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Al alba de la medianoche - Joshua J Cross

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AL ALBA DE LA MEDIANOCHE
 
JOSHUA J. CROSS
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Un oscuro secreto familiar aguarda a ser desvelado
Título original: Al Alba de la Medianoche
Copyright © Joshua J. Cross, 2022
Copyright fotografía y diseño de la cubierta © Joshua J. Cross, 2022
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, quedan
rigurosamente prohibidos la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, grabación, u otros métodos, así como el
tratamiento informático, sin la autorización previa y escrita de los titulares del copyright .
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Para mis padres
ÍNDICE
 
 
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
CAPÍTULO DIECISÉIS
CAPÍTULO DIECISIETE
EPÍLOGO
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El eco del recuerdo lejano de aquellas voces fantasmales retornaba a su
mente como el desquiciante golpeteo de un martillo de fuego. Su aliento
cautivo entre los muros de una prisión. Exánime. En sus ojos, el reflejo de
una danza macabra trazada a modo de acuarelas revestidas de un
semblante ígneo.
Su cuerpo castigado sobre la madera ennegrecida logró reunir la
voluntad necesaria para un postrero esfuerzo. A pesar de las heridas,
consiguió ponerse en pie y alcanzar la escalera para ascender al primer
piso. La sangre perdida y el dolor que le consumía no fueron suficiente
para impedirle avanzar a través del corredor sumido en tinieblas de ceniza.
Repiques ensordecidos latían en el interior de su cabeza mientras
contemplaba la pequeña cama vacía situada al fondo del dormitorio. El
aire viciado por las cenizas en ascuas abrasaba sus entrañas con cada
inhalación, tan dolorosas como el beso de un puñal incandescente
desgarrando sus pulmones. Esquivó a su paso los restos carbonizados de
un tiempo ya lejano y recogió en una pequeña caja de madera un par de
bobinas de metal candente que rescató de la profundidad del corredor; a
continuación regresó a la planta baja como un alma que es llevada hacia el
patíbulo y se dejó caer desconsolado sobre el hogar. Las yemas de sus
dedos amenazaban con derretirse antes de permitirle despejar el camino
hacia un atisbo de salvación. Lo único que debía hacer era alcanzar el
piano de su esposa. Solo eso. Algo tan sencillo como alcanzar un piano.
Aunque, llegado hasta ese punto, quizá ni siquiera tuviera derecho a un
último consuelo previo al desenlace que el destino había esbozado para él
hacía ya demasiado tiempo. De algún modo, sentía que así debía ser su
final. Que se lo merecía. Sin embargo, la trampilla cedió, y una corriente
de aire gélido exhaló desde el interior del pasadizo avivando con ello las
garras que desde el infierno desatado en su hogar se arrojaban sobre su
cuerpo justo en el instante en que cruzaba agazapado a través del oscuro
umbral que alimentaba su lánguida esperanza; lenguas de fuego que se
derramaban a su espalda conforme los trazos de un vago recuerdo se
afanaban en iluminar aquel sendero de tinieblas.
Sentía su cuerpo derrotado y apaleado sobre la tierra húmeda al tiempo
que escuchaba los compases de una melodía funesta emerger desde las
profundidades de su espíritu. Llevado por aquel canto de sepulcral dicción,
comenzó a caminar trabajosamente reposando sus manos desgarradas y
tumefactas sobre los muros ásperos. Notaba cómo las fuerzas le
abandonaban con cada paso, cómo la vida se escapaba un poco más con
cada nueva gota de sangre que derramaba, con cada aliento, que siempre
parecía ser el último; en el fondo deseaba que así fuera. Cúmulos de polvo
ensangrentados se revolvían en sus entrañas mientras arrastraba su cuerpo
maltrecho a través del sendero marcado sobre aquel suelo congelado. Se
había convertido en un cadáver danzante entre los muros de la antesala del
averno. Ya no sentía nada, ni su cuerpo, ni su alma. Nada. Tampoco fue
capaz de sentir cómo la pequeña caja de madera había resbalado, metros
atrás, de entre sus manos derretidas, y yacía ahora en soledad, sobre la
tierra, como un diminuto ataúd atesorando su último aliento de vida.
Una vez hubo alcanzado el final de aquel angosto túnel, asomó su rostro
a la tiniebla azulada y pudo sentir la suave palidez de la luna acariciando
su piel calcinada. Entonces, se dejó caer, rendido. Sus ojos clavados sobre
las perlas de plata que, al igual que un llanto resplandeciente, se
descolgaban desde la humedad de la hojarasca. Llovía con tal intensidad
que le resultaba complicado recordar una noche igual, pero nunca como en
ese instante le había importado tan poco que la tormenta descargara sobre
su cuerpo tal furia acumulada. Una tímida risa rebosante de ironía asomó
en sus labios mientras lágrimas de ceniza se escapaban por la comisura de
sus párpados.
Sin saber muy bien cómo, logró incorporarse venciendo su agonía y
comenzó a arrastrar los pies por medio de un paso lento y moribundo,
languideciendo a través de la arboleda poblada de matorrales y de
robustos vigías centenarios que, en aquel momento de sus vidas, parecían
haberse erigido en guardianes a las puertas de un destino ya rubricado.
Una vez hubo atravesado la espesura, se abrió ante él, como si de una
burla cruel se tratase, un lienzo trazado a tiento fino en el que montañas de
picos escarpados, escondidas parcialmente bajo el manto de una bruma
fantasmal, montaban guardia al umbral de un espejo de aguas opacas
sobre el que la mortecina luz de la luna se reflejaba igual que un lazo de
guirnaldas plateadas. El ligero murmullo procedente de la oscuridad,
alimentado por la tormenta, parecía entonar un canto de sirenas al ritmo
de un letárgico baile de máscaras sin rostro.
Sus ojos cristalizaron contemplando el manto turbio extendido al frente;
parecía que aquel lugar representase el único en el mundo capaz de poner
fin a su calvario. Caminó llevado por su dolor hasta que sus piernas
flaquearon de pura extenuación y ya solo pudo arrastrarse sobre el fango
para alcanzar la orilla de aquel paño de tinieblas. Se adentró en la gélida
opacidad buscando en ella la purificación de un nuevo renacer y, cuando
las aguas cubrieron la mayor parte de su cuerpo, se entregó a su merced
mientras los últimos restos de vida anunciaron su reposo en forma de
exhalación póstuma.
El cuerpo yacía inerte mecido al son marcado por la brisa erigida en
vestigio de la tormenta ya pasada. La luna en su labor de testigo
omnipresente, muda y espectadora del discurrir de los acontecimientos del
mundo desde su atalaya infinita. Poco a poco, fue arrastrado hacia el
interior del lago hasta que allí, tras un tiempo en que el silencio parecía
repicar entre las montañas igual que alaridos de otro mundo, el cuerpo se
hundió al alba de la medianoche entre las fauces de aquel pozo de sombras,
dejando el lugar sumergido en su propia soledad, bajo la mirada del
incesante parpadeo de las estrellas y del lejano aullido de los lobos durante
aquella madrugada de luna llena.
CAPÍTULO UNO
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Londres, noviembre de 2019.
 
