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5 -Doctrina-de-la-Justificacion-1

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5. Doctrina de la justificación 
Antes de ocuparnos de la doctrina de la justificación, una de las doctrinas más 
centrales asociadas a la salvación, es necesario entender algunos aspectos de 
la noción de justicia tal y como ésta se revela en las Escrituras en general y en 
el evangelio en particular. Y es que el concepto de justicia es tan crucial en 
las Escrituras que habría que estar de acuerdo con Herbert Lockyer al 
afirmar que: “La justicia humana y divina, forma la trama y urdimbre de las 
Escrituras. La justicia práctica y la doctrinal nos salen al encuentro casi 
en cada página”, razón por la cual, continúa diciéndonos este autor en 
declaración que debemos también suscribir: “La necesidad imperiosa de 
nuestros días es una recta comprensión de la justicia, por su asociación con la 
relación del alma con Dios y por sus responsabilidades con otros”. Walter Scott 
recoge todo lo anterior de manera más sucinta y puntual: “La justicia es la 
piedra angular del arco de la revelación divina”. Enumeremos entonces algunos 
aspectos relativos a la justicia que cobran importancia para entender la doctrina 
de la justificación. 
5.1. La justicia de Dios 
La justicia es un atributo inseparable de Dios mismo. Una justicia 
entendida tanto en el ser como en el actuar. Es así como Dios es justo y, en 
consecuencia, actúa siempre con justicia. En otras palabras, Él hace 
siempre lo que es correcto. Lockyer recoge la siguiente definición de 
justicia que podría aplicarse muy bien a la justicia de Dios: “rectitud en la 
posición y relación de una persona con respecto a los demás”. En este 
orden de ideas, Dios no puede cometer injusticias porque su carácter es 
eminente y absolutamente justo. Y dado que su esencia es siempre la 
misma, su carácter tampoco cambia nunca (St. 1:17; Heb. 13:8), como se 
ha visto ya (en Teología Básica) al considerar la inmutabilidad o 
invariabilidad como el atributo de Dios que garantiza la permanencia de 
todos los demás atributos asociados a Él. 
Así, pues, la convicción que se encuentra siempre en el trasfondo de toda la 
Escritura es que Dios es justo, y es precisamente esa justicia inherente a 
su ser la que da pie a su enojo, mejor conocido en la Biblia con la 
expresión “la ira de Dios”, contra el ser humano por causa del 
pecado: “Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el impío todos los 
días” (Sal. 7:11 RVR). La justicia de Dios es algo tan establecido en las 
Escrituras y en su trato con la humanidad a través de la historia que desde 
la temprana época de Abraham o de Job ya se da por sentada. Abraham, 
por ejemplo, intercede ante Dios en su conocido regateo por Sodoma y 
Gomorra apoyándose en el carácter justo de Dios, ya para entonces bien 
conocido: “… ¿De veras vas a exterminar al justo junto con el malvado?... 
¡Lejos de ti el hacer tal cosa! ¿Matar al justo junto con el malvado, y que 
ambos sean tratados de la misma manera? ¡Jamás hagas tal cosa! Tú, que 
eres el juez de toda la tierra, ¿no harás justicia?” (Gén. 18:23, 25). 
Bildad también interpela a Job con estas preguntas retóricas: “¿Acaso Dios 
pervierte la justicia? ¿Acaso tuerce el derecho el Todopoderoso? Si tus 
hijos pecaron contra Dios, él les dio lo que su pecado merecía” (Job 8:3-
4). Los teólogos especulan acerca de qué tanto del cuadro completo 
ignoraban Abraham, Bildad o Job, pero coinciden en que la inspirada 
afirmación de justicia que ellos hacen respecto a Dios no puede discutirse. 
Otra cosa es que la injusticia de los hombres termine “pelando el cobre” o 
llegando a su colmo atribuyendo con atrevimiento injusticia a Dios para 
tratar infructuosamente de justificar las faltas humanas (como se dice 
popularmente. “los pájaros tirándole a las escopetas”): “»Ustedes dicen: „El 
SEÑOR es injusto.‟ Pero escucha, pueblo de Israel: ¿En qué soy injusto? 
¿No son más bien ustedes los injustos?” (Eze. 18:25, 29), alegato humano 
totalmente improcedente e insostenible de manera objetiva y consistente y 
que tan sólo demuestra, en el mejor de los casos, la ofuscación y 
obnubilación de quien así argumenta. 
David hace una honesta confesión basado en su propia experiencia que 
debería ser suscrita por todos cuando nos sintamos tentados a atribuir 
injusticia a Dios reprochándole sus actuaciones: “Contra ti he pecado, sólo 
contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sentencia es 
justa, y tu juicio, irreprochable” (Sal. 51:4). En realidad, nuestros vanos y 
airados intentos por justificarnos atribuyendo injusticia a Dios contribuyen 
más bien a reafirmar la justicia de Dios, puesto que aún: “La furia del 
hombre te alabará…” (Sal. 77:10 Texto Masorético), como lo reitera el 
apóstol Pablo citando, por cierto, el salmo 51: “… Dios es siempre veraz, 
aunque el hombre sea mentiroso. Así está escrito: «Por eso, eres justo en 
tu sentencia, y triunfarás cuando te juzguen.» Pero si nuestra injusticia 
pone de relieve la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Qué Dios es 
injusto al descargar sobre nosotros su ira? (Hablo en términos 
humanos.) ¡De ninguna manera! Si así fuera, ¿cómo podría Dios juzgar al 
mundo?” (Rom. 3:4-6). 
La justicia de Dios y la injusticia de los hombres nos deja a todos ante Él 
como reos de condenación, puesto que con todo y el hecho de que Dios 
sea: “… lento para la ira y grande en amor…”, de cualquier modo: “… 
jamás dejas impune al culpable, sino que castigas la maldad…” (Nm. 
14:18) y “… El SEÑOR no deja a nadie sin castigo…” (Nah. 1:3). Esto pone 
a Dios ante una encrucijada aparentemente irresoluble en relación con 
el género humano. Su justicia exige nuestra condenación, pero su amor o 
misericordia no desea condenarnos: “¿Acaso creen que me complace la 
muerte del malvado? ¿No quiero más bien que abandone su mala conducta 
y que viva? Yo, el SEÑOR lo afirmo… Yo no quiero la muerte de nadie… 
„Tan cierto como que yo vivo afirma el Señor omnipotente, que no me 
alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala 
conducta y viva…” (Eze. 18:23, 32; 33:11 Ver también 1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9). 
Sin embargo, en ejercicio de su misericordia y aún si nos volvemos a Él 
arrepentidos, Dios no puede simplemente perdonarnos e indultarnos 
sin más vulnerando el sentido y las exigencias de su justicia, 
expresadas de manera inequívoca con estas palabras: “La persona que 
peque morirá… Todo el que peque, merece la muerte…” (Eze. 18:4, 20). 
Porque el arrepentimiento y la conversión por sí solos no borran nuestros 
pecados ni eliminan la posibilidad de que, eventualmente, pequemos de 
nuevo. No obstante, nos resistimos obstinadamente a reconocer todo lo 
dicho y nos empeñamos en tratar de establecer nuestra propia, precaria, 
engañosa y supremamente imperfecta justicia, que lo único que hace es 
agravar nuestra ya perdida condición. Veamos esto con más detalle. 
5.2. La justicia humana 
La engañosa autojustificación fue el primer mecanismo de defensa del 
ser humano después de caer en pecado y se ha mantenido vigente a 
través de toda la historia de la humanidad. Adán no reconoció su falta 
sino que intentó justificarse culpando a Eva y ella hizo lo propio con la 
serpiente. Y así hemos continuado todos a partir de ellos. 
