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Kitchen, Martín, cap 6, El fascismo italiano, en El período de entreguerras en Europa

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Martin Kitchen, cap. 6 “Fascismo italiano”, en El período de entreguerras en Europa, Madrid: Alianza. 
Capítulo 6
FASCISMO ITALIANO
El 2 de agosto de 1914 el gobierno italiano anunció que se mantendría neutral, pues el conservador primer ministro Salandra tenía la esperanza de que lo que él llamaba el "sagrado egoísmo" de Italia se pudiera satisfacer negociando importantes concesiones por parte de las potencias centrales. Cuando los alemanes sufrieron sus primeros reveces, los nacionalistas, embriagados con visiones de engrandecimiento territorial, comenzaron a presionar para entrar en la guerra. El director del diario socialista Avanti, Benito Mussolini, fiel al espíritu de las resoluciones de la Internacional Socialista en contra de la guerra en Stuttgart en 1907 y en Basilea en 1912, atacó tanto a los agresores alemanes como a los imperialistas anglofranceses y proclamó que la única guerra para los socialistas era la guerra entre la burguesía y el proletariado. Pero en octubre, sus atónitos lectores se encontraron con unas abiertas críticas contra los defensores de la neutralidad tachándolos de traidores y cobardes. Fue obligado a irse de Avanti y poco después fundó un nuevo periódico, llamado Il Popolo d'Italia, que estaba financiado en gran parte con dinero francés y con sustanciosas contribuciones de las otras potencias de la Entente.
El Partido Socialista se mantuvo resueltamente neutral y siguió alabando en apariencia la idea de la revolución, pero la unidad había quedado destruída, ya que muchos activistas se sentían atraídos por la idea de canalizar sus energías revolucionarias hacia la gloriosa lucha contra el imperialismo y el militarismo alemanes. La división dentro del Partido Socialista entre los que albergaban el difuso pero apasionado desea de pasar a la acción dentro de una "guerra revolucionaria" y los que se aferraban a la neutralidad era sintomática de una profunda división dentro de la sociedad italiana. Los conservadores simpatizaban con las autoritarias potencias centrales. Los católicos apoyaban a Austria-Hungría como bastión de la Iglesia. Los capitalistas se inclinaban por la neutralidad porque ofrecía atractivas oportunidades de hacer negocios con ambas partes. En el bando intervencionista había nacionalistas que soñaban con la gloria y la conquista, radicales a quienes la idea de la guerra les resultaba estimulante y socialistas reformistas que habían logrado convencerse de que la guerra era lo mejor para defender los intereses del proletariado. A la inmensa mayoría de los italianos todo esto les resultaba muy confuso. Una pequeña pero resuelta minoría a favor de la guerra se salió con la suya en mayo de 1915. Las clases medias apoyaron la decisión de mala gana, pues la causa de los defensores de la neutralidad había sido ganadas por vociferantes socialistas que equipararon neutralidad con revolución. Por tanto muchos italianos llegaron a creer que la alternativa era guerra o revolución y pensaron que la guerra era el mal menor. Los socialistas, pese a su encendida retórica, no se atrevían a enfrentarse a las muchedumbres intervencionistas que ocupaban las calles y no querían arriesgarse a convocar una huelga general.
La Cámara de Diputados votó abrumadoramente pero sin entusiasmo a favor de la guerra, tras haber sido manipulada por el gobierno e intimidada por los intervencionistas. Tras esta desafortunada capitulación, el Parlamento cayó en un descrédito mayor por la inepta conducción de una guerra para la que el país estaba mal preparado, que era muy impopular y que no trajo consigo la gloria nacional, sino la humillación de la derrota en Caporetto. El gobierno era objeto de ataques constantes por parte de los socialistas, que adoptaron el lema de "ni apoyo ni sabotaje". Los diputados intervencionistas y sus adláteres crearon una "Unión de Defensa Nacional" (Fascio di Difesa Nazionale) pero la mayoría no pertenecía a ningún extremo y no sabía qué hacer. En la primavera de 1917, la extrema izquierda del Partido Socialista, bajo la dirección de Amadeo Bordiga, formó un partido socialista independiente a partir del cual se creó más adelante el Partido Comunista. El descontento generalizado por la conducción de la guerra, la escasez de alimentos, el estraperlo de guerra y la revolución Rusa ayudaron a la izquierda radical a ganar muchos seguidores en los centros industriales del norte. En agosto de 1917 hubo revueltas en Turín. Eran más una manifestación espontánea de rabia popular que un intento revolucionario consciente de acabar con el orden establecido, pero aterrorizaron a las autoridades, quienes echaron la culpa a los socialistas del posterior desastre de Caporetto, animadas por la intransigencia de la extrema izquierda, y convencieron a muchos moderados de que el gobierno tenía que tomar medidas más decisivas contra los subversivos y los derrotistas. El gobierno adoptó duras medidas en contra de los socialistas, pero esto no hizo sino empujar más a la izquierda a los socialistas. En el Congreso del partido celebrado en septiembre de 1918 se acordó que no se debía llegar a ningún compromiso con el Estado burgués y que la meta del partido debía ser establecer la dictadura del proletariado. Así pues, la reconciliación entre los socialistas y los demócratas burgueses ya no era posible y el victoriosa final de la guerra no contribuyó en nada a terminar con su rechazo básico del régimen liberal.
La victoria no tardó en estropearse. A Italia se le negaron las anexiones que se le habían prometido en el Tratado de Londres y los nacionalistas acusaron a la Conferencia de Paz de ser un fraude que había otorgado a Italia una "paz mutilada". Los extremistas de izquierdas y de derechas atacaban a los intervencionistas moderados, quienes perdieron a la mayor parte de los seguidores que les quedaban. Dada la situación, los llamamientos del primer ministro, Francesco Nitti, a favor de la moderación, la tolerancia y la aceptación del acuerdo de paz por temor a enfadar a los aliados de guerra de Italia cayeron en saco roto. El ejército estaba dispuesto a ofrecer resistencia al plan de Nitti para una rápida desmovilización y en los cuarteles se murmuraba sobre la conveniencia de un golpe militar. El 12 de septiembre de 1919, Gabriele D'Annuncio, un literato de moda, aventurero y héroe de guerra, cuyas efusiones melodramáticas eran muy admiradas, condujo a unos 2.000 soldados rebeldes hasta Fiume, desafiando el acuerdo de paz. D'Annuncio se quedó en Fiume hasta finales de 1920, cuando e gobierno llegó a un acuerdo con Yugoslavia y por fin se sintió capaz de actuar. Los nacionalistas aplaudieron su golpe de opereta, pero no consiguió derribar al gobierno de Nitti como había esperado y tampoco inspiró un golpe de Estado en el país.
La impotencia del gobierno ante estas posturas indicaba el grado de fragmentación política que había en Italia. Nitti no consiguió hacerse con el apoyo de la izquierda en contra de D'Annuncio, pues ésta no tenía el menor deseo de ayudar al Estado burgués a salir de una situación embarazosa, por mucho que desaprobara sus aventuras en Fiume. La derecha apoyaba a D'Annuncio y seguía vociferando sobre la "victoria mutilada" y los desórdenes dentro del país. La situación política se desestabilizó aún más a causa del establecimiento de la representación proporcional, lo cual ya no permitía controlar al Parlamento con los tradicionales métodos liberales del intercambio político y el tráfico de influencias conocidos como trasformismo. Turati y los socialistas se negaban a cooperar con los partidos burgueses. Don Sturzo y los populistas (PPI) eran unos colaboradores poco dispuestos y excepcionalmente difíciles. La representación proporcional tendía a exagerar los antagonismos entre los partidarios de la neutralidad y los intervencionistas, así como entre el norte y el sur, que aquejaban a los partidos constitucionales tradicionales a los cuales pertenecía casi la mitad de los diputados. Ni siquiera el anciano brujo de la política italiana, Giovanni Giolitti,que sustituyó a su grandísimo rival Nitti en junio de 1920, consiguió formar una coalición eficaz con estas facciones hostiles. Por tanto, no era de asombrar que la idea de un régimen autoritario resultara cada vez más atractiva.
En los "dos años rojos" de 1919-20, hubo una oleada de huelgas por toda Italia tanto en la industria como en la agricultura. Los patronos, enfrentados a unos sindicatos militantes envalentonados por la alta tasa de empleo, cedieron ante muchas de sus demandas, con la esperanza de que la inflación disminuyera el coste real de estas concesiones. Las clases medias no consiguieron ningún beneficio similar. Les costaba adaptarse al relativo aburrimiento de la vida civil, la inflación les hacía daño y sus ingresos medios eran más bajos que antes de la guerra. No estaban de acuerdo con el Tratado de Paz, que no había dado a Italia Dalmacia, partes de Istria y el interior de Trieste. Aborrecían a los socialistas y consideraban a Giolitti como un "derrotista" desacreditado. Estaban frustradas, amargadas y desilusionadas y buscaban una solución radical a sus problemas.