 
Aquella fría mañana de noviembre había amanecido envuelta en el abrazo
plomizo de un cielo que extendía sus tentáculos neblinosos sobre la
ciudadela de hormigón. La lluvia caía con fuerza desde la noche, casi
incluso con cierta rabia, y se clavaba contra la chapa del vehículo igual que
afiladas puntas de cristal. Los limpiaparabrisas del pequeño utilitario apenas
daban abasto para achicar la gran cantidad de agua que se acumulaba. La
conducción se volvía peligrosa por segundos.
En cada ocasión que algún semáforo le cerraba el paso, Adrian
aprovechaba los segundos muertos para reflexionar acerca del inexplicable
motivo por el que la mayoría de las personas parecían volverse
irracionalmente temerarias bajo aquellas condiciones meteorológicas. Tal
vez fuera porel influjo de la luna combinado con el efecto de los rayos de
un sol adormecido o, quizá se debiera al efecto que sobre la mente humana
pudiera ser capaz de provocar cualquiera de las posibles alineaciones de los
planetas; fuera cual fuese el motivo, solo estaba seguro de una cosa: su odio
enardecido a la conducción bajo la lluvia.
Pasaban dos minutos de las once de la mañana cuando rebasó el umbral
de la puerta de entrada al hospital y se dirigió hasta la recepción, donde una
muchacha de mirada espabilada a la par que distraída rebuscaba frenética
entre lo que, a juzgar por algunas de sus palabras cazadas al viento,
parecían ser impresos informáticos sobre altas hospitalarias.
—Buenos días, mi nombre es Adrian Ferguson. Me han llamado ustedes
hace casi una hora insistiendo en que acudiese lo antes posible. Al parecer
se trata de un problema con mi padre…
La joven recepcionista levantó la cabeza de entre los archivos durante un
par de segundos y, con la mirada entornada, pareció escanear el semblante
de Adrian como si no tuviera la más mínima idea sobre aquello de lo que le
hablaba, hasta que, de repente, sus ojos se abrieron como platos y saltó de
su asiento igual que un resorte.
—¡Perdone, sí… ahora me doy cuenta de usted, señor Ferguson…, sí! —
exclamó de forma exagerada mientras recolocaba con táctica embarullada la
montaña de impresos—. Es usted el hijo del señor Phineas Ferguson, claro.
Disculpe, esta mañana andamos todos muy revueltos en el hospital. La red
informática se nos ha venido abajo y… bueno, ya sabe lo que eso significa.
¡Viva la era de la tecnología!... o eso dicen, ¿verdad? En fin, si hace usted el
favor de acompañarme…
Adrian escuchaba con impaciente respeto el discurso de la joven
trabajadora mientras recorría a través de miradas furtivas los entresijos del
laberinto de pasillos que se abría a sus pies.
—Entiendo, señorita. Espero que puedan solucionar pronto el problema
—respondió en un intento de finiquitar con rapidez el asunto.
—Ay, pues no sé yo qué decirle, la verdad, porque el técnico nos ha
comentado que mientras no amaine el temporal… ¡Y llevamos así dos días!
¿Se lo puede usted imaginar?
Adrian asintió y sonrió con disciplinada inquietud a la vista de la
verborrea de la que hacía gala la joven.
—Disculpe usted, señorita…
—Dígame, señor Ferguson… —la muchacha, súbitamente ruborizada,
detuvo sus pasos, talmente parecía que hubiese visto un fantasma—. ¡Vaya,
suena igual que si estuviese hablando con su padre y, en cambio, es usted
tan joven!... Se me hace realmente extraño dirigirme a usted como «señor
Ferguson».
—No se deje engañar por las apariencias, señorita, pero si le resulta
menos violento, puede usted llamarme Adrian.
—¡Oh, no no, ni hablar, señor! Son las normas del hospital. Esa es la
forma en que debo referirme a usted. «Señor Ferguson», por muy extraño
que me resulte.
—Pues si esas son las normas..., por mí puede usted saltárselas con total
impunidad.
La joven trabajadora inclinó la cabeza y sonrió tímidamente para sí, pero,
de repente, detuvo de nuevo el paso; su rostro se descompuso en un
segundo.
—Vaya, lo siento señor Ferguson, discúlpeme por favor —dijo
sobrecogida—, me acabo de dar cuenta que hace un momento iba usted a
decirme algo y… yo no he hecho más que hablarle de mis tonterías... Por
favor, no quiero que piense que soy una charlatana maleducada. La verdad
es que llevo aquí solo dos días y…
—Vaya, justo el mismo tiempo que lleva grogui el sistema informático…
—dijo Adrian, gracioso.
La muchacha se encogió de hombros; sus mofletes igual que cerezas.
—No se preocupe, solo bromeaba, señorita…
—Evans, señor Ferguson. Señorita Juliette Evans.
Adrian llenó de aire sus pulmones y trató de retomar el pulso de su,
nuevamente interrumpido, turno de oración.
—Un placer señorita Evans y… si me permite el consejo, no debe usted
preocuparse. Todos hemos sufrido las inclemencias propias de un primer
día, o segundo, en su caso. Ya verá que la tormenta acabará escampando.
—No sabe usted cuánto agradezco sus palabras, señor Ferguson. Ojalá
todo el mundo fuera igual de comprensivo con esta humilde y atolondrada
novata —sonrió Juliette Evans.
—No tiene que agradecerme nada. Se lo digo con absoluta sinceridad. Y
ahora, si me hace el favor, me gustaría saber qué es lo que ha sucedido con
mi padre. La persona que me ha atendido por teléfono parecía bastante
alterada y no ha sabido explicarme nada más allá de unos pocos detalles.
La joven asintió complaciente, pero en esta ocasión una mueca de
impotencia ensombreció la candidez de su rostro.
—Señor Ferguson, lo siento, pero creo que en eso no puedo ayudarle.
Desconozco los pormenores del asunto. Solo puedo decirle que la doctora
Dafoe le aguarda en su despacho. Ella le informará de todo.
Adrian asintió resignado.
—No se preocupe, señorita Evans. Le agradezco la sinceridad y su
cercanía. Por un momento ha logrado incluso que me olvide del hecho de
estar en un hospital.
—Gracias a usted, señor Ferguson —sonrió la joven.
El despacho de la doctora Dafoe se encontraba al fondo de un largo
pasillo iluminado por varios fluorescentes a los que, a juzgar por sus
incesantes parpadeos, no les restaba demasiado para disfrutar de su
merecida jubilación. La puerta estaba entreabierta y una débil corriente de
aire se filtraba a través del resquicio.
—Doctora Dafoe —llamó la joven desde la entrada, con voz temblorosa
—, está aquí el señor Ferguson…
—Gracias, señorita Evans. Dígale que pase, por favor —respondió la
doctora sin apartar la vista de los papeles de su mesa.
Juliette Evans abrió la puerta por completo y se hizo a un lado para que,
a un gesto de su brazo, Adrian pudiera adentrarse en el despacho. Cuando
cruzó frente a ella, la muchacha le dedicó un gesto de complicidad que él
aceptó de buen grado.
—Que vaya todo bien —susurró.
—Adelante, señor Ferguson —invitó la doctora—. Por favor, cierre la
puerta y tome asiento si es usted tan amable.
La doctora Dafoe se levantó de su silla y rodeó el escritorio mientras se
ajustaba la bata desabrochada antes de rescatar una carpeta del fondo de un
archivador situado al otro lado del despacho; después, tomó asiento de
nuevo y apoyó los codos sobre la mesa entrelazando los dedos a la altura de
su rostro, descansó la barbilla sobre ambas manos al tiempo que clavaba la
mirada sobre los ojos inquisitivos de Adrian y emitió un suspiro que
anunciaba marejada.
—Verá, señor Ferguson —comenzó mientras abría la carpeta—. El
estado de su padre ha empeorado sensiblemente desde la última vez que
hemos hablado. A lo largo de estos días creíamos haber visto avances
positivos en su enfermedad, pero… en las últimas horas todo se ha venido
abajo igual que un castillo de naipes. La verdad es que ninguno de mis
compañeros, ni yo misma, hemos sido capaces de hallar una explicación.
No existe una causa concreta, es algo que ha sucedido, sin más, y… aunque
hacemos todo lo posible, no logramos revertir la situación.
—Entonces, me está usted diciendo que…
—Lo que trato de decirle es que no sabemos a ciencia cierta lo que
sucederá a partir de ahora con su padre. En resumidas cuentas,
desconocemos cuáles son sus posibilidades reales de recuperación…, si es
que las hubiera…
La doctora Dafoe apretó los labios y a continuación relajó la expresión
de su rostro, esbozando un gesto de empatía.
—Por favor, disculpe usted por mi franqueza…, ya sabe que no me gusta
andar por las ramas… —dijo en tono más conciliador.
—Sí, sí… lo comprendo, no se preocupe, doctora.
—Verá, tal y como está ahora mismo la situación… su padre podría
disfrutar de varios días, quizá semanas, pero… por otro lado, el tratamiento
podría funcionar y ayudarle a seguir adelante durante varios meses, o puede
incluso que algún año. Es un caso particular que está resultando altamente
impredecible, debo decírselo con claridad. Los estudios al respecto de esta
enfermedad son continuos y esperanzadores, pero siguen siendo
insuficientes para dar con un tratamiento certero.
—Entiendo, doctora, pero… ¿Qué es exactamentelo que ha ocurrido con
mi padre? Cuando me han llamado esta mañana parecían realmente
preocupados… ¿A qué se debe tanta alarma al respecto?
La doctora Dafoe, aprovechando la pausa de un profundo suspiro,
procuró meditar sus palabras durante unos segundos antes de responder.
—Señor Ferguson…, hace dos noches su padre comenzó a delirar
gravemente. Los enfermeros afirman haberle escuchado balbucear palabras
inconexas y sin sentido, algo sobre demonios…, casas encantadas y
pasadizos secretos. La verdad es que no sé cómo podría explicárselo de
forma que usted lo entienda… Estaba muy alterado, como nunca antes.
Adrian escuchaba con atención las explicaciones de la doctora, que
parecía verdaderamente preocupada, incluso asustada, oyendo aquellas
palabras salir de su propia boca.
—Pero eso no es todo, señor Ferguson. Conforme su estado mental
empeoraba, la agresividad se hizo patente llegando incluso a agredir a dos
de nuestros enfermeros.
—¡Dios mío!... lo siento de veras, doctora ¿Se encuentran bien sus
enfermeros? —preguntó Adrian, azorado a causa de aquellas afirmaciones
—. No sabe usted cuánto lo lamento…
La doctora sonrió complaciente.
—No se preocupe, tan solo han sido unos pequeños rasguños sin mayor
importancia. Al fin y al cabo son dos muchachos jóvenes y fuertes…
además, no es el primer caso. Podría decirse que están acostumbrados.
—Me tranquiliza oír eso. Pero de todas formas, hablaré con él. Es
extraño que se comporte así. Mi padre siempre ha tenido mucho carácter,
¡qué les voy a decir a ustedes!, pero… nunca había ido más allá de palabras
o gestos airados…
La doctora Dafoe sonrió de nuevo, comprensiva, sin embargo había un
rasgo de disconformidad en su mirada.
—Es la enfermedad, señor Ferguson, no le dé más vueltas. Si me permite
el consejo, procure no culpabilizarse, y tampoco a su padre, pero…,
volviendo a lo que nos ocupa y sin intención de inmiscuirme en asuntos que
no me incumben, le recomendaría que conversara con él, pero hágalo de un
modo sosegado, no le agobie, olvídese de lo sucedido con los enfermeros.
Solo hable con él; pueden hacerlo sobre su vida, su relación padre e hijo…,
incluso podrían conversar acerca de su difunta esposa. Lo que su padre
necesita ahora mismo es recuperar imágenes y momentos agradables de su
vida, reencontrarse con su propia identidad —la doctora realizó una pausa
que aprovechó para observar a Adrian con aire respetuoso sin dejar de lado
un tono melancólico—. Disculpe que insista pero…, creo que en este
momento le haría un gran bien recordar a su esposa. Por lo que he podido
averiguar, y sin ánimo de caer en simples obviedades, parece haber sido un
pilar fundamental en su vida.
 
