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5. Doctrina de la justificación Antes de ocuparnos de la doctrina de la justificación, una de las doctrinas más centrales asociadas a la salvación, es necesario entender algunos aspectos de la noción de justicia tal y como ésta se revela en las Escrituras en general y en el evangelio en particular. Y es que el concepto de justicia es tan crucial en las Escrituras que habría que estar de acuerdo con Herbert Lockyer al afirmar que: “La justicia humana y divina, forma la trama y urdimbre de las Escrituras. La justicia práctica y la doctrinal nos salen al encuentro casi en cada página”, razón por la cual, continúa diciéndonos este autor en declaración que debemos también suscribir: “La necesidad imperiosa de nuestros días es una recta comprensión de la justicia, por su asociación con la relación del alma con Dios y por sus responsabilidades con otros”. Walter Scott recoge todo lo anterior de manera más sucinta y puntual: “La justicia es la piedra angular del arco de la revelación divina”. Enumeremos entonces algunos aspectos relativos a la justicia que cobran importancia para entender la doctrina de la justificación. 5.1. La justicia de Dios La justicia es un atributo inseparable de Dios mismo. Una justicia entendida tanto en el ser como en el actuar. Es así como Dios es justo y, en consecuencia, actúa siempre con justicia. En otras palabras, Él hace siempre lo que es correcto. Lockyer recoge la siguiente definición de justicia que podría aplicarse muy bien a la justicia de Dios: “rectitud en la posición y relación de una persona con respecto a los demás”. En este orden de ideas, Dios no puede cometer injusticias porque su carácter es eminente y absolutamente justo. Y dado que su esencia es siempre la misma, su carácter tampoco cambia nunca (St. 1:17; Heb. 13:8), como se ha visto ya (en Teología Básica) al considerar la inmutabilidad o invariabilidad como el atributo de Dios que garantiza la permanencia de todos los demás atributos asociados a Él. Así, pues, la convicción que se encuentra siempre en el trasfondo de toda la Escritura es que Dios es justo, y es precisamente esa justicia inherente a su ser la que da pie a su enojo, mejor conocido en la Biblia con la expresión “la ira de Dios”, contra el ser humano por causa del pecado: “Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el impío todos los días” (Sal. 7:11 RVR). La justicia de Dios es algo tan establecido en las Escrituras y en su trato con la humanidad a través de la historia que desde la temprana época de Abraham o de Job ya se da por sentada. Abraham, por ejemplo, intercede ante Dios en su conocido regateo por Sodoma y Gomorra apoyándose en el carácter justo de Dios, ya para entonces bien conocido: “… ¿De veras vas a exterminar al justo junto con el malvado?... ¡Lejos de ti el hacer tal cosa! ¿Matar al justo junto con el malvado, y que ambos sean tratados de la misma manera? ¡Jamás hagas tal cosa! Tú, que eres el juez de toda la tierra, ¿no harás justicia?” (Gén. 18:23, 25). Bildad también interpela a Job con estas preguntas retóricas: “¿Acaso Dios pervierte la justicia? ¿Acaso tuerce el derecho el Todopoderoso? Si tus hijos pecaron contra Dios, él les dio lo que su pecado merecía” (Job 8:3- 4). Los teólogos especulan acerca de qué tanto del cuadro completo ignoraban Abraham, Bildad o Job, pero coinciden en que la inspirada afirmación de justicia que ellos hacen respecto a Dios no puede discutirse. Otra cosa es que la injusticia de los hombres termine “pelando el cobre” o llegando a su colmo atribuyendo con atrevimiento injusticia a Dios para tratar infructuosamente de justificar las faltas humanas (como se dice popularmente. “los pájaros tirándole a las escopetas”): “»Ustedes dicen: „El SEÑOR es injusto.‟ Pero escucha, pueblo de Israel: ¿En qué soy injusto? ¿No son más bien ustedes los injustos?” (Eze. 18:25, 29), alegato humano totalmente improcedente e insostenible de manera objetiva y consistente y que tan sólo demuestra, en el mejor de los casos, la ofuscación y obnubilación de quien así argumenta. David hace una honesta confesión basado en su propia experiencia que debería ser suscrita por todos cuando nos sintamos tentados a atribuir injusticia a Dios reprochándole sus actuaciones: “Contra ti he pecado, sólo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sentencia es justa, y tu juicio, irreprochable” (Sal. 51:4). En realidad, nuestros vanos y airados intentos por justificarnos atribuyendo injusticia a Dios contribuyen más bien a reafirmar la justicia de Dios, puesto que aún: “La furia del hombre te alabará…” (Sal. 77:10 Texto Masorético), como lo reitera el apóstol Pablo citando, por cierto, el salmo 51: “… Dios es siempre veraz, aunque el hombre sea mentiroso. Así está escrito: «Por eso, eres justo en tu sentencia, y triunfarás cuando te juzguen.» Pero si nuestra injusticia pone de relieve la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Qué Dios es injusto al descargar sobre nosotros su ira? (Hablo en términos humanos.) ¡De ninguna manera! Si así fuera, ¿cómo podría Dios juzgar al mundo?” (Rom. 3:4-6). La justicia de Dios y la injusticia de los hombres nos deja a todos ante Él como reos de condenación, puesto que con todo y el hecho de que Dios sea: “… lento para la ira y grande en amor…”, de cualquier modo: “… jamás dejas impune al culpable, sino que castigas la maldad…” (Nm. 14:18) y “… El SEÑOR no deja a nadie sin castigo…” (Nah. 1:3). Esto pone a Dios ante una encrucijada aparentemente irresoluble en relación con el género humano. Su justicia exige nuestra condenación, pero su amor o misericordia no desea condenarnos: “¿Acaso creen que me complace la muerte del malvado? ¿No quiero más bien que abandone su mala conducta y que viva? Yo, el SEÑOR lo afirmo… Yo no quiero la muerte de nadie… „Tan cierto como que yo vivo afirma el Señor omnipotente, que no me alegro con la muerte del malvado, sino con que se convierta de su mala conducta y viva…” (Eze. 18:23, 32; 33:11 Ver también 1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9). Sin embargo, en ejercicio de su misericordia y aún si nos volvemos a Él arrepentidos, Dios no puede simplemente perdonarnos e indultarnos sin más vulnerando el sentido y las exigencias de su justicia, expresadas de manera inequívoca con estas palabras: “La persona que peque morirá… Todo el que peque, merece la muerte…” (Eze. 18:4, 20). Porque el arrepentimiento y la conversión por sí solos no borran nuestros pecados ni eliminan la posibilidad de que, eventualmente, pequemos de nuevo. No obstante, nos resistimos obstinadamente a reconocer todo lo dicho y nos empeñamos en tratar de establecer nuestra propia, precaria, engañosa y supremamente imperfecta justicia, que lo único que hace es agravar nuestra ya perdida condición. Veamos esto con más detalle. 