Ahora bien, los seres humanos pueden argumentar justicia relativa en 
muchos casos particulares incluidos dentro del gran marco de las relaciones 
interpersonales con su prójimo, pero nunca puede argumentar una justicia 
absoluta delante de Dios sin incurrir en un insostenible y peligroso sofisma 
sin ningún fundamento. En los Salmos David clamaba a Dios y le pedía 
vindicación en muchos casos particulares en que se declaraba justo en el 
contexto de algunas de las relaciones conflictivas con sus semejantes que 
caracterizaron su vida y su reinado, pero nunca argumentó esta justicia 
relativa como pretexto para salir justificado delante de Dios, sino sólo para 
pedirle a Dios que mostrara que él (David)había actuado con más justicia 
que sus adversarios en situaciones concretas. 
Pero por otro lado, cuando se trata de comparecer ante Dios, David prefiere 
orar de este modo: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti nadie puede 
alegar inocencia” (Sal. 143:2). En consecuencia, pueden existir 
personas más justas o injustas que otras en su conducta y en su trato 
con sus semejantes, pero en último término, cuando todos 
comparecemos ante Dios las comparaciones entre nosotros pierden 
toda su razón de ser. 
No por nada dice la sabiduría popular que las comparaciones son odiosas. 
A pesar de ello, tenemos una tendencia natural a compararnos con los 
demás, con la esperanza de salir mejor librados que aquellos con quienes 
nos comparamos, imaginando ingenuamente que tal vez así podremos 
desviar la atención de Dios de nosotros mismos para dirigirla al otro. Somos 
como los niños pequeños que al ser sorprendidos comiendo las galletas de 
lo alto del estante; señalan y culpan al que sostiene en sus manos el 
recipiente que las contiene, olvidando que los restos de galleta en sus 
propios rostros los delatan. 
Pero el hecho es que el Dios Justo no se deja enredar en estos necios e 
infantiles sofismas de distracción urdidos por el hombre para tratar de 
justificarse. Él no evalúa por comparación, curvas ni promedios, pues 
de este modo tendría que hacer concesiones inadmisibles a la justicia 
propia de su carácter al tener que nivelar a la humanidad por lo bajo; 
sino que más bien establece, de manera consecuente con su propio 
carácter, la norma absoluta y superlativa a la luz de la cual debemos 
evaluarnos si queremos ser merecedores de su aprobación y favor: 
perfección (Mt. 5:48) o santidad (Lv. 19:2, Heb. 12:14). 
Si somos honestos tendremos que admitir nuestra impotencia para lograrlo, 
como lo hace Salomón al afirmar concluyentemente que: “No hay en la 
tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20). A la vista 
de esto las comparaciones terminan siendo algo fútil e inoficioso y la 
única alternativa real y viable es dejarlas de lado siguiendo el ejemplo 
paulino: “No nos atrevemos a igualarnos ni a compararnos con algunos que 
tanto se recomiendan a sí mismos. Al medirse con su propia medida y 
compararse unos con otros, no saben lo que hacen” (2 Cor. 10:12). Las 
comparaciones son únicamente paliativos que buscan encubrir el hecho de 
que ante Dios: “«No hay un solo justo, ni siquiera uno… Todos se han 
descarriado, a una se han corrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¡no 
hay uno solo!»… pues todos han pecado y están privados de la gloria de 
Dios” (Rom. 3:10, 12, 23). 
Pero los estériles esfuerzos por autojustificarse siguen a la orden del día en 
variadas formas, entre las cuales ha venido a ser proverbial o 
representativo el fariseísmo tipificado por los judíos, quienes: “No 
conociendo la justicia que proviene de Dios, y procurando establecer la 
suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios” (Rom. 10:3). En efecto, 
a semejanza de los judíos que, en la práctica, terminaban extraviados 
colocando su confianza más en sus esfuerzos con arreglo a la ley que en la 
gracia y la elección divina de la que habían sido objeto en el pacto suscrito 
por Dios con ellos como nación; así también la humanidad ha tratado 
inútilmente y de muchas maneras de confiar más en sus propios 
esfuerzos para salvar el insalvable abismo que se interpone y la 
separa de Dios. Moralidad, buenas obras, filosofía, religiosidad y aún 
ciencia (conocimiento), son los nombres que reciben algunos de estos 
precarios esfuerzos que esconden motivaciones religiosas en sus 
estratos más profundos. 
Pero esto es lo que la Biblia dice en cuanto al resultado final de estos 
intentos: “todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia” 
(Isa. 64:6), añadiendo además: “Hay caminos que al hombre le parecen 
rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte” (Prov. 14:12). Cabe 
señalar también aquí un acto llevado a cabo por nuestros primeros padres, 
Adán y Eva, que simboliza gráficamente los inútiles intentos de 
autojustificación por parte de ser humano. Se trata del intento de cubrir su 
vergonzosa desnudez1 tejiendo para sí delantales de hojas de higuera 
(Gén. 3:7). Porque la historia de la humanidad caída podría resumirse 
en un continuo ejercicio de autojustificación que se refleja en la 
búsqueda universal y permanente por encontrar algo con lo cual 
cubrir nuestra desnudez espiritual, nuestra vergüenza, nuestra culpa, 
no propiamente ante los ojos de los demás hombres; sino ante los de 
Dios (Gén. 3:10). 
5.3. La justicia de Dios imputada al hombre (justificación) 
Imputar significa atribuir o contar como perteneciente a alguien algo de lo 
cual esa persona está desprovista y que, en principio, no le pertenece. La 
imputación es el mecanismo de la doctrina de la justificación. En este 
sentido la justicia no solo es algo que caracteriza a Dios, sino que es 
algo que Dios puede otorgar, justificando judicialmente a quien no es 
justo, colocando a su cuenta o a su favor una justicia que no le 
pertenece. Ese es el claro sentido de la frase paulina “la justicia que 
proviene de Dios” (Rom. 1:17; 10:3)2. 
 
1
Que, por cierto, no era vergonzosa sino hasta después de la Caída (Gén. 2:25) 
2
De hecho ésta es la idea que domina en toda la epístola a los Romanos y en los escritos paulinos 
en general cuando él se refiere a “la justicia de Dios” a secas (ver, por ejemplo, Romanos 3:21-22). 
En otras palabras, esta frase en la pluma de Pablo (“la justicia de Dios”), evoca por lo general más 
Es aquí, entonces, donde se ubica propiamente la doctrina de la 
justificación. Pero hay que anotar antes de proseguir que la justificación es 
una idea meramente forense3. Ahora bien, volvamos a la encrucijada o 
callejón sin salida en que Dios parece hallarse en el sentido de que, en vista 
del pecado humano, Él no puede ser justo y misericordioso al mismo 
tiempo, dilema que da lugar a la siguiente disyuntiva: Si es justo debe 
condenarnos, pero deja de ser misericordioso. Y si es misericordioso puede 
perdonarnos, pero comprometería su propio carácter al tener que dejar de 
ser justo, pues su justicia exige nuestra condenación, aunque en su amor o 
misericordia Él no desee condenarnos. 
Pero Dios resuelve magistralmente el asunto creando una tercera 
opción. A ella se refiere el teólogo Charles C. Ryrie de este modo: “Si en 
Dios, el Juez, no hay injusticia y es completamente justo en todas Sus 
decisiones, entonces ¿cómo puede Él declarar justo a un pecador? Y todos 
somos pecadores. Dios solamente tiene tres opciones cuando los 
pecadores comparecen ante Su tribunal: Condenarlos, comprometer Su 
propia justicia para recibirlos tal y como están, o transformarlos en personas 
justas. Si el puede ejercer esta tercera opción, entonces los puede declarar 
justos”. Y el evangelio consiste en revelarnos y poner a nuestra 
disposición todos los sublimes arreglos que fue necesario llevar a 
cabo por parte de Dios para hacer posible esta tercera alternativa que 
resuelve el dilema. 
