Logo Studenta

Pais A Escritos de la infancia - Volumen 2 El lugar del analista en

¡Estudia con miles de materiales!

Vista previa del material en texto

Escritos de la infancia – Volumen 2
2016-12-15 23:12:18 clappbox
Sumario
Sección I
CLINICA DE LOS PROBLEMAS DEL DESARROLLO
Nora Mokotoff / Patricia Enright / Stella M. Cañiza de Páez
Psico-pedagogía inicial.
De ser bebé a ser nene
Adriana Suliansky / Irene Wainztein
Lenguaje y psicopedagogía:
De disciplinas e interdisciplina. El caso Luis
Fernando Baralo
Lo que dicen los chicos que no hablan
Evelyn Levy
De las relaciones entre psicoanálisis y educación a la mediatización del aprendizaje del niño
Esteban Levin
La clínica psicomotriz
Alfredo País
Del lugar del analista en la clínica con niños discapacitados
Reportaje a Jorge Fukelman
Psicosis infantil: ¿un problema nosológico o un problema para los analistas?
Alfredo Jerusalinsky
Autismo: la infancia de lo real
Masaya Segawa
Patogénesis del autismo infantil temprano
Ernesto O. YValhberg
Psicofarmacología en niños, hoy (II)
Sección II
MIRADAS Y RECORTES DE DIVERSAS DISCIPLINAS
Mariana Páez
Reflexiones para compartir
Sección I
CLINICA DE LOS PROBLEMAS DEL DESARROLLO
https://fepi.org.ar
https://fepi.org.ar/escritos-de-la-infancia-volumen-2/
Joan Berges, Escritos da Crianza, N° 2, Porto Alegre, Brasil.
Esteban Lcvin, La clínica psicomolriz. El cuerpo en el lenguaje. Nueva Visión, Filíenos Aires, 1991.
Del lugar del analista en la clínica con niños discapacitados
Alfredo País
Clínica de los problemas en el desarrollo: lugar de convocatoria amplia y de grandes desavenencias entre todos los que participamos
de él.
Digo convocatoria amplia dado que la demanda de los sujetos discapacitados, se diversifica allí hacia una gran cantidad de disciplinas
a las que acuden en busca de intervenciones específicas, en tanto ellas han generado culturalmente cada cual su propia promesa.
Promesa que compromete a sus representantes en una intervención eficaz, en áreas más o menos recortadas del sujeto —su
patrimonio genético, su sistema nervioso, su aparato respiratorio, sus estructuras de conocimiento, su motricidad, su estructura
fantasmática, su sistema circulatorio, sus síntomas psíquicos, etc.—
Con los psicoanalistas las desavenencias comienzan cuando advenimos y en consecuencia, hacemos la advertencia, que tales
demandas dirigidas a las distintas disciplinas contemplan, no solo la dimensión positiva del determinante observable que hace
pertinente la intervención de tal o cual especialista (el nene tiene una cardiopatia congènita, por ejemplo), sino también aquella que
ubica al niño en su centro como objeto de un desconocimiento. Desconocimiento tanto en el sentido de aquello de lo que no se sabe,
como de aquello que es rechazado por resultar extraño a una filiación.
Estas desavenencias se producen cuando dos discursos se cruzan sin atravesarse (se cruzan imaginariamente sin locarse en ningún
punto) o cuando, de manera muy distinta, se atraviesan y se enriquecen.
Una situación propia del primer caso, es aquella donde se cruzan el discurso de las terapéuticas que se sostienen en las técnicas de
rehabilitación y el de las terapéuticas sostenidas en la ética del psicoanálisis.
Mientras los rehabilitadores sostendrán como sentido de su práctica la obtención de los resultados espcrablcs para las diversas
patologías y como ejes, las técnicas que los conducen a tales logros, las terapéuticas fundadas en el marco de la ética del
psicoanálisis, encontrarán su sentido solo si los resultados obtenido aparecen como propiedad, como instrumento subjeti-vado del
paciente.
