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Amor Se Escribe Sin H - Víctor M Armenteros

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Víctor M. Armenteros
ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA
Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste,
Buenos Aires, República Argentina
UNIVERSIDAD ADVENTISTA DEL PLATA
25 de Mayo 99, E3103XAC Libertador San Martín,
Entre Ríos, Rep. Argentina
Título: Amor se escribe sin H
Autor: Víctor M. Armenteros
Dirección: Martha Bibiana Claverie (ACES)
Secretaría de Ciencia y Técnica (UAP)
Diagramación del interior: Judith Kaiser de Romero, Andrea Olmedo Nissen
(ACES)
Diseño de la tapa: Rosana Blasco
PUBLICADO EN LA ARGENTINA – Libro de edición argentina
Published in Argentina
Segunda edición
MMXI
Es propiedad. © 2009 Universidad Adventista del Plata y Asociación Casa Editora
Sudamericana.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-567-777-7
Armenteros, Víctor M.
Amor se escribe sin H / Víctor M. Armenteros / Dirigido por Martha Bibiana
Clav erie. - 2ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana; Libertador
San Martín: Univ ersidad Adv entista del Plata, 201 1 .
E-Book.
ISBN 97 8-987 -567 -7 7 7 -7
1 . Espiritualidad cristiana. I. Clav erie, Martha Bibiana, dir. II. Título.
CDD 248.5
Publicado el 15 de mayo de 2011 por la
Universidad Adventista del Plata
25 de Mayo 99, E3103XAC Libertador San Martín,
Entre Ríos, Rep. Argentina
Teléfono: (54-343) 491-8000. Fax: (54-343) 491-8001
Web site: www.uap.edu.ar
E-mail: secinves@uap.edu.ar
ASOCIACIÓN CASA EDITORA SUDAMERICANA
Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste,
Buenos Aires, Rep. Argentina
Tel. (+54-11) 5544-4848 (Opción 4) / Fax (+54) 0800-122-ACES (2237)
E-mail: ventasweb@aces.com.ar
Web site: www.aces.com.ar
Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y
diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica,
por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.
-105324-
http://www.uap.edu.ar
mailto:secinves@uap.edu.ar
mailto:ventasweb@aces.com.ar
http://WWW.aces.com.ar
DEDICATORIA
A DIOS
Porque sigue escribiendo amor con mayúsculas
A ESTHER
Porque tiene h intercalada, pero no ha permitido que cale en
nuestra relación
A MI FAMILIA
Porque, siendo versalitas, minúsculas, cursivas, superíndices y
subrayados, hacen mi vida más creativa
Y A ENOC
Porque supo poner la tilde en el lugar adecuado
Índice
Portada
Legales
Dedicatoria
Introducción
Sobre el orden de este libro
Amores básicos
a. Amor se escribe sin h
b. Amor fundamental
c. Amor "celoso"
d. Amor en cuatro palabras: A de "Arquitectura"
e. Amor en cuatro palabras: M de "Más" no de "Mas"
f. Amor en cuatro palabras: O de "Objeto"
g. Amor en cuatro palabras: R de "Registro"
h. Amar y guardar los mandamientos
i. Chanel 3: el aroma del jardín
Amores contrastados
a. Amores, amistades y otras compañías
b. Amores en cuatro profetas
c. Amores impresentables
d. Amor por la verdad
a. Amor aderezado con aceite
b. Solo por amor
c. Amor dispar; amor disparatado
Amores cotidianos
a. El espíritu de la palabra Amor
b. Perdón: Una radiografía del corazón
c. Diccionario de sinónimos
d. Amor que aleja
c. Amor en patchwork
Conclusión
INTRODUCCIÓN
o abriendo mi corazón
Las razones que llevan a alguien como yo a escribir un libro
como este son múltiples y, personalmente, interconectadas.
Primero lo primero. He visto nacer y crecer (física y
cognitivamente) a la gente que más quiero en el mundo: mi
familia. He recibido tanto de ellos que me siento animado a
darles un poco de lo que han hecho de mí. Ser hijo es un bien
no concertado, que no solo da la vida sino también la llena de
sentido y equilibrio. Ser hermano, la relación amorosa más
duradera de un humano, es descubrir lazos invisibles y
saberse apoyado. Ser tío es una de las bendiciones que más
agradezco a Dios. Es vivir los sentimientos de la conciencia, y
no hay nada comparable con ello. Ellos crecen, en calidad y
cantidad; y eso me hace sentir bien, y le da sentido a lo que
soy. Y, cómo no mencionarlo, ser esposo. No sabría existir sin
Esther. Es la punta del iceberg de todo lo que el amor lleva
dentro. Mis sentimientos por ella se remontan a los anales de
mi adolescencia, y circulan por cada bit de mi actualidad.
Después, la enseñanza. He compartido tantas horas de
clase en el aula que no me sé mucho más. Recuerdo los brillos
en las miradas, tantos deseos de certeza, que tengo una deuda
con ellos. Educar es un privilegio y, seguramente, una
responsabilidad, de los que Dios me ha hecho partícipe.
Quiero compartir con mis alumnos (los que fueron, los que
son y los que, espero, serán) las reflexiones y las
investigaciones de muchos días. Como filólogo, ansío que
descubran en las palabras los conceptos, en los textos las
matrices de los principios. Como teólogo, tengo fe (qué
menos, para tal profesión) en que vayan más allá de las
palabras y que disfruten de los principios en la vida. Como
maestro, perderé el sueño si no se cumplen las anteriores
expectativas.
Luego, la iglesia. Afirmo que la fe se hace forma en
confianza, creencia y consecuencia. Necesitamos de una fe
basada en el amor que define a Dios. Así, la confianza se
convertirá en esperanza (¡ojalá en parusía!), la creencia en
certeza (¡ojalá en verdad!) y la consecuencia en experiencia
(¡ojalá en vida!). La iglesia, para mí, son los amigos. Aquellos
con los que he compartido tantas horas de anhelos, proyectos,
desilusiones, nuevos proyectos, confidencias o, simplemente,
momentos. A ellos, porque los aprecio, les ofrezco estas
palabras. Son letras de pastor, con el deseo sincero de guiar;
pero, por sobre todo, letras de creyente, con el corazón abierto
a lo revelado.
Además, están quienes no son ni familia, ni alumnos ni
amigos. Aquellos que nunca he conocido y, tristemente, quizá
nunca conozca. No sé qué decirles. Soy lo que soy; un hijo de
este tiempo. Nací en España, en la ventosa ciudad de Jaén. A
la sombra de miles de olivos, de estrechas callejuelas, de
iglesias centenarias, comprendí que la Biblia era vida, mucho
más que añejos relatos, y di gracias a Dios. Él ha puesto lo
positivo que poseo. Todo lo demás, en ocasiones demasiado,
lo he aportado con el devenir de los años. No me hagan
demasiado caso a mí, búsquenlo a él.
Por último, yo. No solo es educado dejarse para el final,
sino también conveniente: la humildad nos coloca en el lugar
apropiado. Vivo en tiempos escatológicos, y deseo ser
coherente con mis convicciones. No reside, y lo reconozco con
alivio, la Verdad en mí, pero sí el deseo de aprenderla y
aprehenderla. Les cuento lo que les cuento no de oídas, sino
por experiencia. Necesito, además, abrir mi interior para que
ustedes, los lectores, puedan amueblarlo con sus opiniones,
razones y experiencias.
¡Ojalá nuestro Señor tenga a bien que amemos más y,
sobre todo, mejor!
P.D.: Hay cierta ironía en el título de este documento. He
enseñado muchas veces a mis alumnos que, en Teología, es
extremadamente difícil tener una idea original. Seguramente
la concibamos nosotros, pero nadie quita que, hace siglos,
alguien ya pudiese haberla escrito. He vivido esta lección en
mí mismo. Cuando comencé a escribir este libro, tenía muy
clara la frase que compondría el título: “Amor se escribe sin
h”. Hace unos días, Esther, catalogando un material en el
trabajo, se encontró con un capítulo que se titulaba: “Amor se
escribe sin hache”. (Felicito desde aquí a María Alicia
Brunero, por su excelente texto No todo me da igual:
Conversaciones sobre ética con Cristian.) Y me dije: ¡No hay
nada nuevo bajo el sol!
Aun así, no me he atrevido a desprenderme de él. Llevamos
tanto tiempo juntos que no me parecía de mucha fidelidad el
abandonarlo. Ahí está. No es original, pero le he tomado
cariño.
SOBRE EL ORDEN DE ESTE LIBRO
Todo texto responde a una serie de pautas. El autor,
consciente o inconscientemente, refleja una estructura. Este
material no podía prescindir de ese proceso lógico y,
efectivamente, tiene un orden. Es el siguiente:
1. Tras los preámbulos típicos, comenzamos con una
sección titulada “Amores básicos”. Deseo que
partamos de una base común para edificar el restode los
conceptos; y dicha plataforma se debe fundamentar en
lo esencial: la naturaleza de Dios, la naturaleza del
hombre y los pactos que relacionan a ambos.
2. En el segundo bloque, hablaremos de “Amores
contrastados”. En el claroscuro de las diferencias
aprenderemos a percibir los límites del amor y su
proyección en nuestras realidades. Esta unidad
reflexionará sobre diferentes tipos de relaciones
amorosas; algunos dignos de imitar y otros,
indudablemente, de evitar.
3. A continuación, nos atreveremos a enfrentarnos con los
“Amores descontextualizados”. En ocasiones, al
leer la Biblia, se nos produce un cortocircuito cultural.
El objetivo de las reflexiones que aquí se presentan es
acercarnos a la esencia misma del texto y, de ser posible,
clarificarlo.
4. La cuarta unidad versa, cómo no, sobre los “Amores
cotidianos”, y anhela llevar a lo cotidiano el espíritu de
la Biblia. Las propuestas se fundamentan en el modelo
del evangelio y buscan el espíritu de Jesús.
Eso es en cuanto a la macroestructura. Pero, a su vez, cada
capítulo se dividirá en cuatro partes:
1. Primero se encontrarán con un divertimiento
literario. Los hay de muchas formas, contenidos y
tamaños. Algunos les parecerán extensos, otros cortos,
sencillos o complejos, poéticos o caóticos. Reconozco
que no están pensados para aquellos que leen deprisa,
pero sí para aquellos que disfrutan de los secretos de la
literatura. Una aclaración: aunque tengan cierto aire
autobiográfico, todos son ficticios.
2. En segundo lugar, se toparán con la clave del
divertimiento. Es como una llave que les brinda
alguna pista sobre lo que esconde el texto precedente.
Tampoco va a ser tan difícil, es cuestión de intentarlo.