Los "dos años rojos" alcanzaron su punto culminante en septiembre con la ocupación de las fábricas en los centros industriales del norte. Fue un estallido espontáneo y desorganizado que nunca pasó a convertirse en un movimiento revolucionario. Su fracaso desmoralizó a la clase obrera y puso de manifiesto la quiebra de la línea "maximalista". Bordiga y Gramsci formaron el Partido Comunista (PCI) en el Congreso de Livorno de enero de 1921, convencidos de que sólo un partido revolucionario al estilo bolchevique podía llevar a cabo las aspiraciones de la clase obrera. La mayoría de los obreros socialistas estaban desmoralizados por el fracaso de la ocupación de las fábricas y por el aumento del desempleo a medida que los efectos de una crisis se iban haciendo sentir. Así pues, en 1921 el movimiento obrero italiano estaba aún más dividido y sin ánimos para ofrecer una oposición unida y decidida contra el peligro creciente de la extrema derecha.
Pese a esta derrota de la izquierda, los industriales estaban muy preocupados y culpaban al gobierno por no haber tomado medidas más estrictas contra los huelguista. También los agravios atacaban con vehemencia al gobierno por no haber acudido en su ayuda contra los aparceros y los jornaleros que se habían organizado formando sindicatos, tanto socialistas como católicos, y que estaban en huelga por todo el valle del Po, la Toscana, la Umbría y el Véneto. En las ciudades la burguesía se quedó horrorizada, cuando las elecciones locales de finales de 1920 dieron como resultado una serie de concejos socialistas que suponían una amenaza directa para la cultura urbana tradicional y para los privilegios de las élites atrincheradas. Dada la situación, Mussolini y sus squadristi parecían ofrecer una esperanza para librarse de los socialistas, los sindicatos y un gobierno pusilánime. 
Mussolini fundó su primer fascio di combattimento el 23 de marzo de 1919 como continuación de sus fasci di combattimento de la guerra. El movimiento era una curiosa mezcla de nacionalismo furibundo y sindicalismo revolucionario. Su primer programa, que se publicó varios meses después, reflejaba estas dos tendencias. Defendía la anexión de Fiume y Dalmacia así como un impuesto del 85% sobre los beneficios de guerra, un progresivo impuesto sobre la renta, la participación de los obreros en la gerencia y la incautación de todo lo que quedaba de las propiedades de la Iglesia. Mussolini tenía la esperanza de ganarse el apoyo de los socialistas de derechas y de los sindicalistas, así como de los miembros desafectos de los partidos de centro, pero en las elecciones de noviembre de 1919 los fasci salieron tan mal parados que todo el movimiento parecía estar a punto de venirse abajo. Su única esperanza para sobrevivir era pasarse totalmente a la derecha. Los elementos del programa que tenían tintes socialistas fueron eliminados o suavizados. Mussolini anunció que estaba a favor del "libre cambio", lo cual implicaba librarse de los sindicatos, librarse de los impuestos elevados y librarse de la excesiva intervención del gobierno en la economía.
Anteriormente los sindicalistas y los socialistas habían destacado en el movimiento desde su creación. Formaban la mayoría de las bases, ocupaban la mayor parte de los puestos importantes y marcaban las directrices. El intento de atraer a los militares retirados no tuvo éxito, pues éstos seguían fieles a las organizaciones de militares retirados patrocinadas por el gobierno. Pero una cantidad importante de oficiales y miembros de las tropas de choque de élite (arditi) se sentían muy atraídas por los fasci y ellos fueron quienes dieron al movimiento su tono claramente militar, su recelo ante los programas y plataformas, su radicalismo vacío y su violencia. La pequeña burguesía de los tenderos y los pequeños empresarios acudían a los fasci para reavivar sus decaídos beneficios y recuperar su posición y sus hijos se sentían atraídos por la emoción, la camaradería y la sensación de propósito que ofrecían los fascistas. Mussolini recibió una buena ayuda económica por parte del mundo de las finanzas de Milán, pero en su capacidad de brillante periodista anticomunista, no como líder de los fasci. Esta íntima asociación con destacados capitalistas fue una razón más para que la izquierda fascista se alejara de Mussolini en un momento en que ya estaba molesta por el giro a la derecha del movimiento.
A principios de 1919, Mussolini empezó a organizar escuadras armadas formadas en su mayor parte por militares retirados, en especial procedentes de los arditi que entraron en acción por primera vez en abril, cuando fue incendiado el edificio del periódico socialista Avanti. Aunque algunos squadristi soñaban con un golpe de Estado, las escuadras no hicieron nada por ayudar a D'Annuncio cuando éste fue expulsado de Fiume y la mayor parte de sus energías iban dirigidas a aterrorizar a los socialistas y a los sindicatos. Este squadrismo fue típico de la siguiente fase del fascismo, dando a los desarraigados y a los confusos la sensación de que pertenecían a una élite, a las tropas de choque de una Italia nueva y más grande.
Esta campaña de violencia tuvo muchísimo éxito. Atacaron a los ayuntamientos dirigidos por concejos socialistas. Aterrorizaban a los sindicatos. Atacaron a las cooperativas agrícolas y destruyeron las ligas socialistas de campesinos. Llegaron a dominar las zonas rurales del valle del Po, la Emilia y la Toscana. Algunos fascistas pensaban que esta violencia era excesiva y que el partido debía convertirse en un partido responsable de centro. Los fascistas radicales no simpatizaban con esta política tradicional y disfrutaban con el empleo del terror, que, desde su punto de vista, era parte de un auténtico culto revolucionario al autosacrificio, el heroísmo y el idealismo. Estas dos alas del movimiento fascista estaban unidas porque las dos detestaban el socialismo en todas sus formas y este antisocialismo fue lo que iba a dar a los fascistas un apoyo masivo.
La burguesía italiana había recibido un gran sobresalto en 1920. Los obreros habían ocupado las fábricas y luego habían obtenido grandes progresos en las elecciones municipales. Los socialistas maximalistas revelaban sus visiones apocalípticas de una revolución inminente al tiempo que no hacían nada para prepararse para la hecatombe. Por tanto, las clases respetables buscaban protección contra el peligro rojo y los fasci estaban encantados de facilitarla, aunque despreciaban a los burgueses por considerarlos egoístas, convencionales y cobardes. La mayoría de los fascistas aceptó cínicamente esta alianza con la burguesía como postura táctica, pero lo más idealistas pensaban que el movimiento estaba degenerando y convirtiéndose en un negocio para la protección de los crudos intereses de clase de la burguesía. En 1920 el fascismo tenía más fuerza en el campo, donde había problemas parecidos. Muchos trabajadores agrícolasse habían unido a los fasci, atraídos por las promesas de que serían protegidos contra los terratenientes, pero eran precisamente estos agrarios los que dominaban y controlaban el fascismo rural, con gran disgusto por parte de los idealistas urbanos. Esta contradicción fundamental sólo se podía superar imponiendo una rígida disciplina y una mayor militarización de los fasci rurales.
En las elecciones de mayo de 1921, Mussolini se unió al Bloque Nacional con los liberales de Giolitti y los nacionalistas y sus seguidores obtuvieron treinta y cinco escaños. El gobierno de Giolitti dependía del apoyo de los populistas y en julio, cuando ya no podía contar con ellos, presentó su dimisión. Se formó un nuevo gobierno con Bonomi, débil socialista de derechas, que aceptó un "pacto de pacificación" con Mussolini, algo que enfureció sobremanera a los violentos fasci rurales. Mussolini cedió a las presiones de los dirigentes locales (ras), extremistas como Blbo y Dino Grandi, diciéndoles que podían hacer caso omiso del pacto si querían y, en el Congreso fundador del Partido Fascista (PNF: Partido Nazionale Fascista) celebrado en noviembre, anunció: "Sin duda deseamos servirle (al pueblo), educarlo, pero también estamos dispuestos a azotarlo cuando cometa errores" Italia se lanzó prácticamente a una guerra civil entre los camisas negras fascistas y los camisas rojas socialistas. Bonomi prohibió todas las bandas armadas, pero no había forma de hacer respetar este decreto y el gobierno cayó en un mayor descrédito.
