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AL ALBA DE LA MEDIANOCHE JOSHUA J. CROSS Un oscuro secreto familiar aguarda a ser desvelado Título original: Al Alba de la Medianoche Copyright © Joshua J. Cross, 2022 Copyright fotografía y diseño de la cubierta © Joshua J. Cross, 2022 Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, quedan rigurosamente prohibidos la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación, u otros métodos, así como el tratamiento informático, sin la autorización previa y escrita de los titulares del copyright . Para mis padres ÍNDICE CAPÍTULO UNO CAPÍTULO DOS CAPÍTULO TRES CAPÍTULO CUATRO CAPÍTULO CINCO CAPÍTULO SEIS CAPÍTULO SIETE CAPÍTULO OCHO CAPÍTULO NUEVE CAPÍTULO DIEZ CAPÍTULO ONCE CAPÍTULO DOCE CAPÍTULO TRECE CAPÍTULO CATORCE CAPÍTULO QUINCE CAPÍTULO DIECISÉIS CAPÍTULO DIECISIETE EPÍLOGO El eco del recuerdo lejano de aquellas voces fantasmales retornaba a su mente como el desquiciante golpeteo de un martillo de fuego. Su aliento cautivo entre los muros de una prisión. Exánime. En sus ojos, el reflejo de una danza macabra trazada a modo de acuarelas revestidas de un semblante ígneo. Su cuerpo castigado sobre la madera ennegrecida logró reunir la voluntad necesaria para un postrero esfuerzo. A pesar de las heridas, consiguió ponerse en pie y alcanzar la escalera para ascender al primer piso. La sangre perdida y el dolor que le consumía no fueron suficiente para impedirle avanzar a través del corredor sumido en tinieblas de ceniza. Repiques ensordecidos latían en el interior de su cabeza mientras contemplaba la pequeña cama vacía situada al fondo del dormitorio. El aire viciado por las cenizas en ascuas abrasaba sus entrañas con cada inhalación, tan dolorosas como el beso de un puñal incandescente desgarrando sus pulmones. Esquivó a su paso los restos carbonizados de un tiempo ya lejano y recogió en una pequeña caja de madera un par de bobinas de metal candente que rescató de la profundidad del corredor; a continuación regresó a la planta baja como un alma que es llevada hacia el patíbulo y se dejó caer desconsolado sobre el hogar. Las yemas de sus dedos amenazaban con derretirse antes de permitirle despejar el camino hacia un atisbo de salvación. Lo único que debía hacer era alcanzar el piano de su esposa. Solo eso. Algo tan sencillo como alcanzar un piano. Aunque, llegado hasta ese punto, quizá ni siquiera tuviera derecho a un último consuelo previo al desenlace que el destino había esbozado para él hacía ya demasiado tiempo. De algún modo, sentía que así debía ser su final. Que se lo merecía. Sin embargo, la trampilla cedió, y una corriente de aire gélido exhaló desde el interior del pasadizo avivando con ello las garras que desde el infierno desatado en su hogar se arrojaban sobre su cuerpo justo en el instante en que cruzaba agazapado a través del oscuro umbral que alimentaba su lánguida esperanza; lenguas de fuego que se derramaban a su espalda conforme los trazos de un vago recuerdo se afanaban en iluminar aquel sendero de tinieblas. Sentía su cuerpo derrotado y apaleado sobre la tierra húmeda al tiempo que escuchaba los compases de una melodía funesta emerger desde las profundidades de su espíritu. Llevado por aquel canto de sepulcral dicción, comenzó a caminar trabajosamente reposando sus manos desgarradas y tumefactas sobre los muros ásperos. Notaba cómo las fuerzas le abandonaban con cada paso, cómo la vida se escapaba un poco más con cada nueva gota de sangre que derramaba, con cada aliento, que siempre parecía ser el último; en el fondo deseaba que así fuera. Cúmulos de polvo ensangrentados se revolvían en sus entrañas mientras arrastraba su cuerpo maltrecho a través del sendero marcado sobre aquel suelo congelado. Se había convertido en un cadáver danzante entre los muros de la antesala del averno. Ya no sentía nada, ni su cuerpo, ni su alma. Nada. Tampoco fue capaz de sentir cómo la pequeña caja de madera había resbalado, metros atrás, de entre sus manos derretidas, y yacía ahora en soledad, sobre la tierra, como un diminuto ataúd atesorando su último aliento de vida. Una vez hubo alcanzado el final de aquel angosto túnel, asomó su rostro a la tiniebla azulada y pudo sentir la suave palidez de la luna acariciando su piel calcinada. Entonces, se dejó caer, rendido. Sus ojos clavados sobre las perlas de plata que, al igual que un llanto resplandeciente, se descolgaban desde la humedad de la hojarasca. Llovía con tal intensidad que le resultaba complicado recordar una noche igual, pero nunca como en ese instante le había importado tan poco que la tormenta descargara sobre su cuerpo tal furia acumulada. Una tímida risa rebosante de ironía asomó en sus labios mientras lágrimas de ceniza se escapaban por la comisura de sus párpados. Sin saber muy bien cómo, logró incorporarse venciendo su agonía y comenzó a arrastrar los pies por medio de un paso lento y moribundo, languideciendo a través de la arboleda poblada de matorrales y de robustos vigías centenarios que, en aquel momento de sus vidas, parecían haberse erigido en guardianes a las puertas de un destino ya rubricado. Una vez hubo atravesado la espesura, se abrió ante él, como si de una burla cruel se tratase, un lienzo trazado a tiento fino en el que montañas de picos escarpados, escondidas parcialmente bajo el manto de una bruma fantasmal, montaban guardia al umbral de un espejo de aguas opacas sobre el que la mortecina luz de la luna se reflejaba igual que un lazo de guirnaldas plateadas. El ligero murmullo procedente de la oscuridad, alimentado por la tormenta, parecía entonar un canto de sirenas al ritmo de un letárgico baile de máscaras sin rostro. Sus ojos cristalizaron contemplando el manto turbio extendido al frente; parecía que aquel lugar representase el único en el mundo capaz de poner fin a su calvario. Caminó llevado por su dolor hasta que sus piernas flaquearon de pura extenuación y ya solo pudo arrastrarse sobre el fango para alcanzar la orilla de aquel paño de tinieblas. Se adentró en la gélida opacidad buscando en ella la purificación de un nuevo renacer y, cuando las aguas cubrieron la mayor parte de su cuerpo, se entregó a su merced mientras los últimos restos de vida anunciaron su reposo en forma de exhalación póstuma. El cuerpo yacía inerte mecido al son marcado por la brisa erigida en vestigio de la tormenta ya pasada. La luna en su labor de testigo omnipresente, muda y espectadora del discurrir de los acontecimientos del mundo desde su atalaya infinita. Poco a poco, fue arrastrado hacia el interior del lago hasta que allí, tras un tiempo en que el silencio parecía repicar entre las montañas igual que alaridos de otro mundo, el cuerpo se hundió al alba de la medianoche entre las fauces de aquel pozo de sombras, dejando el lugar sumergido en su propia soledad, bajo la mirada del incesante parpadeo de las estrellas y del lejano aullido de los lobos durante aquella madrugada de luna llena. CAPÍTULO UNO Londres, noviembre de 2019. Aquella fría mañana de noviembre había amanecido envuelta en el abrazo plomizo de un cielo que extendía sus tentáculos neblinosos sobre la ciudadela de hormigón. La lluvia caía con fuerza desde la noche, casi incluso con cierta rabia, y se clavaba contra la chapa del vehículo igual que afiladas puntas de cristal. Los limpiaparabrisas del pequeño utilitario apenas daban abasto para achicar la gran cantidad de agua que se acumulaba. La conducción se volvía peligrosa por segundos. En cada ocasión que algún semáforo le cerraba el paso, Adrian aprovechaba los segundos muertos para reflexionar acerca del inexplicable motivo por el que la mayoría de las personas parecían volverse irracionalmente temerarias bajo aquellas condiciones meteorológicas. Tal vez fuera porel influjo de la luna combinado con el efecto de los rayos de un sol adormecido o, quizá se debiera al efecto que sobre la mente humana pudiera ser capaz de provocar cualquiera de las posibles alineaciones de los planetas; fuera cual fuese el motivo, solo estaba seguro de una cosa: su odio enardecido a la conducción bajo la lluvia. Pasaban dos minutos de las once de la mañana cuando rebasó el umbral de la puerta de entrada al hospital y se dirigió hasta la recepción, donde una muchacha de mirada espabilada a la par que distraída rebuscaba frenética entre lo que, a juzgar por algunas de sus palabras cazadas al viento, parecían ser impresos informáticos sobre altas hospitalarias. —Buenos días, mi nombre es Adrian Ferguson. Me han llamado ustedes hace casi una hora insistiendo en que acudiese lo antes posible. Al parecer se trata de un problema con mi padre… La joven recepcionista levantó la cabeza de entre los archivos durante un par de segundos y, con la mirada entornada, pareció escanear el semblante de Adrian como si no tuviera la más mínima idea sobre aquello de lo que le hablaba, hasta que, de repente, sus ojos se abrieron como platos y saltó de su asiento igual que un resorte. —¡Perdone, sí… ahora me doy cuenta de usted, señor Ferguson…, sí! — exclamó de forma exagerada mientras recolocaba con táctica embarullada la montaña de impresos—. Es usted el hijo del señor Phineas Ferguson, claro. Disculpe, esta mañana andamos todos muy revueltos en el hospital. La red informática se nos ha venido abajo y… bueno, ya sabe lo que eso significa. ¡Viva la era de la tecnología!... o eso dicen, ¿verdad? En fin, si hace usted el favor de acompañarme… Adrian escuchaba con impaciente respeto el discurso de la joven trabajadora mientras recorría a través de miradas furtivas los entresijos del laberinto de pasillos que se abría a sus pies. —Entiendo, señorita. Espero que puedan solucionar pronto el problema —respondió en un intento de finiquitar con rapidez el asunto. —Ay, pues no sé yo qué decirle, la verdad, porque el técnico nos ha comentado que mientras no amaine el temporal… ¡Y llevamos así dos días! ¿Se lo puede usted imaginar? Adrian asintió y sonrió con disciplinada inquietud