No por nada, tal vez una de las más poéticas y hermosas descripciones de 
esa especie de síntesis de conceptos aparentemente irreconciliables que 
tendría lugar en el evangelio es la registrada de forma anticipada y profética 
en el salmo 85:10: “El amor y la verdad se encontrarán, se besarán la paz y 
la justicia”. Paradójico versículo que tiene cumplimiento en el evangelio en 
línea con lo dicho por Henry Stob: “Dios no puede... amar a expensas de la 
justicia. Dios, en su amor, va en verdad más allá de la justicia, pero en ese 
amor no hace otra cosa que justicia. La cruz de Cristo... es, al mismo 
tiempo, una cruz de juicio y una cruz de gracia. Revela la paridad de la 
justicia de Dios y de su amor. Es de hecho el establecimiento, en un 
solo evento, deambos”. 
 
exactamente a “la justicia que proviene de Dios” y no propiamente la justicia por la cual Él mismo 
es justo, aunque en último término el contexto es el que indica cual de los dos sentidos es el que 
se aplica. 
3
Es decir, que tiene que ver fundamentalmente con los foros o tribunales de justicia y no con la 
experiencia cotidiana previa y/o posterior de quien es justificado, contexto en el que debemos 
hablar más bien de la doctrina de la santificación, abordada más adelante en el programa de este 
curso. 
Del mismo modo afirma el teólogo Lewis Chafer: “El triunfo del evangelio no 
radica en que Dios haya tratado con lenidad el pecado; sino más bien en el 
hecho de que todos los juicios que la infinita justicia tenía necesariamente 
que imponer sobre el culpable, el Cordero de Dios los sufrió en nuestro 
lugar, y que este plan que procede de la mente del mismo Dios es, de 
acuerdo a las normas de su justicia, suficiente para la salvación de todo el 
que cree en Él. Por medio de este plan Dios puede satisfacer su amor 
salvando al pecador sin menoscabo de su justicia inmutable”. 
5.4. Ilustraciones y ejemplos bíblicos de imputación 
Continuando con lo ya dicho, la imputación en sí no es algo desconocido en 
las Escrituras. Ya hemos visto, por ejemplo, que la Caída y la Redención 
son destacadas excepciones al principio de la responsabilidad personal e 
individual revelado en Ezequiel (Eze. 18:20). En la Caída el pecado de 
Adán es imputado de manera corporativamente solidaria a toda la raza 
humana. Y en la Redención, el pecado de toda la humanidad es imputado a 
Cristo cuando Él se ofrece voluntariamente como ofrenda por el pecado del 
mundo, aunque únicamente se beneficien de ello los que creen y se hallan 
unidos solidariamente a Cristo mediante la fe en Él para llegar a constituir a 
la Iglesia como el “cuerpo de Cristo” del cual Él es la cabeza (Efe. 1:22-23; 
Col. 1:18). 
Recordemos también que en el ritual sacrificial del Antiguo Testamento, 
todo el que quería ofrecer un sacrificio para expiar su pecado 
personal, debía imponer sus manos sobre el animal sacrificado para 
imputar a él sus pecados, una vez hecho lo cual la víctima sacrificada 
sustituía al oferente al morir en su lugar. Sin embargo, la imputación era 
hasta aquí de tipo más bien negativo y no positivo. En otras palabras lo que 
claramente se imputaba era el pecado y no la justicia. El pecado de Adán 
imputado sobre toda la humanidad. El pecado del oferente imputado sobre 
la víctima sacrificada. Y el pecado de la humanidad imputado sobre Cristo. 
Por eso la epístola de Pablo a Filemón nos brinda una clara ilustración 
de lo que es la imputación no solo por demérito (el pecado), sino 
también por mérito (la justicia). Pablo solicita a Filemón, destacado líder 
cristiano de la ciudad de Colosas convertido a través de Pablo, que reciba 
de nuevo a su esclavo Onésimo, un fugitivo que había huido de su amo 
Filemón en censurable actitud, pero que ahora regresa a él de manera dócil 
y voluntaria, remitido por Pablo, después de haberse convertido al 
cristianismo también por mediación del apóstol en Roma. Veamos, pues, 
las recomendaciones del apóstol a su discípulo Filemón en relación con 
Onésimo, su nuevo hermano en la fe: 
 Imputación por mérito: “De modo que, si me tienes por compañero, 
recíbelo como a mí mismo” (Flm. 17) 
 Imputación por demérito: “Si te ha perjudicado o te debe algo, cárgalo 
a mi cuenta… te lo pagaré” (Flm. 18-19) 
Cristo hace lo mismo con todos y cada uno de los creyentes. Nos presenta 
ante Dios Padre como si nosotros fuéramos Él mismo, o dicho de otro 
modo, como si su justicia fuera nuestra. Nos imputa su propia justicia. Y al 
mismo tiempo, permite que nuestra injusticia (es decir, nuestro pecado) le 
sea imputada a Él y cargada a la cuenta por Él saldada con suficiencia en la 
cruz del Calvario. 
Valga decir que la justicia de Cristo incluye tanto la divina (puesto que Él 
es Dios y la “justicia de Dios” es, por tanto, atributo suyo, así como también 
“la justicia que proviene de Dios”, proviene también de Él), como la 
humana, pues al asumir la condición de hombre, Cristo fue perfecto o 
impecable en todo lo que hizo de tal modo que no sólo ostenta la “justicia 
de Dios” por derecho propio, sino que también es el único hombre que, no 
obstante ser tentado, cumple cabalmente la norma de perfección, santidad 
o justicia absoluta establecida por Dios para los seres humanos (Heb. 4:15). 
Jesucristo es, pues, el Justo por excelencia, no solo por derecho divino, 
sino también por mérito humano: “Rechazaron al Santo y Justo 
[Jesucristo], y pidieron que se indultara a un asesino [Barrabás]” (Hc. 3:14); 
“¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados? Ellos mataron a 
los que de antemano anunciaron la venida del Justo, y ahora a éste lo han 
traicionado y asesinado” (Hc. 7:52); “Luego dijo: "El Dios de nuestros 
antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad, y para que 
veas al Justo y oigas las palabras de su boca” (Hc. 22:14). 
Por eso es importante tener en cuenta que la justicia imputada al creyente 
no es simplemente “la justicia de Cristo” (expresión que no se encuentra en 
las Escrituras), entendida exclusivamente como los méritos hechos por 
Cristo en su condición humana durante su paso histórico por el mundo; sino 
“la justicia que procede de Dios” que incluye los méritos de Cristo como ser 
humano pero de ningún modo se limita a ellos, pues trasciende la condición 
humana de Cristo para remitirnos a su divinidad y la justicia inherente a ella. 
De nuevo Pablo lo deja bien establecido: “… No quiero mi propia justicia 
que procede de la ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la 
justicia que procede de Dios, basada en la fe” (Fil. 3:9). 
Para ser más exactos, bíblicamente la justicia que proviene de Dios es 
Cristo mismo, o dicho en términos bíblicos: “… „El SEÑOR es nuestra 
justicia.‟ ” (Jer. 33:16), gracias a lo cual Pablo llega a afirmar: “… Cristo 
Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría es decir, nuestra 
justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30). La doble imputación 
pecado/justicia que tiene lugar entre el creyente y Cristo en su muerte y 
resurrección es bien remarcada en pasajes muy conocidos del Nuevo 
Testamento como éste: “Porque Cristo murió por los pecados una vez por 
todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios” (1 P. 
3:18) y este otro que es clásico y concluyente: “Al que no cometió pecado 
alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él 
recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21). 
No obstante, parece ser que la imputación de nuestro pecado en Cristo se 
consuma en su muerte, mientras que la imputación de la justicia de Dios 
(Cristo) en los creyentes se consuma en su resurrección: “Él fue entregado 
a la muerte por nuestros pecados [imputación de pecado en su muerte], y 
resucitó para nuestra justificación [imputación de justicia por su 
resurrección]” (Rom. 4:25). Sea como fuere, lo cierto es que Cristo es, en 
su condición divina, el Justificador por excelencia y con exclusividad; y 
al encarnarse como hombre Él llega a ser propiamente “la justicia que 
proviene de Dios” otorgada al ser humano por gracia mediante la fe en Él: 
“…Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados; 
pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo para manifestar su 
justicia [entendida aquí tanto en el sentido de la justicia de Dios como en el 
de la justicia que proviene de Dios]. De este modo Dios es justo [con la 
justicia de Dios] y, a la vez, el que justifica [con la justicia que proviene de 
Dios] a los que tienen fe en Jesús” (Rom. 3:25-26). 
