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La experiencia común de las mujeres

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La experiencia común de las mujeres. Notas sobre diferencia 
sexual 
Por Andrea Franulic 
“¿Quién apalea a las focas? Que yo sepa, hombres; ¿quiénes están destruyendo bosques y 
selvas? Hombres; ¿quién dirige todo el comercio mundial de armamento? También 
hombres; ¿en manos de quiénes están las riquezas de la tierra? Pues el 98% está en 
manos de hombres y sólo un 2% corresponden a las mujeres (…) En la prostitución ‘infantil’ 
el 90% son niñas y los beneficiarios en un 100% hombres también. ¿Existe, pues, el ‘sujeto 
universal’ que representa al ‘género humano’ indistintamente? Definitivamente, no” (Victoria 
Sendón de León, 2000). 
 
Las autoras del feminismo radical de la diferencia, cuando se refieren a “las mujeres”, 
aluden a la experiencia común de las mujeres, no a la idea de que sea un grupo 
homogéneo, esto se da por descontado. Es esta experiencia común la que constituye la 
diferencia sexual y su fuerza creativa. Lo común es transversal a las desigualdades de raza, 
de clase, etarias, étnicas, entre otras. Es transversal y primario. Esto quiere decir que una 
mujer afrodescendiente, una mujer burguesa, una mujer campesina, una mujer profesional, 
etc., si bien viven realidades que difieren radicalmente, todas comparten la experiencia 
común de la ausencia de referentes propios, lo cual las sitúa, en sus diversos contextos 
vitales, en un lugar de vulnerabilidad existencial. 
 
La ausencia de referentes propios se despliega en la totalidad de la vida de las mujeres. 
Esto quiere decir que las definiciones del mundo han sido construidas, durante varios 
milenios, por el colectivo de varones, cuya concepción de la realidad ha marcado las 
ciencias, la filosofía, la Historia, la justicia, las religiones, el pensamiento político, la 
educación, el deporte, el arte, la literatura y la lengua. Asimismo, ha perpetuado 
instituciones como la iglesia, el estado, el tribunal, el ejército, la escuela, la academia, los 
medios de comunicación, los partidos políticos, la familia, el matrimonio, la heterosexualidad 
obligatoria y la maternidad. La participación de las mujeres, en estos campos simbólicos y 
materiales patriarcales, ha adoptado dos formas: la de la mujer individual que se destaca de 
manera excepcional y, la más normativa, la de las mujeres como colaboradoras de los 
hombres (una colaboración en distintas esferas de la vida, muy eficiente y desde la 
sombra). Incluso la participación creadora, destacada o protagónica de las mujeres, ya sea 
individual o colectiva, continúa siendo secundaria en tanto refuerza, mejora o resuelve los 
espacios ya constituidos por la visión del mundo masculina, su lógica y sus reglas. Estas 
dos formas de participación las observamos en la práctica diaria, pero también las 
heredamos de los relatos androcéntricos de la Historia y de las diferentes tradiciones de 
pensamiento. 
 
Las definiciones masculinas producen la realidad hegemónica para percibir, conceptualizar 
y actuar sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, sus modos de ser y comportarse, 
de sentir y de pensar. La feminidad, el ser femeninas o el comportarse de manera femenina 
no es propio de la naturaleza de las mujeres; es una construcción simbólica del colectivo de 
varones y todos los espacios de la civilización (instituciones e ideologías), arriba 
mencionados, promueven dicha configuración. La masculinidad, a su vez, es un conjunto de 
significaciones que los hombres han elaborado para sí mismos. Así, el orden simbólico 
masculino/femenino constituye una unidad complementaria en la jerarquía y, por lo mismo, 
dicotómica. Esto es, lo femenino representa lo NO masculino, en consecuencia, se 
conforma como negación. Sin embargo, lo masculino, que representa lo que ES, lo necesita 
para completarse; lo femenino es su condición de existencia (Violi, 1991). 
 
En este sentido, las teóricas del feminismo radical afirman que lo masculino se ha 
auto-concedido la representación del género humano. Pisano (2001) plantea que los 
hombres se han apropiado de las condiciones de lo humano, vale decir: pensar, hablar, 
crear símbolos y valores, producir conocimientos y cultura; y han relegado a las mujeres al 
plano de lo no pensante. Por esta razón, conceptos como la universalidad, la neutralidad o 
la objetividad son falacias, pues ocultan el sesgo masculino que ha determinado, 
históricamente, los productos de su civilización. 
 