a la vista de la verborrea de la que hacía gala la joven. —Disculpe usted, señorita… —Dígame, señor Ferguson… —la muchacha, súbitamente ruborizada, detuvo sus pasos, talmente parecía que hubiese visto un fantasma—. ¡Vaya, suena igual que si estuviese hablando con su padre y, en cambio, es usted tan joven!... Se me hace realmente extraño dirigirme a usted como «señor Ferguson». —No se deje engañar por las apariencias, señorita, pero si le resulta menos violento, puede usted llamarme Adrian. —¡Oh, no no, ni hablar, señor! Son las normas del hospital. Esa es la forma en que debo referirme a usted. «Señor Ferguson», por muy extraño que me resulte. —Pues si esas son las normas..., por mí puede usted saltárselas con total impunidad. La joven trabajadora inclinó la cabeza y sonrió tímidamente para sí, pero, de repente, detuvo de nuevo el paso; su rostro se descompuso en un segundo. —Vaya, lo siento señor Ferguson, discúlpeme por favor —dijo sobrecogida—, me acabo de dar cuenta que hace un momento iba usted a decirme algo y… yo no he hecho más que hablarle de mis tonterías... Por favor, no quiero que piense que soy una charlatana maleducada. La verdad es que llevo aquí solo dos días y… —Vaya, justo el mismo tiempo que lleva grogui el sistema informático… —dijo Adrian, gracioso. La muchacha se encogió de hombros; sus mofletes igual que cerezas. —No se preocupe, solo bromeaba, señorita… —Evans, señor Ferguson. Señorita Juliette Evans. Adrian llenó de aire sus pulmones y trató de retomar el pulso de su, nuevamente interrumpido, turno de oración. —Un placer señorita Evans y… si me permite el consejo, no debe usted preocuparse. Todos hemos sufrido las inclemencias propias de un primer día, o segundo, en su caso. Ya verá que la tormenta acabará escampando. —No sabe usted cuánto agradezco sus palabras, señor Ferguson. Ojalá todo el mundo fuera igual de comprensivo con esta humilde y atolondrada novata —sonrió Juliette Evans. —No tiene que agradecerme nada. Se lo digo con absoluta sinceridad. Y ahora, si me hace el favor, me gustaría saber qué es lo que ha sucedido con mi padre. La persona que me ha atendido por teléfono parecía bastante alterada y no ha sabido explicarme nada más allá de unos pocos detalles. La joven asintió complaciente, pero en esta ocasión una mueca de impotencia ensombreció la candidez de su rostro. —Señor Ferguson, lo siento, pero creo que en eso no puedo ayudarle. Desconozco los pormenores del asunto. Solo puedo decirle que la doctora Dafoe le aguarda en su despacho. Ella le informará de todo. Adrian asintió resignado. —No se preocupe, señorita Evans. Le agradezco la sinceridad y su cercanía. Por un momento ha logrado incluso que me olvide del hecho de estar en un hospital. —Gracias a usted, señor Ferguson —sonrió la joven. El despacho de la doctora Dafoe se encontraba al fondo de un largo pasillo iluminado por varios fluorescentes a los que, a juzgar por sus incesantes parpadeos, no les restaba demasiado para disfrutar de su merecida jubilación. La puerta estaba entreabierta y una débil corriente de aire se filtraba a través del resquicio. —Doctora Dafoe —llamó la joven desde la entrada, con voz temblorosa —, está aquí el señor Ferguson… —Gracias, señorita Evans. Dígale que pase, por favor —respondió la doctora sin apartar la vista de los papeles de su mesa. Juliette Evans abrió la puerta por completo y se hizo a un lado para que, a un gesto de su brazo, Adrian pudiera adentrarse en el despacho. Cuando cruzó frente a ella, la muchacha le dedicó un gesto de complicidad que él aceptó de buen grado. —Que vaya todo bien —susurró. —Adelante, señor Ferguson —invitó la doctora—. Por favor, cierre la puerta y tome asiento si es usted tan amable. La doctora Dafoe se levantó de su silla y rodeó el escritorio mientras se ajustaba la bata desabrochada antes de rescatar una carpeta del fondo de un archivador situado al otro lado del despacho; después, tomó asiento de nuevo y apoyó los codos sobre la mesa entrelazando los dedos a la altura de su rostro, descansó la barbilla sobre ambas manos al tiempo que clavaba la mirada sobre los ojos inquisitivos de Adrian y emitió un suspiro que anunciaba marejada. —Verá, señor Ferguson —comenzó mientras abría la carpeta—. El estado de su padre ha empeorado sensiblemente desde la última vez que hemos hablado. A lo largo de estos días creíamos haber visto avances positivos en su enfermedad, pero… en las últimas horas todo se ha venido abajo igual que un castillo de naipes. La verdad es que ninguno de mis compañeros, ni yo misma, hemos sido capaces de hallar una explicación. No existe una causa concreta, es algo que ha sucedido, sin más, y… aunque hacemos todo lo posible, no logramos revertir la situación. —Entonces, me está usted diciendo que… —Lo que trato de decirle es que no sabemos a ciencia cierta lo que sucederá a partir de ahora con su padre. En resumidas cuentas, desconocemos cuáles son sus posibilidades reales de recuperación…, si es que las hubiera… La doctora Dafoe apretó los labios y a continuación relajó la expresión de su rostro, esbozando un gesto de empatía. —Por favor, disculpe usted por mi franqueza…, ya sabe que no me gusta andar por las ramas… —dijo en tono más conciliador. —Sí, sí… lo comprendo, no se preocupe, doctora. —Verá, tal y como está ahora mismo la situación… su padre podría disfrutar de varios días, quizá semanas, pero… por otro lado, el tratamiento podría funcionar y ayudarle a seguir adelante durante varios meses, o puede incluso que algún año. Es un caso particular que está resultando altamente impredecible, debo decírselo con claridad. Los estudios al respecto de esta enfermedad son continuos y esperanzadores, pero siguen siendo insuficientes para dar con un tratamiento certero. —Entiendo, doctora, pero… ¿Qué es exactamentelo que ha ocurrido con mi padre? Cuando me han llamado esta mañana parecían realmente preocupados… ¿A qué se debe tanta alarma al respecto? La doctora Dafoe, aprovechando la pausa de un profundo suspiro, procuró meditar sus palabras durante unos segundos antes de responder. —Señor Ferguson…, hace dos noches su padre comenzó a delirar gravemente. Los enfermeros afirman haberle escuchado balbucear palabras inconexas y sin sentido, algo sobre demonios…, casas encantadas y pasadizos secretos. La verdad es que no sé cómo podría explicárselo de forma que usted lo entienda… Estaba muy alterado, como nunca antes. Adrian escuchaba con atención las explicaciones de la doctora, que parecía verdaderamente preocupada, incluso asustada, oyendo aquellas palabras salir de su propia boca. —Pero eso no es todo, señor Ferguson. Conforme su estado mental empeoraba, la agresividad se hizo patente llegando incluso a agredir a dos de nuestros enfermeros. —¡Dios mío!... lo siento de veras, doctora ¿Se encuentran bien sus enfermeros? —preguntó Adrian, azorado a causa de aquellas afirmaciones —. No sabe usted cuánto lo lamento… La doctora sonrió complaciente. —No se preocupe, tan solo han sido unos pequeños rasguños sin mayor importancia. Al fin y al cabo son dos muchachos jóvenes y fuertes… además, no es el primer caso. Podría decirse que están acostumbrados. —Me tranquiliza oír eso. Pero de todas formas, hablaré con él. Es extraño que se comporte así. Mi padre siempre ha tenido mucho carácter, ¡qué les voy a decir a ustedes!, pero… nunca había ido más allá de palabras o gestos airados… La doctora Dafoe sonrió de nuevo, comprensiva, sin embargo había un rasgo de disconformidad en su mirada. —Es la enfermedad, señor Ferguson, no le dé más vueltas. Si me permite el consejo, procure no culpabilizarse, y tampoco a su padre, pero…, volviendo a lo que nos ocupa y sin intención de inmiscuirme en asuntos que no me incumben, le recomendaría que conversara con él, pero hágalo de un modo sosegado, no le agobie, olvídese de lo sucedido con los enfermeros. Solo hable con él; pueden hacerlo sobre su vida, su relación padre e hijo…, incluso podrían conversar acerca de su difunta esposa. Lo que su padre necesita ahora mismo es recuperar imágenes y momentos agradables de su vida, reencontrarse con su propia identidad —la doctora realizó una pausa que aprovechó para observar a Adrian con aire respetuoso sin dejar de lado un tono melancólico—. Disculpe que insista pero…, creo que en este momento le haría un gran bien recordar a su esposa. Por lo que he podido averiguar, y sin ánimo de caer en simples obviedades, parece haber sido un pilar fundamental en su vida. *** Adrian Ferguson no podía evitar sentir que los pasillos de aquel hospital le recordasen a una retorcida trampa para ratones. Tras abandonar el despacho de la doctora Dafoe, se dirigió hacia la escalera central, que conducía hacia las habitaciones del último piso. Conforme subía los peldaños, trataba de representar en su cabeza el momento en que abordaría la conversación con su padre; se preguntaba cómo sería aquel instante en que recordasen los escasos momentos en que la palabra familia aún formaba parte de su vocabulario de uso diario. Durante los últimos años no habían sido capaces de mantener precisamente la relación más idónea. La distancia había hecho mella, y no parecía que hubiese ningún motivo para que eso cambiase; ni siquiera entonces. —Papá… —dijo delicadamente al mismo tiempo que, desde el umbral, asomaba la cabeza al interior de la habitación. Afuera había escampado, y la templada luz del sol de mediodía se filtraba a través de una delgada cortina de hilo blanco impregnando la sala de una atmósfera letárgica. Silencio. Adrian se adelantó unos pasos y cerró con cuidado la puerta a su espalda procurando emitir el menor ruido posible; a continuación se acercó hasta la cama donde su padre parecía descansar de forma apacible y tomó asiento en la butaca situada a su lado. Su mirada se desvió, como si tuviese vida propia, hacia el bulto que descansaba sobre la mesilla situada a la vera de la cama. Le había traído ese libro en su última visita y, al parecer, ni siquiera