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mitología y religión del aceite de oliva
La fanfarria que trae la desolación y la muerte, repicaba en las puertas de Ate-
nas; había dejado las heridas de las Termópilas, y las tropas de Jerjes se nutrían de 
la venganza. En la fortaleza solo había quedado una vieja cabra, que huía de una 
encanijada jauría. Ante tanta ausencia, y para saciarse los soldados, solo les quedó 
el viejo olivo que protegía el Erectión, símbolo del nacimiento de la Ciudad. Talado 
y quemado con furia iconoclasta, unos viejos ramones que había distraido la cabra, 
sirvieron para hacer brotrar los nuevos olivos, que hasta el final protegen la fortaleza 
del asedio de los barcos piratas.
Se llamó Atenas gracias a la mítica leyenda de su olivo. En él supieron confluir: el 
mito, la heroicidad, la leyenda y el sufragio. Cécrope, héroe del Atica, fundador de la 
Ciudad, se encomendó a Poseidón y Atenea, para elegir el nombre de la ciudad que 
nacería. Sería nominada con el de aquel que nos mostrara el ser de mayor admiración. 
Poseidón golpeó con su tridente una roca, y saltó de ella un bello corcel que como 
fuego saltaba y galopaba a ritmo frenético. Atenea no se amilanó, y clavó su lanza en 
la tierra árida y montaraz, brotando de ella un olivo de hermoso ramaje.
Pavor y discusión provocaron esos seres en aquellos trashumantes, y al fin, se 
decidieron por el olivo, asiento de vida y de luz.
Hay quién atribuyó a la asamblea de los dioses del Olimpo la decisión, pero un 
viejo ateniense, que encontré en la Plaza de los Llorones, me confirmó con la fuerza 
del que conserva los viejos odres del conocimiento, que fue la primera asamblea de 
los futuros habitantes de la ciudad, la que optó por el nombre de Atenas, en honor de 
la diosa. En la reunión; la batalla, el galope, la fuerza, el temor al abismo y al crujir 
de la tierra, perdieron ante el oro líquido: alimento, ungüento, perfume, fertilidad, 
protección y luz.
mitología, vocabulario, 
refranes y recetas
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Cuentan que a Atenea le asistió la vieja lechuza pegada a su oreja, que le gustaba 
secar los candiles de aceite. Al pueblo lo determinó una joven cabra que asaltaba los 
ramones del inmenso árbol y el ir y venir de unos tordos con aceitunas en el pico. 
Así el mítico aceituno nació con la ciudad, y la ciudad con el olivo, esencial para el 
asentamiento.
Una historia cargada de leyendas acompaña al olivo desde que, al parecer, sus 
primeros cultivadores sirios y palestinos, cuidaron los primeros acebuches en la for-
mas productivas que hoy conocemos, araron la tierra y obtuvieron los primeros pe-
llejos de aceite. Egipcios, griegos, micénicos, judíos, romanos, árabes, hispánicos, 
celtas y británicos convivieron con la cultura de este árbol, en esencia mediterráneo, 
que hasta el siglo dieciséis no traspuso las columnas de Hércules.
Me encandilé de la historia del nacimiento de Atenas entre las lecturas apasio-
nantes asociadas a la triada: olivo, aceituna y aceite, y sus leyendas, y he querido 
empezar por ella, pero me he prometido dar un repaso a algunas otras que no se 
desploman en el tiempo.
Las Sagradas Escrituras no han puesto de acuerdo a exégetas, eruditos y tabula-
dores, sobre el peso de las palabras ‘olivo’ y ‘aceite’ en sus textos. Tenemos los más 
perezosos, que han contado 120 referencias; otros 200, y los exagerados 400. Para 
calmarme de tanta exactitud, el ratón me ha ayudado a encontrar 912.000 entradas 
en Internet, solo del aceite de oliva virgen; y eso a pesar del ajustado presupuesto de 
nuestros vendedores en el deber de publicitarlo.
Hay una historia asociada a distintas civilizaciones: la historia del diluvio. El 
agua no siempre ha calado a gusto de todos, y siempre ha estado sujeta a un ajuste 
de cuentas permanente entre la divinidad y sus seres preferidos, más sodomitas de lo 
previsto.
