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Berkeley, George - Principios del conocimiento humano

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G E O R G E B E R K E L E Y 
 
PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO 
HUMANO 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
f o l i o 
 
 2 
 
 
Título original: 
 
A treatise concerning the principles of human knowledge, wherein the chief causes of 
error and difficulty in the sciences, with the grounds of scepticism, atheism, and 
irreligión are inquired into (1710). 
 
Traducción: Pablo Masa 
 
 3 
 
 
Indice 
 
 
PRÓLOGO ........................................................................................................................................................................ 4 
PREFACIO ...................................................................................................................................................................... 11 
INTRODUCCIÓN .......................................................................................................................................................... 12 
PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO .................................................................................................... 31 
 
 4 
 
PRÓLOGO 
 
George Berkeley, sucesor, filosóficamente, en línea directa, de Locke, nació en 
Irlanda en el año 1685. Cursó sus primeros estudios en la Kilkenny School, 
donde veinte años antes estudiaron Congreve y Swift. Ingresó en el Trinity 
College de Dublín hacia el 1700. El Essay concerning Human Understanding, de 
Locke, publicado en 1690, se había comenzado a difundir entre los profesores 
y estudiantes de Dublín ya antes del comienzo de los estudios de Berkeley en 
el citado centro. La filosofía del pensador inglés halló en el joven estudiante 
un eco entusiasta y batallador. No obstante, sus primeras aficiones se 
inclinaron a las matemáticas. Al alcanzar su grado de «master» (1707) publicó 
anónimamente Arithmetica y Miscellanea mathematica. 
 
El primero de sus trabajos filosóficos fue Essay towards a New Theory of Visión. 
Desea demostrar en él que, al ver, interpretamos siempre signos visuales y 
que el mundo material es real, en el sentido de que se percibe. Este mismo 
año, 1709, se ordenó diácono en la capilla del Trinity College. A los 
veinticinco años publicó su obra capital: Principies of Human Knowledge, a la 
que el lector va a enfrentarse en este volumen. 
 
Fue a Londres en 1713, y en este mismo año sacó a luz sus Three Dialogues 
between Hilas and Philonnouss, incluido también en este volumen. 
Posteriormente viajó por Francia e Italia. En 1721 estaba de nuevo en Dublín, 
siendo nombrado deán de Dromore (1721) y, más tarde, deán de Derry 
(1724). 
 
Después de largos preparativos, pasó a América con el propósito de 
establecer en las Bermudas un centro de evangelización; pero sus proyectos 
no pudieron realizarse y tuvo que vivir dos años en Rhode Island Aquí 
concibió Alciphron or the Minute Philosopher, el más extenso y acabado de sus 
trabajos. No habiendo recibido la ayuda que esperaba, tuvo que regresar a 
Inglaterra, donde publicaría el Alciphron en 1732. Designado obispo de 
Cloyne en 1734, desempeñó su cargo hasta que renunció a él en 1752, 
retirándose a Oxford, donde murió al año siguiente. Fue enterrado en esta 
ciudad, en la catedral de Christ Church. 
 
Berkeley reaccionó vivamente ante la filosofía de Locke. Los principios que 
éste dejó solamente sugeridos los desarrolló Berkeley con amplia libertad de 
 
 5 
espíritu y con un vigor desusado, sin retroceder ante ningunas consecuencias 
extrañas que pudieran parecer en su tiempo a sus contemporáneos. Hombre 
de profundo espíritu religroso, sus sentimientos y creencias se manifestaron 
en la exposición de su doctrina filosófica. 
 
Como es sabido, su intención era refutar definitivamente a los ateos 
escépticos. A pesar de su vigorosa y consecuente doctrina, su espíritu no cesó 
de evolucionar, según se puede observar tanto en su Commonplace Book 
(Diario) como en Alciphron, y en Siris, otro de sus últimos escritos. El cambio 
desde los Principios... hasta Siris es enorme. El tono dogmático y polémico de 
aquella obra se transforma en mesurado y pensativo en ésta. Reconoce en sus 
últimos años que, para interpretar correctamente la realidad, los datos que 
aporta la experiencia son insuficientes. 
 
 
Pensamiento 
 
Pocos pensadores hay en la historia de la filosofía que hayan despertado el 
mismo apasionamiento que Berkeley. Las ideas del obispo irlandés son 
siempre actuales, porque constituyen un magnífico exponente de lo que se 
viene llamando idealismo metafísico. La rigurosidad, la perfección lógica y el 
vigor de su doctrina causan admiración incluso a sus contradictores. Cada 
obra de Berkeley es una joya filosófica inestimable, se esté o no de acuerdo 
con sus ideas. 
 
¿Cómo es posible, entonces, que un filósofo tan riguroso y una doctrina tan 
difundida hayan sufrido tantos malentendidos en la historia de la filosofía? 
Pues el hecho es que la mayor parte de las exposiciones que se hacen de 
Berkeley son erróneas. Incluso pensadores de cierta talla han desbarrado 
sobre él. La opinión más vulgarizada que circula es que Berkeley negó la 
existencia de los cuerpos. Basta leer, por ejemplo el § LXXXII de este libro 
para darse cuenta de lo absurdo de tal interpretación. 
 
Así, pues, en este breve estudio se intenta ofrecer al lector tanto una 
exposición del pensamiento de Berkeley como una aclaración de los fun-
damentos en que descansa su doctrina. Esperamos que pueda contribuir, al 
menos, a que ésta no se desvirtúe, ya que el filósofo irlandés es perfectamente 
claro para un lector atento. Como es natural, lo que hay que hacer para 
conocerlo es leer sus obras y no querer comprenderlo mediante manuales de 
historia de la filosofía, que en su mayoría son resultado del estudio y consulta 
 
 6 
de otros manuales. 
 
La obra capital de Berkeley es Principios del conocimiento humano. Una 
exposición con propósitos vulgarizadores la constituyen los Tres diálogos entre 
Hilas y Filonús. En la primera de éstas, Berkeley se propone, según él mismo 
nos dice, descubrir los principios que han introducido en la filosofía 
incertidumbre, dudas y opiniones contradictorias. 
 
A su juicio, la primera causa es la creencia de que pueden formarse ideas 
abstractas. No existen ideas abstractas, sino concretas y singulares. Berkeley 
comienza los Principios... con una refutación de la abstracción, porque 
considera que quizá creer en las ideas abstractas origina la creencia en la 
existencia de los cuerpos con independencia del sujeto percipiente. La idea 
abstracta es perfectamente inconcebible; y ¿cabe un género de abstracción 
más sutil que distinguir la existencia de los objetos sensibles del hecho mismo 
de ser percibidos? La estrecha relación que existe entre el pensamiento y el 
lenguaje ha originado la admisión de las ideas generales como ciertas, ya que 
nos valemos de palabras generales para comunicarnos. No obstante, es una 
ilusión. Es necesario sustraer los principios del conocimiento a la confusión 
creada por las palabras, porque, de no hacerlo así, caeremos en el más 
lamentable error. Lo importante es no dejarse engañar por las palabras y 
atenerse exclusivamente a las ideas mismas, «a las propias ideas al desnudo, 
sin disfraz alguno», como nos dice al final de la Introducción de este libro. 
 
 
La negación de la materia 
 
¿Qué significa el término «idea»? La aclaración es precisa, porque, sin 
comprenderlo, no es posible conocer la filosofía de Berkeley «Idea» es 
representación sensible de algo; y por ser sensible, y porque no existen 
representaciones abstractas, es siempre particular. Pero «idea» es, al mismo 
tiempo, la cosa misma percibida. Aunque usada en ambos sentidos, la 
significación de la palabra «idea» es desafortunada; sin embargo, desde el 
punto de vista de Berkeley no existe confusión ni contradicción entre ambas 
concepciones, puesto que todo es representación. Es decir, no existen cosas 
con independencia del espíritu que las percibe. Por esto puede decir Berkeley 
que sólo existenideas en este doble sentido, y la vaguedad del término hace 
posible que quede afirmada la realidad del mundo exterior en sentido 
corriente y al mismo tiempo negada su existencia absoluta en sentido 
metafísico. 
 
 7 
 
Las consecuencias que se derivan de esta doctrina son decisivas para el 
desarrollo posterior de la filosofía de Berkeley. Si todo lo que existe es, en 
última instancia, idea, el ser de las cosas consiste en ser percibidas. La 
realidad última de las cosas no es material sino espiritual. De esta concepción 
procede, pues, el principio esse=percipi, culminación de todo el sistema 
metafísico de Berkeley. 
 
La afirmación sobre la no existencia de la sustancia material es, a primera 
vista, muy extraña y radical. Pronto atrajo violentos ataques contra su 
filosofía. Pero esta afirmación no era algo derivado de los principios 
berkeleyanos. Por el contrario, Berkeley se asignó en la vida la misión de 
refutar la pretendida existencia de la materia, ya que creía firmemente que 
ésta era la causa más poderosa del ateísmo y del escepticismo. Pero la lucha 
que sostuvo contra la pretensión de la existencia de la materia no implicaba, 
como se ha sostenido erróneamente, la aniquilación del mundo exterior; 
acerca de ello confronte el lector los § XXXVII, XL y LXXII de los Principios; lo 
mismo se observará leyendo con detención los Tres diálogos entre Hilas y 
Filonús. Berkeley no se cansa de repetir que el mundo exterior, tal como es 
percibido, existe en toda su realidad. Entiéndase bien que alude a su 
fundamento metafísico. Es la existencia de la materia en sentido filosófico la 
que niega vigorosamente.1 Valiéndonos de un símil, diremos que su 
concepción es parecida a la de la física actual, que reduce la materia a ondas, 
aunque sostiene la realidad del mundo exterior. Y ambas cosas son 
compatibles John Locke había negado anteriormente la existencia de las 
cualidades secundarias, y aunque vislumbró los problemas que implicaba la 
admisión de las primarias, sin embargo, no las atacó. La idea de sustancia, 
aunque la llamó «un no sabemos qué», continuó siendo para Locke 
irrefutable. Berkeley no se sintió satisfecho con la posición de su gran 
antecesor. Según él, la idea de sustancia material surgió en filosofía por 
determinados motivos o razones; pero, una vez que tales motivos se han 
extinguido, no hay razón para que continuemos admitiéndola. En tanto se 
creía en la existencia de las cualidades secundarias fuera del espíritu era 
natural que se creyera también en cierto sustrato no pensante al que se 
adherían aquellas. Una vez desaparecida tal creencia, es decir, admitido que 
 
1 Asi pensaba desde edad temprana En su Commonplace BooJf escribía: «I take not awary substances. I ougt 
not to be accused of discarding substance out of the reasonable word. I only reject the philosophic sense 
(which m effect is no sense) of the word substance» Y más adelante: «I am more for reality than any other 
philosophers They make a thousand-doubts and know not certanly but we may be deceived I assert the direct 
contrary» Págs 20 y 21 de The Works of George Berkeley edición de A. C. Fraser Oxford, 1901. 4 vols Tomo 
I. 
 