La doctrina completa es, pues, como lo entendieronlos reformadores: 
la justificación por la fe (por supuesto, siempre en el contexto del amor, la 
misericordia y la gracia de Dios4), siendo el patriarca Abraham el ejemplo 
más antiguo, explícito y representativo de la justificación por la fe: “Abram 
creyó al SEÑOR, y el SEÑOR lo reconoció a él como justo” (Gén. 15:6). La 
justificación, como puede verse, es mucho más que un simple perdón de 
pecados: “… porque el perdón es la cancelación de la deuda del pecado, 
mientras que la justificación es la imputación de justicia. El perdón es 
 
4
Un sencillo pero claro intento de definición de conceptos relacionados con la doctrina de la 
justificación afirma escuetamente que Justicia es darle a cada cual lo que se merece. Misericordia 
es no darle a alguien el castigo que justamente se merece. Y Gracia sería darle a alguien favores 
que de ningún modo se merece. De hecho, la justicia que proviene de Dios y gracias a la cual los 
creyentes somos justificados ante Él, es claramente una gracia o un don divino: “Pues si por la 
transgresión de un solo hombre reinó la muerte, con mayor razón los que reciben en abundancia la 
gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo hombre, Jesucristo” (Rom. 
5:17). 
negativo (supresión de la condenación), en tanto que la justificación es 
positiva (otorgamiento del mérito y posición de Cristo)” (L. S. Chafer). 
Y aprovechando que Chafer hace referencia en el texto citado a la posición 
de Cristo, hay que puntualizar de nuevo que la justificación afecta de 
manera cabal únicamente la posición del creyente al comparecer ante 
Dios (doctrina forense) y no su estado o condición en el mundo, en el 
cual los creyentes distan mucho aún de ser perfectos o absolutamente 
justos. La justificación es perfecta sólo en el foro o tribunal de Dios de modo 
que nuestra posición allí es la de justos sin matices de ningún tipo. 
Judicialmente hemos sido constituidos justos sin atenuantes (Rom. 
5:19), y así somos declarados por el propio Juez que no es otro que 
Dios mismo. 
Pero si bien la justificación forense que hemos recibido tiene consecuencias 
muy favorables en la existencia cotidiana (como lo veremos al abordar la 
doctrina de la santificación, que es precisamente consecuencia de la 
justificación), en éste último contexto, el de la existencia cotidiana, nuestra 
condición o estado no ostenta la perfección que ostenta nuestra posición en 
el tribunal de Dios. Y la vida cristiana consiste en ajustar cada vez más, con 
la ayuda del Espíritu Santo, nuestra conducta, condición o estado 
existencial a nuestro estado judicial de personas justificadas ante el tribunal 
de Dios. 
En otras palabras, nuestro hacer (justicia) debe corresponder cada vez más 
a nuestro ser (justos). Es por eso que el siguiente esquema de Herbert 
Lockyer identifica bien los diferentes aspectos involucrados en la 
justificación que, si bien no pueden separarse, deben de cualquier modo 
distinguirse. Lockyer sostiene, pues, con acierto que un pecador sólo puede 
ser justificado de la siguiente manera: 
 Judicialmente, por Dios: “¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? 
Dios es el que justifica” (Rom. 8:33) 
 Meritoriamente, por Cristo: “… aunque nunca cometió violencia 
alguna, ni hubo engaño en su boca… Después de su sufrimiento, verá 
la luz y quedará satisfecho; por su conocimiento mi siervo justo 
justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos” (Isa. 53:9, 
11 Ver también Rom. 5:18-19) 
 Instrumentalmente, por la fe: “En consecuencia, ya que hemos sido 
justificados mediante la fe…” (Rom. 5:1) 
 Evidencialmente, por las obras: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a 
uno alegar que tiene fe, si no tiene obras?... la fe por sí sola, si no 
tiene obras, está muerta… yo te mostraré la fe por mis obras… a 
una persona se le declara justa por las obras, y no solo por la fe” (St. 
2:14, 17-18, 24). 
Por último, asociados a la justificación existen algunos aspectos de la obra 
de Cristo que, por lo mismo, cobran importancia para la vida del creyente y 
que ameritan siquiera una más o menos detallada reseña. Estos aspectos 
son los siguientes. 
5.5. La expiación 
Definamos primero el término. La expiación es la acción y el efecto de 
expiar y expiar es, según el diccionario, borrar las culpas por medio de 
algún sacrificio y/o cumplir un condenado una pena impuesta por 
sentencia judicial. Ambos significados son ciertos en relación con lo 
hecho por Cristo. Él expió nuestro pecado al borrar nuestras culpas por 
medio de su sacrificio y cumplió así la pena capital que la justicia de Dios 
establece en inobjetable sentencia judicial sobre todos y cada uno de los 
seres humanos. 
Ya hemos visto como: “… sin derramamiento de sangre no hay perdón” 
(Heb. 9:22), pero también se nos dice en la misma epístola que: “… es 
imposible que la sangre de los toros y machos cabríos quite los pecados” 
(Heb. 10:4), en clara alusión al elaborado ritual sacrificial ordenado por Dios 
en el Antiguo Testamento y llevado a cabo por los sacerdotes y levitas a 
favor del pueblo de Israel. 
Justamente, del ritual correspondiente al día de la expiación (Lv. 16), 
señalado como el décimo día del mes séptimo de cada año (Lv. 16:29-31), 
surge la conocida expresión “el chivo expiatorio” que en la mentalidad 
actual apunta a alguien no necesariamente inocente, pero con la 
particularidad de que su pecado o crimen es tan visible y 
representativo del de toda la comunidad que se considera, en un 
engañoso pragmatismo de fría pero inmoral conveniencia, que es 
justo que él pague no sólo por su pecado, sino también por el pecado 
de toda la comunidad para acallar impunemente la conciencia de los 
demás involucrados. 
Es así como, por ejemplo, en Colombia el expresidente Ernesto Samper fue 
en el reciente contexto nacional y al margen del mayor o menor grado de 
culpabilidad que haya tenido en ello, una especie de “chivo expiatorio” que 
acalló en algo la ya manchada conciencia del grueso de la nación por la 
generalizada participación, tolerancia, laxitud y beneficios obtenidos por 
todo el país de los abundantes dineros del narcotráfico que durante 
décadas venían infiltrando y afectando cada vez más a fondo todos los 
estamentos de la sociedad, la cual, con muy pocas excepciones, hacía 
calladamente la vista gorda al asunto en la medida en que pudiera 
beneficiarse en algo de esta bonanza mal habida en típica actitud de doble 
moral. 
Pero la noción del “chivo expiatorio” es una distorsión de la noción de 
expiación tal y como ésta se nos revela en las Escrituras y en el 
cristianismo, más que de “chivos expiatorios” que nos evitan 
“convenientemente” el tener que arrepentirnos asumiendo nuestra 
responsabilidad personal en el asunto, debemos hablar más bien del “… 
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Jn. 1:29), que no es otro 
que el mismo Señor Jesucristo. De hecho el término “expiación” en el 
Antiguo Testamento significa sencillamente “cubrir” (de la raíz hebrea 
kipper)5. 
Esto explica por qué se dice que la sangre de los toros y machos cabríos 
sacrificados en el ritual del Antiguo Testamento no pueden quitar los 
pecados. Porque lo único que lograban era cubrirlos, que sigue siendo lo 
máximo que puede obtenerse a través de un “chivo expiatorio”. Sin 
embargo, aún así en el ritual del Antiguo Testamento estaba 
contemplado el reconocimiento de la condición de pecador y de la 
consecuente culpa personal por parte de quien ofrecía un sacrificio 
expiatorio, como se deduce de la imposición de manos que el oferente 
hacía sobre la víctima sustitutoria que moriría en su lugar, algo que, de 
manera nefasta, se ha perdido del todo en el entendimiento actual de la 
expresión “chivo expiatorio”. 
