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Modalidades del silencio 16/08/2006- Por Juan Dobón - Realizar Consulta En el marco de este seminario acerca de la función del analista e intentando precisar las coordenadas de nuestras intervenciones, consideré oportuno introducir un dilema: El del silencio en la resonancia de nuestro acto analítico, ya que me parece una vía apropiada para pensar justamente este vector ético que es el vector del bien-decir. Vía entonces de dos bordes el silencio y la resonancia El bien-decir tiene una raíz histórica en lo que ha sido, en la tradición occidental, el arte del bien razonar, pero también, y quizás más cercanamente, con lo que desde la retórica se ha postulado como del orden del bien hablar. El Arte del hablar se enraíza en lo que se ha conocido como las artes liberales. En la Edad Media, precisamente en el siglo XI, se precisaron las tres artes liberales: Gramática, retórica y dialéctica, que en la antigüedad clásica Agustín de Hipona llamara artes seculares. Ellas conformaban el Trivium, como modos o artes del decir, junto a la geometría, la aritmética, la astronomía y la música, que componían el Quadrivium, en tanto artes o modalidades de lo dicho. Estas artes libres eran regidas por y para la “razón de los hombres libres”, antes que ser un acto estético en sí mismo[1]. Sin embargo, como veremos, existen diferencias fundamentales entre el bien razonar, el bien hablar, y el bien-decir. En principio, en lo que hace al bien razonar, el tema del silencio nunca ha tenido un lugar en los tratados sobre el mismo; y en cuanto al bien hablar, ningún estudio le ha asignado un lugar central. Por nuestra parte, creo que presentar las diferentes modalidades del silencio nos permite ir profundizando el problema de la intervención analítica, e incluso nos ofrece una coordenada clave para precisar la posición del analista en la ética del bien-decir, como uno de los vectores éticos de la Función del analista. En un texto temprano, Freud caracterizó a la mudez como una figuración de la muerte, haciendo de ella algo más que un estarse sin palabras, sino la expresión del sujeto frente al fatum de su destino[2]. En 1919 el silencio está directamente vinculado con la angustia como afecto estructural. En su texto sobre lo ominoso refiere: acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que podemos decir es que son efectivamente los factores a los que se anudó la angustia infantil, en la mayoría de los hombres aún no extinguida por completo. El silencio, para decirlo en un inicio, atraviesa toda nuestra clínica, que está hecha o es un hecho de palabras. Por ello planteo la cuestión del silencio en términos de dilema más que de paradoja, porque nos enfrentamos desde el inicio con lo que es el problema o el dilema de la decisión, decisión de decir o de callar ante cada intervención y cada vez. Frente a las decisiones de nuestros analizantes enfrentamos la dimensión de lo trágico humano, ese punto de indecibilidad a priori, donde el analista cala ya que no hay garantía ultima ante una decisión. Podríamos graficar ese punto de silencio con dos vectores ante cada elección O bien https://www.elsigma.com/autor/juan-dobon/1336 https://www.elsigma.com/consulta-autor.php?id=1336 O bien Ese lugar de encrucijada es un “Agon”, ahí se define una elección que de ser escénica y con “palabras” se transformaba en el momento que definía lo trágico humano, o bien si solo precipitaba en una sucesión de situaciones sin “palabra” viraba hacia la comedia o el drama. Caro está que esto en términos teatrales clásicos, piénsese que del “agon” deviene el término agonía, lo culmine, alusión a la resolución o definición de una situación Claro que como dice Nietzsche el sentido de lo Trágico aumenta y disminuye con la sensualidad[3] En un punto, cuando se relee la obra de Lacan desde esta perspectiva del silencio, la primera cuestión que llama nuestra atención es que él abre su primer seminario -por lo menos así fue establecido por J-A Miller- con una alusión concreta al problema del silencio, cuando alude al maestro Zen. En la primer clase de apertura[4] se reseña que el maestro Zen, en la búsqueda del sentido, interrumpe el silencio con cualquier cosa, como un sarcasmo o una patada. Aquí habría que cuidarse de no confundir lo que puede ser la enseñanza ex cátedra del maestro Zen con lo que constituye cierta lógica de su enseñanza Zen, ligada al silencio. También debemos observar que ni la posición del analista es la del maestro Zen, ni la búsqueda del analista es la del