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Modalidades del silencio

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Modalidades del silencio 
16/08/2006- Por Juan Dobón - Realizar Consulta 
 
En el marco de este seminario acerca de la función del analista e intentando precisar las 
coordenadas de nuestras intervenciones, consideré oportuno introducir un dilema: El del 
silencio en la resonancia de nuestro acto analítico, ya que me parece una vía apropiada para 
pensar justamente este vector ético que es el vector del bien-decir. Vía entonces de dos bordes 
el silencio y la resonancia 
El bien-decir tiene una raíz histórica en lo que ha sido, en la tradición occidental, el arte del 
bien razonar, pero también, y quizás más cercanamente, con lo que desde la retórica se ha 
postulado como del orden del bien hablar. El Arte del hablar se enraíza en lo que se ha 
conocido como las artes liberales. En la Edad Media, precisamente en el siglo XI, se precisaron 
las tres artes liberales: Gramática, retórica y dialéctica, que en la antigüedad clásica Agustín 
de Hipona llamara artes seculares. Ellas conformaban el Trivium, como modos o artes del decir, 
junto a la geometría, la aritmética, la astronomía y la música, que componían el Quadrivium, 
en tanto artes o modalidades de lo dicho. Estas artes libres eran regidas por y para la “razón 
de los hombres libres”, antes que ser un acto estético en sí mismo[1]. 
Sin embargo, como veremos, existen diferencias fundamentales entre el bien razonar, el bien 
hablar, y el bien-decir. En principio, en lo que hace al bien razonar, el tema del silencio nunca 
ha tenido un lugar en los tratados sobre el mismo; y en cuanto al bien hablar, ningún estudio 
le ha asignado un lugar central. Por nuestra parte, creo que presentar las diferentes 
modalidades del silencio nos permite ir profundizando el problema de la intervención analítica, 
e incluso nos ofrece una coordenada clave para precisar la posición del analista en la ética del 
bien-decir, como uno de los vectores éticos de la Función del analista. 
En un texto temprano, Freud caracterizó a la mudez como una figuración de la muerte, 
haciendo de ella algo más que un estarse sin palabras, sino la expresión del sujeto frente al 
fatum de su destino[2]. En 1919 el silencio está directamente vinculado con la angustia como 
afecto estructural. En su texto sobre lo ominoso refiere: 
 
acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que podemos decir es que son 
efectivamente los factores a los que se anudó la angustia infantil, en la mayoría de los 
hombres aún no extinguida por completo. 
 
El silencio, para decirlo en un inicio, atraviesa toda nuestra clínica, que está hecha o es un 
hecho de palabras. Por ello planteo la cuestión del silencio en términos de dilema más que de 
paradoja, porque nos enfrentamos desde el inicio con lo que es el problema o el dilema de la 
decisión, decisión de decir o de callar ante cada intervención y cada vez. 
Frente a las decisiones de nuestros analizantes enfrentamos la dimensión de lo trágico 
humano, ese punto de indecibilidad a priori, donde el analista cala ya que no hay garantía 
ultima ante una decisión. 
Podríamos graficar ese punto de silencio con dos vectores ante cada elección 
O bien 
 
https://www.elsigma.com/autor/juan-dobon/1336
https://www.elsigma.com/consulta-autor.php?id=1336
 
