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Víctor M. Armenteros ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, República Argentina UNIVERSIDAD ADVENTISTA DEL PLATA 25 de Mayo 99, E3103XAC Libertador San Martín, Entre Ríos, Rep. Argentina Título: Amor se escribe sin H Autor: Víctor M. Armenteros Dirección: Martha Bibiana Claverie (ACES) Secretaría de Ciencia y Técnica (UAP) Diagramación del interior: Judith Kaiser de Romero, Andrea Olmedo Nissen (ACES) Diseño de la tapa: Rosana Blasco PUBLICADO EN LA ARGENTINA – Libro de edición argentina Published in Argentina Segunda edición MMXI Es propiedad. © 2009 Universidad Adventista del Plata y Asociación Casa Editora Sudamericana. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. ISBN 978-987-567-777-7 Armenteros, Víctor M. Amor se escribe sin H / Víctor M. Armenteros / Dirigido por Martha Bibiana Clav erie. - 2ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana; Libertador San Martín: Univ ersidad Adv entista del Plata, 201 1 . E-Book. ISBN 97 8-987 -567 -7 7 7 -7 1 . Espiritualidad cristiana. I. Clav erie, Martha Bibiana, dir. II. Título. CDD 248.5 Publicado el 15 de mayo de 2011 por la Universidad Adventista del Plata 25 de Mayo 99, E3103XAC Libertador San Martín, Entre Ríos, Rep. Argentina Teléfono: (54-343) 491-8000. Fax: (54-343) 491-8001 Web site: www.uap.edu.ar E-mail: secinves@uap.edu.ar ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina Tel. (+54-11) 5544-4848 (Opción 4) / Fax (+54) 0800-122-ACES (2237) E-mail: ventasweb@aces.com.ar Web site: www.aces.com.ar Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor. -105324- http://www.uap.edu.ar mailto:secinves@uap.edu.ar mailto:ventasweb@aces.com.ar http://WWW.aces.com.ar DEDICATORIA A DIOS Porque sigue escribiendo amor con mayúsculas A ESTHER Porque tiene h intercalada, pero no ha permitido que cale en nuestra relación A MI FAMILIA Porque, siendo versalitas, minúsculas, cursivas, superíndices y subrayados, hacen mi vida más creativa Y A ENOC Porque supo poner la tilde en el lugar adecuado Índice Portada Legales Dedicatoria Introducción Sobre el orden de este libro Amores básicos a. Amor se escribe sin h b. Amor fundamental c. Amor "celoso" d. Amor en cuatro palabras: A de "Arquitectura" e. Amor en cuatro palabras: M de "Más" no de "Mas" f. Amor en cuatro palabras: O de "Objeto" g. Amor en cuatro palabras: R de "Registro" h. Amar y guardar los mandamientos i. Chanel 3: el aroma del jardín Amores contrastados a. Amores, amistades y otras compañías b. Amores en cuatro profetas c. Amores impresentables d. Amor por la verdad a. Amor aderezado con aceite b. Solo por amor c. Amor dispar; amor disparatado Amores cotidianos a. El espíritu de la palabra Amor b. Perdón: Una radiografía del corazón c. Diccionario de sinónimos d. Amor que aleja c. Amor en patchwork Conclusión INTRODUCCIÓN o abriendo mi corazón Las razones que llevan a alguien como yo a escribir un libro como este son múltiples y, personalmente, interconectadas. Primero lo primero. He visto nacer y crecer (física y cognitivamente) a la gente que más quiero en el mundo: mi familia. He recibido tanto de ellos que me siento animado a darles un poco de lo que han hecho de mí. Ser hijo es un bien no concertado, que no solo da la vida sino también la llena de sentido y equilibrio. Ser hermano, la relación amorosa más duradera de un humano, es descubrir lazos invisibles y saberse apoyado. Ser tío es una de las bendiciones que más agradezco a Dios. Es vivir los sentimientos de la conciencia, y no hay nada comparable con ello. Ellos crecen, en calidad y cantidad; y eso me hace sentir bien, y le da sentido a lo que soy. Y, cómo no mencionarlo, ser esposo. No sabría existir sin Esther. Es la punta del iceberg de todo lo que el amor lleva dentro. Mis sentimientos por ella se remontan a los anales de mi adolescencia, y circulan por cada bit de mi actualidad. Después, la enseñanza. He compartido tantas horas de clase en el aula que no me sé mucho más. Recuerdo los brillos en las miradas, tantos deseos de certeza, que tengo una deuda con ellos. Educar es un privilegio y, seguramente, una responsabilidad, de los que Dios me ha hecho partícipe. Quiero compartir con mis alumnos (los que fueron, los que son y los que, espero, serán) las reflexiones y las investigaciones de muchos días. Como filólogo, ansío que descubran en las palabras los conceptos, en los textos las matrices de los principios. Como teólogo, tengo fe (qué menos, para tal profesión) en que vayan más allá de las palabras y que disfruten de los principios en la vida. Como maestro, perderé el sueño si no se cumplen las anteriores expectativas. Luego, la iglesia. Afirmo que la fe se hace forma en confianza, creencia y consecuencia. Necesitamos de una fe basada en el amor que define a Dios. Así, la confianza se convertirá en esperanza (¡ojalá en parusía!), la creencia en certeza (¡ojalá en verdad!) y la consecuencia en experiencia (¡ojalá en vida!). La iglesia, para mí, son los amigos. Aquellos con los que he compartido tantas horas de anhelos, proyectos, desilusiones, nuevos proyectos, confidencias o, simplemente, momentos. A ellos, porque los aprecio, les ofrezco estas palabras. Son letras de pastor, con el deseo sincero de guiar; pero, por sobre todo, letras de creyente, con el corazón abierto a lo revelado. Además, están quienes no son ni familia, ni alumnos ni amigos. Aquellos que nunca he conocido y, tristemente, quizá nunca conozca. No sé qué decirles. Soy lo que soy; un hijo de este tiempo. Nací en España, en la ventosa ciudad de Jaén. A la sombra de miles de olivos, de estrechas callejuelas, de iglesias centenarias, comprendí que la Biblia era vida, mucho más que añejos relatos, y di gracias a Dios. Él ha puesto lo positivo que poseo. Todo lo demás, en ocasiones demasiado, lo he aportado con el devenir de los años. No me hagan demasiado caso a mí, búsquenlo a él. Por último, yo. No solo es educado dejarse para el final, sino también conveniente: la humildad nos coloca en el lugar apropiado. Vivo en tiempos escatológicos, y deseo ser coherente con mis convicciones. No reside, y lo reconozco con alivio, la Verdad en mí, pero sí el deseo de aprenderla y aprehenderla. Les cuento lo que les cuento no de oídas, sino por experiencia. Necesito, además, abrir mi interior para que ustedes, los lectores, puedan amueblarlo con sus opiniones, razones y experiencias. ¡Ojalá nuestro Señor tenga a bien que amemos más y, sobre todo, mejor! P.D.: Hay cierta ironía en el título de este documento. He enseñado muchas veces a mis alumnos que, en Teología, es extremadamente difícil tener una idea original. Seguramente la concibamos nosotros, pero nadie quita que, hace siglos, alguien ya pudiese haberla escrito. He vivido esta lección en mí mismo. Cuando comencé a escribir este libro, tenía muy clara la frase que compondría el título: “Amor se escribe sin h”. Hace unos días, Esther, catalogando un material en el trabajo, se encontró con un capítulo que se titulaba: “Amor se escribe sin hache”. (Felicito desde aquí a María Alicia Brunero, por su excelente texto No todo me da igual: Conversaciones sobre ética con Cristian.) Y me dije: ¡No hay nada nuevo bajo el sol! Aun así, no me he atrevido a desprenderme de él. Llevamos tanto tiempo juntos que no me parecía de mucha fidelidad el abandonarlo. Ahí está. No es original, pero le he tomado cariño. SOBRE EL ORDEN DE ESTE LIBRO Todo texto responde a una serie de pautas. El autor, consciente o inconscientemente, refleja una estructura. Este material no podía prescindir de ese proceso lógico y, efectivamente, tiene un orden. Es el siguiente: 1. Tras los preámbulos típicos, comenzamos con una sección titulada “Amores básicos”. Deseo que partamos de una base común para edificar el restode los conceptos; y dicha plataforma se debe fundamentar en lo esencial: la naturaleza de Dios, la naturaleza del hombre y los pactos que relacionan a ambos. 2. En el segundo bloque, hablaremos de “Amores contrastados”. En el claroscuro de las diferencias aprenderemos a percibir los límites del amor y su proyección en nuestras realidades. Esta unidad reflexionará sobre diferentes tipos de relaciones amorosas; algunos dignos de imitar y otros, indudablemente, de evitar. 3. A continuación, nos atreveremos a enfrentarnos con los “Amores descontextualizados”. En ocasiones, al leer la Biblia, se nos produce un cortocircuito cultural. El objetivo de las reflexiones que aquí se presentan es acercarnos a la esencia misma del texto y, de ser posible, clarificarlo. 4. La cuarta unidad versa, cómo no, sobre los “Amores cotidianos”, y anhela llevar a lo cotidiano el espíritu de la Biblia. Las propuestas se fundamentan en el modelo del evangelio y buscan el espíritu de Jesús. Eso es en cuanto a la macroestructura. Pero, a su vez, cada capítulo se dividirá en cuatro partes: 1. Primero se encontrarán con un divertimiento literario. Los hay de muchas formas, contenidos y tamaños. Algunos les parecerán extensos, otros cortos, sencillos o complejos, poéticos o caóticos. Reconozco que no están pensados para aquellos que leen deprisa, pero sí para aquellos que disfrutan de los secretos de la literatura. Una aclaración: aunque tengan cierto aire autobiográfico, todos son ficticios. 2. En segundo lugar, se toparán con la clave del divertimiento. Es como una llave que les brinda alguna pista sobre lo que esconde el texto precedente. Tampoco va a ser tan difícil, es cuestión de intentarlo. 3. La tercera parte es el núcleo del capítulo. Ahí todo está claro (eso espero) y bien directo. Les diré lo que pienso respecto de las cuestiones relacionadas con el amor; y no me importará que discrepen de mí mientras, eso sí, amen con coherencia. 