sentido, aunque vale la pena preguntarnos por qué las primeras palabras de una enseñanza oral aluden concretamente al tema del silencio. Planteado como dilema, el silencio nos convoca a ir más allá precisar un poco más lo que habitualmente entendemos por callarse. En la clínica psicoanalítica, hay en principio dos vertientes que podemos situar como ligadas a modalidades del silencio. En primer lugar está la prudencia en relación a la dirección de la cura. Hay silencios que son prudentes, creo que analíticamente la prudencia es la virtud de soportar el sinsentido sin precipitar una intervención que clausure el discurso sobre sí mismo. En otro sentido, quizás no tan feliz, el silencio es el refugio en la impostura del analista, refugio en otro orden de silencio que llamaremos mudez. La atención flotante se sostiene en un principio de la cura analítica que es la abstinencia del sentido a priori, y puede transformarse, por la resistencia del analista, en locuacidad, que es el devaneo de los pensamientos como resistencia; ante esto, el analista se refugia en la impostura de un rictus, anidando en ella una vieja herencia postfreudiana, la del analista mudo que “preludia la intervención reveladora” de la verdad en cuestión. Esto se confunde con lo que en “La dirección de la cura y los principios de su poder” se situara como el lugar del “muerto”. Se ha tomado una especie de lección de método mal entendido, como suele suceder, considerando como una indicación táctica que conmina al analista a ocupar un lugar de mudez lo que es un principio estratégico fundamental de la transferencia. Si se busca el pasaje al que aludimos, es claro que hace referencia específicamente al lugar del muerto en la estrategia del juego del bridge: Rostro cerrado y labios cosidos, no tienen aquí la misma finalidad que en el bridge. Más bien con esto el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto, pero es para hacer surgir al cuarto que va a ser aquí la pareja del analizado, y cuyo juego el analista va a esforzarse, por medio de sus bazas, en hacerle adivinar la mano: tal es el vínculo, digamos de abnegación, que impone al analista la prenda de la partida en el análisis.[5] Situamos dentro de esta aquello de “Un lugar a no ocupar” una segunda vertiente de la resistencia del analista en el problema de la mudez, aquella que obtura con el “ser” del analista, idéntico a sí mismo en cada intervención, o bien ante la mudez de su analizante, que mal “conduce al analista a analizar el comportamiento del sujeto para encontrar en él lo que no dice”[6]. Cuando tomamos la vía de encontrar en el analizante lo que no dice, los sentidos que “verbalizamos” por él, lo que obtenemos es conducción como sugestión, es decir, lo convidamos a que pronuncie, en la vía del espanto, la confesión de los sentidos. Estas dos primeras vertientes del silencio, una ligada a la prudencia en la dirección de la cura y la otra más ligada a las formas de la impostura del lugar del analista, serían los bordes por donde transita nuestra intervención. Ahora bien, la dimensión del silencio es estrictamente consustancial, de la ética. Podemos ahondar en ello en este fragmento de los Escritos: Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida no del espanto, sino del deseo: y la cuestiónes saber cómo la vía de charla palabrera del psicoanálisis conduce allá.[7] Entiendo esta “vía de charla palabrera” desde un término posterior en Lacan, la invención que define la práctica analítica en la vía de la lingüistería, antes que de una gramática o una retórica.. Y, de allí, continúa el texto: Nos callaremos aquí sobre su dirección práctica... Es claro, entonces, que la referencia al silencio no tiene por función establecer un pattern o una indicación en cuanto a la dirección táctica del análisis por parte del analista. Es decir, él elige cuándo y cómo calla o silencia. Una vía de silencio que no sea del espanto ahueca y produce “d-efecto de silencio”, resonancia en la charla palabrera de lo que se hace oír o resuena como decir entre los dichos, más acá, como lo que se puede inventar, construir o producir a partir de ellos. En esta vía que no es del espanto, que no es para nada terrorista, nos orienta un espacio entre el sonido y el sentido que el sujeto de la palabra produce, ya no en la búsqueda del sentido que explique o comprenda, sino en el hacer con los sentidos-sinsentidos por venir. La música para algunos, y para otros la poética, nos alivian o nos quitan el peso del significado y nos abren una vía para acceder al silencio. Quizás por