3. La tercera parte es el núcleo del capítulo. Ahí todo está
claro (eso espero) y bien directo. Les diré lo que pienso
respecto de las cuestiones relacionadas con el amor; y
no me importará que discrepen de mí mientras, eso sí,
amen con coherencia.
4. Por último, dedico a ustedes una frase que sintetiza
todo lo expresado en el capítulo. Había tantas y tan
buenas para elegir que me he sentido, en alguna
ocasión, confuso. ¡Ojalá cumplan su propósito
pedagógico!
¿Por qué tantas palomas por todos lados? Podría decirles
que por su simbolismo bíblico (los inocentes, el arrullo de los
amantes, el Espíritu Santo) pero, en realidad, es una
reminiscencia de la infancia. Nunca olvidaré, cuando era
pequeño, el cuidado cariñoso de mi hermano mellizo por cada
una de las aves de su palomar. Es mi primer recuerdo de amor
por la naturaleza. Él sigue cuidando nidos abandonados, y yo
te propongo revolotear por los principios más tiernos de la
Biblia. Eso bien merecía un símbolo.
Disfruta de la lectura. ¡Que el Señor te bendiga con ella!
AMORES BÁSICOS
AMOR SE ESCRIBE SIN H
Hacía seis minutos que había comenzado el examen
cuando llegó Adam. Era algo más que grande, y su sonrisa
llenaba toda aquella inmensidad.
–Perdón, profe, me dormí –se excusó con una sonoridad
tal que hizo vibrar cada rincón de la clase.
Adam era un hijo de la campiña estadounidense. Se había
criado entre maizales y, por su tamaño, estuvo a punto de
arruinar a sus padres en el desayuno de una mañana. Cierto
día, colgó su peto vaquero, su sombrero de paja, y viajó a la
vieja Europa. Lo vimos llegar embutido en un taxi, bañado en
sudor y con la inocencia en la mirada más celeste de este
mundo.
Ahí estaba, en el primer examen trimestral de Composición
Española. Apenas si podía encajar las piernas en la mesa, y un
intenso rubor combinó con su cobrizo cabello.
–Adam, aquí estarás más cómodo –le indicó el profesor
señalando su propia mesa.
–Gracias, profe. Tú siempre tienes el solución.
–La solución –corrigió el profesor, con la cansina
entonación que genera la rutina.
–Perdone mi machismo. La solución tiene que ser
femenina, porque las mujeres tienen el visión más claro.
–La visión, Adam, la visión.
–La visión también, profe –afirmó, mientras guiñaba el ojo
a una preciosa y emocionada tahitiana.
El cuerpo de Adam solo manifestaba la expresión física de
su ser. Era sumamente capaz, sumamente sensible y
sumamente bondadoso. Verlo abrazando a un niño era ver el
universo acurrucando a una mota de polvo. Y podría haber
escogido la carrera que hubiese deseado pero, sabiamente,
decidió que iba a ser maestro. Maestro de pequeños
inmigrantes de ojos marrones y tez bronceada.
–Demasiado indefensos como para no prestarles atención
–balbuceaba, con la mirada perdida, cuando le preguntaban
las razones de su decisión.
Sentado allí, en la clase, parecía la última advocación de
Santa Claus, todo redondo y sonrosado.
–¿Cómo has podido escribir amor con h, Madeleine? –
demandó el profesor con aspavientos y gruñidos.
–El amor es lindo y, por eso, debe llevar h –intentó
justificar la diminuta y delicada tahitiana, arrastrando
guturalmente las palabras.
–¿Qué?
–Las cosas buenas, como el amor, llevan h: hablar, humor,
honor. Si usted mira a la gente que odia, verá que no saben
hablar, tienen mal humor y no son honorosos –susurró con
una dulzura angelical.
–Honorables, se dice honorables. Y, sí, se escribe con h.
–Como el amor –repetía Madeleine una y otra vez,
mirando fijamente a la mesa.
Erguido y encorsetado, el profesor sintió la calidez de una
mano, pesada y blanda, sobre su hombro. Era Adam, que lo
miraba con complicidad.
–Madeleine –dijo el pelirrojo gigantón.
–Sí –respondió la estudiante con la voz embargada.
–¿Te gustan los cocos?
–Mucho –contestó con un parpadeo insinuante.
–¿Has visto a alguien subir a lo alto de un...?
–Cocotero –añadió el profesor.
–Bastantes veces –volvió a contestar con un recuerdo en la
mirada.
-¿Llevan muchas cosas encima?
–No, apenas un trapo en los pies y un...
–Machete
–Gracias, profe –afirmó Adam con la rotundidad de los que
saben lo que hacen.
–¿Por qué me lo preguntas, Adam?
–Porque el amor es como aquellos hombres que subían
hasta los árboles. No desea tener accesorios innecesarios,
porque no lo dejarían ascender. Y quiere llegar muy alto. El
amor no necesita otra cosa que ser él mismo.
–¿Y? –apenas pronunció Madeleine.
–Es demasiado valioso. Por eso...
–Amor se escribe sin h.
–Tú lo has dicho, Madeleine, tú lo has dicho –aseguró con
un coquetón movimiento de hombros.
Todavía lo recuerdo allí, a mi lado, sabiéndome pequeño
ante su sabiduría. ¡Cuántos detalles de gramática, sintaxis u
ortografía había enseñado sin percatarme de este hermoso
detalle! Los modismos, la etimología, la pragmática no tenían
secretos para mí, pero no comprendía lo realmente
importante. Lo tenía delante de mis ojos, pero no lo veía. La
ceguera es, en tantas ocasiones, de índole social.
No sé qué aconteció con Adam, el “cristobalón” que nos
elevó en sus hombros, ni con la frágil Madeleine, pero se los
veía tan felices que mi retina aún los añora.
Es curioso: con los años, al desprenderme de aquellas cosas
que me sobraban, he apreciado mejor lo esencial de mi vida.
Cierto poeta sevillano decía que el camino se hace al andar y
que, para ello, hay que ir ligero de equipaje. Yo, además, doy
gracias a Adam por esa lección de ortografía del alma.
ESTE RECUERDO IMAGINADO ES COMO LA
GRAMÁTICA DEL AMOR.
Las palabras, como las personas, nacen, crecen y se
reproducen. El amor, palabra en boca de tantos, nació mucho
antes que el hombre, pero este supo reconocerlo con solo
recibir el cálido hálito de Dios. Formaba parte de cada espacio
y especie no nombrados; constituía la esencia de cada rincón
del universo.
No tardó mucho tiempo –coincidió con la creación de la
compañera– en comprender que Amor también significaba
dar y darse, contemplar y contemplarse, apoyar y apoyarse.
Era amor que crecía y ayudaba a crecer; amor que
multiplicaba sentimientos y sentidos.
Las palabras, como las personas, enferman. El amor sintió
un profundo dolor aquel día que se rasgó la piel del fruto
prohibido. Y desde entonces sufre. Sufre con el ocaso de las
vidas, con los ojos llorosos de un niño, con la tala de un árbol,
con las nubes de lluvia que hacen yermos los campos;con la
rabia de los que se atreven a gritar, con el grito silencioso de
los que no se atreven.
El Amor, en su sufrimiento, se hizo promesa y carne,
teniendo a bien venir a vivir con nosotros. Y lo llamamos
Cristo. Supo enseñarnos el valor de una VIDA en mayúsculas
y la esperanza que reside en los confiados. Lo conocimos, y
comprendimos el significado de las cosas que son y serán.
Las palabras, como las personas, son objeto de confusión.
Muchos otros conceptos se esconden tras el sonido del amor:
apego, pasión, sexo, exaltación, excitación. Pero, no son lo
mismo. Algunas mimetizaciones se asemejan, realmente, al
original. Esa es la causa que lleva a algunos a confundir amor
con romanticismo, atracción, autoestima, instinto o
dependencia. Pero, no es lo mismo.
La adolescente que se desvive por el afamado actor de
novelas rosáceas; que empapela su habitación con multitud de
pósters; que promete, en su diario, amor eterno al galán
hollywoodense de turno; que sueña que se casa en un florido
jardín palaciego; ella piensa que lo que embarga de mariposas
su corazón es amor, pero, tristemente, no lo es.
El adolescente que se ha prendado del color de unos ojos,
de la textura de unos labios, de la sinuosidad de una curva o
de la palabra melosa y susurrante, piensa que lo que anida en
su mente es amor pero, usualmente, no lo es.
El adulto al que regalan los oídos con elogios y símiles, al
que insuflan con alabanzas y loores, al que felicitan y agasajan
constantemente sin el menor resquicio de cuestionamiento,
piensa que ese placer de sus neuronas es amor pero,
desapaciblemente, no lo es.
El joven que no puede controlar el sentido del tacto, que
necesita el roce constante de cualquier piel, que centra su vida
en las sensaciones, piensa que la tez broncínea es amor pero,
obviamente, no lo es.
La joven que, por miedo a la soledad, mantiene relaciones
desestabilizadoras, ingratas y, habitualmente, humillantes,
piensa que el morado en la mirada es amor pero,
enérgicamente, no lo es.
El amor es, ¡gracias a Dios!, algo diferente.
Tendría menos de diez años cuando escuché una historia
que marcaría mi vida. No era un relato imaginado que se
cuenta a los niños para que duerman, era uno de los que,
entrecortadamente, se relatan cuando te despiertas por una
llamada telefónica en la madrugada. Una historia de familia,
contada en los brazos de una madre.
Era un joven matrimonio con tres niños. Se alejaron de la
familia para vivir de fe (pues así viven los que cambian las
cosas) y por fe (pues así viven los que aman). Se hallaban en
la armonía de los inocentes, de los primeros proyectos, de las
ilusiones compartidas. Un día, mientras la esposa quedaba en
casa con los dos pequeños, un camión sesgó la vida del esposo
y de la madre de la esposa. El impacto, además, ocultó, entre
retorcida chatarra, al hijo mayor. Pensaron que los tres habían
muerto.
Cuando le contaron lo sucedido a la esposa, reaccionó de
manera inusitada. Se puso de rodillas y oró:
–Señor, tú me los diste, tú me los has quitado.
Después llegaron las lágrimas.
Supe, desde aquella fatídica noche, que hay historias que se
escriben de otra manera, con fe, con amor del Cielo.
El mundo está hechizado por las “love stories”, cuando
debiera vivir verdaderas “historias de amor”. Menos ficciones
y más existencia; porque el amor es vida y vida duradera.
Hace poco, una tarde del verano austral, escuché un relato
que me conmovió. Es una historia de economía y de
generosidad.
Un padre, administrador de una institución educativa,
sufría el dilema de cómo apoyar a jóvenes con pocos recursos.