4. Por último, dedico a ustedes una frase que sintetiza todo lo expresado en el capítulo. Había tantas y tan buenas para elegir que me he sentido, en alguna ocasión, confuso. ¡Ojalá cumplan su propósito pedagógico! ¿Por qué tantas palomas por todos lados? Podría decirles que por su simbolismo bíblico (los inocentes, el arrullo de los amantes, el Espíritu Santo) pero, en realidad, es una reminiscencia de la infancia. Nunca olvidaré, cuando era pequeño, el cuidado cariñoso de mi hermano mellizo por cada una de las aves de su palomar. Es mi primer recuerdo de amor por la naturaleza. Él sigue cuidando nidos abandonados, y yo te propongo revolotear por los principios más tiernos de la Biblia. Eso bien merecía un símbolo. Disfruta de la lectura. ¡Que el Señor te bendiga con ella! AMORES BÁSICOS AMOR SE ESCRIBE SIN H Hacía seis minutos que había comenzado el examen cuando llegó Adam. Era algo más que grande, y su sonrisa llenaba toda aquella inmensidad. –Perdón, profe, me dormí –se excusó con una sonoridad tal que hizo vibrar cada rincón de la clase. Adam era un hijo de la campiña estadounidense. Se había criado entre maizales y, por su tamaño, estuvo a punto de arruinar a sus padres en el desayuno de una mañana. Cierto día, colgó su peto vaquero, su sombrero de paja, y viajó a la vieja Europa. Lo vimos llegar embutido en un taxi, bañado en sudor y con la inocencia en la mirada más celeste de este mundo. Ahí estaba, en el primer examen trimestral de Composición Española. Apenas si podía encajar las piernas en la mesa, y un intenso rubor combinó con su cobrizo cabello. –Adam, aquí estarás más cómodo –le indicó el profesor señalando su propia mesa. –Gracias, profe. Tú siempre tienes el solución. –La solución –corrigió el profesor, con la cansina entonación que genera la rutina. –Perdone mi machismo. La solución tiene que ser femenina, porque las mujeres tienen el visión más claro. –La visión, Adam, la visión. –La visión también, profe –afirmó, mientras guiñaba el ojo a una preciosa y emocionada tahitiana. El cuerpo de Adam solo manifestaba la expresión física de su ser. Era sumamente capaz, sumamente sensible y sumamente bondadoso. Verlo abrazando a un niño era ver el universo acurrucando a una mota de polvo. Y podría haber escogido la carrera que hubiese deseado pero, sabiamente, decidió que iba a ser maestro. Maestro de pequeños inmigrantes de ojos marrones y tez bronceada. –Demasiado indefensos como para no prestarles atención –balbuceaba, con la mirada perdida, cuando le preguntaban las razones de su decisión. Sentado allí, en la clase, parecía la última advocación de Santa Claus, todo redondo y sonrosado. –¿Cómo has podido escribir amor con h, Madeleine? – demandó el profesor con aspavientos y gruñidos. –El amor es lindo y, por eso, debe llevar h –intentó justificar la diminuta y delicada tahitiana, arrastrando guturalmente las palabras. –¿Qué? –Las cosas buenas, como el amor, llevan h: hablar, humor, honor. Si usted mira a la gente que odia, verá que no saben hablar, tienen mal humor y no son honorosos –susurró con una dulzura angelical. –Honorables, se dice honorables. Y, sí, se escribe con h. –Como el amor –repetía Madeleine una y otra vez, mirando fijamente a la mesa. Erguido y encorsetado, el profesor sintió la calidez de una mano, pesada y blanda, sobre su hombro. Era Adam, que lo miraba con complicidad. –Madeleine –dijo el pelirrojo gigantón. –Sí –respondió la estudiante con la voz embargada. –¿Te gustan los cocos? –Mucho –contestó con un parpadeo insinuante. –¿Has visto a alguien subir a lo alto de un...? –Cocotero –añadió el profesor. –Bastantes veces –volvió a contestar con un recuerdo en la mirada. -¿Llevan muchas cosas encima? –No, apenas un trapo en los pies y un... –Machete –Gracias, profe –afirmó Adam con la rotundidad de los que saben lo que hacen. –¿Por qué me lo preguntas, Adam? –Porque el amor es como aquellos hombres que subían hasta los árboles. No desea tener accesorios innecesarios, porque no lo dejarían ascender. Y quiere llegar muy alto. El amor no necesita otra cosa que ser él mismo. –¿Y? –apenas pronunció Madeleine. –Es demasiado valioso. Por eso... –Amor se escribe sin h. –Tú lo has dicho, Madeleine, tú lo has dicho –aseguró con un coquetón movimiento de hombros. Todavía lo recuerdo allí, a mi lado, sabiéndome pequeño ante su sabiduría. ¡Cuántos detalles de gramática, sintaxis u ortografía había enseñado sin percatarme de este hermoso detalle! Los modismos, la etimología, la pragmática no tenían secretos para mí, pero no comprendía lo realmente importante. Lo tenía delante de mis ojos, pero no lo veía. La ceguera es, en tantas ocasiones, de índole social. No sé qué aconteció con Adam, el “cristobalón” que nos elevó en sus hombros, ni con la frágil Madeleine, pero se los veía tan felices que mi retina aún los añora. Es curioso: con los años, al desprenderme de aquellas cosas que me sobraban, he apreciado mejor lo esencial de mi vida. Cierto poeta sevillano decía que el camino se hace al andar y que, para ello, hay que ir ligero de equipaje. Yo, además, doy gracias a Adam por esa lección de ortografía del alma. ESTE RECUERDO IMAGINADO ES COMO LA GRAMÁTICA DEL AMOR. Las palabras, como las personas, nacen, crecen y se reproducen. El amor, palabra en boca de tantos, nació mucho antes que el hombre, pero este supo reconocerlo con solo recibir el cálido hálito de Dios. Formaba parte de cada espacio y especie no nombrados; constituía la esencia de cada rincón del universo. No tardó mucho tiempo –coincidió con la creación de la compañera– en comprender que Amor también significaba dar y darse, contemplar y contemplarse, apoyar y apoyarse. Era amor que crecía y ayudaba a crecer; amor que multiplicaba sentimientos y sentidos. Las palabras, como las personas, enferman. El amor sintió un profundo dolor aquel día que se rasgó la piel del fruto prohibido. Y desde entonces sufre. Sufre con el ocaso de las vidas, con los ojos llorosos de un niño, con la tala de un árbol, con las nubes de lluvia que hacen yermos los campos;con la rabia de los que se atreven a gritar, con el grito silencioso de los que no se atreven. El Amor, en su sufrimiento, se hizo promesa y carne, teniendo a bien venir a vivir con nosotros. Y lo llamamos Cristo. Supo enseñarnos el valor de una VIDA en mayúsculas y la esperanza que reside en los confiados. Lo conocimos, y comprendimos el significado de las cosas que son y serán. Las palabras, como las personas, son objeto de confusión. Muchos otros conceptos se esconden tras el sonido del amor: apego, pasión, sexo, exaltación, excitación. Pero, no son lo mismo. Algunas mimetizaciones se asemejan, realmente, al original. Esa es la causa que lleva a algunos a confundir amor con romanticismo, atracción, autoestima, instinto o dependencia. Pero, no es lo mismo. La adolescente que se desvive por el afamado actor de novelas rosáceas; que empapela su habitación con multitud de pósters; que promete, en su diario, amor eterno al galán hollywoodense de turno; que sueña que se casa en un florido jardín palaciego; ella piensa que lo que embarga de mariposas su corazón es amor, pero, tristemente, no lo es. El adolescente que se ha prendado del color de unos ojos, de la textura de unos labios, de la sinuosidad de una curva o de la palabra melosa y susurrante, piensa que lo que anida en su mente es amor pero, usualmente, no lo es. El adulto al que regalan los oídos con elogios y símiles, al que insuflan con alabanzas y loores, al que felicitan y agasajan constantemente sin el menor resquicio de cuestionamiento, piensa que ese placer de sus neuronas es amor pero, desapaciblemente, no lo es. El joven que no puede controlar el sentido del tacto, que necesita el roce constante de cualquier piel, que centra su vida en las sensaciones, piensa que la tez broncínea es amor pero, obviamente, no lo es. La joven que, por miedo a la soledad, mantiene relaciones desestabilizadoras, ingratas y, habitualmente, humillantes, piensa que el morado en la mirada es amor pero, enérgicamente, no lo es. El amor es, ¡gracias a Dios!, algo diferente. Tendría menos de diez años cuando escuché una historia que marcaría mi vida. No era un relato imaginado que se cuenta a los niños para que duerman, era uno de los que, entrecortadamente, se relatan cuando te despiertas por una llamada telefónica en la madrugada. Una historia de familia, contada en los brazos de una madre. Era un joven matrimonio con tres niños. Se alejaron de la familia para vivir de fe (pues así viven los que cambian las cosas) y por fe (pues así viven los que aman). Se hallaban en la armonía de los inocentes, de los primeros proyectos, de las ilusiones compartidas. Un día, mientras la esposa quedaba en casa con los dos pequeños, un camión sesgó la vida del esposo y de la madre de la esposa. El impacto, además, ocultó, entre retorcida chatarra, al hijo mayor. Pensaron que los tres habían muerto. Cuando le contaron lo sucedido a la esposa, reaccionó de manera inusitada. Se puso de rodillas y oró: –Señor, tú me los diste, tú me los has quitado. Después llegaron las lágrimas. Supe, desde aquella fatídica noche, que hay historias que se escriben de otra manera, con fe, con amor del Cielo. El mundo está hechizado por las “love stories”, cuando debiera vivir verdaderas “historias de amor”. Menos ficciones y más existencia; porque el amor es vida y vida duradera. Hace poco, una tarde del verano austral, escuché un relato que me conmovió. Es una historia de economía y de generosidad. Un padre, administrador de una institución educativa, sufría el dilema de cómo apoyar a jóvenes con pocos recursos. La normativa legal estaba restringiendo el sistema de becas laborales, y algunos alumnos podían perder la oportunidad de formarse. Era un problema de tal magnitud que se había comentado en la casa, ante la familia. En cierto momento, el hijo menor se acercó a su padre con dos rollitos: unos pocos dólares en uno, y algunos pesos más en el otro. Los puso en su mano y le dijo que eran para ayudar a los pobres estudiantes que no tenían dinero. Eso sí es amor. Y una virtud tal se contagia. A la palabra