ello hay una relación muy concreta entre los músicos y la función social del chiste: no hay hombre, aún el más agobiado -me refiero a hombre músico- que no tenga una buena relación con el chiste, por este juego de sonoridad de la palabra que implica. Podríamos neologizar esto como un enchistar, al sujeto capturado por el sonido que equivoca En música hay distintos tipos de silencio, cuyo valor diferencial puede catalogarse y escribirse mediante una notación precisa. La música, tal como la conocemos en Occidente, comienza a escribirse a partir de las indicaciones del Papa Gregorio el Grande, aproximadamente a fines del 500 d.C. Su objetivo era el de unificar lo que se conocía como “canto llano”. Pero recién luego del siglo X la música ingresará dentro de lo que hemos hecho referencia como las artes liberales, con el invento de la primer escritura de una línea (precursora del pentagrama), por parte del monje Guido D´Arezzo en el siglo XI. Hasta ese momento, aprender los cien cantos del periodo gregoriano llevaba unos 60 años, y gracias a la notación musical se pasa a una enseñanza que dura de 25 a 30 años. Con el paso de los años, la segunda generación de monjes músicos procede a agregarle líneas al sistema original, así como nuevas señales o marcas de escritura, lo que lleva a que en el año 1700, con la escritura más o menos consolidada, la formación musical llevara entre unos 5 y 15 años. Pero hay un punto en la historia de la escritura musical que es clave, y es el punto donde comienza a escribirse el silencio, a marcarse la pausa. Fue en el siglo XII cuando se inició la escritura de los ritmos y los cortes, y poco más tarde se producirá propiamente la notación de los silencios. De la misma manera, habría quizás en el lenguaje hablado, entendido como práctica efectiva de producción de locuciones, distintos valores atribuibles al silencio. John Austin (filosofo, lingüista, y primer traductor de Fregue, que permitió su difusión masiva en ámbitos académicos sajones y latinos) en su teoría de los actos de habla, diferencia afirmaciones descriptivas -aquellas que pueden ser verdaderas o falsas- y afirmaciones o enunciados performativos[8]. Un performativo es un enunciado en primera persona cuyo tiempo verbal es el presente y que no apunta a presentar un carácter de verdadero o falso sobre un estado de cosas. Austin dice: “Cuándo, con la mano sobre los Evangelios y en presencia del funcionario apropiado, digo «¡Sí, juro!», no estoy informando acerca de un juramento; lo estoy prestando”. Otros ejemplos que proporciona el autor son el caso de una apuesta (“apuesto que mañana va a llover”) y una donación o testamento (“dono a mi hijo...”). El silencio en el análisis puede tener diferentes valores performativos. Si bien nuestra búsqueda no es precisamente la de establecer una categorización estratificada de los actos de locuciones, considero de utilidad introducir algunas oposiciones delineadas por Austin. Él emplea el concepto de acto de locución o de habla diferenciando en su teoría los actos de locucionarios (actos del decir), ilocucionarios (aquellos actos realizados al decir) y actos perlocucionarios (actos realizados por medio de decir). A su vez, tales actos pueden ser actos fonéticos, como aquellos que producen sonido; fáticos, que son aquellos vocablos con apoyatura o estructura gramatical; y réticos o centrados en el sentido y la referencia, que determinan significados. Esto último nos puede resultar de interés para pensar, en nuestra praxis, el efecto en la intervención del tono de voz como dador de sentido, que formaría parte de lo que Austin sitúa dentro de las locuciones fonéticas y réticas. Nuestro silencio, el analítico, busca entonces tener un valor performativo de creación o poiesis aunque, llegados a este punto, podríamos preguntarnos si el silencio al que aludimos no es el silencio de la poesía, en tanto silencio que anida en el interior de cada palabra. En la poesía también anida un saber-hacer acerca del tiempo. El silencio poético es en su origen musical. La música así pensada sería, como escribió Hector A. Murena, “la historia de los intentos por reconstruir el silencio puro, sagrado...” [9]. El escritor argentino Murena nos enseñó que cada palabra lleva en su corazón el silencio como vector de la sonoridad por la que nos deviene poética. La palabra talla, nombra, ahueca, introduce la potencia del aparato del lenguaje, pero también toda su debilidad, lleva en sí la marca de la presencia del silencio que anida en la sonoridad de la lengua. Ese blanco del que la