Los demócratas retiraron su apoyo a Bonomi y el gobierno de éste cayó. Los populistas no querían apoyar a Giolitti, los socialistas no se querían unir en una coalición antifascistas ni estaban dispuestos a cooperar con los fascistas en un "ministerio de concentración". Facta formó un gobierno débil, pero esto no fue más que una medida provisional que preparó el camino para el regreso del Gran Hombre, aunque Facta era mucho más que un pretexto para Giolitti. Los fascistas aumentaron su violencia y el gobierno se vio incapaz de mantener la ley y el orden. Los socialistas y los populistas anunciaron entonces que estaban dispuestos a respaldar a un gobierno antifascista , en un intento de poner fin a la violencia e ilegalidad intolerables que arrasaban el país. Esta postura constructiva fue torpedeada por Giolitti y, desesperados, los socialistas convocaron una huelga general antifascista en julio. Fue un error fatal, pues los fascistas rompieron la huelga. La burguesía aplaudió esta abrumadora derrota de la clase obrera organizada y militante. El único temor que le quedaba a Mussolini era que el octogenario Giolitti pudiera formar un gobierno que absorbiera a los fascistas. Por ello, apoyó a los radicales del movimiento que pedían marchar sobre Roma para derrocar al gobierno, al tiempo que negociaba con los políticos y manifestaba estar dispuesto a llegar a un compromiso. Facta pensó que estas discusiones eran señal de que la crisis estaba disminuyendo y confundió su propia debilidad con una muestra de paciencia flexible propia de un hombre de Estado. Entre tanto, Giolitti aguardaba entre bastidores al llamamiento para unir a la nación.
A finales de octubre, Mussolini aceptó por fin marchar sobre Roma. Como operación militar estuvo especialmente mal planeada y habría sido detenida con facilidad de haber habido una oposición seria. Como muestra de teatralidad política fue soberbia. Por todo el norte de Italia las autoridades se rindieron a los fascistas y parecía que el estado se estaba desmoronando. Casi todo el ejército simpatizaba con los fascistas. Los políticos, con la excepción de los comunistas y casi todos los socialistas, e incluyendo a Giolitti, Bonomi, Orlando, Salandra y Alcide de Gasperi, estaban dispuestos a aceptar a los fascistas convencidos de que éstos respetarían la ley y que el país tendría algo de paz y tranquilidad. El rey estaba de acuerdo con este punto de vista y, aunque no era amigo de los fascistas, pensaba que un gobierno dirigido por Mussolini era la única alternativa al derramamiento de sangre y la anarquía. Mussolini llegó a Roma en un coche cama desde Milán y llegó en la mañana del 30 de octubre ataviado, cosa incongruente pero simbólica con una camisa negra y un sombrero hongo. Sus tropas celebraron su desfile de la victoria por las calles de Roma. Tenían un aspecto lamentable, pues había estado diluviando durante dos días y apenas habían comido. Incluso este astroso espectáculo benefició a Mussolini, pues una demostración de fuerza demasiado vívida podría haberse ganado la antipatía de los elementos más quisquillosos de la sociedad y no habría expuesto de forma tan clara la debilidad de sus oponentes.
Sólo había treinta y dos diputados fascistas en la Cámara y el gabinete de Mussolini incluía a muy pocos fascista. Todos los fascistas destacados quedaron excluídos, con gran disgusto por su parte, y en el gobierno se incluían dos populistas, tres demócratas, un nacionalista y un liberal. Esto aseguraba a Mussolini una mayoría parlamentaria, pero a sus seguidores más radicales les pareció una alianza demasiado conservadora. A los conservadores les alarmó el hecho de que Mussolini se nombrara a sí mismo ministro de Asuntos Exteriores, pues se consideraba que la diplomacia era un feudo conservador, además de ser primer ministro y ministro del Interior. Los fascistas radicales estaban molestos por la cautela de Mussolini y su disposición de llegar a un compromiso y la izquierda estaba escandalizada por sus bravucones discursos en la Cámara, como su famosa diatriba del 16 de noviembre de 1922 en la que dijo: "Podría haber convertido esta sala gris y triste en un campamento para mis legiones." Mussolini todavía no era lo bastante fuerte como para establecer una dictadura y todavía tenía que hacer ciertas concesiones a la democracia parlamentaria.
Los primeros pasos importantes para crear una dictadura permanente se dieron en diciembre. Se formó el Gran Consejo Fascista, en apariencia para facilitar el contacto entre el partido y el gobierno, pero no tardó en convertirse en una institución más importante que el gabinete. El 30 de diciembre, Mussolini mandó arrestar a los dirigentes comunistas Bordiga y Gramsci junto con todos los demás miembros del Partido Comunista que pudo atrapar. El Partido Comunista pasó a la clandestinidad y, aunque Gramsci se libró del arresto hasta 1926, la destrucción final de la izquierda había comenzado. Pero los radicales del propio partido de Mussolini también fueron metidos en cintura. Se formó una milicia que controló, disciplinó y absorbió a los pendencieros squadristi y se convirtió en una fuerza militar que era ciegamente fiel a Mussolini. Los radicales fascistas también tuvieron que aceptar la absorción de los nacionalistas en el PNF y se quejaban de sus nuevos camaradas tachándolos de moderados conservadores con tendencias clericales. Estos temores estaban en parte justificados, pues los nacionalistas tenían un papel muy destacado en el movimiento fascista que resultaba desproporcionado con respecto a su número y la fusión de ambos partidos marcó un mayor distanciamiento de la postura de los activistas radicales.
 En abril de 1923, los populistas fueron expulsados del gobierno, pues una buena facción del partido se oponía a cualquier tipo de cooperación con los fascistas y Don Sturzo simpatizaba con ella. Mussolini estaba decidido a debilitar a los populistas, sobre todo porque se oponían con fuerza a sus propuestas para una reforma electoral. Según la Ley Acerbo, aprobada en noviembre, el partido que obtuviera el mayor número de escaños en unas elecciones se haría automáticamente con dos tercios de los escaños en el Parlamento. Sturzo, como sacerdote obediente, se había visto obligado a abandonar la dirección de los populistas al ser objeto de presiones crecientes por parte del Vaticano para colaborar con los fascistas. Sin su dirección el partido comenzó a dividirse en dos grupos: uno dispuesto a cooperar con los fascistas y otro quequería a toda costa conservar los últimos restos de la democracia italiana. Al final el partido aceptó por un voto abstenerse de votar en la Ley Acerbo, lo cual prácticamente aseguró su aprobación. Los que votaron a favor de esta ley tenían la esperanza de que Mussolini se alejara de los radicales del partido y actuara como un político más responsable y convencional, con su gobierno legitimado por el proceso electoral. Los liberales apoyaron a los fascistas en las elecciones celebradas bajo la nueva ley en abril de 1924, con la esperanza de conseguir trabajos y mecenazgo bajo el nuevo gobierno. La intimidación y la violencia, una inmensa campaña de propaganda patrocinada por el gobierno, el poyo de las grandes finanzas (como dijo Agnelli, eran "defensores del gobierno por necesidad"), las trampas descaradas en el recuento de los votos y el permitir a los fascistas votar más de una vez dieron como resultado una abrumadora victoria del Bloque Nacional. Obtuvieron mejores resultados en el sur, donde se emplearon más a fondo la intimidación y el soborno, pero no consiguieron ganar una mayoría en las ciudades industriales del norte. No se podía hacer que la clase trabajadora abandonara sus lealtades tradicionales y, ante esta solidaridad, los fascistas se mostraron menos violentos y radicales.
Con el Parlamento dominado ahora por los fascistas era evidente que el régimen estaba a punto de entrar en una nueva fase. Los liberales esperaban que se volviera a la normalidad y que se rechazara la violencia. Los fascistas se regocijaban de que por fin fuera posible plantar los cimientos de un auténtico Estado fascista, aunque había mucho desacuerdo en cuanto a cómo debía ser este Estado. Cuando el Parlamento se volvió a reunir, el dirigente de los socialistas reformistas, Giacomo Matteotti, atacó ferozmente al gobierno y denunció las elecciones diciendo que habían sido un fraude. Pocos días más tarde, el 10 de junio, Matteotti desapareció. Había sido raptado en las calles de Roma, metido en la parte trasera de un coche y asesinado. Su cuerpo no fue descubierto hasta meses después. El valor, la honradez y las destacadas cualidades de Matteotti eran respetados en todas partes y su desaparición causó escándalo. Apenas cabe la menor duda de que este asesinato, o grave paliza posiblemente, se habían producido cumpliendo órdenes de Mussolini o de alguien muy cercano a éste y los intentos de Mussolini de echar la culpa de su secuestro a los judíos, masones, banqueros y demás enemigos del fascismo no convencieron a los diputados. Los fascistas moderados como De Stefani, Oviglio, Federzoni y Gentile amenazaron con abandonar el gabinete si Mussolini no se libraba de los extremistas. Mussolini no sabía qué hacer. Tras un período de vacilaciones, cedió ante los moderados. El fino Federzoni fue nombrado ministro de Interior y el subsecretario de Estado de ministerio, Finzi, fue obligado a dimitir. Mussolini dejó caer que Finzi, que era judío, estaba de alguna manera implicado en el asunto Matteotti. Moriría en 1944 luchando por una unidad partisana contra los alemanes. Alfredo Rocco, un distinguido catedrático de derecho, fue nombrado ministro de justicia. El general Bono, director de Seguridad Pública, en quién habían recaído fundadas sospechas, también fue cesado.