***
 
Adrian Ferguson no podía evitar sentir que los pasillos de aquel hospital
le recordasen a una retorcida trampa para ratones. Tras abandonar el
despacho de la doctora Dafoe, se dirigió hacia la escalera central, que
conducía hacia las habitaciones del último piso. Conforme subía los
peldaños, trataba de representar en su cabeza el momento en que abordaría
la conversación con su padre; se preguntaba cómo sería aquel instante en
que recordasen los escasos momentos en que la palabra familia aún formaba
parte de su vocabulario de uso diario. Durante los últimos años no habían
sido capaces de mantener precisamente la relación más idónea. La distancia
había hecho mella, y no parecía que hubiese ningún motivo para que eso
cambiase; ni siquiera entonces.
—Papá… —dijo delicadamente al mismo tiempo que, desde el umbral,
asomaba la cabeza al interior de la habitación. Afuera había escampado, y
la templada luz del sol de mediodía se filtraba a través de una delgada
cortina de hilo blanco impregnando la sala de una atmósfera letárgica.
Silencio.
Adrian se adelantó unos pasos y cerró con cuidado la puerta a su espalda
procurando emitir el menor ruido posible; a continuación se acercó hasta la
cama donde su padre parecía descansar de forma apacible y tomó asiento en
la butaca situada a su lado. Su mirada se desvió, como si tuviese vida
propia, hacia el bulto que descansaba sobre la mesilla situada a la vera de la
cama. Le había traído ese libro en su última visita y, al parecer, ni siquiera
se había molestado en liberarlo de su prisión de celofán.
En ese momento, Phineas Ferguson abrió súbitamente los ojos, que se
clavaron sobre el techo desnudo de la habitación; después inclinó la cabeza
hacia la butaca y entonces asomó en su rostro un gesto de sorpresa
enmascarado en una mueca de evidente fastidio.
—Ya decía yo que había notado cómo alguien me tapaba el sol. ¿No
podías haberte puesto al otro lado?
—Buenos días para ti también, papá. Ya veo que te encuentras mejor —
dijo Adrian inclinándose hacia la cama.
Phineas Ferguson observó irónico a su hijo.
—Me encuentro perfectamente. A decir verdad, nunca en mi vida he
estado mejor. Son estos carceleros disfrazados de loqueros quienes se
empeñan en hacerme creer que me ocurre algo.
—Papá, ellos están aquí para ayudarte.
—¿Ayudarme? Me tienen encerrado como si fuera un criminal. Debería
estar en mi casa trabajando en mis asuntos y no perdiendo el tiempo tirado
en esta colchoneta vieja y pegajosa que ellos, haciendo gala de toda la
desvergüenza que corre por sus venas, se atreven a llamar cama.
Adrian se reclinó sobre la butaca y desvió la mirada hacia la entrada;
trataba de buscar la oportunidad de reconducir la conversación.
—Veo que aún no has abierto el último libro que te regalé…, es de tu
autor favorito: T.R. Doyle.
Phineas Ferguson desvió molesto la mirada hacia la mesilla. La luz que
atravesaba la cristalera se reflejaba en sus ojos como el semblante de un
recuerdo fantasmal.
—Ya sé que es de mi autor favorito…
—Bueno, eso significa que al menos has tenido la tentación de leerlo —
sonrió Adrian.
—Conozco muy bien la historia…, no necesito leer el libro —respondió
su padre tornando la espalda hacia la luz de la cristalera.
—Entonces, has leído la sinopsis… —observó Adrian con las cejas
arqueadas.
—He dicho que conozco la historia, no que haya leído ninguna sinopsis,
hijo. Deberías escuchar mejor.
Adrian inclinó el rostro y suspiró resignado.
—Bueno…, supongo que lo dejarás para otro momento.
En esta ocasión fue Phineas Ferguson quien dejó escapar un lánguido
suspiro.
—He notado algo extraño en tu voz —comenzó—. Así que…, dime. No
creo que hayas venido hasta aquí solo para echarme la bronca por no haber
leído el último libro de mi «autor favorito».
Adrian tomó aire y se inclinó de nuevo hacia la cama.
—Me han dicho que has tenido problemas últimamente.
Phineas Ferguson rio mordaz.
—Hijo… he tenido problemas durante todos y cada uno de los días de mi
vida. Eso le ocurre a todo hijo de vecino. Se llama vivir, ¿lo sabías? ¿Lo
sabe esta gente? —dijo mientras golpeaba el colchón con impotencia
encendida.
—Papá, sabes perfectamente a qué me refiero. Siempre lo has sabido.
Pero…, supongo que esto tampoco quieres verlo, igual que tantas cosas.
Phineas Ferguson torció el gesto, contrariado. Emitió un frágil suspiro y
pareció arrancar en sus ojos un ligero conato de hastío.
—Tan solo soy capaz de ver aquello que se deja ver. El resto forma parte
de terrenos en los que no soy precisamente un experto.
—Está bien, papá, está bien. Resulta evidente que no te apetece hablar...,
solo protestar —dijo Adrian a la vez que se levantaba de la butaca para
dirigirse hacia el ventanal. Su padre le acompañaba con la mirada.
—Vaya… parece que así funciona esto para ti, ¿no es así, hijo? Cuando
te apetece debo estar disponible y preparado, sin embargo, cuando el señor
desea romper con todo y olvidarse de su familia sin preocuparse de que esta
pudiera necesitarle… claro, entonces aquí no pasa nada.
Adrian se volvió hacia su padre. El gesto contrariado.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Te fuiste en el momento menos indicado; desapareciste cuando más te
necesitaba.
—Vamos, no digas tonterías —respondió Adrian, ceñudo, tornando el
rostro de nuevo hacia la ventana. Cuando apartó las cortinas pudo apreciar
el semblantedecepcionado de su padre recortado sobre la lámina de cristal.
—Mamá todavía estaba bien cuando me fui a Los Ángeles.
Phineas Ferguson negó con la cabeza.
—No. Ya estaba enferma… desde hacía tiempo. Ella lo sabía, aunque me
lo ocultó casi hasta el final.
—Nos lo ocultó a los dos —rebatió Adrian—. Ella estaba de acuerdo
conmigo, insistió en que me fuera; dijo que no debía dejar escapar la
oportunidad, que algunos trenes solo pasan una vez en la vida.
—Querías convertirte en un gran director, y ¿qué mejor lugar para
lograrlo que La Meca del Cine?... Eso puedo entenderlo, pero hay
momentos mejores que otros para hacer algunas cosas, hijo.
—Papá, por favor… —farfulló Adrian con la vista clavada en el infinito
más allá del cristal.
Phineas Ferguson inclinó la cabeza y proyectó la mirada sobre sus
manos, ajadas y retorcidas por tantos años y tanta vida entregados a la
fábrica.
—No hay ni un solo día en que no me acuerde de ella —dijo.
—Lo sé, papá. A mí me pasa lo mismo.
Phineas Ferguson alargó el brazo derecho para recoger un reloj de
pulsera de la mesita situada al lado de la cama y dedicó unos segundos a
observarlo, melancólico, mientras jugueteaba con el mecanismo de cuerda.
—A veces me paso el día dándole marcha atrás a las manecillas del reloj,
¿sabes? Intento con ello volver atrás en el tiempo. Nunca funciona,
aunque… mantengo la esperanza de que algún día pueda lograrlo —explicó
mientras depositaba de nuevo el reloj sobre la mesita.
—¿Cómo os conocisteis mamá y tú? —preguntó Adrian sin apartar el
rostro de la ventana.
—¿Disculpa?... —respondió su padre con un gesto confuso dibujado en
su rostro.
Adrian se volvió hacia la habitación y se dirigió a tomar asiento de nuevo
en la butaca situada a la vera de la cama.
—Me gustaría saber cómo os conocisteis mamá y tú.
Phineas Ferguson, visiblemente inquieto, apartó su rostro de la mirada
inquisitiva de su hijo. Su respiración se había vuelto acelerada y su mirada
se mostraba esquiva, recorriendo nerviosa las paredes blancas de la
habitación como buscando una escapatoria invisible a través de la que salir
huyendo.
—¿Se puede saber por qué me haces ahora esa pregunta? —respondió a
regañadientes—. Después de tanto tiempo… Te lo han dicho ellos, ¿verdad?
Te han dicho esos matasanos que hables conmigo, ¿no es eso? Quieren que
hablemos de mamá —gruñó—. Te han sorbido el seso con demasiada
facilidad. Eres un blandengue.
Adrian esbozó media sonrisa; se preguntaba, a la vista de tan lúcida
reflexión, dónde se habían quedado aquellos delirios argumentados por la
doctora Dafoe.
—¿Y qué más daría si así fuera? De todas formas, nunca hemos hablado
de ello. ¿Por qué, papá?
—¡No lo sé, Adrian, no lo sé!… —protestó Phineas Ferguson—.
Supongo que me ha resultado imposible hallar el momento adecuado.
—Bien, pues… —comenzó Adrian entrelazando las manos sobre el
hueco abierto entre sus piernas cruzadas e inclinándose hacia su padre—,
creo que ahora es tan buen momento como cualquier otro, así que… ¿Cómo
os conocisteis mamá y tú?
Phineas Ferguson tomó aire y liberó un enérgico suspiro cargado de
resignación mientras aprovechaba los segundos para reorganizar los
recuerdos en su cabeza.
—Fue hace mucho tiempo, hijo… —se disculpó.
—Me lo imaginaba, papá —dijo Adrian, simpático—, pero estoy seguro
de que harás un buen uso de tu memoria —zanjó, manteniendo en su
mirada un claro gesto de determinación.
En esta ocasión el silencio se adueñó de la habitación durante un largo
instante, y el primero en romperlo fue un mirlo que, desde el alféizar de
alguna de las ventanas vecinas, había decidido emprender un canto de
serenatas.
—Está bien hijo. Por favor, ayúdame a levantarme. Si continúo un
minuto más encima de este saco de tierra reblandecida voy a terminar
criando setas. Y puedes tener claro que serán altamente venenosas.
—Cómo no, papá.
Adrian vistió a su padre con su albornoz y le acompañó a tomar asiento
sobre un viejo sillón tapizado en piel granate que lucía con orgullo su
desgastado brillo y que se hallaba situado en un rincón junto al ventanal. La
claridad reflejada sobre la piel del anciano evidenciaba el rastro del tiempo
encubierto por la penumbra. La cicatriz en uno de sus pómulos manifestaba
en esplendor su profundidad bajo el manto mortecino.
—Verás, Adrian. ¿Has oído hablar alguna vez de los amores de verano?
—Claro, papá. Por supuesto —respondió mientras aproximaba la butaca
y tomaba asiento frente a su padre.
—Precisamente eso fue lo nuestro: un amor de verano —continuó
Phineas Ferguson—, o al menos, un amor nacido durante esa estación del
año. Fue una de esas extrañas ocasiones en la vida en que te encuentras con
alguien que, a pesar de todo lo malo y de todos los obstáculos, es capaz de
aferrarse a ti de una forma tan sólida como inesperada…
»Tu madre y yo nos conocimos en el mes de agosto de 1963, un año que
marcaría un punto de inflexión en la historia de mi vida, en la de tu madre
y… también en la de otras personas que compartieron aquellos días a
nuestro lado; grandes amigos que, sin pretenderlo realmente, nos llevaron
de la mano a través de un inesperado viaje salpicado por las sombras del
pasado y las luces de lo imposible. Quizá te preguntes por cuál fue el papel
que aquellas personas tuvieron en nuestra historia, y sería normal que lo
hicieras, porque incluso tu madre y yo nos estuvimos haciendo esa misma
pregunta durante la mayor parte de nuestra vida juntos, hasta que un día nos
dimos cuenta. La respuesta había estado delante de nosotros durante todo el
tiempo, desde el principio.
»Posiblemente seas aún demasiado joven para haberlo experimentado,
pero llega un momento en la vida en que muchas de aquellas cosas en las
que creías comienzan a derrumbarse por su propio peso, o más bien, por la
carencia de este; sin embargo, al mismo tiempo, como si se tratase de
mantener el equilibrio entre dos fuerzas invisibles, otras muchas cosas a las
que no dabas crédito se empeñan en volverse cada vez más y más palpables,
llegando incluso en algunas ocasiones a convertirse en una realidad
incuestionable. Tangibles...
Phineas Ferguson elevó el rostro hacia la claridad que penetraba por la
ventana y dejó que su mirada se perdiese en el infinito. Sus ojos parecían
revestidos de una luz casi sobrenatural.
—¿Crees en el destino, Adrian? —preguntó misterioso—. Si no sabes
qué responder, quizá después de escuchar la siguiente historia te resulte un
poco más sencillo hallar la respuesta.
CAPÍTULO DOS
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Manchester, verano de 1963.
 