palabra brota y en el que acaba por desaparecer es el Silencio primordial de la letra. Creo sin embargo que el psicoanálisis apunta a otra dimensión del silencio que la literatura. Su silencio se hermana con el literario, pero es diferente. El análisis plantea el bien-decir en el marco de una poética, que alude justamente al silencio que resuena después del decir, pero ya no es el silencio poético que resuena y escande sentidos en cada vuelta de lectura, ahuecando estéticamente cada palabra. El analista no tiene nada bello que comunicar, ni lo suyo en el acto analítico es producir poesía. Ello no quiere decir que nos ubiquemos en las antípodas, que marchemos hacia el horror desvelando o violando el pudor, o peor, que retomáramos la senda de la mal-dición. Se trataría de un silencio, el psicoanalítico, que quede resonando en el cuerpo después del decir, el silencio mismo del instante de vacilación, después del golpe (coup) de la palabra en el sujeto dividido o, para intentar decirlo de un modo claro, como en aquel que ha tenido un lapsus, aquel que ha entendido un chiste, aquel que se encontraba soñando y busca un sentido en el despertar. Es un sentido que no le asiste, que no cierra como significación, pero impacta como significancia en el cuerpo. En nuestra vertiente ética antes que estética, la poética y la música nos enseñan algo del vector de la sonoridad de este silencio. Para que nuestra intervención guarde algún orden de verdad para el sujeto, ésta debe preservar la idea de que a cada cual su poética. A partir de aquí, entonces, introduciremos tres series de oposiciones para caracterizar diferentes valores del silencio en la clínica psicoanalítica.. I- Situaremos ahora algunas vertientes clínicas de estas oposiciones. En la primer serie de oposiciones encontramos tres términos que usualmente suelen confundirse, pero que es necesario discriminar. Como caracterización clínica de la mudez podemos presentar, paradojalmente, la función del grito.Función que toma una doble vertiente: por un lado, la del alarido en la psicosis, como se recordará a partir del caso Schreber, en el que resulta interesante pensar por qué clama o por qué aúlla un sujeto como Schreber cuando es dejado caer de la mano del otro: cae allí, pensamos, como voz (objeto) en el alarido. Por otro lado, el flujo incesante de pensamientos que conlleva el aislamiento neurótico supone la cizalla del pensamiento pero se manifiesta como mudez, bien como locuacidad o in extremis verborragia que habla y oye pero no escucha. En el fondo, es aquella vertiente que llamaremos la vertiente de la mudez pulsional, cuyo envés es la vertiente palabrera o del blablar: la mudez referida al Ello, que supone la palabrería. Es el blablar que discurre velando el “deseo indestructible”, que será necesario discernir[10]. La locuacidad es un término que encontramos en Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, cuando habla de locuela y del sujeto enamorado, y dice que el sujeto enamorado se desespera por un signo del amado, por una palabra. Frente a la ausencia de signos en el campo del Otro, el sujeto enamorado o apasionado entra en la locuela. Barthes señala que la locuela es un término en castellano, utilizado por primera vez por Juan Ignacio de Loyola, para designar la producción por parte de algunos místicos de un devaneo y un entramado enmarañado de expresiones frente a la falta de respuesta de los dioses o de Dios. Entonces, “locuela” es el devaneo que resuena en el silencio de los dioses –al místico logrado, podríamos decir, Dios le contesta en el cuerpo. A Loyola, como a muchos otros, Dios le deja signos pero no contesta. Pero él habla de la locuacidad y sitúa además la locuela de los niños, cuando éstos se aceleran, como cuando la angustia de Juanito lo lleva a inventar estaciones de tren que no existen. Barthes, que no es analista pero sí un buen clínico, sitúa la locuacidad ante la ausencia de respuesta del Otro, y de allí esta verbigerancia del pensamiento que resuena en el cuerpo. Clínicamente, los obsesivos presentan característicamente una cierta rumiación del pensamiento, que no es necesariamente esta locuacidad, pero manifiesta la falta un punto de anclaje en el Otro, que pacificaría por medio de la escucha. Hay otra vertiente del grito, que recupera la pregunta por la relación entre pulsion y demanda y nos resulta de interés. No la ubicaremos ya en el psicótico, ni en ese momento mítico en que el infans recibe del Otro la sanción de su demanda como tal, sino en ese sujeto desgarrado, ángel-desangelado, que