De lo anterior se desprende que la lógica imperante de la cultura patriarcal es la inclusión en 
el dominio (no existe otro tipo de inclusión) y los cortes dicotómicos operan dentro de esta. 
Estos cortes simbólicos constituyen una extensión de la división primaria 
masculino/femenino e impregnan todos los ámbitos de la cultura: mente/cuerpo, 
objetivo/subjetivo, público/privado, cultura/naturaleza, racional/irracional, normal/anormal, 
entre otros (Violi, 1991). Las desigualdades de clase, raza, etarias u otras son 
construcciones socioculturales motivadas por la misma lógica. En este sentido, Rivera 
(1994) señala que, en el patriarcado, rige el régimen del uno y la salida política sería crear 
una cultura fundada en el régimen del dos, por lo tanto, no jerárquica y no complementaria, 
que diera cabida a la multiplicidad de la vida y no a la homogeneidad de la misma, menos 
aún al dominio. Esta tarea cuenta con más posibilidades de ser desarrollada por las 
mujeres, cuya potencialidad radica en que el régimen del uno las niega como diferencia 
primaria. 
 
Tomando en cuenta todo esto, las feministas radicales de la diferencia consideran que el 
patriarcado es una civilización fracasada (Lonzi, 1981; Pisano, 2012). Por lo tanto, rechazan 
la demanda de igualdad entre hombres y mujeres, lo cual implica el deseo de estas de ser 
legitimadas por aquellos y la necesidad de acceder y pertenecer a sus instituciones. Lonzi 
(1981), fundadora del feminismo de la diferencia italiano, afirma en 1970 que la igualdad es 
el nuevo ropaje con el que se disfraza la inferioridad de las mujeres, quienes no debiesen 
participar de la gran derrota del Hombre. Asimismo, el análisis político y teórico basado en 
el género, y desarrollado por los estudios de género en las universidades, comprende la 
misma falla. Implica permanecer en la construcción simbólica que los hombres han 
elaborado sobre sí mismos y sobre las mujeres, es decir, el análisis queda atrapado en la 
unidad masculino-femenina. Aun cuando se estipulen alternativas de salida desde este 
lugar (si es que las hay), para las feministas radicales de la diferencia, están destinadas a 
fracasar, porque no abandonan la lógica que ha dado origen a la misma opresión de la que 
se intentan liberar. 
 
En cambio, la fuerza creativa de la diferencia sexual radica en la exclusión de las mujeres, 
en la ausencia de referentes propios, puesto que la inclusión sucede en tanto reproducen el 
orden simbólico de la feminidad. Lonzi (1981) afirma que la diferencia de las mujeres 
consiste en haber estado ausentes de la Historia durante miles de años y conmina a 
aprovecharse de dichadiferencia. Woolf (2003) en Un cuarto propio piensa que es peor ser 
metida dentro (de iglesias y bibliotecas) que ser excluida. Cabe aclarar en este punto dos 
cosas. La primera es que en ningún caso se apela a una esencia o naturaleza de algo, es 
decir, la exclusión e inclusión son situaciones históricas, enmarcadas en los límites 
conocidos del contexto sociocultural vigente. La segunda es que tampoco existe una 
separación clara y tajante entre un adentro y un afuera, porque la diferencia sexual funciona 
como una bisagra. 
 
Como plantea Violi (1991), la diferencia sexual es una realidad que ya ha sido semiotizada, 
en consecuencia, para las mujeres, lo que permanentemente se ha dicho sobre ellas 
constituye un punto de partida, pero, al mismo tiempo, cuentan con la posibilidad de abrir 
una brecha con nuevos contenidos que pueden darse a sí mismas y que escapen del orden 
patriarcal. A propósito de esto último, Lonzi (1981: 17) señala que la diferencia sexual 
contiene el principio existencial que afirma que ningún ser humano y ningún grupo “deben 
ser definidos por referencia a otro ser humano o a otro grupo”. Esto quiere decir que las 
mujeres no deben seguir siendo definidas ni malinterpretadas por los hombres, pero 
además, cada mujer debe encontrar, de acuerdo a sus vivencias y su contexto vital, las 
pautas para su propio sentido de la existencia. 
 