se había molestado en liberarlo de su prisión de celofán. En ese momento, Phineas Ferguson abrió súbitamente los ojos, que se clavaron sobre el techo desnudo de la habitación; después inclinó la cabeza hacia la butaca y entonces asomó en su rostro un gesto de sorpresa enmascarado en una mueca de evidente fastidio. —Ya decía yo que había notado cómo alguien me tapaba el sol. ¿No podías haberte puesto al otro lado? —Buenos días para ti también, papá. Ya veo que te encuentras mejor — dijo Adrian inclinándose hacia la cama. Phineas Ferguson observó irónico a su hijo. —Me encuentro perfectamente. A decir verdad, nunca en mi vida he estado mejor. Son estos carceleros disfrazados de loqueros quienes se empeñan en hacerme creer que me ocurre algo. —Papá, ellos están aquí para ayudarte. —¿Ayudarme? Me tienen encerrado como si fuera un criminal. Debería estar en mi casa trabajando en mis asuntos y no perdiendo el tiempo tirado en esta colchoneta vieja y pegajosa que ellos, haciendo gala de toda la desvergüenza que corre por sus venas, se atreven a llamar cama. Adrian se reclinó sobre la butaca y desvió la mirada hacia la entrada; trataba de buscar la oportunidad de reconducir la conversación. —Veo que aún no has abierto el último libro que te regalé…, es de tu autor favorito: T.R. Doyle. Phineas Ferguson desvió molesto la mirada hacia la mesilla. La luz que atravesaba la cristalera se reflejaba en sus ojos como el semblante de un recuerdo fantasmal. —Ya sé que es de mi autor favorito… —Bueno, eso significa que al menos has tenido la tentación de leerlo — sonrió Adrian. —Conozco muy bien la historia…, no necesito leer el libro —respondió su padre tornando la espalda hacia la luz de la cristalera. —Entonces, has leído la sinopsis… —observó Adrian con las cejas arqueadas. —He dicho que conozco la historia, no que haya leído ninguna sinopsis, hijo. Deberías escuchar mejor. Adrian inclinó el rostro y suspiró resignado. —Bueno…, supongo que lo dejarás para otro momento. En esta ocasión fue Phineas Ferguson quien dejó escapar un lánguido suspiro. —He notado algo extraño en tu voz —comenzó—. Así que…, dime. No creo que hayas venido hasta aquí solo para echarme la bronca por no haber leído el último libro de mi «autor favorito». Adrian tomó aire y se inclinó de nuevo hacia la cama. —Me han dicho que has tenido problemas últimamente. Phineas Ferguson rio mordaz. —Hijo… he tenido problemas durante todos y cada uno de los días de mi vida. Eso le ocurre a todo hijo de vecino. Se llama vivir, ¿lo sabías? ¿Lo sabe esta gente? —dijo mientras golpeaba el colchón con impotencia encendida. —Papá, sabes perfectamente a qué me refiero. Siempre lo has sabido. Pero…, supongo que esto tampoco quieres verlo, igual que tantas cosas. Phineas Ferguson torció el gesto, contrariado. Emitió un frágil suspiro y pareció arrancar en sus ojos un ligero conato de hastío. —Tan solo soy capaz de ver aquello que se deja ver. El resto forma parte de terrenos en los que no soy precisamente un experto. —Está bien, papá, está bien. Resulta evidente que no te apetece hablar..., solo protestar —dijo Adrian a la vez que se levantaba de la butaca para dirigirse hacia el ventanal. Su padre le acompañaba con la mirada. —Vaya… parece que así funciona esto para ti, ¿no es así, hijo? Cuando te apetece debo estar disponible y preparado, sin embargo, cuando el señor desea romper con todo y olvidarse de su familia sin preocuparse de que esta pudiera necesitarle… claro, entonces aquí no pasa nada. Adrian se volvió hacia su padre. El gesto contrariado. —¿De qué demonios estás hablando? —Te fuiste en el momento menos indicado; desapareciste cuando más te necesitaba. —Vamos, no digas tonterías —respondió Adrian, ceñudo, tornando el rostro de nuevo hacia la ventana. Cuando apartó las cortinas pudo apreciar el semblantedecepcionado de su padre recortado sobre la lámina de cristal. —Mamá todavía estaba bien cuando me fui a Los Ángeles. Phineas Ferguson negó con la cabeza. —No. Ya estaba enferma… desde hacía tiempo. Ella lo sabía, aunque me lo ocultó casi hasta el final. —Nos lo ocultó a los dos —rebatió Adrian—. Ella estaba de acuerdo conmigo, insistió en que me fuera; dijo que no debía dejar escapar la oportunidad, que algunos trenes solo pasan una vez en la vida. —Querías convertirte en un gran director, y ¿qué mejor lugar para lograrlo que La Meca del Cine?... Eso puedo entenderlo, pero hay momentos mejores que otros para hacer algunas cosas, hijo. —Papá, por favor… —farfulló Adrian con la vista clavada en el infinito más allá del cristal. Phineas Ferguson inclinó la cabeza y proyectó la mirada sobre sus manos, ajadas y retorcidas por tantos años y tanta vida entregados a la fábrica. —No hay ni un solo día en que no me acuerde de ella —dijo. —Lo sé, papá. A mí me pasa lo mismo. Phineas Ferguson alargó el brazo derecho para recoger un reloj de pulsera de la mesita situada al lado de la cama y dedicó unos segundos a observarlo, melancólico, mientras jugueteaba con el mecanismo de cuerda. —A veces me paso el día dándole marcha atrás a las manecillas del reloj, ¿sabes? Intento con ello volver atrás en el tiempo. Nunca funciona, aunque… mantengo la esperanza de que algún día pueda lograrlo —explicó mientras depositaba de nuevo el reloj sobre la mesita. —¿Cómo os conocisteis mamá y tú? —preguntó Adrian sin apartar el rostro de la ventana. —¿Disculpa?... —respondió su padre con un gesto confuso dibujado en su rostro. Adrian se volvió hacia la habitación y se dirigió a tomar asiento de nuevo en la butaca situada a la vera de la cama. —Me gustaría saber cómo os conocisteis mamá y tú. Phineas Ferguson, visiblemente inquieto, apartó su rostro de la mirada inquisitiva de su hijo. Su respiración se había vuelto acelerada y su mirada se mostraba esquiva, recorriendo nerviosa las paredes blancas de la habitación como buscando una escapatoria invisible a través de la que salir huyendo. —¿Se puede saber por qué me haces ahora esa pregunta? —respondió a regañadientes—. Después de tanto tiempo… Te lo han dicho ellos, ¿verdad? Te han dicho esos matasanos que hables conmigo, ¿no es eso? Quieren que hablemos de mamá —gruñó—. Te han sorbido el seso con demasiada facilidad. Eres un blandengue. Adrian esbozó media sonrisa; se preguntaba, a la vista de tan lúcida reflexión, dónde se habían quedado aquellos delirios argumentados por la doctora Dafoe. —¿Y qué más daría si así fuera? De todas formas, nunca hemos hablado de ello. ¿Por qué, papá? —¡No lo sé, Adrian, no lo sé!… —protestó Phineas Ferguson—. Supongo que me ha resultado imposible hallar el momento adecuado. —Bien, pues… —comenzó Adrian entrelazando las manos sobre el hueco abierto entre sus piernas cruzadas e inclinándose hacia su padre—, creo que ahora es tan buen momento como cualquier otro, así que… ¿Cómo os conocisteis mamá y tú? Phineas Ferguson tomó aire y liberó un enérgico suspiro cargado de resignación mientras aprovechaba los segundos para reorganizar los recuerdos en su cabeza. —Fue hace mucho tiempo, hijo… —se disculpó. —Me lo imaginaba, papá —dijo Adrian, simpático—, pero estoy seguro de que harás un buen uso de tu memoria —zanjó, manteniendo en su mirada un claro gesto de determinación. En esta ocasión el silencio se adueñó de la habitación durante un largo instante, y el primero en romperlo fue un mirlo que, desde el alféizar de alguna de las ventanas vecinas, había decidido emprender un canto de serenatas. —Está bien hijo. Por favor, ayúdame a levantarme. Si continúo un minuto más encima de este saco de tierra reblandecida voy a terminar criando setas. Y puedes tener claro que serán altamente venenosas. —Cómo no, papá. Adrian vistió a su padre con su albornoz y le acompañó a tomar asiento sobre un viejo sillón tapizado en piel granate que lucía con orgullo su desgastado brillo y que se hallaba situado en un rincón junto al ventanal. La claridad reflejada sobre la piel del anciano evidenciaba el rastro del tiempo encubierto por la penumbra. La cicatriz en uno de sus pómulos manifestaba en esplendor su profundidad bajo el manto mortecino. —Verás, Adrian. ¿Has oído hablar alguna vez de los amores de verano? —Claro, papá. Por supuesto —respondió mientras aproximaba la butaca y tomaba asiento frente a su padre. —Precisamente eso fue lo nuestro: un amor de verano —continuó Phineas Ferguson—, o al menos, un amor nacido durante esa estación del año. Fue una de esas extrañas ocasiones en la vida en que te encuentras con alguien que, a pesar de todo lo malo y de todos los obstáculos, es capaz de aferrarse a ti de una forma tan sólida como inesperada… »Tu madre y yo nos conocimos en el mes de agosto de 1963, un año que marcaría un punto de inflexión en la historia de mi vida, en la de tu madre y… también en la de otras personas que compartieron aquellos días a nuestro lado; grandes amigos que, sin pretenderlo realmente, nos llevaron de la mano a través de un inesperado viaje salpicado por las sombras del pasado y las luces de lo imposible. Quizá te preguntes por cuál fue el papel que aquellas personas tuvieron en nuestra historia, y sería normal que lo hicieras, porque incluso tu madre y yo nos estuvimos haciendo esa misma pregunta durante la mayor parte de nuestra vida juntos, hasta que un día nos dimos cuenta. La respuesta había estado delante de nosotros durante todo el tiempo, desde el principio. »Posiblemente seas aún demasiado joven para haberlo experimentado, pero llega un momento en la vida en que muchas de aquellas cosas en las que creías comienzan a derrumbarse por su propio peso, o más bien, por la carencia de este; sin embargo, al mismo tiempo, como si se tratase de mantener el equilibrio entre dos fuerzas invisibles, otras muchas cosas a las que no dabas crédito se empeñan en volverse cada vez más y más palpables, llegando incluso en algunas ocasiones a convertirse en una realidad incuestionable. Tangibles... Phineas Ferguson elevó el rostro hacia la claridad que penetraba por la ventana y