es el neurótico. Acontece como un grito mudo pero feroz, que en la clínica conocemos como el superyó. Hay un apólogo recurrente en Lacan para ubicar esto que es un cuadro de Munsch, un pintor post-impresionista. Esa obra se llama justamente “El grito”: Creo que ustedes la conocen, se trata de una mujer/niña, en un trasfondo de guerra, que está cercana a un puente, tomándose la cara. En una mezcla de ingenuidad y espanto, sólo se ve una especie de gemido en su boca y los ojos espantados, llamando a vaya a saber qué. Hay un clima que podríamos caracterizar como de horror. Subrayemos que no se trata de que esa imagen, el silencio de esa boca vociferante, preludie el grito por venir, sino que el apólogo nos enseña justamente que después de ese grito no hay prójimo, no hay Otro al cual esa boca o esa niña/mujer llame o clame por él. En ocasiones, frente al padecer del cuerpo, o frente a esa vacilación entre las exigencias pulsionales y lo que la conciencia moral impone, el sujeto se encuentra dividido y desangelado, como la imagen del grito. La enseñanza de este apólogo no reside entonces en que el silencio preceda al grito, sino que justamente el grito ahueca al Otro, a quien se llama, y deja resonando en el cuerpo ese silencio como mudez. Esos gritos tocan el cuerpo de quien los escucha. El extremo de la mudez en algunos cuadros clínicos, especialmente en los momentos más desgarradores de la psicosis, nos lleva a un borde de vacío en la demanda que es el mutismo. O bien en las crisis severas de angustia donde la inminencia de la vivencia de desintegración subjetiva muchas veces clama mudamente la presencia de un otro. Si hemos indicado que situar al analista en el lugar del superyo es justamente un Lugar a no ocupar, es porque justamente desde esa posición se transforma en una voz anodadante- medusante. Les sugiero la lectura de los trabajos de Alain Didier Weill acerca de Los tres tiempos de la ley o en su defecto dado que esta agotado en nuestra lengua, su intervención acerca de este mismo ítem los 3 tiempos del superyo y la voz, en el seminario 26 de Lacan, L´insu, su clase 9, del 8 de Mayo del 79. En lo atinente a la mudez del analista, toda vez que en su labor se-piensa o se conmina a intervenir allí se transforma su silencio en mudez. Es difícil establecerlo como indicación práctica, pero resulta orientador en el manejo de su atención flotante y abstinencia que no resultan manejables a voluntad. Insistamos en el se-píensa, la rumiación mental es un revés de la mudez. II- En el segundo par nos encontramos con esta Otra modalidad del silencio que no es mudez es el correlato de lo que conocemos como el significante de la falta en el Otro, del agujero en lo real. Esta inaugura el campo del enigma en la intervención analítica. La cita, el silencio el equivoco estarán al servicio del enigma (SSS) Tiene como envés el decir, ahí donde no hay nadie (Je) que diga “Yo soy”. No hay un significante último y garante que diga irrevocablemente qué soy o qué deseo, y el silencio designa -o produce- un punto de imposibilidad más que de impotencia, en la estructuración de lo inconsciente. Este decir, y su síncopa, que es la del silencio, escande los dichos del Sujeto. Es un orden del silencio que no es mudez, allí el analista no se piensa, ni se pierde en su devaneo mudo de pensamientos..[11] El sujeto, en su apelación “demasiado humana” de sentido, resiste a lo imposible del sinsentido. Pero en las fallas de la transmisión, sea en su historia personal o bien en el linaje de las generaciones que lo precedieron, en los duelos congelados o los abandonos no registrados, en los sentidos e identificaciones siempre fallidos, el decir sorprende, lo conmueve y lo compromete a algún orden de asentimiento subjetivo para atravesar esa conmoción. Decir despierta. Dicho en términos lógicos el silencio el silencio del analista guarda relación con la opción O no pienso o no soy, de la doble negación de De Morgan Para el analizante allí donde vacilan o ceden las identificaciones que lo representaban, y le brindaban abrigo o dolor a su ser de persona, el silencio es ese instante en el que el decir despierta resonando. III- Por último, en este campo del enigma la tercer serie de oposiciones ubicamos un orden de silencio encolumnado bajo el acápite del bien-decir. Es el silencio que orienta al analista en su acto, vinculado a una poética. Esta vía se construye por al menos otros dos elementos: el decir verdadero y su soporte, que es el decir silencioso. Para cernirla necesitaremos presentarla y pensar el problema