amor le han surgido muchos imitadores y, aunque más no sea por higiene conceptual, debiéramos descubrirlos. Las personas, como las palabras, viven, hoy en día, rodeadas de multitud de cosas innecesarias. Cosas que se nos adhieren por su brillo o novedad, y de las que nos libramos difícilmente. Al final terminan por alterarnos, cosificándonos. Al amor también se le han añadido accesorios que lo despersonalizan. Están ahí, a su lado, reflejando, aparentemente, sus colores y texturas, pero no contienen su esencia. Apenas son adornos superficiales que menoscaban la intensidad de lo auténtico. Amor “verdadero” El espejismo, en ocasiones, se asemeja al amor. Cuentan los mitos griegos que el primer hombre era doble. Poseía dos caras, cuatro pies, cuatro brazos y ambos sexos. Fue separado por los dioses y, desde entonces, dichos géneros (masculino y femenino) pasan el tiempo buscando unir esa alma primigenia. Esta idea ha permeado, a lo largo de los siglos, la mente de multitud de personas. Las ilusiones del amor cortés o los textos de los poetas románticos aluden a este tipo de amor, tan imaginado y amplificado que se vuelve casi enfermizo. Hoy en día, intoxicados por las baladas de los filmes, muchos jóvenes visualizan la imagen del amor verdadero al más puro estilo platónico. Una estética intachable, una economía solvente, un talante contemporizador y una sonrisa refulgente identifican la imagen del generador o la generadora de amor “verdadero”. Es la búsqueda de un príncipe azul o de una bella princesa durmiente. Como sucede con la “Lolita” de Nabokov, muchos ven en el “otro” u “otra” mucho más de lo que es; lo que quisieran que fuese. Y, a menudo, esta visión se desvirtúa con el desgaste de los años de cohabitación. No se relacionan o se casan con la persona que es, sino con la que imaginan. El tiempo, inexorable, les manifiesta la verdadera esencia del otro, y se desilusionan. Recuerdo a una alumna anhelar con la voz tomada por la emoción: –¡Me gustaría encontrar el amor verdadero! Sus ojos se llenaban de una ilusión tan intensa que embargaba a los que la circundaban. Y ese puede ser parte del problema: en ocasiones, la intensidad emotiva se confunde con la verdad o con el amor. Hay que creer en el romance, pero no en una sublimación tal de las emociones que nos arrebate de la realidad. El amor verdadero no se alcanza con música de violines, una tarde de cielo carmesí (¡nadie niega que sea bello!). El amor verdadero se construye, día a día, con encanto y desencantos, con el crepitar del hogar y con la decrepitud de los días, con los dedales y los dédalos, con la lágrima sincera y el abrazo sentido. No siempre una historia de amor comienza con un relato romántico, con atracción física, con un milagroso encuentro de novela rosa. He conocido personas que se profesan amor verdadero y que lo han aprendido con el devenir de los años. Sé que esto que digo no está de moda, pero yo los he conocido. No existe nada más impresionante que el roce cariñoso de dos ancianos. El mundo se pliega ante ese momento, y algo nos dice en el corazón que eso merece la pena. El amor, si es realmente verdadero, existirá más allá de nuestra mente. Tal amor se sustenta en los valores de una felicidad razonable, de un diálogo constante y de una realidad compartida. Amor propio El egoísmo, en ocasiones, se asemeja al amor. De todas las cosas que poseemos, quizá sea el amor propio la que más problemas nos ha acarreado. ¿Por qué? Seguramente porque vivimos en sociedades que potencian la competitividad en todos los ámbitos, incluido el carácter. Consideramos que el amor propio sobredimensionado es imprescindible para la autoimagen. Nada más lejos de la realidad. Crecemos tomando nuestras propias decisiones, pensando que nuestro entorno es el mundo, que nuestra visión es la global, que nuestras opiniones tienen un valor paradigmático. Aprendemos a amarnos con un ejercicio escaso de alteridad.Usualmente, clasificamos al otro desde nuestra perspectiva y pensamos que debe encajar en los límites de nuestro juicio. ¿Debemos apreciarnos? Por supuesto, es un consejo que nos da el mismo Jesús. La pregunta es otra: ¿hasta dónde? Nuestro ser está diseñado para interrelacionarse con otros seres y, por ello, el amor de cada uno debe superar nuestro espacio y profundizar en la esencia de los demás. Si esta transacción no se produce, se terminará en los agitados brazos del egocentrismo. Lo cierto es que crecemos emocionalmente cuando ayudamos a crecer a los demás. El ejercicio diario de la empatía, al sentir con los otros, abre nuestra visión del mundo, de la realidad. El amor propio, en su justa medida, nos confiere identidad y seguridad. El ejercicio de la alteridad, el colocarse en la piel de los demás, aporta, por otro lado, respeto y solidaridad. El amor, si es realmente propio, existirá más allá de nuestro ser. Tal “propiedad” se sabe rodeada de “otras propiedades” y confluye con ellas en proyectos e interrelaciones. Amoríos El flirteo, en ocasiones, se asemeja al amor. Parece que se ha instalado el talante del donjuanismo como parámetro usual en las relaciones de género. Es como si la multiplicidad de experiencias sentimentales incrementase la posibilidad de establecer relaciones prometedoras. Seguramente, lo que se esconde detrás de esta propuesta está más cerca del miedo al compromiso que del perfeccionamiento de un vínculo amoroso. La fidelidad no está de moda. Es posible que este valor humano se encuentre en desuso por diferentes razones: a) Un modelo hedonista que se pierde en la superficie de los sentimientos, que propone el presente y el placer como estructura básica. Ante esa posibilidad, cabe recordar que los sentimientos son mutables y el placer necesita de la novedad para motivarse. b) Un modelo evolucionista en el que el ser humano está diseñado para promover la supervivencia de la especie. El hombre no está configurado, según este modelo, para formar parte de una estructura monógama, ya que hace decrecer las posibilidades de procreación. c) La relativización de los valores universales. La verdad, en el pantanoso hábitat de la modernidad, se mueve con suma dificultad. Se ha vindicado la libertad individual por sobre la responsabilidad individual. Un valor así no debe dejar de equilibrarse sin el otro. El amor, si es realmente tal, existirá con intensidad y constancia. Dicho amor, según la Biblia, se asocia incuestionablemente con la fidelidad; se regula y proyecta en ella. Tener amigos, ayudarlos y respetarlos es un bien magnífico. Aprender a tener amigos del sexo opuesto sin el deseo desestabilizador de lo irregular es un reto, pero el resultado genera grandeza de alma. Aprendemos a ver en el otro más que formas u hormonas; nos desprendemos del instinto y llegamos a la esencia del otro. Hacer el amor El sexo, en ocasiones, se asemeja al amor. La expresión tendría un sentido sumamente preciado si se empleara en el espacio que le corresponde. La relación sexual de pareja, en el entorno adecuado, es una de las experiencias de intimidad, relación y placer que mejor expresa la creatividad divina. La expresión “hacer el amor”, tristemente, se usa casi con exclusividad para denotar la práctica del sexo como algo meramente orgánico. –Hay sexo con amor, amor sin sexo y sexo sin amor –decía una joven en cierta ocasión, justificando sus prácticas sexuales. En la actualidad, la realidad es así; es más, algunas personas identifican el amor solo con la práctica sexual (sin ser conscientes de que se quedan a mitad de camino). La piel es un extenso órgano que, como tal, necesita de otros. El roce, para que deje de ser contacto físico y se convierta en cariño, necesita del corazón. Una mirada, para convertirse en guiño, necesita del cerebro. Una palabra, para que llegue a ser susurro, necesita mucho aire en los pulmones. Hacer el amor depende, más que de los sentidos, de vivir con sentido. El amor, si realmente deseamos “hacerlo”, precisa de algo más que de endorfinas; precisa de contexto. El entorno emotivo y social de la sexualidad afecta la duración del placer. Una relación situada en el marco de la complicidad, de la libertad, de la responsabilidad, de la generosidad, de la afectividad, de la espiritualidad dura mucho más que unos minutos; se prolonga al cada día. ¡Por amor de Dios! La rogativa, en ocasiones, se asemeja al amor. Esta es una de esas exclamaciones que hieren. Se emplea seguramente para despertar la conciencia, con el objetivo de ayudar a otros más desasistidos o para solventar visceralmente algún cuestionamiento. Pero, el amor de Dios es tan distinto que la frase duele. El amor de Dios no se despierta por imposición (sea la tiranía del argumento o de la compasión), sino por simpatía. El amor nace y existe fuera de las fórmulas preestablecidas de la sociedad, porque nace de la misma esencia divina. “¡Por amor de Dios!” define nuestra cultura, tan utilitarista. Pensamos que Dios es el supermercado del cielo, donde tomamos lo que nos place y dejamos lo que no nos agrada. Cosificamos a Dios, haciéndolo objeto de nuestros intereses. El amor de Dios es mucho más que esto. No es un instrumento de compasión, es la compasión; no es una frase que ablanda el corazón, es la ternura personificada; no es un escudo retórico, es la roca que fundamenta y, en el desierto de la existencia, refresca nuestras vidas. No sé cuántas veces hemos empleado esta exclamación pero, a partir de hoy, debiéramos ser conscientes de lo que implica. El amor de Dios es tan intenso que no cabe en una exclamación, ni en todas las exclamaciones. Tendríamos que caminar de puntillas cuando hablamos de lo Alto. Tendríamos que recordar que a Dios le gusta comunicarse con un silbo apacible, con la melodía de todo el afecto del universo. Pablo, en las cartas a los Romanos (Rom. 5) y a los Corintios (1 Cor. 15), nos habla de un primer Adán que no supo amar correctamente. Durante siglos escribimos este hermoso