 8 
los colores; sonidos, etc., no tienen existencia fuera de la mente, carece de 
sentido mantener la existencia de este sustrato. De este modo creía Berkeley 
refutar las causas del escepticismo, puesto que admitir la existencia de la 
materia implicaba, en parte, desconocer en qué consistía. 
 
 
La fundamentación de la realidad 
 
La afirmación inmediatamente siguiente es la inmaterialidad de las cosas 
exteriores. De otro modo sería inexplicable dogmáticamente que las 
representaciones ocasionadas en la mente humana no pueden ser producidas 
por la materia.2 La existencia de las cosas no es nunca una existencia en sí, 
sino en el espíritu. Pero existencia en el espíritu no ha de entenderse de modo 
subjetivista, en «mi» espíritu. Estar en el espíritu quiere decir percibido por 
alguien; equivale a negar la realidad de las cosas con independencia de que 
alguien las perciba. Cuando un hombre deja de percibir las cosas, éstas si-
guen existiendo, naturalmente, porque en último término son percibidas por 
Dios. 
 
La apelación a Dios de Berkeley como base final en la que residen las cosas 
tiene justificación dado su punto de partida. Según él, el único poder activo 
es la mente, el espíritu. La realidad externa no es capaz de obrar activamente. 
«Las cosas -dice A. C. Fraser, exponiendo a Berkeley- están en perpetuo flujo, 
pero es un flujo dentro de un sistema cósmico que el inmutable principio de 
causalidad nos obliga a referir a la Mente Eterna como su causa sustentadora 
y suprema; pues la mente es el único poder activo del que tenemos idea, o 
mejor, noción.3 Así, pues, el principio de causalidad se encuentra como 
fundamento de la doctrina de Berkeley El último eslabón de la cadena causal 
es Dios y por esto, finalmente, el ser de las cosas consiste en ser percibido por 
la mente de Dios. 
 
Como puede observarse, Berkeley depende en sus doctrinas tanto de 
Descartes como, en mayor grado, de Locke. Sus puntos de vista son muy 
personales y siempre es profundo y original. A grandes rasgos su sistema 
queda expuesto en las líneas anteriores, especialmente tal como aparece en 
las obras de su juventud y madurez. En sus tratados posteriores, como 
 
2 «No active power but the Will; therefore Matter, if it exists, affects us not» Id.. pág. 67 
 
3 A. C Fraser, Locke, tomo I, pág CXXIX 
 
 
 9 
Alciphron, el mundo sensible se transforma en un mundo de efectos, carente 
de causalidad eficiente. En la última época de su vida, cuando escribe Siris, se 
aproxima a la doctrina de Platón. Nos dice que una fuerza o influencia divina 
penetra todo el universo. La razón construye el mundo de los sentidos. En 
ciertos aspectos, Berkeley parece adelantarse con esta obra a las grandes 
construcciones metafísicas de Hegel. 
 
 
Valoración de su doctrina 
 
La filosofía de Berkeley surgió como un intento de salvaguardar la existencia 
real del mundo del espíritu frente a la supremacía que quería conceder a la 
existencia de las cosas exteriores. Quiere demostrar por todos los medios que 
no es posible hablar de existencia sin, al mismo tiempo, implicar una mente 
que la perciba. Existencia significa percepción, y pensar de otro modo es 
contradictorio. No hay existencia absoluta, es decir, con independencia de 
una mente que la perciba. Berkeley se valió del concepto de «idea» para 
fundamentar su opinión. Creer que todas las cosas externas son ideas es 
reducir el mundo exterior a la conciencia. Si Berkeley no hubiera partido, ya 
desde el comienzo, de la existencia de Dios, inevitablemente habría llegado a 
ella. Su filosofía tiene que fundarse en una teodicea. Sin la admisión de Dios 
su doctrina se hunde, ya que si suponiendo que no existiera Dios, se le 
preguntara qué ocurre con las cosas cuando el hombre deja de percibirlas no 
habría respuesta para tal cuestión, a menos de caer en el absurdo. Dios es el 
fundamento último de la existencia de las cosas. Las cosas existen porque 
Dios las percibe. 
 
Berkeley habría estado en lo cierto si se hubiera detenido en la afirmación 
general de que el ser externo sólo puede ser aplicable a partir del sujeto que 
lo percibe. Es una extralimitación, que ninguna razón justifica, suponer que 
toda la existencia del ser exterior consiste en que se le perciba. La 
desafortunada expresión del término «idea» le hizo incurrir en una confusión 
entre el acto de sentir y lo sentido, unificando cosas que son realmente 
distintas. 
 
Luis Rodríguez Aranda 
 
 
 10 
 
PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO 
 
DONDE SE INVESTIGAN LAS PRINCIPALES CAUSAS DE ERROR Y DIFICULTAD EN 
LAS CIENCIAS, COMO TAMBIÉN EL FUNDAMENTO Y ORIGEN DEL ESCEPTICISMO, 
ATEÍSMO E IRRELIGIÓN 
 
 
DEDICATORIA 
 
AL MUY HONORABLE THOMAS, CONDE DE PEMBROKE, ETC., CABALLERO DE LA 
MUY NOBLE ORDEN DE LA JARRETERA Y LORD DEL MUY HONORABLE CONSEJO 
PRIVADODE SU MAJESTAD 
 
SEÑOR: Os sorprenderá quizá que una persona oscura, como yo, que no 
tiene el honor de ser conocida de Vuestra Señoría, presuma dirigirse a vos, 
como yo lo hago. 
 
Pero el que un hombre que ha escrito algo con el deseo de promover en el 
mundo la difusión de conocimientos útiles y de la religión haya elegido como 
protector a Vuestra Señoría, no extrañará a nadie que conozca el actual estado 
de la Iglesia y de la instrucción y sepa de la prestancia y ayuda que vos a una 
y otra proporcionáis. 
 
No obstante, nada me hubiera inducido a dedicaros este menguado fruto de 
mis pobres desvelos, si a ello no me animara la integridad y nativa bondad 
que son partes destacadas del carácter de Vuestra Señoría. 
 
Debo añadir, Señor, que el extraordinario favor y bondad que os habéis 
dignado mostrar hacia nuestra sociedad, me da la esperanza de que 
secundaréis benévolamente el esfuerzo de uno de sus miembros. 
 
Estas consideraciones son las que me han movido a poner a los pies de 
Vuestra Señoría este pequeño tratado. Tanto más, cuanto que por razón de la 
elevada cultura y virtud que el mundo justamente en vos admira, tengo la 
pretensión de saber que soy, Señor, con el más sincero y profundo respeto, de 
Vuestra Señoría el más humilde y adicto servidor, 
 
GEORGE BERKELEY 
 
 11 
PREFACIO 
 
El contenido de este pequeño libro que ahora publico me ha parecido, 
después de un serio y prolongado estudio, ser de una evidencia clarísima y 
de no menor utilidad, particularmente para aquellos que sienten el vértigo y 
la seducción del escepticismo, o necesitan una demostración de la existencia e 
inmaterialidad de Dios y de la inmortalidad del alma. 
 
El lector juzgará imparcialmente: sólo me cabe la satisfacción de ofrecerle mi 
obra para que pueda apreciarla, ya que estoy persuadido de que su éxito 
dependerá únicamente de su exacta conformidad con la verdad real. 
 
Y en nada obsta este criterio para que, sea quien sea el lector, le recomiende 
yo suspenda su juicio hasta que haya leído por lo menos una vez toda la obra, 
con la atención y reflexión que la materia requiere. Pues se encontrarán 
pasajes que, tomados aisladamente, se prestarán con toda seguridad a falsas 
interpretaciones y a deducir consecuencias erróneas, lo que no ocurrirá 
ciertamente después de una lectura cabal de la obra. 
 
Y aun leído todo el libro, si sólo se pasó de ligero y sin la atención debida, es 
muy probable que se desvirtúe el sentido de lo que escribo, que, sin embargo, 
para un lector acordado y reflexivo, resultará evidentísimo con claridad 
meridiana. 
 
Alguien podrá tachar de novedad o singularidad algunos de los conceptos 
que aquí expongo: considero innecesario insistir sobre este punto, pues todos 
juzgarán de escaso talento y muy poco familiarizado con las ciencias al que se 
atreva a rechazar una verdad demostrable, por el simple hecho de ser nueva, 
esto es, recientemente adquirida, o por ser contraria a prejuicios inveterados. 
 
He creído necesario hacer estas advertencias a fin de evitar en lo posible la 
precipitada censura por parte de cierta clase de personas, que siempre están 
dispuestas a condenar una opinión que no es suya, aun antes de haberla 
comprendido bien. 
 
 12 
INTRODUCCIÓN 
 
I. La Filosofía no es otra cosa que el cultivo de la sabiduría y la búsqueda o 
investigación de la verdad. Parece, pues, razonable suponer que aquellos que 
le han consagrado su tiempo y sus esfuerzos han de tener un espíritu más 
apto y despierto en orden a la elucubración con un conocimiento más claro y 
evidente, por hallarse más desembarazados que los profanos de las 
dificultades y dudas que en alguna manera puedan oscurecer la verdad. 
 