La normativa legal estaba restringiendo el sistema de becas
laborales, y algunos alumnos podían perder la oportunidad de
formarse. Era un problema de tal magnitud que se había
comentado en la casa, ante la familia. En cierto momento, el
hijo menor se acercó a su padre con dos rollitos: unos pocos
dólares en uno, y algunos pesos más en el otro. Los puso en su
mano y le dijo que eran para ayudar a los pobres estudiantes
que no tenían dinero.
Eso sí es amor. Y una virtud tal se contagia.
A la palabra amor le han surgido muchos imitadores y,
aunque más no sea por higiene conceptual, debiéramos
descubrirlos.
Las personas, como las palabras, viven, hoy en día,
rodeadas de multitud de cosas innecesarias. Cosas que se nos
adhieren por su brillo o novedad, y de las que nos libramos
difícilmente. Al final terminan por alterarnos, cosificándonos.
Al amor también se le han añadido accesorios que lo
despersonalizan. Están ahí, a su lado, reflejando,
aparentemente, sus colores y texturas, pero no contienen su
esencia. Apenas son adornos superficiales que menoscaban la
intensidad de lo auténtico.
Amor “verdadero”
El espejismo, en ocasiones, se asemeja al amor.
Cuentan los mitos griegos que el primer hombre era doble.
Poseía dos caras, cuatro pies, cuatro brazos y ambos sexos.
Fue separado por los dioses y, desde entonces, dichos géneros
(masculino y femenino) pasan el tiempo buscando unir esa
alma primigenia.
Esta idea ha permeado, a lo largo de los siglos, la mente de
multitud de personas. Las ilusiones del amor cortés o los
textos de los poetas románticos aluden a este tipo de amor,
tan imaginado y amplificado que se vuelve casi enfermizo.
Hoy en día, intoxicados por las baladas de los filmes, muchos
jóvenes visualizan la imagen del amor verdadero al más puro
estilo platónico. Una estética intachable, una economía
solvente, un talante contemporizador y una sonrisa refulgente
identifican la imagen del generador o la generadora de amor
“verdadero”. Es la búsqueda de un príncipe azul o de una bella
princesa durmiente.
Como sucede con la “Lolita” de Nabokov, muchos ven en el
“otro” u “otra” mucho más de lo que es; lo que quisieran que
fuese. Y, a menudo, esta visión se desvirtúa con el desgaste de
los años de cohabitación. No se relacionan o se casan con la
persona que es, sino con la que imaginan. El tiempo,
inexorable, les manifiesta la verdadera esencia del otro, y se
desilusionan.
Recuerdo a una alumna anhelar con la voz tomada por la
emoción:
–¡Me gustaría encontrar el amor verdadero!
Sus ojos se llenaban de una ilusión tan intensa que
embargaba a los que la circundaban. Y ese puede ser parte del
problema: en ocasiones, la intensidad emotiva se confunde
con la verdad o con el amor.
Hay que creer en el romance, pero no en una sublimación
tal de las emociones que nos arrebate de la realidad. El amor
verdadero no se alcanza con música de violines, una tarde de
cielo carmesí (¡nadie niega que sea bello!). El amor verdadero
se construye, día a día, con encanto y desencantos, con el
crepitar del hogar y con la decrepitud de los días, con los
dedales y los dédalos, con la lágrima sincera y el abrazo
sentido.
No siempre una historia de amor comienza con un relato
romántico, con atracción física, con un milagroso encuentro
de novela rosa. He conocido personas que se profesan amor
verdadero y que lo han aprendido con el devenir de los años.
Sé que esto que digo no está de moda, pero yo los he conocido.
No existe nada más impresionante que el roce cariñoso de
dos ancianos. El mundo se pliega ante ese momento, y algo
nos dice en el corazón que eso merece la pena.
El amor, si es realmente verdadero, existirá más allá de
nuestra mente. Tal amor se sustenta en los valores de una
felicidad razonable, de un diálogo constante y de una realidad
compartida.
Amor propio
El egoísmo, en ocasiones, se asemeja al amor.
De todas las cosas que poseemos, quizá sea el amor propio
la que más problemas nos ha acarreado. ¿Por qué?
Seguramente porque vivimos en sociedades que potencian la
competitividad en todos los ámbitos, incluido el carácter.
Consideramos que el amor propio sobredimensionado es
imprescindible para la autoimagen. Nada más lejos de la
realidad.
Crecemos tomando nuestras propias decisiones, pensando
que nuestro entorno es el mundo, que nuestra visión es la
global, que nuestras opiniones tienen un valor paradigmático.
Aprendemos a amarnos con un ejercicio escaso de alteridad.Usualmente, clasificamos al otro desde nuestra perspectiva y
pensamos que debe encajar en los límites de nuestro juicio.
¿Debemos apreciarnos? Por supuesto, es un consejo que
nos da el mismo Jesús. La pregunta es otra: ¿hasta dónde?
Nuestro ser está diseñado para interrelacionarse con otros
seres y, por ello, el amor de cada uno debe superar nuestro
espacio y profundizar en la esencia de los demás. Si esta
transacción no se produce, se terminará en los agitados brazos
del egocentrismo.
Lo cierto es que crecemos emocionalmente cuando
ayudamos a crecer a los demás. El ejercicio diario de la
empatía, al sentir con los otros, abre nuestra visión del
mundo, de la realidad. El amor propio, en su justa medida, nos
confiere identidad y seguridad. El ejercicio de la alteridad, el
colocarse en la piel de los demás, aporta, por otro lado, respeto
y solidaridad. El amor, si es realmente propio, existirá más
allá de nuestro ser. Tal “propiedad” se sabe rodeada de “otras
propiedades” y confluye con ellas en proyectos e
interrelaciones.
Amoríos
El flirteo, en ocasiones, se asemeja al amor.
Parece que se ha instalado el talante del donjuanismo
como parámetro usual en las relaciones de género. Es como si
la multiplicidad de experiencias sentimentales incrementase
la posibilidad de establecer relaciones prometedoras.
Seguramente, lo que se esconde detrás de esta propuesta está
más cerca del miedo al compromiso que del
perfeccionamiento de un vínculo amoroso. La fidelidad no
está de moda. Es posible que este valor humano se encuentre
en desuso por diferentes razones:
a) Un modelo hedonista que se pierde en la superficie de
los sentimientos, que propone el presente y el placer como
estructura básica. Ante esa posibilidad, cabe recordar que los
sentimientos son mutables y el placer necesita de la novedad
para motivarse.
b) Un modelo evolucionista en el que el ser humano está
diseñado para promover la supervivencia de la especie. El
hombre no está configurado, según este modelo, para formar
parte de una estructura monógama, ya que hace decrecer las
posibilidades de procreación.
c) La relativización de los valores universales. La verdad, en
el pantanoso hábitat de la modernidad, se mueve con suma
dificultad. Se ha vindicado la libertad individual por sobre la
responsabilidad individual. Un valor así no debe dejar de
equilibrarse sin el otro.
El amor, si es realmente tal, existirá con intensidad y
constancia. Dicho amor, según la Biblia, se asocia
incuestionablemente con la fidelidad; se regula y proyecta en
ella.
Tener amigos, ayudarlos y respetarlos es un bien
magnífico. Aprender a tener amigos del sexo opuesto sin el
deseo desestabilizador de lo irregular es un reto, pero el
resultado genera grandeza de alma. Aprendemos a ver en el
otro más que formas u hormonas; nos desprendemos del
instinto y llegamos a la esencia del otro.
Hacer el amor
El sexo, en ocasiones, se asemeja al amor.
La expresión tendría un sentido sumamente preciado si se
empleara en el espacio que le corresponde. La relación sexual
de pareja, en el entorno adecuado, es una de las experiencias
de intimidad, relación y placer que mejor expresa la
creatividad divina.
La expresión “hacer el amor”, tristemente, se usa casi con
exclusividad para denotar la práctica del sexo como algo
meramente orgánico.
–Hay sexo con amor, amor sin sexo y sexo sin amor –decía
una joven en cierta ocasión, justificando sus prácticas
sexuales.
En la actualidad, la realidad es así; es más, algunas
personas identifican el amor solo con la práctica sexual (sin
ser conscientes de que se quedan a mitad de camino). La piel
es un extenso órgano que, como tal, necesita de otros. El roce,
para que deje de ser contacto físico y se convierta en cariño,
necesita del corazón. Una mirada, para convertirse en guiño,
necesita del cerebro. Una palabra, para que llegue a ser
susurro, necesita mucho aire en los pulmones. Hacer el amor
depende, más que de los sentidos, de vivir con sentido.
El amor, si realmente deseamos “hacerlo”, precisa de algo
más que de endorfinas; precisa de contexto. El entorno
emotivo y social de la sexualidad afecta la duración del placer.
Una relación situada en el marco de la complicidad, de la
libertad, de la responsabilidad, de la generosidad, de la
afectividad, de la espiritualidad dura mucho más que unos
minutos; se prolonga al cada día.
¡Por amor de Dios!
La rogativa, en ocasiones, se asemeja al amor.
Esta es una de esas exclamaciones que hieren. Se emplea
seguramente para despertar la conciencia, con el objetivo de
ayudar a otros más desasistidos o para solventar
visceralmente algún cuestionamiento. Pero, el amor de Dios
es tan distinto que la frase duele.
El amor de Dios no se despierta por imposición (sea la
tiranía del argumento o de la compasión), sino por simpatía.
El amor nace y existe fuera de las fórmulas preestablecidas de
la sociedad, porque nace de la misma esencia divina.
“¡Por amor de Dios!” define nuestra cultura, tan utilitarista.
Pensamos que Dios es el supermercado del cielo, donde
tomamos lo que nos place y dejamos lo que no nos agrada.
Cosificamos a Dios, haciéndolo objeto de nuestros intereses.
El amor de Dios es mucho más que esto. No es un
instrumento de compasión, es la compasión; no es una frase
que ablanda el corazón, es la ternura personificada; no es un
escudo retórico, es la roca que fundamenta y, en el desierto de
la existencia, refresca nuestras vidas.
No sé cuántas veces hemos empleado esta exclamación
pero, a partir de hoy, debiéramos ser conscientes de lo que
implica. El amor de Dios es tan intenso que no cabe en una
exclamación, ni en todas las exclamaciones. Tendríamos que
caminar de puntillas cuando hablamos de lo Alto. Tendríamos
que recordar que a Dios le gusta comunicarse con un silbo
apacible, con la melodía de todo el afecto del universo.
Pablo, en las cartas a los Romanos (Rom. 5) y a los
Corintios (1 Cor. 15), nos habla de un primer Adán que no
supo amar correctamente. Durante siglos escribimos este
hermoso principio con letras, palabras e, incluso, extensos
discursos de más. Pero, llegó el segundo Adán; Aquel que era
inmenso supo hacerse tan poca cosa como nosotros. Eso sí,
tenía el corazón más grande del cosmos. Es curioso, no se lo
quedó para él. Y aprendimos el verdadero valor de las cosas.