principio con letras, palabras e, incluso, extensos discursos de más. Pero, llegó el segundo Adán; Aquel que era inmenso supo hacerse tan poca cosa como nosotros. Eso sí, tenía el corazón más grande del cosmos. Es curioso, no se lo quedó para él. Y aprendimos el verdadero valor de las cosas. Entre otras, que amor se escribe sin “h”. EL AMOR ES LA BASE DE LA EXISTENCIA, SU ESENCIA Y SU FIN. SOLAMENTE POR AMOR CONSEGUIMOS CONOCERNOS A NOSOTROS MISMOS, ASÍ COMO COMPRENDER EL MUNDO Y LA VIDA. (HERIBERT RAU) AMOR FUNDAMENTAL Unai, príncipe de Beto, era un niño de cuchara. Y no de cucharilla de té o de postre, de cuchara sopera. Tras sus rubios rizos, su nívea piel y sus ojos de azúcar moreno, se despertaba un gourmand instintivo. Su silueta esbelta, casi menuda, no reflejaba ni por asomo al devorador que llevaba dentro. En cierta ocasión, viajando con su caravana particular, le plació detenerse en Gueuletón, tierra de mil viandas y chefs. El pueblo, preñado de algarabía, acogió con sumo agrado la llegada del niño príncipe y, con el deseo de agasajarlo, realizó los preparativos para un gran banquete. Desde el más ínfimo aprendiz de cocinillas al gourmet de mayor fama, comenzaron a idear la composición del plato perfecto. –¿Qué es lo que más le agrada? –era la pregunta que se cernía sobre todos los maestros del sabor. La Concejalía de Artes Culinarias y Otros Placeres Patrimoniales, con parsimonioso formalismo, se lo preguntó al futuro monarca. –Soy seguidor del maese Karlos de Obaba, de la cocina con fundamento –afirmó, con una extensa sonrisa, el rubiales. Tal respuesta contrarió a los teóricos de la nutrición. Era el debate de siempre: ¿Cuáles son los límites de una “cocina con fundamento”? –Una ingesta copiosa -exclamaron con suma rotundidad los Gulafras de Exceso. –La frugalidad de un respiro –espetaron los Ayunantes de la Orden de San Vacuo. –Debiera contener la homeostasis adecuada de nutrientes –precisaron los analistas de SSR (Sistemas Sanitarios Reunidos). –¡Placer,solo placer! –declaró Papilo de Hedonia, con la aclamación de las multitudes. Nadie sabe cuándo ni cómo, pero la discrepancia se tornó en competición, y el veredicto provendría del mismísimo pronunciamiento del niño príncipe. La magnitud del acontecimiento fue tal que aparecieron desde cada rincón de Beto para presenciar el concurso. Llegó el día. Unai, el de la blanquecina tez y la sonrisa coquetona, se hallaba hambriento. Tanto protocolo, sumado a la ansiedad de la expectativa, había despertado su más profunda voracidad. Y se sentó a la mesa. –¿Qué es esto? –preguntó con sorpresa el Infante, al contemplar una diminuta mousse. Es cierto que la mesa era de un tamaño respetable, pero también hay que considerar que el plato que presentaron los Ayunantes era exiguo en consideración. –Es un aire de sandía, con lecitina –excusaron los seguidores de San Vacuo al percatarse de la expresión principesca. –Observo que lo habéis cargado excesivamente de aire. Os sugiero que, para la próxima ocasión, le proveáis de algo más de fundamento –farfulló tras una docena de ligerísimas cucharadas. –Dejadnos satisfacer vuestras necesidades con algo de mayor contenido –propusieron los Gulafras de la exuberante ciudad de Exceso. –¿A qué he de disponerme? –demandó el niño. –Hemos cocinado con copiosidad sin par: salmorejo en aceite virgen de Baena, cogote de bonito de Bermeo, pote asturiano, berenjenas de Almagro con garbanzos pedrosillanos, pimientos de piquillo de Lodosa con alcachofas de Tudela, caballa de Isla Cristina a los puerros de Navarra y cigarrillos de Tolosa con miel de la Alcarria. De segundo... –Primero lo primero. Pasemos a las viandas –ordenó el príncipe Unai con un mohín pregástrico. Y comenzó a comer. Cucharada a cucharada, algo de aquí y algo de allá, una textura contrastada con otra; así, hasta la saciedad. Y tras la saciedad el hartazgo, que con semejante atracón lo llevó, inevitablemente, al empacho. Los antiácidos corrían por doquier mientras el niño príncipe, limitado en su movimiento por una voluminosa panza, pedía tiempo para una extensa y sosegada siesta. –Cantidad no es calidad –comentó mientras cerraba sus ojos, por causa del sopor. La dormida le llevó hasta la hora de la cena. Aún tenía los ojos hinchados cuando se le acercaron los delegados de los SSR, con sus impolutas batas de cuello a la tirilla. –Hemos estudiado sus últimas ingestas, y hemos concluido que lo mejor que puede tomar ahora es esto – afirmaron con gran dogmatismo. –¡Apio! ¡Solo apio! –El cálculo de sus nutrientes nos lleva a esta conclusión. Hay lo que hay: Apio. La contundencia era tan pasmosa que, esa noche, Unai se acostó con algo de apio en su estómago y con cierta desazón en su mente. Por fin, tras acallar los cansinos rugidos de su abdomen, pudo dormir. Un pensamiento se le cruzó antes de descansar: –Mañana comeré algo con fundamento. –No le despertéis, que siga durmiendo si le place – escuchaba a los lejos el niño príncipe cuando abrió sus legañosos ojos. Era la modulada voz de Papilo de Hedonia, que aconsejaba condescendientemente a los pajes. Una hora más tarde se encontraban, de nuevo, a la mesa. –Debéis prepararos para el mundo de los sentidos – propuso Papilo mientras le proporcionaba una copa con agua de caprichosas y sonoras burbujas. Unos dicen que la tomó de una recóndita fuente del Pirineo catalán; otros, que provenía de las alturas de Lanjarón. Sea como fuere, tenía la virtud de disolver cada resquicio de sabor y preparar el paladar para los detalles más peculiares del aroma. –Son frutillas (fresas) de Virginia. Las pupilas de Unai se dilataron a causa de la eclosión de sensaciones. Era como si el mundo hubiese estallado en su boca. –Sumamente exquisitas. Un segundo plato contenía una docena de uvas Pinot Noir y un trozo triangulado de Five Peppercorn Cheddar. La combinación del fruto de la vid con el queso de granos de pimienta cascados hizo sonreír al mozalbete. –Uvas y queso saben a beso –susurró Papilo. –Para el siguiente plato dejad que os cuente una historia – añadió–. Cuenta una antigua leyenda de los indígenas de Cuba que el dios Obatalá observó que Orula, el sabio, era un excelente cocinero. Deseoso de probarle, le propuso que preparara la mejor comida del mundo. Una semana tardó en presentarle el plato, pero tuvo un éxito pasmoso. No contento del todo, Obatalá le hizo una segunda petición: “Cocina la peor comida del mundo”. Otra semana tardó en prepararla, pero cumplió con su cometido –narró con maestría sin par. –¿Y cuáles eran esas comidas? –preguntó el maestresala, invadido por la curiosidad. –En realidad eran el mismo plato –afirmó Papilo. –¿El mismo plato? –exclamó el niño príncipe. –En el placer los extremos se tocan –dogmatizó con mórbida voz. –¿Y has cocinado ese plato? –Sí, Majestad. Y aquí lo tenéis: lengua de res de Alberta con champiñones y bayas de enebro silvestres. -¡Lengua de vaca! ¡Lengua! Los trovadores han tenido a bien no transmitirnos los detalles de lo acontecido en aquel momento. Sabemos, por rumores populares, que el príncipe no volvió a comer carne nunca más, y que decidió suspender el concurso hasta el día siguiente. Llegó Nutricio, con los albores de la mañana. Cargado de años y de sabiduría, se acercó al niño. –Majestad... –Sí, noble anciano. –¿Os apetece una fruta? Son de mi huerto. Tengo un árbol que da un fruto distinto cada mes. –¿Y cuál es? –El que toca. –Dadme, por favor, el que toca –pidió el mozalbete con suma amabilidad. El aroma más anhelado perfumó el lugar. Las gentes hicieron un gran silencio, embelesadas por el brillo y la textura de aquella fruta. El príncipe la mordió con decisión, y se sumergió en los sabores más indescriptibles. Su rostro refulgía como el sol. –Es lo mejor que he probado jamás. ¡Es divino! Me siento invadido de energía celestial, entusiasmado. Pletórico de... amor; ¡eso es, de amor! –Eso tocaba esta vez. –¿Cómo? –La comida fundamental, como el amor, siempre sabe a cielo. No te narraré el final. Solo deseo decirte que a Unai, el sonrosado príncipe de Beto, le quedó un buen sabor en la boca. ESTA PARÁBOLA ES SEMEJANTE AL REINO DEL AMOR. Si existe un libro de la Biblia que refleja la sociedad en la que vivimos y su pensamiento existencialista, ese es el de Qohelet (Eclesiastés), el resultado de una vida intensa. Salomón, el rey inexperto, tuvo a bien pedir a Dios sabiduría. Al Señor, en su inmensa generosidad, le plació que debiera ir acompañada de otros dones. Y así, Salomón lo tuvo todo. Supo amar con amor primero, preñado de improntas, de ilusiones, de emociones, y lo plasmó en el Cantar de los Cantares, la canción más bella. Supo amar con amor maduro y aconsejarnos, con el sabor de los refranes orientales, sobre los peligros de la infidelidad. Aún hoy, cuando leemos el libro de Proverbios, aceptamos que allí hay sabiduría. No supo amar con medida cuando la pompa lo rodeó y probó lo más oscuro de los sentidos. Al salir de aquel túnel, escribió un texto que surge de la tristeza del que lo ha probado todo y ha constatado que no es más que vapor, etérea ilusión. Qohelet es ese libro, y nos llama a la reflexión más profunda. En Eclesiastés 9:1 indica: Pues bien, he puesto en mi corazón todas estas cosas, y declaro lo siguiente: están en la mano de Dios tanto los justos, los sabios, como sus hechos. Y que los hombres no saben lo que es el amor o el odio, aunque lo tienen todo delante. Los dos conceptos que registra son de suma importancia: a) La percepción de lo que es o no es el amor se ha trastocado. A pesar de que se encuentra ante nosotros, no somos capaces de discernir con claridad la noción. Hay quien confunde amor con otras cuestiones. b) Al final, lo justo y lo acertado se encuentra en Dios, en sus acciones y su esencia. Al contemplar a Dios comprendemos lo que verdaderamente es el amor. Es bajo este modelo que nuestra apreciación se define y perfecciona. En la infancia, cuando creamos la imagen conceptual y