 O bien 
Ese lugar de encrucijada es un “Agon”, ahí se define una elección que de ser escénica y con 
“palabras” se transformaba en el momento que definía lo trágico humano, o bien si solo 
precipitaba en una sucesión de situaciones sin “palabra” viraba hacia la comedia o el drama. 
Caro está que esto en términos teatrales clásicos, piénsese que del “agon” deviene el término 
agonía, lo culmine, alusión a la resolución o definición de una situación 
 Claro que como dice Nietzsche el sentido de lo Trágico aumenta y disminuye con la 
sensualidad[3] 
En un punto, cuando se relee la obra de Lacan desde esta perspectiva del silencio, la primera 
cuestión que llama nuestra atención es que él abre su primer seminario -por lo menos así fue 
establecido por J-A Miller- con una alusión concreta al problema del silencio, cuando alude al 
maestro Zen. En la primer clase de apertura[4] se reseña que el maestro Zen, en la búsqueda 
del sentido, interrumpe el silencio con cualquier cosa, como un sarcasmo o una patada. Aquí 
habría que cuidarse de no confundir lo que puede ser la enseñanza ex cátedra del maestro Zen 
con lo que constituye cierta lógica de su enseñanza Zen, ligada al silencio. También debemos 
observar que ni la posición del analista es la del maestro Zen, ni la búsqueda del analista es la 
del sentido, aunque vale la pena preguntarnos por qué las primeras palabras de una 
enseñanza oral aluden concretamente al tema del silencio. Planteado como dilema, el silencio 
nos convoca a ir más allá precisar un poco más lo que habitualmente entendemos por callarse. 
En la clínica psicoanalítica, hay en principio dos vertientes que podemos situar como ligadas a 
modalidades del silencio. En primer lugar está la prudencia en relación a la dirección de la 
cura. Hay silencios que son prudentes, creo que analíticamente la prudencia es la virtud de 
soportar el sinsentido sin precipitar una intervención que clausure el discurso sobre sí mismo. 
En otro sentido, quizás no tan feliz, el silencio es el refugio en la impostura del analista, refugio 
en otro orden de silencio que llamaremos mudez. La atención flotante se sostiene en un 
principio de la cura analítica que es la abstinencia del sentido a priori, y puede transformarse, 
por la resistencia del analista, en locuacidad, que es el devaneo de los pensamientos como 
resistencia; ante esto, el analista se refugia en la impostura de un rictus, anidando en ella una 
vieja herencia postfreudiana, la del analista mudo que “preludia la intervención reveladora” de 
la verdad en cuestión. 
Esto se confunde con lo que en “La dirección de la cura y los principios de su poder” se situara 
como el lugar del “muerto”. Se ha tomado una especie de lección de método mal entendido, 
como suele suceder, considerando como una indicación táctica que conmina al analista a 
ocupar un lugar de mudez lo que es un principio estratégico fundamental de la transferencia. 
Si se busca el pasaje al que aludimos, es claro que hace referencia específicamente al lugar del 
muerto en la estrategia del juego del bridge: 
 
Rostro cerrado y labios cosidos, no tienen aquí la misma finalidad que en el bridge. Más bien 
con esto el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto, pero es 
para hacer surgir al cuarto que va a ser aquí la pareja del analizado, y cuyo juego el analista 
va a esforzarse, por medio de sus bazas, en hacerle adivinar la mano: tal es el vínculo, 
digamos de abnegación, que impone al analista la prenda de la partida en el análisis.[5] 
 
Situamos dentro de esta aquello de “Un lugar a no ocupar” una segunda vertiente de la 
resistencia del analista en el problema de la mudez, aquella que obtura con el “ser” del 
analista, idéntico a sí mismo en cada intervención, o bien ante la mudez de su analizante, que 
mal “conduce al analista a analizar el comportamiento del sujeto para encontrar en él lo que no 
dice”[6]. Cuando tomamos la vía de encontrar en el analizante lo que no dice, los sentidos que 
“verbalizamos” por él, lo que obtenemos es conducción como sugestión, es decir, lo 
convidamos a que pronuncie, en la vía del espanto, la confesión de los sentidos. 
Estas dos primeras vertientes del silencio, una ligada a la prudencia en la dirección de la cura y 
la otra más ligada a las formas de la impostura del lugar del analista, serían los bordes por 
donde transita nuestra intervención. Ahora bien, la dimensión del silencio es estrictamente 
consustancial, de la ética. Podemos ahondar en ello en este fragmento de los Escritos: 
 
Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida no del espanto, sino del deseo: y la 
cuestiónes saber cómo la vía de charla palabrera del psicoanálisis conduce allá.[7] 
 
Entiendo esta “vía de charla palabrera” desde un término posterior en Lacan, la invención que 
define la práctica analítica en la vía de la lingüistería, antes que de una gramática o una 
retórica.. Y, de allí, continúa el texto: 
 
Nos callaremos aquí sobre su dirección práctica... 
 