Entre otras, que amor se escribe sin “h”.
EL AMOR ES LA BASE DE LA EXISTENCIA,
SU ESENCIA Y SU FIN.
SOLAMENTE POR AMOR CONSEGUIMOS
CONOCERNOS A NOSOTROS MISMOS,
ASÍ COMO COMPRENDER
EL MUNDO Y LA VIDA.
(HERIBERT RAU)
AMOR FUNDAMENTAL
Unai, príncipe de Beto, era un niño de cuchara. Y no de
cucharilla de té o de postre, de cuchara sopera. Tras sus rubios
rizos, su nívea piel y sus ojos de azúcar moreno, se despertaba
un gourmand instintivo. Su silueta esbelta, casi menuda, no
reflejaba ni por asomo al devorador que llevaba dentro.
En cierta ocasión, viajando con su caravana particular, le
plació detenerse en Gueuletón, tierra de mil viandas y chefs.
El pueblo, preñado de algarabía, acogió con sumo agrado la
llegada del niño príncipe y, con el deseo de agasajarlo, realizó
los preparativos para un gran banquete.
Desde el más ínfimo aprendiz de cocinillas al gourmet de
mayor fama, comenzaron a idear la composición del plato
perfecto.
–¿Qué es lo que más le agrada? –era la pregunta que se
cernía sobre todos los maestros del sabor.
La Concejalía de Artes Culinarias y Otros Placeres
Patrimoniales, con parsimonioso formalismo, se lo preguntó
al futuro monarca.
–Soy seguidor del maese Karlos de Obaba, de la cocina con
fundamento –afirmó, con una extensa sonrisa, el rubiales.
Tal respuesta contrarió a los teóricos de la nutrición. Era el
debate de siempre: ¿Cuáles son los límites de una “cocina con
fundamento”?
–Una ingesta copiosa -exclamaron con suma rotundidad
los Gulafras de Exceso.
–La frugalidad de un respiro –espetaron los Ayunantes de
la Orden de San Vacuo.
–Debiera contener la homeostasis adecuada de nutrientes
–precisaron los analistas de SSR (Sistemas Sanitarios
Reunidos).
–¡Placer,solo placer! –declaró Papilo de Hedonia, con la
aclamación de las multitudes.
Nadie sabe cuándo ni cómo, pero la discrepancia se tornó
en competición, y el veredicto provendría del mismísimo
pronunciamiento del niño príncipe. La magnitud del
acontecimiento fue tal que aparecieron desde cada rincón de
Beto para presenciar el concurso.
Llegó el día. Unai, el de la blanquecina tez y la sonrisa
coquetona, se hallaba hambriento. Tanto protocolo, sumado a
la ansiedad de la expectativa, había despertado su más
profunda voracidad. Y se sentó a la mesa.
–¿Qué es esto? –preguntó con sorpresa el Infante, al
contemplar una diminuta mousse.
Es cierto que la mesa era de un tamaño respetable, pero
también hay que considerar que el plato que presentaron los
Ayunantes era exiguo en consideración.
–Es un aire de sandía, con lecitina –excusaron los
seguidores de San Vacuo al percatarse de la expresión
principesca.
–Observo que lo habéis cargado excesivamente de aire. Os
sugiero que, para la próxima ocasión, le proveáis de algo más
de fundamento –farfulló tras una docena de ligerísimas
cucharadas.
–Dejadnos satisfacer vuestras necesidades con algo de
mayor contenido –propusieron los Gulafras de la exuberante
ciudad de Exceso.
–¿A qué he de disponerme? –demandó el niño.
–Hemos cocinado con copiosidad sin par: salmorejo en
aceite virgen de Baena, cogote de bonito de Bermeo, pote
asturiano, berenjenas de Almagro con garbanzos
pedrosillanos, pimientos de piquillo de Lodosa con alcachofas
de Tudela, caballa de Isla Cristina a los puerros de Navarra y
cigarrillos de Tolosa con miel de la Alcarria. De segundo...
–Primero lo primero. Pasemos a las viandas –ordenó el
príncipe Unai con un mohín pregástrico.
Y comenzó a comer. Cucharada a cucharada, algo de aquí y
algo de allá, una textura contrastada con otra; así, hasta la
saciedad. Y tras la saciedad el hartazgo, que con semejante
atracón lo llevó, inevitablemente, al empacho. Los antiácidos
corrían por doquier mientras el niño príncipe, limitado en su
movimiento por una voluminosa panza, pedía tiempo para
una extensa y sosegada siesta.
–Cantidad no es calidad –comentó mientras cerraba sus
ojos, por causa del sopor.
La dormida le llevó hasta la hora de la cena. Aún tenía los
ojos hinchados cuando se le acercaron los delegados de los
SSR, con sus impolutas batas de cuello a la tirilla.
–Hemos estudiado sus últimas ingestas, y hemos
concluido que lo mejor que puede tomar ahora es esto –
afirmaron con gran dogmatismo.
–¡Apio! ¡Solo apio!
–El cálculo de sus nutrientes nos lleva a esta conclusión.
Hay lo que hay: Apio.
La contundencia era tan pasmosa que, esa noche, Unai se
acostó con algo de apio en su estómago y con cierta desazón
en su mente. Por fin, tras acallar los cansinos rugidos de su
abdomen, pudo dormir. Un pensamiento se le cruzó antes de
descansar:
–Mañana comeré algo con fundamento.
–No le despertéis, que siga durmiendo si le place –
escuchaba a los lejos el niño príncipe cuando abrió sus
legañosos ojos.
Era la modulada voz de Papilo de Hedonia, que aconsejaba
condescendientemente a los pajes.
Una hora más tarde se encontraban, de nuevo, a la mesa.
–Debéis prepararos para el mundo de los sentidos –
propuso Papilo mientras le proporcionaba una copa con agua
de caprichosas y sonoras burbujas. Unos dicen que la tomó de
una recóndita fuente del Pirineo catalán; otros, que provenía
de las alturas de Lanjarón. Sea como fuere, tenía la virtud de
disolver cada resquicio de sabor y preparar el paladar para los
detalles más peculiares del aroma.
–Son frutillas (fresas) de Virginia.
Las pupilas de Unai se dilataron a causa de la eclosión de
sensaciones. Era como si el mundo hubiese estallado en su
boca.
–Sumamente exquisitas.
Un segundo plato contenía una docena de uvas Pinot Noir y
un trozo triangulado de Five Peppercorn Cheddar. La
combinación del fruto de la vid con el queso de granos de
pimienta cascados hizo sonreír al mozalbete.
–Uvas y queso saben a beso –susurró Papilo.
–Para el siguiente plato dejad que os cuente una historia –
añadió–. Cuenta una antigua leyenda de los indígenas de Cuba
que el dios Obatalá observó que Orula, el sabio, era un
excelente cocinero. Deseoso de probarle, le propuso que
preparara la mejor comida del mundo. Una semana tardó en
presentarle el plato, pero tuvo un éxito pasmoso. No contento
del todo, Obatalá le hizo una segunda petición: “Cocina la peor
comida del mundo”. Otra semana tardó en prepararla, pero
cumplió con su cometido –narró con maestría sin par.
–¿Y cuáles eran esas comidas? –preguntó el maestresala,
invadido por la curiosidad.
–En realidad eran el mismo plato –afirmó Papilo.
–¿El mismo plato? –exclamó el niño príncipe.
–En el placer los extremos se tocan –dogmatizó con
mórbida voz.
–¿Y has cocinado ese plato?
–Sí, Majestad. Y aquí lo tenéis: lengua de res de Alberta con
champiñones y bayas de enebro silvestres.
-¡Lengua de vaca! ¡Lengua!
Los trovadores han tenido a bien no transmitirnos los
detalles de lo acontecido en aquel momento. Sabemos, por
rumores populares, que el príncipe no volvió a comer carne
nunca más, y que decidió suspender el concurso hasta el día
siguiente.
Llegó Nutricio, con los albores de la mañana. Cargado de
años y de sabiduría, se acercó al niño.
–Majestad...
–Sí, noble anciano.
–¿Os apetece una fruta? Son de mi huerto. Tengo un árbol
que da un fruto distinto cada mes.
–¿Y cuál es?
–El que toca.
–Dadme, por favor, el que toca –pidió el mozalbete con
suma amabilidad.
El aroma más anhelado perfumó el lugar. Las gentes
hicieron un gran silencio, embelesadas por el brillo y la
textura de aquella fruta. El príncipe la mordió con decisión, y
se sumergió en los sabores más indescriptibles. Su rostro
refulgía como el sol.
–Es lo mejor que he probado jamás. ¡Es divino! Me siento
invadido de energía celestial, entusiasmado. Pletórico de...
amor; ¡eso es, de amor!
–Eso tocaba esta vez.
–¿Cómo?
–La comida fundamental, como el amor, siempre sabe a
cielo.
No te narraré el final. Solo deseo decirte que a Unai, el
sonrosado príncipe de Beto, le quedó un buen sabor en la
boca.
ESTA PARÁBOLA ES SEMEJANTE AL REINO
DEL AMOR.
Si existe un libro de la Biblia que refleja la sociedad en la
que vivimos y su pensamiento existencialista, ese es el de
Qohelet (Eclesiastés), el resultado de una vida intensa.
Salomón, el rey inexperto, tuvo a bien pedir a Dios
sabiduría. Al Señor, en su inmensa generosidad, le plació que
debiera ir acompañada de otros dones. Y así, Salomón lo tuvo
todo.
Supo amar con amor primero, preñado de improntas, de
ilusiones, de emociones, y lo plasmó en el Cantar de los
Cantares, la canción más bella. Supo amar con amor maduro y
aconsejarnos, con el sabor de los refranes orientales, sobre los
peligros de la infidelidad. Aún hoy, cuando leemos el libro de
Proverbios, aceptamos que allí hay sabiduría. No supo amar
con medida cuando la pompa lo rodeó y probó lo más oscuro
de los sentidos. Al salir de aquel túnel, escribió un texto que
surge de la tristeza del que lo ha probado todo y ha constatado
que no es más que vapor, etérea ilusión. Qohelet es ese libro,
y nos llama a la reflexión más profunda.
En Eclesiastés 9:1 indica: Pues bien, he puesto en mi
corazón todas estas cosas, y declaro lo siguiente: están en la
mano de Dios tanto los justos, los sabios, como sus hechos. Y
que los hombres no saben lo que es el amor o el odio, aunque
lo tienen todo delante.