Porque hoy por hoy se acude de forma reiterada a todo tipo de “chivos 
expiatorios” para justificarse sin necesidad de arrepentimiento,ni de 
confesión, ni de humilde quebrantamiento, ni de corrección; pero la 
verdadera justificación únicamente es posible en virtud del sacrificio 
expiatorio consumado en la cruz por Cristo, el Cordero de Dios sin 
mancha y sin defecto (Jn. 1:29; Heb. 7:26), ante quien sólo cabe la 
humillación, el quebrantamiento, la confesión, el arrepentimiento, el 
abandono del pecado, la fe y la confianza, la gratitud inextinguible y el 
servicio incondicional. 
La expiación cabal y completa está, por tanto, muy bien definida por el 
profeta: “… El Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros… 
como cordero… le dieron muerte…” (Isa. 53:6-8). Es necesario, pues, 
comprender que la expiación en el Antiguo Testamento era algo 
 
5
También puede significar “pasar sobre” o “pasar por alto”. 
provisional que tenía el propósito de anticipar el eficaz derramamiento 
de la sangre de Cristo en la cruz. La sangre de las víctimas en el 
Antiguo Testamento expiaba el pecado en el sentido de cubrirlo hasta 
que la sangre de Cristo lo quitara definitivamente. La expiación en el 
Antiguo Testamento era un pacto de promesa que anunciaba el día en que 
Cristo vendría a tratar en forma definitiva con el pecado del mundo. 
No se explican de otro modo estas declaraciones paulinas: “Pues bien, 
Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda 
a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hc. 17:30), reiterado y 
aclarado aún más así: “Cristo Jesús… Dios lo ofreció como sacrificio de 
expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su 
justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los 
pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo…” (Rom. 
3:24-26). En ambos pasajes “pasar por alto” hace alusión a los pecados 
provisionalmente cubiertos por la sangre de las víctimas del siempre 
imperfecto ritual sacrificial veterotestamentario a la espera del sacrificio 
expiatorio perfecto y definitivo del Señor Jesucristo6. 
5.6. La sustitución 
El sacrificio expiatorio de Cristo es, además y de manera obvia, un 
sacrificio vicario o sustitutorio (es decir, en lugar nuestro o como nuestro 
sustituto, reemplazándonos personalmente a todos y cada uno de nosotros 
en el patíbulo de la ejecución). En cuanto al carácter sustitutorio de la 
expiación, éste parece tan evidente que no habría necesidad de indicarlo, a 
no ser porque un significativo número de comentaristas bíblicos 
modernos se escandalizan ante la idea de una expiación por 
sustitución calificándola de crudo, primitivo y rudo transaccionalismo 
que, según ellos, deberíamos dejar atrás y desechar de manera 
definitiva, despojando a la muerte de Cristo de esta presuntamente 
inconveniente connotación. 
Pero lo cierto es que una abrumadora mayoría de los pasajes en que el 
Nuevo Testamento utiliza la preposición “por” o la expresión “por 
nosotros” en relación con la expiación, implican con suficiencia que, 
más allá del hecho obvio de que la expiación de Cristo haya sido 
hecha “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros”, también fue 
hecha “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros” (expresiones que, 
 
6
Ver al final de las conferencias el apéndice sobre las diferentes teorías históricas que se han 
planteado para explicar la manera en que se lleva a cabo la expiación, cada una de ellas centrada 
en algún aspecto que se considera el más determinante en la obra de Cristo y sujetas todas ellas a 
una crítica y discusión teológica nunca del todo dirimida. 
de manera inequívoca, conllevan la idea de sustitución)7, al punto que la 
preposición “por” o la expresión “por nosotros” podría indicar sustitución sin 
que los versículos en cuestión pierdan su sentido original, sino tal vez 
aclarándolo aún más. Veámoslos entonces: 
 “así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y 
para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28; Mr. 10:45). 
 Idea ratificada por Juan cuando menciona lo dicho por el sumo sacerdote 
Caifás: “No entienden que les conviene más que muera un solo hombre 
por el pueblo, y no que perezca toda la nación. Pero esto no lo dijo por 
su propia cuenta sino que, como era sumo sacerdote ese año, profetizó 
que Jesús moriría por la nación judía” (Jn. 11:50-51). 
 A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo 
señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera 
por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una 
persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en 
que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” 
(Rom. 5:6-8). 
 “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos 
nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, 
todas las cosas?” (Rom. 8:32) 
 “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como 
pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21) 
 “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por 
nosotros, pues está escrito: «Maldito todo el que es colgado de un 
madero.»” (Gál. 3:13) 
 “y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por 
nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios” (Efe. 5:21) 
 “Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar 
para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien” (Tito 2:14) 
 “Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándoles 
ejemplo para que sigan sus pasos” (1 P. 2:21) 
 
7
Las expresiones “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros” no riñen de ningún modo en 
estos versículos con “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros”, pues aunque no sea el único, 
no puede negarse que el más inmediato favor o beneficio de Dios recibido por los creyentes en la 
expiación de Cristo es el hecho de que Él es castigado y muere en lugar o en vez de nosotros, 
sustituyéndonos en la cruz. 
 Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por los 
injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios…” (1 P. 3:18) 
 “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida 
por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por 
nuestros hermanos” (1 Jn. 3:16) 
Ahora bien, no se trata de negar en estos pasajes el sentido más amplio y 
general de la preposición “por” y de la expresión “por nosotros” entendida 
como “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros”, sentido que es el 
que debe prevalecer en muchos de estos versículos. Pero tampoco 
podemos ignorar que la noción concreta y particular de sustitución 
también cabe o se encuentra implicada en estos versículos y en 
algunos de ellos es incluso requerida por el mismo contexto, siendo 
éste el sentido que debe prevalecer en textos como el de Mateo 20:28 y 
Marcos 10:45, en donde la preposición “por” es traducción de la palabra 
griega anti que significa literalmente “en lugar de” o “en vez de”. 
Pero para no tener que entrar en consideraciones exegéticas del griego que 
a veces confunden más de lo que aclaran, lo cierto es que la noción de 
sustitución no surge propiamente del uso de las preposiciones en el 
Nuevo Testamento, sino del mismo ritual sacrificial de los judíos 
contemplado en la Ley Mosaica y de los actos ordenados en este ritual 
(verbi gratia la imposición de manos del oferente sobre la víctima) para 
transmitir de forma inequívoca las ideas de imputación y expiación 
sustitutoria por parte de la víctima sacrificada, ideas que emanan 
entonces de este ceremonial de manera natural y es siempre dentro de 
este contexto que debe verse el sacrificio de Cristo, como el 
cumplimiento perfecto de todo lo requerido por la ley ceremonial para 
poder no sólo cubrir nuestros pecados, sino quitarlos de maneradefinitiva8. 
5.7. La propiciación 
La propiciación está muy ligada a la expiación, pero no es lo mismo. Podría 
decirse que es un aspecto de la expiación que amerita un tratamiento 
particular. Se puede definir la propiciación como la acción y el efecto 
de aplacar o satisfacer la ira de Dios por medio del sacrificio expiatorio 
de Cristo. Y es aquí donde un buen número de comentaristas bíblicos 
 
8
Los dos sentidos: “a favor o en beneficio de nosotros” y “en lugar o en vez de nosotros” 
(sustitución) se concilian perfectamente cuando entendemos que, según se nos revela a lo largo y 
ancho de la epístola de los Hebreos: Jesucristo es al mismo tiempo el sumo sacerdote habilitado 
para ofrecer el sacrificio “a favor o en beneficio de nosotros” y la víctima sacrificada “en lugar o en 
vez de nosotros”. 
modernos, con prejuicios típicamente liberales, encuentran las mayores 
dificultades para aceptar la necesidad de la propiciación y mediante 
ejercicios e interpretaciones pseudoeruditas de la Biblia quieren negarla a 
toda costa. 