Es claro, entonces, que la referencia al silencio no tiene por función establecer un pattern o 
una indicación en cuanto a la dirección táctica del análisis por parte del analista. Es decir, él 
elige cuándo y cómo calla o silencia. 
Una vía de silencio que no sea del espanto ahueca y produce “d-efecto de silencio”, resonancia 
en la charla palabrera de lo que se hace oír o resuena como decir entre los dichos, más acá, 
como lo que se puede inventar, construir o producir a partir de ellos. En esta vía que no es del 
espanto, que no es para nada terrorista, nos orienta un espacio entre el sonido y el sentido 
que el sujeto de la palabra produce, ya no en la búsqueda del sentido que explique o 
comprenda, sino en el hacer con los sentidos-sinsentidos por venir. 
La música para algunos, y para otros la poética, nos alivian o nos quitan el peso del significado 
y nos abren una vía para acceder al silencio. Quizás por ello hay una relación muy concreta 
entre los músicos y la función social del chiste: no hay hombre, aún el más agobiado -me 
refiero a hombre músico- que no tenga una buena relación con el chiste, por este juego de 
sonoridad de la palabra que implica. Podríamos neologizar esto como un enchistar, al sujeto 
capturado por el sonido que equivoca 
En música hay distintos tipos de silencio, cuyo valor diferencial puede catalogarse y escribirse 
mediante una notación precisa. La música, tal como la conocemos en Occidente, comienza a 
escribirse a partir de las indicaciones del Papa Gregorio el Grande, aproximadamente a fines 
del 500 d.C. Su objetivo era el de unificar lo que se conocía como “canto llano”. Pero recién 
luego del siglo X la música ingresará dentro de lo que hemos hecho referencia como las artes 
liberales, con el invento de la primer escritura de una línea (precursora del pentagrama), por 
parte del monje Guido D´Arezzo en el siglo XI. Hasta ese momento, aprender los cien cantos 
del periodo gregoriano llevaba unos 60 años, y gracias a la notación musical se pasa a una 
enseñanza que dura de 25 a 30 años. Con el paso de los años, la segunda generación de 
monjes músicos procede a agregarle líneas al sistema original, así como nuevas señales o 
marcas de escritura, lo que lleva a que en el año 1700, con la escritura más o menos 
consolidada, la formación musical llevara entre unos 5 y 15 años. Pero hay un punto en la 
historia de la escritura musical que es clave, y es el punto donde comienza a escribirse el 
silencio, a marcarse la pausa. Fue en el siglo XII cuando se inició la escritura de los ritmos y 
los cortes, y poco más tarde se producirá propiamente la notación de los silencios. 
De la misma manera, habría quizás en el lenguaje hablado, entendido como práctica efectiva 
de producción de locuciones, distintos valores atribuibles al silencio. John Austin (filosofo, 
lingüista, y primer traductor de Fregue, que permitió su difusión masiva en ámbitos 
académicos sajones y latinos) en su teoría de los actos de habla, diferencia afirmaciones 
descriptivas -aquellas que pueden ser verdaderas o falsas- y afirmaciones o enunciados 
performativos[8]. Un performativo es un enunciado en primera persona cuyo tiempo verbal es 
el presente y que no apunta a presentar un carácter de verdadero o falso sobre un estado de 
cosas. Austin dice: “Cuándo, con la mano sobre los Evangelios y en presencia del funcionario 
apropiado, digo «¡Sí, juro!», no estoy informando acerca de un juramento; lo estoy 
prestando”. Otros ejemplos que proporciona el autor son el caso de una apuesta (“apuesto que 
mañana va a llover”) y una donación o testamento (“dono a mi hijo...”). 
El silencio en el análisis puede tener diferentes valores performativos. Si bien nuestra 
búsqueda no es precisamente la de establecer una categorización estratificada de los actos de 
locuciones, considero de utilidad introducir algunas oposiciones delineadas por Austin. Él 
emplea el concepto de acto de locución o de habla diferenciando en su teoría los actos de 
locucionarios (actos del decir), ilocucionarios (aquellos actos realizados al decir) y actos 
perlocucionarios (actos realizados por medio de decir). A su vez, tales actos pueden ser actos 
fonéticos, como aquellos que producen sonido; fáticos, que son aquellos vocablos con 
apoyatura o estructura gramatical; y réticos o centrados en el sentido y la referencia, que 
determinan significados. Esto último nos puede resultar de interés para pensar, en nuestra 
praxis, el efecto en la intervención del tono de voz como dador de sentido, que formaría parte 
de lo que Austin sitúa dentro de las locuciones fonéticas y réticas. 
Nuestro silencio, el analítico, busca entonces tener un valor performativo de creación o poiesis 
aunque, llegados a este punto, podríamos preguntarnos si el silencio al que aludimos no es el 
silencio de la poesía, en tanto silencio que anida en el interior de cada palabra. En la poesía 
también anida un saber-hacer acerca del tiempo. El silencio poético es en su origen musical. La 
música así pensada sería, como escribió Hector A. Murena, “la historia de los intentos por 
reconstruir el silencio puro, sagrado...” [9]. 
El escritor argentino Murena nos enseñó que cada palabra lleva en su corazón el silencio como 
vector de la sonoridad por la que nos deviene poética. La palabra talla, nombra, ahueca, 
introduce la potencia del aparato del lenguaje, pero también toda su debilidad, lleva en sí la 
marca de la presencia del silencio que anida en la sonoridad de la lengua. Ese blanco del que la 
palabra brota y en el que acaba por desaparecer es el Silencio primordial de la letra. 
Creo sin embargo que el psicoanálisis apunta a otra dimensión del silencio que la literatura. Su 
silencio se hermana con el literario, pero es diferente. El análisis plantea el bien-decir en el 
marco de una poética, que alude justamente al silencio que resuena después del decir, pero ya 
no es el silencio poético que resuena y escande sentidos en cada vuelta de lectura, ahuecando 
estéticamente cada palabra. El analista no tiene nada bello que comunicar, ni lo suyo en el acto 
analítico es producir poesía. Ello no quiere decir que nos ubiquemos en las antípodas, que 
marchemos hacia el horror desvelando o violando el pudor, o peor, que retomáramos la senda 
de la mal-dición. 
Se trataría de un silencio, el psicoanalítico, que quede resonando en el cuerpo después del 
decir, el silencio mismo del instante de vacilación, después del golpe (coup) de la palabra en el 
sujeto dividido o, para intentar decirlo de un modo claro, como en aquel que ha tenido un 
lapsus, aquel que ha entendido un chiste, aquel que se encontraba soñando y busca un sentido 
en el despertar. Es un sentido que no le asiste, que no cierra como significación, pero impacta 
como significancia en el cuerpo. En nuestra vertiente ética antes que estética, la poética y la 
música nos enseñan algo del vector de la sonoridad de este silencio. Para que nuestra 
intervención guarde algún orden de verdad para el sujeto, ésta debe preservar la idea de que a 
cada cual su poética. 
A partir de aquí, entonces, introduciremos tres series de oposiciones para caracterizar 
diferentes valores del silencio en la clínica psicoanalítica.. 
 