Desde la ausencia de referentes se puede construir el régimen del dos, porque esta 
ausencia no es muda. Las feministas radicales invitan a las mujeres a sacar a la luz los 
sentidos que guarda el silencio, invitan a profundizar en este para hablar y escribir (Rich, 
1983; Lorde, 2003). Siguiendo a Bengoechea (1993), quien extrae de la teoría feminista de 
Adrienne Rich una propuesta lingüística, estos silencios se anclan especialmente en tres 
ámbitos de la vida de las mujeres: la Historia, la relación entre mujeres y la relación de las 
mujeres consigo mismas. En estos tres ámbitos descansaría la principal ausencia de 
referentes. 
 
Como señalamos antes, la Historia es un relato androcéntrico, y por lo mismo, controlado y 
sesgado. Asimismo sucede con la tradición de pensamiento filosófico y político. En ambos 
discursos se observa la presencia mayoritaria y abrumadora de los hombres. Las acciones y 
los pensamientos de las escasas mujeres, que son incluidas en estos relatos, son 
socializados en el orden simbólico de la feminidad, ya sea porque predominantemente 
reprodujeron este mandato en sus vidas, o bien, si no lo encarnaron o no lo encarnaron del 
todo, han sido igualmente interpretados desde dicha perspectiva, seleccionando aquellos 
que le son más funcionales y útiles a la cultura patriarcal. Frente a esto, las autoras del 
feminismo radical de la diferencia proponen descubrir a las mujeres que, a lo largo de la 
historia, organizadas o individualmente, por sus acciones o ideas, han resistido o se han 
rebelado a los mandatos de la civilización androcéntrica, otorgándose significados propios y 
definiendo sus vidas fuera de los parámetros e instituciones establecidos. También 
proponen re-socializar a aquellas que ya han sido relatadas y tergiversadas por la visión 
masculina para conocerlas con profundidad y/o recuperarlas. Indagar en el silencio de la 
historia de las mujeres no debe entenderse ni debe constituirse como una acción 
compensatoria, al contrario, es fundamental para comprender, con una mirada amplia, el 
mundo y la cultura. Con otras palabras, la historia de las mujeres es la historia de la 
humanidad, es decir, no debe proyectarse como un relato paralelo, sino, como aquel que ha 
estado ausente, imposibilitando comprender en profundidad el pasado. 
 
Los otros dos silencios, la relación entre mujeres y la relación de las mujeres consigo 
mismas, están estrechamente conectados; prácticamente es uno solo que se bifurca. Ya se 
ha dicho que la feminidad es una construcción simbólica del patriarcado, por lo tanto, las 
mujeres nacen en un mundo donde los referentes más accesibles y presentes para 
percibirse a sí mismas son los proyectados por las fantasías, las representaciones, los 
deseos, las perversiones y los miedos masculinos. El desafío, entonces, consiste en que las 
mujeres se re-simbolicen a sí mismas (Rivera, 1994) o, como plantea Pisano (1996), se 
simbolicen como humanas, porque, según esta autora, el epítome de la feminidad es lo NO 
humano, que se entiende como lo no pensante. Con este fin, las mujeres deben tomar 
consciencia y verbalizar sus propias necesidades y experiencias, así como ponerle atención 
a la información emanada de sus cuerpos, las comodidades e incomodidades, y dejar de 
hacerles caso omiso a sus sensaciones, percepciones y sentimientos. Ahora bien, este 
proceso autoconsciente requiere de soledades, pero también del vínculo con otras mujeres. 
No obstante, los lazos entre las mujeres han sido intervenidos de manera sistemática en la 
cultura patriarcal. 
 
Nacer mujer en el patriarcado conlleva una connotación de inferioridad, desprecio y 
desconfianza. En este sentido, la misoginia, que es el odio contra las mujeres, no solo se 
expresa en los hombres hacia las mujeres, sino también, en las mujeres consigo mismas y 
con sus congéneres. En una cultura androcéntrica, lo valorado, admirado y respetado es lo 
masculino y sus productos. Además, como la creación de la sociedad ha estado en manos 
de los hombres, estos han adquirido la práctica de trabajar, pensar y producir juntos, de 
formar equipos, partidos políticos, cofradías, etc., y también de hacer la guerra, colonizar 
pueblos, depredar la naturaleza, entre otras nobles acciones. A las mujeres se las ha 
mantenido divididas entre sí en la búsqueda de que un varón las legitime o bajo su custodia 
(padre, hermano, esposo, jefe, profesor, compañero de lucha o, de manera más abstracta, 
la institución) y encerradas en el cautiverio del trabajo doméstico, aun cuando accedan al 
espacio público. La obediencia al orden de lo femenino implica transformarse en la 
condición de existencia de lo masculino. 
 
