante.	Esto	es	algo	difícil	de
entender	 desde	 el	 sentido	 común.	 Una	 manera	 de	 visualizar	 qué	 significa	 que	 el
tiempo	empieza	en	el	Big	Bang	se	grafica	en	el	siguiente	ejemplo.	Supongamos	que
el	tiempo	transcurriera	de	una	manera	equivalente	a	como	es	en	la	Tierra	viajar	hacia
el	norte.	Mañana	estaremos	“más	al	norte”	y	ayer	estuvimos	“más	al	sur”.	Viajando
hacia	atrás	en	el	tiempo	llegaríamos	finalmente	al	polo	sur.	Cuando	estemos	ahí,	solo
podremos	viajar	hacia	el	norte,	en	cualquier	dirección	será	“hacia	el	norte”;	no	hay	al
sur	del	polo	sur.	De	igual	manera	no	hay	“antes	del	Big	Bang”.	Todos	las	líneas	de
tiempo	nos	 llevan	para	después	del	Big	Bang.	Por	ello	el	Big	Bang	no	 tiene	causa,
pues	las	causas	son	anteriores	a	los	efectos	y	no	hay	antes	de	él.
Los	 primeros	 instantes	 del	 universo	 pueden	 ser	 descritos	 por	 la	 física	 actual	 a
partir	del	primer	segundo;	incluso	cuando	apenas	ha	transcurrido	una	millonésima	de
segundo	 desde	 el	 Big	 Bang	 podemos	 aplicar	 toda	 la	 física	 que	 conocemos	 parawww.lectulandia.com	-	Página	43
describir	 al	 universo.	 Solo	 hay	 un	 brevísimo	 instante:	 cuando	 han	 transcurrido	 tan
solo	 10-43	 segundos	 es	 que	 nuestras	 teorías	 físicas	 fallan.	 Para	 ponerlo
dramáticamente	podemos	escribir	que	10-43	 segundos	escritos	como	un	número	con
decimales	 se	 escribe	 como
0,000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.1	 segundos.	 Ese
instante	se	lo	llama	tiempo	de	Planck;	el	tamaño	del	universo	observable	hoy,	todo	lo
que	 hoy	 podemos	 ver,	 tenía	 una	 tamaño	D	 ~	 10-32	 centímetros	 (la	 luz,	 viajando	 a
300.000	km/s,	en	el	tiempo	de	Planck	ha	recorrido	una	burbuja	del	orden	de	6x10-33
centímetros	 de	 diámetro).	 Para	 entender	 el	 universo	 en	 ese	 brevísimo	 intervalo	 de
tiempo	transcurrido	desde	el	inicio	hasta	el	tiempo	de	Planck	se	necesitaría	una	teoría
cuántica	de	la	gravitación.	La	relatividad	general	y	la	mecánica	cuántica	son	las	dos
grandes	teorías	de	la	física	del	siglo	XX.	Sin	embargo,	grandes	como	son,	una	explica
lo	macro	 y	 la	 otra	 lo	micro,	 pero	 son	 teorías	 incompatibles	 entre	 sí.	 La	mecánica
cuántica	describe	las	variables	fundamentales	de	la	física	como	variables	discretas,	no
continuas.	 Estas	 variables	 se	 distinguen	 igual	 como	 lo	 hace	 una	 escalera	 de	 una
rampa.	En	la	escalera,	uno	está	en	un	escalón	o	en	el	siguiente	pero	no	en	posiciones
intermedias.	La	 teoría	 de	 la	 relatividad	 trata	 el	 espacio	 y	 el	 tiempo	 como	variables
continuas	 que	 pueden	 cambiar	 infinitesimalmente.	 En	 el	 intervalo	 entre	 cero	 y	 el
tiempo	 de	 Planck	 necesitamos	 una	 teoría	 que	 las	 unifique,	 que	 aún	 no	 existe.	 El
universo	 observable	 de	 hoy	 tiene,	 en	 el	 instante	 de	Planck,	 un	 tamaño	millones	 de
veces	menor	que	el	 de	una	partícula	 atómica	 (el	 universo	 entero	millones	de	veces
menor	que	un	átomo).