La oposición también se encontraba confundida. Una huelga general habría aterrorizado a la burguesía y les habría hecho el juego a los fascistas. Algunos hablaban de arrestar a Mussolini, pero no había ningún candidato adecuado para organizar un golpe tan atrevido. El 12 de junio, los diputados de la oposición, con excepción de los comunistas, decidieron retirarse del Parlamento, negándose a regresar hasta que se hubieran restablecido la ley y el orden y se respetara la constitución. Estos diputados, a los que pronto se conocería como la "Secesión del Aventino", por el movimiento plebeyo del siglo V a de C., no formaron un parlamento alternativo ni una alianza eficaz que pudiera haber constituído una alternativa creíble a los fascistas. En parte esto se debió al papa Pío XI, quién no sólo prohibió a los populistas cooperar con los socialistas, sino que incluso mandó al desdichado Don Sturzo al exilio. Poca cosa podía hacer la oposición del Aventino, salvo albergar la esperanza de que se produjera un cambio masivo de la opinión pública en contra de los fascistas y que el movimiento fascista se deshiciera por la tensión de la crisis.
Muchos fascistas radicales pensaban que Mussolini estaba siendo demasiado conciliador y que había llegado el momento de destruir a la oposición y de establecer una dictadura definitiva. Se sintieron ultrajados cuando la milicia fue obligada a jurar lealtad al rey, medida pensada para calmar a los nacionalistas y a los conservadores. Un grupo de cónsules de la milicia advirtió a Mussolini de que habría una "segunda oleada" de violencia si el gobierno no tomaba medidas decisivas y hubo manifestaciones en algunas de las ciudades más importantes con el mismo fin. Mussolini decidió ceder a estas presiones y establecer una dictadura plena.
Antes del asesinato de Matteotti, Mussolini había planeado reforzar su autoritario papel personal fortaleciendo los lazos con los partidos políticos de la derecha y el centro que lo consideraban como la mejor garantía contra el socialismo y con las grandes finanzas, que aprobaban su liberalismo económico y su destrucción del movimiento sindical. Algunos políticos importantes como Giolitti, Salandra y Orlando dejaron de apoyar a Mussolini cuando la libertad de prensa quedó abolida en noviembre. Los industriales estaban alarmados por las huelgas promovidas por los fascistas a causa de la elevada tasa de inflación y de la negativa por parte de los patronos a cumplir su promesa de subir los salarios industriales. Ante la disminución de su apoyo y ante la actitud cada vez más amenazadora de los extremistas fascistas, Mussolini decidió tratar de establecer un "Estado totalitario fascista".
El 3 de enero de 1925, Mussolini anunció en la cámara que "yo y sólo yo asumo la responsabilidad política, moral e histórica de todo lo que ha ocurrido" y advirtió que "si dos elementos irreconciliables luchan entre sí, la solución está en la fuerza". Aunque prometió que la situación estaría aclarada en cuarenta y ocho horas, siguió moviéndose despacio. Eliminó de su gobierno a los ministros no fascistas. En marzo encargó a radical Farinacci la dirección del Partido Fascista. La milicia fue movilizada y se llevaron a cabo innumerables arrestos. En enero, la oposición del Aventino perdió sus escaños parlamentarios, pero hubo que esperar hasta octubre para que el PSU se convirtiera en el primer partido político prohibido, cuando un diputado del antiguo partido de Matteotti trató de asesinar al Duce. En enero de 1926, los diputados populistas que intentaron ocupar sus escaños en el Parlamento fueron expulsados por los fascistas. En octubre hubo otro atentado contra la vida de Mussolini. Un muchacho de dieciséis años, que casi con toda certeza era inocente, murió en el acto, hecho pedazos, y su cuerpo fue arrastrado por toda Bolonia en una repulsiva exhibición de violencia fascista. Esto sirvió de excusa para prohibir todos los partidos políticos. El dirigente comunista Antonio Gramsci fue enviado a la cárcel, donde moriría más tarde. Italia era ya un Estado con un solo partido político, pero aún había poderosos intereses a los que se tenía que enfrentar Mussolini: la Corona, la Iglesia, el Ejército, las grandes finanzas e incluso el PNF.
Para el partido el gran problema era si caería en manos de los intransigentes y si quedaría subordinado al Estado. Federzoni precipitó las cosas cuando ordenó arrestar a unos matones fascistas en Bolonia. Mussolini apoyó al ministro del Interior, pero entre las base hubo muchas quejas, que se acallaron un poco cuando Farinacci fue nombrado secretario general del PNF, medida que fue bien recibida por los defensores de la "segunda oleada". Con Farinacci se impuso una rígida disciplina alpartido y fue sometido a una complicada burocracia, pero los ras seguían gobernando sus feudos de provincias con pocos frenos por parte de la dirección del partido. Este consiguió asegurarse el despido de un gran número de funcionarios del Estado que no eran considerados suficientemente fascistas. La violencia de los squadristi continuó, dirigida sobre todo contra los masones, a quienes se acusaba de formar un siniestro movimiento clandestino que controlaba a la clase media profesional. Mussolini calificó estos desórdenes de "grotescos y criminales", pero no fueron fáciles de dominar, pues la violencia era una parte tan intrínseca del movimiento fascista que a éste le era difícil sobrevivir sin ella. Farinacci consideraba a los fieles del partido como guardianes de la llama sagrada del fascismo y por ello superiores al aparato estatal, que tenía que ser purgado de la "inercia moral". Mussolini, que había albergado la esperanza de haberse ganado a Farinacci, vio en la actitud de éste un desafío a su incontestable liderazgo. Lamentaba que quedaran revolucionarios una vez terminada la revolución y que, aunque el Parlamento, el funcionariado y el poder judicial estaban bajo el firme control del gobierno y la oposición había sido destruída, al partido le parecía necesario desafiar a los funcionarios del Estado como los prefectos. El 30 de abril de 1926, Farinacci fue relevado de su puesto y le sucedió Augusto Turati. Para calmar a los descontentos que había dentro del partido, Mussolini despidió a Federzoni y una vez más se convirtió en ministro del Interior. Algunos de los prefectos menos populares perdieron su cargo y fueron sustituídos por activistas del partido. Pero la alegría del partido no duró mucho. El 5 de enero de 1927, Mussolini mandó una circular que afirmaba la superioridad del prefecto por encima del líder local del partido (federale). Las elecciones internas del partido ya no estaban permitidas, los federali eran nombrados por el secretario general y la prensa del partido quedó bajo un estricto control central. Los intransigentes como el impenitente Farinacci proponían que el partido y el Estado se fusionaran, para que los fascistas militantes pudieran tener los instrumentos de la violencia institucionalizada en sus propias manos y el estado se hiciera verdaderamente fascista tras otras depuraciones. Mussolini prefería subordinar el partido al Estado y mantenerlo en reserva para emplearlo cuando fuera necesario. 
Con Turati los fascistas radicales fueron eliminados y por fin los "revisionistas" pasaron a primer plano, pero esto no supuso el fin de la tensión entre el Duce y el PNF. Incluso los revisionistas como Bottai estaban molestos por la subordinación del partido al estado y criticaban la interferencia de los prefectos en sus asuntos. También les molestaba la carismática dictadura personal de Mussolini y preferían considerarlo como primus inter pares dentro de la élite del partido. El partido tendía a hacerse burgués, respetable y en muchas zonas francamente apático. Los fascistas más ambiciosos desarrollaban su cartera dentro de la absurda e inmensa burocracia gubernamental, fenómeno llamado ventottismo (veintiochismo), ya que se hizo más llamativo en 1928. Pero el partido nunca se atrofió del todo. Siguió siendo una fuente importante de influencia y mecenazgo y el "subgobierno" (sottogoverno) fascista representaba el mismo papel que el antiguo tráfico de influencias liberal. Los radicales que proponían la supremacía del partido no desaparecieron de escena. En 1930, Farinacci se vengó de Turati, quién imprudentemente había intentado oponerse al decreto de Mussolini de que no hubiera más elecciones internas en el partido, acusándolo de varios delitos y faltas, incluyendo la drogadicción, la pederastia e incluso la locura. Más adelante Farinacci se convertiría en el gran defensor de la alianza con la Alemania nazi y de la política racial nazi. Estas divisiones dentro del partido nunca fueron superadas, pues fueron los moderados del partido los que derribaron a Mussolini en 1943.