Los dos conceptos que registra son de suma importancia:
a) La percepción de lo que es o no es el amor se ha
trastocado. A pesar de que se encuentra ante nosotros, no
somos capaces de discernir con claridad la noción. Hay quien
confunde amor con otras cuestiones.
b) Al final, lo justo y lo acertado se encuentra en Dios, en
sus acciones y su esencia. Al contemplar a Dios
comprendemos lo que verdaderamente es el amor. Es bajo
este modelo que nuestra apreciación se define y perfecciona.
En la infancia, cuando creamos la imagen conceptual y
afectiva del amor, recibimos informaciones parciales. Los
agentesactivos de nuestra formación (familiares, docentes,
amigos) proporcionan, con el mayor interés del mundo, los
datos que ellos consideran necesarios y pertinentes. Así, a
manera de trencadis gaudiano, de rompecabezas aleatorio,
nos creamos una visión, fragmentada en la mayoría de los
casos, del amor.
Modelos fragmentados
Participamos del concepto del amor, por exceso o por
defecto, emulando los modelos que nos han rodeado.
Paseaba, en cierta ocasión, por una de las calles más
comerciales de Gibraltar cuando pude observar una escena
sumamente pintoresca. En la acera opuesta a la mía, se
hallaba una madre joven, de grandes rizos color platino, con
un niño de unos tres años. El pequeño, no sé muy bien la
razón, tenía un gran arrebato. Era tan persistente en su llanto
agudo y quebradizo que yo esperaba una advertencia de la
madre; un muy británico y apenas susurrado: “Honey, please”
Pero lo que escuché fue: “Honey, please!!”, en una intensa
exclamación, de lo más latina.
El silencio del niño, el abrazo sentido de la madre y mi
sonrisa fueron consecutivos. Aguardaba un modelo nórdico,
tradicionalmente apaciguado y distante, y me encontré con un
modelo sureño, tradicionalmente temperamental y
ciclotímico. Semejante imagen me ha hecho, muchas veces,
reflexionar sobre los tópicos y el amor. Hay, lo afirmo,
alternativas a ciertas reacciones culturales “enlatadas”.
En ocasiones, nos subimos al péndulo de los absolutos y
bandeamos de un extremo al otro. El defecto de afectividad
altera nuestras vidas, creando personas emocionalmente
inseguras y con temor a la exposición de la interioridad. El
exceso de sentimientos nos hace navegar en el agitado mar de
las emociones y somos llevados de un lado al otro por los
vientos, muchas veces huracanados, de la motivación. El amor
excesivo y empalagoso empacha; el amor escaso desnutre el
alma.
Hemos crecido a la dicotómica sombra de ambos modelos
desde nuestro pasado más remoto.
En torno al siglo IV d.C., en el desierto de Egipto, eremitas
cristianos iniciaron una ideología del amor y la sexualidad que
ha pervivido hasta nuestros días. Para ellos, el cristianismo
era sacrificio, abnegación, sumisión y dolor. Agustín de
Hipona, que había tenido una juventud disoluta, fue uno de
sus seguidores. Se oponía a la práctica del sexo marital y
proponía que las madres deberían ser vírgenes. Algún famoso
teólogo llegó a insinuar que el esposo amante era un pecador
adúltero. Lo patético de esta corriente ideológica es que si se
practicaba el sexo sin vínculos afectivos (con una prostituta)
era objeto de menor sanción que si se practicaba por amor
(con la esposa).
Esta corriente era, obviamente, una reacción espiritualista
a la sociedad romana; sociedad de excesos. En aquel mundo,
eran frecuentes los abortos y las prácticas anticonceptivas. La
vida tenía un valor relativo, y en bastantes ocasiones los niños
recién nacidos padecían abandono. Era una sexualidad
desmedida y desprovista, comúnmente, de afecto natural. A
fin de cuentas, eran deudores del mundo griego, que no llegó a
vincular el amor con el matrimonio.
Otra visión parcial del amor contraponía la razón al placer.
La Ilustración, con hartazgo de los vaivenes del amor
trovadoresco y cortesano (excedido en pasiones) frente al
amor eclesiástico (excedido en represiones), opta por la razón.
El resultado fue un conjunto de modales aprendidos para
inhibir las emociones.
Se le opondrán los siglos XIX y XX, con la emancipación de
la mujer y la vuelta al amor libre. La sociedad se niega, en este
tiempo, a vivir sin amor (pasión, emoción). Se aleja de los
cánones del matrimonio por conveniencia o compromiso. Con
la eliminación de la mujer tímida y casta como modelo y la
implementación de los métodos anticonceptivos, se produce
un nuevo movimiento pendular hacia el placer y, tristemente,
la inestabilidad matrimonial.
Hoy, en el siglo XXI, vivimos en la cultura de lo fugaz y de
lo irreal. Como dijo el reconocido periodista de Fox News
Channel, Neal Gabler: Nos estamos volviendo el primer
pueblo en la historia que ha sido capaz de hacer ilusiones tan
vívidas, tan convincentes, tan realistas que podemos hasta
vivir en ellas.[1]
El amor es tan volátil como un SMS, breve como las frases
de un chat, pixelado como la imagen de un teléfono móvil,
agotado como la batería de un aparato portátil. Es el tiempo
del amor inconstante, de la poligamia sucesiva, de la piel por
la piel misma (del mismo, distinto o propio género). Es época
de amores virtuales, de sueños 3D o manga. Época de
trastoque de palabras: tolerancia por indiferencia, estética por
revolución, independencia por compromiso, comunicación por
información, silencio por desprecio. Época de rupturas sin el
brillo de una lágrima y con el fulgor de un led, de notas
lupercales en el día de Valentín; aquel que es llamado santo.
Palabras de amor fundamental
El devenir de las idas y venidas de nuestra historia me
acerca a Salomón: Y que los hombres no saben lo que es el
amor o el odio, aunque lo tienen todo delante (Ecl. 9:1) ¿Es
posible un conocimiento del amor sin filtros, sin
desequilibrios? ¿Podemos saber con certeza cuál es el amor
fundamental?
No sería, como ustedes, un hijo de nuestro tiempo, del
posmodernismo tolerante y temeroso, si dijese
dogmáticamente que sí. Creo, sin embargo, que con la ayuda
de Dios (recuerden la otra parte del versículo de Salomón)
podemos intuir cómo se conforma el amor más básico, el
fundamental.
Permítanme que escoja, para una primera aproximación, el
texto de la Biblia en el que en más ocasiones se registra el
vocablo “amor”. Es una brevísima carta escrita por un
anciano; un anciano muy especial, ya que cuando era apenas
un adolescente conoció a alguien totalmente diferente. Su
Maestro y Amigo, Jesús de Galilea, le enseñó que la confianza
mueve montañas y que la confianza absoluta lo puede todo.
También le supo mostrar cómo esa confianza, a la que
nosotros solemos llamar fe, se fundamenta en el principio que
rige el universo: el amor. Juan, que así se llamaba el
adolescente que supo envejecer con la visión de los que saben,
vivió una relación tan estrecha con su Maestro, que lo
apodaron “el discípulo amado”. Pocos como él han conocido
los secretos del amor fundamental.
Es sumamente interesante que escogiera el tema del amor
para escribir una carta a todo el mundo, universal en espacio y
en tiempos. Pareciera que las palabras de iglesia, de sermones
o prédicas debieran ser de exhortación, de reprensión o de
llamado; pero no es así. Juan, al igual que su tocayo (Serrat),
selecciona unas sencillas y tiernas “paraules d’amor” con la
intención de colmarnos de contenido. En 1 Juan 4:7 al 21
sintetizó las lecciones de toda una vida.
a. Más que sentimientos: Juan comienza hablando
sobre el amor y el conocimiento máximo, la verdad: Amados,
amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo
aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no
ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
El amor que tiene verdadero fundamento no se puede
sostener tan solo con los sentimientos. Apoyarse en las
emociones es vivir en la inestabilidad de las circunstancias o
de la bioquímica. Aunque está bastante generalizada la idea de
que el amor es única y exclusivamente sensación, hemos de
superar ese estado instintivo, que nos limita y aliena, para
poder comprender la grandeza del concepto.
El tándem “conocimiento de Dios-amor” es la clave para
vislumbrar una dimensión más amplia del principio que
estamos estudiando. Juan propone que una relación íntima
con Dios, un acercamiento a lo que es su esencia, termina
derivando en resultados positivos. La mirada del amor, en
estado puro, nos lleva a su imitación. Ya lo decían los antiguos
griegos: “Somos lo que contemplamos”. Contemplando a Dios
contemplamos el verdadero amor.
Dios es amor es la mejor definición que existe de la Deidad.
Algo parecido, quizá de forma más tosca, comentó el profeta
Jonás:
Así que oró a Yhwh y le dijo:
-¡Ah, Yhwh!, ¿no es esto lo que yo decía cuando aún estaba
enmi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis, porque yo
sabía que tú eres un Dios clemente y compasivo, tardo en
enojarte y de gran misericordia, que te arrepientes del mal
(Jon. 4:2).
Jonás se hallaba muy enojado; tanto, que le dice a Dios a la
cara todo lo que opina de él. El resultado, anecdóticamente, es
una de las mejores definiciones que tenemos de Jehová en el
Antiguo Testamento. Observen los detalles.
“Un Dios clemente”. Literalmente significa “Dios de gracia”
(él-jannum), “Amigable”. El Dios de la Biblia es un Dios
cercano; un Dios que se preocupa por sus criaturas, que los
quiere. Se aleja de esa imagen pagana de un dios
despreocupado y ocioso, un dios alejado. Es un ser generoso
que disfruta dando, y dando amablemente. La traducción del
adjetivo clemente expresa demasiada distancia entre Dios y
nosotros. Pienso que debiéramos recapacitar más en la
imagen de un Dios favorable (a fin de cuentas, la gracia divina
no es sino un inmenso favor), un Dios que desea estar a
nuestro lado. El amor, las oportunidades, la generosidad, la
cercanía son un reflejo de este Dios.
“Compasivo”. La traducción, que propone ese aire
mayestático de los que están ante una corte real, no refleja
totalmente el sentido del vocablo. Permitidme una matización
que, entiendo, abrirá vuestra comprensión del texto. El
término que aparece en la definición de Jonás (rajum) está
relacionado con un amor de suma intensidad y, aunque les
parezca novedoso, se relaciona con el “útero” (réjem). En
multitud de ocasiones aparece en compañía de de jannum
(Éxo. 34:6; 2 Crón. 30:9; Neh. 9:17-31; Sal. 112:4; 145:8; Joel
2:13). Es como si la Biblia quisiera resaltar este par de
términos con el objetivo de clarificar a Dios: un dios favorable
y entrañable. Si el último término se refiere al intenso afecto
con el que se manifiestan las madres, el primero se acerca a la
imagen de un padre amigo. Reproducen la idea de una
paternidad generosa en cariño y en tiempo.