Cuando	han	transcurrido	10-36	segundos	el	universo,	que	se	expande	rápidamente,
experimenta	un	cambio	muy	violento,	que	ha	sido	denominado	“inflación”.	Hasta	ese
momento	 el	 vacío	 del	 universo	 ha	 contenido	 mucha	 energía,	 ha	 sido	 una	 forma
“excitada	de	vacío”;	en	ese	instante	el	vacío	cambia	de	fase	y	cae	a	una	energía	muy
inferior,	inyectando	esa	energía	extra	al	universo	que	se	expande.	Este	fenómeno	se
puede	comparar	con	el	cambio	de	fase	del	agua	líquida	al	hielo	a	cero	grados	Celsius.
Entre	 un	 gramo	 de	 agua	 y	 un	 gramo	 de	 hielo,	 ambos	 a	 cero	 grados	 Celsius,	 hay
ochenta	 calorías	 de	 diferencia.	 El	 agua	 debe	 entregar	 ochenta	 calorías	 para	 poder
congelarse.	En	la	inflación,	al	cambiar	de	fase	el	vacío,	se	inyecta	muchísima	energía
a	la	expansión	que	hace	que	se	cree	espacio	y	materia	de	una	forma	descontrolada	por
un	breve	instante.	También	podemos	tratar	de	visualizarlo	de	la	siguiente	manera:	el
vacío	es	el	nivel	con	respecto	al	cual	se	mide	la	energía,	como	una	llanura	totalmente
horizontal.	 Súbitamente	 se	 encuentra	 un	 precipicio	 y	 el	 universo	 cae	 a	 un	 nivel	 de
referencia	 mucho	 más	 bajo,	 con	 lo	 cual	 adquirirá	 una	 gran	 cantidad	 de	 energía
cinética	 que	 infla	 el	 espacio.	 El	 universo	 se	 expande	 en	 forma	 brutal	 a	 densidad
constante	gracias	a	la	creación	de	materia	a	partir	de	la	energía	del	vacío.	A	los	10-34
segundos	la	inflación	cesa	y	el	universo	ha	cambiado	enormemente	de	tamaño.	Como
la	 inflación	 ocurre	 a	 densidad	 constante,	 en	 la	 inflación	 se	 crea	 verdaderamente	 la
materia	(energía)	del	universo.	Toda	la	materia	(energía)	del	universo	se	creó	a	partir
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de	 energía	 que	 en	 los	 primeros	 instantes	 estaba	 asociada	 al	 vacío.	 La	 inflación,
propuesta	a	comienzos	de	la	década	de	los	ochenta	—del	siglo	XX—	ha	solucionado
el	mayor	de	 los	problemas	que	permanecían	en	 la	descripción	cosmológica	del	Big
Bang.
A	medida	 que	 transcurre	 el	 tiempo	y	 sigue	 bajando	 la	 temperatura,	 empiezan	 a
aparecer	partículas	pesadas,	quarks,	que	posteriormente	darán	origen	a	los	protones	y
neutrones.	 Los	 protones	 y	 los	 neutrones	 son	 los	 componentes	 esenciales	 de	 los
núcleos	atómicos.	Todos	los	núcleos	atómicos	contienen	protones	y	neutrones,	casi	en
igual	proporción.	Como	vimos	en	el	capítulo	1,	al	hablar	del	sistema	periódico,	todos
los	 átomos	 están	 formados	 por	 un	 núcleo	 con	 protones	 y	 neutrones	 y	 rodeados	 de
electrones,	 partículas	mucho	más	 livianas	 con	 carga	 eléctrica	 negativa.	 Protones	 y
neutrones	 están	 constituidos	 por	 partículas	 aún	más	 simples	 llamados	 quarks;	 cada
uno	 por	 tres	 quarks.	 En	 verdad	 el	 universo	 parece	 una	 sopa	 donde	 hay	 quarks	 y
antiquarks	en	casi	igual	proporción	y,	de	cualquier	forma,	en	grandes	números.	Esta
época	del	universo	se	conoce	como	la	era	de	los	hadrones	(partículas	pesadas).