5.2. La justicia humana La engañosa autojustificación fue el primer mecanismo de defensa del ser humano después de caer en pecado y se ha mantenido vigente a través de toda la historia de la humanidad. Adán no reconoció su falta sino que intentó justificarse culpando a Eva y ella hizo lo propio con la serpiente. Y así hemos continuado todos a partir de ellos. Ahora bien, los seres humanos pueden argumentar justicia relativa en muchos casos particulares incluidos dentro del gran marco de las relaciones interpersonales con su prójimo, pero nunca puede argumentar una justicia absoluta delante de Dios sin incurrir en un insostenible y peligroso sofisma sin ningún fundamento. En los Salmos David clamaba a Dios y le pedía vindicación en muchos casos particulares en que se declaraba justo en el contexto de algunas de las relaciones conflictivas con sus semejantes que caracterizaron su vida y su reinado, pero nunca argumentó esta justicia relativa como pretexto para salir justificado delante de Dios, sino sólo para pedirle a Dios que mostrara que él (David)había actuado con más justicia que sus adversarios en situaciones concretas. Pero por otro lado, cuando se trata de comparecer ante Dios, David prefiere orar de este modo: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti nadie puede alegar inocencia” (Sal. 143:2). En consecuencia, pueden existir personas más justas o injustas que otras en su conducta y en su trato con sus semejantes, pero en último término, cuando todos comparecemos ante Dios las comparaciones entre nosotros pierden toda su razón de ser. No por nada dice la sabiduría popular que las comparaciones son odiosas. A pesar de ello, tenemos una tendencia natural a compararnos con los demás, con la esperanza de salir mejor librados que aquellos con quienes nos comparamos, imaginando ingenuamente que tal vez así podremos desviar la atención de Dios de nosotros mismos para dirigirla al otro. Somos como los niños pequeños que al ser sorprendidos comiendo las galletas de lo alto del estante; señalan y culpan al que sostiene en sus manos el recipiente que las contiene, olvidando que los restos de galleta en sus propios rostros los delatan. Pero el hecho es que el Dios Justo no se deja enredar en estos necios e infantiles sofismas de distracción urdidos por el hombre para tratar de justificarse. Él no evalúa por comparación, curvas ni promedios, pues de este modo tendría que hacer concesiones inadmisibles a la justicia propia de su carácter al tener que nivelar a la humanidad por lo bajo; sino que más bien establece, de manera consecuente con su propio carácter, la norma absoluta y superlativa a la luz de la cual debemos evaluarnos si queremos ser merecedores de su aprobación y favor: perfección (Mt. 5:48) o santidad (Lv. 19:2, Heb. 12:14). Si somos honestos tendremos que admitir nuestra impotencia para lograrlo, como lo hace Salomón al afirmar concluyentemente que: “No hay en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20). A la vista de esto las comparaciones terminan siendo algo fútil e inoficioso y la única alternativa real y viable es dejarlas de lado siguiendo el ejemplo paulino: “No nos atrevemos a igualarnos ni a compararnos con algunos que tanto se recomiendan a sí mismos. Al medirse con su propia medida y compararse unos con otros, no saben lo que hacen” (2 Cor. 10:12). Las comparaciones son únicamente paliativos que buscan encubrir el hecho de que ante Dios: “«No hay un solo justo, ni siquiera uno… Todos se han descarriado, a una se han corrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!»… pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom. 3:10, 12, 23). Pero los estériles esfuerzos por autojustificarse siguen a la orden del día en variadas formas, entre las cuales ha venido a ser proverbial o representativo el fariseísmo tipificado por los judíos, quienes: “No conociendo la justicia que proviene de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios” (Rom. 10:3). En efecto, a semejanza de los judíos que, en la práctica, terminaban extraviados colocando su confianza más en sus esfuerzos con arreglo a la ley que en la gracia y la elección divina de la que habían sido objeto en el pacto suscrito por Dios con ellos como nación; así también la humanidad ha tratado inútilmente y de muchas maneras de confiar más en sus propios esfuerzos para salvar el insalvable abismo que se interpone y la separa de Dios. Moralidad, buenas obras, filosofía, religiosidad y aún ciencia (conocimiento), son los nombres que reciben algunos de estos precarios esfuerzos que esconden motivaciones religiosas en sus estratos más profundos. Pero esto es lo que la Biblia dice en cuanto al resultado final de estos intentos: “todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia” (Isa. 64:6), añadiendo además: “Hay caminos que al hombre le parecen rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte” (Prov. 14:12). Cabe señalar también aquí un acto llevado a cabo por nuestros primeros padres, Adán y Eva, que simboliza gráficamente los inútiles intentos de autojustificación por parte de ser humano. Se trata del intento de cubrir su vergonzosa desnudez1 tejiendo para sí delantales de hojas de higuera (Gén. 3:7). Porque la historia de la humanidad caída podría resumirse en un continuo ejercicio de autojustificación que se refleja en la búsqueda universal y permanente por encontrar algo con lo cual cubrir nuestra desnudez espiritual, nuestra vergüenza, nuestra culpa, no propiamente ante los ojos de los demás hombres; sino ante los de Dios (Gén. 3:10). 5.3. La justicia de Dios imputada al hombre (justificación) Imputar significa atribuir o contar como perteneciente a alguien algo de lo cual esa persona está desprovista y que, en principio, no le pertenece. La imputación es el mecanismo de la doctrina de la justificación. En este sentido la justicia no solo es algo que caracteriza a Dios, sino que es algo que Dios puede otorgar, justificando judicialmente a quien no es justo, colocando a su cuenta o a su favor una justicia que no le pertenece. Ese es el claro sentido de la frase paulina “la justicia que proviene de Dios” (Rom. 1:17; 10:3)2. 1 Que, por cierto, no era vergonzosa sino hasta después de la Caída (Gén. 2:25) 2 De hecho ésta es la idea que domina en toda la epístola a los Romanos y en los escritos paulinos en general cuando él se refiere a “la justicia de Dios” a secas (ver, por ejemplo, Romanos 3:21-22). En otras palabras, esta frase en la pluma de Pablo (“la justicia de Dios”), evoca por lo general más Es aquí, entonces, donde se ubica propiamente la doctrina de la justificación. Pero hay que anotar antes de proseguir que la justificación es una idea meramente forense3. Ahora bien, volvamos a la encrucijada o callejón sin salida en que Dios parece hallarse en el sentido de que, en vista del pecado humano, Él no puede ser justo y misericordioso al mismo tiempo, dilema que da lugar a la siguiente disyuntiva: Si es justo debe condenarnos, pero deja de ser misericordioso. Y si es misericordioso puede perdonarnos, pero comprometería su propio carácter al tener que dejar de ser justo, pues su justicia exige nuestra condenación, aunque en su amor o misericordia Él no desee condenarnos. Pero Dios resuelve magistralmente el asunto creando una tercera opción. A ella se refiere el teólogo Charles C. Ryrie de este modo: “Si en Dios, el Juez, no hay injusticia y es completamente justo en todas Sus decisiones, entonces ¿cómo puede Él declarar justo a un pecador? Y todos somos pecadores. Dios solamente tiene tres opciones cuando los pecadores comparecen ante Su tribunal: Condenarlos, comprometer Su propia justicia para recibirlos tal y como están, o transformarlos en personas justas. Si el puede ejercer esta tercera opción, entonces los puede declarar justos”. Y el evangelio consiste en revelarnos y poner a nuestra disposición todos los sublimes arreglos que fue necesario llevar a cabo por parte de Dios para hacer posible esta tercera alternativa que resuelve el dilema. No por nada, tal vez una de las más poéticas y hermosas descripciones de esa especie de síntesis de conceptos aparentemente irreconciliables que tendría lugar en el evangelio es la registrada de forma anticipada y profética en el salmo 85:10: “El amor y la verdad se encontrarán, se besarán la paz y la justicia”. Paradójico versículo que tiene cumplimiento en el evangelio en línea con lo dicho por Henry Stob: “Dios no puede... amar a expensas de la justicia. Dios, en su amor, va en verdad más allá de la justicia, pero en ese amor no hace otra cosa que justicia. La cruz de Cristo... es, al mismo tiempo, una cruz de juicio y una cruz de gracia. Revela la paridad de la justicia de Dios y de su amor. Es de hecho el establecimiento, en un solo evento, deambos”. exactamente a “la justicia que proviene de Dios” y no propiamente la justicia por la cual Él mismo es justo, aunque en último término el contexto es el que indica cual de los dos sentidos es el que se aplica. 