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ANTONIO TOVAR Si muchas veces resulta difícil separar la labor científica de las peripecias humanas, en el caso de Antonio Tovar su dedicación a la Lingüística y a la Filología está indisolublemente unida a su propia trayectoria vital. Nació Tovar en Valladolid allá por el año de 1911. Quiso el destino que su educación discurriera desde niño en un ambiente bilingüe, como en premonición de lo que habría de ser el objetivo de su carrera futura. Después sobrevinieron otros peregrinajes por España siguiendo las andanzas y mudanzas paternas. En Valladolid tuvieron lugar summa cum laude las carreras universitarias de Derecho y de Filosofía y Letras, Facultad esta última donde tuvo la fortuna de contar con un maestro excelente, C. de Mergelina. Como remate y recompensa, llegó la participación en el famoso crucero por el Mediterráneo (1934), hormiguero y cantera de notabilidades y famosos; y cuéntase que entonces, además de empaparse de arte griego (de ahí saldría su traducción de Pausanias), completó con la facilidad que le caracterizaba el tirocinio del griego moderno: a comentar la obra novelistas y poetas de la nueva Hélade (Palamás, Nicolópulos, Xenópulos) dedicó algunos de sus artículos primerizos, alentados por la existencia de una Liga Hispanohelénica en Valladolid. Una beca de la Junta de Ampliación de Estudios permitió que Tovar saliera de España a completar su formación en el extranjero. Allí se educó el aprendiz de sabio bajo la férula de los últimos grandes representantes del historicismo positivista. Entre sus maestros de París figuró el ilustre paleógrafo Alphonse Dain; una de las contrariedades de Tovar fue precisamente el no haberse especializado más en el estudio de esta disciplina, cuyo conocimiento le permitiría andando el tiempo redactar el Catálogo de los códices griegos de la Universidad de Salamanca. Por aquel entonces un lingüista genial, Emile Benveniste -el apellido nos lleva a los aragoneses Bienveniste que, por su estirpe judaica, tuvieron que emigrar de España en los albores de nuestra Modernidad-, andaba explicando en la Sorbona nada más y nada menos que su célebre teoría en torno a los orígenes de la raíz en indoeuropeo, que a poco habría de darle fama internacional; ni que decir tiene que entre sus oyentes más asiduos se encontraba Tovar. Después, durante su estancia en Berlín, la más fecunda por su influjo duradero y también -todo hay que decirlo- por el gran número de volúmenes que adquirió para su uso y disfrute personal, asistió el joven becario a las clases de Eduard Schwyzer, el estupendo helenista que estaba ultimando su magna Lingüística griega en dos gigantescos volúmenes. La antaño esplendorosa Universidad de Berlín comenzaba a experimentar un tan lento como imparable declive a causa de la feroz política represiva del nazismo. De los grandes maestros de la Filología Clásica hacía poco que había muerto el gran Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf (1931), y era muy de lamentar que desde 1933 estuviesen censurados y ya prestos a escapar Eduard Norden y Werner Jaeger. Quizás un conocedor experto de Alemania hubiese podido adivinar el tremendo drama que se estaba gestando entre bastidores; pero nuestro becario era demasiado bisoño, demasiado crédulo quizá, para hacer distingos que escapaban a la atención de observadores más curtidos. Alemania, pues, como no podía menos, causó grandísima impresión en el ánimo del joven Tovar, que, asombrado, achacó de manera ingenua el avanzadísimo nivel cultural y socio-económico del país a la nueva ideología. A poco estallaba en España la guerra civil. El impresionante despliegue de poderío y empuje que había visto en la Alemania nazi explica la elección política que realizó el estudiante cuando, todavía en Berlín, optó por el bando que se había alzado en armas: abstenerse de participar en la guerra civil hubiese semejado una traición a la patria que un idealista como Tovar no podía cometer. Los años no pasaron en balde y maduraron las ideas; y así el antiguo falangista que había dirigido la Radio Nacional, tras un vano intento de apertura en el régimen de Franco bajo el ministerio de Ruiz Giménez, fue acercándose cada vez más a posturas políticas que hoy serían calificadas de socialdemócratas. No obstante, y a diferencia de otros correligionarios suyos, no maquilló nunca Tovar su pasado nazi, como