Los fascistas siempre habían hecho alarde de la armonía de intereses entre el capital y los obreros. Esta había sido la base del acuerdo del Palazzo Chigi de 1923, cuando Mussolini dijo a los industriales allí reunidos que el gobierno mantendría en orden al movimiento obrero, pero también les advirtió de que ellos tendrían que subir los sueldos para calmar a los obreros. Los industriales no cumplieron su parte del trato y la militancia de la clase obrera no podía ser aplastada fácilmente. El líder sindical fascista Rossoni era demasiado radical para los industriales, pero moderado en exceso para los fascistas que seguían inmersos en la tradición sindicalista. Hubo que admitir de mala gana que todavía existía la lucha de clases. El acuerdo del Palazzo Chigi reconocía que los patronos y los obreros formaban dos entidades distintas y separadas y que la idea de Rossoni de un "sindicalismo integral", por el que obreros y patronos se organizarían en sindicatos mixtos, era letra muerta. Las crecientes tensiones entre el capital y la fuerza obrera, que se intensificaron tras la crisis de Matteotti, eran tan grandes que Mussolini se vio obligado a tomar medidas y se anunció que estas contradicciones se superarían con una mayor síntesis fascista.
El primer paso práctico importante para lograr este exótico ideal hegeliano fue el pacto del Palazzo Vidoni del 2 de octubre de 1925. La Confederación Italiana de Industria (Confindustria: CGII) y los sindicatos fascistas acordaron que todas las negociaciones laborales tuvieran lugar entre los sindicatos fascistas y la Confindustria junto con los afiliados de ésta. También se acordó abolir los consejos de las fábricas y no aceptar ya a los sindicatos no fascistas como representantes legítimos de los trabajadores. Estas negociaciones obligaron a hacer concesiones a ambas parte. Los industriales estaban preocupados por el control gubernamental de las relaciones laborales y les horrorizaba la perspectiva de un arbitraje vinculante al que estaban dispuestos a ofrecer resistencia. Los sindicatos fascistas celebraban la abolición de los consejos de las fábricas, muchos de los cuales seguían dominados por los socialistas, pero no consiguieron hacerse con el apoyo a su propuesta de tener representantes fascistas de las fábricas (fiduciari di fabbrica). Los sindicatos también habían renunciado al derecho de huelga.
El pacto del Palazzo Vidoni se convirtió en la base de la ley sindical de 1926, que abolía el derecho de huelga y los comités de fábrica, pero también obligaba a los industriales a aceptar el arbitraje obligatorio. Los industriales se quejaron de que se habían visto obligados a hacer importantes concesiones, pero en la práctica apenas suponían nada. Se creó una corporación de revisiones para examinar todas las disputas laborales antes de pasar a los tribunales. En 1937, sólo doce de estos casos se habían arreglado mediante el fallo de los tribunales. Se reconoció a la Confindustria como el cuerpo representante oficial de los industriales y se le dio un asiento en el Gran Consejo Fascista, en las agencias de planeamiento económico del gobierno e incluso se le concedió un escaño en el Parlamento.
Con la nueva ley, la actividad económica quedó dividida bajo una serie de títulos tales como industria, agricultura, comercio, banca y seguros, transporte por tierra y vías fluviales interiores y transporte por mar y aire. En cada grupo, los patronos y los trabajadores estaban organizados por separado. Se formó otra asociación para intelectuales, artistas y profesionales. La Confindustria fue reconocida como la organización oficial de los patronos industriales. Aunque de esta manera se convirtió en una agencia pública oficial con autoridad jurídica, seguía estando dirigida por y para los industriales al servicio de sus propios intereses. La ley sindical también creó un Ministerio de Corporaciones y un Consejo Nacional de Corporaciones, lo cual daba la impresión de que el tananunciado "estado corporativo" estaba a punto de hacerse realidad. De hecho, durante los ocho años siguientes la única corporación que funcionó plenamente fue la corporación de artistas e intelectuales, que apenas tenía importancia económica. Los industriales se oponían al corporativismo porque temían que diera a los trabajadores demasiada influencia y la mayoría de los dirigentes fascistas compartía este punto de vista. Rossoni libró una batalla por su cuenta a favor del corporativismo, pero estaba aislado de Mussolini, a quién no le gustaban su popularidad y su poder.
El 21 de abril de 1927, el Gran Consejo Fascista promulgó el Estatuto del Trabajo, que fue anunciado como la "Carta Magna del Fascismo". Aunque se hacen algunas referencias nebulosas a la forma en que el capital y la mano de obra podrían cooperar, en esencia el estatuto supuso un paso más en el dominio de la mano de obra por parte del capital, lo cual era característico del régimen fascista. Se declaraba solemnemente que la empresa privada perseguía los auténticos intereses de la nación y que el Estado sólo debería intervenir en la producción cuando la iniciativa privada fuera gravemente deficiente o cuando los intereses políticos del Estado se vieran implicados de forma directa. El estatuto afirmaba que los patronos ya no tenían que preocuparse por los sindicatos, los administradores o los consejos de las fábricas. Se creaba una Junta del Trabajo que se dispuso a reducir los salarios en un 10-20% para apoyar una revalorización de la lira que a su vez hizo que aumentara el desempleo, ya que las exportaciones italianas se encarecieron de tal forma que no podían competir en el mercado. Así pues, la Carta Magna fascista ayudaba a los amos de la industria y la economía, pero restringía aún más los derechos de los trabajadores. Fue una derrota más para Rossoni y para el sindicalismo fascista. Atacado tanto por los industriales como por el PNF y acusado de promover egoístas intereses de clase para los que no había lugar en el Estado fascista, Rossoni no tardaría en caer. En 1928 fue obligado a dimitir, al hacerse público un impresionante informe con numerosos detalles sensacionalistas sobre su vida sexual y sus dudosas transacciones financieras. Con su dimisión, la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas quedó dividida en seis confederaciones independientes que correspondían a las seis confederaciones patronales. Esto fue una victoria para los patronos, pero todavía se tenían que enfrentar al hecho de que los fascistas insistían en que Italia estaba atravesando una revolución y que algunos de ellos podrían tener la tentación de intentar hacer que el sistema corporativo funcionara. Hizo falta habilidad, paciencia y astucia para conseguir que este grandioso experimento resultara inocuo.
Mussolini había logrado llegar a un compromiso satisfactorio con los patronos, con quiénes había mantenido buenas relaciones desde la Marcha sobre Roma. También estaba deseoso de llegar a un entendimiento con la Iglesia, que, según esperaba, aumentaría enormemente su prestigio, y de hacerse con el apoyo de la Iglesia para su Estado corporativo, que se parecía en teoría a las doctrinas sociales de la encíclica Rerum Novarum, publicada por León XIII en 1891 y que constituía la base de las enseñanzas sociales católicas. Las probabilidades de un acercamiento tal no eran muy prometedoras. Desde la ocupación de Roma por tropas italianas en 1870, los papas se habían negado a reconocer al Estado italiano. Mussolini, cuyo primer panfleto se titulaba "Dios no existe", y que seguía siendo decididamente anticlerical, no parecía la persona más apropiada para curar estas viejas heridas.
Había muchas cosas en el movimiento fascista que resultaban atractivas para la Iglesia. Los fascistas se oponían al Estado liberal que el Vaticano aborrecía y eran el antídoto más eficaz contra el comunismo y el socialismo. Pío XI, cuyo pontificado comenzó en 1922, era un conservador empedernido bastante más rígido e inflexible de actitud que su predecesor, Benedicto XV. No simpatizaba con Don Sturzo y sus católicos politizados del Partido Populista y no vaciló en librarse de él en 1923. Por motivos de pura conveniencia, Mussolini permitió que se pusiera la cruz en los colegios y los lugares públicos, aceptó la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y salvó al Banco de Roma, la banca del Vaticano, de la ruina. Pío XI devolvió los favores ordenando a los fieles que guardaran silencio durante la crisis de Matteotti. Pero al papa no tardó en preocuparle que las aspiraciones totalitarias de Mussolini y el violento anticlericalismo de muchos de sus seguidores pudieran llevar a la exclusión de la Iglesia y a un ataque a Acción Católica, que él había reorganizado y sometido a un estricto control del clero y que estaba pensada para implicar a los laicos en la tarea de la Iglesia.