 
 
 
 
I- Situaremos ahora algunas vertientes clínicas de estas oposiciones. 
En la primer serie de oposiciones encontramos tres términos que usualmente suelen 
confundirse, pero que es necesario discriminar. Como caracterización clínica de la mudez 
podemos presentar, paradojalmente, la función del grito.Función que toma una doble 
vertiente: por un lado, la del alarido en la psicosis, como se recordará a partir del caso 
Schreber, en el que resulta interesante pensar por qué clama o por qué aúlla un sujeto como 
Schreber cuando es dejado caer de la mano del otro: cae allí, pensamos, como voz (objeto) en 
el alarido. Por otro lado, el flujo incesante de pensamientos que conlleva el aislamiento 
neurótico supone la cizalla del pensamiento pero se manifiesta como mudez, bien como 
locuacidad o in extremis verborragia que habla y oye pero no escucha. En el fondo, es aquella 
vertiente que llamaremos la vertiente de la mudez pulsional, cuyo envés es la vertiente 
palabrera o del blablar: la mudez referida al Ello, que supone la palabrería. Es el blablar que 
discurre velando el “deseo indestructible”, que será necesario discernir[10]. La locuacidad es 
un término que encontramos en Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, 
cuando habla de locuela y del sujeto enamorado, y dice que el sujeto enamorado se desespera 
por un signo del amado, por una palabra. Frente a la ausencia de signos en el campo del Otro, 
el sujeto enamorado o apasionado entra en la locuela. Barthes señala que la locuela es un 
término en castellano, utilizado por primera vez por Juan Ignacio de Loyola, para designar la 
producción por parte de algunos místicos de un devaneo y un entramado enmarañado de 
expresiones frente a la falta de respuesta de los dioses o de Dios. Entonces, “locuela” es el 
devaneo que resuena en el silencio de los dioses –al místico logrado, podríamos decir, Dios le 
contesta en el cuerpo. A Loyola, como a muchos otros, Dios le deja signos pero no contesta. 
Pero él habla de la locuacidad y sitúa además la locuela de los niños, cuando éstos se aceleran, 
como cuando la angustia de Juanito lo lleva a inventar estaciones de tren que no existen. 
Barthes, que no es analista pero sí un buen clínico, sitúa la locuacidad ante la ausencia de 
respuesta del Otro, y de allí esta verbigerancia del pensamiento que resuena en el cuerpo. 
Clínicamente, los obsesivos presentan característicamente una cierta rumiación del 
pensamiento, que no es necesariamente esta locuacidad, pero manifiesta la falta un punto de 
anclaje en el Otro, que pacificaría por medio de la escucha. 
 
 
 