él decía con amargura las pocas veces que afloraban en su conversación recuerdos de aquel tiempo. Tampoco salieron de su pluma libros de autoalabanza ni apologías pro domo sua. Sí reconoció el error de perspectiva y las locuras del pasado terrible, esas locuras en las que había creído y caído no sólo él, sino millones de personas. Era menester evitar por todos los medios que ese pasado se repitiese y tornasen a aparecer las funestas alucinaciones colectivas. Ahora bien, entonar el mea culpa o hacer una confesión pública no le parecía el medio más adecuado para lograr la paz y fomentar la reconciliación; y sólo in extremis, como en la noche del 23 de febrero de 1981, saltó de nuevo Tovar a la política de la única manera en que sabía hacerlo: mostrándose beligerante, aunque fuese con la pluma y en la primera plana del periódico El País, contra los nostálgicos de una dictadura a la que él había servido con la buena fe de su juventud. Volvamos a su trayectoria científica, dejando los vaivenes y destemplanzas de la política española y europea, En sus Lebr- y Wanderjahre aprendió Tovar una ciencia, la Filología clásica, de la que en España apenas si había algún cultivador serio. Parece increíble que el nivel de nuestros compatriotas en Latín y en Griego, nunca muy boyante, se hubiese precipitado en una sima tan vergonzosa, sobre todo cuando habían experimentado un auge verdaderamente notable otras ramas de las Humanidades como la Filología románica, la Historia medieval, el Arabismo, la Filosofía. En Clásicas estaba casi todo por hacer. Había que proporcionar al alumno libros de texto adecuados, ediciones críticas, estudios monográficos, manuales. La tarea de Tovar a este respecto es ingente: basta repasar el catálogo de sus traducciones y estudios sobre Pausanias, Platón, Aristóteles, los trágicos, Teócrito, Propercio, y tantos más para asombrarse de la magnitud de su esfuerzo. Sin embargo, tal vez sea la primera su edición más conseguida y acabada: las Bucólicas de Virgilio, que publicó en Madrid en el año trágico de 1936; desde el Virgilio de La Cerda no había visto la luz en España ningún comentario que se aproximara a éste ni en calidad ni en erudición. Mas en las aulas extranjeras no sólo se empapó Tovar de ciencia filológica; también lo cautivó el hechizo de la Lingüística indoeuropea, que le abrió nuevas inquietudes y le indicó otras vías de acceso a culturas muy diversas. A poco su atención quedó prendida en el enigma vasco y ello por doble motivo, como español y como estudioso del idioma. Gracias al genial desciframiento de Gómez Moreno, la España antigua venía a configurarse como un verdadero mosaico lingüístico, que ensayaba en la Prehistoria el mapa de las actuales autonomías: frente a la Hispania céltica se traslucía una brumosa Hispania no indoeuropea, integrada por iberos, vascos, turdetanos y otros pueblos aún más enigmáticos, cuya lengua intentaba acercar Tovar al libio y cuya onomástica trataba de explicar en parte por el vasco (p.e., Indí-bil <bels, 'negro'); y dentro de los celtas Tovar descubría dos lenguas diferentes, el celtibérico y el lusitano, caracterizado este último por rasgos distintivos como la conservación de la p-(porcom) y otro sistema de conjunciones (indi, como alemán und). Después vinieron a ser objeto de su estudio las lenguas amerindias, y muy en especial las perdidas en los extremos de la Pampa argentina (el mataco, el chorote). Así fue como muy pronto hubo de debatirse Tovar entre dos vocaciones: la Filología clásica y la Lingüística, entendida ya no como mera Lingüística indoeuropea, sinocomo Lingüística comparada. En esta lucha interna acabó por prevalecer la segunda, no sin algún sacrificio personal y no sin sentir alguna vez el remordimiento de la nostalgia; y cuando el maestro se vio obligado a deshacer su biblioteca a causa de su última mudanza, regaló parte de sus colecciones a la Real Academia de la Lengua, dio otra parte sustancial a la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, y guardó para sí todos los libros que tocaban a la Lingüística, pero también -quién lo diría- las venerables ediciones de los clásicos que había comprado siendo muy mozo en Berlín: los compactos mamotretos de Immanuel Bekker, algunos raros volúmenes de la Teubner y un Heródoto del siglo XVI entre otras singularidades. La educación recibida por Tovar, examinada en su conjunto, salta a la vista