3 Es decir, que tiene que ver fundamentalmente con los foros o tribunales de justicia y no con la experiencia cotidiana previa y/o posterior de quien es justificado, contexto en el que debemos hablar más bien de la doctrina de la santificación, abordada más adelante en el programa de este curso. Del mismo modo afirma el teólogo Lewis Chafer: “El triunfo del evangelio no radica en que Dios haya tratado con lenidad el pecado; sino más bien en el hecho de que todos los juicios que la infinita justicia tenía necesariamente que imponer sobre el culpable, el Cordero de Dios los sufrió en nuestro lugar, y que este plan que procede de la mente del mismo Dios es, de acuerdo a las normas de su justicia, suficiente para la salvación de todo el que cree en Él. Por medio de este plan Dios puede satisfacer su amor salvando al pecador sin menoscabo de su justicia inmutable”. 5.4. Ilustraciones y ejemplos bíblicos de imputación Continuando con lo ya dicho, la imputación en sí no es algo desconocido en las Escrituras. Ya hemos visto, por ejemplo, que la Caída y la Redención son destacadas excepciones al principio de la responsabilidad personal e individual revelado en Ezequiel (Eze. 18:20). En la Caída el pecado de Adán es imputado de manera corporativamente solidaria a toda la raza humana. Y en la Redención, el pecado de toda la humanidad es imputado a Cristo cuando Él se ofrece voluntariamente como ofrenda por el pecado del mundo, aunque únicamente se beneficien de ello los que creen y se hallan unidos solidariamente a Cristo mediante la fe en Él para llegar a constituir a la Iglesia como el “cuerpo de Cristo” del cual Él es la cabeza (Efe. 1:22-23; Col. 1:18). Recordemos también que en el ritual sacrificial del Antiguo Testamento, todo el que quería ofrecer un sacrificio para expiar su pecado personal, debía imponer sus manos sobre el animal sacrificado para imputar a él sus pecados, una vez hecho lo cual la víctima sacrificada sustituía al oferente al morir en su lugar. Sin embargo, la imputación era hasta aquí de tipo más bien negativo y no positivo. En otras palabras lo que claramente se imputaba era el pecado y no la justicia. El pecado de Adán imputado sobre toda la humanidad. El pecado del oferente imputado sobre la víctima sacrificada. Y el pecado de la humanidad imputado sobre Cristo. Por eso la epístola de Pablo a Filemón nos brinda una clara ilustración de lo que es la imputación no solo por demérito (el pecado), sino también por mérito (la justicia). Pablo solicita a Filemón, destacado líder cristiano de la ciudad de Colosas convertido a través de Pablo, que reciba de nuevo a su esclavo Onésimo, un fugitivo que había huido de su amo Filemón en censurable actitud, pero que ahora regresa a él de manera dócil y voluntaria, remitido por Pablo, después de haberse convertido al cristianismo también por mediación del apóstol en Roma. Veamos, pues, las recomendaciones del apóstol a su discípulo Filemón en relación con Onésimo, su nuevo hermano en la fe: Imputación por mérito: “De modo que, si me tienes por compañero, recíbelo como a mí mismo” (Flm. 17) Imputación por demérito: “Si te ha perjudicado o te debe algo, cárgalo a mi cuenta… te lo pagaré” (Flm. 18-19) Cristo hace lo mismo con todos y cada uno de los creyentes. Nos presenta ante Dios Padre como si nosotros fuéramos Él mismo, o dicho de otro modo, como si su justicia fuera nuestra. Nos imputa su propia justicia. Y al mismo tiempo, permite que nuestra injusticia (es decir, nuestro pecado) le sea imputada a Él y cargada a la cuenta por Él saldada con suficiencia en la cruz del Calvario. Valga decir que la justicia de Cristo incluye tanto la divina (puesto que Él es Dios y la “justicia de Dios” es, por tanto, atributo suyo, así como también “la justicia que proviene de Dios”, proviene también de Él), como la humana, pues al asumir la condición de hombre, Cristo fue perfecto o impecable en todo lo que hizo de tal modo que no sólo ostenta la “justicia de Dios” por derecho propio, sino que también es el único hombre que, no obstante ser tentado, cumple cabalmente la norma de perfección, santidad o justicia absoluta establecida por Dios para los seres humanos (Heb. 4:15). Jesucristo es, pues, el Justo por excelencia, no solo por derecho divino, sino también por mérito humano: “Rechazaron al Santo y Justo [Jesucristo], y pidieron que se indultara a un asesino [Barrabás]” (Hc. 3:14); “¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados? Ellos mataron a los que de antemano anunciaron la venida del Justo, y ahora a éste lo han traicionado y asesinado” (Hc. 7:52); “Luego dijo: "El Dios de nuestros antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad, y para que veas al Justo y oigas las palabras de su boca” (Hc. 22:14). Por eso es importante tener en cuenta que la justicia imputada al creyente no es simplemente “la justicia de Cristo” (expresión que no se encuentra en las Escrituras), entendida exclusivamente como los méritos hechos por Cristo en su condición humana durante su paso histórico por el mundo; sino “la justicia que procede de Dios” que incluye los méritos de Cristo como ser humano pero de ningún modo se limita a ellos, pues trasciende la condición humana de Cristo para remitirnos a su divinidad y la justicia inherente a ella. De nuevo Pablo lo deja bien establecido: “… No quiero mi propia justicia que procede de la ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe” (Fil. 3:9). Para ser más exactos, bíblicamente la justicia que proviene de Dios es Cristo mismo, o dicho en términos bíblicos: “… „El SEÑOR es nuestra justicia.‟ ” (Jer. 33:16), gracias a lo cual Pablo llega a afirmar: “… Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría es decir, nuestra justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30). La doble imputación pecado/justicia que tiene lugar entre el creyente y Cristo en su muerte y resurrección es bien remarcada en pasajes muy conocidos del Nuevo Testamento como éste: “Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios” (1 P. 3:18) y este otro que es clásico y concluyente: “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21). No obstante, parece ser que la imputación de nuestro pecado en Cristo se consuma en su muerte, mientras que la imputación de la justicia de Dios (Cristo) en los creyentes se consuma en su resurrección: “Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados [imputación de pecado en su muerte], y resucitó para nuestra justificación [imputación de justicia por su resurrección]” (Rom. 4:25). Sea como fuere, lo cierto es que Cristo es, en su condición divina, el Justificador por excelencia y con exclusividad; y al encarnarse como hombre Él llega a ser propiamente “la justicia que proviene de Dios” otorgada al ser humano por gracia mediante la fe en Él: “…Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo para manifestar su justicia [entendida aquí tanto en el sentido de