afectiva del amor, recibimos informaciones parciales. Los agentesactivos de nuestra formación (familiares, docentes, amigos) proporcionan, con el mayor interés del mundo, los datos que ellos consideran necesarios y pertinentes. Así, a manera de trencadis gaudiano, de rompecabezas aleatorio, nos creamos una visión, fragmentada en la mayoría de los casos, del amor. Modelos fragmentados Participamos del concepto del amor, por exceso o por defecto, emulando los modelos que nos han rodeado. Paseaba, en cierta ocasión, por una de las calles más comerciales de Gibraltar cuando pude observar una escena sumamente pintoresca. En la acera opuesta a la mía, se hallaba una madre joven, de grandes rizos color platino, con un niño de unos tres años. El pequeño, no sé muy bien la razón, tenía un gran arrebato. Era tan persistente en su llanto agudo y quebradizo que yo esperaba una advertencia de la madre; un muy británico y apenas susurrado: “Honey, please” Pero lo que escuché fue: “Honey, please!!”, en una intensa exclamación, de lo más latina. El silencio del niño, el abrazo sentido de la madre y mi sonrisa fueron consecutivos. Aguardaba un modelo nórdico, tradicionalmente apaciguado y distante, y me encontré con un modelo sureño, tradicionalmente temperamental y ciclotímico. Semejante imagen me ha hecho, muchas veces, reflexionar sobre los tópicos y el amor. Hay, lo afirmo, alternativas a ciertas reacciones culturales “enlatadas”. En ocasiones, nos subimos al péndulo de los absolutos y bandeamos de un extremo al otro. El defecto de afectividad altera nuestras vidas, creando personas emocionalmente inseguras y con temor a la exposición de la interioridad. El exceso de sentimientos nos hace navegar en el agitado mar de las emociones y somos llevados de un lado al otro por los vientos, muchas veces huracanados, de la motivación. El amor excesivo y empalagoso empacha; el amor escaso desnutre el alma. Hemos crecido a la dicotómica sombra de ambos modelos desde nuestro pasado más remoto. En torno al siglo IV d.C., en el desierto de Egipto, eremitas cristianos iniciaron una ideología del amor y la sexualidad que ha pervivido hasta nuestros días. Para ellos, el cristianismo era sacrificio, abnegación, sumisión y dolor. Agustín de Hipona, que había tenido una juventud disoluta, fue uno de sus seguidores. Se oponía a la práctica del sexo marital y proponía que las madres deberían ser vírgenes. Algún famoso teólogo llegó a insinuar que el esposo amante era un pecador adúltero. Lo patético de esta corriente ideológica es que si se practicaba el sexo sin vínculos afectivos (con una prostituta) era objeto de menor sanción que si se practicaba por amor (con la esposa). Esta corriente era, obviamente, una reacción espiritualista a la sociedad romana; sociedad de excesos. En aquel mundo, eran frecuentes los abortos y las prácticas anticonceptivas. La vida tenía un valor relativo, y en bastantes ocasiones los niños recién nacidos padecían abandono. Era una sexualidad desmedida y desprovista, comúnmente, de afecto natural. A fin de cuentas, eran deudores del mundo griego, que no llegó a vincular el amor con el matrimonio. Otra visión parcial del amor contraponía la razón al placer. La Ilustración, con hartazgo de los vaivenes del amor trovadoresco y cortesano (excedido en pasiones) frente al amor eclesiástico (excedido en represiones), opta por la razón. El resultado fue un conjunto de modales aprendidos para inhibir las emociones. Se le opondrán los siglos XIX y XX, con la emancipación de la mujer y la vuelta al amor libre. La sociedad se niega, en este tiempo, a vivir sin amor (pasión, emoción). Se aleja de los cánones del matrimonio por conveniencia o compromiso. Con la eliminación de la mujer tímida y casta como modelo y la implementación de los métodos anticonceptivos, se produce un nuevo movimiento pendular hacia el placer y, tristemente, la inestabilidad matrimonial. Hoy, en el siglo XXI, vivimos en la cultura de lo fugaz y de lo irreal. Como dijo el reconocido periodista de Fox News Channel, Neal Gabler: Nos estamos volviendo el primer pueblo en la historia que ha sido capaz de hacer ilusiones tan vívidas, tan convincentes, tan realistas que podemos hasta vivir en ellas.[1] El amor es tan volátil como un SMS, breve como las frases de un chat, pixelado como la imagen de un teléfono móvil, agotado como la batería de un aparato portátil. Es el tiempo del amor inconstante, de la poligamia sucesiva, de la piel por la piel misma (del mismo, distinto o propio género). Es época de amores virtuales, de sueños 3D o manga. Época de trastoque de palabras: tolerancia por indiferencia, estética por revolución, independencia por compromiso, comunicación por información, silencio por desprecio. Época de rupturas sin el brillo de una lágrima y con el fulgor de un led, de notas lupercales en el día de Valentín; aquel que es llamado santo. Palabras de amor fundamental El devenir de las idas y venidas de nuestra historia me acerca a Salomón: Y que los hombres no saben lo que es el amor o el odio, aunque lo tienen todo delante (Ecl. 9:1) ¿Es posible un conocimiento del amor sin filtros, sin desequilibrios? ¿Podemos saber con certeza cuál es el amor fundamental? No sería, como ustedes, un hijo de nuestro tiempo, del posmodernismo tolerante y temeroso, si dijese dogmáticamente que sí. Creo, sin embargo, que con la ayuda de Dios (recuerden la otra parte del versículo de Salomón) podemos intuir cómo se conforma el amor más básico, el fundamental. Permítanme que escoja, para una primera aproximación, el texto de la Biblia en el que en más ocasiones se registra el vocablo “amor”. Es una brevísima carta escrita por un anciano; un anciano muy especial, ya que cuando era apenas un adolescente conoció a alguien totalmente diferente. Su Maestro y Amigo, Jesús de Galilea, le enseñó que la confianza mueve montañas y que la confianza absoluta lo puede todo. También le supo mostrar cómo esa confianza, a la que nosotros solemos llamar fe, se fundamenta en el principio que rige el universo: el amor. Juan, que así se llamaba el adolescente que supo envejecer con la visión de los que saben, vivió una relación tan estrecha con su Maestro, que lo apodaron “el discípulo amado”. Pocos como él han conocido los secretos del amor fundamental. Es sumamente interesante que escogiera el tema del amor para escribir una carta a todo el mundo, universal en espacio y en tiempos. Pareciera que las palabras de iglesia, de sermones o prédicas debieran ser de exhortación, de reprensión o de llamado; pero no es así. Juan, al igual que su tocayo (Serrat), selecciona unas sencillas y tiernas “paraules d’amor” con la intención de colmarnos de contenido. En 1 Juan 4:7 al 21 sintetizó las lecciones de toda una vida. a. Más que sentimientos: Juan comienza hablando sobre el amor y el conocimiento máximo, la verdad: Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. El amor que tiene verdadero fundamento no se puede sostener tan solo con los sentimientos. Apoyarse en las emociones es vivir en la inestabilidad de las circunstancias o de la bioquímica. Aunque está bastante generalizada la idea de que el amor es única y exclusivamente sensación, hemos de superar ese estado instintivo, que nos limita y aliena, para poder comprender la grandeza del concepto. El tándem “conocimiento de Dios-amor” es la clave para vislumbrar una dimensión más amplia del principio que estamos estudiando. Juan propone que una relación íntima con Dios, un acercamiento a lo que es su esencia, termina derivando en resultados positivos. La mirada del amor, en estado puro, nos lleva a su imitación. Ya lo decían los antiguos griegos: “Somos lo que contemplamos”. Contemplando a Dios contemplamos el verdadero amor. Dios es amor es la mejor definición que existe de la Deidad. Algo parecido, quizá de forma más tosca, comentó el profeta Jonás: Así que oró a Yhwh y le dijo: -¡Ah, Yhwh!, ¿no es esto lo que yo decía cuando aún estaba enmi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis, porque yo sabía que tú eres un Dios clemente y compasivo, tardo en enojarte y de gran misericordia, que te arrepientes del mal (Jon. 4:2). Jonás se hallaba muy enojado; tanto, que le dice a Dios a la cara todo lo que opina de él. El resultado, anecdóticamente, es una de las mejores definiciones que tenemos de Jehová en el Antiguo Testamento. Observen los detalles. “Un Dios clemente”. Literalmente significa “Dios de gracia” (él-jannum), “Amigable”. El Dios de la Biblia es un Dios cercano; un Dios que se preocupa por sus criaturas, que los quiere. Se aleja de esa imagen pagana de un dios despreocupado y ocioso, un dios alejado. Es un ser generoso que disfruta dando, y dando amablemente. La traducción del adjetivo clemente expresa demasiada distancia entre Dios y nosotros. Pienso que debiéramos recapacitar más en la imagen de un Dios favorable (a fin de cuentas, la gracia divina no es sino un inmenso favor), un Dios que desea estar a nuestro lado. El amor, las oportunidades, la generosidad, la cercanía son un reflejo de este Dios. “Compasivo”. La traducción, que propone ese aire mayestático de los que están ante una corte real, no refleja totalmente el sentido del vocablo. Permitidme una matización que, entiendo, abrirá vuestra comprensión del texto. El término que aparece en la definición de Jonás (rajum) está relacionado con un amor de suma intensidad y, aunque les parezca novedoso, se relaciona con el “útero” (réjem). En multitud de ocasiones aparece en compañía de de jannum (Éxo. 34:6; 2 Crón. 30:9; Neh. 9:17-31; Sal. 112:4; 145:8; Joel 2:13). Es como si la Biblia quisiera resaltar este par de términos con el objetivo de clarificar a Dios: un dios favorable y entrañable. Si el último término se refiere al intenso afecto con el que se manifiestan las madres, el primero se acerca a la imagen de un padre amigo. Reproducen la idea de una paternidad generosa en cariño y en