En el relato del Arca de Noé: tras esos cuarenta días y cuarenta noches navegan-
do a la deriva y a los varios días de escampar, encallada la quilla en las alturas del 
monte Ararat, cuando en un segundo vuelo la paloma enviada para ver la estabilidad 
de la tierra, trajo en su pico una rama de olivo, señal inequívoca del hundimiento de 
las aguas. Estaba pronto el arco iris, símbolo de la paz de dios con los humanos, que 
alejaría para siempre el trueno, y el zigzag del relámpago. 
De acuerdo con la mitología griega, Atenea gana el desafío a Poseidón, al proponer el 
presente que más agrada a los dioses, el árbol de la oliva frente a un bello corcel 
mITOlOgíA, vOCAbUlARIO, ReFRANes y ReCeTAs
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La paloma retomó su vuelo, y las parejas de gorriones, pinzones, jilgueros, cha-
marines, golondrinas, vencejos, codornices, tórtolas, grajas, mochuelos, y verderones 
poblaron de nuevo los olivares, y anidaron, y dieron música de unas vibrantes cuer-
das al remar de las ramas con el viento. Hubo que espantar los topillos, los conejos, 
la cabra y el zorro, a la vista del “gran duque” el búho real, encaramado en la acacia, 
y la remolona perdiz roja, “reina del olivar”, siempre atenta a su reclamo, a los pies 
de los viejos troncos.
El enigma convive en la conciencia del hombre primitivo, en su trasegar con la 
naturaleza, y busca en el más allá todas las explicaciones para su consuelo. La hié-
ratica Isis, esposa de Osiris, y deidad suprema de los egipcios, tenía como atributo, 
haber enseñado al hombre los conocimientos sobre el olivo, su fruto y sus usos. Egip-
to tuvo el aceite como fuente de sustento y apreciado por sus facultades cosméticas. 
Las hojas del olivo servían para adorno de los faraones; en los enterramientos se 
encontraron jeroglíficos en los que aparecen ramas de olivo, y el aceite figura entre 
los alimentos que acompañaban a Tutankamon en su último viaje. 
En la otra orilla, entre los dioses de la Hélade, Aristeo, hijo de Apolo y la nereida 
Cirene, tuvo la facultad de descubrir las artes de fabricar y utilizar el aceite.
Heracles o Hércules tuvo también esa labor difusora de la plantación, cultivo del 
olivo y del aceite. Su clava no labrada, de la que brotaban raíces, tenía el poder al 
golpear la tierra de hacer brotar un olivo; la misma clava que le sirvió para dar muerte 
al león. A la historia mitológica no se le escapa el encuentro de Hércules con los 
acebuches gaditanos; seguro que les enseñó el arte de injertar con su garrote a los 
antiguos pobladores turdetanos y tartesos.
Pero fueron los fenicios los que en la historia real enseñaron el cultivo del olivo 
a los gaditanos, (al mito lo que es del mito). Los fenicios nos legaron sus formas 
de culto, la creación de un olivar para adoración de la deidad local; y las fiestas de 
invierno que celebran la recogida de las aceitunas.
Otra suerte tuvo la viga de olivo que Ulises y sus argonautas utilizaron para cegar 
al Cyclope, o el tálamo precioso que hizo de labradas maderas en el que pernoctó con 
Penélope, y donde ella esperó tejiendo y destejiendo sus mismos ajuares.
El olivo para asientos, armarios, armas, cayados, ídolos, fetiches... dúctil mate-
ria de creación en la Odisea, rincón del amor para la fecundidad de las espartanas 
Diana orlada con 
ramas de olivo (detalle 
que forma parte del 
mosaico de Poseidón 
y la cuatro estaciones. 
Museo Nacional 
de Bardo, Túnez)
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perseguidas en carrera por el pretendiente; el olivo, árbol de la fecundidad del que 
nacían los dioses, se ofrecía como lecho de amor a los amantes.