Y, a pesar de ello, vemos que la gran masa de iletrados que forman el vulgo, 
el incontable número de los que desarrollan su vida mental dentro de los 
senderos trillados del sentido común y se gobiernan por los dictados 
instintivos de la naturaleza, gozan en su mayoría de una serenidad y fijeza 
imperturbables en lo que a sus conocimientos se refiere. Para ellos, todo lo que 
les es familiar resulta perfectamente explicable y nada difícil de comprender. 
No les aqueja falta alguna de evidencia en sus sentidos y están por completo 
a salvo de llegar a ser escépticos. 
 
Mas en cuanto tratamos de elevarnos por encima de los sentidos y del 
instinto para seguir la luz de principios superiores, para poder razonar y 
reflexionar sobre la naturaleza de los seres, nos asaltan innúmeras difi-
cultades, precisamente sobre cosas que antes creíamos haber comprendido 
perfectamente. A cada paso, por sí mismos, se delatan los prejuicios y errores 
del sentido; y al pretender corregirlos mediante la razón, insensiblemente 
caemos en burdas y extrañas paradojas, dificultades y falacias, que, 
multiplicándose, nos abruman a medida que avanzamos en el camino de 
nuestras especulaciones, hasta que por fin, después de haber vagado errantes 
por entre mil intrincados laberintos, venimos a encontrarnos en el mismo 
punto de partida; o, lo que es todavía peor, estacionados en un peligroso y 
despechado escepticismo. 
 
II. A mi entender, la causa de estos extravíos es 1) la oscuridad de las mismas 
cosas o la natural debilidad e imperfección de nuestro entendimiento. Bien 
sabido es que nuestras facultades son pocas en número y como planeadas por 
naturaleza más para la conservador) y deleite de la vida que para penetrar y 
escudriñar la esencia íntima y la constitución de los seres. 
 
Además, 2) la mente humana es finita; y así no es de maravillar que caiga en 
absurdos y contradicciones cuando se propone investigar cosas que 
 
 13 
participan de infinitud. Y de tales dificultades no puede salir por sí misma, 
pues lo infinito implica por naturaleza el no poder ser comprendido o 
abarcado por lo que es finito. 
 
III. Pero quizá no sea del todo justo atribuir a nuestras propias facultades la 
causa fundamental de los errores: más bien podríamos decir que éstos 
proceden de no usar de aquéllas como es debido. 
 
Es demasiado aventurado el suponer que, partiendo de principios ciertos y mediante 
deducciones perfectamente lógicas, hayamos de llegar a conclusiones falsas e 
insostenibles. 
 
Hemos de creer que Dios no trata a los hombres con tan poca bondad para 
infundir en ellos vehementes deseos de una verdad que coloca fuera de su 
alcance. Esto no sería conforme a los habituales procedimientos de la 
Providencia, siempre indulgente y benévola; pues cualesquiera sean las 
apetencias de que haya dotado a las criaturas, les proporciona los medios 
necesarios y suficientes para satisfacerlas, con tal de que hagan recto uso de 
facultades naturales. 
 
Por lo cual me inclino a creer que todos o la mayor parte de los tropiezos que 
hasta ahora han detenido a los filósofos y han obstruido el camino del 
conocimiento, son debidos por entero a nosotros mismos. Primero hemos 
levantado el polvo, y luego nos lamentamos de que no se ve. 
 
IV. Mi propósito, por lo tanto, será tratar de descubrir las raíces y el origen 
de tantas dudas o incertidumbres, absurdos y contradicciones como vemos 
en el campo de la filosofía y en sus diversos sistemas, tan inconsistentes todos 
que los hombres más sabios han llegado a decir que es irremediable nuestra 
ignorancia, juzgando que ésta procede de la limitación y torpeza de nuestras 
facultades. 
 
Y, ciertamente, bien vale la pena que nos esforcemos en investigar con la más 
esmerada atención los primeros principios del conocimiento humano, que los 
examinemos y analicemos bajo todos sus aspectos, entre otras razones por 
haber cierto fundamento para pensar que las dificultades y obstáculos que 
halla la mente en su búsqueda de la verdad no provienen de oscuridad o 
complejidad en las cosas mismas que investiga, ni de la natural debilidad y 
limitación de las facultades cognoscitivas, sino más bien de haber tomado 
como seguros puntos de partida ciertos principios falsos que debieran 
 
 14 
haberse desterrado. 
 
V. Tarea esésta en verdad difícil y desalentadora, si se tiene en cuenta que, 
antes que yo, muchísimos hombres de extraordinario talento han tenido el 
mismo propósito y sin resultado alguno. Me da, sin embargo, cierta 
esperanza el pensar que una visión de largo alcance no es siempre la más 
clara; mientras que los ojos forzados a mirar siempre de cerca pueden quizá 
mediante un examen minucioso descubrir detalles que hayan escapado a la 
observación de una vista mejor. 
 
 
VI. Una de las principales causas de error en todos los órdenes del conocimiento. 
 
A fin de preparar la mente del lector para la más fácil comprensión de cuanto 
voy a exponer, me parece oportuno sentar por vía de introducción una 
premisa relativa a la naturaleza del lenguaje y al abuso que de él se hace. 
 
Aclarar este punto me conduce en cierto modo a adelantar mi propósito, 
señalando lo que en mi opinión ha tenido una parte principalísima en el 
entorpecimiento de toda especulación y que ha producido innumerables 
errores y perplejidades en todas las ramas del saber. 
 
Pues bien, la causa de todo ha sido el suponer o dar como sentado el que la 
mente pueda elaborar ideas abstractas o nociones de las cosas. 
 
El que tenga un conocimiento somero nada más de la diversidad de doctrinas 
y de las discusiones entre los filósofos reconocerá sin esfuerzo que una parte 
no pequeña de semejantes cuestiones versa sobre ideas abstractas. 
 
Estas ideas se consideran como el objeto específico de las ciencias llamadas 
Lógica y Metafísica, y en general de todas aquellas disciplinas que se 
consideran como las más abstractas y sublimes de entre las ciencias: en todas 
ellas se trata todo género de cuestiones, dando por seguro que la mente posee 
ideas abstractas y que las conoce y domina perfectamente. 
 
VII Acepción propia de la abstracción. 
 
Todos convienen en afirmar que las cualidades o modos de las cosas no 
existen realmente aisladas por sí mismas, separadas de todas las demás, sino que 
se interfieren recíprocamente y en cierto modo se reúnen en diferentes 
 
 15 
combinaciones en cada objeto. Y se afirma que nuestra mente, gracias a la 
aptitud que posee de considerar cada cualidad por separado, con abstracción 
de todas las demás a las cuales va unida, elabora para un acervo interno las 
ideas abstractas. 
 
Por ejemplo: la vista percibe un objeto extenso coloreado y en movimiento; 
esta idea mezclada o compuesta es descompuesta por la mente en sus 
elementos constitutivos y simples; y al considerar cada uno de éstos separado 
de los demás, forma las ideas abstractas de extensión, color y movimiento. 
Mas no en el sentido de que sea posible la existencia del color y del 
movimiento sin la extensión, sino en cuanto que la mente, por abstracción, 
puede forjarse la idea del color prescindiendo del movimiento y de la 
extensión, y la idea del movimiento sin atender ni a la extensión ni al color. 
 
 
VIII. De la generalización.4 
 
Prosiguiendo este análisis, veremos que al observar la mente determinados 
objetos extensos percibidos por los sentidos, halla en ellos algo que es común 
y semejante en todos y algo que es particular de cada uno, como tal o cual 
figura, esta o aquella magnitud, y que los distingue a unos de otros; si toma 
sólo en cuenta y considera aparte aquello que es común, viene a formarse una 
idea más abstracta de la extensión, que no es precisamente la línea, la 
superficie o el volumen, sino una idea que por entero prescinde de esas 
particularidades. De igual manera, la mente, si prescinde en los colores 
percibidos por el sentido de lo que es peculiar de cada color y lo distingue de 
los demás, y retiene sólo lo que es común a todos ellos forma entonces una idea 
de color en abstracto, que no es ni el rojo, ni el azul, ni el blanco, ni ningún 
color determinado. De modo semejante, al considerar el movimiento no sólo 
con abstracción del cuerpo que se mueve sino también de las demás 
particularidades, como son velocidad, dirección, trayectoria, etc., resulta la 
idea abstracta de movimiento, cualesquiera que sean las circunstancias con 
que el sentido los haya percibido. 
 
IX. De la composición. 
 
Y así como la mente se elabora sus ideas abstractas de las cualidades o 
modos, de análoga manera, con la misma precisión y separación mental, 
 
4 Vide Reid On the Intellectual Powers of Man, Essay V, III, I 
 
 
 16 
adquiere las ideas abstractas de seres más complicados, que implican la 
coexistencia de diferentes cualidades.. 
 
Por ejemplo: observando que Pedro, Santiago y Juan se parecen entre sí por 
ciertos caracteres que les son comunes, como la forma, aspecto y otros, 
nuestra mente, en la idea compuesta o compleja que tiene de Pedro o de 
Santiago o de cualquier otro hombre, deja a un lado lo que es peculiar de 
cada uno y se queda tan sólo con lo que es común a todos, formándose así 
una idea abstracta y general que conviene a todos los hombres y que 
prescinde de todas las circunstancias y diferencias que pudieran ligarla a una 
existencia individual. 
 
Así es como se llega a la idea de hombre, o si se prefiere, a la de humanidad o 
naturaleza humana; en la cual va ciertamente incluido el color, pues no hay 
hombre que de él carezca, pero no es un color determinado, blanco o negro, 
ya que no hay color alguno que convenga a todos los seres humanos. 
También incluye dicha idea de humanidad la estatura, pues todos los 
hombres no tienen una u otra; pero no es ni elevada, ni baja, ni mediana, sino 
algo que prescinde de estas particularidades. Y así de todo lo demás. 
 
Más aún: puesto que existe gran variedad de otras criaturas que participan en 
ciertos aspectos, pero no en todos, de las cualidades que tiene el complejo 
hombre, la mente, sin atender a lo que es peculiar de todos los hombres, 
retiene sólo lo que es común a todos los seres vivientes, y así adquiere la idea 
de animal, que abstrae no sólo de los individuos humanos, mas también de los 
pájaros, de las fieras, de los peces, etc. 
 