dejó que su mirada se perdiese en el infinito. Sus ojos parecían revestidos de una luz casi sobrenatural. —¿Crees en el destino, Adrian? —preguntó misterioso—. Si no sabes qué responder, quizá después de escuchar la siguiente historia te resulte un poco más sencillo hallar la respuesta. CAPÍTULO DOS Manchester, verano de 1963. Como era de costumbre, llegado el mes de agosto, la familia Dawson preparaba con alboroto sus maletas. Estas se encontraban repletas de ilusiones, hambre de diversión y anhelo de un descanso merecido. Al igual que otras muchas familias, los Dawson deseaban cambiar de aires durante un tiempo y alejar sus pensamientos de las preocupaciones rutinarias dejando de lado el ajetreado ritmo de la vida urbana; así había sido durante los últimos siete años, y aquel verano no iba a ser una excepción. En el caso concreto de la familia Dawson, su intención era zambullirse en el sosiego y la paz que se respiran en Riverdown, un pequeño pueblo situado a escasa distancia de la costa. *** El muchacho dormía en profundidad cuando la casa se vio envuelta en el cálido abrazo del embriagador aroma a pan recién tostado y cacao templado que ascendía desde la cocina estimulando su olfato extremadamente sensible. En menos de lo que se tarda en estornudar, Tom abrió los ojos seducido por aquel confortable perfume, igual que si se tratase del hipnótico canto de una sirena. La débil claridad de un sol madrugador que se mostraba aún demasiado tímido lograba penetrar a duras penas entre las rendijas de la persiana. Numerosos goterones de luz dorada salpicaban las paredes y el suelo de la habitación como huellas delatoras de algún misterioso visitante nocturno. El aroma del desayuno recién hecho terminó por despertar el interés de las papilas gustativas de Tom y el gusanilloen un estómago que no había probado bocado desde hacía ya demasiadas horas. A pesar de la intensa tentación, no fue aquel un despertar particularmente ágil; no en vano, entre las muchas cualidades del muchacho no figuraba el desembarazarse de las sábanas en cuanto el despertador comienza a interrumpir, con su irritante griterío, el profundo silencio del descanso aletargado. Con parsimoniosa lentitud, giró sobre sí mismo y se recostó sobre el lado izquierdo procurando que las sábanas le llegasen bien arriba, cubriéndole la cabeza casi por completo, mientras se acomodaba entre el calor acumulado durante la noche. La única tentación en la que estaba dispuesto a caer era la de alargar un poco más aquel momento dulce situado a medio camino entre el dormitar profundo y el despertar perezoso. De repente, un fuerte golpe, como si las paredes de la casa se viniesen abajo, sacudió la modorra de Tom. —Vamos, renacuajo, más te vale espabilar si no quieres quedarte sin desayuno. ¿Te apuestas algo? —advirtió desde el pasillo, justo al otro lado de la puerta, una voz aguda y cargante con cierto deje repelente en su entonación. Ante aquellas amenazadoras palabras pronunciadas por su hermana, Tom decidió llevar a cabo un sobrehumano esfuerzo y, con las sábanas colgando de su hombro derecho igual que si ellas mismas tratasen de retenerle entre sus costuras, logró incorporarse lentamente con los ojos tan cerrados como una sastrería en domingo. Se mantuvo así, sentado sobre el borde del colchón, testigo de su propia lucha entre las dos fuerzas más poderosas que en aquel instante existían sobre la faz de la Tierra. La claridad que penetraba a través de los estrechos resquicios de la ventana atravesaba el aire dibujando cuchillas de luz, rasgando con sus hojas afiladas la agonizante tiniebla en que se hallaba sumido el dormitorio. Tom se incorporó pesadamente sobre sus flacuchas piernas y se vistió con las ropas que la noche anterior había depositado a su libre albedrío sobre la silla situada junto al ropero. Su pelo negro azabache, revuelto de forma asilvestrada, recordaba a una bola de estropajo de esparto que hubiera sido atropellada por un camión en reiteradas ocasiones. Se dirigió hacia la ventana, extendió su brazo derecho hasta alcanzar la correa de la persiana y tiró de ella lo justo para alzarla tímidamente dejando paso a una deslumbrante ráfaga de luz que se clavó en sus ojos con la fuerza de un puñal incandescente. Tras apartar su rostro de aquel intenso resplandor, y con somnolencia casi perenne, procedió a despegar lentamente los párpados hasta que, poco a poco, logró acostumbrar sus ojos a la oscura claridad que, segundos después, se transformó en un cegador baño de luz que inundó la habitación cuando Tom decidió tirar nuevamente de la correa con tal decisión que los rayos de sol penetraron con la misma pujanza con que un río desbordado atraviesa las compuertas de una presa. El muchacho se vio obligado a cerrar de nuevo sus ojos, los apretó con fuerza y, esbozando una mueca de rechazo, alejó su rostro de aquella fuente de luz cegadora en que se había convertido la ventana de su dormitorio. Transcurrida una espera prudencial, volvió de nuevo su rostro hacia la claridad y abrió de par en par las hojas de la ventana con el fin de permitir que el aire viciado acumulado durante la noche pudiera renovarse. *** Tom recorrió atolondrado el pasillo mientras daba tumbos de lado a lado evidenciando sin rubor su estado soporífero, que parecía dispuesto a acompañarle hasta el fin de los días. Así, de aquel modo peculiar, logró recorrer la distancia que le separaba de la cocina; allí se encontraba su madre, Helena Dawson, que en aquellos momentos se disponía a prepararse una generosa taza de café, mientras que, sentada a la mesa, su hermana Abigail se disponía a abordar, con sus dedos pálidos y afilados de pianista, el desayuno cuyo aroma había estimulado el estómago de Tom con mayor celeridad que a sus piernas. —Te dije que si no espabilabas te quedarías sin desayuno —le recordó Abigail dispuesta a cumplir con su amenaza. Su rostro recortado tras una cortina de pelo tan negro como el de su hermano. —¡Abigail! —pronunció Helena Dawson con firmeza—. No provoques a tu hermano. Lo único que lograrás es que coma a toda prisa y luego el desayuno le haga daño. Abigail agitó la cabeza y esbozó un gesto de indiferencia aprovechando que Tom pasaba por su lado. —Eso le ocurre porque se empeña en comportarse igual que un bebé, un renacuajo que se pasa el día durmiendo y encima no sabe comer. ¿Verdad que eres un niño muy pero que muy pequeñito? —replicó Abigail, burlona y entonando de forma ridícula mientras se recreaba pellizcando a cinco dedos la mejilla de su hermano, que la observaba como pensando: «Qué mal te han sentado los quince años.» —Déjalo ya, por favor —insistió Helena Dawson. Tom se sentó a la mesa justo en la posición enfrentada al lugar ocupado por su hermana, procurando en la medida de lo posible hacer caso omiso a sus provocaciones, a pesar de que esta le observaba con mirada felina e impasible. Desafiante. —Bebé dormilón —susurró Abigail a la vez que rubricaba sus palabras dedicándole a su hermano un irritante gesto con la lengua. —¡Abigail! ¡Por última vez! —exclamó enérgica su madre mientras tomaba asiento junto a sus dos hijos—. La verdad, ahora mismo no sé quién de los dos es el hermano pequeño. Además, veo que ya has terminado, así que, por favor, recoge tus cosas y sal de la cocina —reprendió—. Por cierto, ¿lo tienes todo listo? No quiero olvidos de última hora. —Sí mamá, desde ayer por la noche —respondió Abigail con fastidio mientras se incorporaba sujetando entre las manos su cuenco de leche vacío. —¿Y los libros del conservatorio? No quiero que los dejes por ahí tirados. —No mamá… —Aun así, estoy más que segura de que te faltarán algunas cosas por preparar antes de partir. Termina de recoger y vete a tu cuarto… Vamos. Abigail obedeció a su madre y recogió su cuenco. Pero antes de abandonar la cocina, proyectó de forma provocativa la mirada sobre su hermano, que respondió a través de un inocente gesto de desafío ante el que la muchacha se vio en la necesidad de tragar. —¿Dónde está papá? —quiso saber Tom. —Está en la sala, cielo, leyendo el periódico —respondió su madre. —No entiendo por qué lee el periódico todos los días. Es tan… aburrido. Siempre las mismas noticias, día tras día. Con una vez a la semana, o incluso al mes, sería suficiente —reflexionó el muchacho bajo la curiosa mirada de su madre—. ¿Ya ha desayunado? —Sí, hijo. Mucho antes que nosotros. Ya sabes que a tu padre le encanta despertarse a tiempo de contemplar el amanecer. Funciona con la exactitud de un reloj suizo. Tom asintió y elevó la mirada hacia uno de los ventanales de la cocina. —¿A qué hora nos vamos? —preguntó sin apartar los ojos del mundo visto a través del cristal. —En cuanto termine de hacer unas cosas y tú te hayas aseado y vestido. —Ya estoy vestido —corrigió Tom señalando sus ropas arrugadas. Helena Dawson dio un pequeño sorbo a su café mientras observaba y examinaba de arriba a abajo a su hijo evidenciando en su caída de ojos un más que evidente gesto de desaprobación. —¿En serio? ¿Pretendes salir así a la calle? ¿Con esas ropas sucias y malolientes después de haber estado todo el día de ayer revolcándote por el suelo?... Visto el preocupante tono, cada vez más agudo, que había ido adquiriendo la voz de su madre con cada nueva pregunta, Tom se limitó a asentir y a dibujar en su rostro un gesto de circunstancias. Entonces apuró su desayuno y, dejando el tazón de leche vacío sobre la mesa, salió de la cocina en dirección a su cuarto. Sin mediar palabra. *** Robert Dawson se encontraba en la sala, que además de comedor principal, ostentaba el privilegio de ser una amplia y profusa biblioteca donde era posible hallar ejemplares procedentes de cualquier rincón del mundo y cuyo contenido y variedad de géneros resultaba de lo más variopinto. No figuraban allí los tomos de relatoscortos que había escrito y publicado desde su juventud. La mayor parte de aquellos textos tenían reservado un lugar especial en el dormitorio compartido junto a su