Al igual que sucede con la historia, los vínculos entre mujeres, aquellos que rompen el 
orden de lo femenino, han sido silenciados. Según Rich (1986), las mujeres, en diferentes 
épocas y lugares, han construido asociaciones entre sí para rebelarse al yugo de los 
hombres o, al menos, para resistir a este. La autora denomina “continuum lesbiano” a esta 
corriente subterránea de lazos entre mujeres a lo largo de la historia. El concepto no se 
reduce solo a las relaciones sexuales y amorosas entre mujeres, sin embargo, “la 
sensualidad erótica (…) ha sido, precisamente, el hecho más violentamente eliminado de la 
experiencia femenina” (Rich, 1986: 71). De manera similar, Pisano (2001) plantea que el 
lesbianismo posee potencialidad política al desafiar el orden de la sexualidad reproductiva y 
del amor romántico amoroso, posibilitando que las mujeres se sanen de su misoginia 
interna mediante “el amor al propio reflejo”. 
 
Otro punto de vista en esteámbito es aquel que afirma la necesidad de re-simbolizar la 
relación entre madres e hijas, puesto que este vínculo ha sido interrumpido por la presencia 
del Padre: su falo, su voz y su ley. La madre es la primera mujer con quien otra mujer tiene 
contacto y es su igual. Según Muraro (1994: 43), es ella quien da la vida y, junto a esto, 
“aire y respiración, indispensables para la fonación”, en consecuencia, es quien también 
enseña a hablar. No obstante, la lengua se institucionaliza y es la lengua androcéntrica la 
que se hereda, aun cuando se denomine “lengua materna”. Asimismo, el lazo amoroso 
entre madres e hijas es intervenido por la institución de la heterosexualidad obligatoria que 
comienza a operar a edad temprana. Este hecho produce una carencia afectiva profunda en 
las hijas, que se extiende hasta la adultez; no así en los varones quienes continuarán 
recibiendo los servicios emocionales de otras mujeres (esposas, amantes, hermanas, hijas) 
(Eichenbaum & Orbach, 1988). 
 
Para Rich (1987), la maternidad tiene doble significado. Por un lado, es una institución 
patriarcal. Por el otro, es una experiencia única entre cada madre y cada hija. Como 
institución, las madres cumplen la función social de reproducir el sistema de valores del 
patriarcado. En este sentido, Pisano (1996) habla de la “traición de la madre”, que marcaría 
las relaciones misóginas entre mujeres, la desconfianza y el miedo a ser traicionadas por 
una otra. Si la maternidad se considera como experiencia única entre cada madre y cada 
hija, aunque se carezca de palabras y referentes, cuenta con la capacidad de ser 
re-significada. 
 
Todas las acciones de re-simbolización que he descrito hasta ahora: de la historia de las 
mujeres, de las mujeres consigo mismas, de las mujeres entre sí, del lesbianismo y del 
vínculo con la madre, así como la búsqueda y el descubrimiento de una historia de 
rebeldías y de los lazos rebeldes entre mujeres a lo largo de la historia, cuyas expresiones 
escapan de la unidad patriarcal masculino-femenina, tienen la intención de intervenir 
radicalmente el mundo para que en este exista el régimen del dos. Esto es, la pluralidad 
frente a la unilateralidad, la diferencia frente a la jerarquía, la horizontalidad frente al 
dominio, la libertad frente al sacrificio, el desprendimiento frente a la posesión, el 
movimiento frente a la rigidez, la apertura frente a la sanción, el amor propio frente al amor 
al prójimo (Savater, 2008), el libre pensamiento frente al dogma, entre muchos otros. En 
definitiva, la vida (el nacimiento) frente a la muerte (Arendt, 2003). En este sentido, el 
feminismo radical de la diferencia no solo es una teoría filosófica o un cuerpo de 
conocimientos, también es una actuancia política. 
 