que se ajusta a los cánones de la más rigurosa y acendrada ciencia decimonónica, la misma, en definitiva, que enseñaban Menéndez Pidal y su escuela en la España de los años treinta. Este historicismo dejó una huella indeleble en la obra de nuestro sabio. En efecto, después de la trágica crisis de la segunda guerra mundial iban a aparecer muy gallitos, en la Gramática y en otras ciencias, nuevos métodos para pronta solución de todo: era la reacción obligada, casi me atrevería a decir que desesperada, contra los espléndidos logros, aparentemente insuperables, de un Historicismo que parecía haberse ido para no volver. En primer lugar avanzó avasallador el estructuralismo; después vino el generativismo y más tarde se presentaron haciendo la rueda todos los ismos habidos y por haber, imponiendo cada cual su nueva terminología, cada vez más críptica, y pregonando a los cuatro vientos sus esotéricos evangelios de salvación. Tovar, hombre de lealtades acendradas y por ende muy tradicional sin ser por ello conservador, se mantuvo un tanto al margen de los pronunciamientos de estos jóvenes y a veces airados estudiosos que hacían tábula rasa del pasado y de la historia. No es que no los conociera, sino que no le interesaban mayormente; y hay que reconocer que de nada le servían aquellos complicados sistemas y oposiciones estructurales para intentar el desciframiento del celtibérico y del ibérico, uno de los grandes temas que lo apasionaron después de la guerra hasta su muerte, de resultas de su trato y amistad con D. Manuel Gómez Moreno y también con D. Ramón Menéndez Pidal; que Tovar, fiel a sus comienzos, intentaba recomponer en lo posible el Centro de Estudios Históricos en el nuevo marco de lo que entonces se llamaba pomposamente Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Avanzaba, pues, decíamos, la nueva Gramática, especulando a más y mejor y alejándose cada vez más de los textos, de las fuentes, de la historia; su nuevo discurso amenazaba con hacerse abstruso e ininteligible. No es de extrañar que esta elucubración cada vez más abstracta no atrajera a nuestro investigador, que concebía una gramática de una lengua determinada antes que una teoría general del lenguaje; el método ha de ser un medio, no un fin en sí mismo, al revés de lo que ocurre ahora con excesiva frecuencia: que el método sea el último reducto de la ignorancia, acabando por camuflar la total ausencia de contenido. No por casualidad fueron sólo los estudios de Greenberg sobre los universales del lenguaje los que lograron seducir a Tovar en sus últimos años, pues ellos le servían para volver a su faena de siempre, a su hogar científico: esto es, a cotejar lenguas y parangonar su funcionamiento. Tovar hacía tácitamente suya la esencia del estructuralismo, la idea de sistema, pero elevando este sistema a una categoría más amplia: poco vale conocer la estructura de una lengua si no se la enmarca en un ámbito más general. La búsqueda de universales, en consecuencia, apasionó a Tovar por cuanto tornaba a estimular el comparativismo: merced al nuevo método se podía estudiar qué relación mediaba entre la estructura del vasco y del georgiano, y a su vez calibrar la diferencia existente entre estas dos lenguas y el latín, o el mataco, o el guaraní, o la lengua más apartada y extraña que imaginarse quepa, pero siempre partiendo de los textos, sin perderse en la nebulosa de la pura teoría. Hubo asimismo otro motivo para que esta complicada cuestión de los universales del lenguaje fuera muy del gusto de Tovar: porque a él en el fondo de su alma, y quizá antes que nada, le hubiese gustado ser un enciclopedista a la antigua usanza, a la manera de aquellos sabios del siglo XVIII que todavía aspiraban -beati illi- a poseer un saber total. No me resulta difícil imaginar a Tovar papeleteando miles de fichas, archivándolas y luego poniéndolas en función lógica para sacar después a la luz el libro fundamental, haciendo del caos cosmos, ni más ni menos que como había visto hacer a Menéndez Pidal, con la desventaja para él de que en la Filología Clásica y en la Gramática indoeuropea la labor de catalogación y estudio estaba ya hecha: hacía años que estaba escrita la correspondiente Grammatik del griego, latín, germánico, celta, sánscrito y otras lenguas no menos remotas, y lo mismo ocurría con el correspondiente Handbuch del mismísimo indoeuropeo. Quizá por esta razón acabara