“Tardo en enojarte”. En algunas ocasiones, traducir una
expresión de lenguas muy distanciadas socialmente de las
nuestras puede resultar chocante. La expresión que aparece
en la Biblia es érej 'appayim, y no significa otra cosa que “de
narices largas”. Supongo que no se habían imaginado a Dios
como alguien narigudo; pues lo es. No conocemos bien su
aspecto en el sentido físico, pero sí en el figurado.
Imagínense a un padre junto a un niño travieso. El niño lo
molesta, pero el padre lo quiere e intenta ser tolerante. La
presión del niño continúa, y el padre empieza a respirar
profundamente pues no desea enfadarse. El niño insiste hasta
que el padre, tras una inspiración intensa y contenida,
exclama: “¡Basta!” Si hablásemos la lengua de Jonás, diríamos
que ese padre “ha tenido las narices largas”. Dios, como en la
historia del padre, es sumamente tolerante con nosotros.
¡Qué pronto se nos agota la paciencia con aquellos a los
que no apreciamos! Pues bien, Dios tiene el aguante del que
ama. Desea recurrir a todas las posibilidades antes de castigar.
¡Qué Dios tan distinto del de las imágenes de la Edad Media!
A Yhwh le cuesta castigar y, si lo hace, es porque desea lo
mejor para nosotros.
“De gran misericordia”. Cuando se lee el Antiguo
Testamento, surge en la mente la idea de que la palabra amor
apenas si aparece. La culpa, posiblemente, la tengamos los
traductores, que nos acercamos a la Biblia desde una
perspectiva ciertamente litúrgica. La palabra jésed ha sido
traducida normalmente como misericordia, pero tiene un
significado que es mucho más amplio. Expresa la idea de un
vínculo invisible que une a dos personas. Es esa relación que
hace que nos sintamos alegres cuando el otro disfruta, tristes
cuando padece. Esa relación que no espera las peticiones para
actuar; que se mueve con una mirada o una noticia. Esa
relación que nos embarga de añoranza con la distancia y nos
llena con la presencia. Esa relación que no piensa en el interés
personal sino en el aporte, que deja a un lado los beneficios
por el afecto. Esa relación que paga con una sonrisa, y hace
gala de sinceridad y lealtad. Y Dios, según Jonás, es “de gran
relación” (rav-jésed). Disfruta con nosotros, y también
padece. Actúa sin que se lo pidamos, y también cuando se lo
pedimos. Nos añora al alejarnos, y se siente completo cuando
nos acercamos a él. Ha dado lo que más amaba por nosotros, y
se siente pagado con una sonrisa. Se conforma con nuestra
lealtad y sinceridad, y aporta lo que falta.
Yo diría que esta es una gran definición del amor.
“Que te arrepientes”. El tema del arrepentimiento de Dios
ha dado muchos quebraderos de cabeza a los lectores de la
Biblia. A mi manera de entender, la solución es muy fácil. Hay
una palabra que se emplea cuando alguien falla o se equivoca,
y se arrepiente de ello (suv).[2] Y esta palabra casi no se
emplea en la Biblia para hacer referencia a Dios. Hay, sin
embargo, otra que usualmente se emplea para la Deidad
(najam)[3] y que es una onomatopeya (suena a aquello que
significa). ¿Cómo explicarla? Retomemos el ejemplo del niño
que tiene un mal día y el padre que intenta ser paciente. El
niño lleva mucho tiempo molestando y el padre, que no
aguanta más, está a punto de estallar. Es entonces cuando
mira los ojos llorosos de su hijo, se siente tocado por aquella
mirada acuosa y exclama: “¡nahammm!” Esa expiración está
cargada de afecto, de comprensión y... de oportunidades. Dios
es un Dios de nuevas ocasiones, de nuevos comienzos y
muchos olvidos. Simplemente, porque nos ama.
No sé cuán consciente fue Jonás pero, con su caprichoso
enfado, nos proporcionó una gran definición de Yhwh. Y
sabemos que es un Dios cercano, favorable a nuestras
ilusiones y esperanzas. Un Dios entrañable que nos quiere con
la intensidad de una madre y la cercanía de un buen padre. Un
Dios que se embarga de paciencia con el fin de que
aprendamos la verdad de las cosas; para que comprendamos
en nuestro interior el secreto de la vida. Un Dios que desea
tener una relación tan intensa con nosotros que no haya
situación que pueda quebrantarla, que teje un vínculo
invisible e irrompible, que apenas nos exige otra cosa que el
deseo. Un Dios que nos mira a los ojos cuando pedimos
perdón y se goza dándonos nuevas oportunidades. Es curioso,
cuando lo conocemos, solo podemos decir, con Juan, que Dios
es amor.
b. Y el amor se hizo carne...
El amor de Dios se concreta en Jesús:
En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en
que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que
vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y
envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
Amados, si Dios así nos ha amado, también debemos
amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos
amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor
se ha perfeccionado en nosotros (1 Juan 4:9-12).
Dios no teoriza sobre la salvación, salva. El inmenso
problema del pecado merecía ser compensado con una
inmensa gracia, y Jesús, el Hijo de Dios, la sintetiza
totalmente.
El amor, indudablemente, tiene su origen en Dios. Él inicia
esa mecánica magnífica que pone todas las cosas en su lugar.
Esta maquinaria, que nos explaya en agradecimientos, genera
tal gozo en nosotros que se proyecta sobre los que nos rodean.
La fuerza redentora más imponente del universo se hizo
rosada e indefensa criatura. La grandeza, en su máxima
expresión, supo condensar en semejante pequeñez la esencia
del cosmos: el amor. Y aquel niño tuvo a bien crecer en la
gracia de Dios y se convirtió en el hombre que cambió la
historia.
A Dios le gustan las sorpresas, esos detalles que nos
emocionan y mejoran. Y su Hijo supo venir, calladamente, a
los caminos de la tierra como uno más paseando entre
pequeños y grandes, entre sabios e ignorantes, entre justos y
pecadores. Le gustaba acampar cerca de los suyos, sus
hermanos los humanos. Y, aunque todos no lo conocieron,
supo poner la semilla de un nuevo mundo en el corazón de
algunos. Enseñó que amar es un principio que alcanzahasta a
nuestros enemigos; que acoge a los pequeñuelos con el abrazo
del que aprecia; que defiende la verdad porque salva y hace
libres; que extiende la mano a los necesitados y la vuelve a
extender a los que se creen satisfechos.
El polvo de sus sandalias era el mismo que el de
publicanos, prostitutas, comerciantes, nobles, ascetas,
doctores de la ley, amas de casa y otras matronas, labriegos o
pescadores. No teorizaba sobre el bien, hacía lo bueno. No
pronosticaba maravillas, hacía milagros. Milagros tan
extraordinarios como el de poner fe en un corazón, como el de
igualar estratos, como el de dar contenido a las formas
religiosas.
Sus manos levantaron vigas y paralíticos; abrazaron niños y
traidores; escribieron sobre la arena y sobre las vidas; se
abrieron con la misericordia del universo y se cerraron tras el
ímpetu del clavo. Sus ojos lloraron por el joven con
demasiadas cosas, brillaron con los saltos de la hija de Jairo,
se detuvieron en multitud de iris dotándolos de nueva
esperanza.
Y todo para que comprendiéramos mejor a su Padre, Dios.
Supimos, entonces, que la salvación era posible y gratis; que el
anhelo de Dios por nosotros es de tal magnitud que lo ofreció
todo, lo que más amaba, para que compartiéramos su
presencia. Todo conocimiento correcto de la esencia divina
pasa por mirar a Jesús y enamorarnos de él. Al hacerlo, nos
enamoraremos de Dios y, entonces, comenzaremos a
comprender.
Nadie mejor que uno de los teólogos más exquisitos de la
modernidad, Bernard Lonergan, para expresar esta idea:
Estar enamorado de Dios, como experiencia, es estar
enamorado sin restricciones. Todo amor es autoentrega, pero
estar enamorado de Dios es estar enamorado sin límites o
cualificaciones, o condiciones o reservas. De la misma
manera que el cuestionar sin restricciones constituye nuestra
capacidad de autotranscendencia, así, el estar enamorado sin
restricciones constituye la realización propia de esa
capacidad.
Dicha realización no es el producto de nuestro
conocimiento y nuestra elección. Por el contrario, desmantela
y suprime el horizonte del que procedían nuestro
conocimiento y nuestra elección, y despliega un nuevo
horizonte en el que el amor de Dios transcenderá en valor a
nuestros valores y en el que los ojos de ese amor
transformarán nuestro conocer.
Aunque no es el producto de nuestro conocer y de nuestro
elegir, es un estado dinámico y consciente de amor, alegría,
paz, que se manifiesta en actos de benignidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, autocontrol (Gál. 5:22).[4]
Me fascina el eje sobre el que se basa la experiencia
religiosa de Bernard Lonergan: estar enamorado de Dios. Tal
relación proporciona, a través de Jesús, una visión más
diáfana de la esencia de este mundo, aporta la nitidez que,
consecuentemente, genera sabiduría. Tal y como menciona
Salomón en Eclesiastés 9:1, muchas personas han perdido la
capacidad de diferenciar adecuadamente lo que es amor de lo
que es odio. Cristo, con su vida ejemplar, aclara nuestras
definiciones más obtusas y perfila los límites de lo correcto.
Jesús, una vez más, realiza el milagro de dar vista a los
ciegos... y a los que padecen miopía, astigmatismo o presbicia.
Aporta el colirio necesario que elimina toda traba.
Tomás, el discípulo incrédulo (algunos afirmarían
categóricamente que era el único realista, pero se equivocan),
veía con los ojos, pero no con el corazón. La visión de lo
concreto, de lo material, le impedía ver la inmensidad de
paisajes que proporciona la fe. Tanto tiempo con Jesús y
continuaba casi ciego. Tuvo que tocar las llagas para que su
ser se abriera a la esencia del cosmos. Al comprender y
constatar la redención, supo de la inmensidad del amor
divino.
¡Cuán común es la ceguera de Tomás! Nuestra sociedad
oferta el mundo de lo concreto, de lo tangible, de la piel, del
placer puramente sensitivo. No está mal, siempre y cuando
seamos conscientes de que existe mucho más: las llagas en las
manos de Jesús, la tumba vacía... La certeza de Jesús aporta la
posibilidad de lo abstracto hecho cotidianidad, de lo etéreo
acompañando cada momento, de la vitalidad de lo
trascendente, del placer del amor divino. ¡Cuántos clones de
Tomás (a fin de cuentas, su nombre significa “mellizo” de otro
u otros) precisan tocar al Maestro, toparse con Jesús!