tiempo. “Tardo en enojarte”. En algunas ocasiones, traducir una expresión de lenguas muy distanciadas socialmente de las nuestras puede resultar chocante. La expresión que aparece en la Biblia es érej 'appayim, y no significa otra cosa que “de narices largas”. Supongo que no se habían imaginado a Dios como alguien narigudo; pues lo es. No conocemos bien su aspecto en el sentido físico, pero sí en el figurado. Imagínense a un padre junto a un niño travieso. El niño lo molesta, pero el padre lo quiere e intenta ser tolerante. La presión del niño continúa, y el padre empieza a respirar profundamente pues no desea enfadarse. El niño insiste hasta que el padre, tras una inspiración intensa y contenida, exclama: “¡Basta!” Si hablásemos la lengua de Jonás, diríamos que ese padre “ha tenido las narices largas”. Dios, como en la historia del padre, es sumamente tolerante con nosotros. ¡Qué pronto se nos agota la paciencia con aquellos a los que no apreciamos! Pues bien, Dios tiene el aguante del que ama. Desea recurrir a todas las posibilidades antes de castigar. ¡Qué Dios tan distinto del de las imágenes de la Edad Media! A Yhwh le cuesta castigar y, si lo hace, es porque desea lo mejor para nosotros. “De gran misericordia”. Cuando se lee el Antiguo Testamento, surge en la mente la idea de que la palabra amor apenas si aparece. La culpa, posiblemente, la tengamos los traductores, que nos acercamos a la Biblia desde una perspectiva ciertamente litúrgica. La palabra jésed ha sido traducida normalmente como misericordia, pero tiene un significado que es mucho más amplio. Expresa la idea de un vínculo invisible que une a dos personas. Es esa relación que hace que nos sintamos alegres cuando el otro disfruta, tristes cuando padece. Esa relación que no espera las peticiones para actuar; que se mueve con una mirada o una noticia. Esa relación que nos embarga de añoranza con la distancia y nos llena con la presencia. Esa relación que no piensa en el interés personal sino en el aporte, que deja a un lado los beneficios por el afecto. Esa relación que paga con una sonrisa, y hace gala de sinceridad y lealtad. Y Dios, según Jonás, es “de gran relación” (rav-jésed). Disfruta con nosotros, y también padece. Actúa sin que se lo pidamos, y también cuando se lo pedimos. Nos añora al alejarnos, y se siente completo cuando nos acercamos a él. Ha dado lo que más amaba por nosotros, y se siente pagado con una sonrisa. Se conforma con nuestra lealtad y sinceridad, y aporta lo que falta. Yo diría que esta es una gran definición del amor. “Que te arrepientes”. El tema del arrepentimiento de Dios ha dado muchos quebraderos de cabeza a los lectores de la Biblia. A mi manera de entender, la solución es muy fácil. Hay una palabra que se emplea cuando alguien falla o se equivoca, y se arrepiente de ello (suv).[2] Y esta palabra casi no se emplea en la Biblia para hacer referencia a Dios. Hay, sin embargo, otra que usualmente se emplea para la Deidad (najam)[3] y que es una onomatopeya (suena a aquello que significa). ¿Cómo explicarla? Retomemos el ejemplo del niño que tiene un mal día y el padre que intenta ser paciente. El niño lleva mucho tiempo molestando y el padre, que no aguanta más, está a punto de estallar. Es entonces cuando mira los ojos llorosos de su hijo, se siente tocado por aquella mirada acuosa y exclama: “¡nahammm!” Esa expiración está cargada de afecto, de comprensión y... de oportunidades. Dios es un Dios de nuevas ocasiones, de nuevos comienzos y muchos olvidos. Simplemente, porque nos ama. No sé cuán consciente fue Jonás pero, con su caprichoso enfado, nos proporcionó una gran definición de Yhwh. Y sabemos que es un Dios cercano, favorable a nuestras ilusiones y esperanzas. Un Dios entrañable que nos quiere con la intensidad de una madre y la cercanía de un buen padre. Un Dios que se embarga de paciencia con el fin de que aprendamos la verdad de las cosas; para que comprendamos en nuestro interior el secreto de la vida. Un Dios que desea tener una relación tan intensa con nosotros que no haya situación que pueda quebrantarla, que teje un vínculo invisible e irrompible, que apenas nos exige otra cosa que el deseo. Un Dios que nos mira a los ojos cuando pedimos perdón y se goza dándonos nuevas oportunidades. Es curioso, cuando lo conocemos, solo podemos decir, con Juan, que Dios es amor. b. Y el amor se hizo carne... El amor de Dios se concreta en Jesús: En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos ha amado, también debemos amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se ha perfeccionado en nosotros (1 Juan 4:9-12). Dios no teoriza sobre la salvación, salva. El inmenso problema del pecado merecía ser compensado con una inmensa gracia, y Jesús, el Hijo de Dios, la sintetiza totalmente. El amor, indudablemente, tiene su origen en Dios. Él inicia esa mecánica magnífica que pone todas las cosas en su lugar. Esta maquinaria, que nos explaya en agradecimientos, genera tal gozo en nosotros que se proyecta sobre los que nos rodean. La fuerza redentora más imponente del universo se hizo rosada e indefensa criatura. La grandeza, en su máxima expresión, supo condensar en semejante pequeñez la esencia del cosmos: el amor. Y aquel niño tuvo a bien crecer en la gracia de Dios y se convirtió en el hombre que cambió la historia. A Dios le gustan las sorpresas, esos detalles que nos emocionan y mejoran. Y su Hijo supo venir, calladamente, a los caminos de la tierra como uno más paseando entre pequeños y grandes, entre sabios e ignorantes, entre justos y pecadores. Le gustaba acampar cerca de los suyos, sus hermanos los humanos. Y, aunque todos no lo conocieron, supo poner la semilla de un nuevo mundo en el corazón de algunos. Enseñó que amar es un principio que alcanzahasta a nuestros enemigos; que acoge a los pequeñuelos con el abrazo del que aprecia; que defiende la verdad porque salva y hace libres; que extiende la mano a los necesitados y la vuelve a extender a los que se creen satisfechos. El polvo de sus sandalias era el mismo que el de publicanos, prostitutas, comerciantes, nobles, ascetas, doctores de la ley, amas de casa y otras matronas, labriegos o pescadores. No teorizaba sobre el bien, hacía lo bueno. No pronosticaba maravillas, hacía milagros. Milagros tan extraordinarios como el de poner fe en un corazón, como el de igualar estratos, como el de dar contenido a las formas religiosas. Sus manos levantaron vigas y paralíticos; abrazaron niños y traidores; escribieron sobre la arena y sobre las vidas; se abrieron con la misericordia del universo y se cerraron tras el ímpetu del clavo. Sus ojos lloraron por el joven con demasiadas cosas, brillaron con los saltos de la hija de Jairo, se detuvieron en multitud de iris dotándolos de nueva esperanza. Y todo para que comprendiéramos mejor a su Padre, Dios. Supimos, entonces, que la salvación era posible y gratis; que el anhelo de Dios por nosotros es de tal magnitud que lo ofreció todo, lo que más amaba, para que compartiéramos su presencia. Todo conocimiento correcto de la esencia divina pasa por mirar a Jesús y enamorarnos de él. Al hacerlo, nos enamoraremos de Dios y, entonces, comenzaremos a comprender. Nadie mejor que uno de los teólogos más exquisitos de la modernidad, Bernard Lonergan, para expresar esta idea: Estar enamorado de Dios, como experiencia, es estar enamorado sin restricciones. Todo amor es autoentrega, pero estar enamorado de Dios es estar enamorado sin límites o cualificaciones, o condiciones o reservas. De la misma manera que el cuestionar sin restricciones constituye nuestra capacidad de autotranscendencia, así, el estar enamorado sin restricciones constituye la realización propia de esa capacidad. Dicha realización no es el producto de nuestro conocimiento y nuestra elección. Por el contrario, desmantela y suprime el horizonte del que procedían nuestro conocimiento y nuestra elección, y despliega un nuevo horizonte en el que el amor de Dios transcenderá en valor a nuestros valores y en el que los ojos de ese amor transformarán nuestro conocer. Aunque no es el producto de nuestro conocer y de nuestro elegir, es un estado dinámico y consciente de amor, alegría, paz, que se manifiesta en actos de benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, autocontrol (Gál. 5:22).[4] Me fascina el eje sobre el que se basa la experiencia religiosa de Bernard Lonergan: estar enamorado de Dios. Tal relación proporciona, a través de Jesús, una visión más diáfana de la esencia de este mundo, aporta la nitidez que, consecuentemente, genera sabiduría. Tal y como menciona Salomón en Eclesiastés 9:1, muchas personas han perdido la capacidad de diferenciar adecuadamente lo que es amor de lo que es odio. Cristo, con su vida ejemplar, aclara nuestras definiciones más obtusas y perfila los límites de lo correcto. Jesús, una vez más, realiza el milagro de dar vista a los ciegos... y a los que padecen miopía, astigmatismo o presbicia. Aporta el colirio necesario que elimina toda traba. Tomás, el discípulo incrédulo (algunos afirmarían categóricamente que era el único realista, pero se equivocan), veía con los ojos, pero no con el corazón. La visión de lo concreto, de lo material, le impedía ver la inmensidad de paisajes que proporciona la fe. Tanto tiempo con Jesús y continuaba casi ciego. Tuvo que tocar las llagas para que su ser se abriera a la esencia del cosmos. Al comprender y constatar la redención, supo de la inmensidad del amor divino. ¡Cuán común es la ceguera de Tomás! Nuestra sociedad oferta el mundo de lo concreto, de lo tangible, de la piel, del placer puramente sensitivo. No está mal, siempre y cuando seamos conscientes de que existe mucho más: las llagas en las manos de Jesús, la tumba vacía... La certeza de Jesús aporta la posibilidad de lo abstracto hecho cotidianidad, de lo etéreo acompañando cada momento, de la vitalidad de lo trascendente, del placer del amor divino. ¡Cuántos