 
Como era de costumbre, llegado el mes de agosto, la familia Dawson
preparaba con alboroto sus maletas. Estas se encontraban repletas de
ilusiones, hambre de diversión y anhelo de un descanso merecido. Al igual
que otras muchas familias, los Dawson deseaban cambiar de aires durante
un tiempo y alejar sus pensamientos de las preocupaciones rutinarias
dejando de lado el ajetreado ritmo de la vida urbana; así había sido durante
los últimos siete años, y aquel verano no iba a ser una excepción. En el caso
concreto de la familia Dawson, su intención era zambullirse en el sosiego y
la paz que se respiran en Riverdown, un pequeño pueblo situado a escasa
distancia de la costa.
 
***
 
El muchacho dormía en profundidad cuando la casa se vio envuelta en el
cálido abrazo del embriagador aroma a pan recién tostado y cacao templado
que ascendía desde la cocina estimulando su olfato extremadamente
sensible. En menos de lo que se tarda en estornudar, Tom abrió los ojos
seducido por aquel confortable perfume, igual que si se tratase del hipnótico
canto de una sirena. La débil claridad de un sol madrugador que se
mostraba aún demasiado tímido lograba penetrar a duras penas entre las
rendijas de la persiana. Numerosos goterones de luz dorada salpicaban las
paredes y el suelo de la habitación como huellas delatoras de algún
misterioso visitante nocturno. El aroma del desayuno recién hecho terminó
por despertar el interés de las papilas gustativas de Tom y el gusanilloen un
estómago que no había probado bocado desde hacía ya demasiadas horas. A
pesar de la intensa tentación, no fue aquel un despertar particularmente ágil;
no en vano, entre las muchas cualidades del muchacho no figuraba el
desembarazarse de las sábanas en cuanto el despertador comienza a
interrumpir, con su irritante griterío, el profundo silencio del descanso
aletargado. Con parsimoniosa lentitud, giró sobre sí mismo y se recostó
sobre el lado izquierdo procurando que las sábanas le llegasen bien arriba,
cubriéndole la cabeza casi por completo, mientras se acomodaba entre el
calor acumulado durante la noche. La única tentación en la que estaba
dispuesto a caer era la de alargar un poco más aquel momento dulce situado
a medio camino entre el dormitar profundo y el despertar perezoso.
De repente, un fuerte golpe, como si las paredes de la casa se viniesen
abajo, sacudió la modorra de Tom.
—Vamos, renacuajo, más te vale espabilar si no quieres quedarte sin
desayuno. ¿Te apuestas algo? —advirtió desde el pasillo, justo al otro lado
de la puerta, una voz aguda y cargante con cierto deje repelente en su
entonación.
Ante aquellas amenazadoras palabras pronunciadas por su hermana, Tom
decidió llevar a cabo un sobrehumano esfuerzo y, con las sábanas colgando
de su hombro derecho igual que si ellas mismas tratasen de retenerle entre
sus costuras, logró incorporarse lentamente con los ojos tan cerrados como
una sastrería en domingo. Se mantuvo así, sentado sobre el borde del
colchón, testigo de su propia lucha entre las dos fuerzas más poderosas que
en aquel instante existían sobre la faz de la Tierra. La claridad que
penetraba a través de los estrechos resquicios de la ventana atravesaba el
aire dibujando cuchillas de luz, rasgando con sus hojas afiladas la
agonizante tiniebla en que se hallaba sumido el dormitorio.
Tom se incorporó pesadamente sobre sus flacuchas piernas y se vistió
con las ropas que la noche anterior había depositado a su libre albedrío
sobre la silla situada junto al ropero. Su pelo negro azabache, revuelto de
forma asilvestrada, recordaba a una bola de estropajo de esparto que
hubiera sido atropellada por un camión en reiteradas ocasiones. Se dirigió
hacia la ventana, extendió su brazo derecho hasta alcanzar la correa de la
persiana y tiró de ella lo justo para alzarla tímidamente dejando paso a una
deslumbrante ráfaga de luz que se clavó en sus ojos con la fuerza de un
puñal incandescente. Tras apartar su rostro de aquel intenso resplandor, y
con somnolencia casi perenne, procedió a despegar lentamente los párpados
hasta que, poco a poco, logró acostumbrar sus ojos a la oscura claridad que,
segundos después, se transformó en un cegador baño de luz que inundó la
habitación cuando Tom decidió tirar nuevamente de la correa con tal
decisión que los rayos de sol penetraron con la misma pujanza con que un
río desbordado atraviesa las compuertas de una presa. El muchacho se vio
obligado a cerrar de nuevo sus ojos, los apretó con fuerza y, esbozando una
mueca de rechazo, alejó su rostro de aquella fuente de luz cegadora en que
se había convertido la ventana de su dormitorio. Transcurrida una espera
prudencial, volvió de nuevo su rostro hacia la claridad y abrió de par en par
las hojas de la ventana con el fin de permitir que el aire viciado acumulado
durante la noche pudiera renovarse.
 
***
 
Tom recorrió atolondrado el pasillo mientras daba tumbos de lado a lado
evidenciando sin rubor su estado soporífero, que parecía dispuesto a
acompañarle hasta el fin de los días. Así, de aquel modo peculiar, logró
recorrer la distancia que le separaba de la cocina; allí se encontraba su
madre, Helena Dawson, que en aquellos momentos se disponía a prepararse
una generosa taza de café, mientras que, sentada a la mesa, su hermana
Abigail se disponía a abordar, con sus dedos pálidos y afilados de pianista,
el desayuno cuyo aroma había estimulado el estómago de Tom con mayor
celeridad que a sus piernas.
—Te dije que si no espabilabas te quedarías sin desayuno —le recordó
Abigail dispuesta a cumplir con su amenaza. Su rostro recortado tras una
cortina de pelo tan negro como el de su hermano.
—¡Abigail! —pronunció Helena Dawson con firmeza—. No provoques a
tu hermano. Lo único que lograrás es que coma a toda prisa y luego el
desayuno le haga daño.
Abigail agitó la cabeza y esbozó un gesto de indiferencia aprovechando
que Tom pasaba por su lado.
—Eso le ocurre porque se empeña en comportarse igual que un bebé, un
renacuajo que se pasa el día durmiendo y encima no sabe comer. ¿Verdad
que eres un niño muy pero que muy pequeñito? —replicó Abigail, burlona
y entonando de forma ridícula mientras se recreaba pellizcando a cinco
dedos la mejilla de su hermano, que la observaba como pensando: «Qué
mal te han sentado los quince años.»
—Déjalo ya, por favor —insistió Helena Dawson.
Tom se sentó a la mesa justo en la posición enfrentada al lugar ocupado
por su hermana, procurando en la medida de lo posible hacer caso omiso a
sus provocaciones, a pesar de que esta le observaba con mirada felina e
impasible. Desafiante.
—Bebé dormilón —susurró Abigail a la vez que rubricaba sus palabras
dedicándole a su hermano un irritante gesto con la lengua.
—¡Abigail! ¡Por última vez! —exclamó enérgica su madre mientras
tomaba asiento junto a sus dos hijos—. La verdad, ahora mismo no sé quién
de los dos es el hermano pequeño. Además, veo que ya has terminado, así
que, por favor, recoge tus cosas y sal de la cocina —reprendió—. Por cierto,
¿lo tienes todo listo? No quiero olvidos de última hora.
—Sí mamá, desde ayer por la noche —respondió Abigail con fastidio
mientras se incorporaba sujetando entre las manos su cuenco de leche
vacío.
—¿Y los libros del conservatorio? No quiero que los dejes por ahí
tirados.
—No mamá…
—Aun así, estoy más que segura de que te faltarán algunas cosas por
preparar antes de partir. Termina de recoger y vete a tu cuarto… Vamos.
Abigail obedeció a su madre y recogió su cuenco. Pero antes de
abandonar la cocina, proyectó de forma provocativa la mirada sobre su
hermano, que respondió a través de un inocente gesto de desafío ante el que
la muchacha se vio en la necesidad de tragar.
—¿Dónde está papá? —quiso saber Tom.
—Está en la sala, cielo, leyendo el periódico —respondió su madre.
—No entiendo por qué lee el periódico todos los días. Es tan… aburrido.
Siempre las mismas noticias, día tras día. Con una vez a la semana, o
incluso al mes, sería suficiente —reflexionó el muchacho bajo la curiosa
mirada de su madre—. ¿Ya ha desayunado?
—Sí, hijo. Mucho antes que nosotros. Ya sabes que a tu padre le encanta
despertarse a tiempo de contemplar el amanecer. Funciona con la exactitud
de un reloj suizo.
Tom asintió y elevó la mirada hacia uno de los ventanales de la cocina.
—¿A qué hora nos vamos? —preguntó sin apartar los ojos del mundo
visto a través del cristal.
—En cuanto termine de hacer unas cosas y tú te hayas aseado y vestido.
—Ya estoy vestido —corrigió Tom señalando sus ropas arrugadas.
Helena Dawson dio un pequeño sorbo a su café mientras observaba y
examinaba de arriba a abajo a su hijo evidenciando en su caída de ojos un
más que evidente gesto de desaprobación.
—¿En serio? ¿Pretendes salir así a la calle? ¿Con esas ropas sucias y
malolientes después de haber estado todo el día de ayer revolcándote por el
suelo?...
Visto el preocupante tono, cada vez más agudo, que había ido
adquiriendo la voz de su madre con cada nueva pregunta, Tom se limitó a
asentir y a dibujar en su rostro un gesto de circunstancias. Entonces apuró
su desayuno y, dejando el tazón de leche vacío sobre la mesa, salió de la
cocina en dirección a su cuarto. Sin mediar palabra.
 