Valga decir que estos son los mismos eruditos bíblicos que por razones 
similares rechazan también las ideas clásicas de expiación y sustitución 
abordadas tradicionalmente por la teología cristiana ortodoxa. A ellos se les 
antoja totalmente inadmisible la idea de un Dios airado que necesita ser 
aplacado (lo cual dicho así de manera tan escueta, no deja de ser una 
caricatura del carácter de Dios revelado en Cristo y en las Escrituras). Dicen 
ellos que esto no compagina con el Dios de la Biblia sino con los dioses de 
las mitologías paganas que exigían arbitrariamente sacrificios humanos de 
sus seguidores para otorgar así sus favores. 
No se equivocó el teólogo neo-ortodoxo norteamericano Richard Niebuhr 
cuando describió así, con manifiesta mordacidad, la teología liberal de su 
época contra la cual estaba reaccionando9: “Un Dios sin ira, lleva a gente 
sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin cruz”. 
Porque les guste o no a estos teólogos la ira divina, el pecado del hombre, 
el juicio de Dios, y la expiación en la cruz, han sido siempre temas 
puntuales en el evangelio, asociados en su orden con Dios, con la 
humanidad, con el reino y con la redención. 
Lo que sucede es que hoy muchos argumentan que estos temas hieren u 
ofenden su “civilizada” sensibilidad, pues supuestamente nociones como 
éstas son propias de mentalidades primitivas que deben ser superadas y 
están por lo mismo mandadas a recoger. Es así como, sin negar el 
cristianismo se termina entonces con una versión atenuada y 
completamente diluida del mismo, sintetizada acertadamente por Niebuhr 
en la frase citada, que disuelve la radicalidad de su mensaje en conceptos 
e ideas aceptables para el hombre moderno. 
Se cree entonces con ingenuo optimismo que la ira de Dios no existe 
porque Él es amor, que el pecado es un concepto anticuado porque el 
hombre se encuentra ya en las etapas finales de su perfeccionamiento 
histórico, que el reino consiste en el descubrimiento y establecimiento por 
parte del hombre del sistema político ideal, y que Cristo fue tan sólo un 
hombre sabio y éticamente ejemplar. Por eso habría que recobrar lo 
 
9
En realidad, la reacción de la neo-ortodoxia contra el liberalismo teológico reinante no fue lo 
suficientemente firme, y aún la neo-ortodoxia no es lo ortodoxa que sería de desear, sino que, aún 
a su pesar, sigue muy ligada a los postulados liberales contra los que reaccionó. Veremos esto con 
más detalle en la materia Teología Contemporánea. 
dicho por Paul Ricoeur en el sentido de que: “La ira de Dios es 
solamente la tristeza de su amor”. 
Porque si bien es cierto que uno de los textos bíblicos que más acogida 
tiene actualmente entre los hombres, aún no religiosos, es aquel en el cual 
el apóstol Juan nos revela que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), en reacción 
apenas natural a esa distorsionada imagen oscurantista de Dios como Juez 
inflexible, justiciero y vengador, que a la menor oportunidad se complacía 
en castigar la desobediencia de los hombres, sin mostrar ningún asomo de 
misericordia; también lo es que esto no significa sin embargo que el amor 
de Dios excluya la ira divina, pues de ser así quedaría reducido a una 
simple connivencia sensiblera y encubridora del pecado del hombre. 
La ira de Dios sigue siendo por lo tanto una verdad bíblica ineludible 
(Rom. 1:18; 2:5; Apo. 14:10; 15:1). Es la alternativa final por la que opta 
el hombre que rechaza de manera reiterada la misericordia divina 
otorgada por Dios en Cristo, y prefiere acogerse necia, osada y 
arrogantemente a su justicia, sin reparar en que, en estricta justicia y 
sin la eficaz mediación de Cristo, todos los hombres, incluyendo a los 
creyentes, estaríamos aún bajo la ira de Dios y mereceríamos la 
condenación: “En ese tiempo… Como los demás, éramos por naturaleza 
objeto de la ira de Dios” (Efe. 2:3). 
Por eso episodios como el de Nadab y Abiú (Lv. 10:1-2), Uza (1 Cr. 13:3-
11), la orden de destruir a los cananeos (Dt. 7:1-2; 9:4-6), y aún los casos 
de Ananías y Safira (Hc. 5:1-11), y el rey Herodes en el Nuevo Testamento 
(Hc. 12:21-23), no son manifestaciones de brutalidad arbitraria por parte de 
Dios sino gráficos precedentes que nos recuerdan que no podemos dar por 
sentada la misericordia como si esta fuera una obligación que el amor le 
impone a Dios, sino que antes que nada Él es justo y consideró oportuno 
recordárnoslo de cuando en cuando, sin que por ello se complazca en 
obrar de este modo, como ya se ha dejado establecido previamente en la 
doctrina de la justificación y lo ratifica el profeta Miqueas en esta 
declaración: “... No siempre estarás airado, porque tu mayor placer es amar. 
Vuelve a compadecerte de nosotros...” (Miq. 7:18-19). 
Sin perjuicio de lo anterior, la propiciación está absolutamente 
justificada en la realidad innegable de la ira de Dios. Una ira 
absolutamente justa, a diferencia de la ira humana con la que solemos 
compararla, sacando conclusiones equivocadas, pues es claro que, como lo 
afirma Santiago: “… la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere” 
(St. 2:20). La ira humana es por lo general injusta, caprichosa y arbitraria. 
La ira de Dios es siempre justa y ceñida al derecho, por lo cual no 
podemos cometer el error de los liberales de descalificarla al medirla con 
criterios humanos de presunta y civilizada racionalidad. 
De hecho la palabra “propiciación” aparece al menos en cuatro versículos 
del Nuevo Testamento a saber: Romanos 3:25, Heb. 2:17; 1 Juan 2:2 y 
4:10. Versiones bíblicas como la NVI, en aras de una mayor claridad para el 
lector no familiarizado con este concepto bíblico, prefieren traducir estos 
pasajes en su orden como “expiación” (en los primeros dos versículos) y 
“sacrificio por el perdón de” (en los dos últimos versículos), conceptos 
interrelacionados más conocidos que el de “propiciación” que es, por decirlo 
así, un poco más “técnico” y sutil, restringido por lo mismo a los estudiantes 
de teología. 
Pero la NVI siempre tiene la precaución de hacernos saber en el pie de 
página que la traducción literal es “propiciación”, añadiendo en el glosario 
una importante y necesaria explicación sobre el término “expiación” así: “Se 
refiere a la acción divina de cubrir o quitar el pecado por medio del 
sacrificio. El término propiciación describe la misma acción desde otro 
punto de vista: el sacrificio aplaca la ira de Dios”. La confusión entre 
expiación y propiciación que, de manera ligera, llega a hacer de ambos 
términos sinónimos de manera teológicamente inconveniente, proviene del 
hecho de que ambas palabras en el Nuevo Testamento son traducción de 
vocablos griegos con la misma raíz, a saber: 
 Iláskomai: “En cambio, el recaudador de impuestos, que se había 
quedado a ciertadistancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, 
sino que se golpeaba el pecho y decía: „¡Oh Dios, ten compasión de mí 
[es decir, sé propicio a mí, como lo traduce la RVR], que soy pecador!‟“ 
(Lc. 18:13); “Por ero era preciso que en todo se asemejara a sus 
hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de 
Dios, a fin de expiar [es decir, hacer propiciación por] los pecados del 
pueblo” (Heb. 2:17) 
 Ilasmós: “Él es el sacrificio por el perdón de [es decir, la propiciación 
por, como lo traduce la RVR] nuestros pecados, y no sólo por los 
nuestros sino por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:2); “En esto consiste el 
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos 
amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el 
perdón de [es decir, en propiciación por, como lo traduce la RVR] 
nuestros pecados” (1 Jn. 4:10) 
 Ilastérion: “Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación [es decir, 
como propiciación, como lo traduce la RVR] que se recibe por la fe en 
su sangre, para así demostrar su justicia…” (Rom. 3:25); “Encima del 
arca estaban los querubines de la gloria, que cubrían con su sombra el 
lugar de la expiación [es decir, el propiciatorio, como lo traduce la 
RVR]...” (Heb. 9:5) 
Tenemos aquí cubiertos los contados versículos bíblicos que en el Nuevo 
Testamento se traducen indistintamente como expiación o como 
propiciación (incluyendo sus derivados). Salta a la vista que la Nueva 
Versión Internacional es más variada y clara, favoreciendo de manera 
expresa y declarada (sin perjuicio de su ya citada nota en el glosario), el 
recurso al concepto de expiación por encima de propiciación. La Reina 
Valera Revisada es menos clara, pero tal vez más precisa al favorecer el 
concepto de propiciación por encima de expiación. 