Hay otra vertiente del grito, que recupera la pregunta por la relación entre pulsion y demanda 
y nos resulta de interés. No la ubicaremos ya en el psicótico, ni en ese momento mítico en que 
el infans recibe del Otro la sanción de su demanda como tal, sino en ese sujeto desgarrado, 
ángel-desangelado, que es el neurótico. Acontece como un grito mudo pero feroz, que en la 
clínica conocemos como el superyó. Hay un apólogo recurrente en Lacan para ubicar esto que 
es un cuadro de Munsch, un pintor post-impresionista. Esa obra se llama justamente “El grito”: 
Creo que ustedes la conocen, se trata de una mujer/niña, en un trasfondo de guerra, que está 
cercana a un puente, tomándose la cara. En una mezcla de ingenuidad y espanto, sólo se ve 
una especie de gemido en su boca y los ojos espantados, llamando a vaya a saber qué. Hay un 
clima que podríamos caracterizar como de horror. Subrayemos que no se trata de que esa 
imagen, el silencio de esa boca vociferante, preludie el grito por venir, sino que el apólogo nos 
enseña justamente que después de ese grito no hay prójimo, no hay Otro al cual esa boca o 
esa niña/mujer llame o clame por él. 
En ocasiones, frente al padecer del cuerpo, o frente a esa vacilación entre las exigencias 
pulsionales y lo que la conciencia moral impone, el sujeto se encuentra dividido y desangelado, 
como la imagen del grito. La enseñanza de este apólogo no reside entonces en que el silencio 
preceda al grito, sino que justamente el grito ahueca al Otro, a quien se llama, y deja 
resonando en el cuerpo ese silencio como mudez. Esos gritos tocan el cuerpo de quien los 
escucha. El extremo de la mudez en algunos cuadros clínicos, especialmente en los momentos 
más desgarradores de la psicosis, nos lleva a un borde de vacío en la demanda que es el 
mutismo. O bien en las crisis severas de angustia donde la inminencia de la vivencia de 
desintegración subjetiva muchas veces clama mudamente la presencia de un otro. 
Si hemos indicado que situar al analista en el lugar del superyo es justamente un Lugar a no 
ocupar, es porque justamente desde esa posición se transforma en una voz anodadante-
medusante. Les sugiero la lectura de los trabajos de Alain Didier Weill acerca de Los tres 
tiempos de la ley o en su defecto dado que esta agotado en nuestra lengua, su intervención 
acerca de este mismo ítem los 3 tiempos del superyo y la voz, en el seminario 26 de Lacan, 
L´insu, su clase 9, del 8 de Mayo del 79. 
En lo atinente a la mudez del analista, toda vez que en su labor se-piensa o se conmina a 
intervenir allí se transforma su silencio en mudez. Es difícil establecerlo como indicación 
práctica, pero resulta orientador en el manejo de su atención flotante y abstinencia que no 
resultan manejables a voluntad. Insistamos en el se-píensa, la rumiación mental es un revés 
de la mudez. 
II- En el segundo par nos encontramos con esta Otra modalidad del silencio que no es mudez 
es el correlato de lo que conocemos como el significante de la falta en el Otro, del agujero en 
lo real. 
Esta inaugura el campo del enigma en la intervención analítica. La cita, el silencio el equivoco 
estarán al servicio del enigma (SSS) Tiene como envés el decir, ahí donde no hay nadie (Je) 
que diga “Yo soy”. No hay un significante último y garante que diga irrevocablemente qué soy 
o qué deseo, y el silencio designa -o produce- un punto de imposibilidad más que de 
impotencia, en la estructuración de lo inconsciente. Este decir, y su síncopa, que es la del 
silencio, escande los dichos del Sujeto. Es un orden del silencio que no es mudez, allí el 
analista no se piensa, ni se pierde en su devaneo mudo de pensamientos..[11] 
El sujeto, en su apelación “demasiado humana” de sentido, resiste a lo imposible del 
sinsentido. Pero en las fallas de la transmisión, sea en su historia personal o bien en el linaje 
de las generaciones que lo precedieron, en los duelos congelados o los abandonos no 
registrados, en los sentidos e identificaciones siempre fallidos, el decir sorprende, lo conmueve 
y lo compromete a algún orden de asentimiento subjetivo para atravesar esa conmoción. 
Decir despierta. 
Dicho en términos lógicos el silencio el silencio del analista guarda relación con la opción O no 
pienso o no soy, de la doble negación de De Morgan 
Para el analizante allí donde vacilan o ceden las identificaciones que lo representaban, y le 
brindaban abrigo o dolor a su ser de persona, el silencio es ese instante en el que el decir 
despierta resonando. 
III- Por último, en este campo del enigma la tercer serie de oposiciones ubicamos un orden de 
silencio encolumnado bajo el acápite del bien-decir. Es el silencio que orienta al analista en su 
acto, vinculado a una poética. Esta vía se construye por al menos otros dos elementos: el decir 
verdadero y su soporte, que es el decir silencioso. Para cernirla necesitaremos presentarla y 
pensar el problema de la intervención y la resonancia. 
Trabajamos sobre el decir silencioso. Pero, ¿cómo no transformar justamente nuestro decir 
silencioso en este rictus mortífero y mortificante que señalábamos como vía del espanto? Uno 
podría decir, siguiendo a Roland Barthes[12], que así como en una mala sala de conciertos hay 
zonas, llamadas puntos muertos, donde el sonido no circula, en nuestra sala, me refiero a la 