Los navegantes griegos colocaban una rama de olivo en las manos del dios que 
los protegía, y así alejaban la ira de Poseidón, autor de la furia sísmica (seismos), para 
navegar con calma. Los niños eran recibidos con una rama de olivo en la puerta; las 
casas de los novios se adornaban con guirnaldas de ramas de olivo; en las ceremonias 
mortuorias se humedecía el cadáver y se purificaba con rama de olivo; una escoba de 
ramas de olivo se utilizaba para ahuyentar de las casas a los malos espíritus.
Las viejas tradiciones religiosas transcurren adaptadas a nuestros días, a tal pun-
to, que no son pocas las botellas deaceite que estallan en las tareas de incineración, 
porque el devoto familiar, guarda la creencia de meter una botella de aceite en el 
féretro para el viaje eterno.
Roma mantuvo muchas de las creencias en torno a la simbología del olivo que 
le fueron transmitidas de los griegos. En la Eneida, Numa, segundo rey de Roma, 
se ciñe una corona de ramas de olivo; Virgilio lo tiene como insignia de la paz; del 
mismo modo al romano insigne se le destacaba con una corona de ramas de olivo. 
Su cultura como la nuestra está impregnada de aceite, la más de las veces del que 
se criaba en nuestra tierra; tanto, que el emperador Adriano representa a España con 
una rama de olivo. 
El pueblo judío tuvo al aceite como el elemento transmisor de la gracia de Dios, 
que otorgaba sus poderes a los uncidos. En la ceremonia de coronación, la unción se 
hacía con aceite sagrado; el rey se sentía protegido desde ese momento, con todos 
los atributos otorgados por Dios. Por otro lado, al Mesías se le reconocería porque 
vendría ungido en aceite.
El Nuevo Testamento sitúa en el huerto de los olivos de Gethsemani (‘prensar 
aceite’), el lugar elegido por Jesucristo para la oración antes del prendimiento; hoy 
permanecen los viejos olivos recordándolo en Jerusalén. La elucubración ha dado para 
crear la cruz de Cristo con tres tipos de madera, siendo el tronco vertical de madera de 
olivo, el horizontal de ciprés, y de cedro la tabla en la que descansaban los pies.
Los primeros cristianos utilizan la rama de olivo como uno de sus símbolos; era 
normal pintarlas o esculpirlas en los sarcófagos de los mártires, al mismo tiempo que 
les encendían una lamparilla de aceite (Triste coincidencia acabar en aceite hirvien-
do, para que con más aceite caliente te iluminen la vida eterna). El óleo consagrado 
se administraba en las ceremonias de bautismo, confirmación y muerte. También se 
utilizaba el crisma para la unción de los nuevos obispos y sacerdotes.
Los pueblos celtas de geografía menos olivarera, también tuvieron el aceite como 
fuente de sus ritos mágicos para honrar a la diosa madre y al dios padre, y conectarse 
con la energía lunar; e incluso para la purificación.
El aceite para la creación, para la pasión, belleza y honor. Se usa también para 
los hechizos una gran variedad de aceites, mezclados con otros elementos, para el 
sabbath, la luna llena, para el altar, para los cuatro elementos, conjuros que formu-
lan determinadas creencias en nuestros días.
El pueblo visigodo, al que se tuvo por poco aceitero, guarda la bella historia de 
Wamba, que no queriendo ser rey, puso como condición para serlo, que brotaran las 
ramas del palo de olivo de su arado. Para su sorpresa, crecieron los ramones, y tuvo 
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que aceptar la corona a su pesar. Las reglas monásticas, los libros de San Isidoro, dan 
muestra de dietas conventuales a base de olivas y, de aceite para los monjes.
El andalusí cultivó el olivo con verdadero amor, como propio. Abu Zacaría, sevilla-
no hispano-árabe, señala la procedencia de su cultivo de la olea lapperrini, originario 
de las montañas del Atlas. Sus viejas leyendas cuentan que, cuando fueron expulsa-
dos de sus tierras, los tordos le restituían el fruto acercándolo al norte de África en 
sus migraciones: tres aceitunas llevadas en el pico y en las patas. El Corán lo tiene 
como “…el árbol bendito, ni oriental, ni occidental, cuyo aceite casi reluce, aunque 
el fuego no lo toque”.