Tovar por volcar su ímpetu ordenador en el Catálogo de las lenguas de América del Sur, donde aún cabía realizar una labor de tal porte y envergadura. De ahí también que en sus últimos años se sintiera Tovar profundamente atraído por la figura de un sabio polifacético español cuya fama había sido casi relegada no al olvido, sino -lo que es peor- al limbo: el polígrafo jesuita Lorenzo Hervás y Panduro. En efecto, si se hojea el volumen de Hervás dedicado a las lenguas amerindias y se pasa después revista al Catálogo de Tovar se aprecia, sí, una notabilísima mejora de calidad en el método, en la aplicación de lo ya conocido al rescate y averiguación de lo que queda por conocer; mas, en definitivas cuentas, idéntico es el fin que guía a Hervás y a Tovar y, a poco que se arañe, vemos que impulsa a uno y otro el mismo acicate: el quimérico anhelo de alcanzar la ciencia total. Hervás, todavía más ilusionado con el señuelo del Progreso, la nueva entelequia que había puesto de moda la Ilustración; Tovar más escéptico y moderado, como corresponde al hombre que ha nacido en otros tiempos y que conoce los batacazos y los peligros de la utopía. Como objetivo último, subsiste para ambos la meta inalcanzable del saber universal, ese saber que se querría ver condensado en uno o en varios o en muchos volúmenes. Así se entiende también que Tovar ocupara parte de su tiempo fecundísimo en componer la Iberische Landeskunde, que es entre sus obras consagradas a la Antigüedad clásica aquella en la que mejor se aprecia su espíritu enciclopédico y sistemático. Para comprender y valorar su significado nada mejor ni más ilustrativo que buscar sus antecedentes; en efecto, quien quiera encontrar un paralelo a esta obra ha de retroceder hasta las postrimerías del s. XVIII y principios del XIX, pues sólo Ceán Bermúdez se atrevió a acometer y dar remate a un empeño semejante en su Sumario de las Antigüedades de España, publicado en 1832, rehaciendo a su manera los intentos anteriores, frustrados todos ellos, de los que tal vez el más importante fuera el de Ambrosio de Morales. Apenas si existe necesidad de proclamar de nuevo que no hay comparación posible entre la Landeskunde de Tovar y el inventario de Ceán, como no son parangonables las obras lingüísticas de Hervás y de Tovar. Mas sí hay que insistir en que el espíritu que las alienta es el mismo, el mismo que hace posible que algunas personas egregias lleven a cabo milagrosas obras de conjunto que nos dejan boquiabiertos. En estos casos admirables la investigación está espoleada, sí, por un cierto ánimo lúdico, un espíritu deportivo que induce a entrar en una competición primero con los demás, luego ya sólo con uno mismo; pero parasalir victorioso de esta prueba, la más dura de todas cuando al final se libra en soledad, se requiere laboriosidad suma, tenacidad a prueba de cualquier desmayo y hondo espíritu de sacrificio. Todas estas cualidades las poseía Tovar en grado superlativo. Esta aspiración por lo global, que se compadece poco con el espíritu de una época que gusta tanto de especializarse como la nuestra, viene por un lado a responder y, encima, a sobrepasar el empirismo decimonónico; también deriva, evidentemente, de la tentación ensayística que todo hombre lleva dentro; pero en cierto modo es fruto asimismo de un profundísimo sentido del deber, ese sentido del deber que hacía que Tovar se sintiese llamado a enfrentarse a retos imposibles. En una ocasión, en la Casa del Libro, agradeciendo la entrega del primer volumen de Homenaje que le ofrecieron amigos y discípulos, se quejó de que él, atrapado en las redes de mil ocupaciones y deberes, todavía no se había podido entregar en cuerpo y alma a la tarea de especialización que requerían los nuevos vientos de la moda, pues antes había tenido que sentar los cimientos donde nuevas generaciones pudiesen edificar la futura casa. Es verdad lo que dijo en aquella ocasión solemne, pero estas palabras salidas tan del alma encierran una verdad relativa. De hecho, nadie que haya conocido a Tovar puede imaginárselo profundizando únicamente en la metafonía del címbrico, o dándole vueltas en exclusiva a los problemas textuales planteados por el papiro de la Constitución de los atenienses. Y si esta idea, que semeja a una horrible pesadilla, no cabe en nuestra cabeza, es porque no es deseable para nadie un destino tan monocorde y aburrido como el de estar amarrado al