la justicia de Dios como en el de la justicia que proviene de Dios]. De este modo Dios es justo [con la justicia de Dios] y, a la vez, el que justifica [con la justicia que proviene de Dios] a los que tienen fe en Jesús” (Rom. 3:25-26). La doctrina completa es, pues, como lo entendieronlos reformadores: la justificación por la fe (por supuesto, siempre en el contexto del amor, la misericordia y la gracia de Dios4), siendo el patriarca Abraham el ejemplo más antiguo, explícito y representativo de la justificación por la fe: “Abram creyó al SEÑOR, y el SEÑOR lo reconoció a él como justo” (Gén. 15:6). La justificación, como puede verse, es mucho más que un simple perdón de pecados: “… porque el perdón es la cancelación de la deuda del pecado, mientras que la justificación es la imputación de justicia. El perdón es 4 Un sencillo pero claro intento de definición de conceptos relacionados con la doctrina de la justificación afirma escuetamente que Justicia es darle a cada cual lo que se merece. Misericordia es no darle a alguien el castigo que justamente se merece. Y Gracia sería darle a alguien favores que de ningún modo se merece. De hecho, la justicia que proviene de Dios y gracias a la cual los creyentes somos justificados ante Él, es claramente una gracia o un don divino: “Pues si por la transgresión de un solo hombre reinó la muerte, con mayor razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo hombre, Jesucristo” (Rom. 5:17). negativo (supresión de la condenación), en tanto que la justificación es positiva (otorgamiento del mérito y posición de Cristo)” (L. S. Chafer). Y aprovechando que Chafer hace referencia en el texto citado a la posición de Cristo, hay que puntualizar de nuevo que la justificación afecta de manera cabal únicamente la posición del creyente al comparecer ante Dios (doctrina forense) y no su estado o condición en el mundo, en el cual los creyentes distan mucho aún de ser perfectos o absolutamente justos. La justificación es perfecta sólo en el foro o tribunal de Dios de modo que nuestra posición allí es la de justos sin matices de ningún tipo. Judicialmente hemos sido constituidos justos sin atenuantes (Rom. 5:19), y así somos declarados por el propio Juez que no es otro que Dios mismo. Pero si bien la justificación forense que hemos recibido tiene consecuencias muy favorables en la existencia cotidiana (como lo veremos al abordar la doctrina de la santificación, que es precisamente consecuencia de la justificación), en éste último contexto, el de la existencia cotidiana, nuestra condición o estado no ostenta la perfección que ostenta nuestra posición en el tribunal de Dios. Y la vida cristiana consiste en ajustar cada vez más, con la ayuda del Espíritu Santo, nuestra conducta, condición o estado existencial a nuestro estado judicial de personas justificadas ante el tribunal de Dios. En otras palabras, nuestro hacer (justicia) debe corresponder cada vez más a nuestro ser (justos). Es por eso que el siguiente esquema de Herbert Lockyer identifica bien los diferentes aspectos involucrados en la justificación que, si bien no pueden separarse, deben de cualquier modo distinguirse. Lockyer sostiene, pues, con acierto que un pecador sólo puede ser justificado de la siguiente manera: Judicialmente, por Dios: “¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica” (Rom. 8:33) Meritoriamente, por Cristo: “… aunque nunca cometió violencia alguna, ni hubo engaño en su boca… Después de su sufrimiento, verá la luz y quedará satisfecho; por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos” (Isa. 53:9, 11 Ver también Rom. 5:18-19) Instrumentalmente, por la fe: “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe…” (Rom. 5:1) Evidencialmente, por las obras: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras?... la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta… yo te mostraré la fe por mis obras… a una persona se le declara justa por las obras, y no solo por la fe” (St. 2:14, 17-18, 24). Por último, asociados a la justificación existen algunos aspectos de la obra de Cristo que, por lo mismo, cobran importancia para la vida del creyente y que ameritan siquiera una más o menos detallada reseña. Estos aspectos son los siguientes. 5.5. La expiación Definamos primero el término. La expiación es la acción y el efecto de expiar y expiar es, según el diccionario, borrar las culpas por medio de algún sacrificio y/o cumplir un condenado una pena impuesta por sentencia judicial. Ambos significados son ciertos en relación con lo hecho por Cristo. Él expió nuestro pecado al borrar nuestras culpas por medio de su sacrificio y cumplió así la pena capital que la justicia de Dios establece en inobjetable sentencia judicial sobre todos y cada uno de los seres humanos. Ya hemos visto como: “… sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Heb. 9:22), pero también se nos dice en la misma epístola que: “… es imposible que la sangre de los toros y machos cabríos quite los pecados” (Heb. 10:4), en clara alusión al elaborado ritual sacrificial ordenado por Dios en el Antiguo Testamento y llevado a cabo por los sacerdotes y levitas a favor del pueblo de Israel. Justamente, del ritual correspondiente al día de la expiación (Lv. 16), señalado como el décimo día del mes séptimo de cada año (Lv. 16:29-31), surge la conocida expresión “el chivo expiatorio” que en la mentalidad actual apunta a alguien no necesariamente inocente, pero con la particularidad de que su pecado o crimen es tan visible y representativo del de toda la comunidad que se considera, en un engañoso pragmatismo de fría pero inmoral conveniencia, que es justo que él pague no sólo por su pecado, sino también por el pecado de toda la comunidad para acallar impunemente la conciencia de los demás involucrados. Es así como, por ejemplo, en Colombia el expresidente Ernesto Samper fue en el reciente contexto nacional y al margen del mayor o menor grado de culpabilidad que haya tenido en ello, una especie de “chivo expiatorio” que acalló en algo la ya manchada conciencia del grueso de la nación por la generalizada participación, tolerancia, laxitud y beneficios obtenidos por todo el país de los abundantes dineros del narcotráfico que durante décadas venían infiltrando y afectando cada vez más a fondo todos los estamentos de la sociedad, la cual, con muy pocas excepciones, hacía calladamente la vista gorda al asunto en la medida en que pudiera beneficiarse en algo de esta bonanza mal habida en típica actitud de doble moral. Pero la noción del “chivo expiatorio” es una distorsión de la noción de expiación tal y como ésta se nos revela en las Escrituras y en el cristianismo, más que de “chivos expiatorios” que nos evitan “convenientemente” el tener que arrepentirnos asumiendo nuestra responsabilidad personal en el asunto, debemos hablar más bien del “… Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Jn. 1:29), que no es otro que el mismo Señor Jesucristo. De hecho el término “expiación” en el Antiguo Testamento significa sencillamente “cubrir” (de la raíz hebrea kipper)5. Esto explica por qué se dice que la sangre de los toros y machos cabríos sacrificados en el ritual del Antiguo Testamento no pueden quitar los pecados. Porque lo único que lograban era cubrirlos, que sigue siendo lo máximo que puede obtenerse a través de un “chivo expiatorio”. Sin embargo, aún así en el ritual del Antiguo Testamento estaba contemplado el reconocimiento de la condición de pecador y de la consecuente culpa personal por parte de quien ofrecía un sacrificio expiatorio, como se deduce de la