Dicho de otra manera: el hecho de que un paciente logre hablar bien, mantener el equilibrio o alfabetizarse, no significarán demasiado
para fono-audiólogos, psicomotricistas o psicopcdagogos que conducen su intervención en el marco de la ética psicoanalítica, si esos
logros no pueden ser puestos por el paciente al servicio de procurarse un lazo social; si el hablar no sirve más que para repetir la
palabra de otro, si mantenerse en equilibrio no tiene otra utilidad que recibir los aplausos de sus observadores y si leer implica repetir
palabras que no adquieren ningún sentido para el paciente, hablar, caminar y leer tendrán tanto valor para un humano, como lo tiene
para una foca el sostener una pelota con su hocico.
En general estas discusiones son más políticas y proselitistas que científicas (aunque no por ello menos válidas), dado que sabemos
de antemano que, quienes sostienen su trabajo en una línea teórica definida, difícilmente reconocerán a quienes la sostienen en otra, la
más mínima crítica, sobre todo cuando se trate de los fundamentos de sus posiciones teóricas que, en definitiva, son las que
verdaderamente entran enjuego en esta discusión.
El segundo caso es el que se produce cuando las diversas disciplinas se ven influidas por las conceptualizaciones fuertes que otra u
otras ponen en juego en el campo interdisciplinario. Estas desavenencias son siempre sufridas aunque bienvenidas dado que
invariablemente son portadoras de un permanente enriquecimiento de los instrumentos clínicos.
Es nuestro objetivo ocupamos de este caso y dentro de él, pensar en la particularidad de la inclusión de un psicoanalista en ese
dispositivo clínico.
Podemos pensar más concretamente en la inclusión de un psicoanalista bien formado, con trayectoria clínica. Un psicoanalista que ha
demostrado su habilidad en la conducción de casos difíciles y de quien podamos decir que ha superado muchos obstáculos
imaginarios, propios de un profesional novel y/o con un pobre trayecto en su análisis personal.
Seguramente a poco de andar, después de haber tenido algunas sesiones con su paciente —quien se encuentra afectado por un
síndrome indeterminado que le provoca trastornos en su motricidad y su capacidad intelectual y, además, presenta serios signos de
desconexión— encontraríamos que se está preguntando: ¿y ahora qué hago?
Esta pregunta aparece muchas veces, insistentemente a lo largo de nuestra historia profesional, expresada de diversas maneras:
¿Qué estoy haciendo con este paciente? Con Carlitos algo pude hacer pero no se bien qué, o las preguntas en relación a los padres:
¿Qué puedo hacer con estos padres, deteriorados económica y moral-mente, que tienen ciertas dificultades de comprensión y que,
además, están desocupados, lo que les dificulta alimentar a sus cuatro hijos?, o las preguntas que nos surgen en relación a
profesionales de distintas especialidades, que nos consultan porque han advertido algún obstáculo de orden fantasmático en el
tratamiento, o porque el nene se masturba en clase, o porque no lo pueden tener quieto en el aula.
¿Acaso no han tenido muchas veces esa sensación de detención en un punto del que creen que no van a poder salir nunca, hasta que
de repente escuchan o alguien —supervisor, compañero de trabajo, amigo, etc.— les hace escuchar un significante que les indica el
camino a seguir? Ocurre que tomamos por allí y encontramos que algo se ha anudado, algo ha adquirido sentido y el discurso es
relanzado, la vida continúa y los fantasmas desaparecen. Aunque sólo por un rato.
Algún tiempo después esta pregunta se volver a producir, pero ya con diferencias. Se volver a producir allí donde lo real se resiste a ser
cortado por un significante que lo haga caer al fondo, a un fondo del que no retome para molestar nuestra felicidad.
En nuestro caso la felicidad consistiría en triunfar sobre la repetición, en cuanto a la dimensión de lo logrado y en saber que hacer en
cada momento con nuestros pacientes, en relación al momento mismo de la praxis.
Sabemos que nuestra felicidad es imposible. Y si nos acercamos a ella, no lograremos mantenemos allí por mucho tiempo.
Ya habrán advenido que para mi esta pregunta surge directamente de la experiencia clínica. Hay pacientes con los que nos
preguntamos infinidad de veces ¿y ahora que hago? y aún así, o con más precisión, justamente por eso, los tratamientos continúan y
los chicos mejoran.