Los elementos que integran la idea abstracta de animal son el cuerpo, la vida, 
la sensibilidad y el movimiento espontáneo. Al decir cuerpo, no significamos 
ninguno en particular, de tal forma o configuración, ya que no hay ninguna 
que sea común a todos los cuerpos; tampoco damos a entender si está 
cubierto de pelo, o de plumas, o de escamas, o si es de piel desnuda; puesto 
que el pelo, las plumas, las escamas, la piel desnuda son caracteres que 
distinguen a determinados animales, y por lo tanto no pueden entrar en la 
idea abstracta de animal. 
 
Análogamente, cuando hablamos de movimiento espontáneo, no nos 
referimos ni a la marcha, ni al vuelo, ni a la reptación: significamos sólo el 
movimiento en abstracto, si bien no es fácil concebir qué sea este mo-
 
 17 
vimiento.5 
 
X. Dos objeciones contra la existencia de las ideas abstractas. 
 
Si otros tienen esta maravillosa facultad de abstraer sus ideas, ellos podrán 
decirlo; en cuanto a mí, reconozco que puedo imaginar o representarme las 
ideas de las cosas particulares que he percibido y de combinarlas o separarlas 
de muy diversas maneras. Puedo imaginar un hombre con dos cabezas, o la 
parte superior de un cuerpo humano unida a un cuerpo de caballo; y puedo 
considerar en abstracto, o separados del cuerpo, un ojo, una nariz, una mano. 
Pero sea cualquiera el ojo o mano que yo imagine, siempre tendrán 
determinada forma y color. De igual modo, la idea que yo me forme de 
hombre ha de ser de un hombre blanco, o negro, o moreno; derecho o 
encorvado; alto, bajo o de mediana estatura. 
 
Por mucho que se esfuerce mi pensamiento, no puedo concebir la idea 
abstracta de hombre tal como antes la he descrito. 
 
También me es imposible formarme la idea abstracta del movimiento 
prescindiendo del cuerpo que se mueve, esto es, de un movimiento que no 
sea ni lento ni rápido, de trayectoria ni curvilínea ni rectilínea. Lo mismo digo 
de cualesquiera otras ideas abstractas. 
 
Si he de hablar sinceramente, reconozco en mí la aptitud de abstraeren cierto 
sentido, como sucede al considerar determinadas partes o cualidades 
separadas de otras con las cuales coexisten en algún objeto, y sin las cuales es 
posible tengan existencia real. 
 
Pero lo que no admito es que pueda abstraer una de otra, o concebir 
separadamente aquellas cualidades que es imposible puedan existir aisladas; 
ni tampoco que pueda forjarme ideas generales por abstracción de las 
particulares, en la forma antes expresada. Tales son las acepciones propias de 
la abstracción. 
 
Y con fundamento puedo suponer que otros hombres se hallarán en el mismo 
caso que yo. 
 
La mayoría de los seres humanos, en general sencillos e iletrados, nunca 
 
5 Vide Hobbes Tripos V, 6 
 
 
 18 
aspira a las nociones abstractas. 1) Se dice que éstas son difíciles, que no 
pueden adquirirse sin esfuerzo y estudio: de ser ello cierto, habríamos de 
concluir que tales ideas abstractas son patrimonio exclusivo de los sabios. 
 
XI. Examinaré ahora los argumentos que pueden alegarse en defensa de la 
doctrina de la abstracción, y trataré de descubrir qué es lo que ha inclinado a los 
hombres especulativos a adoptar una opinión que parece estar tan apartada 
del sentido común. 
 
Mucho prestigio ha dado a esta doctrina un filósofo6 moderno, de merecida 
estima, quien, al parecer, sostiene que la más notable diferencia intelectual 
entre el hombre y los animales irracionales es la facultad que aquél posee de 
elaborar ideas abstractas generales. 
 
«El poder tener ideas generales -dice- es lo que establece una perfecta y 
marcada distinción entre el hombre y los brutos, y constituye una aptitud 
excelente que las facultades de los brutos en manera alguna han alcanzado. 
Pues es cosa evidente que en ellos no se aprecian siquiera huellas de que 
hagan uso de signos generales para apreciar ideas universales. De lo cual 
fundadamente podemos concluir que carecen de la facultad de abstraer o de 
elaborar ideas generales, puesto que no hacen uso de palabras ni de otros 
signos genéricos». Y más adelante añade: «Por lo cual, en mi concepto, 
podemos suponer que en ello estriba la diferencia específica entre hombres y 
brutos, la que de ellos hace grupos separados por entero, y en definitiva 
señala la amplia divisoria entre unos y otros. Ya que si, hablando en términos 
absolutos, se puede admitir que tienen algunas ideas (pues no son meras 
máquinas, como algunos han pretendido), no podemos negar que hasta cierto 
punto gocen de razón. Para mí es tan evidente que algunos de ellos en 
determinadas circunstancias razonan, como que tienen percepciones 
sensitivas; pero solo se extiende su característico razonamiento a ideas 
particulares, tal como se las ofrecen los sentidos. Los más aventajados de ellos 
están, a mi parecer, confinados dentro de los estrechos límites de sus 
percepciones sensoriales, sin poder dar a éstas mayor amplitud por 
abstracción de ningún género». (Ensayo sobre el entendimiento humano, libro II, 
cap. XI, secciones 1 y 11). 
 
Estoy muy de acuerdo con este ilustrado filósofo, de merecido renombre, en 
que las facultades de los brutos no llegan en manera alguna a la abstracción. 
 
6 Locke 28 
 
 
 19 
Pero si ésta ha de ser la propiedad característica de esos animales, me temo 
que muchos de los que pasan por hombres habrán de ser contados en el 
número de aquéllos. 
 
En efecto, la razón que aquí se aduce para suponer que los brutos carecen de 
ideas abstractas es el no ver en ellos el uso de la palabra ni de otros signos 
universales; lo cual se funda en el supuesto de que el uso de la palabra 
implica la posesión de ideas generales. De ahí se sigue que el hombre, por 
estar dotado de lenguaje, es capaz de abstraer o de generalizar sus ideas. 
 
Que éste sea el sentido del argumento aducido por el autor se verá más 
adelante al comentar la respuesta que él mismo da a la pregunta que en otra 
parte hace: «Puesto que todas las cosas que existen son particulares, ¿cómo es 
que nos gobernamos por términos generales?» A lo que responde: «Las 
palabras adquieren sentido general porque se convierten en signos de ideas 
generales» (Ensayo sobre el entendimiento humano, lib. III, cap. III, sec. 6). 
 
Más bien parece, sin embargo, que 2) una palabra adquiere sentido general 
por convertirse en signo no de una idea general abstracta, sino de varias ideas 
particulares,7 cualquiera de las cuales puede indistintamente sugerir a la 
mente mediante la palabra. 
 
Por ejemplo: cuando se dice que el cambio en el movimiento es proporcional a la 
fuerza comunicada, o que todo lo que tiene extensión es divisible, estas 
proporciones se han de entender del movimiento y de la extensión en 
general. Y, sin embargo, no se sigue de ello que tales afirmaciones sugieran a 
la mente sólo la idea de movimiento sin un cuerpo que se mueva en cierta 
dirección y con determinada velocidad, ni sólo la idea de extensión en 
general, que no sea línea, blanca, o encarnada, o de otro color cualquiera. 
 
Únicamente se significa que en todo movimiento, lento o rápido, de dirección 
vertical, horizontal u oblicua, sea cualquiera el cuerpo que se mueve, se 
cumple el axioma enunciado. Y en análogo sentido se ha de interpretar el 
segundo axioma, refiriéndolo a cualesquiera de las clases de extensión, línea, 
superficie o volumen, y de cualquier magnitud y figura que fuere. 
 
XII. La existencia de ideas generales. 
 
 
7 De la misma clase 
 
 
 20 
Observando cómo las ideas se hacen generales, podemos comprender mejor 
cómo se generalizan las palabras. De paso, quiero hacer notar que no niego 
en absoluto la existencia de ideas generales: lo que no puedo admitir es que 
existan ideas generales abstractas. Pues en los pasajes citados, dondequiera que 
se hace mención de las ideas generales, se supone siempre que éstas se han 
formado del modo descrito anteriormente en los párrafos VIII y IX de esta 
Introducción. 
 
Ahora, si tratamos de dar significado a nuestras palabras, hablando 
únicamente de lo que podemos concebir, se reconocerá sin dificultad que una 
idea, de suyo particular, pasa a ser general cuando se la hace representar o se 
la toma en lugar de otras ideas particulares del mismo tipo. 
 
Aclaremos lo dicho con un ejemplo: supóngase que un geómetra quiere 
demostrar el método para dividir una línea en dos partes iguales: traza con 
tinta negra una línea de una pulgada de longitud. Semejante trazo, que de 
suyo no es más que una línea particular, es, sin embargo, general en cuanto a 
lo que significa, pues se la toma para representar todas las líneas particulares, 
cualesquiera que sean; y asi, lo que se demuestre de aquél, quedará 
demostrado de todos, o sea, de la línea en general. 
 
Y del mismo modo que esa línea particular se convierte en general al hacerse 
de ella un signo, así también el nombre línea, que tomado en absoluto es 
particular, al ser un signo se convierte en general Y así como la primera debe 
su generalidad al hecho de ser signo, no de una línea general y abstracta sino 
de todas las rectas particulares que puedan existir, de la misma manera hay 
que pensar que el signo o palabra con que designamos el trazo hecho deriva 
su universalidad de la misma causa, es decir, de las numerosas líneas 
particulares que indistintamente puede designar.8 
 
XIII. Necesidad de las ideas abstractas según Locke. 
 
Para dar al lector una visión más clara de las ideas abstractas y de las diversas 
condiciones en que, según se afirma, no son ellas necesarias, transcribiré otro 
párrafo del Ensayo sobre el entendimiento humano; dice así: «Las ideas abstractas 
no son para los niños o personas no ejercitadas, ni tan evidentes ni tan fáciles 
 
8 «Considero esta doctrina como uno de los más grandes y valiosos descubrimientos que se han hecho en los 
últimos años en la república de las letras» (Hume Treatise of Human Na-ture. I, IV, 7; y también, Stewart 
Philosophy of the Mind, I, IV, III) 
 
 
 21 
como las particulares. Si para los adultos resultan más obvias, ello es debidoa 
que por utilizarlas constantemente se les han hecho ya familiares. Si las 
consideramos atentamente, veremos que no son sino ficciones o artificios 
mentales, de suyo difíciles, y que no se producen tan espontáneamente como 
podría suponerse. ¿No requiere, por ejemplo, cierto esfuerzo e ingenio el 
formarse la idea general y abstracta de triángulo? (Y, a la verdad, ésta no es 
de las más difíciles, extensas y abstractas.) Porque en la idea de triángulo no 
se incluye el que sea oblicuángulo o rectánculo, ni equilátero, isósceles o 
escaleno; sino que el triángulo en general, tal como lo ideamos, es cada uno 
de éstos y ninguno de ellos a la vez. Ciertamente es algo imperfecto e 
insubsistente una idea en la que parcialmente se reúnen otras ideas tan 
insubsistentes como ella; pero hay que reconocer que nuestro entendimiento 
en su estado actual de imperfección tiene necesidad de tales ideas y las busca, 
porque le son 1) convenientes para la comunicación con los demás y 2) con el fin 
de ensanchar el campo de sus conocimientos; cosas ambas a las que por naturaleza 
se siente totalmente inclinado. 
 