esposa. Una de las cosas con que más disfrutaba Robert Dawson en la vida era tomar el desayuno mientras se deleitaba contemplando el amanecer a través de los ventanales de la cocina, aunque para asistir a un espectáculo de tal esplendor fuera preciso madrugar sin titubeos; aquel era un sacrificio que para el patriarca de los Dawson no significaba tal, ya que durante sus años mozos había acostumbrado a desperezar los músculos por medio de un largo paseo al alba antes de acudir a trabajar en la pequeña librería de su padre, El Baúl de Carlyle, situada en el mismo centro del pueblo, en la plaza del ayuntamiento. Todavía hoy conserva esa costumbre. Aunque el antiguo establecimiento de su padre y la tranquila plaza que le habían visto corretear y crecer hayan sido sustituidas por el ajetreo y el hormigón de una moderna librería situada en el corazón de la gran ciudad. Pero hay algo más, una especie de ritual que, una vez terminado el desayuno, el librero cumple religiosamente todos los domingos, festivos y días de asueto. Con su periódico en mano, abandona la cocina y se dispone a disfrutar acurrucado cómodamente en su butaca favorita de la sala perdiéndose entre las páginas del diario. Normalmente solo lee los titulares y si acaso observa que alguna noticia es capaz de suscitar un particular interés para él, entonces se decide a profundizar en el contenido del artículo, llegando incluso a releer en varias ocasiones algunos de sus párrafos. Pero aquella mañana le resultaba imposible concentrarse en la lectura, era su segundo día de vacaciones y aguardaba con tanta ansia o incluso más si cabe que sus propios hijos el momento en que habrían de cruzar la puerta de la calle para tomar rumbo a su merecido descanso. Aquel día, la mente de Robert Dawson se encontraba muy lejos de su confortable butaca de la sala. *** Restaban quince minutos para las diez de la mañana cuando la familia Dawson cruzaba el umbral de su casa, maletas en mano, dispuesta a recorrer el medio kilómetro que les separaba de la estación. —No entiendo por qué tenemos que salir con tanta antelación. El tren no llega hasta las diez y media —protestó Abigail. —Sale a las diez y media —corrigió Robert Dawson—. Además, no sería conveniente que con todo el peso que arrastramos tuviéramos que ir corriendo a la estación —razonó—. Ni queremos ni debemos. Además, urge salir con tiempo suficiente para estar preparados en el caso de que surgiera algún problema con los billetes. —Papá… por favor, ¿qué problema podría surgir con unos billetes de tren? —Nunca está de más el ser precavido, hija. Abigail torció el gesto y bufó al tiempo que ponía los ojos en blanco. —Esta es la hora adecuada —zanjó Robert Dawson. —Tienes toda la razón, papá. Es mejor ser previsores —dijo Tom justo antes de esbozar una mueca burlona hacia su hermana. Helena Dawson cerró a cal y canto la puerta de la casa, comprobando que todas las vueltas de la llave estuvieran dadas, y dedicó un último vistazo a las ventanas del primer piso para asegurarse de que ninguna se había quedado abierta; después recogió su maleta y la familia partió rumbo hacia la estación del norte. *** Los escasos treinta minutos de espera hasta la llegada del tren se convirtieron en una pesada y lenta travesía por el tiempo, pero al fin, cuando el desaliento comenzaba a transformarse en un hormigueo insoportable en las piernas, emergió a lo lejos, insinuándose sobre la línea del horizonte, una columna de humo negro que avanzaba decidida anunciando la inminente llegada del convoy. A medida que la colosal maquinaria se aproximaba, Tom comenzó a percibir su potente ostinato, aquel ritmo repetitivo y constante del traqueteo unido a los bufidos vaporosos que emanaban a través de los poros del engendro metálico. Por alguna razón, aquello le recordaba al sonido que produce la máquina de escribir cuando su padre teclea ágilmente dando vida a los personajes que protagonizan sus relatos. —¡Qué bien, todavía es de vapor! —festejó Robert Dawson—. Es increíble, debe de ser una de las últimas… ¡Hijos, abrid bien los ojos y prestad atención, posiblemente no tendréis muchas más oportunidades para contemplar un espectáculo de este calibre! —¡Thomas, aléjate del borde, haz el favor! —ordenó Helena Dawson. La matriarca de los Dawson casi nunca utilizaba el nombre completo para referirse directamente a su hijo, de hecho, nadie en la familia lo hacía, pero si Helena Dawson pronunciaba aquellas dos sílabas con dicción esmerada, Tom sabía que su única y mejor opción en aquel instante de su vida era la de atender sin rechistar a los requerimientos de su madre. El tren se adentró en la estación bañando con un chorro de vapor fulgurante las piernas de quienes se encontraban sobre el andén aguardando su llegada. Al detenerse, un ensordecedor rechinar neutralizó cualquier otro sonido que hubiera podido producirse en varios metros a la redonda, obligando a Tom a apretar los dientes y a taponarse los oídos con sus dedos índices. El andén se vio inundado en un santiamén por las cenizas y el vapor que la locomotora, igual que un horno en frenesí, había filtrado a través de sus poros y rendijas sumergiendo el escenario en una densa niebla metálica. Una lluvia de minúsculas virutas carbonizadas descendía desde las nubes de humo y aterrizaba sobre los ojos ya irritados de los pasajeros que aguardaban impacientes subirse a los vagones; las mismas virutas que, por alguna misteriosa razón, mostraban una peculiar predilección por alojarse sin prejuicio alguno en el interior de las pobladas fosas nasales de algunos de los hombres más fornidos. Robert Dawson y su familia tomaron sus maletas y se dirigieron hacia los vagones de tercera, donde les aguardaban unos cómodos bancos de madera. Cuando la locomotora reemprendió la marcha, un repentino y brusco tirón sacudió los cuerpos de los pasajeros, llegando incluso algún rezagado a comprobar con sus cuartos traseros la calidad del material con que había sido fabricado el suelo del vagón. Tom, que se había acomodado en ventanilla, contemplaba cómo a medida que el tren avanzaba, la estación veía paulatinamente reducido su tamaño hasta resultar casi imperceptible a la vista, llegando a difuminarse en el horizonte cada vez más extenso al fondo de la gran recta. Abigail se dispuso entonces a amenizar el viaje con la lectura de un clásico de la literatura que había rescatado de las profundidades de la biblioteca familiar, El Perro de los Baskerville, mientras que Tom optó por distraer su mente contemplando el paisaje y contando los árboles que se encontraban por el camino o los túneles en los que se adentraban a lo largo del trayecto. *** Robert Dawson echó mano de su reloj de bolsillo. La aguja del minutero apenas rebasaba en dos minutos el mediodía cuando la familia llegó a su estación de destino. Todos los músculos del cuerpo, incluso aquellos de los que Tom había ignorado su existencia hasta aquel preciso instante, mostraban evidentes síntomas de agarrotamiento. Justo antes de abandonar su asiento, el muchacho, casi como un acto reflejo, se dispuso a estirar sus extremidades, las cuatro, imitando así el comportamiento de Nosferatu, el gato de los vecinos al que en tantas ocasiones había contemplado desde la ventana de su dormitorio realizar la misma acción y, probablemente, por el mismo motivo y con idéntico fin. —Solo te falta bufar y ponerte de uñas —se burló Abigail. —Eso ya se te da muy bien a ti, pero… ¿Quién sabe?, puede que a lo mejor te arañe. Deberías tener cuidado —respondió Tom. —Por lo que más queráis, chicos…, haced el favor y tengamos la fiesta en paz, ni siquiera hemos pisado tierra y ya os estáis peleando —reprendió Helena Dawson en un tono que pregonaba lo cerca que se hallaban sus hijos de rebasar el límite de su paciencia. —Ha empezado ella. —Me da igual quién de vosotros ha empezadoy quién ha continuado. Estas son nuestras vacaciones y mi único deseo es que transcurran en paz. No quiero riñas, discusiones absurdas, ni tampoco burlas… así que haced el favor y dejad de comportaros como si tuvieseis cinco años —zanjó su madre la cuestión. *** En cuanto la familia hubo abandonado el vagón de tercera y puesto sus pies sobre el andén de la estación, se vieron sorprendidos por el grato recibimiento de una brisa templada que lamió la piel de sus rostros e inundó sus pulmones con el salitre que cabalgaba a lomos del viento. Olía a mar. El aroma a verano emanaba incluso desde la misma tierra que les rodeaba. —Vamos, no os quedéis ahí pasmados, salgamos y busquemos un medio de transporte —apremió Robert Dawson. No resultó complicado encontrar a las puertas de la estación a varios taxistas dispuestos a prestar sus servicios, a cambio, por supuesto, de la correspondiente tarifa, pero también de una generosa propina a cargo del porte de las maletas. Sin embargo, el uso de este medio de transporte no era precisamente muy del gusto del buen librero. Siempre decía que prefería desplazarse a pie allí donde fuese necesario antes que pagar porque le carretearan igual que a un saco de patatas. Además, el nivel económico de la familia no alcanzaba para permitirse un lujo de ese tipo. Pero aquel día Robert Dawson hizo una excepción. Había decidido que se permitiría alquilar un transporte y regalar a su familia el placer de sentirse por un día igual que uno de esos ricachones, dueños de las fábricas de la ciudad, que se desplazan por las calles a bordo de su berlina particular conducida por un chófer. La conexión se hizo evidente a los ojos de Tom, que se preguntó si su padre veía a aquellos hombres poderosos como un saco de patatas. La familia se acomodó como le resultó posible en el ajustado habitáculo del taxi. No era un recorrido demasiado largo el que les separaba de la casa del abuelo, pero en aquellas apretadas condiciones, se anunciaba un viaje agónicamente interminable. A medida que el vehículo se alejaba de la estación, las aceras, los pequeños edificios y las calles empedradas fueron