Podamos decir que esta pregunta se produce y reproduce en la práctica clínica; insiste a modo de algo que retoma en busca de una
ligazónque lo substraiga de su errar permanente y le permita descansaren paz, al modo en que aparecen en algunas historias
macabras esas almas, esos fantasmas de personas que no han sido bien asesinadas y retoman en busca de venganza y de alguien
que termine de matarlos en nombre del amor. En general este alguien, este personaje es encamado por el novio de la amada del
fantasma quien es acompañado por algún viejo que sabe acerca de exorcismos, de fantasmas, de donde localizarlos y de como
terminar con ellos.
No vamos a hablar aquí ni de Dracula ni de Hamlct pero sí quiero decir que en esta última obra (donde el fantasma coincide con el viejo
que sabe; el hermano del fantasma es quien lo asesina y quien se queda con su amada con el beneplácito de ella; la amada del
fantasma es nada más y nada menos que la madre del muchachito quien, a su ve/., es el hijo del fantasma y el elegido por este como
brazo ejecutor de su venganza) queda bien claro por qué había cierto olor a podrido en Dinamarca. Esta es la forma en que
Shakespeare nos dice que, cuando la ley se transgrede “se pudre lodo”.
¿Porqué me resulta esto de suma importancia? Porque es en relación a la ley que ordenamos nuestra conducta en la vida y en nuestra
práctica profesional.
Si hay ley es porque hubo falta —aunque su inscripción sea míiica y filogcnética— y es esta falta la que determina nuestra deuda y la
que orienta nuestro curso. Desde ella nos dirigimos con la ilusión de cancelarla, con la esperanza de darle algún sentido.
Desde aquí podamos decir que estamos frente a una dimensión moral y ante una dimensión ética de la ley: una dimensión moral en
tanto reconocemos una deuda y una dimensión ética en tanto nos proponemos una orientación para nuestra conducta en el sentido de
el modo y el rigor con que conducimos nuestro hacer, nuestro acto profesional, nuestro acto psicoanalítico.
La deuda entra en relación con la promesa que el psicoanálisis hace en términos de cultura, en términos de algo que circula entre los
miembros de una comunidad, en términos de algo ofrecido a quien lo necesite o quien quiera tomarlo.
¿A qué se ofrece el psicoanálisis sostenido en la persona del psicoanalista? Podemos responder con seguridad: a recibir la demanda
de la felicidad. Nos podemos preguntar entonces si la promesa del psicoanálisis está en relación a un bien (cómo podría ser esa
felicidad que se demanda).
El recibir la demanda de felicidad coloca al analista en deuda en tanto tal recepción lo unge de los atributos necesarios para que su
función adquiera sentido. Para sostener su función —nos dice Lacan— el analista debe pagar algo. Paga con palabras sus
interpretaciones (Lacan, 1986).
Pero este pago es un pago, solo en la medida que el analista respete la ley. Esa ley que le prohíbe poner en juego sus propias
tendencias, su propio deseo. Pero si cumple con esta ley enajena su propia persona. As es como Lacan continúa diciendo: Paga con
su persona, en la medida en que, por la transferencia, es literalmente desposeído de ella.
Quien se ofrece a soportar la transferencia, quien se ofrece en consecuencia a ser ubicado en el lugar de ese objeto capaz de otorgar
la felicidad, el goce pleno, el nirvana, el saber que apacigüe las dudas más angustiantes o que sostenga la homogeneidad total del
universo simbólico, sólo ser un analista cuando advierta que este objeto está más allá de él, cuando advierta que él solo está operando
como su soporte y desde allí, desde esc lugar de soporte, —donde lo que le ocurre al paciente, no le ocurre con él sino con lo que él
soporta—, recupere en una intervención, los significantes que ubiquen al sujeto en la va de su reproducción discursiva.
Sólo bajo esa condición, su palabra, su interpretación poseer la eficacia simbólica necesaria para producir el rclanzamiento del
discurso detenido en la transferencia, expresado en la repetición o para producir el corte simbólico de aquello que retorna de lo real. De
otro modo, es decir, fuera de esta condición ética, la intervención del profesional estar en posición de sugestión condicionante.
En tal caso podemos decir que; del lado del sujeto, con mucha suene, no habrá análisis, del lado del profesional, seguramente no habrá
analista.