»Y aun así hay razón para pensar que semejantes ideas son una muestra de 
nuestra imperfección. Al menos ello es suficiente para demostrar que las 
ideas más generales y abstractas no son las primeras y más fáciles que 
adquirimos ni las que informan nuestra mente en las primeras fases del 
conocimiento». (Libro IV, cap. VII, sec. 9). 
 
Si alguno posee la facultad de formar en su mente la idea de triángulo tal 
como aquí se describe, será en vano discutir con él y yo no lo intentaré. Lo 
que deseo únicamente es que el lector averigüe a fondo y con certidumbre si 
tiene tal idea o no la tiene. Cosa, a mi ver, muy fácil para cualquiera. ¿Puede 
haber nada más sencillo que examinar sus propios pensamientos, aunque sea 
ligeramente, y tratar de ver si uno mismo tiene o puede llegar a tener la idea 
de triángulo, según se explica en el párrafo apuntado, es decir, de un 
triángulo que no sea ni oblicuángulo ni rectángulo, ni equilátero, isósceles o 
escaleno, y que sea todo esto y nada de ello a la vez? 
 
XIV. Las ideas abstractas no son necesarias para nuestra comunicación. 
 
Mucho se habla aquí de la dificultad que consigo llevan las ideas abstractas y 
del esfuerzo de ingenio que se necesita para su formación. Todos convienen 
en afirmar que se requiere una profunda labor de la mente para emancipar 
nuestros pensamientos de los objetos particulares y elevarlos a las sublimes 
especulaciones que tienen por objeto las ideas abstractas. (La consecuencia 
 
 22 
natural de todo esto parece que habrá de ser que una cosa difícil como la 
formación de ideas abstractas no haya de ser necesaria para la comunicación 
de unos con otros, ya que esto es tan fácil y familiar para todo género de 
personas.) 
 
Se añade, por lo demás, que si para un adulto resultan obvias y asequibles 
estas ideas, ello es debido únicamente al uso constante y familiar que de ellas hace. 
(Ahora me gustaría saber en qué momentos vence el hombre esta dificultad, y 
cuánto tiempo emplea en aprovisionarse de estos elementos tan necesarios 
para el discurso: no puede esto suceder cuando es adulto, porque entonces ni 
siquiera tiene conciencia del esfuerzo requerido; por lo tanto, hay que 
suponer que se adquieren las ideas abstractas durante la niñez; y por cierto 
en edad tan tierna ha de ser una tarea muy ardua el trabajo de elaborarlas en 
su multiplicidad tan diversa). 
 
¿Quién no echa de ver la ingente dificultad de imaginar que un par de niños 
no hayan de poder hablar de sus golosinas, juguetes y chucherías hasta 
después de haber reunido las mil y una cosas sin valor que constituyen su 
mundo, para que así su entendimiento forme las ideas generales abstractas que 
forzosamente irán anejas a las palabras corrientes de su conversación? 
 
XV. Dichas ideas tampoco son necesarias para ampliar el conocimiento. 
 
De ningún modo considero necesarias las ideas generales abstractas para 
ensanchar el horizonte del conocimiento, como no lo son tampoco para la 
comunicación de unos con otros. 
 
Bien sabido es, y lo reconozco de buen grado, que todo conocimiento y toda 
demostración se apoyan en nociones universales: pero eso no quiere decir 
que tales nociones se formen por abstracción según el modo ya explicado. 
 
La universalidad no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y positiva 
o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las 
demás particulares, a las cuales representa o significa; en virtud de lo cual, lo 
mismo las cosas que las palabras y nociones, de suyo particulares, se 
convierten en universales. 
 
Así, al demostrar una proporción relativa a los triángulos, hay que suponer 
que tengo ante mí la idea universal de triángulo: pero ésta no se ha de 
entender referida a un triángulo que no sea equilátero, ni isósceles ni 
 
 23 
escaleno, sino en el sentido de que el triángulo particular que considero que 
sea de una clase o de otra, eso no importa- representa por igual toda suerte de 
triángulos rectilíneos, y en este sentido es universal. Creo que esto es bien 
sencillo y no implica ninguna dificultad. 
 
XVI. Una objeción y su respuesta. 
 
Quizá alguno preguntará: ¿Cómo podemos saber que una proposición es cierta 
para todos los triángulos particulares sin que antes la hayamos visto demostrada u 
obtenida de la idea abstracta de triángulo, aplicable por igual a todos ellos? Pues 
parece que por el mero hecho de que una propiedad determinada se verifique 
en un triángulo particular no se puede seguir que se dé también en los demás 
triángulos que en todo no sean iguales al primero. Por ejemplo: habiendo 
demostrado que la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos 
rectos, siendo el triángulo rectángulo isósceles, de eso no puedo concluir que 
suceda lo mismo en todos los demás triángulos que no tienen un ángulo recto 
y dos lados iguales. Parece, pues, que, para estar seguro de que esta 
proposición es universalmente verdadera, tendríamos que hacer una 
demostración particular para cada triángulo particular, lo cual es imposible, 
o, de lo contrario, y de una vez para siempre, sacar y obtener tal 
demostración de la idea abstracta de triángulo, que a todos conviene por igual y 
a todos igualmente representa. 
 
A lo que respondo que aunque la idea que tengo presente cuando hago la 
demostración sea, por ejemplo, la idea de un triángulo rectángulo isósceles, 
cuyos lados son de una longitud determinada, puedo, sin embargo, tener la 
certeza de que tal demostración es válida para todos los triángulos rectilíneos, 
de cualquier especie y magnitud que sean. Y eso es así porque ni el ángulo 
recto, ni la igualdad, ni la longitud de los lados se tienen para nada en cuenta 
al hacer la demostración. Es cierto que en el esquema que yo imagino se dan 
esas circunstancias particulares, pero de ellas no se hace la más ligera 
mención al desarrollar la demostración. 
 
Decimos que los tres ángulos suman dos rectos, pero no porque haya en 
aquel triángulo un ángulo recto ni porque sean iguales los lados que lo 
forman: lo cual suficientemente prueba que dicho ángulo podría ser oblicuo y 
de lados desiguales, y a pesar de ello subsistiría válidamente la demostración. 
 
Y ésta es la razón de que podamos aplicar a un triángulo oblicuángulo o 
escaleno lo demostrado para otro rectángulo isósceles; pero no por haber 
 
 24 
hecho la demostración a partir de la idea abstracta de triángulo. 
 
(De paso haré notar que cualquiera puede reconocer una figura como 
triángulo sin tener en cuenta las cualidades particulares de sus ángulos o la 
relación de sus lados: hasta eso llega la abstracción; pero esto nunca probará 
que se pueda elaborar una idea general de triángulo, abstracta e 
inconsistente. Del mismo modo podremos considerar en Pedro sólo su 
condición de hombre [y no de tal hombre], o sólo la de animal, sin que por 
ello tengamos que formar la idea abstracta de hombre o deanimal, por 
cuanto no se tiene en cuenta lo que se percibe.)9 
 
XVII. Ventaja que puede traer la investigación sobre la doctrina de las ideas 
generales abstractas. 
 
Sería tarea tan inacabable como inútil seguir a los hombres de la escuela, a esos 
grandes maestros de la abstracción, a través de los complicados e 
inextricables laberintos de discusiones y errores a que los ha conducido su 
teoría de las naturalezas y nociones abstractas. Cosa es de todos conocida, y 
por lo mismo no insistiré en ello, el gran número de pendencias y 
controversias, la erudita polvareda que han levantado estas cuestiones y el 
provecho escasísimo que de ahí ha surgido para el género humano. Y aun 
podría esto pasar, si los perniciosos efectos de esta doctrina se hubieran 
quedado confinados entre los que declaradamente la profesan. 
 
Pero cuando se consideran los esfuerzos, el trabajo y los talentos que por 
tantos siglos se han desperdiciado en perjuicio del cultivo y avance de la 
ciencia, y que a pesar de todo han quedado los mismos sabios en su mayoría 
llenos de obscuridad e incertidumbre; cuando se consideran las disputas sin 
fin que han surgido, que aun aquellas teorías que parecían apoyadas en las 
más claras y convincentes demostraciones envuelven paradojas del todo 
irreconciliables con la razón humana, y que tomadas en conjunto nos han 
reportado (muy pocas de ellas) un menguado beneficio no pasando de mero 
entretenimiento y diversión intrascendente, la consideración de todo esto, 
digo, es suficiente para sumir a los partidarios de esta doctrina en el mayor 
desaliento, en el más perfecto hastío de todo estudio. 
 
Podrá esto subsanarse echando una ojeada a los falsos principios que en el 
mundo han prevalecido, entre los cuales ninguno, a mi juicio, ha ejercido más 
 
9 Lo abarcado por los paréntesis no aparece en la ed. de 1710 
 
 
 25 
perniciosa influencia sobre la mente de los especuladores que el de las ideas 
generales abstractas. 
 