***
 
Robert Dawson se encontraba en la sala, que además de comedor
principal, ostentaba el privilegio de ser una amplia y profusa biblioteca
donde era posible hallar ejemplares procedentes de cualquier rincón del
mundo y cuyo contenido y variedad de géneros resultaba de lo más
variopinto. No figuraban allí los tomos de relatoscortos que había escrito y
publicado desde su juventud. La mayor parte de aquellos textos tenían
reservado un lugar especial en el dormitorio compartido junto a su esposa.
Una de las cosas con que más disfrutaba Robert Dawson en la vida era
tomar el desayuno mientras se deleitaba contemplando el amanecer a través
de los ventanales de la cocina, aunque para asistir a un espectáculo de tal
esplendor fuera preciso madrugar sin titubeos; aquel era un sacrificio que
para el patriarca de los Dawson no significaba tal, ya que durante sus años
mozos había acostumbrado a desperezar los músculos por medio de un
largo paseo al alba antes de acudir a trabajar en la pequeña librería de su
padre, El Baúl de Carlyle, situada en el mismo centro del pueblo, en la
plaza del ayuntamiento. Todavía hoy conserva esa costumbre. Aunque el
antiguo establecimiento de su padre y la tranquila plaza que le habían visto
corretear y crecer hayan sido sustituidas por el ajetreo y el hormigón de una
moderna librería situada en el corazón de la gran ciudad. Pero hay algo más,
una especie de ritual que, una vez terminado el desayuno, el librero cumple
religiosamente todos los domingos, festivos y días de asueto. Con su
periódico en mano, abandona la cocina y se dispone a disfrutar acurrucado
cómodamente en su butaca favorita de la sala perdiéndose entre las páginas
del diario. Normalmente solo lee los titulares y si acaso observa que alguna
noticia es capaz de suscitar un particular interés para él, entonces se decide
a profundizar en el contenido del artículo, llegando incluso a releer en
varias ocasiones algunos de sus párrafos. Pero aquella mañana le resultaba
imposible concentrarse en la lectura, era su segundo día de vacaciones y
aguardaba con tanta ansia o incluso más si cabe que sus propios hijos el
momento en que habrían de cruzar la puerta de la calle para tomar rumbo a
su merecido descanso. Aquel día, la mente de Robert Dawson se encontraba
muy lejos de su confortable butaca de la sala.
 
***
 
Restaban quince minutos para las diez de la mañana cuando la familia
Dawson cruzaba el umbral de su casa, maletas en mano, dispuesta a
recorrer el medio kilómetro que les separaba de la estación.
—No entiendo por qué tenemos que salir con tanta antelación. El tren no
llega hasta las diez y media —protestó Abigail.
—Sale a las diez y media —corrigió Robert Dawson—. Además, no
sería conveniente que con todo el peso que arrastramos tuviéramos que ir
corriendo a la estación —razonó—. Ni queremos ni debemos. Además, urge
salir con tiempo suficiente para estar preparados en el caso de que surgiera
algún problema con los billetes.
—Papá… por favor, ¿qué problema podría surgir con unos billetes de
tren?
—Nunca está de más el ser precavido, hija.
Abigail torció el gesto y bufó al tiempo que ponía los ojos en blanco.
—Esta es la hora adecuada —zanjó Robert Dawson.
—Tienes toda la razón, papá. Es mejor ser previsores —dijo Tom justo
antes de esbozar una mueca burlona hacia su hermana.
Helena Dawson cerró a cal y canto la puerta de la casa, comprobando
que todas las vueltas de la llave estuvieran dadas, y dedicó un último
vistazo a las ventanas del primer piso para asegurarse de que ninguna se
había quedado abierta; después recogió su maleta y la familia partió rumbo
hacia la estación del norte.
 
***
 
Los escasos treinta minutos de espera hasta la llegada del tren se
convirtieron en una pesada y lenta travesía por el tiempo, pero al fin,
cuando el desaliento comenzaba a transformarse en un hormigueo
insoportable en las piernas, emergió a lo lejos, insinuándose sobre la línea
del horizonte, una columna de humo negro que avanzaba decidida
anunciando la inminente llegada del convoy. A medida que la colosal
maquinaria se aproximaba, Tom comenzó a percibir su potente ostinato,
aquel ritmo repetitivo y constante del traqueteo unido a los bufidos
vaporosos que emanaban a través de los poros del engendro metálico. Por
alguna razón, aquello le recordaba al sonido que produce la máquina de
escribir cuando su padre teclea ágilmente dando vida a los personajes que
protagonizan sus relatos.
—¡Qué bien, todavía es de vapor! —festejó Robert Dawson—. Es
increíble, debe de ser una de las últimas… ¡Hijos, abrid bien los ojos y
prestad atención, posiblemente no tendréis muchas más oportunidades para
contemplar un espectáculo de este calibre!
—¡Thomas, aléjate del borde, haz el favor! —ordenó Helena Dawson.
La matriarca de los Dawson casi nunca utilizaba el nombre completo
para referirse directamente a su hijo, de hecho, nadie en la familia lo hacía,
pero si Helena Dawson pronunciaba aquellas dos sílabas con dicción
esmerada, Tom sabía que su única y mejor opción en aquel instante de su
vida era la de atender sin rechistar a los requerimientos de su madre.
El tren se adentró en la estación bañando con un chorro de vapor
fulgurante las piernas de quienes se encontraban sobre el andén aguardando
su llegada. Al detenerse, un ensordecedor rechinar neutralizó cualquier otro
sonido que hubiera podido producirse en varios metros a la redonda,
obligando a Tom a apretar los dientes y a taponarse los oídos con sus dedos
índices. El andén se vio inundado en un santiamén por las cenizas y el
vapor que la locomotora, igual que un horno en frenesí, había filtrado a
través de sus poros y rendijas sumergiendo el escenario en una densa niebla
metálica. Una lluvia de minúsculas virutas carbonizadas descendía desde
las nubes de humo y aterrizaba sobre los ojos ya irritados de los pasajeros
que aguardaban impacientes subirse a los vagones; las mismas virutas que,
por alguna misteriosa razón, mostraban una peculiar predilección por
alojarse sin prejuicio alguno en el interior de las pobladas fosas nasales de
algunos de los hombres más fornidos.
Robert Dawson y su familia tomaron sus maletas y se dirigieron hacia
los vagones de tercera, donde les aguardaban unos cómodos bancos de
madera.
Cuando la locomotora reemprendió la marcha, un repentino y brusco
tirón sacudió los cuerpos de los pasajeros, llegando incluso algún rezagado
a comprobar con sus cuartos traseros la calidad del material con que había
sido fabricado el suelo del vagón. Tom, que se había acomodado en
ventanilla, contemplaba cómo a medida que el tren avanzaba, la estación
veía paulatinamente reducido su tamaño hasta resultar casi imperceptible a
la vista, llegando a difuminarse en el horizonte cada vez más extenso al
fondo de la gran recta.
Abigail se dispuso entonces a amenizar el viaje con la lectura de un
clásico de la literatura que había rescatado de las profundidades de la
biblioteca familiar, El Perro de los Baskerville, mientras que Tom optó por
distraer su mente contemplando el paisaje y contando los árboles que se
encontraban por el camino o los túneles en los que se adentraban a lo largo
del trayecto.
 
***
 
Robert Dawson echó mano de su reloj de bolsillo. La aguja del minutero
apenas rebasaba en dos minutos el mediodía cuando la familia llegó a su
estación de destino. Todos los músculos del cuerpo, incluso aquellos de los
que Tom había ignorado su existencia hasta aquel preciso instante,
mostraban evidentes síntomas de agarrotamiento. Justo antes de abandonar
su asiento, el muchacho, casi como un acto reflejo, se dispuso a estirar sus
extremidades, las cuatro, imitando así el comportamiento de Nosferatu, el
gato de los vecinos al que en tantas ocasiones había contemplado desde la
ventana de su dormitorio realizar la misma acción y, probablemente, por el
mismo motivo y con idéntico fin.
—Solo te falta bufar y ponerte de uñas —se burló Abigail.
—Eso ya se te da muy bien a ti, pero… ¿Quién sabe?, puede que a lo
mejor te arañe. Deberías tener cuidado —respondió Tom.
—Por lo que más queráis, chicos…, haced el favor y tengamos la fiesta
en paz, ni siquiera hemos pisado tierra y ya os estáis peleando —reprendió
Helena Dawson en un tono que pregonaba lo cerca que se hallaban sus hijos
de rebasar el límite de su paciencia.
—Ha empezado ella.
—Me da igual quién de vosotros ha empezadoy quién ha continuado.
Estas son nuestras vacaciones y mi único deseo es que transcurran en paz.
No quiero riñas, discusiones absurdas, ni tampoco burlas… así que haced el
favor y dejad de comportaros como si tuvieseis cinco años  —zanjó su
madre la cuestión.
 