del dispositivo analítico, intentamos hacer resonar esos puntos muertos. El decir verdadero, si 
tiene alguna función -me estoy refiriendo al decir del analista que convida a otro orden del 
decir en el sujeto- es justamente la de hacer re-circular los espacios de sonoridad, esos 
puntos que tocanel cuerpo de quien padece o, para decirlo en otros términos, sus puntos de 
goce. En este sentido, el decir verdadero no debe confundirnos bajo ningún aspecto con la 
pretensión de decir lo verdadero por parte de los analistas. 
Este último señalamiento es indispensable para que la pasión del sentido no nos juegue una 
trampa. El decir verdadero no implica, como demandaba Laplanche , decir lo verdadero sobre 
lo verdadero. Quizás podemos cercar algo de una verdad justamente para comprobar que no 
puede ser asida en ninguna interpretación. En todo caso, con Lacan, decir lo verdadero sobre 
la Verdad es decir que la verdad solo puede bordearse a mediodecir. El analista no es aquél 
que dice la verdad, sino que provoca este efecto de mediodecir de la verdad; provocar 
elección, decisión en el límite, cada vez. Esto entra en disyunción con lo que ha sido el 
tratamiento de la Verdad en el campo de la Filosofía[13]. 
Entre el sentido y el sin-sentido hay un instante de pérdida. Nuestro decir silencioso adviene 
cuando irrumpe el sinsentido. El analista guarda silencio frente al sinsentido de lo Real. 
El estilo del callar es imposible de escribir, es el modo del saber hacer con lo que falta o con lo 
que falla, es un saber caer, es también un saber equivocar y un saber enchistar -vamos a 
decirlo así, en el sentido de que es un dejarse sorprender en el chiste-; el estilo toca el 
semblante del analista en ese saber fallar, saber de-ser. Del mismo modo, cuando uno escucha 
un cantante, una cualidad a valorar es el timbre de su voz y la otra es el tono: el tono es lo 
que se escribe del silencio pero el timbre es imposible de escribir, porque se reproduce de 
acuerdo a la caja de reverberancia o de resonancia del cuerpo; por ello hay algunas cualidades 
físicas, especialmente la cavidad nasofaríngea, que hacen que alguien tenga mejor timbre que 
otro, eso vibra en el cuerpo. 
Resonancia de una ética convertida al silencio 
 La lectura de un texto de clara inspiración analítica me permitió encontrar las 
condiciones de lo que llamaremos la sonoridad del significante. Me refiero a El odio a 
la música, de Pascal Quignard; donde podemos encontrar una hipótesis fundacional de esta 
cuestión de la sonoridad y la reverberancia; se alude allí a la voz, humana y su proceso de in-
corporación a partir de la “sonata materna”. Tema que ahondaremos en el capítulo acerca de la 
pulsión y el cuerpo. 
Creo que justamente con la sonoridad de la lengua es posible estrechar ese “d-efecto” de 
sentido que mencionáramos antes, ese equívoco que abre la posibilidad de un nudo nuevo que 
llamaríamos inventiun, invención en lo real. En ese punto o agujero que tiene la cualidad de 
que siempre vuelve al mismo lugar, es necesario un decir que provoque invención, y allí el 
analista debe callar, insisto, no porque no se pueda decir sino porque no hay qué decir. Que 
deba callar no quiere decir que enmudezca, se puede hablar, cada uno con su estilo; es más: a 
veces hay silencios oportunos que equivocan y, al revés de lo que dirían los estoicos, 
justamente en la equivocación del sujeto supuesto al saber es donde aparece la verdad del 
sujeto. Por allí se llega a la paradoja, de concebir que el discurso en la sesión analítica no vale 
sino porque da traspiés o incluso se interrumpe y evoca equivocando. Cuando pensamos en la 
función, nuestra intervención guarda relación con un giro una torsión de la voz... 
Cómo entender idea esta de intervención- interpretación sin cernir la idea del resonar-razonar. 
En Función y campo... titulará su tercer apartado como "Las resonancias de la interpretación y 
el tiempo del sujeto en la técnica psicoanalítica". Es decir que articula en ese titulo una 
indicación clínica, la de la necesidad de cernir la interpretación, la resonancia y la función del 
tiempo. Hoy diríamos el corte, el intervalo; sugiriendo “que el analista pueda jugar con el 
poder del símbolo evocándolo de una manera calculada en las resonancias semánticas de sus 
expresiones"[14] 
Una resonancia semántica es, dado que de eso se trata la semántica, un reverberar diferente, 
un eco de diferencia en las significaciones que portan os significantes. 
Para poder comenzar a presentar este doble borde de resonancia y silencio en nuestras 
intervenciones nos apoyaremos en dos lecturas aquella freudiana del “Origen antitético de las 
palabras primitivas”, texto de claro espíritu filológico nietzscheano; y en el seminario de Lacan 
sobre El síntoma- de esta manera podemos permitirnos sentar las bases de un giro en la 
orientación de las intervenciones. 
 En este seminario se plantea la necesidad de que exista alguna dimensión en "el 
significante que resuene", resonancia que interviene como equivocidad de las 
significaciones. Un equivoco no es simplemente un ”error”, es más un errar que permite pasar 
de un sentido al otro. Ese errar se apoya en la letra que una vez leída, recorrida y desandada, 
está destinada a caer. 
 