Las negociaciones comenzaron en el verano de 1926 y tuvieron como resultado la firma de los Pactos de Letrán del 11 de febrero de 1929. Se hicieron importantes concesiones a la Iglesia. A Acción Católica se le permitió continuar con su labor y de esta manera fue la organización más grande con diferencia que quedaba fuera del control fascista. El Concordato reconocía a la Iglesia como una institución totalmente autónoma y autogobernada dentro del Estado. Daba a la Iglesia plena jurisdicción sobre los matrimonios entre católicos. Declaraba la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas primaria y secundaria. El Tratado de Conciliación, firmado al mismo tiempo, reconocía la plena soberanía de la Ciudad del Vaticano, la independencia de la Santa Sede y reconocía la religión católica apostólica romana como la única religión del Estado. En un tercer documento, la Convención Financiera, el Estado italiano acordaba entregar a la Santa Sede 750 millones de liras en metálico y un billón de liras en bonos del Estado.
Al principio, los fascistas obtuvieron enormes beneficios de los Pactos de Letrán, pues hubo una oleada de apoyo popular católico al régimen. Pero al poco tiempo las organizaciones de Acción Católica se convirtieron en el terreno de adiestramiento de una élite que se presentaba como alternativa a los fascistas y que se convertiría en la base del movimiento antifascista demócrata cristiano. Los fascistas radicales lanzaron un ataque coordinado contra Acción Católica en 1931, que tuvo como resultado la pérdida de ciertos privilegios y su independencia, en especial dentro de su movimiento de juventudes. La Iglesia contraatacó colocando a destacados pensadores fascistas como Gentile en el Indice y el papa dejó claro que no podía aprobar la idea del Estado totalitario, pues los derechos eran otorgados por Dios, no por el Estado, y la Iglesia jamás podría estar subordinada a ninguna autoridad creada por el hombre, y expresó su horror ante la herética insistencia de Mussolini en que sin el poder de Roma el cristianismo habría seguido siendo una secta oscura e impotente. Pero las relaciones entre la Santa Sede y el Estado fascista fueron correctas y frecuentemente cordiales hasta que el estrechamiento de los lazos con la Alemania nazi enfrentó a la Iglesia con el racismo y el aumento de la violencia en el movimiento fascista. Sin embargo, la Iglesia ya estaba muy comprometida. Celebró la guerra de Etiopía como una misión civilizadora e incluso como una cruzada. La guerra de España fue también aplaudida como una batalla contra las fuerzas del mal. El Estado corporativo fue alabado y considerado como la forma más cercana a las enseñanzas sociales de la Iglesia y muchos aspectos del nuevo orden merecieron una aprobación expresa en la encíclica Quadragesimo anno de 1931. Muchos clérigos y laicos de Acción Católica señalaban con valentía la profunda incompatibilidad del cristianismo y el fascismo y la Iglesia era la única institución capaz de desafiar a las aspiraciones totalitarias del régimen fascista. Pero los numerosos compromisos y concesiones a los que se había llegado con el fascismo por convenienciao por el futuro bien de la Iglesia provocaron mucho examen de conciencia entre numerosos fieles y todavía son causa de amargas controversias.
Al carecer de una política económica coherente, los fascista hablaban con grandilocuencia de la fuerza de voluntad como la clave del éxito económico y de la vida económica como un campo de batalla en el que las disciplinadas huestes de los fascistas acabarían por triunfar. Así pues, estaba la "batalla por el trigo", la "batalla por la lira" y muchas otras batallas, campañas y movilizaciones. Este lenguaje disfrazaba la contradicción fundamental dentro del pensamiento fascista entre el ideal de comunidad y la trascendencia de la lucha de clases mediante el corporativismo y la fe en el liderazgo, la obediencia, la jerarquía y la economía de control. Esta confusión también se daba en el rechazo de la economía de libre cambio por ser políticamente indeseable así como poco práctica y al mismo tiempo la idea de que una economía planificada era inaceptable por socialista. Un movimiento político como el fascismo, que intentaba rechazar la política, se encontraba enredado en unos curiosos nudos que no se podían deshacer con alusiones lacrimógenas a una "mayor síntesis fascista".
Al principio, la política económica fascista era tradicionalmente liberal y minimizaba el papel económico del Estado. De Stefani, como ministro de Economía, desnacionalizó la compañía telefónica y los seguros, junto con otras industrias nacionalizadas. Redujo el nivel marginal del impuesto sobre la renta, abolió los derechos reales, bajó los impuestos a la industria y dio más importancia a los impuestos indirectos, todo con vistas a fomentar la inversión productiva. Seguía la opinión popular de que las obras públicas no podían solucionar el desempleo, problema al que sólo se podía hacer frente mediante un ahorro riguroso, un presupuesto equilibrado y mediante el libre juego de las fuerzas de mercado. 
De Stefani era fundamentalmente un librecambista, cuya política beneficiaba a los fabricantes textiles de su ciudad natal de Vicenza, pero a la que se oponían las industrias del hierro y el acero, los fabricantes de armas y las industrias químicas y eléctricas. En contra de su propia opinión, intervino para salvar al Banco de Roma de la bancarrota e invirtió fondos del Estado en el monopolio del acero Ansaldo, una enorme corporación dirigida por los hermanos Mario y Pío Perrone, que defendían una economía de control que beneficiara a la industria pesada. La banca de Italia otorgaba enormes créditos a la industria a través de diversas agencias intermediarias y de esta forma debilitaba la política de De Stefani. Una caída de la lira, un estallido de vergonzosas especulaciones en bolsa, la oposición de los financieros y los representantes de la industria pesada, su oposición al proteccionismo y la nueva tendencia autoritaria del régimen provocaron la caída de De Stefani en 1925.
En agosto de 1926, Mussolini pronunció un discurso en Pesaro en el que anunció una drástica política de deflación que incluía la quota novanta, la revalorización de la lira, que establecía el precio de la libra esterlina en 90 liras, en oposición a las 154 liras anteriores. Dado que Winston Churchill había revaluado la libra el año anterior poniéndola en un nivel tan alto que resultaba poco realista, los efectos de esta política fueron dramáticos. Causó graves daños a todas las ramas de la industria y la agricultura que tenían grandes exportaciones, junto con los bancos que las financiaban. El coste de la deflación recayó sobre la clase obrera, una vez que los patronos les ganaron la batalla a Rossoni y a los sindicatos fascistas. Los hombres de negocios estaban a favor de la revalorización, pero la mayoría estaba de acuerdo en que la quota novanta era demasiado alta y hubo muchas protestas contra esta medida, especialmente por parte de la industria textil.
Los motivos de Mussolini para efectuar la revalorización eran varios. En parte era una cuestión de prestigio y una demostración teatral de que la fuerza de voluntad fascista triunfaba por encima de la plutocracia financiera internacional y sus parásitos judíos y masones. Estaba pensada para atajar la creciente especulación en contra de la lira en el cambio de divisas, para reducir el precio de las importaciones que había subido debido a la política proteccionista introducida en 1925, daría a los fascistas una nueva misión que podría sustituir a la violencia desordenada de las escuadras, bajaría los salarios, pero favorecería a las personas que tuvieran rentas fijas, y con suerte, fortalecería al Estado a costa del sector privado. En un aspecto importante, la política de Pesaro tuvo el efecto contrario a lo que perseguía Mussolini. No le gustaban los grandes bancos como la Banca Commerciale, con la que su nuevo ministro de Economía, Volpi, tenía estrecha relación, ni las grandes compañías industriales como Fiat, que eran tan poderosas que podían resistir las medidas propuestas por el estado con las que no estuvieran de acuerdo. En realidad, la quota novanta produjo un aumento de la concentración industrial que no se podía superar con débiles intentos de introducir medidas antimonopolios, con el planeamiento centralizado o con el intento de incrementar la importancia del sector público. Las firmas menores que se vieron dañadas directamente por el tipo de cambio artificialmente elevado trataron de capear el temporal con fusiones y las corporaciones más grandes se regocijaron al ver cómo iban siendo eliminados sus competidores más pequeños. El comercio a gran escala quedó concentrado y fortalecido y se encontró en una posición aún más fuerte para enfrentarse al desafío de los sindicatos fascistas y para salvaguardar sus intereses dentro del estado corporativo.