de la intervención y la resonancia. Trabajamos sobre el decir silencioso. Pero, ¿cómo no transformar justamente nuestro decir silencioso en este rictus mortífero y mortificante que señalábamos como vía del espanto? Uno podría decir, siguiendo a Roland Barthes[12], que así como en una mala sala de conciertos hay zonas, llamadas puntos muertos, donde el sonido no circula, en nuestra sala, me refiero a la del dispositivo analítico, intentamos hacer resonar esos puntos muertos. El decir verdadero, si tiene alguna función -me estoy refiriendo al decir del analista que convida a otro orden del decir en el sujeto- es justamente la de hacer re-circular los espacios de sonoridad, esos puntos que tocanel cuerpo de quien padece o, para decirlo en otros términos, sus puntos de goce. En este sentido, el decir verdadero no debe confundirnos bajo ningún aspecto con la pretensión de decir lo verdadero por parte de los analistas. Este último señalamiento es indispensable para que la pasión del sentido no nos juegue una trampa. El decir verdadero no implica, como demandaba Laplanche , decir lo verdadero sobre lo verdadero. Quizás podemos cercar algo de una verdad justamente para comprobar que no puede ser asida en ninguna interpretación. En todo caso, con Lacan, decir lo verdadero sobre la Verdad es decir que la verdad solo puede bordearse a mediodecir. El analista no es aquél que dice la verdad, sino que provoca este efecto de mediodecir de la verdad; provocar elección, decisión en el límite, cada vez. Esto entra en disyunción con lo que ha sido el tratamiento de la Verdad en el campo de la Filosofía[13]. Entre el sentido y el sin-sentido hay un instante de pérdida. Nuestro decir silencioso adviene cuando irrumpe el sinsentido. El analista guarda silencio frente al sinsentido de lo Real. El estilo del callar es imposible de escribir, es el modo del saber hacer con lo que falta o con lo que falla, es un saber caer, es también un saber equivocar y un saber enchistar -vamos a decirlo así, en el sentido de que es un dejarse sorprender en el chiste-; el estilo toca el semblante del analista en ese saber fallar, saber de-ser. Del mismo modo, cuando uno escucha un cantante, una cualidad a valorar es el timbre de su voz y la otra es el tono: el tono es lo que se escribe del silencio pero el timbre es imposible de escribir, porque se reproduce de acuerdo a la caja de reverberancia o de resonancia del cuerpo; por ello hay algunas cualidades físicas, especialmente la cavidad nasofaríngea, que hacen que alguien tenga mejor timbre que otro, eso vibra en el cuerpo. Resonancia de una ética convertida al silencio La lectura de un texto de clara inspiración analítica me permitió encontrar las condiciones de lo que llamaremos la sonoridad del significante. Me refiero a El odio a la música, de Pascal Quignard; donde podemos encontrar una hipótesis fundacional de esta cuestión de la sonoridad y la reverberancia; se alude allí a la voz, humana y su proceso de in- corporación a partir de la “sonata materna”. Tema que ahondaremos en el capítulo acerca de la pulsión y el cuerpo. Creo que justamente con la sonoridad de la lengua es posible estrechar ese “d-efecto” de sentido que mencionáramos antes, ese equívoco que abre la posibilidad de un nudo nuevo que llamaríamos inventiun, invención en lo real. En ese punto o agujero que tiene la cualidad de que siempre vuelve al mismo lugar, es necesario un decir que provoque invención, y allí el analista debe callar, insisto, no porque no se pueda decir sino porque no hay qué decir. Que deba callar no quiere decir que enmudezca, se puede hablar, cada uno con su estilo; es más: a veces hay silencios oportunos que equivocan y, al revés de lo que dirían los estoicos, justamente en la equivocación del sujeto supuesto al saber es donde aparece la verdad del sujeto. Por allí se llega a la paradoja, de concebir que el discurso en la sesión analítica no vale sino porque da traspiés o incluso se interrumpe y evoca equivocando. Cuando pensamos en la función, nuestra intervención guarda relación con un giro una torsión de la voz... Cómo entender idea esta de intervención- interpretación sin cernir la idea del resonar-razonar. En Función y campo... titulará su tercer apartado como "Las resonancias de la interpretación y el tiempo del sujeto en la técnica psicoanalítica". Es decir que articula en ese titulo una indicación clínica, la de la necesidad de cernir la interpretación, la resonancia y la función del tiempo. Hoy diríamos el corte, el intervalo; sugiriendo “que el analista pueda