Se abre entonces una hiancia en la idea de la interpretación por vía de la semántica y el 
equívoco hacia otra donde la letra misma es sonoridad y caída. 
 
Solidario con el pasaje del significante de su dimensión Simbólica a su dimensión Simbólico- 
Real, es decir que cada significante en tanto tal nada significa pero atesora un punto Real 
imposible de ligar irrevocablemente a Otro(significante), comienza a darle mas importancia a 
la función de la Voz, el “giro y la torsión de la voz” en la intervención. 
Vale decir que si en Función y Campo encontramos el problema de la equivocación de las 
significaciones, a partir de aquí nos encontramos frente al límite mismo de la voz interviniendo. 
Su efecto de sonoridad reverberando, tocando el cuerpo[15]. Ese es quizás, un limite de la 
intervención sobre lo inconsciente, ya no como esa otra memoria(el inconsciente como saber 
no sabido) sino la articulación inconsciente y pulsión. 
 
La reiterada alusión a la voz no subsume la cuestión a un mero problema de fonación o de 
timbre, aunque como ya lo señalamos la presencia del analista incluye estas cuestiones. La voz 
debe ser pensada como instrumento y causa, que divide y reencausa la pregunta- síntoma del 
sujeto. Ya no como en el tiempo del descubrimiento freudiano que propone a través de la 
interpretación desligar los significantes reprimidos que dan forma a la constelación 
sintomática. Sino que en esa vía convertida al silencio se tratara en ocasión de alguna de 
nuestras intervenciones, subrayo ese algunas, ir más allá del equívoco a un giro en la 
significación que de ese síntoma se enlaza al cuerpo. Lazo síntoma-pulsión 
Claro que con este recorrido no agotamos el problema del resonar-razonar, pero creo que 
puede empezar a valorarse su importancia clínica y conceptual 
En la clínica analítica entonces por este desgaste, marcado con el silencio del analista, donde el 
goce propiamente se erosiona por la palabra o más bien, para continuar con nuestra metáfora, 
trasvasa en ella su valor. 
¿Pero qué queda entonces de nuestro sujeto? 
El sujeto es convocado entre el silencio y el resonar. Signo trazado por una mano de ángel[16] 
Allí, poéticamente el sujeto, un signo cuya cualidad no es meramente gramatical sino que 
lleva a la frontera real del lenguaje, el límite, del sentido dado, aceptado. Llegado desde 
ninguna ontología, vale decir, sin aludir a ningún estatuto del ser de ese Sujeto [17]. 
Para concluir emplearé un fragmento de un poema, donde Borges en 1976, nos dice que 
 “.... No hay una cosa 
 Que no sea una letra silenciosa 
 De la eterna escritura indescifrable 
 Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja 
De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida 
Es la senda futura y recorrida. 
Nada nos dice adiós.....”[18] 
De allí el silencio que hace al bien-decir,: como un golpe silencioso, que conmueve los sentidos 
congelados y le devuelve sudecir (silencioso) a la letra. 
La senda que dejará allí su estela de resonancia en un cuerpo. 
 
Juan Dobón 
jedobon@intramed.net 
Julio 2006 
 
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[1] Agustín de Hipona, Confesiones. Espasa Calpe. Madrid. 1988. Con el advenimiento del 
discurso universitario, las artes del Trivium quedaron subsumidas en parte por la Filosofía, 
mientras que de las artes del Quadrivium se desprendería una vertiente hacia lo que 
entendemos actualmente por Arte como hecho estético ligado a lo bello. 
[2] Freud, S. El motivo de la elección del cofrecillo, 1913. En Obras Completas. Ed. Ballesteros, 
Tomo I. En esa ocasión empleaba como apólogo un cuento de los hermanos Grimm titulado 
“Los doce hermanos”. 
mailto:jedobon@intramed.net
[3] Nietasche, F. Mas allá del bien y del mal, pg 107, Alianza Editorial, Bs.As. 1997 
[4] Lacan, J: Seminario 1. Apertura. Sesión del 18 de Noviembre de 1953. Ed. Paidos. Bs.As. 
 