La "batalla por el trigo" estuvo pensada para hacer que el país se autoabasteciera de trigo y para que los italianos fueran conscientes de las excelentes virtudes de la "ruralidad" y de la necesidad de aumentar el índice de natalidad para tratar de asegurar el "poder demográfico". La primera campaña de la batalla se libró en julio de 1925, cuando Volpi impuso aranceles proteccionistas sobre el trigo para recortar el flujo de importaciones provocado por una mala cosecha en 1924 y que estaba afectando gravemente a la balanza de pagos y al cambio de divisas. Los aranceles que podrían haber estado justificados en 1925, aumentaron en 1928 y en 1929, cuando ya hacía tiempo que había pasado la emergencia. Servían para proteger a los grandes productores, que eran poco económicos, pues los campesinos consumían prácticamente todo lo que producían. Aunque las importaciones agrícolas disminuyeron, también lo hicieron las exportaciones, pues los productores se pasaron al trigo. Por tanto, el efecto sobre la balanza de pagos no fue tan impresionante como se había esperado. El elevado coste del trigo contrarrestaba los efectos deflacionistas de la política económica del gobierno y por ello la vida del hombre de la calle se hizo aún más difícil. Esto afectaba igualmente a los campesinos, que sufrían rentas más altas y el coste en aumento de los fertilizantes artificiales que estaban controlados por Montecatini, cuyo monopolio de la producción de fertilizantes produjo un aumento de los precios al tiempo que la producción se cuadruplicaba entre 1922 y 1929. Mussolini, incapaz de obligar a Montecatini a bajar los precios, redujo las tasas del transporte de mercancías por ferrocarril y de esta manera hizo que todo el sistema ferroviario quedara en números rojos. La cría de animales se dejaba de lado, lo mismo que los cultivos especializados que habían sido una lucrativa fuente de ingresos por exportación. La "batalla por el trigo" fue un éxito en el sentido de que, efectivamente, Italia se pudo autoabastecer, pero en términos económicos y sociales fue un desastre que ninguna de las inspiradoras fotografías del Duce, desnudo hasta la cintura y transformado en el Primer Campesino de Italia, ayudando en la cosecha o charlando con entusiastasrecolectores de arroz, podía ocultar en absoluto.
En 1928, Volpi fue sustituído por Antonio Mosconi, que se dispuso a solucionar los problemas de la crisis aumentando los impuestos y emprendiendo inmensos proyectos de obras públicas. La desecación y el rescate de terrenos, que eran parte de la batalla por el trigo, fueron otro espectacular éxito de propaganda y la desecación de las marismas pontinas se consideró tanto en el país como en el extranjero como uno de los destacados logros del régimen. Por muy dignos de alabanza que pudieran haber sido estos esfuerzos , el caso es que no produjeron un aumento importante de la productividad agrícola, fueron enormemente caros y sobre todo beneficiaron a los especuladores de terrenos privados y a los contratistas. El aspecto más beneficiosa del programa de rescate de terreno fue una importante reducción de los casos de malaria.
Los intentos de fomentar un aumento del índice de natalidad no tuvieron éxito. El hecho de que hubiera un aumento de la población se debió en gran medida a un aumento de la población anterior al fascismo y a la restricción de la emigración a Estados Unidos y a Sudamérica. Fue una suerte para el régimen que este programa fuera un fracaso, pues los campesinos seguían acudiendo en masa a las ciudades en busca de trabajo y ninguna glorificación sentimental de la vida de los aparceros (mezzadri) bastaba para detener esta huida del campo y el desempleo era un grave problema. La batalla demográfica, que se perdió, y el "ruralismo", que no era más que un truco retórico, eran pruebas de un antimodernismo y un antirracionalismo que aún alentaban dentro del fascismo, lo cual era incompatible con el crecimiento económico y la preparación para la guerra. Los slóganes de Mussolini tales como "vaciad las ciudades" en 1926, sus alabanzas a una provincia especialmente retrasada diciendo que aún no estaba "infectada por las tendencias perniciosas de la civilización contemporánea" y su aprobación del horrible índice de natalidad en los barrios pobres de Nápoles y Palermo no eran meros trucos propagandísticos para disminuir la dura vida de los pobres del campo o un intento de crear una ilusión de armonía de clases, eran una admisión indirecta de que el fascismo había conseguido controlar a los trabajadores pero había tenido mucho menos éxito en controlar la economía de la nación. Pese a toda la parafernalia del estado corporativo, el gran comercio, como la Iglesia y las fuerzas armadas, dirigía sus propios asuntos y cooperaba con el régimen sobre todo porque le convenía. Mussolini necesitaba al gran capital si quería hacer que Italia fuera verdaderamente grande y emprender sus aventuras imperialistas, pero había límites en cuanto hasta qué punto era capaz de dominar una estructura económica firmemente establecida. Las medidas económicas que se introdujeron para lograr un grado de autarquía y para solventar los efectos de la crisis aumentaron las tendencias totalitarias del régimen, pero al mismo tiempo favorecieron los intereses de ciertos sectores e hicieron que el logro de una sociedad fascista homogénea se convirtiera en algo aún más lejano. El fascismo no era más capaz que el nacionalsocialismo de superar esta contradicción entre modernidad y una añoranza sentimental y reaccionaria de la vida sencilla del pasado, con sus valores seguros y su robusta cultura. Tras la fachada de la dictadura totalitaria, ambos estados eran profundamente inestables. Incapaces de hallar la "mayor síntesis fascista" en tiempo de paz, acabaron por imaginar que podría encontrarse en una guerra victoriosa.
El gobierno en gran parte pasaba por alto los síntomas de una crisis económica en ciernes, imaginando inocentemente que era fundamentalmente un problema americano y que los pasos que habían dado hacia la autarquía combinados con la resuelta fuerza de voluntad fascista bastarían para hacer frente a la situación. En 1930 la crisis cayó sobre ellos con toda su fuerza, agravada por la sobrevaloración de la lira, los altos niveles del gasto estatal y los desequilibrios estructurales dentro de la economía. Los efectos eran predecibles. El desempleo creció espectacularmente y muchos trabajadores sólo podían encontrar empleos de media jornada. Aunque los salarios de la industria se mantuvieron estables , en la agricultura y entre los trabajadores con salario mínimo los ingresos disminuyeron de forma importante. La producción industrial se redujo en un 25% entre 1929 y 1932. Las compañías más pequeñas sufrieron de forma especial y volvió a aumentar la tendencia a la concentración a medida que las compañías más grandes se iban tragando a sus debilitados competidores. En 1935 la producción industrial se recuperó alcanzando casi el nivel de 1929, y el nivel de recuperación de las compañías más grandes dejó muy atrás al de las más pequeñas, muchas de las cuales seguían sin obtener beneficios.
Los gastos estatales se incrementaron para estimular la economía y se ajustaron los impuestos sobre los bienes de consumo en un intento de paliar los costes de estos proyectos de obras públicas; pero a pesar de estas medidas, que eran relativamente modestas, dado que el nivel de los impuestos ya era muy alto, el déficit estatal creció de forma alarmante. El gobierno defendió el elevado tipo de cambio aunque la libra esterlina fue devaluada en 1931 y el franco dos años más tarde. Esto dañó aún más a las industrias de exportación más pequeñas, tales como las textiles, y ayudó a la industria pesada, que pagaba las materias primas importadas con una moneda inflada.
En enero de 1933, el gobierno creó una nueva institución para intervenir en la banca y la industria. El Istituto per la Ricostruzione Industriale (IRI) compró acciones de industrias especialmente dañadas por la crisis y que estaban en manos de los grandes bancos. De esta manera, los bancos recibieron una inyección de capital líquido que les permitió operar con mayor eficacia. El IRI se dispuso a ayudar a las empresas a dirigir sus propios asuntos como mejor les pareciera: no era un intento del gobierno de dirigir la economía. Estaba dirigido por y para hombres de negocios que estaban dispuestos a oponerse a cualquier intervención gubernamental de este tipo. En este sentido tuvieron éxito sólo en parte . El IRI se convirtió en una inmensa compañía pública de valores dedicada a financiar el programa de rearme y a fomentar la autarquía. Contrariamente a las esperanzas de los hombres de negocios, no desapareció una vez que la crisis comenzó a remitir.