***
 
En cuanto la familia hubo abandonado el vagón de tercera y puesto sus
pies sobre el andén de la estación, se vieron sorprendidos por el grato
recibimiento de una brisa templada que lamió la piel de sus rostros e inundó
sus pulmones con el salitre que cabalgaba a lomos del viento. Olía a mar. El
aroma a verano emanaba incluso desde la misma tierra que les rodeaba.
—Vamos, no os quedéis ahí pasmados, salgamos y busquemos un medio
de transporte —apremió Robert Dawson.
No resultó complicado encontrar a las puertas de la estación a varios
taxistas dispuestos a prestar sus servicios, a cambio, por supuesto, de la
correspondiente tarifa, pero también de una generosa propina a cargo del
porte de las maletas. Sin embargo, el uso de este medio de transporte no era
precisamente muy del gusto del buen librero. Siempre decía que prefería
desplazarse a pie allí donde fuese necesario antes que pagar porque le
carretearan igual que a un saco de patatas. Además, el nivel económico de
la familia no alcanzaba para permitirse un lujo de ese tipo. Pero aquel día
Robert Dawson hizo una excepción. Había decidido que se permitiría
alquilar un transporte y regalar a su familia el placer de sentirse por un día
igual que uno de esos ricachones, dueños de las fábricas de la ciudad, que
se desplazan por las calles a bordo de su berlina particular conducida por un
chófer. La conexión se hizo evidente a los ojos de Tom, que se preguntó si
su padre veía a aquellos hombres poderosos como un saco de patatas.
La familia se acomodó como le resultó posible en el ajustado habitáculo
del taxi. No era un recorrido demasiado largo el que les separaba de la casa
del abuelo, pero en aquellas apretadas condiciones, se anunciaba un viaje
agónicamente interminable.
A medida que el vehículo se alejaba de la estación, las aceras, los
pequeños edificios y las calles empedradas fueron dando paso a un paisaje
abierto, una naturaleza limpia donde predominaban las arboledas frondosas
y el verde intenso de los prados desnudos que se fundía en el horizonte con
el intenso azul de un cielo manchado por apenas un par de blanquecinos
trazos de acuarela.
Al cabo de un recorrido de unos quince minutos a bordo de aquel taxi
asemejado a un tarro de sardinas, la figura de la casa en la que Robert
Dawson se había criado emergió al final del camino recortando su silueta
sobre el lienzo verde y azulado que perfilaban las montañas al norte. Se
trataba de una vieja edificación en piedra, de dos pisos y techada en pizarra,
que el librero había heredado aquel mismo año debido al fallecimiento de
su padre y que, por primera vez en mucho tiempo, la familia ocuparía en
solitario. La casa se encontraba en muy buenas condiciones, casi como
nueva, tan solo necesitaba unos pequeños retoques en el cableado eléctrico
y alguna que otra mano de pintura por aquí y por allá.
Tras abonar la carrera al taxista, Robert Dawson extrajo de uno de los
bolsillos de su chaqueta un poblado manojo de llaves que tintineaba igual
que un sonajero de campanillas. Dos coquetos jardinillos, descuidados por
el tiempo y enmarcados por sendos vallados de madera pintada en
bermellón oscuro, flanqueaban la senda empedrada que conducía hasta la
puerta principal. La familia encaminó sus pasos tras de la silueta adelantada
de Robert Dawson que, una vez alcanzada la entrada, introdujo una de las
llaves en la cerradura de la puerta accionando con ello el mecanismo que,
tras producir un leve chasquido, dejó abierto el paso hacia el interior de la
vivienda. Fue Helena Dawson quien se decidió a cruzar el umbral, seguida
de sus dos hijos, que se lanzaron escaleras arriba igual que un par de gatos
escaldados, mientras que el librero se mantuvo apostado a un lado de la
entrada sin atreverse a dar un solo paso hacia el interior y, aparentemente,
sin la mínima intención de hacerlo. Tenía los ojos clavados sobre el fondo
del pasillo que nacía a sus pies y, al mismo tiempo, la mirada perdida hacia
ninguna parte.
—¿Qué ocurre, querido? —quiso saber Helena Dawson en cuanto se
percató de que su marido se mantenía en el exterior de la entrada—. ¿Va
todo bien?
Robert Dawson reposó la mirada sobre su esposa y negó con la cabeza y
los ojos vidriosos.
—Nada. No te preocupes, cariño. Todo está bien —mintió.
Robert Dawson esbozó para su esposa una esforzada mueca con
aspiraciones de sonrisa despreocupada y tomó de nuevo el equipaje en sus
manos decidido a adentrarse en la casa; después, con un leve toque de
tacón, cerró la puerta a su espalda y abandonó las maletas a la sombra de la
pared que encerraba el vestíbulo.
—Será mejor que no nos quedemos parados. Me gustaría distribuir ahora
los dormitorios, así podremos descansar un rato antes de ponernos manos a
la obra —sugirió Helena Dawson, aunque su marido no parecía haberla
escuchado. Se encontraba absorto recorriendo con sus ojos los recovecos
visibles desde su posición. El regreso a la vida de los numerosos recuerdos
que atesoraba entre aquellas paredes había extendido un manto sombrío
sobre su rostro.
—Debemos ventilar y limpiar todo un poco. Hay demasiado polvo
acumulado después de tanto tiempo —dijo él con esforzado ímpetu,
tratando de disimular la emoción latente, aunque la melancolía se negara a
abandonar su mirada.
Helena Dawson acarició con mimo el rostro de su marido.
—¿De verdad que todo está bien? —preguntó sonriendo, dulce. Sabedora
de la verdad.
—Sí. No te preocupes. Nada que no sea normal —respondió él tomando
la mano de su esposa entre las suyas—. Ve a ayudar a Abigail y Tom, por
favor, no quiero que se peleen por quién se queda con qué habitación.
Entretanto llevaré las maletas a nuestro dormitorio e iré abriendo algunas
ventanas.
Helena Dawson se limitó a asentir y se dirigió hacia el piso superior,
mientras que su marido se mantuvo aguardando pacientemente el instante
en que fuera posible escuchar el eco de los pasos de su esposa desvanecerse
entre la claridad vaporosa que merodeaba por la vivienda cual fantasma
atrapado en el tiempo.
Tras quedarse a solas, Robert Dawson se olvidó a sabiendas de las
maletas apostadas junto a la pared del vestíbulo y se adentró en el salón
comedor situado a la derecha de la entrada; lo hizo a paso lento, con la
cabeza erguida, los ojos cerrados y procurando deleitarse con el perfume del
ambiente cargado de nostalgia. Respiró profundamente y retuvo el aire
durante unos segundos en los que se mantuvo inmóvil, sintiéndose flotar
entre la atmósfera de la sala, hasta que lentamente vació sus pulmones y
con un sutil golpe de tacón, marca de la casa, cerró la puerta tras de sí.
 
***
 
Abigail y Tom habían subido a toda prisa al piso superior sin haber
soltado siquiera su equipaje. En aquellos momentos nada ni tampoco nadie
sobre la Tierra habría sido capaz de distraerles de su objetivo. Parecía como
si, de forma misteriosa, aquellas pesadas maletas que durante el viaje
habían sido arrastradas con desidia, estuviesen ahora repletas de aire. Una
vez arriba, y por muy sorprendente que pudiera resultar a los ojos de su
madre, Tom y Abigail esquivaron cualquier conato de disputa a causa de la
elección de los dormitorios. Al parecer, ambos habían resultado
irremediablemente seducidos a primer golpe de vista por sus respectivas
habitaciones y ya se encontraban deshaciendo las maletas en el momento en
que su madre se acercó a verles.
—Voy a preparar algo de comer, en media hora quiero veros abajo —
advirtió Helena Dawson desde el umbral, titubeante y aún sorprendida por
la escena.
—Sí mamá —respondió Abigail. La voz ahogada más allá de la puerta
entornada.
—¿Tom?...
Silencio.
—¿Me has oído?
—Sí mamá —respondió el muchacho arrastrando las sílabas.
Helena Dawson dio por buenas las respuestas y regresó con paso torpe
hacia las escaleras,sobrecogida y preguntándose si sería aquel aire viciado
de la casa o quizá la brisa marina que impregnaba de salitre el mundo a su
alrededor lo que había propiciado aquel inesperado indicio de paz que
acababa de presenciar.
 
***
 
En cuanto hubo vaciado su maleta, Tom se dirigió hacia la ventana con la
intención de separar por completo los postigos y permitir que la luz del
mediodía, casi tarde, penetrase sin obstáculos en el dormitorio. La débil
claridad dejaba ahora al descubierto una bruma vaporosa y polvorienta que
pregonaba la necesidad de una prolongada ventilación. Alguna que otra
pequeña tela de araña se descolgaba desde las esquinas sobre el papel a
rayas que recubría aquellas cuatro paredes, mientras que una capa de polvo,
algo más que visible, envolvía los muebles y los cuatro brazos
profusamente trabajados de una lámpara que pendía sobre la cama. En
medio de aquella atmósfera, el muchacho se preguntaba si sería capaz de
conciliar el sueño sin haberle dado antes un buen repaso a la habitación y
asegurarse de haber eliminado el mínimo signo de presencia de cualquier
inquilino diminuto y de más de cuatro patas.
Tom lanzó un suspiro resignado y se dispuso a doblar cuidadosamente su
ropa para, acto seguido, proceder a colocarla en el interior de los cajones
del ropero situado justo frente al pie de la cama. Cuando abrió las puertas
del viejo armario, un intenso olor a humedad le hizo torcer el gesto y
retroceder un par de pasos. Una vez se hubo recompuesto de aquel
desagradable recibimiento, volvió de nuevo su rostro y entonces algo llamó
su atención. Se trataba de un montón de sábanas viejas y amarillentas
agolpadas en el fondo del armario. Cuando las retiró, descubrió que tras
ellas se hallaba escondido un extraño bulto envuelto en papel de periódico.
El muchacho se estiró todo lo que su cuerpo dio de sí, evitando a propósito
introducirse en el armario, hasta que pudo alcanzar el paquete con la punta
de sus dedos y tirar de él, no sin cierta dificultad. Centímetro a centímetro
logró acercarlo hasta el umbral de claridad, momento en que pudo
confirmar sus sospechas. Se trataba de una pequeña pero pesada caja de
cartón duro. Después de haberla situado sobre el borde del armario, la
despojó de su socorrido envoltorio, la recogió sobre su regazo y
posteriormente la dejó caer sobre la cama, levantando con ello una nube de
polvo que le hizo estornudar al menos tres o cuatro veces en muy pocos
segundos; a continuación tomó asiento a su lado a pesar de las amargas
protestas de los muelles del colchón y se dispuso a retirar un grueso papel
de embalar que hacía las veces de improvisada cubierta, confiriéndole un
extraño aire de misterio y suspense a los segundos que precedían al solemne
instante de destapar los secretos que, sin duda y a su juicio experimentado
en el infravalorado estudio de los misterios fraternales, protegía aquella
caja.
Tom extraía con inquieta curiosidad los objetos que iba descubriendo en
el interior. Había encontrado fotos antiguas de su abuelo y también de su
abuela, a quien no había llegado a conocer; retratos de cuando su padre era
joven, incluso unos extraños y grisáceos papeles que parecían tratarse de
algún tipo de documento oficial. Pero había algo en especial que llamó su
atención entre aquella montaña de recuerdos: un viejo y plateado reloj de
bolsillo cuya cadena de oro resplandecía tímidamente desde el fondo de la
caja, asomando entre los demás objetos, como si se tratase de una agónica
llamada de auxilio. El muchacho rescató cuidadosamente aquel tesoro de su
tumba de cartón y contempló con admiración los preciados detalles que lo
adornaban. Tras regresar de aquellos segundos de fascinación, y aunque no
resultó una tarea sencilla, logró abrir la tapa que protegía la esfera, cuyo
cristal lucía una profunda cicatriz que parecía dividir el tiempo en mitades
desiguales. Al parecer, el mecanismo se había detenido cuando las agujas
del reloj marcaban las doce y once minutos. Tom trató de ponerlo de nuevo
en marcha, pero el dispositivo de cuerda no parecía estar por la labor de
concederle aquel deseo. Cuando ya se disponía a encerrar de nuevo la esfera
bajo su lápida de metal, observó sobre la cara interna de la tapa una
inscripción tallada con elegante caligrafía que captó de inmediato su
atención:
 