XVIII. Estudiaré ahora el origen de esta falsa noción predominante, que, 
según yo creo, es el lenguaje. Y a la verdad, sólo una causa tan poderosa y de 
no menor alcance que la razón misma ha podido dar pie a una opinión tan 
universalmente recibida. 
 
Que esto es así lo demuestra, entre otras cosas, la ingenua confesión de los 
más destacados paladines de las ideas abstractas, los cuales reconocen que 
dichas ideas son elaboradas precisamente para dar nombre a las cosas: de 
donde claramente se sigue que, de no existir el signo universal del lenguaje, 
jamás se hubiera pensado en las ideas abstractas. (Véase el Libro III, cap. IV, 
sec. 39 y otros muchos lugares del Ensayo sobre el entendimiento humano).10 
 
Examinemos, pues, la manera en que las palabras han contribuido a extender 
el error. En primer lugar11 se prejuzga que toda palabra tiene o ha de tener 
una sola significación, precisa y limitada; y esto inclina a pensar que existen 
ciertas ideas abstractas y determinadas que constituyen el verdadero y único 
sentido inmediato de cada nombre, y que por medio de estas ideas abstractas 
un nombre genérico es aplicable a muchas cosas particulares. 
 
Pero la verdad es que no hay tal significación precisa y determinada de cada 
palabra, pues todas ellas representan indiferentemente un gran número de 
ideas particulares. 
 
Todo este falso raciocinio es consecuencia de lo ya dicho, y claramente lo 
comprenderá cualquiera por una sencilla consideración. (Se podrá objetar que 
todo nombre, por el mero hecho de ser definido, queda restringido a una 
determinada significación.) 
 
Por ejemplo: el triángulo se define como una superficie plana comprendida por 
tres lineas rectas; con lo cual la palabra triángulo se ciñe a significar cierta idea 
determinada y no otra. A lo que respondo que en la definición no se dice si tal 
superficie (triangular) es grande o pequeña, blanca o negra; ni se atiende a la 
mayor o menor longitud de los lados, ni a si éstos son iguales o desiguales, 
 
10 De Locke 
 
11 Vide XIX 34 
 
 
 26 
como tampoco a los ángulos que forman, en todo lo cual puede haber gran 
variedad y, por consiguiente, no hay idea determinada alguna que limite la 
significación de la palabra triángulo. Una cosa es conservar una palabra para 
la misma definición, y otra hacerla siempre valedera para la misma idea: lo 
primero es necesario; lo segundo es inútil e imposible. 
 
XIX. En segundo lugar, para comprender mejor cómo las palabras han traído al 
campo de la filosofía la doctrina de las ideas abstractas, basta observar cómo es 
opinión admitida que el objeto del lenguaje no es otro que la comunicación de 
nuestras ideas, y que por lo tanto todo nombre significante representa una 
idea. Siendo esto así y siendo igualmente cierto que los nombres, aunque no 
se juzgan totalmente insignificantes, no señalan siempre ideas particulares 
concebibles, se sigue forzosamente que esas palabras representan nociones 
abstractas. Nadie negará, en efecto, que entre los hombres de ciencia está en 
uso multitud de términos que no sugieren la menor idea particular a los 
profanos. Y con un poco de atención echaremos de ver que no es necesario, ni 
aún en el más riguroso razonamiento, que los nombres significativos que 
representan ideas provoquen en el entendimiento cada vez que se les emplea, 
aquellas ideas que han venido a representar. 
 
Puesto que, en la lectura y en el discurso, los nombres, en su mayor parte, se 
emplean como las letras en álgebra, donde aun representando cada letra una 
cantidad determinada, sin embargo no es obligado que a la inteligencia se 
hagan presentes tales cantidades en cada uno de los pasos de la 
demostración. 
 
 
XX. Algunos de los fines que tiene el lenguaje.12 
 
Aparte de todo esto, la comunicación de las ideas indicadas por las palabras 
no es el único ni el principal de los fines que tiene el lenguaje, como 
corrientemente se supone. Existen otros fines, como el suscitar una pasión, 
inducir a un acto determinado o disuadir de él, colocar la mente en una 
determinada disposición; para los cuales, lo primero, o sea la comunicación, 
en muchos casos es solamente auxiliar, y a veces se prescinde de ella por 
completo si puede lograrse sin ella, como ocurre con frecuencia en el uso 
familiar del lenguaje. 
 
12 El lenguaje ha sido el origen de las ideas generales abstractas, debido a un doble error: 1) que cada palabra 
tiene una sola significación; 2) que el único fin del lenguaje es la comunicación de las ideas. -Ed 1710. 
 
 
 27 
 
Invito al lector a que reflexione sobre sí mismo y observará que, muchas 
veces, al oír o leer algún discurso, se despiertan en su mente los sentimientos 
de temor, amor, odio, admiración, desprecio, y otros semejantes, a la simple 
percepción de ciertas palabras y sin que surjan entre ellas ideas. 
 
Al principio, indudablemente, las palabras han podido ocasionar ideas aptas 
para descubrir tales emociones, pero, si no me engaño, fácil es descubrir, 
cuando el lenguaje se ha hecho familiar, que la audición de los sonidos o la 
visión de los caracteres va inmediatamente seguida, por lo general, de 
aquellas pasiones, prescindiendo de toda idea originaria, en tanto que al 
principio tuvieron que ser producidas con la intervención de ideas. 
 
¿No nos impresiona, por ejemplo, la promesa o esperanza de una cosa buena, 
aun cuando no tengamos la menor idea de lo que ello pueda ser? Y la 
amenaza de un peligro ¿no es suficiente para provocar en nosotros el miedo, 
aun sin saber concretamente qué daño nos puede sobrevenir y aunque no 
tengamos idea de lo que es peligro en abstracto? 
 
Cualquiera que ligeramente reflexione sobre lo que acabo de decir se 
convencerá de que los nombres generales se usan con toda propiedad en el 
lenguaje corriente, sin que el que habla intente despertar en el que le escucha 
el conjunto de sus propias ideas. 
 
Hasta los nombres propios se emplean muchas veces sin el designio de que 
nos traigan a la mente la idea particular de los individuos que se suponenson 
designados por ellos. Por ejemplo, si un escolástico me replica: «Aristóteles lo 
ha dicho», entiendo que con ello quiere disponer mi ánimo a aceptar su 
opinión por deferencia a la autoridad que por costumbre se atribuye a aquel 
hombre. Y este efecto se consigue tan de inmediato en aquellos que se han 
acostumbrado a resignar su juicio ante la autoridad de dicho filósofo, que no 
ha podido haber lugar a que se despertara idea alguna ni de su persona, ni de 
sus escritos ni de su reputación. 13 
 
Podría aducir innumerables ejemplos de esta clase; pero ¿a qué insistir en 
cosas que cada uno puede comprobar por su propia experiencia? 
 
 
13 Tan estrecha e inmediata conexión puede establecer la costumbre entre la palabra «Aristóteles» y los 
movimientos de asentimiento y reverencia en las mentes de algunos hombres -Ed 1710 
 
 
 28 
XXI. Precaución necesaria en el uso del lenguaje. 
 
Creo suficientemente demostrada 1) la imposibilidad de las ideas abstractas; 
hemos expuesto también 2) lo que en favor de ellas han dicho sus más 
conspicuos defensores, haciendo ver que no son necesarias para los fines que 
se les asignan; por último, 3) las hemos seguido hasta la fuente de donde 
dimanan, que parece ser el lenguaje. 
 
No se puede negar que las palabras son de una utilidad muy apreciable; 
mediante ellas, en efecto, todos podemos tener a la mano y hacer nuestros los 
conocimientos que se han adquirido a través de las edades y en todos los 
países por las investigaciones más infatigables. 
 
Pero al mismo tiempo hay que reconocer que muchísimos de esos co-
nocimientos han quedado embrollados y oscurecidos por el abuso de las 
palabras y por la forma en que se ha querido darlos a entender.14 
 
Así, pues, ya que las palabras pueden tan fácilmente inducir a error al 
entendimiento,15 siempre que yo hable de las ideas trataré de considerarlas 
pura y simplemente alejando de mi pensamiento cuanto me sea posible 
aquellos nombres que un uso constante ha hecho ir unidos a ellas. De lo cual 
espero se seguirán las siguientes ventajas: 
 
XXII. Primero: estaré seguro de haberme desembarazado de controversias 
puramente verbales, cuya cizaña en todas las ciencias ha sido la remora 
principal para el desarrollo de todo conocimiento sólido y verdadero. 
 
Segundo: éste será el medio más atinado de librarme de la red finísima y sutil 
de las ideas abstractas que tan lastimosamente han confundido y embrollado 
las mentes de los hombres, con la circunstancia singular de que cuanto más 
agudo y curioso era el ingenio de un hombre, tanto más fácilmente quedaba 
atrapado en el lazo. 
 
Tercero: mientras mi pensamiento se limite a las ideas despojadas de toda 
palabra, no creo pueda caer fácilmente en el error. Los objetos que considero 
 
14 Que casi puede hacerse una cuestión de si el lenguaje ha contribuido más a la obstaculización que al 
progreso de las ciencias -Ed. 1710. 
 
15 Me he propuesto, en mis investigaciones, el menor uso posible de ellas -Ed. 1710 
 
 
 29 
los conozco clara y adecuadamente: no me puedo engañar pensando que 
tengo una idea que en realidad no poseo. Ni me será posible imaginar que 
mis ideas son semejantes o diferentes si en realidad no lo son. Para conocer la 
conformidad o discrepancia que pueda haber entre ellas, para ver qué ideas 
van incluidas en otra idea compuesta y cuáles no, simplemente me basta una 
percepción atenta de lo que sucede en mi propio entendimiento. 
 
XXIII. Pero el conseguir todas estas ventajas presupone una total independencia 
del espejismo de las palabras; lo que a duras penas espero de mí mismo: tan 
difícil es romper el vínculo entre ideas y palabras, que muy temprano se 
inició en la historia del pensamiento y que a través de los siglos ha quedado 
confirmado por un hábito universal. Dificultad considerablemente acrecida 
con la doctrina de la abstracción. Pues mientras el hombre creyó que las ideas 
abstractas iban anejas a las palabras, no era de extrañar que sus 
elucubraciones y disputas versaran sobre palabras más que sobre ideas, ya 
que era prácticamente imposible dejar a un lado la palabra para retener en la 
mente sólo la idea abstracta, de suyo inconcebible. 
 