dando paso a un paisaje abierto, una naturaleza limpia donde predominaban las arboledas frondosas y el verde intenso de los prados desnudos que se fundía en el horizonte con el intenso azul de un cielo manchado por apenas un par de blanquecinos trazos de acuarela. Al cabo de un recorrido de unos quince minutos a bordo de aquel taxi asemejado a un tarro de sardinas, la figura de la casa en la que Robert Dawson se había criado emergió al final del camino recortando su silueta sobre el lienzo verde y azulado que perfilaban las montañas al norte. Se trataba de una vieja edificación en piedra, de dos pisos y techada en pizarra, que el librero había heredado aquel mismo año debido al fallecimiento de su padre y que, por primera vez en mucho tiempo, la familia ocuparía en solitario. La casa se encontraba en muy buenas condiciones, casi como nueva, tan solo necesitaba unos pequeños retoques en el cableado eléctrico y alguna que otra mano de pintura por aquí y por allá. Tras abonar la carrera al taxista, Robert Dawson extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta un poblado manojo de llaves que tintineaba igual que un sonajero de campanillas. Dos coquetos jardinillos, descuidados por el tiempo y enmarcados por sendos vallados de madera pintada en bermellón oscuro, flanqueaban la senda empedrada que conducía hasta la puerta principal. La familia encaminó sus pasos tras de la silueta adelantada de Robert Dawson que, una vez alcanzada la entrada, introdujo una de las llaves en la cerradura de la puerta accionando con ello el mecanismo que, tras producir un leve chasquido, dejó abierto el paso hacia el interior de la vivienda. Fue Helena Dawson quien se decidió a cruzar el umbral, seguida de sus dos hijos, que se lanzaron escaleras arriba igual que un par de gatos escaldados, mientras que el librero se mantuvo apostado a un lado de la entrada sin atreverse a dar un solo paso hacia el interior y, aparentemente, sin la mínima intención de hacerlo. Tenía los ojos clavados sobre el fondo del pasillo que nacía a sus pies y, al mismo tiempo, la mirada perdida hacia ninguna parte. —¿Qué ocurre, querido? —quiso saber Helena Dawson en cuanto se percató de que su marido se mantenía en el exterior de la entrada—. ¿Va todo bien? Robert Dawson reposó la mirada sobre su esposa y negó con la cabeza y los ojos vidriosos. —Nada. No te preocupes, cariño. Todo está bien —mintió. Robert Dawson esbozó para su esposa una esforzada mueca con aspiraciones de sonrisa despreocupada y tomó de nuevo el equipaje en sus manos decidido a adentrarse en la casa; después, con un leve toque de tacón, cerró la puerta a su espalda y abandonó las maletas a la sombra de la pared que encerraba el vestíbulo. —Será mejor que no nos quedemos parados. Me gustaría distribuir ahora los dormitorios, así podremos descansar un rato antes de ponernos manos a la obra —sugirió Helena Dawson, aunque su marido no parecía haberla escuchado. Se encontraba absorto recorriendo con sus ojos los recovecos visibles desde su posición. El regreso a la vida de los numerosos recuerdos que atesoraba entre aquellas paredes había extendido un manto sombrío sobre su rostro. —Debemos ventilar y limpiar todo un poco. Hay demasiado polvo acumulado después de tanto tiempo —dijo él con esforzado ímpetu, tratando de disimular la emoción latente, aunque la melancolía se negara a abandonar su mirada. Helena Dawson acarició con mimo el rostro de su marido. —¿De verdad que todo está bien? —preguntó sonriendo, dulce. Sabedora de la verdad. —Sí. No te preocupes. Nada que no sea normal —respondió él tomando la mano de su esposa entre las suyas—. Ve a ayudar a Abigail y Tom, por favor, no quiero que se peleen por quién se queda con qué habitación. Entretanto llevaré las maletas a nuestro dormitorio e iré abriendo algunas ventanas. Helena Dawson se limitó a asentir y se dirigió hacia el piso superior, mientras que su marido se mantuvo aguardando pacientemente el instante en que fuera posible escuchar el eco de los pasos de su esposa desvanecerse entre la claridad vaporosa que merodeaba por la vivienda cual fantasma atrapado en el tiempo. Tras quedarse a solas, Robert Dawson se olvidó a sabiendas de las maletas apostadas junto a la pared del vestíbulo y se adentró en el salón comedor situado a la derecha de la entrada; lo hizo a paso lento, con la cabeza erguida, los ojos cerrados y procurando deleitarse con el perfume del ambiente cargado de nostalgia. Respiró profundamente y retuvo el aire durante unos segundos en los que se mantuvo inmóvil, sintiéndose flotar entre la atmósfera de la sala, hasta que lentamente vació sus pulmones y con un sutil golpe de tacón, marca de la casa, cerró la puerta tras de sí. *** Abigail y Tom habían subido a toda prisa al piso superior sin haber soltado siquiera su equipaje. En aquellos momentos nada ni tampoco nadie sobre la Tierra habría sido capaz de distraerles de su objetivo. Parecía como si, de forma misteriosa, aquellas pesadas maletas que durante el viaje habían sido arrastradas con desidia, estuviesen ahora repletas de aire. Una vez arriba, y por muy sorprendente que pudiera resultar a los ojos de su madre, Tom y Abigail esquivaron cualquier conato de disputa a causa de la elección de los dormitorios. Al parecer, ambos habían resultado irremediablemente seducidos a primer golpe de vista por sus respectivas habitaciones y ya se encontraban deshaciendo las maletas en el momento en que su madre se acercó a verles. —Voy a preparar algo de comer, en media hora quiero veros abajo — advirtió Helena Dawson desde el umbral, titubeante y aún sorprendida por la escena. —Sí mamá —respondió Abigail. La voz ahogada más allá de la puerta entornada. —¿Tom?... Silencio. —¿Me has oído? —Sí mamá —respondió el muchacho arrastrando las sílabas. Helena Dawson dio por buenas las respuestas y regresó con paso torpe hacia las escaleras,sobrecogida y preguntándose si sería aquel aire viciado de la casa o quizá la brisa marina que impregnaba de salitre el mundo a su alrededor lo que había propiciado aquel inesperado indicio de paz que acababa de presenciar. *** En cuanto hubo vaciado su maleta, Tom se dirigió hacia la ventana con la intención de separar por completo los postigos y permitir que la luz del mediodía, casi tarde, penetrase sin obstáculos en el dormitorio. La débil claridad dejaba ahora al descubierto una bruma vaporosa y polvorienta que pregonaba la necesidad de una prolongada ventilación. Alguna que otra pequeña tela de araña se descolgaba desde las esquinas sobre el papel a rayas que recubría aquellas cuatro paredes, mientras que una capa de polvo, algo más que visible, envolvía los muebles y los cuatro brazos profusamente trabajados de una lámpara que pendía sobre la cama. En medio de aquella atmósfera, el muchacho se preguntaba si sería capaz de conciliar el sueño sin haberle dado antes un buen repaso a la habitación y asegurarse de haber eliminado el mínimo signo de presencia de cualquier inquilino diminuto y de más de cuatro patas. Tom lanzó un suspiro resignado y se dispuso a doblar cuidadosamente su ropa para, acto seguido, proceder a colocarla en el interior de los cajones del ropero situado justo frente al pie de la cama. Cuando abrió las puertas del viejo armario, un intenso olor a humedad le hizo torcer el gesto y retroceder un par de pasos. Una vez se hubo recompuesto de aquel desagradable recibimiento, volvió de nuevo su rostro y entonces algo llamó su atención. Se trataba de un montón de sábanas viejas y amarillentas agolpadas en el fondo del armario. Cuando las retiró, descubrió que tras ellas se hallaba escondido un extraño bulto envuelto en papel de periódico. El muchacho se estiró todo lo que su cuerpo dio de sí, evitando a propósito introducirse en el armario, hasta que pudo alcanzar el paquete con la punta de sus dedos y tirar de él, no sin cierta dificultad. Centímetro a centímetro logró acercarlo hasta el umbral de claridad, momento en que pudo confirmar sus sospechas. Se trataba de una pequeña pero pesada caja de cartón duro. Después de haberla situado sobre el borde del armario, la despojó de su socorrido envoltorio, la recogió sobre su regazo y posteriormente la dejó caer sobre la cama, levantando con ello una nube de polvo que le hizo estornudar al menos tres o cuatro veces en muy pocos segundos; a continuación tomó asiento a su lado a pesar de las amargas protestas de los muelles del colchón y se dispuso a retirar un grueso papel de embalar que hacía las veces de improvisada cubierta, confiriéndole un extraño aire de misterio y suspense a los segundos que precedían al solemne instante de destapar los secretos que, sin duda y a su juicio experimentado en el infravalorado estudio de los misterios fraternales, protegía aquella caja. Tom extraía con inquieta curiosidad los objetos que iba descubriendo en el interior. Había encontrado fotos antiguas de su abuelo y también de su abuela, a quien no había llegado a conocer; retratos de cuando su padre era joven, incluso unos extraños y grisáceos papeles que parecían tratarse de algún tipo de documento oficial. Pero había algo en especial que llamó su atención entre aquella montaña de recuerdos: un viejo y plateado reloj de bolsillo cuya cadena de oro resplandecía tímidamente desde el fondo de la caja, asomando entre los demás objetos, como si se tratase de una agónica llamada de auxilio. El muchacho rescató cuidadosamente aquel tesoro de su tumba de cartón y contempló con admiración los preciados detalles que lo adornaban. Tras regresar de aquellos segundos de fascinación, y aunque no resultó una tarea sencilla, logró abrir la tapa que protegía la esfera, cuyo cristal lucía una profunda cicatriz que parecía dividir el tiempo en mitades desiguales. Al parecer, el mecanismo se había detenido cuando las agujas del reloj marcaban las doce y once minutos. Tom trató de ponerlo de nuevo en marcha, pero el dispositivo de cuerda no parecía estar por la labor de concederle