Luego,	 cuando	 ha	 transcurrido	 un	 millonésimo	 de	 segundo,	 la	 temperatura	 ha
bajado	 a	 niveles	 “más	 razonables”,	 a	 un	 billón	 de	 kelvin	 (antes	 la	 temperatura	 fue
millones	 de	 veces	 más	 alta).	 A	 esa	 temperatura	 dominan	 las	 partículas	 livianas,
electrones	 y	 positrones.	 Se	 llama	 a	 esta	 etapa	 la	 era	 de	 los	 leptones	 (las	 partículas
livianas).
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Cambio	en	la	escala	del	universo	desde	el	Big	Bang	(a	la	izquierda)
hasta	nuestros	días.
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Cuando	ha	transcurrido	un	centésimo	de	segundo,	la	temperatura	del	universo	es
de	cien	mil	millones	de	kelvin	y	la	densidad	equivalente	del	contenido	masa-energía
del	universo	es	en	ese	instante	de	cuatro	mil	toneladas	por	centímetro	cúbico	(masa	y
energía	son	dos	formas	equivalente	por	lo	cual	para	ver	la	densidad	del	universo	hay
que	 sumar	 masa	 y	 energía;	 la	 densidad	 del	 agua	 es	 de	 un	 gramo	 por	 centímetro
cúbico).	El	universo	está	constituido	por	una	sopa	de	radiación	y	materia	con	fotones,
neutrinos,	antineutrinos,	electrones	y	positrones	y	una	pequeñísima	traza	de	bariones
(protones	y	neutrones)	en	proporción	de	un	barión	por	cada	mil	millones	de	fotones.
El	 universo	 está	 dominado	 por	 la	 radiación	 y	 se	 encuentra	 en	 perfecto	 equilibrio
termodinámico,	 esto	 quiere	 decir	 que	 todo	 interactúa	 con	 todo	 y	 basta	 una
temperatura	 para	 describir	 el	 estado	 de	 la	 radiación	 y	 la	 materia.	 En	 general,	 la
radiación	tiene	una	temperatura	que	la	caracteriza,	y	el	movimiento	de	las	partículas
responde	 a	 una	 temperatura	 que	 se	 llama	 cinética;	 en	 condiciones	 de	 equilibrio
termodinámico,	 como	 la	 radiación	 y	 las	 partículas	 están	 en	 fuerte	 interacción,	 una
sola	temperatura	caracteriza	todo	lo	que	está	pasando.
Para	entender	la	proporción	entre	protones	y	neutrones	es	importante	saber	que	si
bien	ambas	partículas	atómicas	tienen	masas	casi	iguales,	el	neutrón	tiene	una	masa
ligeramente	mayor.	Como	las	masas	son	muy	pero	muy	pequeñas,	es	mejor	señalarlas
por	su	equivalente	en	energía.	La	masa	del	neutrón	equivale	a	939,56	MeV	(Mega-
electrón-volt:	un	electrón	volt	es	 la	energía	que	adquiere	un	electrón	al	desplazarse
por	una	diferencia	de	potencial	eléctrico	de	un	volt)	y	la	del	protón,	a	938,27	MeV.
Esa	diferencia	de	energía	de	1,29	MeV	es	pequeña	comparada	con	la	energía	típica	de
un	fotón	o	de	una	partícula	cualquiera	a	cien	mil	millones	de	kelvin,	que	corresponde
a	treinta	MeV.	Por	ende,	si	un	electrón	choca	con	un	protón	hay	suficiente	energía	en
la	reacción	para	formar	un	neutrón.	Inversamente	si	un	neutrón	choca	con	un	positrón
siempre	puede	producir	un	protón,	pues	la	reacción	liberará	energía.	Los	protones	se
transforman	 en	 neutrones	 y	 viceversa.	 A	 un	 centésimo	 de	 segundo	 del	 Big	 Bang
ambas	reacciones	ocurren	con	igual	facilidad	y	por	ello	tenemos	un	equilibrio	entre	el
número	de	protones	y	neutrones.	Un	50%	de	los	bariones	son	protones	y	el	otro	50%
son	neutrones.