En 1936, el IRI dejó de conceder créditos a la industria, papel desempeñado ahora por el Istituto Mobiliare Italiano (IMI). En adelante, a los bancos sólo se les permitió conceder a la industria créditos a corto plazo, los créditos a medio y largo plazo eran concedidos ahora por agencias estatales. De esta manera el control estatal sobre la industria aumentó muchísimo, aunque esto tomara la forma de incentivos económicos en lugar de una intervención directa. En algunos sectores la empresa privada compró los valores del IRI, pero en las industrias menos beneficiosas tales como el acero , la maquinaria, los astilleros, la electricidad y los teléfonos, el IRI mantenía un interés predominante. Esto no equivalía a una nacionalización clara, porque muchas compañías privadas seguían operando fuera del control directo del IRI y los inversores privados podían comprar valores del IRI. La implicación directa del gobierno en compañía en las que el IRI tenía un interés predominante rara vez suponía más que encontrar cómodos puestos en la junta directiva para dignatarios privilegiados obligados a tomarse un descanso. El IRI intentó racionalizar y concentrar la industria del acero y fracasó y esto sólo se consiguió tras la caída del fascismo. El IRI sobrevivió y pasó a desempeñar un papel vital en la reconstrucción de posguerra y fue un factor importante en el "milagro económico" de Italia.
La crisis obligó al gobierno a hacer frente al tema del corporativismo, que había estado archivado desde 1926.Se había creado un ministerio de Corporaciones, pero todavía no había corporaciones, debido en gran parte a que había una fiera oposición por parte de los industriales, que temían que los obreros tuvieran voz y voto en la dirección. Estos temores parecieron sobradamente justificados cuando el filósofo fascista Ugo Spirito pronunció un discurso que recibió mucha publicidad en mayo de 1932, en el que proponía que la propiedad privada fuera abolida y se crearan "corporaciones propietarias" que abolieran las diferencias entre lo público y lo privado, así como entre el capital y los trabajadores, revelando así " todo el significado político, moral y religioso de la revolución fascista". Los industriales se horrorizaron ante esta propuesta y la mayoría de los jefes fascistas la tachó de "bolchevismo", pero se había suscitado un tema que los fascistas estaban dispuestos a resolver. El mundo de los negocios sabía que los fascistas se aferraban a la idea de que la suya era una revolución continua y que no abandonarían la idea del corporativismo, y por lo tanto decidieron sacar todo lo que pudieran del sistema. El gobierno estaba dispuesto a dar la impresión de que se estaba ocupando con decisión de los problemas de la crisis y los hombres de negocios estaban igualmente dispuestos a asegurar de que las corporaciones no recibieran demasiado poder y de que funcionaran en su propio beneficio.
Ante las dificultades de la crisis, los hombres de negocios necesitaban con urgencia la ayuda estatal, pero no querían el control del gobierno. En 1932, Mussolini se nombró a sí mismo ministro de Corporaciones. Proclamó que el capitalismo estaba muerto y que el corporativismo era la única manera de superar las deficiencias del liberalismo económico, del mismo modo que el fascismo había sustituído al liberalismo político. Se crearon veintidós corporaciones, la primera en 1934, juntando a patronos y obreros y metiendo a la mayoría de los sectores de producción dentro de áreas específicas de actividad económica. Las inmensas estructuras burocráticas de las corporaciones disimulaban el hecho de que los grandes productores decidían los cupos y la asignación de materias primas. Los obreros obtuvieron la misma representación en las juntas de las corporaciones, donde perdían el tiempo en inútiles discusiones mientras sus colegas de las fábricas estaban más subordinados a los patronos. Felice Guarneri, financiero y miembro del gobierno, dijo refiriéndose a las corporaciones que "comenzaron su vida como instituciones que operaban en un vacío, sin ningún apoyo en la organización estatal, de la cual eran órganos, o en las de producción para las cuales se suponía que debían convertirse en instrumentos de disciplina y coordinación". Pese a todo lo que se decía acerca de que ésta era una forma nueva y revolucionaria de organización económica, pronto fue evidente que las corporaciones eran un fraude. En 1937, el Consejo Nacional de Corporaciones dejó de reunirse y en 1939 Mussolini entregó el Ministerio de Corporaciones a una nulidad. Había dicho que las corporaciones eran "la institución fascista par excellence" y que "el Estado fascista es corporativo o no es nada", pero nunca fueron más que una cortina de humo y dejaron de interesarle. Tal vez Mussolini tuviera razón después de todo, pues las corporaciones que parecían controlar la economía por el interés público no hicieron nada de esto y de esta manera fueron típicas instituciones fascista.
Para devolver al fascismo algo de su dinamismo y su mito, para identificar a las masas con el régimen y sin duda también para satisfacer sus particularidades necesidades psicológicas, Mussolini prestaba muchísima atención al culto a su personalidad. Para ello le ayudaba hábilmente Giovanni Starace, que fue nombrado secretario del Partido Fascista en 1931. Starace era estúpido, adulador y corrupto. Se sabía que era un violador y un pederasta y tenía tratos con la prostitución y el tráfico de drogas, pero era un organizador muy capaz y estaba tan entregado a Mussolini que se dice que se ponía de firmes cada vez que hablaba con él por teléfono. Starace introdujo el "saludo romano" y el grito de Viva el Duce! Organizaba enormes desfiles y manifestaciones para mayor gloria del fascismo y sus mártires y para adular a Mussolini. Fomentaba el empleo de uniformes hasta el ridículo punto de que los ministros del gobierno tenían hasta veinte trajes distintos para distintas ocasiones ceremoniales. El resultado de toda esta rimbombancia fue que Mussolini se quedó todavía más aislado del pueblo y fue engañado por los aduladores que lo rodeaban haciéndole creer que podía exigirles cualquier cosa. Después de 1932, los ministros prácticamente dejaron de aconsejarlo y se vieron reducidos a desempeñar el papel de meros ejecutores de su voluntad. El éxito en la guerra de Etiopía aumentó muchísimo su popularidad y fue cayendo cada vez más en las garras de su propio mito hasta el punto de convertirse casi en una caricatura de sí mismo. 
Cuando la Sociedad de Naciones impuso sanciones económicas contra Italia, Mussolini proclamó la política de la autarquía para defender a Italia de sus enemigos extranjeros y para marcar una estimulante meta que pondría a prueba el valor del país. El nacionalismo económico se daba en todos los países durante la crisis, pero el intento de hacer a Italia fundamentalmente autosuficiente fue mucho más lejos y estaba destinado a fracasar. La autarquía provocó un aumento de los precios que no se contrarrestaba con salarios más altos. A las compañías privilegiadas se les otorgaban cupos fijos que les garantizaban un suministro estable de hierro y acero, mientras que las empresas más pequeñas se veían seriamente afectadas por las restricciones a la importación. La economía se quedó congelada, en el sentido de que las compañías poderosas se veían favorecidas, las débiles discriminadas. La guerra de Etiopía y la intervención en la Guerra Civil española tuvieron un efecto devastador para la balanza de pagos y los intentos de lograr la autosuficiencia no contribuyeron gran cosa a aliviar este grave problema.
La política exterior expansionista y agresiva de Mussolini era un intento más de dar un sentido de dirección y dinamismo a una sociedad que estaba empezando a mostrar una creciente falta de cohesión y una sensación generalizada de resignación y cinismo. Cuando Italia se acercó más a la Alemania nazi, la política racista se implantó para agitar los odios y pasiones de las masas. Los italianos recibieron órdenes de emplear el pronombre voi, que a Mussolini le parecía más noble que lei, y toda esta ridiculez estaba pensada para fortalecer el carácter de los italianos. En el ejército se introdujo el equivalente del paso de la oca, el passo romano, con el mismo propósito. Nada de esto tuvo mucho efecto. A los conservadores no les entusiasmaba la idea de la guerra y se fueron alejando cada vez más del régimen. La Iglesia estaba en la oposición por el racismo del régimen. El rey estaba molesto por las pretensiones de Mussolini de ser tratado como su igual. Los terratenientes se quejaban del exceso de impuestos y a los hombres de negocios les molestaba la posición privilegiada de las grandes corporaciones. La mayoría de los italianos todavía aceptaban tácitamente el fascismo y sería una equivocación suponer que el régimen se estaba desmoronando. Tampoco era la política belicosa de Mussolini un mero truco político para solventar las contradicciones y los conflictos que había dentro de la sociedad italiana: era un ingrediente esencial del fascismo y el famoso aforismo de Mussolini de que "la guerra es para los hombres lo que la maternidad es para las mujeres" es un ejemplo típico de su constante glorificación de la guerra. Pero bajo las tensiones de una guerra en la que se suponía que los italianos debían demostrar su valía y convertirse en el nuevo hombre fascista, todas las tensiones y las divisiones del período anterior a la guerra se intensificaron y la situación se hizo tan desesperada que Mussolinifue derrocado por el Gran Consejo Fascista y arrestado. La imponente dictadura se vino abajo como un castillo de naipes y ninguno de sus seguidores movió un dedo para salvar a su depuesto Duce. Algunos dirigentes fascistas huyeron en busca de protección de los alemanes, otros comenzaron a congraciarse con los victoriosos aliados, sólo unos pocos se suicidaron al estilo romano.
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