jugar con el poder del símbolo evocándolo de una manera calculada en las resonancias semánticas de sus expresiones"[14] Una resonancia semántica es, dado que de eso se trata la semántica, un reverberar diferente, un eco de diferencia en las significaciones que portan os significantes. Para poder comenzar a presentar este doble borde de resonancia y silencio en nuestras intervenciones nos apoyaremos en dos lecturas aquella freudiana del “Origen antitético de las palabras primitivas”, texto de claro espíritu filológico nietzscheano; y en el seminario de Lacan sobre El síntoma- de esta manera podemos permitirnos sentar las bases de un giro en la orientación de las intervenciones. En este seminario se plantea la necesidad de que exista alguna dimensión en "el significante que resuene", resonancia que interviene como equivocidad de las significaciones. Un equivoco no es simplemente un ”error”, es más un errar que permite pasar de un sentido al otro. Ese errar se apoya en la letra que una vez leída, recorrida y desandada, está destinada a caer. Se abre entonces una hiancia en la idea de la interpretación por vía de la semántica y el equívoco hacia otra donde la letra misma es sonoridad y caída. Solidario con el pasaje del significante de su dimensión Simbólica a su dimensión Simbólico- Real, es decir que cada significante en tanto tal nada significa pero atesora un punto Real imposible de ligar irrevocablemente a Otro(significante), comienza a darle mas importancia a la función de la Voz, el “giro y la torsión de la voz” en la intervención. Vale decir que si en Función y Campo encontramos el problema de la equivocación de las significaciones, a partir de aquí nos encontramos frente al límite mismo de la voz interviniendo. Su efecto de sonoridad reverberando, tocando el cuerpo[15]. Ese es quizás, un limite de la intervención sobre lo inconsciente, ya no como esa otra memoria(el inconsciente como saber no sabido) sino la articulación inconsciente y pulsión. La reiterada alusión a la voz no subsume la cuestión a un mero problema de fonación o de timbre, aunque como ya lo señalamos la presencia del analista incluye estas cuestiones. La voz debe ser pensada como instrumento y causa, que divide y reencausa la pregunta- síntoma del sujeto. Ya no como en el tiempo del descubrimiento freudiano que propone a través de la interpretación desligar los significantes reprimidos que dan forma a la constelación sintomática. Sino que en esa vía convertida al silencio se tratara en ocasión de alguna de nuestras intervenciones, subrayo ese algunas, ir más allá del equívoco a un giro en la significación que de ese síntoma se enlaza al cuerpo. Lazo síntoma-pulsión Claro que con este recorrido no agotamos el problema del resonar-razonar, pero creo que puede empezar a valorarse su importancia clínica y conceptual En la clínica analítica entonces por este desgaste, marcado con el silencio del analista, donde el goce propiamente se erosiona por la palabra o más bien, para continuar con nuestra metáfora, trasvasa en ella su valor. ¿Pero qué queda entonces de nuestro sujeto? El sujeto es convocado entre el silencio y el resonar. Signo trazado por una mano de ángel[16] Allí, poéticamente el sujeto, un signo cuya cualidad no es meramente gramatical sino que lleva a la frontera real del lenguaje, el límite, del sentido dado, aceptado. Llegado desde ninguna ontología, vale decir, sin aludir a ningún estatuto del ser de ese Sujeto [17]. Para concluir emplearé un fragmento de un poema, donde Borges en 1976, nos dice que “.... No hay una cosa Que no sea una letra silenciosa De la eterna escritura indescifrable Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida Es la senda futura y recorrida. Nada nos dice adiós.....”[18] De allí el silencio que hace al bien-decir,: como un golpe silencioso, que conmueve los sentidos congelados y le devuelve sudecir (silencioso) a la letra. La senda que dejará allí su estela de resonancia en un cuerpo. Juan Dobón jedobon@intramed.net Julio 2006 -------------------------------------------------------------------------------- [1] Agustín de Hipona, Confesiones. Espasa Calpe. Madrid. 