Cuando	ha	transcurrido	un	décimo	de	segundo,	la	temperatura	del	universo	es	de
treinta	 mil	 millones	 de	 kelvin	 y	 la	 densidad	 ha	 bajado	 a	 treinta	 toneladas	 por
centímetro	 cúbico.	 El	 balance	 entre	 protones	 y	 neutrones	 comienzaa	 hacerse
favorable	a	los	protones	que	constituyen	el	62%	de	los	bariones,	con	solo	un	38%	de
neutrones.	Como	la	energía	promedio	de	las	partículas	(y	los	fotones)	ha	disminuido
a	 diez	MeV,	 la	 reacción	 que	 transforma	 un	 neutrón	 en	 un	 protón	 ocurre	 con	 más
facilidad	que	la	reacción	inversa	(siempre	es	más	fácil	bajar	que	subir).
Al	 pasar	 1,1	 segundo,	 la	 temperatura	 es	 de	 diez	 mil	 millones	 de	 kelvin.	 La
densidad	ha	seguido	disminuyendo.	En	ese	instante	los	neutrinos	se	desacoplan	de	la
materia.	Los	neutrinos	son	partículas	elementales	que	tienen	una	pequeñísima	sección
transversal	—de	 un	 tamaño	muy,	 pero	muy	 pequeño—	y	 por	 ello	 interactúan	muy
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débilmente	 con	 la	materia	 (los	 neutrinos	 atraviesan	 la	Tierra	 entera	 sin	 chocar	 con
ningún	 átomo	 de	 ella;	 nosotros	 estamos	 siendo	 atravesados	 por	 neutrinos
continuamente,	pero	son	inocuos,	pues	no	pueden	dañar	nuestros	tejidos).	Solo	a	las
altísimas	densidades	y	 temperaturas	 iniciales	del	Big	Bang	 los	neutrinos	estaban	en
equilibrio	termodinámico	con	la	materia	y	 la	radiación;	 transcurrido	un	segundo	los
neutrinos	 no	 interactuarán	 con	 la	 materia.	 Como	 las	 reacciones	 que	 transforman
neutrones	 en	 protones	 y	 viceversa	 están	 intermediadas	 por	 las	 reacciones	 de
nucleones	con	neutrinos,	a	partir	de	este	momento	la	razón	entre	protones	y	neutrones
se	 congela,	 se	 acaba	 ese	 travestismo	 entre	 protones	 y	 neutrones.	 Solamente	 el
decaimiento	 de	 los	 neutrones	 va	 a	 hacer	 cambiar	 marginalmente	 ese	 número.	 El
neutrón	es	una	partícula	inestable	cuando	está	fuera	del	núcleo	atómico	y	en	quince
minutos	decae	en	un	protón.	El	equilibrio	entre	protones	y	neutrones	favorece	a	los
primeros	en	proporción	de	83%	a	17%.
A	los	catorce	segundos	la	temperatura	del	universo	ha	bajado	a	tres	mil	millones
de	kelvin.	Hasta	ese	momento	la	aniquilación	de	un	electrón	y	un	positrón	formaba
un	par	de	fotones	de	muy	alta	energía	en	la	misma	proporción	en	que	la	interacción
entre	dos	 fotones	 formaba	un	par	 electrón	positrón.	Al	disminuir	 la	 temperatura,	 la
energía	promedio	de	 los	 fotones	va	disminuyendo	y	con	ello	se	hace	cada	vez	más
difícil	que	encontremos	dos	fotones	con	suficiente	energía	para	poder	formar	un	par
electrón-positrón.	 Por	 ello,	 la	 aniquilación	 de	 los	 electrones	 y	 positrones	 ya	 no	 es
compensada	y	estas	partículas	empiezan	a	desaparecer.