clones de Tomás (a fin de cuentas, su nombre significa “mellizo” de otro u otros) precisan tocar al Maestro, toparse con Jesús! Ver a través de Jesús es mirar desde la retina divina. Dicha experiencia amplía nuestro horizonte y nuestra actitud. Nos permite equilibrar el astigmatismo de radicalismos, de extremismos, que violentan de palabra y acto. Modifica nuestros desenfoques éticos y aporta ecuanimidad. Corrige la miopía de los teóricos, aquellos que disertan sobre lo distante con el anhelo de abrazar el prestigio (vapor de vapores, en palabras de Salomón), y apenas si pueden discernir lo cercano: el vecino que padece, la sombra del amigo, el llanto de los silenciosos. Jesús amplía el espectro de la “alta teología” hacia la “alta amistad”. Nos enseña a recalar nuestras hipótesis en las miradas, las sonrisas, las lágrimas, los abrazos. Entonces comprendemos que el amor de Dios supera las disquisiciones sobre los atributos de la Deidad, y se anonada hasta hacerse criatura junto a nosotros. El creyente actual y comprometido padece, usualmente, de presbicia. Nuestra vista se ha cansado de tanto terror y dolor con, tristemente, etiqueta religiosa. El relativismo, el posmodernismo, la tolerancia (a diferencia del respeto) no nos permiten ver adecuadamente la misión que nos propone Jesús. Necesitamos del colirio de Apocalipsis 3:18 antes de sumirnos completamente en la insulsa tibieza. Cristo toca a nuestra puerta a fin de que volvamos a compartir veladas, tertulias hasta el amanecer de nuestra existencia. Como acertadamente indica el teólogo alemán Jürgen Moltmann, hemos de ver el mundo que nos rodea con la mirada de Jesús, orar con los ojos abiertos. En un párrafo sin desperdicio, afirma el teólogo alemán: Orar de manera vigilante. Esto solo es posible si no oramos místicamente con los ojos cerrados, sino mesiánicamente, con los ojos abiertos al futuro de Dios en el mundo. La fe cristiana no es una fe ciega. Es una espera vigilante de Dios que afecta todos nuestros sentidos. Los primeros cristianos oraban de pie, mirando hacia arriba, con los brazos extendidos y los ojos abiertos de par en par, dispuestos a caminar o saltar hacia adelante.[5] Jesús abre nuestros ojos de par en par al amor correctamente fundamentado. Su gracia nos hace generosos y respetuosos, su afecto nos hermana, su esperanza en nuestro potencial nos acrecienta, su ternura nos vuelve más sensibles y, curiosamente, nos hace más humanos. Ante él, volvemos a ser personas y a tratar a las personas. c. ...y espíritu El amor de Dios se expande por el Espíritu Santo. Como indica Juan: En esto sabemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu (1 Juan 4:13). El amor bien fundamentado se eleva hasta reposar en las altas cumbres del Espíritu Santo. Llamamos, en ocasiones, “espíritu romántico” a lo que no es otra cosa que la actividad misma de Dios. Interpretamos como ambiente amoroso lo que no es sino atmósfera divina. La presencia del Espíritu de Yhwh nos envuelve de bondades y aporta momentos de plenitud en nuestras vidas. La enseñanza de Jesús sobre el Espíritu Santo es sumamente gráfica: se asemeja al viento (en las lenguas originales, coincide en una misma palabra “espíritu” y “viento”). Lo notamos, observamos sus efectos, pero es de una transparencia tal que supera nuestra limitada percepción. Podemos, sin embargo, constatar que existe porque lo hemos experimentado en otros y en nosotros mismos. Recuerdo, en una tarde de sábado, paseando sobre la finísima arena de una playa de Valencia, la brisa del Mediterráneo. El olor a salitre y azahar, la humedad en la piel, los diminutos granos coreografiando una danza colectiva de idas y venidas, el cabello alborotado mostrando la evidencia del suave viento de mar y marjal. Recuerdo la noche anticipada por la opacidad de nubes que descargaban rabia en una poblaciónentrerriana. La ansiedad se hizo piel mientras los árboles se desgajaban, las uralitas abandonaban las techumbres para revolotear ingrávidas, el polvo se arremolinaba con arrebato. Era el viento de una tormenta desatada e impertinente. Recuerdo una mañana de verano entrando en un centro comercial. En el exterior, el calor se mutaba en sudor; las calzadas, reblandecidas y brillantes, reflejaban vapores translúcidos. Llegando al umbral del edificio, un golpe de frescura nos circundaba de arriba hacia abajo. Los colores, olores y precios se envolvían de agradable temperatura. Era el aire acondicionado, que condiciona voluntades y acciona consumos. Y otra tarde en el mar de Galilea. El barco, cargado de turistas, navegaba entre veleros, lanchas y motos acuáticas. El día, brillante y sumamente azulado, se volvió desapacible y, en la brevedad de un pestañear, todo se agitaba. El agua, encrespada, nos advertía que no estábamos en lugar seguro. Fue inevitable la comparación con la experiencia de Jesús y sus discípulos. El viento, encañonado y agresivo, jugueteaba con nosotros como si fuéramos peleles. Sentimos los efectos del viento; está ahí. El Espíritu Santo, salvando las distancias de concepto, también está entre nosotros. Le gusta abrazarnos, aletear en nuestros corazones, refrescarnos con su divina presencia. Nos despierta a los secretos del amor sublime; ese amor noble que transciende los intereses personales, los instintos momentáneos y nos traslada a lugares de paisajes inesperados y gozosos. Recuerdo una tarde en la Sierra de Segura, entre pinares, corzos y ciervos. El olor a romero y tomillo barnizaba las paredes de un vetusto alcázar musulmán. El predicador terminaba su sermón y pronunciaba el voto que une dos vidas por la eternidad. Nuestras jóvenes miradas se llenaban de un brillo insospechado y, entonces, inexplicable. Estábamos unidos en amor de Dios. Aprecié la brisa suave del Espíritu del Todopoderoso tocando cada minúscula célula de mi ser. Sentí el impacto del silbo apacible; aquel que se añora cada instante luego de ser escuchado. El amor de mi amada y el mío mismo se hicieron uno por el abrazo del Espíritu Santo. No, no fue una experiencia mística sino, realmente, espiritual. Estaba allí, con nosotros. También recuerdo una tarde junto a la Sierra Calderona, en el jardín de casa. El olor a jazmín y yerbaluisa se entremezclaba con las fichas de ajedrez. Ella movía la dama con cautela mientras yo pensaba en proteger mi rey. Sus dedos de blanquecina estampa, tantas veces rozados, tomaban la pieza con lentitud. Miré a su cabello motoso y sentí un momento de felicidad, como si percibiera un mundo mejor. Tuve la constancia, una vez más y a pesar de los años, de que estaba allí. Uno con nosotros. Pablo, en Romanos 5:5, afirma que el Señor despliega la esperanza que genera el amor por medio de su Espíritu: La esperanza no da vergüenza, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. Dios, en toda su plenitud, es amor. No podemos concebirlo de otra manera sin distorsionarlo. El Señor nos ofrece participar de su esencia y, a través de sus escritores inspirados, nos guía hacia la correcta interpretación de tan fascinante concepto. La contemplación de lo divino nos hará mejores personas, mejores amigos, mejores amantes, puesto que fundamentaremos adecuadamente nuestro amor. Y, tengan la certeza, que contendrá cierto sabor a cielo. LA FE MUEVE MONTAÑAS, PERO EL AMOR TRANSFORMA EL MUNDO. (JOSEP PUIG) [1]Michelson Borges, Nos bastidores da média: Como os meios de comunicaçao afetam a mente (Sâo Paulo: Casa Publicadora Brasileira, 2005), p. 7. [2]Un ejemplo es Jonás 3:10. Lo que resulta muy curioso, porque Dios cambia de planes ante la reacción de los ninivitas, sin que exista un cuestionamiento de la Deidad. [3]Gén. 6:6; Éxo. 32:14; 2 Sam. 24:16; 1 Crón. 21:15; Jer. 26:19; o Amós 7:3, 6. [4]Bernard Lonergan, Método de Teología (Salamanca: Sígueme, 1994), p. 107. [5]Jürgen Moltmann y Elizabeth Moltmann-Wendel, Pasión por Dios: Una teología a dos voces (Santander: Sal Terrae, 2007), p. 73. AMOR “CELOSO” -Desde Jebel-Musa el alba tenía todos los sentidos de la existencia. El mar de montañas parecía fluir hacia el sur como buscando su homólogo líquido. Tras una mugrienta manta a rayas marrones, se encogía la joven arqueóloga; dos beduinos de broncínea tez la flanqueaban. Una blanquísima nube dibujó un borde rosáceo y, con el fulgor de los milagros, salió el sol. No hay nada como un amanecer en el Sinaí. A pesar del frío, se levantó y extendió sus brazos al viento, soñando que volaba sobre la inmensa explanada de rocas y matorrales que se dilataba hacia el norte. Un brillo en la mirada, y comenzó a descender los cientos de escalones que la llevaban al camino del monasterio de Santa Catalina. No podía llegar tarde, pues debía descifrar el secreto”, relataba Sonia Canteras ante la mirada encandilada de sus sobrinos. Sonia ejercía como médica pediatra en un pequeño poblado egipcio cercano a Tanta. Disfrutaba, como los hijos del idealismo, con su labor en “Médicos sin fronteras”. De vez en cuando volvía a la casa materna, en la soleada España, donde se reunía con todos sus familiares. Los pequeños se agolpaban a su alrededor y, entonces, les contaba relatos imaginados de sus parientes. –Tita, ¿cómo sabes esta historia? –Me la narró su tío abuelo, el cronista Nicanor Parmentell. Pero, eso no viene a cuento ahora. Sigamos con el relato: La arqueóloga había descubierto, tras el osario de Santa Catalina... –¿Qué es un osario? –preguntó, sin cesar de moverse, el más diminuto de los pequeñuelos. –Un osario es un lugar donde se guardan huesos. –¡Qué fuerte! –Sí. Detrás de uno de esos huesos había encontrado una inscripción en que se podía leer “boqer aviv”. –¿Qué quiere decir eso? –Eso quería decir algo así como “Una mañana de primavera”. Y allí estaba ella. Una mañana de primavera, ante el monasterio más misterioso del desierto del Sinaí. Los monjes abrieron una voluminosa puerta, y entró sigilosamente, mirando detenidamente cada detalle. La luz de la mañana cruzaba, en forma de