imposición de manos que el oferente hacía sobre la víctima sustitutoria que moriría en su lugar, algo que, de manera nefasta, se ha perdido del todo en el entendimiento actual de la expresión “chivo expiatorio”. Porque hoy por hoy se acude de forma reiterada a todo tipo de “chivos expiatorios” para justificarse sin necesidad de arrepentimiento,ni de confesión, ni de humilde quebrantamiento, ni de corrección; pero la verdadera justificación únicamente es posible en virtud del sacrificio expiatorio consumado en la cruz por Cristo, el Cordero de Dios sin mancha y sin defecto (Jn. 1:29; Heb. 7:26), ante quien sólo cabe la humillación, el quebrantamiento, la confesión, el arrepentimiento, el abandono del pecado, la fe y la confianza, la gratitud inextinguible y el servicio incondicional. La expiación cabal y completa está, por tanto, muy bien definida por el profeta: “… El Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros… como cordero… le dieron muerte…” (Isa. 53:6-8). Es necesario, pues, comprender que la expiación en el Antiguo Testamento era algo 5 También puede significar “pasar sobre” o “pasar por alto”. provisional que tenía el propósito de anticipar el eficaz derramamiento de la sangre de Cristo en la cruz. La sangre de las víctimas en el Antiguo Testamento expiaba el pecado en el sentido de cubrirlo hasta que la sangre de Cristo lo quitara definitivamente. La expiación en el Antiguo Testamento era un pacto de promesa que anunciaba el día en que Cristo vendría a tratar en forma definitiva con el pecado del mundo. No se explican de otro modo estas declaraciones paulinas: “Pues bien, Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hc. 17:30), reiterado y aclarado aún más así: “Cristo Jesús… Dios lo ofreció como sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo…” (Rom. 3:24-26). En ambos pasajes “pasar por alto” hace alusión a los pecados provisionalmente cubiertos por la sangre de las víctimas del siempre imperfecto ritual sacrificial veterotestamentario a la espera del sacrificio expiatorio perfecto y definitivo del Señor Jesucristo6. 5.6. La sustitución El sacrificio expiatorio de Cristo es, además y de manera obvia, un sacrificio vicario o sustitutorio (es decir, en lugar nuestro o como nuestro sustituto, reemplazándonos personalmente a todos y cada uno de nosotros en el patíbulo de la ejecución). En cuanto al carácter sustitutorio de la expiación, éste parece tan evidente que no habría necesidad de indicarlo, a no ser porque un significativo número de comentaristas bíblicos modernos se escandalizan ante la idea de una expiación por sustitución calificándola de crudo, primitivo y rudo transaccionalismo que, según ellos, deberíamos dejar atrás y desechar de manera definitiva, despojando a la muerte de Cristo de esta presuntamente inconveniente connotación. Pero lo cierto es que una abrumadora mayoría de los pasajes en que el Nuevo Testamento utiliza la preposición “por” o la expresión “por nosotros” en relación con la expiación, implican con suficiencia que, más allá del hecho obvio de que la expiación de Cristo haya sido hecha “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros”, también fue hecha “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros” (expresiones que, 6 Ver al final de las conferencias el apéndice sobre las diferentes teorías históricas que se han planteado para explicar la manera en que se lleva a cabo la expiación, cada una de ellas centrada en algún aspecto que se considera el más determinante en la obra de Cristo y sujetas todas ellas a una crítica y discusión teológica nunca del todo dirimida. de manera inequívoca, conllevan la idea de sustitución)7, al punto que la preposición “por” o la expresión “por nosotros” podría indicar sustitución sin que los versículos en cuestión pierdan su sentido original, sino tal vez aclarándolo aún más. Veámoslos entonces: “así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28; Mr. 10:45). Idea ratificada por Juan cuando menciona lo dicho por el sumo sacerdote Caifás: “No entienden que les conviene más que muera un solo hombre por el pueblo, y no que perezca toda la nación. Pero esto no lo dijo por su propia cuenta sino que, como era sumo sacerdote ese año, profetizó que Jesús moriría por la nación judía” (Jn. 11:50-51). A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:6-8). “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Rom. 8:32) “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21) “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros, pues está escrito: «Maldito todo el que es colgado de un madero.»” (Gál. 3:13) “y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios” (Efe. 5:21) “Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien” (Tito 2:14) “Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos” (1 P. 2:21) 7 Las expresiones “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros” no riñen de ningún modo en estos versículos con “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros”, pues aunque no sea el único, no puede negarse que el más inmediato favor o beneficio de Dios recibido por los creyentes en la expiación de Cristo es el hecho de que Él es castigado y muere en lugar o en vez de nosotros, sustituyéndonos en la cruz. Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios…” (1 P. 3:18) “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn. 3:16) Ahora bien, no se trata de negar en estos pasajes el sentido más amplio y general de la preposición “por” y de la expresión “por nosotros” entendida como “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros”, sentido que es el que debe prevalecer en muchos de estos versículos. Pero tampoco podemos ignorar que la noción concreta y particular de sustitución también cabe o se encuentra implicada en estos versículos y en algunos de ellos es incluso requerida por el mismo contexto, siendo éste el sentido que debe prevalecer en textos como el de Mateo 20:28 y Marcos 10:45, en donde la preposición “por” es traducción de la palabra griega anti que significa literalmente “en lugar de” o “en vez de”. Pero para no tener que entrar en consideraciones exegéticas del griego que a veces confunden más de lo que aclaran, lo cierto es que la noción de sustitución no surge propiamente del uso de las preposiciones en el Nuevo Testamento, sino del mismo ritual sacrificial de los judíos contemplado en la Ley Mosaica y de los actos ordenados en este ritual (verbi gratia la imposición de manos del oferente sobre la víctima) para transmitir de forma inequívoca las ideas de imputación y expiación sustitutoria por parte de la víctima sacrificada, ideas que emanan entonces de este ceremonial de manera natural y es siempre dentro de este contexto que debe verse el sacrificio de Cristo, como el cumplimiento perfecto de todo lo requerido por la ley ceremonial para poder no sólo cubrir nuestros pecados, sino quitarlos de maneradefinitiva8. 