Ver a través de Jesús es mirar desde la retina divina. Dicha
experiencia amplía nuestro horizonte y nuestra actitud. Nos
permite equilibrar el astigmatismo de radicalismos, de
extremismos, que violentan de palabra y acto. Modifica
nuestros desenfoques éticos y aporta ecuanimidad. Corrige la
miopía de los teóricos, aquellos que disertan sobre lo distante
con el anhelo de abrazar el prestigio (vapor de vapores, en
palabras de Salomón), y apenas si pueden discernir lo cercano:
el vecino que padece, la sombra del amigo, el llanto de los
silenciosos. Jesús amplía el espectro de la “alta teología” hacia
la “alta amistad”. Nos enseña a recalar nuestras hipótesis en
las miradas, las sonrisas, las lágrimas, los abrazos. Entonces
comprendemos que el amor de Dios supera las disquisiciones
sobre los atributos de la Deidad, y se anonada hasta hacerse
criatura junto a nosotros.
El creyente actual y comprometido padece, usualmente, de
presbicia. Nuestra vista se ha cansado de tanto terror y dolor
con, tristemente, etiqueta religiosa. El relativismo, el
posmodernismo, la tolerancia (a diferencia del respeto) no
nos permiten ver adecuadamente la misión que nos propone
Jesús. Necesitamos del colirio de Apocalipsis 3:18 antes de
sumirnos completamente en la insulsa tibieza. Cristo toca a
nuestra puerta a fin de que volvamos a compartir veladas,
tertulias hasta el amanecer de nuestra existencia. Como
acertadamente indica el teólogo alemán Jürgen Moltmann,
hemos de ver el mundo que nos rodea con la mirada de Jesús,
orar con los ojos abiertos. En un párrafo sin desperdicio,
afirma el teólogo alemán:
Orar de manera vigilante. Esto solo es posible si no
oramos místicamente con los ojos cerrados, sino
mesiánicamente, con los ojos abiertos al futuro de Dios en el
mundo. La fe cristiana no es una fe ciega. Es una espera
vigilante de Dios que afecta todos nuestros sentidos. Los
primeros cristianos oraban de pie, mirando hacia arriba, con
los brazos extendidos y los ojos abiertos de par en par,
dispuestos a caminar o saltar hacia adelante.[5]
Jesús abre nuestros ojos de par en par al amor
correctamente fundamentado. Su gracia nos hace generosos y
respetuosos, su afecto nos hermana, su esperanza en nuestro
potencial nos acrecienta, su ternura nos vuelve más sensibles
y, curiosamente, nos hace más humanos. Ante él, volvemos a
ser personas y a tratar a las personas.
c. ...y espíritu
El amor de Dios se expande por el Espíritu Santo. Como
indica Juan: En esto sabemos que permanecemos en él y él en
nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu (1 Juan 4:13).
El amor bien fundamentado se eleva hasta reposar en las
altas cumbres del Espíritu Santo. Llamamos, en ocasiones,
“espíritu romántico” a lo que no es otra cosa que la actividad
misma de Dios. Interpretamos como ambiente amoroso lo
que no es sino atmósfera divina. La presencia del Espíritu de
Yhwh nos envuelve de bondades y aporta momentos de
plenitud en nuestras vidas. La enseñanza de Jesús sobre el
Espíritu Santo es sumamente gráfica: se asemeja al viento (en
las lenguas originales, coincide en una misma palabra
“espíritu” y “viento”). Lo notamos, observamos sus efectos,
pero es de una transparencia tal que supera nuestra limitada
percepción. Podemos, sin embargo, constatar que existe
porque lo hemos experimentado en otros y en nosotros
mismos.
Recuerdo, en una tarde de sábado, paseando sobre la
finísima arena de una playa de Valencia, la brisa del
Mediterráneo. El olor a salitre y azahar, la humedad en la piel,
los diminutos granos coreografiando una danza colectiva de
idas y venidas, el cabello alborotado mostrando la evidencia
del suave viento de mar y marjal.
Recuerdo la noche anticipada por la opacidad de nubes que
descargaban rabia en una poblaciónentrerriana. La ansiedad
se hizo piel mientras los árboles se desgajaban, las uralitas
abandonaban las techumbres para revolotear ingrávidas, el
polvo se arremolinaba con arrebato. Era el viento de una
tormenta desatada e impertinente.
Recuerdo una mañana de verano entrando en un centro
comercial. En el exterior, el calor se mutaba en sudor; las
calzadas, reblandecidas y brillantes, reflejaban vapores
translúcidos. Llegando al umbral del edificio, un golpe de
frescura nos circundaba de arriba hacia abajo. Los colores,
olores y precios se envolvían de agradable temperatura. Era el
aire acondicionado, que condiciona voluntades y acciona
consumos.
Y otra tarde en el mar de Galilea. El barco, cargado de
turistas, navegaba entre veleros, lanchas y motos acuáticas. El
día, brillante y sumamente azulado, se volvió desapacible y, en
la brevedad de un pestañear, todo se agitaba. El agua,
encrespada, nos advertía que no estábamos en lugar seguro.
Fue inevitable la comparación con la experiencia de Jesús y
sus discípulos. El viento, encañonado y agresivo, jugueteaba
con nosotros como si fuéramos peleles.
Sentimos los efectos del viento; está ahí. El Espíritu Santo,
salvando las distancias de concepto, también está entre
nosotros. Le gusta abrazarnos, aletear en nuestros corazones,
refrescarnos con su divina presencia. Nos despierta a los
secretos del amor sublime; ese amor noble que transciende
los intereses personales, los instintos momentáneos y nos
traslada a lugares de paisajes inesperados y gozosos.
Recuerdo una tarde en la Sierra de Segura, entre pinares,
corzos y ciervos. El olor a romero y tomillo barnizaba las
paredes de un vetusto alcázar musulmán. El predicador
terminaba su sermón y pronunciaba el voto que une dos vidas
por la eternidad. Nuestras jóvenes miradas se llenaban de un
brillo insospechado y, entonces, inexplicable. Estábamos
unidos en amor de Dios. Aprecié la brisa suave del Espíritu del
Todopoderoso tocando cada minúscula célula de mi ser. Sentí
el impacto del silbo apacible; aquel que se añora cada instante
luego de ser escuchado. El amor de mi amada y el mío mismo
se hicieron uno por el abrazo del Espíritu Santo. No, no fue
una experiencia mística sino, realmente, espiritual. Estaba
allí, con nosotros.
También recuerdo una tarde junto a la Sierra Calderona, en
el jardín de casa. El olor a jazmín y yerbaluisa se
entremezclaba con las fichas de ajedrez. Ella movía la dama
con cautela mientras yo pensaba en proteger mi rey. Sus
dedos de blanquecina estampa, tantas veces rozados, tomaban
la pieza con lentitud. Miré a su cabello motoso y sentí un
momento de felicidad, como si percibiera un mundo mejor.
Tuve la constancia, una vez más y a pesar de los años, de que
estaba allí. Uno con nosotros.
Pablo, en Romanos 5:5, afirma que el Señor despliega la
esperanza que genera el amor por medio de su Espíritu: La
esperanza no da vergüenza, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado.
Dios, en toda su plenitud, es amor. No podemos concebirlo
de otra manera sin distorsionarlo. El Señor nos ofrece
participar de su esencia y, a través de sus escritores
inspirados, nos guía hacia la correcta interpretación de tan
fascinante concepto. La contemplación de lo divino nos hará
mejores personas, mejores amigos, mejores amantes, puesto
que fundamentaremos adecuadamente nuestro amor. Y,
tengan la certeza, que contendrá cierto sabor a cielo.
LA FE MUEVE MONTAÑAS,
PERO EL AMOR TRANSFORMA
EL MUNDO.
(JOSEP PUIG)
[1]Michelson Borges, Nos bastidores da média: Como os meios de comunicaçao
afetam a mente (Sâo Paulo: Casa Publicadora Brasileira, 2005), p. 7.
[2]Un ejemplo es Jonás 3:10. Lo que resulta muy curioso, porque Dios cambia
de planes ante la reacción de los ninivitas, sin que exista un cuestionamiento de la
Deidad.
[3]Gén. 6:6; Éxo. 32:14; 2 Sam. 24:16; 1 Crón. 21:15; Jer. 26:19; o Amós 7:3, 6.
[4]Bernard Lonergan, Método de Teología (Salamanca: Sígueme, 1994), p. 107.
[5]Jürgen Moltmann y Elizabeth Moltmann-Wendel, Pasión por Dios: Una
teología a dos voces (Santander: Sal Terrae, 2007), p. 73.
AMOR “CELOSO”
-Desde Jebel-Musa el alba tenía todos los sentidos de la
existencia. El mar de montañas parecía fluir hacia el sur como
buscando su homólogo líquido. Tras una mugrienta manta a
rayas marrones, se encogía la joven arqueóloga; dos beduinos
de broncínea tez la flanqueaban. Una blanquísima nube
dibujó un borde rosáceo y, con el fulgor de los milagros, salió
el sol. No hay nada como un amanecer en el Sinaí. A pesar del
frío, se levantó y extendió sus brazos al viento, soñando que
volaba sobre la inmensa explanada de rocas y matorrales que
se dilataba hacia el norte. Un brillo en la mirada, y comenzó a
descender los cientos de escalones que la llevaban al camino
del monasterio de Santa Catalina. No podía llegar tarde, pues
debía descifrar el secreto”, relataba Sonia Canteras ante la
mirada encandilada de sus sobrinos.
Sonia ejercía como médica pediatra en un pequeño poblado
egipcio cercano a Tanta. Disfrutaba, como los hijos del
idealismo, con su labor en “Médicos sin fronteras”. De vez en
cuando volvía a la casa materna, en la soleada España, donde
se reunía con todos sus familiares. Los pequeños se agolpaban
a su alrededor y, entonces, les contaba relatos imaginados de
sus parientes.
–Tita, ¿cómo sabes esta historia?
–Me la narró su tío abuelo, el cronista Nicanor Parmentell.
Pero, eso no viene a cuento ahora. Sigamos con el relato: La
arqueóloga había descubierto, tras el osario de Santa
Catalina...
–¿Qué es un osario? –preguntó, sin cesar de moverse, el
más diminuto de los pequeñuelos.
–Un osario es un lugar donde se guardan huesos.
–¡Qué fuerte!
–Sí. Detrás de uno de esos huesos había encontrado una
inscripción en que se podía leer “boqer aviv”.
–¿Qué quiere decir eso?
–Eso quería decir algo así como “Una mañana de
primavera”. Y allí estaba ella. Una mañana de primavera, ante
el monasterio más misterioso del desierto del Sinaí. Los
monjes abrieron una voluminosa puerta, y entró
sigilosamente, mirando detenidamente cada detalle. La luz de
la mañana cruzaba, en forma de haz luminoso, el patio central
señalando un viejo pozo abandonado. Los monjes tomaron
una gruesa soga, y ella descendió por el oscuro agujero.