duro banco de la especialización pura y dura. Pero, además, la personalidad de Tovar era mucho más rica, variada, inquisitiva y compleja que la que requieren los cánones al uso para consagrar a la fama al moderno galeote del saber. Es de barruntar, por tanto, que fue el propio Tovar quien a ciencia y conciencia, sano de cuerpo y de mente, eligió su tan fabulosa como gratificante dispersión. Hay que recordar a este respecto que justamente también en sus últimos años volvió a tentarlo el uso de la lección magistral, al tipo de la Vorlesung que él había oído en sus mocedades alemanas. Claro es que para dar una lección magistral hay que ser antes un verdadero maestro, y después tener suficiente perspectiva para poder otear el horizonte del tema a desarrollar; es menester, en suma, un conocimiento global, que trascienda plenamente de los afanes del especialista, atento sólo a los detalles y cominerías del oficio. Admiraba en él su ansia de saber, su curiosidad, esa capacidad de interesarse por las cosas que los jonios llamaron theoríe. Tovar estaba siempre sediento de aprender. Por esta misma razón jamás anidó en su corazón la soberbia. El maestro, ávido de enriquecer su mente con novedades, tenía la humildad de rogar al último de sus discípulos que lo ilustrase acerca de alguna minucia que a él se le escapaba. Y este ansia de saber está compensada con el ansia de enseñar, conjunción singularísima por lo rara, pues lo normal es que apasione la investigación y aburra divulgar los resultados obtenidos en el curso de las vigilias eruditas. Por el contrario, para Tovar, a pesar de ser un investigador nato, los dos actos eran connaturales o, por emplear palabra más grave, consubstanciales, hasta el punto de que a veces confesaba, medio en broma medio en serio, que había enseñado cosas que apenas hacía horas que él mismo había aprendido con el exclusivo fin de darlas a conocer a sus discípulos: gozo por conocer, pero gozo también por transmitir ese conocimiento adquirido. He aquí la causa del entusiasmo que despertó el joven maestro entre sus discípulos en aquella Salamanca que se desperezaba de los horrores de la guerra, cuando de nuevo volvió a sonar el latín, junto con otras inquietudes, en una Universidad que, por decirlo con Gómez Moreno, amenazaba con quedarse en charra. Sorprende muchísimo a primera vista que un hombre de gustos tan dispares como Tovar pudiera formar escuela. Y sin embargo, por esa mezcla singular de docencia y discencia, logró crear un plantel espléndido de discípulos, y no sólo en Salamanca, sino en Tubinga; únicamente se le atrancó el intervalo matritense, tal vez por la amargura del definitivo desengaño político. Pero en sus últimos años volvió a alentar vocaciones en los campos más diversos, incluso en el de aquel griego moderno que había cultivado en su más tierna juventud. A Tovar, en suma, le gustaba enseñar, sin distinción de edades ni colores, tanto a los niños como a los mayores, a los ignorantes y a los sabios. Le complacía que su conocimiento sirviera para algo, que despertara nuevas vocaciones e inquietudes o simplemente que despejara dudas de mayor o menor cuantía. Nunca después del rectorado buscó un cargo político, y es más que dudoso, por coherencia personal, que lo hubiera aceptado durante esa transición a la democracia que él tanto deseó; sólo, tal vez, y de nuevo por espíritu de servicio, lo hubiese atraído la idea de dirigir una Biblioteca de verdad, de formar al fin -por decirlo con la lengua del actual imperio- una de esas muchas Research Libraries que faltan en España y que hacen de nuestras Universidades unos centros de estudio menesterosos, a años luz de la Europa en la que, con toda razón y derecho, se nos quiere ver integrados. El proyecto, no obstante, no llegó a cuajar. Pues bien, a este hombre ya apartado de la cosa pública le dolía que los jóvenes políticos, a algunos de los cuales conocía desde niños, no aprovecharan su larga y dilatada experiencia, y se lamentaba de cuando en cuando de que no recabaran su consejo y el de otros que, como él, tenían una prolongada trayectoria de gestión universitaria a sus espaldas. Era ésta una de las ingenuidades del incorregible optimista que era Tovar, que seguía confiando en que un político, recién estrenado y con ardores de neófito, pidiera la opinión de sus mayores; en realidad Tovar, el gran iluso, estaba esperando recibir en su persona el