Sea como fuere, ninguna versión bíblica puede eliminar 
arbitrariamente del todo la noción que el Nuevo Testamento quiere 
transmitir con el término propiciación y si se prefiere traducirlo como 
expiación, se debe hacer la claridad, como lo hace la NVI de que en 
algunos pasajes el término “expiación” tiene el matiz particular que la 
palabra “propiciación” transmite, indicando el acto por el cual se 
satisface y aplaca la ira de Dios, un Dios Justo y Santo a quien hemos 
ofendido con nuestro pecado de manera personal y ante quien no solo 
deberíamos satisfacer los requerimientos de su perfecta justicia de una 
manera más bien mecánica y meramente transaccional, propósito de 
cualquier modo alcanzado mediante el sacrificio expiatorio de Cristo, sino 
también reconocer que, además de ello, lo hemos ofendido de manera 
personal al no obedecerlo y tratarlo con la dignidad, respeto y reverencia 
superlativas que merece por ser quien es, de tal manera que su enojo o ira 
personal hacia nosotros está plenamente justificada y debe ser también 
aplacada mediante la simultánea propiciación llevada a cabo por Cristo a 
nuestro favor, entregándose por nosotros en “… ofrenda y sacrificio 
fragante para Dios” (Efe. 5:2), de tal modo que Dios no solamente nos 
perdone, sino que más allá de ello, sea también propicio a nosotros de una 
manera íntimamente personal transformando su enojo en una continua 
actitud de “buena voluntad” (Lc. 2:14), para con los redimidos. Todo lo cual 
nos conduce invariablemente al siguiente punto. 
5.8. La reconciliación 
Se ha observado ya que términos como justificación y expiación hacen 
referencia a la condición jurídica del ser humano delante de Dios en 
términos estrictamente objetivos. Así mismo, tanto la propiciación como la 
reconciliación hacen referencia al estado de la relación interpersonal entre 
Dios y los seres humanos. Dicho de otro modo, la propiciación y la 
reconciliación son los resultados subjetivos (es decir, al nivel del 
sujeto o persona), pero no por eso menos reales, de lo objetivamente 
alcanzado en la justificación y expiación (es decir, a un nivel 
meramente objetivo e impersonal), hecho todo ello posible por Cristo 
mediante su muerte y resurrección. 
La relación entre la propiciación y la reconciliación es evidente en el hecho 
de que al traducir los mismos versículos del Antiguo Testamento, las 
diferentes versiones aceptadas de la Biblia pueden hacerlo con legitimidad 
recurriendo indistintamente a ambas nociones, como lo hacen por ejemplo 
la NVI y la RVR en este pasaje del libro de Levítico: 
 “Y dijo Moisés a Aarón: Acércate al altar, y haz tu expiación y tu 
holocausto, y haz la reconciliación por ti y por el pueblo; haz también la 
ofrenda del pueblo, y haz la reconciliación por ellos, como ha mandado 
Jehová” (Lv. 9:7 RVR); “Después Moisés le dijo a Aarón: «Acércate al 
altar, y ofrece tu sacrificio expiatorio y tu holocausto. Haz propiciación 
por ti y por el pueblo. Presenta la ofrenda por el pueblo y haz 
propiciación por ellos, tal como el SEÑOR lo ha mandado.»” (Lv. 9:7 
NVI)10. 
Por eso no es del todo errado afirmar de manera general que en virtud de la 
muerte y resurrección de Cristo y mediante nuestra fe en Él, en cierto 
sentido tanto Dios como nosotros hemos sido reconciliados el Uno con los 
otros. Sin embargo, en aras de la exactitud teológica y en estricto rigor, 
propiciación y reconciliación son las dos caras de una misma moneda, 
pero una de esas caras (propiciación) concierne o se aplica a Dios con 
exclusividad, mientras que la otra cara (reconciliación) concierne y se 
aplica a los seres humanos, creyentes en particular. 
En otras palabras, cuando tengamos que hacer referencia al estado de 
nuestra relación interpersonal con Dios una vez hemos sido justificados y 
una vez expiado nuestro pecado por Cristo en la cruz, podemos decir, junto 
con el teólogo Scofield, que Dios ha sido propiciado, mientras que 
nosotros hemos sido reconciliados. Esto es así debido a que Dios no 
necesita ser reconciliado, somos nosotros los que lo necesitamos. La razón 
de ello es que Dios nunca ha estado enemistado con el ser humano. Ha 
estado justamente airado con él, pero nunca enemistado. 
Su amor por nosotros ha sido siempre el mismo, aún cuando le hemos 
desobedecido y nos hemos hecho así merecedores de su ira y de su justa 
condenación. En otras palabras, somos nosotros los que nos hemos 
 
10
Lo mismo sucede en Levítico 16:6; 10-11 
enemistado con Dios al desobedecerlo y no tomarlo en cuenta como 
deberíamos. Somos nosotros los responsables del ostensible deterioro de 
nuestra relación con Dios y no Dios. La reconciliación implica algún grado 
de culpabilidad por parte de todas las facciones reconciliadas, mientras que 
la propiciación no implica responsabilidad en quien ha sido propiciado. Y es 
por eso que la reconciliación es una provisión que se aplica a nosotros 
y no a Dios. 
La propiciación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a Dios, mientras 
que la reconciliación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a nosotros. La 
reconciliación implica la posibilidad real de establecer con Dios una relación 
mutua de intimidad interpersonal en los mejores términos posibles. Una 
relación de tal intimidad que la Biblia se refiere a ella como comunión (unión 
común). La reconciliación significa, pues, un cambio en la relación 
interpersonal de la hostilidad a la armonía y la paz11. Y si bien es cierto 
que, a causa del pecado, Dios y el hombre están en una relación de 
hostilidad y enemistad, hay que reiterar que la responsabilidad de ello recae 
de manera exclusiva en el ser humano. 
Por eso es que decimos que el enemistado es el ser humano y no Dios. En 
consecuencia, es el ser humano el que necesita ser reconciliado con Dios y 
no lo contrario. El apóstol Pablo nos revela que por causa del pecado, 
éramos literalmente enemigos de Dios: “Porque si, cuando éramos 
enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su 
Hijo…” (Rom. 5:10); “En otro tiempoustedes, por su actitud y sus malas 
acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos” (Col. 1:21). 
Esta relación de hostil enemistad implica entonces por una parte un 
distanciamiento del cual somos personalmente responsables en la medida 
en que nos hemos alejado voluntariamente de Dios para nuestro propio 
perjuicio: “... cada uno seguía su propio camino...” (Isa. 53:6), a semejanza del 
hijo perdido que: “... junto todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió 
desenfrenadamente y derrochó su herencia” (Lc. 15:13). 
Y por otra parte implica también un extrañamiento por el cual estamos 
alienados de Dios, siendo ante él poco menos que extraños o advenedizos. 
Por eso la reconciliación es descrita en estos términos: “... en ese entonces 
ustedes estaban separados... excluidos... ajenos... sin Dios en el mundo. 
Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha 
acercado mediante la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz... 
derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos 
 
11
La palabra hebrea que se traduce como reconciliación significa “pacificación”, mientras que las 
griegas significan “cambio de lugares”; “pasar de un lado al otro”. 
separaba... para crear en sí mismo de los dos pueblos [es decir, de los judíos 
y de los gentiles paganos] una nueva humanidad al hacer la paz, para 
reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que 
dio muerte a la enemistad. Él vino y proclamó paz a ustedes que estaban 
lejos... Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros...” (Efe. 
2:12-17, 19). “Pero ahora Dios... los ha reconciliado en el cuerpo mortal de 
Cristo mediante su muerte” (Col. 1:22). 
Al reconciliarnos con Él, Dios nos trató a nosotros, sus enemigos, como 
si fuéramos amigos. No se trata entonces tan sólo de que Cristo haya 
manifestado por nosotros un amor tan grande como el que se requiere para 
“dar la vida por sus amigos” (Jn. 15:13), sino que lo hizo así, tratándonos 
como a amigos, cuando éramos, por el contrario, enemigos de su causa, lo 
cual hace todavía más extraordinario su sacrificio, ya que “Difícilmente habrá 
quien muera por un justo… Pero Dios demuestra su amor por nosotros en 
esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” 
(Rom. 5:7-8). 
Es sintomático que Cristo haya llamado “amigo” a Judas, a sabiendas de su 
traición (Mt. 26:50), y que haya sido señalado y reconocido como “amigo de 
pecadores” (Mt. 11:19; Lc. 7:34). Y es en virtud de este insólito y excepcional 
acto de amor y reconciliación que los cristianos podemos ser considerados 
también, finalmente, amigos de Dios (Jn. 15:14), ostentando este calificativo al 
lado del propio Abraham (Isa. 41:8; St. 2:23), y contando en Cristo no sólo con 
un salvador y redentor, lo cual sería más que suficiente; sino también con un 
amigo y hermano que nos ama en todo tiempo y nos ayuda en la adversidad 
(Heb. 2:11; Pr. 17:17), e intercede por nosotros, sus amigos (Job 42:10; Rom. 
8:34; Heb. 7:25), y cuya amistad es incluso más fiel que la de los hermanos 
de sangre (Pr. 18:24; 2 Tim. 2:13). 
Cristo nos provee así del más palmario ejemplo de que la mejor forma 
de eliminar a los enemigos es convirtiéndolos en amigos mediante la 
reconciliación provista por Dios en Cristo. Ahora bien, el ser humano es 
en primera instancia el término u objetivo de la reconciliación provista por 
Dios, pero no lo es de manera exclusiva, puesto que hablando de Cristo el 
apóstol Pablo declara que: “... a Dios le agradó habitar en él con toda su 
plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas... haciendo 
la paz mediante la sangre que derramó en la cruz...” (Col. 1:19-20). 
No es sólo la humanidad la que ha sido reconciliada, sino el mundo 
entero. La humanidad (específicamente la iglesia entendida como la 
asamblea de seres humanos que hemos creído en Cristo a través de la 
historia) es la punta de lanza, pero el mundo también se beneficia de esta 
reconciliación. La reconciliación cambia la actitud de las personas hacia 
Dios más que la de Dios hacia las personas, pues Él siempre ha 
manifestado su mejor disposición hacia el ser humano, sin perjuicio de la ya 
aludida ira divina por causa de nuestro pecado. 
La propiciación remueve la ira de Dios y nos hace “... aceptos en el Amado” 
(Efe. 1:6 RVR), es decir aceptables ante Dios y acogidos por Él, mientras 
que la reconciliación nos mueve a actuar de la manera descrita por el autor 
sagrado: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena 
seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia 
culpable y exteriormente lavados con agua pura” (Heb. 10:22), pues en 
virtud de ambos eventos: propiciación y reconciliación, el acceso a Dios 
en los mejores términos está garantizado: “… mediante la fe, tenemos 
acceso a esta gracia…” (Rom. 5:2); “en Él, mediante la fe, disfrutamos de 
libertad y confianza para acercarnos a Dios” (Efe. 3:12); “Así que 
acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir 
misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la 
necesitemos” (Heb. 4:16). 
Por otro lado, hemos visto que la reconciliación se define también en 
términos de paz entre las partes, lo cual nos conduce a la promesa hecha 
por el Señor Jesucristo a sus discípulos en su momento: “La paz les dejo; mi 
paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo...” (Jn. 14:27). 
Porque contrario a las expectativas, anhelos y aspiraciones actuales de un 
mundo sumido en muchas guerras y conflictos políticos, la paz que Jesucristo 
nos promete concierne esencialmente a nuestra relación con Dios y no 
propiamente a nuestras circunstancias, justificando la distinción hecha por 
el Señor entre la paz con Dios (“la paz les dejo”) y la paz de Dios (“mi paz 
les doy”). 
A la primera se refiere así el apóstol Pablo: “En consecuencia, ya que 
hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio 
de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1). Y a la segunda también se refiere 
él de este modo: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, 
cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Todo 
esto esta incluido en la idea de reconciliación, así como también la paz 
relativa a nuestros conflictos internos que son los que, tarde o 
temprano, dan lugar a los conflictos con los demás: “¿De dónde surgen 
las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las 
pasiones que luchan dentro de ustedes mismos?” (St. 4:1). 
Porque como bien lo dijo Ma. Cristina Guarino: “La paz no es el silencio que 
queda al terminar la guerra, sino la fraternidad que nos impide iniciarla”, en 
línea con lo evocado a través de la noción del shalom ya abordada en el 
marco de la doctrina del pecado. Porque la reconciliación restablece y 
garantiza, por lo pronto, el shalom del creyente con Dios y le permite 
disfrutar del shalom interior que resuelve nuestros conflictos internos 
mediante la obediencia y confianza a toda prueba que tenemos en 
Cristo. 
Por esta vía es posible también que la reconciliación alcance nuestras 
relaciones interpersonales con el prójimo en la medida en que, 
reconciliados con Dios y con nosotros mismos, estemos ahora en 
condiciones de practicar lo ordenado por el apóstol: “Si es posible, y en 
cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos” (Rom. 12:18). 
Porque la reconciliación que Cristo vino a ofrecernos pasa no sólo por 
su perdón y aceptación, sino también por el perdón que nosotros 
brindamos o solicitamos de los demás. Entre otras cosas, porque una 
iglesia formada por personas que no perdonan ni procuran la reconciliación 
con los demás no tiene credibilidad ante el mundo para llevar a cabo con 
eficacia el ministerio de la reconciliación encomendado por Cristo. 
Es que si hay algoque debe caracterizar al cristianismo y, por ende, a los 
cristianos es la promoción de la fraternidad de todo el género humano por 
encima de diferencias nacionales, culturales, étnicas e incluso ideológicas, 
puesto que: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, 
sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gál. 3:28), todo ello 
sobre la base de la reconciliación provista por Cristo y aludida en estos 
inspirados e inspiradores términos en las Escrituras: “Todo esto proviene 
de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y 
nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios 
estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus 
pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así 
que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes 
por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se 
reconcilien con Dios.»” (2 Cor. 5:18-20). 
Cuestionario de repaso 
1. Defina y diferencie las nociones de “la justicia de Dios” y “la justicia que 
proviene de Dios” 
2. En relación con Dios, indique en primer lugar cuál es el aspecto de la justicia del 
que ningún ser humano puede salir impune, y cuál el aspecto de la misma que 
se identifica propiamente con la doctrina de la justificación. 
3. ¿Qué nombre recibe el mecanismo que hace posible la justificación? 
4. ¿Por intermedio de qué o quién alcanzamos la justificación en el sentido 
judicial, en el meritorio, en el instrumental y en el evidencial? 
5. Mencione y explique brevemente las cuatro importantes doctrinas bíblicas 
asociadas tradicionalmente a la justificación

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