Las horas del resto de
nuestra vida
R & A
14 de mayo de 1921
 
—¿Qué es eso tan interesante que has encontrado, hijo? —le sorprendió
Robert Dawson desde el umbral.
Tom alzó la vista, sobrecogido. Cerró de golpe la tapa del reloj. Las
palabras de su padre le habían sorprendido inmerso en otro mundo. Muy
lejos de aquella casa. Miró el reloj entre sus dedos, y de nuevo a su padre.
—Papá, ¿qué quiere decir «R & A»? —preguntó el muchacho, rebosante
de curiosidad, mientras se acercaba hasta su padre.
—No lo sé hijo… ¿Por qué me lo preguntas? —respondió Robert
Dawson evidenciando en su rostro un gesto confuso.
Tom abrió de nuevo la tapa de la esfera y mostró el reloj a su padre.
—Está escrito por detrás, mira —dijo señalando el interior.
Robert Dawson tomó el reloj de las manos de su hijo y dedicó unos
segundos a estudiarlo de forma concienzuda. Tenía el ceño fruncido, igual
que hace cuando lee en el periódico el titular de alguna noticia poco
agradable, y parecía que en cualquier momento su mirada comenzaría a
esculpir sobre el metal.
—¿De dónde lo has sacado, Tom?
—Estaba entre las cosas del abuelo, dentro de una caja que encontré en el
fondo del armario.
Robert Dawson apuntó su mirada hacia la caja, como si desde la
distancia fuese capaz de escudriñar los entresijos que el tiempo pudiera
haber atrapado en su interior.
—¿Y había algo más en esa caja? Quiero decir… ¿Algún otro objeto que
te haya llamado especialmente la atención?
Tom asintió con determinación.
—Hay muchas cosas, papá. También he encontrado fotografías viejas, un
montón de papeles aburridos llenos de polvo y una medalla.
Robert Dawson apretó los labios y elevó la vista hacia el infinito,
intrigado por cuál podría ser el origen de aquel reloj y por qué se
encontraba entre los objetos personales de su padre. Precisamente en esa
caja.
—La verdad es que… hijo, no tengo ni idea de lo que pueden significar
estas iniciales. No había visto este reloj en mi vida —dijo, restándole
importancia—. Quizá pudiera haber pertenecido a algún familiar muy
lejano o puede que guarde relación con algún asunto policial en el que el
abuelo hubiera trabajado. Aunque…, de ser así, ese reloj no debería estar
ahí… —murmuró—. Sinceramente, hijo, no recuerdo que me haya hablado
nunca de algo similar… Es extraño.
En esta ocasión fue Tom quien frunció el ceño y concentró la mirada
sobre el reloj en manos de su padre.
—Papá, ¿por qué el abuelo dejó de ser policía?
Robert Dawson se encogió de hombros.
—Nadie mejor que él hubiera podido responder a esa pregunta, pero…
Recuerdo una ocasión en que, poco antes de casarme con tu madre, le hice
esa misma pregunta.
—¿Y qué te respondió?
—Pues fue algo muy curioso, la verdad… —enarcó las cejas y lanzó un
enérgico suspiro antes de continuar—, incluso después de tantos años, soy
incapaz de comprender del todo su respuesta. Me dijo que siendo yo muy
pequeño, una noche, cuando regresaba a casa después del trabajo, se dio
cuenta de que se había cansado de correr detrás de la gente y que además
había encontrado una misión mucho más importante en su vida. Fue en esos
días cuando tomó la decisión de abandonar el cuerpo de policía y
trasladarse aquí, a Riverdown, para abrir la librería.
Silencio.
—Pensándolo ahora… fue algo muy repentino, y también precipitado —
se encogió de hombros—. En fin, de no haberlo hecho… ¿Quién sabe?,
quizá podría haber llegado a ser comisario —reflexionó de forma alegre.
—¿Te dijo cuál era esa misión de la que hablaba?
Robert Dawson agitó la cabeza en señal de negación.
—No. Nunca me habló de ello.
Tom se limitó a asentir y volvió a sumergirse en sus pensamientos.
—Desde luego no puede negarse que seas nieto de tu abuelo…, menudo
interrogatorioal que me acabas de someter. Fíjate, podrías seguir sus pasos
y convertirte en policía. Igual tú sí que podrías llegar a comisario —dijo
Robert Dawson, divertido.
—No me gusta correr, papá. Creo que en eso también coincido con el
abuelo.
Robert Dawson dibujó una sonrisa en su rostro.
—Creo que tu abuelo se refería a otra cosa cuando hablaba de correr
detrás de la gente, pero… —reflexionó un segundo—. ¿Sabes qué? Da
igual. Tampoco tendrías por qué hacerlo. Puedes perseguir a los malos en
coche, en moto, o incluso si eres el jefe, puedes ordenarle a otra persona
que corra por ti, ¿qué te parece eso, eh?
—¿Me lo devuelves? —preguntó el muchacho, obviando
intencionadamente el jocoso comentario de su padre y tendiendo la mano
hacia el reloj de bolsillo.
—Claro hijo, ten. Me había olvidado de que lo tenía.
—Gracias papá… por cierto. ¿Puedo quedármelo?
—Claro que sí. Era del abuelo, así que en el fondo también es tuyo. Pero
tienes que prometerme que lo cuidarás como si se tratase de un huevo que
llevara un pollito dentro.
Tom dedicó a su padre una mirada horrorizada, talmente parecía que
acabase de ver rondando por el pasillo al mismísimo monstruo de
Frankenstein.
—Papá… —dijo Tom amargamente— ¿Te crees que tengo cinco años?
Te recuerdo que en menos de un mes voy a cumplir los catorce.
Su padre le observó fingiendo sorpresa.
—¿Ah sí? ¿Conque catorce años eh? Pues estaba convencido de que…
—Déjalo ya papá, por favor, no sigas. ¿Puedo quedármelo o no? —
protestó el muchacho mientras su padre reía con desenfado.
—Es tuyo. Pero no te separes nunca de él, ¿de acuerdo? Cuídalo como si
fuera un tesoro, igual que el del capitán Jonathan Flint —dijo Robert
Dawson mientras cerraba el puño de su hijo en torno al viejo reloj del
abuelo.
—Así lo haré, papá —sonrió el muchacho.
—¿Qué te parece si volvemos abajo y te preparo un buen tazón de
chocolate caliente? ¿Qué me dices?
El muchacho asintió casi salivando y aceptó de buen grado la invitación.
Acompañó a su padre y, cuando se hallaba cruzando el umbral de la
estancia, se detuvo de forma repentina, giró sobre los talones y volvió sobre
sus pasos para acercarse hasta la mesita de noche situada a la vera de la
cama. Allí colocó el reloj junto a la vieja lámpara del abuelo y regresó al
encuentro de su padre, que le abrazó por los hombros y le escoltó escaleras
abajo entre murmullos y chascarrillos que se ahogaban en la distancia.
Lentamente, con el goteo incesante de los segundos, el primer piso se fue
sumiendo en el vapor de un silencio atronador que, instantes después, se vio
interrumpido por el amanecer de un ligero siseo, casi imperceptible; un
suave latido que, como pasos de un ciempiés empedernido, recorría el vacío
con aire impune en ausencia de testigos que alertasen de su presencia. El
murmullo semejaba el tictac del mecanismo de una maquinaria de
precisión; una maquinaria como la de un viejo reloj que descansaba en
soledad sobre la mesita de noche ubicada en el dormitorio del abuelo
Dawson.
Segundos después, el silencio imperó de nuevo, ensordecedor.
CAPÍTULO TRES
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Eran las ocho de la mañana cuando el aroma al desayuno recién preparado
serpenteaba en dirección al piso superior dejando su estimulante impronta
por cada recoveco. En cuanto el olfato de Tom detectó el rastro templado, ni
el más potente y sofisticado de los despertadores hubiera sido capaz de dar
por finalizado, con tanta efectividad, su profundo letargo. Aquella mañana
resultó mucho más sencillo de lo habitual liberarse del embriagador tacto de
las sábanas de algodón. Parecía como si aquel lugar próximo al mar lograra
que el peso de su cuerpo se redujese hasta alcanzar la ligereza propia de una
pluma, como si el cansancio acumulado a lo largo de todo el año se hubiese
evaporado milagrosamente durante aquellas primeras horas de verano en la
casa de los abuelos.
Mientras Helena Dawson, Abigail y Tom disfrutaban en familia del
suculento desayuno compuesto de tostadas con mantequilla y mermelada
acompañadas de un buen tazón de cacao caliente, Robert Dawson, por
aquello de no perder las viejas costumbres, había comenzado su actividad
con los primeros atisbos de claridad, al alba, y llevaba ya un buen rato
hojeando la prensa en el salón comedor. Al percatarse del murmullo
procedente de la cocina, decidió abandonar por un instante su rutina y
acompañar a su familia, sonriente, rebosando energía, con el periódico
enrollado bajo el brazo y con una página en concreto doblada por una
esquina.
—Buenos días, familia. ¿Qué tal habéis dormido, hijos míos? —preguntó
a medio canturrear antes de besar a su esposa cariñosamente sobre el pelo.
—Papá, por favor… —respondió Abigail con amargor.
—¿Qué ocurre hija? ¿No puede un padre interesarse por el buen
descansar de sus retoños?
Abigail torció el gesto y volvió los ojos en blanco consciente de que
aquella batalla dialéctica la tenía perdida de antemano.
—Escuchadme, por favor —prosiguió el librero—. Acabo de leer algo
realmente interesante en el periódico, y creo a buen seguro que os va a
encantar.
Sus palabras resonaron enigmáticas en el eco de la cocina. De repente,
como quien no quiere la cosa, dejó caer el diario plegado sobre el centro de
la mesa levantando una molesta corriente de aire y provocando que a Tom
se le derramase parte del cacao que había rebañado con la cucharilla.
—¿Qué os parece si este año os vais de acampada?—preguntó Robert
Dawson atañendo a sus hijos.
—¿Acampada? ¡Eso suena realmente fantástico!—dijo Tom
emocionado, mientras que Abigail intentaba disimular tras una máscara de
fingida ilusión el rechazo frontal que le producía tan solo el hecho de
considerar la idea de irse de acampada junto a su hermano pequeño.
—Lo he visto esta mañana mientras hojeaba el periódico y no he podido
resistirme. He pensado que sería una oportunidad estupenda para vosotros,
ya que nunca habéis permanecido fuera de casa sin el amparo de vuestros
queridos padres, aquí presentes, y la idea de este campamento me ha
parecido realmente apropiada. Observad con atención —dijo mostrando al
resto de la familia el pasquín promocional incluido entre las páginas
centrales del diario—. Se encuentra ubicado entre las montañas, al norte, a
unos cuantos kilómetros de aquí. No será un viaje corto, resulta evidente,
pero una vez allí, estaréis en contacto directo con la naturaleza y al menos
durante unos días llenaréis vuestros pulmones de aire puro. Además,
podréis contemplar las estrellas, dormir en cabañas y aprender un montón
de cosas estupendas que sin duda os resultarán de gran utilidad en la vida.
¿A que es genial?
Robert Dawson se había marcado muchas y variopintas metas a lo largo
de su vida, quizás incluso demasiadas, y había logrado alcanzar algunas de
ellas, pero otras… bueno, sencillamente y como a él le gustaba decir: «No
se habían procurado en el momento adecuado»; pero si había algo que no
estaba dispuesto a dejar pasar de largo, era la ocasión de que sus hijos
ampliaran sus horizontes de conocimiento y habilidades en cualquier
dirección en que se presentase dicha oportunidad. El patriarca de los
Dawson, como muchos otros de su edad, había disfrutado, por imperativos
circunstanciales, de una vida marcadamente sobria y alejada de las grandes
posibilidades que sus hijos tenían ahora a su alcance, y esta, sin duda era
una de ellas.
Tom exhibía una sonrisa de oreja a oreja que parecía dispuesta a
instalarse de forma permanente en su rostro y que crecía con cada nueva
palabra que su padre, casi más entusiasmado que su propio hijo, añadía
sobre el campamento. Por otro lado, Abigail continuaba esforzándose por
disimular el escaso entusiasmo que en ella suscitaba la brillante idea de su
padre. Detalle que no pasó desapercibido a los ojos de su madre.
—Parece realmente una oportunidad irrechazable… Estoy segura de que
lo pasaréis en grande —dijo Helena Dawson a la vez que sonreía cómplice
a su hija.
—Por supuesto. Escuchad, lo mejor de todo es que podréis estar juntos.
Habrá muchachos desdelos trece hasta los diecisiete años —afirmó Robert
Dawson, eufórico, reposando la mirada sobre sus hijos.
—Genial… —farfulló Abigail entre dientes.
—Hecho entonces, no se hable más —sentenció su padre reafirmando
sus palabras mediante un generoso manotazo sobre la mesa que hizo saltar
los cubiertos—. Me preparo en un santiamén y saldré a dar un paseo hasta
el pueblo. Os apuntaré en la dirección que figura en el periódico y…
mañana a primera hora partiréis hacia los mejores diez días de vuestras
vidas.
—¿Mañana?... —preguntó Abigail, presa de un pánico súbito—. ¡Pero si
acabamos de llegar!
—Mañana —confirmó impetuoso su padre—. Estaré de vuelta en un par
de horas.
 