aquel deseo. Cuando ya se disponía a encerrar de nuevo la esfera bajo su lápida de metal, observó sobre la cara interna de la tapa una inscripción tallada con elegante caligrafía que captó de inmediato su atención: Las horas del resto de nuestra vida R & A 14 de mayo de 1921 —¿Qué es eso tan interesante que has encontrado, hijo? —le sorprendió Robert Dawson desde el umbral. Tom alzó la vista, sobrecogido. Cerró de golpe la tapa del reloj. Las palabras de su padre le habían sorprendido inmerso en otro mundo. Muy lejos de aquella casa. Miró el reloj entre sus dedos, y de nuevo a su padre. —Papá, ¿qué quiere decir «R & A»? —preguntó el muchacho, rebosante de curiosidad, mientras se acercaba hasta su padre. —No lo sé hijo… ¿Por qué me lo preguntas? —respondió Robert Dawson evidenciando en su rostro un gesto confuso. Tom abrió de nuevo la tapa de la esfera y mostró el reloj a su padre. —Está escrito por detrás, mira —dijo señalando el interior. Robert Dawson tomó el reloj de las manos de su hijo y dedicó unos segundos a estudiarlo de forma concienzuda. Tenía el ceño fruncido, igual que hace cuando lee en el periódico el titular de alguna noticia poco agradable, y parecía que en cualquier momento su mirada comenzaría a esculpir sobre el metal. —¿De dónde lo has sacado, Tom? —Estaba entre las cosas del abuelo, dentro de una caja que encontré en el fondo del armario. Robert Dawson apuntó su mirada hacia la caja, como si desde la distancia fuese capaz de escudriñar los entresijos que el tiempo pudiera haber atrapado en su interior. —¿Y había algo más en esa caja? Quiero decir… ¿Algún otro objeto que te haya llamado especialmente la atención? Tom asintió con determinación. —Hay muchas cosas, papá. También he encontrado fotografías viejas, un montón de papeles aburridos llenos de polvo y una medalla. Robert Dawson apretó los labios y elevó la vista hacia el infinito, intrigado por cuál podría ser el origen de aquel reloj y por qué se encontraba entre los objetos personales de su padre. Precisamente en esa caja. —La verdad es que… hijo, no tengo ni idea de lo que pueden significar estas iniciales. No había visto este reloj en mi vida —dijo, restándole importancia—. Quizá pudiera haber pertenecido a algún familiar muy lejano o puede que guarde relación con algún asunto policial en el que el abuelo hubiera trabajado. Aunque…, de ser así, ese reloj no debería estar ahí… —murmuró—. Sinceramente, hijo, no recuerdo que me haya hablado nunca de algo similar… Es extraño. En esta ocasión fue Tom quien frunció el ceño y concentró la mirada sobre el reloj en manos de su padre. —Papá, ¿por qué el abuelo dejó de ser policía? Robert Dawson se encogió de hombros. —Nadie mejor que él hubiera podido responder a esa pregunta, pero… Recuerdo una ocasión en que, poco antes de casarme con tu madre, le hice esa misma pregunta. —¿Y qué te respondió? —Pues fue algo muy curioso, la verdad… —enarcó las cejas y lanzó un enérgico suspiro antes de continuar—, incluso después de tantos años, soy incapaz de comprender del todo su respuesta. Me dijo que siendo yo muy pequeño, una noche, cuando regresaba a casa después del trabajo, se dio cuenta de que se había cansado de correr detrás de la gente y que además había encontrado una misión mucho más importante en su vida. Fue en esos días cuando tomó la decisión de abandonar el cuerpo de policía y trasladarse aquí, a Riverdown, para abrir la librería. Silencio. —Pensándolo ahora… fue algo muy repentino, y también precipitado — se encogió de hombros—. En fin, de no haberlo hecho… ¿Quién sabe?, quizá podría haber llegado a ser comisario —reflexionó de forma alegre. —¿Te dijo cuál era esa misión de la que hablaba? Robert Dawson agitó la cabeza en señal de negación. —No. Nunca me habló de ello. Tom se limitó a asentir y volvió a sumergirse en sus pensamientos. —Desde luego no puede negarse que seas nieto de tu abuelo…, menudo interrogatorioal que me acabas de someter. Fíjate, podrías seguir sus pasos y convertirte en policía. Igual tú sí que podrías llegar a comisario —dijo Robert Dawson, divertido. —No me gusta correr, papá. Creo que en eso también coincido con el abuelo. Robert Dawson dibujó una sonrisa en su rostro. —Creo que tu abuelo se refería a otra cosa cuando hablaba de correr detrás de la gente, pero… —reflexionó un segundo—. ¿Sabes qué? Da igual. Tampoco tendrías por qué hacerlo. Puedes perseguir a los malos en coche, en moto, o incluso si eres el jefe, puedes ordenarle a otra persona que corra por ti, ¿qué te parece eso, eh? —¿Me lo devuelves? —preguntó el muchacho, obviando intencionadamente el jocoso comentario de su padre y tendiendo la mano hacia el reloj de bolsillo. —Claro hijo, ten. Me había olvidado de que lo tenía. —Gracias papá… por cierto. ¿Puedo quedármelo? —Claro que sí. Era del abuelo, así que en el fondo también es tuyo. Pero tienes que prometerme que lo cuidarás como si se tratase de un huevo que llevara un pollito dentro. Tom dedicó a su padre una mirada horrorizada, talmente parecía que acabase de ver rondando por el pasillo al mismísimo monstruo de Frankenstein. —Papá… —dijo Tom amargamente— ¿Te crees que tengo cinco años? Te recuerdo que en menos de un mes voy a cumplir los catorce. Su padre le observó fingiendo sorpresa. —¿Ah sí? ¿Conque catorce años eh? Pues estaba convencido de que… —Déjalo ya papá, por favor, no sigas. ¿Puedo quedármelo o no? — protestó el muchacho mientras su padre reía con desenfado. —Es tuyo. Pero no te separes nunca de él, ¿de acuerdo? Cuídalo como si fuera un tesoro, igual que el del capitán Jonathan Flint —dijo Robert Dawson mientras cerraba el puño de su hijo en torno al viejo reloj del abuelo. —Así lo haré, papá —sonrió el muchacho. —¿Qué te parece si volvemos abajo y te preparo un buen tazón de chocolate caliente? ¿Qué me dices? El muchacho asintió casi salivando y aceptó de buen grado la invitación. Acompañó a su padre y, cuando se hallaba cruzando el umbral de la estancia, se detuvo de forma repentina, giró sobre los talones y volvió sobre sus pasos para acercarse hasta la mesita de noche situada a la vera de la cama. Allí colocó el reloj junto a la vieja lámpara del abuelo y regresó al encuentro de su padre, que le abrazó por los hombros y le escoltó escaleras abajo entre murmullos y chascarrillos que se ahogaban en la distancia. Lentamente, con el goteo incesante de los segundos, el primer piso se fue sumiendo en el vapor de un silencio atronador que, instantes después, se vio interrumpido por el amanecer de un ligero siseo, casi imperceptible; un suave latido que, como pasos de un ciempiés empedernido, recorría el vacío con aire impune en ausencia de testigos que alertasen de su presencia. El murmullo semejaba el tictac del mecanismo de una maquinaria de precisión; una maquinaria como la de un viejo reloj que descansaba en soledad sobre la mesita de noche ubicada en el dormitorio del abuelo Dawson. Segundos después, el silencio imperó de nuevo, ensordecedor. CAPÍTULO TRES Eran las ocho de la mañana cuando el aroma al desayuno recién preparado serpenteaba en dirección al piso superior dejando su estimulante impronta por cada recoveco. En cuanto el olfato de Tom detectó el rastro templado, ni el más potente y sofisticado de los despertadores hubiera sido capaz de dar por finalizado, con tanta efectividad, su profundo letargo. Aquella mañana resultó mucho más sencillo de lo habitual liberarse del embriagador tacto de las sábanas de algodón. Parecía como si aquel lugar próximo al mar lograra que el peso de su cuerpo se redujese hasta alcanzar la ligereza propia de una pluma, como si el cansancio acumulado a lo largo de todo el año se hubiese evaporado milagrosamente durante aquellas primeras horas de verano en la casa de los abuelos. Mientras Helena Dawson, Abigail y Tom disfrutaban en familia del suculento desayuno compuesto de tostadas con mantequilla y mermelada acompañadas de un buen tazón de cacao caliente, Robert Dawson, por aquello de no perder las viejas costumbres, había comenzado su actividad con los primeros atisbos de claridad, al alba, y llevaba ya un buen rato hojeando la prensa en el salón comedor. Al percatarse del murmullo procedente de la cocina, decidió abandonar por un instante su rutina y acompañar a su familia, sonriente, rebosando energía, con el periódico enrollado bajo el brazo y con una página en concreto doblada por una esquina. —Buenos días, familia. ¿Qué tal habéis dormido, hijos míos? —preguntó a medio canturrear antes de besar a su esposa cariñosamente sobre el pelo. —Papá, por favor… —respondió Abigail con amargor. —¿Qué ocurre hija? ¿No puede un padre interesarse por el buen descansar de sus retoños? Abigail torció el gesto y volvió los ojos en blanco consciente de que aquella batalla dialéctica la tenía perdida de antemano. —Escuchadme, por favor —prosiguió el librero—. Acabo de leer algo realmente interesante en el periódico, y creo a buen seguro que os va a encantar. Sus palabras resonaron enigmáticas en el eco de la cocina. De repente, como quien no quiere la cosa, dejó caer el diario plegado sobre el centro de la mesa levantando una molesta corriente de aire y provocando que a Tom se le derramase parte del cacao que había rebañado con la cucharilla. —¿Qué os parece si este año os vais de acampada?—preguntó Robert Dawson atañendo a sus hijos. —¿Acampada? ¡Eso suena realmente fantástico!