Las	partículas	(electrones	y	positrones)	se	crean	y	se	destruyen.
En	ese	momento,	la	temperatura	es	lo	suficientemente	baja	como	para	que	puedan
existir	 núcleos	 de	 helio-4	 (núcleo	 que	 contiene	 dos	 protones	 y	 dos	 neutrones).	 Sin
embargo,	 no	 se	 producen	 núcleos	 de	 helio-4	 inmediatamente,	 debido	 a	 que	 para
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formar	 un	 helio-4	 a	 partir	 de	 los	 protones	 y	 neutrones	 que	 hay	 en	 el	 universo,	 se
necesita	 que	 un	 protón	 y	 un	 neutrón	 reaccionen	 formando	 un	 deuterio	 (hidrógeno
pesado).	Si	ese	deuterio	reacciona	con	un	protón	formará	un	helio-3.	Finalmente,	dos
átomos	de	helio-3	chocan	y	producen	un	helio-4	liberando	dos	protones.	Esta	es	una
de	las	posibles	rutas	por	 la	cual	se	 transforman	dos	protones	y	dos	neutrones	en	un
átomo	de	helio-4.	El	núcleo	atómico	de	helio-4	puede	sobrevivir	a	una	temperatura	de
tres	mil	millones	 de	 grados,	 pero	 el	 deuterio,	 paso	 previo	 indispensable,	 es	mucho
más	frágil	y	no	resiste	esa	temperatura,	por	lo	cual	se	destruye	tan	pronto	se	forma.
Esto	 constituye	 el	 así	 llamado	 “cuello	 de	 botella	 del	 deuterio”.	 Los	 neutrones	 se
siguen	convirtiendo	en	protones;	el	balance	es	ahora	de	85%	de	protones	y	15%	de
neutrones.
La	energía	de	 ligazón	del	núcleo	del	helio-4	es	mucho	mayor	que	 la	energía	de
ligazón	del	deuterio.	Podemos	gráficamente	decir	que	el	núcleo	del	helio	está	mejor
“amarrado”	que	el	deuterio.	Cualquier	partícula	o	fotón	que	interactúe	con	el	deuterio
a	la	temperatura	de	tres	mil	millones	de	kelvin	lo	rompe,	desarmándolo	en	un	protón
y	un	neutrón,	sin	embargo,	ese	mismo	“golpe”	no	hubiese	desarmado	a	un	núcleo	de
helio-4.	 La	 fragilidad	 del	 deuterio	 inhibe	 la	 formación	 de	 helio	 en	 el	 universo
temprano.	Se	pudo	haber	formado	mucho	más	helio	en	el	universo	si	el	deuterio,	su
paso	previo,	no	 fuese	 tan	 frágil.	Como	el	deuterio	 se	destruye	 tan	pronto	 se	 forma,
eso	 hace	 que	 el	 universo	 siga	 siendo	 esencialmente	 protones	 y	 neutrones	 por	 un
tiempo	 más.	 Sin	 embargo,	 la	 temperatura	 sigue	 disminuyendo,	 lo	 cual	 cambia	 el
balance	 entre	 protones	 y	 neutrones,	 que	 continúa	 haciéndose	 más	 favorable	 a	 los
protones.
Después	de	transcurridos	3,7	minutos	(doscientos	veinte	segundos)	desde	el	Big
Bang,	la	temperatura	ha	descendido	a	un	nivel	en	el	cual	el	deuterio	finalmente	puede
sobrevivir	 (novecientos	millones	 de	 kelvin	 aproximadamente).	Tan	 pronto	 como	 se
alcanza	ese	nivel,	todos	los	neutrones	forman	deuterios	que	a	su	vez	son	“cocinados”
en	núcleos	de	helio-4.	El	balance	entre	neutrones	y	protones	era	de	un	87,5%	para	los
protones	y	un	12,5%	para	los	neutrones.	Por	lo	tanto,	si	todos	los	neutrones	terminan
encerrados	en	un	núcleo	de	helio-4,	el	12,5%	de	neutrones	se	unirán	a	un	12,5%	de
protones	 para	 que	 el	 25%	 de	 la	 masa	 de	 universo	 quede	 finalmente	 en	 forma	 de
núcleos	de	helio.	El	75%	restante,	las	tres	cuartas	partes	del	universo,	lo	constituyen
los	protones,	o	sea,	los	núcleos	de	los	átomos	de	hidrógeno.