haz luminoso, el patio central señalando un viejo pozo abandonado. Los monjes tomaron una gruesa soga, y ella descendió por el oscuro agujero. –¡Qué miedo! –No, porque era muy valiente. –¿Cómo el tío Rubén? –Yo creo que incluso más. A mitad del pozo destacaba una pequeña saliente, y tras esta un túnel muy estrecho. Entró arrastrándose hasta llegar a una cueva inmensa. No veía muy bien, pues la linterna estaba perdiendo la energía, pero logró encontrar un cofre de madera y metal. Volvió al exterior con la mirada encendida y una sonrisa inmensa. –¿Había encontrado el tesoro? –¡Lo tenía fuertemente asido de la mano! –¿Y contenía muchas riquezas? –preguntó la delgaducha Ahinoam, sin un parpadeo en sus ojos acaramelados. –Sí. Era un manuscrito sumamente antiguo. –¡Qué decepción! Un manuscrito no es un tesoro. ¿Para qué sirve un manuscrito? –Tienes mucho que aprender de la vida. Las cosas más valiosas del mundo no son de oro o plata. Este manuscrito estaba escrito en una lengua antiquísima. –¿En protosinaítico? –interpeló Kaizga, embargado por el relato. –¡Eres repulsivo! –le susurró su hermana. –Muy bien –afirmó Sonia–. Era una manera de escribir parecida al protosinaítico, pero más culta. Muy antigua e importante para los estudiosos. –¿Y qué ponía en su interior? –Eso era lo realmente llamativo. Era una frase que sonaba algo así como “Yhwh, cuyo nombre es Celoso; es un Dios celoso”. –¿Y quién era ese “celoso”? –No puedo decirles su nombre, porque es impronunciable. –¿Qué quiere decir “impronunciable”? –¡Que nadie puede decir su nombre! –¡Repelente! –¡Enana! –Niños, por favor. Su nombre era tan apreciado que se lo respetaba al máximo. Nosotros, para seguir con esa costumbre, lo llamamos “Señor” o “Dios”. –¿Dios es celoso? –Eso les puede parecer extraño, pero déjenme que se lo explique. ¿Tienen un buen amigo o amiga? –Silvia. –Manolo. –¿Noles ha pasado que, a veces, su amigo o amiga no les hace caso y se va a jugar con otros? –Sí, qué rabia. –A Dios le pasa algo similar. Nos quiere tanto que no le gusta que le demos la espalda, que lo abandonemos. –¿Por eso se llama celoso? –Por eso. –¿Y qué pasó con el rollo? –Lo pusieron en un envase muy especial, y se lo llevaron con mucho cuidado a un gran museo. –¿Por qué? –Porque hay cosas que valen mucho más de lo que parecen. –¿Como la amistad? –Sí, la amistad es un gran tesoro. –Cuéntanos ahora la historia de la princesa Ángela, aquella que convertía todo lo que tocaba en cariño. –Bueno. ESTE RECUERDO DEL CUENTACUENTOS ESCONDE LA CLAVE DEL AMOR. Si un líder político tuviera que elegir una imagen que representara su relación con el pueblo que gobierna, ¿cuál escogería? ¿Un padre que protege y alimenta a sus hijos? ¿Un pastor que cuida de sus rebaños? ¿Un jefe que gestiona a sus subordinados? ¿Un caudillo que arenga a sus soldados? ¿Un siervo que atiende a sus conciudadanos? Dios, en la Biblia, en ciertas ocasiones escoge, para representar la relación con su gente, la imagen del matrimonio. Se considera a sí mismo como el esposo, y al pueblo (o la iglesia) lo identifica como su esposa. ¿Por qué emplea tal imagen? ¿Era usual en la literatura de los pueblos de aquella época, y por ello recurre a ella, o pretende mostrarnos algo más? Grandes especialistas en la Biblia han reflexionado sobre los símbolos matrimoniales. Luis Alonso Schökel destaca entre muchos. Él asegura que el empleo de este tipo de expresiones conecta directamente con la experiencia religiosa; nos ayuda a desarrollar una comunión con Dios. No precisamos de muchas definiciones, nomenclaturas o argumentos cuando nos hallamos ante una imagen de tal calibre. Es tan clara que genera, diáfanamente, acciones y reacciones. Les propongo saborear cada detalle de esta imagen, para comprender mejor las relaciones entre el pueblo de Israel y Dios (y cómo tales relaciones manifiestan el concepto divino del matrimonio). Yhwh, en los textos de la Biblia, es un Dios que no tiene pareja; tampoco tiene género (o mejor dicho, suma la totalidad de virtudes de ambos géneros). Es distinto de los dioses de su entorno. La multitud de mitos, dioses y diosecillos de la cultura mediterránea vive inmersa, cual “reality” de total actualidad, en intensos avatares sentimentales. Sus aventuras y desventuras giran en torno a la fertilidad. Leer la literatura ugarítica del período del Antiguo Testamento es contemplar, estupefactos, que nos encontramos ante un tabloide británico, totalmente amarillista, o ante los escarceos amorosos de las “estrellas” de People. Yhwh, sin embargo, no es así. Dios no es el resultado del pensamiento humano y, por lo tanto, su imagen no depende de pasiones humanas. No es un dios esclavo del deseo sexual, de la pereza, de la promiscuidad, de la parcialidad o del capricho. Yhwh no es así. Hay una expresión de los rabíes que me parece sumamente acertada: “el Santo, bendito sea, no es como carne y sangre”. Yhwh es Dios. Él no necesita pareja. Precisa, por otro lado, de sus criaturas, a quienes ama intensamente, a las que aprecia en cada resquicio de su inmensidad. Y, por eso, crea; y, por ello, se relaciona. Cuando, por culpa del pecado que nos rodea de interferencias, dejamos de contemplarlo cara a cara, surge con toda la intensidad del universo su deseo de comunicarse. Tocados por la oscuridad del error, perdimos los detalles del diálogo fluido, del lenguaje diáfano que le agrada al Dios Paseante. Es entonces, en su inmensa sabiduría, que decide expresarse de forma sencilla, concreta, por imágenes. Para que comprendamos la solución al problema que nos circunda, escoge la inocencia y la sumisión de un cordero. Con la intención de que percibamos su luminosidad, su frescura, su situación, su presencia, nos presenta una columna de humo y fuego. A fin de que acertemos a descubrir los detalles de un mensaje nos relata parábolas, narraciones de carne y hueso, intimidades con música del pueblo. Y, al final, se nos acerca en forma de Hijo, llevando el significante al máximo de sus significados. Anhela que el ser humano lo comprenda y, por ello, emplea su propio código. Quizá por tal razón recurre al símbolo más cercano a lo connatural de todo deseo humano: el matrimonio. Yhwh oferta a su pueblo protección y amor, esperando de este la misma lealtad que un cónyuge espera de su pareja. El eje de toda relación divino- humana es lo más anhelado en una relación humana-humana: la fidelidad. El vínculo Yhwh-pueblo se realimenta del vínculo esposo-esposa y, a su vez, los matiza. Un Dios de intenso celo Ser una persona celosa no está bien visto en nuestra sociedad. Se asocia con la idea de alguien primitivo e irracional. En ocasiones, incluso, está catalogado dentro de cierto grupo de enfermedades mentales. En castellano, esa lengua que tanto nos une y desune, hacemos, acertadamente, una distinción entre “celos” y “celo”. Mientras que el término “celos” tiene una connotación negativa, el vocablo “celo” expresa un deseo intenso pero positivo. Ahora deseo hablarles de “celo”, no de “celos”. En diferentes ocasiones, en el texto inspirado se emplea la imagen de Dios como un ser “celoso” (alguien que tiene “celo”) de su relación con el pueblo de Israel. Es muy interesante observar que la expresión que aparece en el original hebreo (qanna' ) solo se registra en el Pentateuco en cinco ocasiones. Todas ellas tienen un sujeto muy especial: Dios. La primera de estas menciones se cita en la misma médula de los Diez Mandamientos. Éxodo 20:5 indica: No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy Yhwh, tu Dios, fuerte, celoso. Los Diez Mandamientos se convertirán, con el paso de los siglos, en el referente básico de la relación entre Dios y su pueblo (sea hebreo, israelita, judío o cristiano). Nos encontramos en un contexto de pacto, mucho más allá que un contrato (comentaremos este asunto en otro capítulo). La alianza de Dios con su pueblo se relaciona, inevitablemente, con el pacto matrimonial. El “celo”, a diferencia de los incontrolables “celos”, no surge de una pasión desequilibrada y sin medida, sino del amor fundamental, del amor íntimo y profundo. Este amor se sustenta en dos ejes: fidelidad y reciprocidad. En hebreo, las formas verbales pueden llevar ciertas marcas que les proporcionan intensidad o interdependencia. Esto sucede con algunos de los vocablos que aparecen en esta cita. Dios se relaciona intensamente y tiene un profundo interés en la dependencia mutua. Yhwh crea y, como resultado, se relaciona. Pacta y, nuevamente, se relaciona. No es un Dios distante y ejecutor, sino “tu Dios”. El empleo de “tu” muestra familiaridad, cercanía; complicidad que surge del contacto, de la proximidad. Como muy bien dirá el teólogo Buber, Dios no es “eso” sino “Él”. Anhela que lo comprendamos mucho más allá de la sacralización del objeto. Espera que nos acerquemos a su presencia, a su santidad, con respeto pero con el deseo de una comunicación fluida. Yhwh no es inerte ante nuestros coqueteos con lo circunstancial, con lo pasajero, y mucho menos con lo errático. Él vive con intensidad el devenir de nuestras existencias. ¡Le preocupamos de verdad! Como decía anteriormente, en la imagen Yhwh-pueblo subyace la idea de la relación matrimonial. Tal relación se constituye como una alianza que Dios se toma muy en serio. No es una relación “por probar”, sino un vínculo “para aprobar”, algo con repercusiones permanentes. El ideal de relación que se nos presenta, tal y como se especifica en el relato del Génesis, tiene una estructura monogámica. Dios no acepta compartir su relación con otros dioses (sean concreciones físicas u obsesiones abstractas). La intensidad con la que vive Yhwh esta relación es máxima: es celoso. Su celo le lleva a darse completamente y, con ello, espera ser correspondido. Un Dios de oportunidades Muchos panteones de las diferentes religiones, filosofías o culturas están plagados de dioses oportunistas.
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