Esta me parece haber sido la causa principal del fracaso de aquellos maestros 
que enfáticamente recomendaron se prescindiera de los términos en la 
investigación filosófica, atendiendo sólo a la idea pura, pues tampoco ellos 
pudieron conseguirlo. 
 
Recientemente han sido muchos los que se han dado cuenta de las absurdas y 
minúsculas discusiones que origina el abuso de las palabras; y para salir al 
paso de tales inconvenientes han insistido repetidamente en recomendar la 
misma precaución, a saber, considerar las ideas sin parar la atención en los 
términos utilizados para significarlas. 
 
Mas a pesar de estos excelentes consejos, ellos no han podido seguirlos, por 
dejarse llevar de estos dos prejuicios: primero, suponer que el fin inmediato 
de las palabras es significar las ideas; y segundo, creer que la significación 
primordial de los nombres genéricos es una idea abstracta, determinada. 
 
XXIV. Una vez reconocidos estos errores, ya es más fácil prevenirse contra el 
engaño de las palabras. Pues el que sabe que no posee otra cosa sino ideas 
particulares no se creará inútiles complicaciones para hallar y concebir la idea 
abstracta vinculada a un hombre. Y el que está persuadido de que las 
palabras no siempre representan ideas se ahorrará el trabajo de buscarlas allí 
donde no es posible encontrarlas. 
 
 30 
 
Sería, por tanto, de desear que todos se esforzaran en adquirir una visión 
clara de las ideas que han de considerar, desembarazándolas de todo ropaje y 
estorbo de las palabras, que en tan grande manera contribuyen a cegar el 
juicio y dividir la atención. 
 
En vano dirigimos nuestra vista a los cielos y escudriñamos las entrañas de la 
tierra; en vano consultamos los escritos de los sabios y rastreamos las oscuras 
huellas de la antigüedad: bástanos descorrer el velo de las palabras para 
descubrir el árbol hermosísimo del conocimiento, cuyo fruto, el más 
excelente, lo tenemos al alcance de la mano. 
 
XXV. Si no tomamos la precaución de considerar tos primeros principios y 
confusión de palabras, nos exponemos a que los razonamientos que de-
sarrollemos, por maravillosos y magníficos que nos parezcan, estén infi-
cionados de falsedad y no nos sean de resultado alguno: sacaremos in-
definidamente consecuencias de otras consecuencias, pero no habrá 
adelantado un punto nuestra ciencia. Cuanto más avancemos, más irre-
mediablemente nos veremos perdidos en el intrincado laberinto de errores y 
dificultades a que nos habrá conducido el abuso de las palabras. 
 
Por lo tanto, a todo el que se proponga leer las siguientes páginas le 
encarezco sobremanera que tome mis palabras como ocasión de su propio 
pensar y se esfuerce por seguir en la lectura la ilación de los pensamientos 
que yo expongo. De esta suerte le será fácil descubrir la verdad o falsedad de 
lo que digo. No se verá en el peligro de que mis palabras le engañen; y ni 
siquiera se comprende pueda caer en error, si se limita a considerar sus 
propias ideas, desnudas, como son, sin ningún disfraz. 
 
PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO 
 
I. Los objetos del conocimiento humano. 
 
Es evidente para quienquiera que haga un examen de los objetqs del 
conocimiento humano que éstos son: o ideas impresas realmente en los 
sentidos, o bien percibidas mediante atención a las pasiones y las operaciones 
de la mente; o, finalmente, ideas formadas con ayuda de la imaginación y de 
la memoria, por composición y división o, simplemente, mediante la 
representación de las ideas percibidas originariamente en las formas antes 
mencionadas. 
 
La vista me da idea de la luz, del color en sus diferentes grados, variaciones y 
matices. Mediante el tacto percibo, por ejemplo, lo blanco y lo duro, el calor y 
el frío, el movimiento y la resistencia, y de todo esto el más y el menos, bien 
como cantidado como grado. El olfato me depara olores; el paladar, sabores; 
y el oído lleva a la mente los sonidos con sus variados tonos y combinaciones. 
 
Y cuando se ha observado que varias de estas ideas se presentan si-
multáneamente, se viene a significar su conjunto con un nombre y ese 
conjunto se considera como una cosa. Así, por ejemplo, observamos que van 
en compañía un color, gusto y olor determinados junto con cierta consistencia 
y figura: todo ello lo consideramos como una cosa distinta: significada por el 
nombre de manzana. 
 
Otros conjuntos de ideas constituyen la piedra, el árbol, el libro y las demás 
cosas sensibles; conjuntos que, siendo placenteros o desagradables, excitan en 
nosotros las pasiones de amor, de odio, de alegría, de pesar y otras. 
 
II. Mente-espiritu-alma. 
 
Además de esta innumerable variedad de ideas u objetos del conocimiento, 
existe igualmente algo que las conoce o percibe y ejecuta diversas operaciones 
sobre ellas, como son el querer, el imaginar, el recordar, etcétera. Este ser 
activo que percibe es lo que llamamos mente, alma, espíritu, yo. Con las cuales 
palabras no denoto ninguna de mis ideas, sino algo que es enteramente 
distinto de ellas, dentro de lo cual existen; o, lo que es lo mismo, algo por lo 
cual son percibidas; pues la existencia de una idea consiste simplemente en 
 
 32 
ser percibida. 
 
III. El alcance del asentimiento del vulgo. 
 
Que ni nuestros pensamientos, ni las pasiones, ni las ideas formadas por la 
imaginación pueden existir sin la mente, es lo que todos admiten. 
 
Y, a mi parecer, no es menos evidente que las varias sensaciones o ideas 
impresas, por complejas y múltiples que sean las combinaciones en que se 
presenten (es decir, cualesquiera que sean los objetos que así formen), no 
pueden tener existencia si no es en una mente que las perciba. Estimo que 
puede obtenerse un conocimiento intuitivo de esto por cualquiera que 
observe lo que significa el término existir cuando se aplica a las cosas sensibles. 
Así por ejemplo, esta mesa en que escribo, digo que existe, esto es, que la veo 
y la siento; y si yo estuviera fuera de mi estudio, diría también que ella 
existía, significando con ello que, si yo estuviera en mi estudio, podría 
percibirla de nuevo, o que otra mente que estuviera allí presente la podría 
percibir realmente.16 
 
Cuando digo que había un olor, quiero decir que fue olido; si hablo de un 
sonido, significo que fue oído; si de un color o de una figura determinada, no 
quiero decir otra cosa sino que fueron percibidos por la vista o el tacto. 
 
Es lo único que permiten entender ésas o parecidas expresiones. Porque es 
incomprensible la afirmación de la existencia absoluta de los seres que no 
piensan, prescindiendo totalmente de que puedan ser percibidos. Su existir 
consiste en esto, en que se los perciba; y no se los concibe en modo alguno 
fuera de la mente o ser pensante que pueda tener percepción de los mismos. 
 
IV. La opinión vulgar implica una contradicción. 
 
Es ciertamente extraño que haya prevalecido entre los hombres la opinión de 
que casas, montes, ríos, en una palabra, cualesquiera objetos sensibles tengan 
existencia real o natural, distinta de la de ser percibidos por el entendimiento. 
Mas, por mucha que sea la seguridad con que esto se afirme y por muy 
general que sea la aquiescencia con que se admita, cualquiera que en su 
interior examine tal aserto, hallará, si no me engaño, que envuelve una 
contradicción manifiesta. Pues ¿qué son los objetos mencionados sino las 
 
16 Primer argumento en apoyo de la teoría del autor 
 
 
 33 
cosas que nosotros percibimos por nuestros sentidos, y qué otra cosa 
percibimos aparte de nuestras propias ideas o sensaciones? 
 
Y ¿no es una clara contradicción que cualquiera de éstas o cualquier 
combinación de ellos, puedan existir sin ser percibidas? 
 
V. Causa de este prevaleciente error. 
 
Examinando a fondo esta opinión que combatimos, tal vez hallaremos que su 
origen es en definitiva la doctrina de las ideas abstractas. Pues ¿puede haber 
más flagrante abuso de la abstracción que el distinguir entre la existencia de 
los objetos sensibles y el que sean percibidos, concibiéndolos existentes sin 
ser percibidos? 
 
La luz y los colores, el calor y el frío, la extensión y la figura, en una palabra, 
todo lo que vemos o sentimos, ¿qué son sino otras tantas sensaciones, 
nociones, ideas o impresiones sobre nuestros sentidos? ¿Y será posible 
separar, ni aun en el pensamiento, ninguna de estas cosas de su propia 
percepción? 
 
Ciertamente, puedo separar una cosa de ella misma. Puedo, en efecto, dividir 
con el pensamiento, esto es, concebir por separado cosas que por el sentido 
no he percibido así. Me puedo imaginar, por ejemplo, el tronco de un cuerpo 
humano sin las extremidades; o concebir el olor de una rosa sin pensar 
siquiera en esta flor: no negaré que puedo abstraer hasta este punto, si es que 
eso se puede llamar abstracción con propiedad, limitándola a concebir 
aisladamente cosas que puedan existir o ser percibidas por separado. 
 
Sin embargo, mi poder de concepción o imaginación no se extiende más allá 
de la posibilidad de la existencia real o de la percepción. 
 
Por tanto, así como es imposible ver o sentir ninguna cosa sin la actual 
sensación de ella, de igual modo es imposible concebir en el pensamiento un 
ser u objeto distinto de la sensación o percepción del mismo.17 
 
VI. Hay verdades tan obvias y tan al alcance de la mente humana que para 
verlas el hombre sólo necesita abrir los ojos. Tal me parece que es ésta que 
 
17 «En verdad, el objeto y la sensación son la misma cosa, y no puede, por tanto, ser abstraída la una de la 
otra» -Ed. 1710 
 
 
 34 
voy a anunciar y que considero de importancia suma, a saber: que todo el 
conjunto de los cielos y la innumerable muchedumbre de seres que pueblan 
la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que componen la maravillosa 
estructura del universo, sólo tienen sustancia en una mente; su ser (esse) 
consiste en que sean percibidos o conocidos. Y por consiguiente, en tanto que 
nos los percibamos actualmente, es decir, mientras no existan en mi mente o 
en la de otro espíritu creado, una de dos: o no existen en absoluto, o bien 
subsisten sólo en la mente de un espíritu eterno; siendo cosa del todo ininteligible 
y que implica el absurdo de la abstracción al atribuir a uno cualquiera de los 
seres o una parte de ellos una existencia independiente de todo espíritu.18 
 
Para convencerse de ello basta que el lector reflexione y trate de distinguir en 
su propio pensamiento el ser de una cosa sensible de la percepción de ella. 
 