Después	de	cuatro	minutos	de	ocurrido	el	Big	Bang	en	el	universo	hay	un	núcleo
de	helio-4	por	cada	doce	núcleos	de	hidrógeno	(protones)	y	prácticamente	nada	más.
La	 especial	 circunstancia	 de	 no	 existir	 en	 la	 naturaleza	 un	 núcleo	 atómico	 que	 sea
estable	y	tenga	5	u	8	partículas,	hace	que	sea	imposible	formar	núcleos	más	pesados
que	el	helio-4	por	interacción	de	partículas	en	el	Big	Bang.	Si	chocan	dos	núcleos	de
helio-4	 forman	un	berilio-8,	 que	 es	 inestable	 y	 se	 destruye	 tan	 pronto	 se	 forma.	Si
chocan	un	helio-4	con	un	protón	forman	un	litio-5	que	se	destruye	instantáneamente.
Por	 ello	 no	 pueden	 continuar	 las	 reacciones	 nucleares	 para	 producir	 elementos
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atómicos	de	mayor	complejidad.
Algo	más	de	media	hora	después	de	 la	 explosión	 inicial	 la	 temperatura	 será	de
trescientos	millones	de	kelvin,	y	la	densidad	del	contenido	masa-energía,	solo	de	un
10%	de	la	del	agua.	En	este	momento	los	procesos	nucleares	se	detienen:	el	carnaval
de	 la	 nucleosíntesis	 primordial	 ha	 llegado	 a	 su	 fin.	 El	 universo	 está	 formado	 por
radiación,	protones,	núcleos	de	helio-4,	electrones	y	neutrinos	(y	pequeñísimas	trazas
de	 deuterio,	 helio-3	 y	 litio-7).	 La	 temperatura	 es	muy	 alta	 para	 que	 puedan	 existir
átomos	neutros;	todos	los	átomos	están	ionizados:	núcleos	atómicos	inmersos	en	una
sopa	de	electrones	libres.
Al	 finalizar	 la	 nucleosíntesis	 en	 el	 Big	 Bang	 el	 universo	 contiene:	 75%	 de	 su
masa	en	forma	de	núcleos	de	hidrógeno	(protones)	y	25%	de	su	masa	en	la	forma	de
núcleos	de	helio-4.	Por	número,	hay	un	núcleo	de	helio-4	por	cada	doce	protones.
Transcurrida	media	hora	desde	el	Big	Bang	las	características	del	universo	están
perfectamente	definidas.	El	universo	continúa	expandiéndose	y	con	ello,	enfriándose.
Los	 electrones	 libres	 no	 permiten	 que	 los	 fotones	 —partículas	 de	 luz—	 viajen
grandes	 trayectos	 pues	 rápidamente	 son	 absorbidos	 y	 reemitidos	 por	 ellos.	 Los
núcleos	de	hidrógeno	y	de	helio	conforman	la	masa	del	universo.	Por	miles	de	años	la
situación	 general	 no	 cambió,	 salvo	 que	 la	 densidad	 y	 temperatura	 del	 universo
continuaban	bajando.	Sin	embargo,	 la	 temperatura	 seguía	 siendo	muy	alta	para	que
los	núcleos	pudieran	capturar	electrones	libres	y	transformarse	en	átomos	neutros.
Transcurridos	trescientos	ochenta	mil	años,	la	temperatura	alcanza	el	punto	donde
los	electrones	se	pueden	combinar	con	los	núcleos	(alrededor	de	3000	K)	para	formar
átomos	 neutros	 (de	 hidrógeno	 y

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