Finalmente —continúa Lacan—, es necesario que (el analista) pague con un juicio en lo concerniente a su acción. (…) El análisis es un
juicio (…) desde un cierto ángulo, el analista tiene altamente conciencia de que no puede saber que hacer en psicoanálisis. Una parte
de esa acción permanece velada para él mismo. Podamos agregar porque nada sabemos acerca del deseo del analisantc ni de la
amplitud paradigmática que el significante pueda adquirir en un sujeto singular.
Es en relación a este juicio que nos encontramos cuando se nos reproduce esa pregunta de la que partimos: ¿y ahora qué hago?. Es
en relación a este no saber que hacer que quedamos ubicados, cuando advertimos que el discurso se ha detenido, cuando advertimos
que algo no estamos escuchando. Pero también es en relación a estos puntos donde el análisis verifica su producción. Necesitamos
de ellos para que nuestra intervención se haga necesaria.
Son estos momentos en los que nuestra conciencia moral —según el decir de Frcud— se nos presenta reclamando el cumplimiento
de la deuda contraída con el paciente. Esa deuda que nos impone el pago de un significante, pero no de cualquier significante, sino de
aquel que el discurso del sujeto describe, perfila pero que, esencialmente, falla en él.
Es esta posición ética la que define el lugar del analista. Ella no cambia en tanto se trate de la clínica de los trastornos del desarrollo.
Sólo que en ésta el analista no sólo se ofrece a escuchar la demanda de felicidad proveniente del paciente (incluimos a los padres) sino
que también está ofrecido a escuchar las del resto de profesionales del equipo que encuentran dificultades de orden fantasmático o
sintomático en el desarrollo de los tratamientos.
Es por esto que proponemos que todo paciente de cualquier disciplina que se trate, debe tener un analista que se ocupe de orientar las
intervenciones en transferencia que inevitablemente harán todos los especialistas.
Esta intervención se propone a fin de evitar la iatroecnia que puede producirse cuando un profesional queda atrapado en la relación de
desconocimiento parcntal de la que hablábamos al principio y desde ella responde a la demanda do los padres confirmando —en
general— que esc niño con trastornos biológicos que aparece entre sus brazos , carece de las condiciones imaginarias que posibilitan
a todo padre otorgarle a su hijo los atributos simbólicos que lo designen como perteneciente a una filiación como poseedorde una
filiación a la cual amarrar su producción histórica, su producción subjetiva.
La madre de un paciente mongólico de 17 años dice: “Cualquier chico normal puede intentar levantarse a una chica pero Guille no, y sin
embarco el lo hace. A mí me resulta muy molesto”. Le pregunto por que Guille no debería hacerlo. Responde “porque es deficiente
mental”. Le pregunto qué relación supone que hay entre la deficiencia mental y el amor. Su respuesta es muy clara: “ninguna, pero yo
sé que ninguna chica lo va a aceptar justamente porque es deficiente mental”.
La categoría chicas si es despojada de cuestiones imaginarias, puede ser leída legítimamente como mujeres en condiciones de
aceptar propuestas amorosas. Esta madre de cuarenta años es, más allí de su apariencia estética una mujer que puede quedar
abarcada por esta categoría. Es claro que ella me dice que no puede aceptar el amor de su hijo, porque es mongólico Pero a esto
agrega: “cuando él nació, un médico me dijo que nuncalba a poder procrear y que si llegaba a poder hacerlo, sólo podría engendrar otro
mongólico”.
La sentencia haba sido dictada cuando Guille nació: serás condenado a no ejercer tu sexualidad para librar a la humanidad de otro
monstruo Este significante hace cadena en el discurso de la madre posibilitándole sostener fuera de ella—tanto en la palabra del
médico comoen las chicas— su propio rechazo hacia este hijo monstruoso.
La pertinencia de la intervención de los diversos especialistas y la eficacia de sus técnicas y conocimientos científicos, no los eximen
de la responsabilidad de los efectos de su palabra en los sujetos.