VII. Segundo argumento.19 
 
De lo dicho se sigue que no hay otras sustancias sino las espirituales, esto es, las 
que son capaces de percibir. 
 
Para demostrar esto mejor, fijémonos en que las cualidades sensibles son el 
color, la figura, el movimiento, el olor, el sabor y otras, es decir, las ideas 
percibidas por los sentidos. Ahora bien, puesto que es evidente contradicción 
el que exista una idea en un ser que no perciba, y ya que el tener ideas es lo 
mismo que percibir, y por lo tanto donde existe el color, figura, olor, y demás 
cualidades sensibles hay un ser que las percibe, de ello resulta claramente que 
no puede existir una sustancia impensante o substratum de estas ideas. 
 
VIII. Objeción y respuesta. 
 
Pero dirá alguno: aunque las ideas mismas no existan sin una mente que 
piense, con todo puede suceder que las cosas parecidas a tales ideas y de las 
cuales éstas son copias o semejanzas, existan prescindiendo de la mente y en 
una sustancia desprovista de pensamiento. 
 
 
18 «El señalar esto con toda luminosidad y evidencia de un axioma sería suficiente si. con ello, me fuera 
posible despertar la reflexión del lector, el cual adoptaría entonces una visión imparcial de su propio 
significado, y dirigiría sus pensamientos sobre este asunto, libre y desembarazadamente, sin mezcolanza de 
palabras y sin prejuicios afavor de errores recibidos» -Ed. 1710 
 
19 Vide, secc. III y XXV 44 
 
 
 35 
A lo que respondo: una idea no puede ser semejante sino a otra idea; un color 
o figura no pueden parecerse sino a otro color o figura. Basta un ligero 
examen de nuestros propios pensamientos para convencernos de que es 
imposible concebir la semejanza sino entre nuestras propias ideas. 
 
Y ahora yo pregunto: estas cosas externas, supuestos originales de los que 
nuestras ideas serían copia o representación, ¿son perceptibles por sí mismas, 
o no? Si lo son, entonces ellas son ideas, lo que confirma mi tesis; y si se me dice 
que no lo son, desafío a que se me diga si tiene sentido afirmar que un color 
es semejante a algo invisible, o que una cosa dura o blanda es semejante a 
algo intangible; y así de lo demás. 
 
IX. La noción filosófica de la materia implica contradicción. 
 
Hay quienes distinguen las cualidades de los cuerpos en primarias y 
secundarías. Llaman primarias a la extensión, figura, movimiento, reposo, 
solidez, impenetrabilidad y número; y secundarias, a las que denotan las 
restantes cualidades sensibles, como son los colores, sonidos, sabores y 
demás. 
 
Reconocen que las ideas que tenemos de estas cualidades secundarias no son 
semejanzas de algo que pueda existir sin la mente o sin ser percibido; pero 
sostienen que nuestras ideas de las cualidades primarias son modelos o 
imágenes de cosas que existen con independencia de la mente en una 
sustancia no pensante, a la que llaman materia. 
 
De donde se sigue que por materia debemos entender una sustancia inerte, 
carente de sentidos, en la cual subsisten realmente la extensión, la figura y el 
movimiento. 
 
Pero, según lo dicho, es evidente que la extensión, figura y movimiento no 
son más que ideas que existen en la mente; y como una idea sólo puede 
semejarse a otra idea, resulta que ni estas ideas ni sus arquetipos u originales 
pueden existir en una sustancia que no perciba. 
 
Lo que demuestra que la propia noción de eso que se llama materia o sustancia 
corpórea implica contradicción en sí misma.20 
 
20 «Hasta el punto de que no creo necesario gastar más tiempo en exponer su absurdidad Pero, ya que la 
doctrina de la existencia de la materia parece arraigada tan profundamente en la mente de los filósofos, 
produciendo tan malas consecuencias, prefiero pecar de prolijo y pesado a omitir cualquier cosa que pueda 
 
 36 
 
X. «Argumentum ad hominem». 
 
Los que afirman que la figura, movimiento y demás cualidades primarias 
existen con independencia de la mente en sustancias no pensantes, admiten 
que no sucede lo mismo con el color, sonido, calor, frío y otras cualidades 
secundarias, las cuales, según ellos, son sensaciones que sólo existen en la 
mente; dependiendo y ocasionándose por la diversidad de tamaño, estructura 
y movimiento de diminutas partículas de materia. 
 
Esto lo tienen como indubitable y aun pretenden haberlo demostrado con 
toda evidencia. 
 
A lo cual se puede replicar que si se admite que las cualidades primarias van 
inseparablemente unidas con las demás cualidades sensibles y ni siquiera con el 
pensamiento se pueden disgregar de ellas, forzoso sería concluir que sólo 
existen en la mente. Que pruebe cualquiera a ver si puede, mediante la 
abstracción mental, concebir la extensión y movimiento de un cuerpo con 
entera independencia de las demás cualidades sensibles. 
 
Por mi parte confieso que no está en mi poder el forjarme la idea de un 
cuerpo extenso y en movimiento sin atribuirle algún color y alguna de las 
otras cualidades que se admite existen sólo en la mente. 
 
En una palabra, la extensión, figura y movimiento no pueden concebirse sin 
las demás cualidades sensibles. O dicho en otros términos: donde se hallen 
las cualidades secundarias, las sensibles, tienen que encontrarse también las 
primarias, esto es, en la mente y no en otra parte. 
 
XI. Segundo «argumentum ad hominem». 
 
Se admite que las ideas de lo grande y de lo pequeño, de la rapidez y de la 
lentitud, existen sólo en la mente y son del todo relativas, dependiendo de las 
variaciones en la estructura o posición de los órganos sensoriales. Por lo 
tanto, la extensión, que, según se afirma, existe con independencia de la 
mente, no es ni grande ni pequeña; y de igual modo el movimiento no es ni 
lento ni rápido: es decir, que no son nada en absoluto. Pero se dirá que 
existen la extensión en general y el movimiento en general: esto demuestra 
 
conducir al descubrimiento y extirpación total de semejante prejuicio» -Ed. 1710. 
 
 
 37 
hasta qué punto la doctrina de las sustancias extensas y móviles, con 
existencia extramental, reconoce por fundamento la extraña teoría de las ideas 
abstractas. 
 
Para responder a esto, sólo haré notar cómo la imprecisa y vaga descripción 
que de las sustancias corpóreas hacen los filósofos modernos de acuerdo con 
sus principios, es en todo semejante a la anticuada y ridícula noción de 
materia prima que se encuentra en Aristóteles y sus seguidores. 
 
Sin la extensión es inconcebible la solidez o la consistencia; y puesto que ya se 
ha demostrado que la extensión no existe en las sustancias no pensantes, lo 
mismo se ha de decir de la consistencia o solidez. 
 
XII. Que el número es una creación de la mente aun cuando se admitiera la 
existencia extramental de las demás cualidades, es cosa que con evidencia se 
comprenderá si se tiene en cuenta que una misma cosa puede tener diferente 
denominación numérica, según el punto de vista en que se coloque la mente. 
 
Así, una misma longitud se puede representar por el número uno, por el tres 
y por el treinta y seis, según que la mente la considere con relación a la yarda, 
al pie o a la pulgada. 
 
El número es cosa tan evidentemente relativa y dependiente del en-
tendimiento humano, que resulta extraño pensar que nadie haya podido 
atribuirle existencia real fuera de la mente. Decimos, por ejemplo, un libro, 
una página, una línea: todo unidades, por más que una de ellas contiene a 
varias de las otras. Y en cualquier otro caso es evidentísimo qué unidad hace 
referencia a una reunión determinada de ideas, elegidas con arbitrariedad 
por la mente para considerarlas en su conjunto. 
 
XIII. Sé que algunos sostienen que la unidad es una idea simple, o no compuesta, 
que acompaña a las demás ideas dentro de la mente. A la verdad, yo no 
encuentro en mí semejante idea correspondiente a la palabra unidad; y de 
seguro que si la tuviera la encontraría y sería la más familiar para mi 
entendimiento, ya que, según se dice, acompaña a las demás ideas, y por lo 
mismo tendría que ser percibida por todas las vías de la sensación y de la 
reflexión. Pero no es así, lo que significa que es una idea abstracta. 
 
XIV. Tercer «argumentum ad hominem». 
 
 
 38 
Añadiré a lo dicho que, de la misma manera que algunos filósofos modernos 
prueban que ciertas cualidades sensibles no tienen existencia en la materia, es 
decir, sin la mente, lo mismo se puede demostrar de todas las demás 
cualidades sensibles. 
 
Así, por ejemplo, se afirma que el calor y el frío son afecciones de la mente y 
no copias o imágenes de cosas reales que existen en las sustancias corpóreas, 
pues un mismo cuerpo que una mano encuentra frío la otra lo puede sentir 
caliente. Pues bien, ¿por qué no hemos de concluir igualmente que la 
extensión y la figura no son copias o semejanzas de cualidades existentes en 
la materia, ya que un mismo ojo en diferente punto de vista y ojos 
diferentemente estructurados o defectuosos las aprecian de diverso modo, no 
siendo por tanto imágenes de cosa alguna fija y determinada que se halle fuera de 
la mente? 
 
De análoga manera: se admite como cierto que el dulzor no es una cualidad 
real de las cosas sápidas, puesto que permaneciendo inalterada la cosa, el 
sabor dulce se convierte en amargo según el estado subjetivo del individuo 
que lo aprecia, como sucede en casos de fiebre o de otras circunstancias que 
alteran el sentido del gusto

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