trato deferente que él había dado a Menéndez Pidal, a Gómez Moreno. Excusado es decir que a la postre el consejo ni fue pedido ni fue dado, aunque cabe sospechar que, de haber atendido a voces más maduras, quizá se hubiesen atemperado quimeras irrealizables y evitado inútiles estridencias cuyas secuelas seguimos padeciendo. A Tovar no le molestaba este un tanto displicente trato ni tampoco le producía en modo alguno sensación de postergamiento; más bien sufría por ver desaprovechada su experiencia y sus conocimientos, que podrían haber asesorado las reformas de entonces sin que esta consulta implicara imposición de criterio por su parte. Su queja, en definitiva, venía a ser la del profesor que deplora que no le asistan a una clase bien preparada sus alumnos más queridos. Frustración de docencia, en suma. En efecto, fue muy amigo Tovar de enseñar lo que sabía, y sabía de casi todo. Hasta podría hacérsele el reproche de que fue pródigo en exceso de sí mismo, pues entre sus defectos, o entre sus virtudes, se contaba que no sabía decir que no a una invitación intelectual, viniera de donde viniese. Las horas que se le llevó la docencia, impartida en la cátedra, en su casa, en charlas o en conferencias, son incontables. Pero esta prodigalidad alarmante, que podría haber supuesto merma grave en la tarea de investigación, venía compensada por la apabullante facilidad con que todo lo hacía, hasta lo más difícil; y este supremo don se veía realzado por una prodigiosa memoria, de la que jamás alardeaba, quién sabe si por propia vergüenza ante su descomunal calibre. Pocos idiomas se le resistieron, y uno de ellos fue el chino, que dejó por imposible al cabo de varias sesiones de estudio, estudio que por lo demás se reducía a la lectura de un manual unos minutos antes de dormirse. Y así lo contabaun tanto cabizbajo y contrito nuestro sabio, como si fuera un desdoro no chapurrear la lengua nipona y no poder entenderse con el pueblo llano a su llegada a Tokio, pero que le hablaban en inglés cuando veían que era europeo y no tuvo oportunidad de chapurrear la lengua nipona. Porque la lengua, además de objeto de estudio, era para Tovar algo mucho más vital y entrañable, un imprescindible elemento de comunicación. El profesor de indoeuropeo se conforma con saber, si los sabe, los paradigmas de las lenguas bálticas. A Tovar, sin embargo, el conocimiento del lituano, apuntalado con un diccionario, le sirvió para traducir, en muy tristes circunstancias, una carta que había dejado manuscrita un desdichado estudiante en Salamanca. Ahí está la razón de que este apasionado amante de la lengua fuera no menos apasionado amante de la literatura; y aun en sus ratos libres gustaba de traducir versos que, insatisfecho, nunca pasó a limpio, quién sabe si desesperando de poderles dar alguna vez la mano definitiva o quizá desconfiando de su talento, de la calidad de ese escritor que llevaba tímidamente dentro y que muy pocas veces, como en el prólogo al Platón, dejó que saliera a la superficie. Y así, por cierto pudor comprensible, su frustrada vocación buscó desahogo por un tiempo volcándose en la crítica literaria. Tal fue Tovar, un gran sabio y al mismo tiempo un gran maestro. Nos dejó infinidad de libros, dejó asimismo infinidad de discípulos. Y gracias a ellos, a los unos y a los otros, sigue, aún hoy, vivo entre nosotros. Juan GIL Universidad de Sevilla Facultad de Filología << /ASCII85EncodePages false /AllowTransparency false /AutoPositionEPSFiles true /AutoRotatePages /All /Binding /Left /CalGrayProfile (Dot Gain 20%) /CalRGBProfile (sRGB IEC61966-2.1) /CalCMYKProfile (U.S. Web Coated \050SWOP\051 v2) /sRGBProfile (sRGB IEC61966-2.1) /CannotEmbedFontPolicy /Warning /CompatibilityLevel 1.4 /CompressObjects /Tags /CompressPages true /ConvertImagesToIndexed true /PassThroughJPEGImages true /CreateJDFFile false /CreateJobTicket false /DefaultRenderingIntent /Default /DetectBlends true /DetectCurves 0.0000 /ColorConversionStrategy /LeaveColorUnchanged /DoThumbnails false /EmbedAllFonts true /EmbedOpenType false /ParseICCProfilesInComments true /EmbedJobOptions true /DSCReportingLevel 0 /EmitDSCWarnings false /EndPage -1 /ImageMemory 1048576 /LockDistillerParams false /MaxSubsetPct 100 /Optimize true /OPM 1 /ParseDSCComments true /ParseDSCCommentsForDocInfo true /PreserveCopyPage true /PreserveDICMYKValues 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