1988. Con el advenimiento del discurso universitario, las artes del Trivium quedaron subsumidas en parte por la Filosofía, mientras que de las artes del Quadrivium se desprendería una vertiente hacia lo que entendemos actualmente por Arte como hecho estético ligado a lo bello. [2] Freud, S. El motivo de la elección del cofrecillo, 1913. En Obras Completas. Ed. Ballesteros, Tomo I. En esa ocasión empleaba como apólogo un cuento de los hermanos Grimm titulado “Los doce hermanos”. mailto:jedobon@intramed.net [3] Nietasche, F. Mas allá del bien y del mal, pg 107, Alianza Editorial, Bs.As. 1997 [4] Lacan, J: Seminario 1. Apertura. Sesión del 18 de Noviembre de 1953. Ed. Paidos. Bs.As. [5] Lacan, Jacques La dirección de la cura y los principios de su poder, en Escritos 2, siglo XXI, pág. 569. Para los entendidos en el mencionado juego de naipes que deseen esclarecer esta referencia aún un tanto oscura de Lacan a la abnegación del analista, véase la clase del 8 de marzo de 1961 del Seminario de la Transferencia, donde se puede leer: “La paradoja de la partida de bridge analítica, es esta abnegación que hace que el analista debe ayudar al sujeto a encontrar lo que hay en el juego de su partenaire. Y para hacer este juego de "quien pierde gana" del bridge, el analista no debe en principio complicarse la vida con un partenaire. Y es por eso que se dice que el i(a) del analista debe comportarse como un muerto. Quiere decir que el analista debe saber siempre lo que hay en la mano”. [6] Me baso aquí en la conducción criticada por Lacan en Función y campo de la palabra y el lenguaje, op. cit. [7] Lacan, Jaques. Observaciones acerca del informe de Daniel Lagache en Escritos 2, Siglo XXI. [8] Austin, John. Cómo hacer cosas con palabras. Ed. Paidos, 1990, 3ª ed., p. 45-47. [9] Murena, Hector. Visiones de Babel. La Metáfora y lo sagrado. Ed. Tierra Firme. Pag. 436. [10] Ya Lacan había situado bien que el Ello, en la segunda tópica de Freud, es el cuerpo como lugar de silencio en tanto que mudez: “El Ello, es el inconsciente cuando se calla. Ese silencio es un callar. Es el lugar de la mudez. Queda fuera de duda que esto es complicar al cuerpo, al cuerpo en tanto que en tal esquema es el Yo quien en esa escritura en forma de huevo resulta representado”. Se trata entonces, con la intervención analítica, de hacer hablar al sujeto de su cuerpo para arrancarle goce. [11] En este sentido, es también muy iluminadora la utilización que hace Lacan de la proverbial metáfora de Mallarmé en el Preface al traite du verb de Rene Gil. Allí: “narrar, enseñar incluso describir, eso marcha. Aun así, bastaría a cualquiera, para intercambiar el pensamiento humano, tomar o poner en la mano del otro aun en silencio una pieza de moneda” [11](el destacado es nuestro). Esta frase de Mallarmé, que compara el uso común del lenguaje con el intercambio de una moneda cuyo anverso y cuyo reverso no muestran ya sino figuras borrosas, para recordarnos que las palabras, incluso en el extremo de su desgaste, conservan su valor de tésera. [12] R. Barthes Fragmentos de un discurso amoroso, ed. Siglo XXI. [13] Podríamos remontarnos a sus primeros tiempos, y consignar las diferencias entre nuestra idea de decir verdadero y el verdadero decir de los estoicos, como se ha determinado en lo que se conoce como el esquema de Filón. Sus proposiciones se resumen en la siguiente tabla: a) de una hipótesis verdadera y una proposición verdadera se puede implicar lo verdadero. b) de una hipótesis falsa pero con una refutación o una proposición verdadera también se puede implicar lo verdadero. c) de una prótasis verdadera, pero con una hipótesis falsa no puede surgir una verdad. Este último es un punto de diferencia radical, que distancia nuestro decir verdadero del decir estoico, ya que para nosotros aún de una hipótesis verdadera, de la que advenga una proposición segunda falsa, se puede obtener un orden de lo verdadero. [14] Lacan, J. Función y Campo de la palabra y el lenguaje. Escritos 1, ap III, Ed. Sigloveintiuno, Bs.As. [15] Lacan, J. Seminario El Síntoma, versión inédita, Trad. R.Ponte [16] Lacan, Jaques. Seminario 27. Momento de concluir, inédito. [17] En el sentido de la oposición heideggeriana entre lo ontológico como referible al ser y lo propiamente óntico, el sujeto que el psicoanálisis supone existir solo se halla en un des- asimiento de la consistencia del ser. [18] Borges, J. L. La moneda de hierro, tit.poema Para una versión del I King, pg 153. ,O Completas, Ed Emece, Bs.As. , 1989. En el marco de este seminario acerca de la función del analista, e intentando precisar las coordenadas de nuestras intervenciones, consideré oportuno introducir un dilema: el del silencio en la resonancia de nuestro acto analítico, ya que me parece una vía apropiada para pensar justamente este vector ético que es el vector del bien-decir. Vía entonces de dos bordes el silencio y la resonancia.
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