–¡Qué miedo!
–No, porque era muy valiente.
–¿Cómo el tío Rubén?
–Yo creo que incluso más. A mitad del pozo destacaba una
pequeña saliente, y tras esta un túnel muy estrecho. Entró
arrastrándose hasta llegar a una cueva inmensa. No veía muy
bien, pues la linterna estaba perdiendo la energía, pero logró
encontrar un cofre de madera y metal. Volvió al exterior con la
mirada encendida y una sonrisa inmensa.
–¿Había encontrado el tesoro?
–¡Lo tenía fuertemente asido de la mano!
–¿Y contenía muchas riquezas? –preguntó la delgaducha
Ahinoam, sin un parpadeo en sus ojos acaramelados.
–Sí. Era un manuscrito sumamente antiguo.
–¡Qué decepción! Un manuscrito no es un tesoro. ¿Para
qué sirve un manuscrito?
–Tienes mucho que aprender de la vida. Las cosas más
valiosas del mundo no son de oro o plata. Este manuscrito
estaba escrito en una lengua antiquísima.
–¿En protosinaítico? –interpeló Kaizga, embargado por el
relato.
–¡Eres repulsivo! –le susurró su hermana.
–Muy bien –afirmó Sonia–. Era una manera de escribir
parecida al protosinaítico, pero más culta. Muy antigua e
importante para los estudiosos.
–¿Y qué ponía en su interior?
–Eso era lo realmente llamativo. Era una frase que sonaba
algo así como “Yhwh, cuyo nombre es Celoso; es un Dios
celoso”.
–¿Y quién era ese “celoso”?
–No puedo decirles su nombre, porque es impronunciable.
–¿Qué quiere decir “impronunciable”?
–¡Que nadie puede decir su nombre!
–¡Repelente!
–¡Enana!
–Niños, por favor. Su nombre era tan apreciado que se lo
respetaba al máximo. Nosotros, para seguir con esa
costumbre, lo llamamos “Señor” o “Dios”.
–¿Dios es celoso?
–Eso les puede parecer extraño, pero déjenme que se lo
explique. ¿Tienen un buen amigo o amiga?
–Silvia.
–Manolo.
–¿Noles ha pasado que, a veces, su amigo o amiga no les
hace caso y se va a jugar con otros?
–Sí, qué rabia.
–A Dios le pasa algo similar. Nos quiere tanto que no le
gusta que le demos la espalda, que lo abandonemos.
–¿Por eso se llama celoso?
–Por eso.
–¿Y qué pasó con el rollo?
–Lo pusieron en un envase muy especial, y se lo llevaron
con mucho cuidado a un gran museo.
–¿Por qué?
–Porque hay cosas que valen mucho más de lo que
parecen.
–¿Como la amistad?
–Sí, la amistad es un gran tesoro.
–Cuéntanos ahora la historia de la princesa Ángela, aquella
que convertía todo lo que tocaba en cariño.
–Bueno.
ESTE RECUERDO DEL CUENTACUENTOS
ESCONDE LA CLAVE DEL AMOR.
Si un líder político tuviera que elegir una imagen que
representara su relación con el pueblo que gobierna, ¿cuál
escogería? ¿Un padre que protege y alimenta a sus hijos? ¿Un
pastor que cuida de sus rebaños? ¿Un jefe que gestiona a sus
subordinados? ¿Un caudillo que arenga a sus soldados? ¿Un
siervo que atiende a sus conciudadanos?
Dios, en la Biblia, en ciertas ocasiones escoge, para
representar la relación con su gente, la imagen del
matrimonio. Se considera a sí mismo como el esposo, y al
pueblo (o la iglesia) lo identifica como su esposa. ¿Por qué
emplea tal imagen? ¿Era usual en la literatura de los pueblos
de aquella época, y por ello recurre a ella, o pretende
mostrarnos algo más?
Grandes especialistas en la Biblia han reflexionado sobre
los símbolos matrimoniales. Luis Alonso Schökel destaca
entre muchos. Él asegura que el empleo de este tipo de
expresiones conecta directamente con la experiencia religiosa;
nos ayuda a desarrollar una comunión con Dios. No
precisamos de muchas definiciones, nomenclaturas o
argumentos cuando nos hallamos ante una imagen de tal
calibre. Es tan clara que genera, diáfanamente, acciones y
reacciones.
Les propongo saborear cada detalle de esta imagen, para
comprender mejor las relaciones entre el pueblo de Israel y
Dios (y cómo tales relaciones manifiestan el concepto divino
del matrimonio).
Yhwh, en los textos de la Biblia, es un Dios que no tiene
pareja; tampoco tiene género (o mejor dicho, suma la
totalidad de virtudes de ambos géneros). Es distinto de los
dioses de su entorno. La multitud de mitos, dioses y
diosecillos de la cultura mediterránea vive inmersa, cual
“reality” de total actualidad, en intensos avatares
sentimentales. Sus aventuras y desventuras giran en torno a la
fertilidad. Leer la literatura ugarítica del período del Antiguo
Testamento es contemplar, estupefactos, que nos
encontramos ante un tabloide británico, totalmente
amarillista, o ante los escarceos amorosos de las “estrellas” de
People. Yhwh, sin embargo, no es así.
Dios no es el resultado del pensamiento humano y, por lo
tanto, su imagen no depende de pasiones humanas. No es un
dios esclavo del deseo sexual, de la pereza, de la promiscuidad,
de la parcialidad o del capricho. Yhwh no es así.
Hay una expresión de los rabíes que me parece sumamente
acertada: “el Santo, bendito sea, no es como carne y sangre”.
Yhwh es Dios. Él no necesita pareja. Precisa, por otro lado,
de sus criaturas, a quienes ama intensamente, a las que
aprecia en cada resquicio de su inmensidad. Y, por eso, crea; y,
por ello, se relaciona. Cuando, por culpa del pecado que nos
rodea de interferencias, dejamos de contemplarlo cara a cara,
surge con toda la intensidad del universo su deseo de
comunicarse.
Tocados por la oscuridad del error, perdimos los detalles
del diálogo fluido, del lenguaje diáfano que le agrada al Dios
Paseante. Es entonces, en su inmensa sabiduría, que decide
expresarse de forma sencilla, concreta, por imágenes. Para que
comprendamos la solución al problema que nos circunda,
escoge la inocencia y la sumisión de un cordero. Con la
intención de que percibamos su luminosidad, su frescura, su
situación, su presencia, nos presenta una columna de humo y
fuego. A fin de que acertemos a descubrir los detalles de un
mensaje nos relata parábolas, narraciones de carne y hueso,
intimidades con música del pueblo. Y, al final, se nos acerca
en forma de Hijo, llevando el significante al máximo de sus
significados.
Anhela que el ser humano lo comprenda y, por ello, emplea
su propio código. Quizá por tal razón recurre al símbolo más
cercano a lo connatural de todo deseo humano: el
matrimonio. Yhwh oferta a su pueblo protección y amor,
esperando de este la misma lealtad que un cónyuge espera de
su pareja. El eje de toda relación divino- humana es lo más
anhelado en una relación humana-humana: la fidelidad. El
vínculo Yhwh-pueblo se realimenta del vínculo esposo-esposa
y, a su vez, los matiza.
Un Dios de intenso celo
Ser una persona celosa no está bien visto en nuestra
sociedad. Se asocia con la idea de alguien primitivo e
irracional. En ocasiones, incluso, está catalogado dentro de
cierto grupo de enfermedades mentales. En castellano, esa
lengua que tanto nos une y desune, hacemos, acertadamente,
una distinción entre “celos” y “celo”. Mientras que el término
“celos” tiene una connotación negativa, el vocablo “celo”
expresa un deseo intenso pero positivo.
Ahora deseo hablarles de “celo”, no de “celos”. En
diferentes ocasiones, en el texto inspirado se emplea la
imagen de Dios como un ser “celoso” (alguien que tiene
“celo”) de su relación con el pueblo de Israel. Es muy
interesante observar que la expresión que aparece en el
original hebreo (qanna' ) solo se registra en el Pentateuco en
cinco ocasiones. Todas ellas tienen un sujeto muy especial:
Dios.
La primera de estas menciones se cita en la misma médula
de los Diez Mandamientos. Éxodo 20:5 indica: No te
inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy Yhwh, tu
Dios, fuerte, celoso.
Los Diez Mandamientos se convertirán, con el paso de los
siglos, en el referente básico de la relación entre Dios y su
pueblo (sea hebreo, israelita, judío o cristiano). Nos
encontramos en un contexto de pacto, mucho más allá que un
contrato (comentaremos este asunto en otro capítulo). La
alianza de Dios con su pueblo se relaciona, inevitablemente,
con el pacto matrimonial. El “celo”, a diferencia de los
incontrolables “celos”, no surge de una pasión desequilibrada
y sin medida, sino del amor fundamental, del amor íntimo y
profundo. Este amor se sustenta en dos ejes: fidelidad y
reciprocidad.
En hebreo, las formas verbales pueden llevar ciertas
marcas que les proporcionan intensidad o interdependencia.
Esto sucede con algunos de los vocablos que aparecen en esta
cita. Dios se relaciona intensamente y tiene un profundo
interés en la dependencia mutua. Yhwh crea y, como
resultado, se relaciona. Pacta y, nuevamente, se relaciona. No
es un Dios distante y ejecutor, sino “tu Dios”. El empleo de
“tu” muestra familiaridad, cercanía; complicidad que surge del
contacto, de la proximidad. Como muy bien dirá el teólogo
Buber, Dios no es “eso” sino “Él”. Anhela que lo
comprendamos mucho más allá de la sacralización del objeto.
Espera que nos acerquemos a su presencia, a su santidad, con
respeto pero con el deseo de una comunicación fluida.
Yhwh no es inerte ante nuestros coqueteos con lo
circunstancial, con lo pasajero, y mucho menos con lo
errático. Él vive con intensidad el devenir de nuestras
existencias. ¡Le preocupamos de verdad!
Como decía anteriormente, en la imagen Yhwh-pueblo
subyace la idea de la relación matrimonial. Tal relación se
constituye como una alianza que Dios se toma muy en serio.
No es una relación “por probar”, sino un vínculo “para
aprobar”, algo con repercusiones permanentes.
El ideal de relación que se nos presenta, tal y como se
especifica en el relato del Génesis, tiene una estructura
monogámica. Dios no acepta compartir su relación con otros
dioses (sean concreciones físicas u obsesiones abstractas). La
intensidad con la que vive Yhwh esta relación es máxima: es
celoso. Su celo le lleva a darse completamente y, con ello,
espera ser correspondido.
Un Dios de oportunidades
Muchos panteones de las diferentes religiones, filosofías o
culturas están plagados de dioses oportunistas.

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