—dijo Tom emocionado, mientras que Abigail intentaba disimular tras una máscara de fingida ilusión el rechazo frontal que le producía tan solo el hecho de considerar la idea de irse de acampada junto a su hermano pequeño. —Lo he visto esta mañana mientras hojeaba el periódico y no he podido resistirme. He pensado que sería una oportunidad estupenda para vosotros, ya que nunca habéis permanecido fuera de casa sin el amparo de vuestros queridos padres, aquí presentes, y la idea de este campamento me ha parecido realmente apropiada. Observad con atención —dijo mostrando al resto de la familia el pasquín promocional incluido entre las páginas centrales del diario—. Se encuentra ubicado entre las montañas, al norte, a unos cuantos kilómetros de aquí. No será un viaje corto, resulta evidente, pero una vez allí, estaréis en contacto directo con la naturaleza y al menos durante unos días llenaréis vuestros pulmones de aire puro. Además, podréis contemplar las estrellas, dormir en cabañas y aprender un montón de cosas estupendas que sin duda os resultarán de gran utilidad en la vida. ¿A que es genial? Robert Dawson se había marcado muchas y variopintas metas a lo largo de su vida, quizás incluso demasiadas, y había logrado alcanzar algunas de ellas, pero otras… bueno, sencillamente y como a él le gustaba decir: «No se habían procurado en el momento adecuado»; pero si había algo que no estaba dispuesto a dejar pasar de largo, era la ocasión de que sus hijos ampliaran sus horizontes de conocimiento y habilidades en cualquier dirección en que se presentase dicha oportunidad. El patriarca de los Dawson, como muchos otros de su edad, había disfrutado, por imperativos circunstanciales, de una vida marcadamente sobria y alejada de las grandes posibilidades que sus hijos tenían ahora a su alcance, y esta, sin duda era una de ellas. Tom exhibía una sonrisa de oreja a oreja que parecía dispuesta a instalarse de forma permanente en su rostro y que crecía con cada nueva palabra que su padre, casi más entusiasmado que su propio hijo, añadía sobre el campamento. Por otro lado, Abigail continuaba esforzándose por disimular el escaso entusiasmo que en ella suscitaba la brillante idea de su padre. Detalle que no pasó desapercibido a los ojos de su madre. —Parece realmente una oportunidad irrechazable… Estoy segura de que lo pasaréis en grande —dijo Helena Dawson a la vez que sonreía cómplice a su hija. —Por supuesto. Escuchad, lo mejor de todo es que podréis estar juntos. Habrá muchachos desdelos trece hasta los diecisiete años —afirmó Robert Dawson, eufórico, reposando la mirada sobre sus hijos. —Genial… —farfulló Abigail entre dientes. —Hecho entonces, no se hable más —sentenció su padre reafirmando sus palabras mediante un generoso manotazo sobre la mesa que hizo saltar los cubiertos—. Me preparo en un santiamén y saldré a dar un paseo hasta el pueblo. Os apuntaré en la dirección que figura en el periódico y… mañana a primera hora partiréis hacia los mejores diez días de vuestras vidas. —¿Mañana?... —preguntó Abigail, presa de un pánico súbito—. ¡Pero si acabamos de llegar! —Mañana —confirmó impetuoso su padre—. Estaré de vuelta en un par de horas. *** El amanecer aún teñía el paisaje de un rastro carmesí cuando la familia Dawson dirigía de nuevo sus pasos hacia la estación del ferrocarril, la misma que tan solo un par de días antes les había recibido bajo el abrazo de una revitalizante brisa marina. Abigail y Tom aguardaban junto a su equipaje la llegada del tren sin imaginar que estaban a punto de embarcarse en un viaje que les conduciría hacia la aventura, al descubrimiento de un mundo que hasta entonces no habían alcanzado a soñar ni en sus más osadas fantasías. Ajenos a que muy pronto amanecería para ellos el primer día de una vida inesperada. Poco antes de las ocho en punto, una intensa columna de humo, negra como el carbón del cual emanaba, se aproximaba a la estación al ritmo de un intenso traqueteo. Tom se veía incapaz de ocultar su nerviosismo ante las expectativas que se había formado durante las últimas veinticuatro horas (a lo que, indudablemente, había contribuido el encendido entusiasmo de su padre), y aguardaba ansioso, sujetando férreamente entre sus manos el cartel propagandístico donde se relataban los detalles y numerosas bondades del campamento. Había pasado la mayor parte de la noche contemplando aquel trozo de papel, incluso estudiándolo hasta casi llegar a aprendérselo de memoria. Había aprovechado el insomnio reinante durante las horas previas al viaje para dedicarse a escudriñar bajo el paraguas ámbar de una linterna los detalles de la fotografía, así como a leer y releer los mensajes y consignas que la acompañaban, proyectando en su mente una interesante película acerca de cómo debería de ser el transcurrir de sus próximos días. Cuando el tren se hubo detenido frente al andén, Tom recogió el pasquín en el interior de una de las mochilas que portaba, asegurándose al mismo tiempo de haber incluido entre sus utensilios de viaje la navaja multiusos que su padre le había regalado en su último cumpleaños. Cuando elevó de nuevo la vista, descubrió entre el vapor la silueta recortada de una muchacha de no más de dieciocho años emerger a través de la compuerta de uno de los vagones de tercera. La joven, que contemplaba el mundo a través de una mirada resuelta y quebraba la neblina de vapor gracias a una larga cabellera de un intenso pelirrojo, se detuvo en mitad del andén y escrutó con curiosidad a las personas que por allí deambulaban y aguardaban. Nada más percatarse de su presencia, Robert y Helena Dawson, seguidos de lejos por sus hijos, se acercaron hasta ella. —Buenos días. Disculpe, ¿es usted la señorita Harper? —preguntó Robert Dawson. La muchacha asintió regalando una amplia sonrisa repleta de dientes relucientes que a los ojos de Tom parecía la de un ángel recién caído del cielo. Incluso creyó ver unas pequeñas alas emergiendo a su espalda y la insinuación de una aureola sobre su cabello tostado. —Así es. Mi nombre es Fanny Harper, y supongo que ustedes deben de ser los… Dawson. ¿Cierto? —apuntó la muchacha ojeando primero entre las páginas de un pequeño cuaderno de notas y ofreciendo después su mano en un gesto cortés—. Soy una de las monitoras del campamento Wardford y la encargada de acompañar a los muchachos en el viaje. —Es un placer, señorita Harper. Permítame que le presente a mi esposa, la señora Helena Dawson, y a nuestros dos hijos, Abigail y Tom, a quienes puede usted apreciar tratando de esconderse del mundo a una prudencial distancia. —Buenos días, Tom y Abigail —canturreó la joven monitora—. ¿Estáis listos para disfrutar de unos días que no olvidaréis jamás? Abigail se limitó a asentir en silencio a pesar del escalofrío que le había producido el simple hecho de escuchar aquellas palabras en boca de la monitora Harper, y se esforzó en regalar una evidente mueca de desgana idéntica a la que había exhibido el día anterior en el instante que tuvo conocimiento de la maravillosa idea de su padre; talmente parecía como si aquel gesto torcido hubiera hallado en su rostro el hábitat perfecto para establecerse cómoda y definitivamente. Mientras tanto, Tom esbozó una amplia y temblorosa sonrisa, ruborizado ante la proximidad de la joven y el cálido perfume a fresas que se desprendía de su frondosa melena. Solo esperaba que la muchacha no le hiciese ninguna pregunta, ya que algo le hacía sospechar que sería absolutamente incapaz de articular una sílaba que tuviera un mínimo de sentido. —No se deje usted engañar, señorita Harper. Aquí donde los ve, tan callados y aparentemente modositos, son unos auténticos trastos. Ya verá cómo tendrá usted que vigilarles bien de cerca —apuntó Helena Dawson. —No se preocupen, para eso existen los campamentos de verano, para que los niños y adolescentes se diviertan y derrochen sin remordimientos toda su energía. Estoy segura de que lo van a pasar genial con nosotros — afirmó la joven. El matrimonio Dawson asintió complacido ante las tranquilizadoras palabras de Fanny Harper. —Bien chicos —dijo la monitora dirigiéndose hacia Abigail y Tom—, estamos distribuidos en los vagones dos y tres. Si queréis podéis subir e ir tomando asiento, por favor. En cuanto haya recibido a las demás familias, partiremos. El tren no esperará mucho más. Mientras la monitora Fanny Harper se dirigía al encuentro del resto de pasajeros con destino al campamento Wardford, Robert y Helena Dawson se despidieron de sus hijos, no sin antes haberles advertido convenientemente acerca del buen comportamiento que esperaban que demostrasen y, por supuesto, recordándoles que debían tratar de disfrutar al máximo de cada instante, porque… como siempre les dice su padre: «El tiempo y los años pasan mucho más rápido de lo que marca el calendario, y por eso no debemos permitir que la vida se nos escape entre los dedos.» —Tres minutos para la partida… —anunció el jefe de estación. —Bien chicos, creo que deberíais ir subiendo. Dentro de diez días nos veremos aquí de nuevo —dijo Helena Dawson a la vez que abrazaba a sus hijos como si no fuese a verles nunca más—. Os estaremos esperando. —Pasajeros al tren… —llamó el jefe de estación. —Tom, hijo…, aguarda un segundo —dijo Robert Dawson acercándose a la compuerta del vagón. El muchacho se dio la vuelta y aguardó expectante las palabras de su padre. Su rostro inquisitivo. —Cuida bien de él, ¿recuerdas? —dijo el librero a la vez que señalaba la cadena dorada que asomaba del bolsillo del pantalón de su hijo—. El tesoro de Jonathan Flint. Tom se limitó a asentir dedicándole a su padre una sonrisa recortada y después buscó a Abigail con la mirada. Los dos hermanos ascendieron al vagón de tercera y se acomodaron en uno de los bancos de madera, desde donde podían disfrutar de una visión directa del andén. La monitora Fanny tomó asiento junto a ellos e instantes después el tren arrancó con una breve pero intensa sacudida. Poco a poco la estación fue quedándose atrás y la silueta de las familias comenzó a desvanecerse en la distancia del mismo modo que se evaporaba en el aire la columna de humo negro que exhalaba la locomotora. El tren iba tomando velocidad paulatinamente y el paisaje comenzó a transformarse al ritmo que marcaba el traqueteo. Durante el viaje, Fanny Harper se interesó por la vida y hazañas de los muchachos y procuró indagar lo posible acerca de sus estudios, sus preferencias, sus aspiraciones y sobre aquello con lo que esperaban encontrarse a su llegada al campamento
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