Entre las prácticas políticas de la diferencia sexual, el affidarse una mujer a otra se 
considera de importancia vital para realizar proyectos creadores, grandes y originales. El 
affidamento es la relación de una mujer que se confía a otra para poder actuar en el mundo 
con una adscripción simbólica mediada por su igual. Se inscribe en una genealogía de 
pensamiento de mujeres. La mediación que una mujer realiza entre su igual y el mundo, 
para darle sentido a este, permite que cada una proyecte libremente su propia existencia. 
 
Por esta razón, una relación de affidamento no se asimila a una del tipo maestra/discípula o 
a cualquiera que establezca un verticalismo o jerarquía, pues esto es fuente de anulación 
para la diferencia existencial, pérdida fundamental de libertad e inevitable escisión entre ser 
cuerpo y ser palabra. El reconocimiento de la autoridad de otra mujer (en el sentido de 
augere, hacer crecer) es radicalmente distinto a la identificación jerárquica. (Bofill (Dir.), 
1991; Rivera, 1994). 
 
En síntesis, por un lado, la experiencia común de las mujeres, su diferencia sexual, consiste 
en la ausencia de referentes propios, en especial en tres ámbitos vitales: la historia, los 
lazos entre mujeres y la relación de las mujeres consigo mismas. Esta ausencia de 
referentes se explica por razones culturales e históricas, y en ella subyace la fuerza política 
y creativa del feminismo radical de la diferencia. La búsqueda, descubrimiento y 
construcción de referentes propios se realiza en un diálogo entre las expresiones 
extrasistemáticas de las mujeres y las representaciones de lo femenino, considerado una 
realidad semiotizada por el patriarcado. Esto quiere decir que las mujeres nacen en un 
mundo donde la diferencia sexual ya está inscrita en el imaginario y en la lengua como 
negación y condición de existencia de lo masculino (Violi, 1991). 
 
Por otro lado, la inclusión del femenino por el masculino conforma una unidad 
complementaria y jerárquica, que arma una cultura fundada en el establecimiento de 
categorías dicotómicas para representar el mundo y para construir relaciones sociales 
(clase, raza, edad), e instala la creencia de un humano genérico que es el Hombre, de la 
mano de las concepciones de universalidad, neutralidad y objetividad. De esta manera, el 
patriarcado, regido y perpetuado bajo estos principios, solo ha producido y produce dominio. 
 
Santiago, marzo del 2014 
 
Referencias bibliográficas: 
 
Arendt, H. (2003). Entre pasado y futuro. Barcelona: Península. 
 
Bengoechea, M. (1993). Adrienne Rich: Génesis y esbozo de su teoría lingüística. España: 
Ayuntamiento de Alcalá de Henares. 
 
Bofill, M. (Dir.) (1991). No creas tener derechos. España: Horas y horas. 
 
Eichenbaum, E.L. & Orbach, S. (1988). ¿Qué quieren las mujeres? Madrid: Editorial 
Revolución. 
 
Lonzi, C. (1981). Escupamos sobre Hegel. Barcelona: Anagrama. 
 
Lorde, A. (2003). La hermana, la extranjera. Madrid: Horas y Horas. 
 
Muraro, L. (1994). El orden simbólico de la madre. Madrid: Horas y Horas. 
 
Pisano, M. (1996). Un cierto desparpajo. Santiago: Ediciones Número Crítico. 
 
Pisano, M. (2001). El triunfo de la masculinidad. Santiago: Surada. 
 
Rich, A. (1983). Sobre mentiras, secretos y silencios. Barcelona: Icaria. 
 
Rich, A. (1986). Blood, bread and poetry. Selected prose 1979-1985. New York: W.W. 
Norton & C°. 
 
Rich, A. (1987). Nacida de mujer. Barcelona: Noguer. 
 
Rivera, M.M. (1994). Nombrar el mundo en femenino. Barcelona: Icaria. 
 
Savater, F. (2008). Ética como amor propio. Barcelona: Editorial Ariel. 
 
Sendón de León, V. (2000). ¿Qué es el feminismo de la diferencia? 
 
Violi, P. (1991). El infinito singular. Madrid: Cátedra. 
 
Woolf, V. (2003). Un cuarto propio. Madrid: Horas y Horas.

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