Los Reyes Católicos nos trajeron una dieta de pureza de sangre de la vieja estirpe 
castellana, contraria a la que los judíos y moros mantenían. Las razones ideológicas 
se impusieron: se talaron miles de olivos, y el líquido benefactor fue sustituido por la 
grasa animal. Costó más de un par de siglos recuperar en nuestras tierras, el cultivo 
del olivo. Las ‘nuevas razones’ se habían olvidado de que el olivo esté señalado en 
los textos sagrados como el árbol de la misericordia.
La bella leyenda de Santa Casilda, muy similar la de Santa Rosa de Lima, la cual, 
siendo hija de un rey moro, abjuró de su fe y socorrió a los cautivos cristianos con 
pan y aceite. Cuenta la leyenda que cuando iba con su hato a llevar las viandas a las 
mazmorras donde estaban presos los cristianos, la paró su padre y la mandó descubrir 
lo que llevaba envuelto; ella dijo que eran rosas, el padre insistió y, para su sorpresa, 
unas bellas rosas era lo que llevaba oculto. Llegada a la cárcel, las rosas se habían 
vuelto de nuevo pan y aceite, para satisfacción del prior y sus compañeros de celda.
Nuestra geografía actual está plagada de olivos santos, de patronas, de vírgenes 
de la Oliva, de devociones y recuerdos anudados a la historia inseparable de lo que 
fueron nuestros mitos, nuestras leyendas, nuestras creencias, nuestra secular con-
vivencia con el olivo.
Cabalgó desde el Oriente, hace más de seis milenios, la oliva mecedora de luz. 
Vigilia de candiles, te encontró, tierra andaluza, fecundando el horizonte de som-
bras, leyendas y sabores; para el cantar del poeta Antonio Machado:
Brotas derecha o torcida
Con esa humildad que cede
Sólo a la ley de la vida,
Que es vivir como se puede.
Virgen de la oliva 
de Mollina en su 
paso procesional
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Vocabulario del aceite de oliva
He querido iniciar este apartado, reservado al vocabulario del aceite de oliva, 
haciendo un pequeño esbozo de las etimologías y sinónimos asociados en nuestra 
historia a las palabras ‘olivo’, ‘aceituna’ y ‘aceite’. Para el vocabulario he tomado 
palabras que surgen cuando estamos en el mundo del aceite, el cultivo del olivo y de 
las aceitunas, la producción y la ciencia; así como algunas palabras de uso netamen-
te andaluz y campesino, asociadas a la tarea del olivar y afines.
Etimología y sinónimos
En castellano se utiliza la raíz ‘ole’ u ‘oli’, nacida en el Mediterráneo oriental 
y que ha seguido el camino geográfico de las lenguas latinas. En el otro lado del 
Mediterráneo, las culturas semíticas parten de la raíz ‘zait’ o ‘zeit’, que derivó en 
‘az-zeitun’ en árabe y ‘aceitunero’ o ‘aceituna’ en castellano. 
La palabra ‘olivo’ viene del latín ‘olea’ que a su vez proviene del griego ‘eala’. La 
misma raíz lingüística se encuentra también en el cretense ‘elaiwa’ y, más allá de 
todas, en las lenguas semíticas con la raíz ‘ulu’. 
Por otro lado, la palabra griega ‘ealios’ significa ‘acebuche’ y al mismo tiempo, 
designa el acto de expulsar los malos espíritus; papel que jugó la rama de olivo a 
final de cada año, barriendo los hogares.
La palabra árabe para designar al árbol es, como se ha dicho anteriormente, ‘zai-
tum’, la cual parece derivar del ‘zait’, cuya raíz es común en las lenguas semíticas. 
Esta raíz aparece en el fenicio como ‘zeitin’ y se encuentra también en el arameo.
‘Zait’ equivale en las lenguas semíticas al ‘eol’ de las greco-romanas: estas dos 
raíces lingüísticas han recorrido paralelamente los países y culturas del entorno me-
diterráneo.
‘Eol’ por el norte, ‘zait’ por el sur; y ambas conviven en el mundo del aceite de 
la peninsula Ibérica.
La palabra ‘aceite’ proviene, como se ha visto, de la raíz árabe y designa a cual-
quier grasa más o menos líquida conservando esta acepción en inglés, alemán, fran-
cés y catalán.
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