Lo que intento decir es que dentro del campo de las terapéuticas humanas, cada práctica discipinaria, que en esencia podemos definir
con
Lacan como una acción concertada por el hombre, (…), que le pone en condiciones de tratar lo real por lo simbólico (Lacan, 1964)
contempla en uno de los términos de tal concertación, —en el paciente— la radicación del desconocimiento, en tanto que en el otro —
en el profesional—, ubica el saber. Un saber versado sobre la posibilidad de suprimir el dolor del primero. Y, nos guste o no a quienes
quedamos implicados en este juego, —tanto por nuestra elección como por la demanda del paciente—, quedamos en deuda al
aceptarla. En todo caso, desconocer tal demanda en su dimensión inconsciente, no nos exime de nuestra deuda ni de los efectos que
tiene sobre el paciente pagarla con moneda espuria. Como tal pueden ser considerados los significantes que cubren la demanda de los
padres en relación a ese niño que se les presenta como un desconocido, al que no saben como tratar y con el que no saben que hacer.
Estos significantes que responden la demanda desde un saber general, científico o clerical pero que nada dicen acerca del sujeto por el
que se consulta, tienen la propiedad de orientar a los padres desde lo que son: saberes generales acerca de objetos más o menos bien
descritos. Pero si los pacientes carecen de un espacio para articular en sus propios significantes esta información, con la idea de hijo
que ellos ya habían construido en su cabeza desde antes que este naciera, ocurre lo que ocurrió en el caso de Guille y en tantos otros:
los padres privan a los niño de una filiación en tanto han sido inclinados a tratarlos como mongólico o espástica restándole espacio a
Guillermo o María.
Ahora bien, ¿los psicoanalistas quedamos eximidos de producir tales intervenciones? De ninguna manera. Más aún, corremos tantos
riesgos de producirlas como cualquier otro profesional. Es justamente en esos momentos en los que nos preguntamos y ahora que
hago? Es en esos momentos en los que nos sentimos exigidos, impulsados a hacer algo, cuando entramos en riesgo.
¿Que significa esto en términos de nuestra práctica? Hacerlo mismo que el médico de Guille: dar respuestas, cubrir la demanda
inconsciente de los padres y en muchos caso, la de los profesionales que interconsultan con nosotros. Pero si tenemos en cuenta que
tales momentos se producen cuando nuestra escucha se ve dificultada, también podamos preguntamos a qué se deben tales
dificultades en la escucha. Seguramente encontraríamos que algún fantasma mal asesinado en nuestro propio análisis, a retomado. ¿Y
si continuáramos en nuestra investigación, muy probablemente descubriríamos que tal fantasma habla sobre nuestra relación con la
discapacidad, habla de algún goce que, de no ser bien dominado, podría conducimos a elegir a nuestro paciente como brazo ejecutor
de… nuestra propia venganza?!
Resumiendo: el analista encuentra su lugar en esta clínica interdisciplinaria, justamente en su marco. Podamos decir que sostiene el
marco ético desde donde se orienta toda intervención que siempre ser en transferencia y respetar fundamentalmente el espacio que el
deseo necesita para su despliegue. Pero debe quedar claro que esta función de sostén del marco ético, no está destinada a reprimir
lodo corrimiento de un supuesto modelo de intervención con el paciente, sino a delinear un espacio donde sea posible hablar de todas
las diferencias que encontramos al escuchar los relatos clínicos de nuestros compañeros de trabajo, donde sea posible exponer las
dudas, las dificultades que se nos presentan con este real con el que trabajamos y por el que somos peniianentementc trabajados.
Digo entonces que ningún profesional de ninguna disciplina está autorizado a avanzar en la práctica clínica sobre el campo operatorio
de otra especialidad, no solo por una cuestión de formación o competencia y mucho menos por una cuestión de rol o ejercicio ilegal de
la profesión, sino porque tal avance implica de hecho un corrimiento de la dimensión ética relativa a la práctica de que se tratee.•
Bibliografía
Freud S.: El malestar en la cultura. Amorrortu (Tomo 21), Buenos Aires, 1976. Jerusalinsky A.: Psicoanálisis en los problemas del
desarrollo infantil. Nueva Visión, Filíenos Aires, 1988 Laean, J.: La ética del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 1960.
___, .Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis. Paidós, 1964
País A.: “Interdisciplina y transdisciplina en la clínica de los trastornos del desarrollo infantil”. Rev. Diarios Clínicos N°3, Buenos Aires,
1990
Psicosis infantil
¿Un problema nosológico, o un problema para los analistas?
Reportaje a Jorge Fukelman
	Escritos de la infancia – Volumen 2

Continuar navegando