***
 
El amanecer aún teñía el paisaje de un rastro carmesí cuando la familia
Dawson dirigía de nuevo sus pasos hacia la estación del ferrocarril, la
misma que tan solo un par de días antes les había recibido bajo el abrazo de
una revitalizante brisa marina. Abigail y Tom aguardaban junto a su
equipaje la llegada del tren sin imaginar que estaban a punto de embarcarse
en un viaje que les conduciría hacia la aventura, al descubrimiento de un
mundo que hasta entonces no habían alcanzado a soñar ni en sus más
osadas fantasías. Ajenos a que muy pronto amanecería para ellos el primer
día de una vida inesperada.
Poco antes de las ocho en punto, una intensa columna de humo, negra
como el carbón del cual emanaba, se aproximaba a la estación al ritmo de
un intenso traqueteo. Tom se veía incapaz de ocultar su nerviosismo ante las
expectativas que se había formado durante las últimas veinticuatro horas (a
lo que, indudablemente, había contribuido el encendido entusiasmo de su
padre), y aguardaba ansioso, sujetando férreamente entre sus manos el
cartel propagandístico donde se relataban los detalles y numerosas
bondades del campamento. Había pasado la mayor parte de la noche
contemplando aquel trozo de papel, incluso estudiándolo hasta casi llegar a
aprendérselo de memoria. Había aprovechado el insomnio reinante durante
las horas previas al viaje para dedicarse a escudriñar bajo el paraguas ámbar
de una linterna los detalles de la fotografía, así como a leer y releer los
mensajes y consignas que la acompañaban, proyectando en su mente una
interesante película acerca de cómo debería de ser el transcurrir de sus
próximos días.
Cuando el tren se hubo detenido frente al andén, Tom recogió el pasquín
en el interior de una de las mochilas que portaba, asegurándose al mismo
tiempo de haber incluido entre sus utensilios de viaje la navaja multiusos
que su padre le había regalado en su último cumpleaños. Cuando elevó de
nuevo la vista, descubrió entre el vapor la silueta recortada de una
muchacha de no más de dieciocho años emerger a través de la compuerta de
uno de los vagones de tercera. La joven, que contemplaba el mundo a través
de una mirada resuelta y quebraba la neblina de vapor gracias a una larga
cabellera de un intenso pelirrojo, se detuvo en mitad del andén y escrutó
con curiosidad a las personas que por allí deambulaban y aguardaban. Nada
más percatarse de su presencia, Robert y Helena Dawson, seguidos de lejos
por sus hijos, se acercaron hasta ella.
—Buenos días. Disculpe, ¿es usted la señorita Harper? —preguntó
Robert Dawson.
La muchacha asintió regalando una amplia sonrisa repleta de dientes
relucientes que a los ojos de Tom parecía la de un ángel recién caído del
cielo. Incluso creyó ver unas pequeñas alas emergiendo a su espalda y la
insinuación de una aureola sobre su cabello tostado.
—Así es. Mi nombre es Fanny Harper, y supongo que ustedes deben de
ser los… Dawson. ¿Cierto? —apuntó la muchacha ojeando primero entre
las páginas de un pequeño cuaderno de notas y ofreciendo después su mano
en un gesto cortés—. Soy una de las monitoras del campamento Wardford y
la encargada de acompañar a los muchachos en el viaje.
—Es un placer, señorita Harper. Permítame que le presente a mi esposa,
la señora Helena Dawson, y a nuestros dos hijos, Abigail y Tom, a quienes
puede usted apreciar tratando de esconderse del mundo a una prudencial
distancia.
—Buenos días, Tom y Abigail —canturreó la joven monitora—. ¿Estáis
listos para disfrutar de unos días que no olvidaréis jamás?
Abigail se limitó a asentir en silencio a pesar del escalofrío que le había
producido el simple hecho de escuchar aquellas palabras en boca de la
monitora Harper, y se esforzó en regalar una evidente mueca de desgana
idéntica a la que había exhibido el día anterior en el instante que tuvo
conocimiento de la maravillosa idea de su padre; talmente parecía como si
aquel gesto torcido hubiera hallado en su rostro el hábitat perfecto para
establecerse cómoda y definitivamente. Mientras tanto, Tom esbozó una
amplia y temblorosa sonrisa, ruborizado ante la proximidad de la joven y el
cálido perfume a fresas que se desprendía de su frondosa melena. Solo
esperaba que la muchacha no le hiciese ninguna pregunta, ya que algo le
hacía sospechar que sería absolutamente incapaz de articular una sílaba que
tuviera un mínimo de sentido.
—No se deje usted engañar, señorita Harper. Aquí donde los ve, tan
callados y aparentemente modositos, son unos auténticos trastos. Ya verá
cómo tendrá usted que vigilarles bien de cerca —apuntó Helena Dawson.
—No se preocupen, para eso existen los campamentos de verano, para
que los niños y adolescentes se diviertan y derrochen sin remordimientos
toda su energía. Estoy segura de que lo van a pasar genial con nosotros —
afirmó la joven.
El matrimonio Dawson asintió complacido ante las tranquilizadoras
palabras de Fanny Harper.
—Bien chicos —dijo la monitora dirigiéndose hacia Abigail y Tom—,
estamos distribuidos en los vagones dos y tres. Si queréis podéis subir e ir
tomando asiento, por favor. En cuanto haya recibido a las demás familias,
partiremos. El tren no esperará mucho más.
Mientras la monitora Fanny Harper se dirigía al encuentro del resto de
pasajeros con destino al campamento Wardford, Robert y Helena Dawson
se despidieron de sus hijos, no sin antes haberles advertido
convenientemente acerca del buen comportamiento que esperaban que
demostrasen y, por supuesto, recordándoles que debían tratar de disfrutar al
máximo de cada instante, porque… como siempre les dice su padre: «El
tiempo y los años pasan mucho más rápido de lo que marca el calendario, y
por eso no debemos permitir que la vida se nos escape entre los dedos.»
—Tres minutos para la partida… —anunció el jefe de estación.
—Bien chicos, creo que deberíais ir subiendo. Dentro de diez días nos
veremos aquí de nuevo —dijo Helena Dawson a la vez que abrazaba a sus
hijos como si no fuese a verles nunca más—. Os estaremos esperando.
—Pasajeros al tren… —llamó el jefe de estación.
—Tom, hijo…, aguarda un segundo —dijo Robert Dawson acercándose
a la compuerta del vagón.
El muchacho se dio la vuelta y aguardó expectante las palabras de su
padre. Su rostro inquisitivo.
—Cuida bien de él, ¿recuerdas? —dijo el librero a la vez que señalaba la
cadena dorada que asomaba del bolsillo del pantalón de su hijo—. El tesoro
de Jonathan Flint.
Tom se limitó a asentir dedicándole a su padre una sonrisa recortada y
después buscó a Abigail con la mirada.
Los dos hermanos ascendieron al vagón de tercera y se acomodaron en
uno de los bancos de madera, desde donde podían disfrutar de una visión
directa del andén. La monitora Fanny tomó asiento junto a ellos e instantes
después el tren arrancó con una breve pero intensa sacudida. Poco a poco la
estación fue quedándose atrás y la silueta de las familias comenzó a
desvanecerse en la distancia del mismo modo que se evaporaba en el aire la
columna de humo negro que exhalaba la locomotora. El tren iba tomando
velocidad paulatinamente y el paisaje comenzó a transformarse al ritmo que
marcaba el traqueteo.
Durante el viaje, Fanny Harper se interesó por la vida y hazañas de los
muchachos y procuró indagar lo posible acerca de sus estudios, sus
preferencias, sus aspiraciones y sobre aquello con lo que esperaban
encontrarse a su llegada al campamento

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