5.7. La propiciación La propiciación está muy ligada a la expiación, pero no es lo mismo. Podría decirse que es un aspecto de la expiación que amerita un tratamiento particular. Se puede definir la propiciación como la acción y el efecto de aplacar o satisfacer la ira de Dios por medio del sacrificio expiatorio de Cristo. Y es aquí donde un buen número de comentaristas bíblicos 8 Los dos sentidos: “a favor o en beneficio de nosotros” y “en lugar o en vez de nosotros” (sustitución) se concilian perfectamente cuando entendemos que, según se nos revela a lo largo y ancho de la epístola de los Hebreos: Jesucristo es al mismo tiempo el sumo sacerdote habilitado para ofrecer el sacrificio “a favor o en beneficio de nosotros” y la víctima sacrificada “en lugar o en vez de nosotros”. modernos, con prejuicios típicamente liberales, encuentran las mayores dificultades para aceptar la necesidad de la propiciación y mediante ejercicios e interpretaciones pseudoeruditas de la Biblia quieren negarla a toda costa. Valga decir que estos son los mismos eruditos bíblicos que por razones similares rechazan también las ideas clásicas de expiación y sustitución abordadas tradicionalmente por la teología cristiana ortodoxa. A ellos se les antoja totalmente inadmisible la idea de un Dios airado que necesita ser aplacado (lo cual dicho así de manera tan escueta, no deja de ser una caricatura del carácter de Dios revelado en Cristo y en las Escrituras). Dicen ellos que esto no compagina con el Dios de la Biblia sino con los dioses de las mitologías paganas que exigían arbitrariamente sacrificios humanos de sus seguidores para otorgar así sus favores. No se equivocó el teólogo neo-ortodoxo norteamericano Richard Niebuhr cuando describió así, con manifiesta mordacidad, la teología liberal de su época contra la cual estaba reaccionando9: “Un Dios sin ira, lleva a gente sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin cruz”. Porque les guste o no a estos teólogos la ira divina, el pecado del hombre, el juicio de Dios, y la expiación en la cruz, han sido siempre temas puntuales en el evangelio, asociados en su orden con Dios, con la humanidad, con el reino y con la redención. Lo que sucede es que hoy muchos argumentan que estos temas hieren u ofenden su “civilizada” sensibilidad, pues supuestamente nociones como éstas son propias de mentalidades primitivas que deben ser superadas y están por lo mismo mandadas a recoger. Es así como, sin negar el cristianismo se termina entonces con una versión atenuada y completamente diluida del mismo, sintetizada acertadamente por Niebuhr en la frase citada, que disuelve la radicalidad de su mensaje en conceptos e ideas aceptables para el hombre moderno. Se cree entonces con ingenuo optimismo que la ira de Dios no existe porque Él es amor, que el pecado es un concepto anticuado porque el hombre se encuentra ya en las etapas finales de su perfeccionamiento histórico, que el reino consiste en el descubrimiento y establecimiento por parte del hombre del sistema político ideal, y que Cristo fue tan sólo un hombre sabio y éticamente ejemplar. Por eso habría que recobrar lo 9 En realidad, la reacción de la neo-ortodoxia contra el liberalismo teológico reinante no fue lo suficientemente firme, y aún la neo-ortodoxia no es lo ortodoxa que sería de desear, sino que, aún a su pesar, sigue muy ligada a los postulados liberales contra los que reaccionó. Veremos esto con más detalle en la materia Teología Contemporánea. dicho por Paul Ricoeur en el sentido de que: “La ira de Dios es solamente la tristeza de su amor”. Porque si bien es cierto que uno de los textos bíblicos que más acogida tiene actualmente entre los hombres, aún no religiosos, es aquel en el cual el apóstol Juan nos revela que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), en reacción apenas natural a esa distorsionada imagen oscurantista de Dios como Juez inflexible, justiciero y vengador, que a la menor oportunidad se complacía en castigar la desobediencia de los hombres, sin mostrar ningún asomo de misericordia; también lo es que esto no significa sin embargo que el amor de Dios excluya la ira divina, pues de ser así quedaría reducido a una simple connivencia sensiblera y encubridora del pecado del hombre. La ira de Dios sigue siendo por lo tanto una verdad bíblica ineludible (Rom. 1:18; 2:5; Apo. 14:10; 15:1). Es la alternativa final por la que opta el hombre que rechaza de manera reiterada la misericordia divina otorgada por Dios en Cristo, y prefiere acogerse necia, osada y arrogantemente a su justicia, sin reparar en que, en estricta justicia y sin la eficaz mediación de Cristo, todos los hombres, incluyendo a los creyentes, estaríamos aún bajo la ira de Dios y mereceríamos la condenación: “En ese tiempo… Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios” (Efe. 2:3). Por eso episodios como el de Nadab y Abiú (Lv. 10:1-2), Uza (1 Cr. 13:3- 11), la orden de destruir a los cananeos (Dt. 7:1-2; 9:4-6), y aún los casos de Ananías y Safira (Hc. 5:1-11), y el rey Herodes en el Nuevo Testamento (Hc. 12:21-23), no son manifestaciones de brutalidad arbitraria por parte de Dios sino gráficos precedentes que nos recuerdan que no podemos dar por sentada la misericordia como si esta fuera una obligación que el amor le impone a Dios, sino que antes que nada Él es justo y consideró oportuno recordárnoslo de cuando en cuando, sin que por ello se complazca en obrar de este modo, como ya se ha dejado establecido previamente en la doctrina de la justificación y lo ratifica el profeta Miqueas en esta declaración: “... No siempre estarás airado, porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros...” (Miq. 7:18-19). Sin perjuicio de lo anterior, la propiciación está absolutamente justificada en la realidad innegable de la ira de Dios. Una ira absolutamente justa, a diferencia de la ira humana con la que solemos compararla, sacando conclusiones equivocadas, pues es claro que, como lo afirma Santiago: “… la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere” (St. 2:20). La ira humana es por lo general injusta, caprichosa y arbitraria. La ira de Dios es siempre justa y ceñida al derecho, por lo cual no podemos cometer el error de los liberales de descalificarla al medirla con criterios humanos de presunta y civilizada racionalidad. De hecho la palabra “propiciación” aparece al menos en cuatro versículos del Nuevo Testamento a saber: Romanos 3:25, Heb. 2:17; 1 Juan 2:2 y 4:10. Versiones bíblicas como la NVI, en aras de una mayor claridad para el lector no familiarizado con este concepto bíblico, prefieren traducir estos pasajes en su orden como “expiación” (en los primeros dos versículos) y “sacrificio por el perdón de” (en los dos últimos versículos), conceptos interrelacionados más conocidos que el de “propiciación” que es, por decirlo así, un poco más “técnico” y sutil, restringido por lo mismo a los estudiantes de teología. Pero la NVI siempre tiene la precaución de hacernos saber en el pie de página que la traducción literal es “propiciación”, añadiendo en el glosario una importante y necesaria explicación sobre el término “expiación” así: “Se refiere a la acción divina de cubrir o quitar el pecado por medio del sacrificio. El término propiciación describe la misma acción desde otro punto de vista: el sacrificio aplaca la ira de Dios”. La confusión entre expiación y propiciación que, de manera ligera, llega a hacer de ambos términos sinónimos de manera teológicamente inconveniente, proviene del hecho de que ambas palabras en el Nuevo Testamento son traducción de vocablos griegos con la misma raíz, a saber: Iláskomai: “En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a ciertadistancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: „¡Oh Dios, ten compasión de mí [es decir, sé propicio a mí, como lo traduce la RVR], que soy pecador!