[5] Lacan, Jacques La dirección de la cura y los principios de su poder, en Escritos 2, siglo XXI, 
pág. 569. Para los entendidos en el mencionado juego de naipes que deseen esclarecer esta 
referencia aún un tanto oscura de Lacan a la abnegación del analista, véase la clase del 8 de 
marzo de 1961 del Seminario de la Transferencia, donde se puede leer: “La paradoja de la 
partida de bridge analítica, es esta abnegación que hace que el analista debe ayudar al sujeto 
a encontrar lo que hay en el juego de su partenaire. Y para hacer este juego de "quien pierde 
gana" del bridge, el analista no debe en principio complicarse la vida con un partenaire. Y es 
por eso que se dice que el i(a) del analista debe comportarse como un muerto. Quiere decir 
que el analista debe saber siempre lo que hay en la mano”. 
[6] Me baso aquí en la conducción criticada por Lacan en Función y campo de la palabra y el 
lenguaje, op. cit. 
[7] Lacan, Jaques. Observaciones acerca del informe de Daniel Lagache en Escritos 2, Siglo 
XXI. 
[8] Austin, John. Cómo hacer cosas con palabras. Ed. Paidos, 1990, 3ª ed., p. 45-47. 
[9] Murena, Hector. Visiones de Babel. La Metáfora y lo sagrado. Ed. Tierra Firme. Pag. 436. 
[10] Ya Lacan había situado bien que el Ello, en la segunda tópica de Freud, es el cuerpo como 
lugar de silencio en tanto que mudez: “El Ello, es el inconsciente cuando se calla. Ese silencio 
es un callar. Es el lugar de la mudez. Queda fuera de duda que esto es complicar al cuerpo, al 
cuerpo en tanto que en tal esquema es el Yo quien en esa escritura en forma de huevo resulta 
representado”. Se trata entonces, con la intervención analítica, de hacer hablar al sujeto de su 
cuerpo para arrancarle goce. 
 
[11] En este sentido, es también muy iluminadora la utilización que hace Lacan de la 
proverbial metáfora de Mallarmé en el Preface al traite du verb de Rene Gil. Allí: “narrar, 
enseñar incluso describir, eso marcha. Aun así, bastaría a cualquiera, para intercambiar el 
pensamiento humano, tomar o poner en la mano del otro aun en silencio una pieza de 
moneda” [11](el destacado es nuestro). Esta frase de Mallarmé, que compara el uso común 
del lenguaje con el intercambio de una moneda cuyo anverso y cuyo reverso no muestran ya 
sino figuras borrosas, para recordarnos que las palabras, incluso en el extremo de su desgaste, 
conservan su valor de tésera. 
 
[12] R. Barthes Fragmentos de un discurso amoroso, ed. Siglo XXI. 
[13] Podríamos remontarnos a sus primeros tiempos, y consignar las diferencias entre nuestra 
idea de decir verdadero y el verdadero decir de los estoicos, como se ha determinado en lo que 
se conoce como el esquema de Filón. Sus proposiciones se resumen en la siguiente tabla: 
a) de una hipótesis verdadera y una proposición verdadera se puede implicar lo 
verdadero. 
b) de una hipótesis falsa pero con una refutación o una proposición verdadera también 
se puede implicar lo verdadero. 
c) de una prótasis verdadera, pero con una hipótesis falsa no puede surgir una verdad. 
 Este último es un punto de diferencia radical, que distancia nuestro decir 
verdadero del decir estoico, ya que para nosotros aún de una hipótesis 
verdadera, de la que advenga una proposición segunda falsa, se puede obtener un orden de lo 
verdadero. 
[14] Lacan, J. Función y Campo de la palabra y el lenguaje. Escritos 1, ap III, Ed. 
Sigloveintiuno, Bs.As. 
[15] Lacan, J. Seminario El Síntoma, versión inédita, Trad. R.Ponte 
[16] Lacan, Jaques. Seminario 27. Momento de concluir, inédito. 
[17] En el sentido de la oposición heideggeriana entre lo ontológico como referible al ser y lo 
propiamente óntico, el sujeto que el psicoanálisis supone existir solo se halla en un des-
asimiento de la consistencia del ser. 
[18] Borges, J. L. La moneda de hierro, tit.poema Para una versión del I King, pg 153. ,O 
Completas, Ed Emece, Bs.As. , 1989. 
 
 
En el marco de este seminario acerca de la función del analista, e intentando precisar las 
coordenadas de nuestras intervenciones, consideré oportuno introducir un dilema: el del silencio en 
la resonancia de nuestro acto analítico, ya que me parece una vía apropiada para pensar justamente 
este vector ético que es el vector del bien-decir. Vía entonces de dos bordes el silencio y la 
resonancia.

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