‟“ (Lc. 18:13); “Por ero era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar [es decir, hacer propiciación por] los pecados del pueblo” (Heb. 2:17) Ilasmós: “Él es el sacrificio por el perdón de [es decir, la propiciación por, como lo traduce la RVR] nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:2); “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de [es decir, en propiciación por, como lo traduce la RVR] nuestros pecados” (1 Jn. 4:10) Ilastérion: “Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación [es decir, como propiciación, como lo traduce la RVR] que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia…” (Rom. 3:25); “Encima del arca estaban los querubines de la gloria, que cubrían con su sombra el lugar de la expiación [es decir, el propiciatorio, como lo traduce la RVR]...” (Heb. 9:5) Tenemos aquí cubiertos los contados versículos bíblicos que en el Nuevo Testamento se traducen indistintamente como expiación o como propiciación (incluyendo sus derivados). Salta a la vista que la Nueva Versión Internacional es más variada y clara, favoreciendo de manera expresa y declarada (sin perjuicio de su ya citada nota en el glosario), el recurso al concepto de expiación por encima de propiciación. La Reina Valera Revisada es menos clara, pero tal vez más precisa al favorecer el concepto de propiciación por encima de expiación. Sea como fuere, ninguna versión bíblica puede eliminar arbitrariamente del todo la noción que el Nuevo Testamento quiere transmitir con el término propiciación y si se prefiere traducirlo como expiación, se debe hacer la claridad, como lo hace la NVI de que en algunos pasajes el término “expiación” tiene el matiz particular que la palabra “propiciación” transmite, indicando el acto por el cual se satisface y aplaca la ira de Dios, un Dios Justo y Santo a quien hemos ofendido con nuestro pecado de manera personal y ante quien no solo deberíamos satisfacer los requerimientos de su perfecta justicia de una manera más bien mecánica y meramente transaccional, propósito de cualquier modo alcanzado mediante el sacrificio expiatorio de Cristo, sino también reconocer que, además de ello, lo hemos ofendido de manera personal al no obedecerlo y tratarlo con la dignidad, respeto y reverencia superlativas que merece por ser quien es, de tal manera que su enojo o ira personal hacia nosotros está plenamente justificada y debe ser también aplacada mediante la simultánea propiciación llevada a cabo por Cristo a nuestro favor, entregándose por nosotros en “… ofrenda y sacrificio fragante para Dios” (Efe. 5:2), de tal modo que Dios no solamente nos perdone, sino que más allá de ello, sea también propicio a nosotros de una manera íntimamente personal transformando su enojo en una continua actitud de “buena voluntad” (Lc. 2:14), para con los redimidos. Todo lo cual nos conduce invariablemente al siguiente punto. 5.8. La reconciliación Se ha observado ya que términos como justificación y expiación hacen referencia a la condición jurídica del ser humano delante de Dios en términos estrictamente objetivos. Así mismo, tanto la propiciación como la reconciliación hacen referencia al estado de la relación interpersonal entre Dios y los seres humanos. Dicho de otro modo, la propiciación y la reconciliación son los resultados subjetivos (es decir, al nivel del sujeto o persona), pero no por eso menos reales, de lo objetivamente alcanzado en la justificación y expiación (es decir, a un nivel meramente objetivo e impersonal), hecho todo ello posible por Cristo mediante su muerte y resurrección. La relación entre la propiciación y la reconciliación es evidente en el hecho de que al traducir los mismos versículos del Antiguo Testamento, las diferentes versiones aceptadas de la Biblia pueden hacerlo con legitimidad recurriendo indistintamente a ambas nociones, como lo hacen por ejemplo la NVI y la RVR en este pasaje del libro de Levítico: “Y dijo Moisés a Aarón: Acércate al altar, y haz tu expiación y tu holocausto, y haz la reconciliación por ti y por el pueblo; haz también la ofrenda del pueblo, y haz la reconciliación por ellos, como ha mandado Jehová” (Lv. 9:7 RVR); “Después Moisés le dijo a Aarón: «Acércate al altar, y ofrece tu sacrificio expiatorio y tu holocausto. Haz propiciación por ti y por el pueblo. Presenta la ofrenda por el pueblo y haz propiciación por ellos, tal como el SEÑOR lo ha mandado.»” (Lv. 9:7 NVI)10. Por eso no es del todo errado afirmar de manera general que en virtud de la muerte y resurrección de Cristo y mediante nuestra fe en Él, en cierto sentido tanto Dios como nosotros hemos sido reconciliados el Uno con los otros. Sin embargo, en aras de la exactitud teológica y en estricto rigor, propiciación y reconciliación son las dos caras de una misma moneda, pero una de esas caras (propiciación) concierne o se aplica a Dios con exclusividad, mientras que la otra cara (reconciliación) concierne y se aplica a los seres humanos, creyentes en particular. En otras palabras, cuando tengamos que hacer referencia al estado de nuestra relación interpersonal con Dios una vez hemos sido justificados y una vez expiado nuestro pecado por Cristo en la cruz, podemos decir, junto con el teólogo Scofield, que Dios ha sido propiciado, mientras que nosotros hemos sido reconciliados. Esto es así debido a que Dios no necesita ser reconciliado, somos nosotros los que lo necesitamos. La razón de ello es que Dios nunca ha estado enemistado con el ser humano. Ha estado justamente airado con él, pero nunca enemistado. Su amor por nosotros ha sido siempre el mismo, aún cuando le hemos desobedecido y nos hemos hecho así merecedores de su ira y de su justa condenación. En otras palabras, somos nosotros los que nos hemos 10 Lo mismo sucede en Levítico 16:6; 10-11 enemistado con Dios al desobedecerlo y no tomarlo en cuenta como deberíamos. Somos nosotros los responsables del ostensible deterioro de nuestra relación con Dios y no Dios. La reconciliación implica algún grado de culpabilidad por parte de todas las facciones reconciliadas, mientras que la propiciación no implica responsabilidad en quien ha sido propiciado. Y es por eso que la reconciliación es una provisión que se aplica a nosotros y no a Dios. La propiciación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a Dios, mientras que la reconciliación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a nosotros. La reconciliación implica la posibilidad real de establecer con Dios una relación mutua de intimidad interpersonal en los mejores términos posibles. Una relación de tal intimidad que la Biblia se refiere a ella como comunión (unión común). La reconciliación significa, pues, un cambio en la relación interpersonal de la hostilidad a la armonía y la paz11. Y si bien es cierto que, a causa del pecado, Dios y el hombre están en una relación de hostilidad y enemistad, hay que reiterar que la responsabilidad de ello recae de manera exclusiva en el ser humano. Por eso es que decimos que el enemistado es el ser humano y no Dios. En consecuencia, es el ser humano el que necesita ser reconciliado con Dios y no lo contrario. El apóstol Pablo nos revela que por causa del pecado, éramos literalmente enemigos de Dios: “Porque si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo…” (Rom. 5:10); “En otro tiempoustedes, por su actitud y sus malas acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos” (Col. 1:21). Esta relación de hostil enemistad implica entonces por una parte un distanciamiento del cual somos personalmente responsables en la medida en que nos hemos alejado voluntariamente de Dios para nuestro propio perjuicio: “... cada uno seguía su propio camino...” (Isa. 53:6), a semejanza del hijo perdido que: “... junto todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia” (Lc. 15:13). Y por otra parte implica también un extrañamiento por el cual estamos alienados de Dios, siendo ante él poco menos que extraños o advenedizos. Por eso la reconciliación es descrita en estos términos: “... en ese entonces ustedes estaban separados... excluidos... ajenos... sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha acercado mediante la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz... derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos 11 La palabra hebrea que se traduce como reconciliación significa “pacificación”, mientras que las griegas significan “cambio de lugares”; “pasar de un lado al otro”. separaba... para crear en sí mismo de los dos pueblos [es decir, de los judíos y de los gentiles paganos] una nueva humanidad al hacer la paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad. Él vino y proclamó paz a ustedes que estaban lejos... Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros...” (Efe. 2:12-17, 19). “Pero ahora Dios... los ha reconciliado en el cuerpo mortal de Cristo mediante su muerte” (Col. 1:22). Al reconciliarnos con Él, Dios nos trató a nosotros, sus enemigos, como si fuéramos amigos. No se trata entonces tan sólo de que Cristo haya manifestado por nosotros un amor tan grande como el que se requiere para “dar la vida por sus amigos” (Jn. 15:13), sino que lo hizo así, tratándonos como a amigos, cuando éramos, por el contrario, enemigos de su causa, lo cual hace todavía más extraordinario su sacrificio, ya que “Difícilmente habrá quien muera por un justo… Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:7-8). Es sintomático que Cristo haya llamado “amigo” a Judas, a sabiendas de su traición (Mt. 26:50), y que haya sido señalado y reconocido como “amigo de pecadores” (Mt. 11:19; Lc. 7:34). Y es en virtud de este insólito y excepcional acto de amor y reconciliación que los cristianos podemos ser considerados también, finalmente, amigos de Dios (Jn. 15:14), ostentando este calificativo al lado del propio Abraham (Isa. 41:8; St. 2:23), y contando en Cristo no sólo con un salvador y redentor, lo cual sería más que suficiente; sino también con un amigo y hermano que nos ama en todo tiempo y nos ayuda en la adversidad (Heb. 2:11; Pr. 17:17), e intercede por nosotros, sus amigos (Job 42:10; Rom. 8:34; Heb. 7:25), y cuya amistad es incluso más fiel que la de los hermanos de sangre (Pr. 18:24; 2 Tim. 2:13). Cristo nos provee así del más palmario ejemplo de que la mejor forma de eliminar a los enemigos es convirtiéndolos en amigos mediante la reconciliación provista por Dios en Cristo. Ahora bien, el ser humano es en primera instancia el término u objetivo de la reconciliación provista por Dios, pero no lo es de manera exclusiva, puesto que hablando de Cristo el apóstol Pablo declara que: “... a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas... haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz...” (Col. 1:19-20). No es sólo la humanidad la que ha sido reconciliada, sino el mundo entero. La humanidad (específicamente la iglesia entendida como la asamblea de seres humanos que hemos creído en Cristo a través de la historia) es la punta de lanza, pero el mundo también se beneficia de esta reconciliación. La reconciliación cambia la actitud de las personas hacia Dios más que la de Dios hacia las personas, pues Él siempre ha manifestado su mejor disposición hacia el ser humano, sin perjuicio de la ya aludida ira divina por causa de nuestro pecado. La propiciación remueve la ira de Dios y nos hace “... aceptos en el Amado” (Efe. 1:6 RVR), es decir aceptables ante Dios y acogidos por Él, mientras que la reconciliación nos mueve a actuar de la manera descrita por el autor sagrado: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura” (Heb. 10:22), pues en virtud de ambos eventos: propiciación y reconciliación, el acceso a Dios en los mejores términos está garantizado: “… mediante la fe, tenemos acceso a esta gracia…” (Rom. 5:2); “en Él, mediante la fe, disfrutamos de libertad y confianza para acercarnos a Dios” (Efe. 3:12); “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Heb. 4:16). Por otro lado, hemos visto que la reconciliación se define también en términos de paz entre las partes, lo cual nos conduce a la promesa hecha por el Señor Jesucristo a sus discípulos en su momento: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo...” (Jn. 14:27). Porque contrario a las expectativas, anhelos y aspiraciones actuales de un mundo sumido en muchas guerras y conflictos políticos, la paz que Jesucristo nos promete concierne esencialmente a nuestra relación con Dios y no propiamente a nuestras circunstancias, justificando la distinción hecha por el Señor entre la paz con Dios (“la paz les dejo”) y la paz de Dios (“mi paz les doy”). A la primera se refiere así el apóstol Pablo: “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1). Y a la segunda también se refiere él de este modo: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:7). Todo esto esta incluido en la idea de reconciliación, así como también la paz relativa a nuestros conflictos internos que son los que, tarde o temprano, dan lugar a los conflictos con los demás: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos?” (St. 4:1). Porque como bien lo dijo Ma. Cristina Guarino: “La paz no es el silencio que queda al terminar la guerra, sino la fraternidad que nos impide iniciarla”, en línea con lo evocado a través de la noción del shalom ya abordada en el marco de la doctrina del pecado. Porque la reconciliación restablece y garantiza, por lo pronto, el shalom del creyente con Dios y le permite disfrutar del shalom interior que resuelve nuestros conflictos internos mediante la obediencia y confianza a toda prueba que tenemos en Cristo. Por esta vía es posible también que la reconciliación alcance nuestras relaciones interpersonales con el prójimo en la medida en que, reconciliados con Dios y con nosotros mismos, estemos ahora en condiciones de practicar lo ordenado por el apóstol: “Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos” (Rom. 12:18). Porque la reconciliación que Cristo vino a ofrecernos pasa no sólo por su perdón y aceptación, sino también por el perdón que nosotros brindamos o solicitamos de los demás. Entre otras cosas, porque una iglesia formada por personas que no perdonan ni procuran la reconciliación con los demás no tiene credibilidad ante el mundo para llevar a cabo con eficacia el ministerio de la reconciliación encomendado por Cristo. Es que si hay algoque debe caracterizar al cristianismo y, por ende, a los cristianos es la promoción de la fraternidad de todo el género humano por encima de diferencias nacionales, culturales, étnicas e incluso ideológicas, puesto que: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gál. 3:28), todo ello sobre la base de la reconciliación provista por Cristo y aludida en estos inspirados e inspiradores términos en las Escrituras: “Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios.»” (2 Cor. 5:18-20). Cuestionario de repaso 1. Defina y diferencie las nociones de “la justicia de Dios” y “la justicia que proviene de Dios” 2. En relación con Dios, indique en primer lugar cuál es el aspecto de la justicia del que ningún ser humano puede salir impune, y cuál el aspecto de la misma que se identifica propiamente con la doctrina de la justificación. 3. ¿Qué nombre recibe el mecanismo que hace posible la justificación? 4. ¿Por intermedio de qué o quién alcanzamos la justificación en el sentido judicial, en el meritorio, en el instrumental y en el evidencial? 5. Mencione y explique brevemente las cuatro importantes doctrinas bíblicas asociadas tradicionalmente a la justificación
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