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La toma de perspectiva Una conceptualización desde la psicología contextual Primera edición: 2020 ISBN: 9788418203046 ISBN eBook: 9788418203503 © del texto: María M. Montoya-Rodríguez María Isabel Rendón Arango Luis Alberto Quiroga-Baquero © de esta edición: Penguin Random House Grupo Editorial CALIGRAMA, 2020 www.caligramaeditorial.com info@caligramaeditorial.com Impreso en España – Printed in Spain Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. A mi familia, por todo. María M. Montoya Rodríguez Para César, que me ha impulsado a ver las cosas desde múltiples puntos de vista. María Isabel Rendón Arango Índice Presentación 11 Capítulo 1. El antiguo problema de la «mente» en el estudio de la toma de perspectiva 15 1. La corriente dominante en el estudio de la toma de perspectiva: la ToM 17 2. Desarrollo de la ToM 22 3. ToM y lenguaje 27 4. Debate teórico sobre la ToM 34 4.1. La teoría-teoría (TT) 35 4.2. La teoría de simulación (TS) 38 5. Críticas a la noción de ToM 41 6. Anotaciones filosóficas para la investigación futura 50 Referencias 53 Capítulo 2. El estudio de la toma de perspectiva desde el análisis del comportamiento 63 1. Aproximaciones no mediacionales al estudio de la ToM: aportes desde el análisis de la conducta 67 1.1. La perspectiva skinneriana. La conducta verbal y el análisis funcional de los términos mentales 68 1.2 .La perspectiva postskinneriana 71 1.3. La perspectiva interconductual postkantoriana 80 1.4. La perspectiva contextual-funcional. La Relational Frame Theory (RFT) 83 2. Conclusiones 85 Referencias 86 Capítulo 3. Aportes de la ciencia conductual contextual al abordaje del lenguaje y la cognición. Introducción a la Relational Frame Theory (RFT) 95 1. Supuestos filosóficos e hipótesis de mundo 96 2. Una visión comportamental contextual del lenguaje: la RFT 102 3. La respuesta relacional arbitrariamente aplicable (RRAA) 103 4. El lenguaje como comportamiento y como contexto 107 5. RFT y Toma de perspectiva 110 6. Conclusiones 112 Referencias 115 Capítulo 4. Conceptualización de la toma de perspectiva verbal y no verbal 121 1. Precursores de la toma de perspectiva verbal 122 1.1. Seguimiento de gestos 124 1.2. Atención conjunta 124 1.3. Referenciamiento social 128 1.4. Discriminación y respuesta ante acciones orientadas al objeto 129 2. Aproximaciones comparativas a la toma de perspectiva 130 2.1. Los animales no humanos no presentan conducta verbal 131 2.2. Toma de perspectiva no verbal en animales no humanos 132 2.3. Toma de perspectiva no verbal en la evolución humana 133 3. Teoría de la mente y toma de perspectiva 137 3.1. El modelo de cinco niveles de la teoría de la mente 137 3.2. Limitaciones de la teoría de la mente 140 4. Toma de perspectiva verbal: enmarque relacional deíctico 142 5. El «yo» y la toma de perspectiva 144 6. Conclusiones 146 Referencias 148 Capítulo 5. Aportaciones desde la investigación de la RFT a la toma de perspectiva 155 1. Los niveles de complejidad de las relaciones deícticas 158 2. El modelo de cinco niveles de la teoría de la mente desde la RFT 163 3. Investigaciones realizadas desde la RFT sobre toma de perspectiva 166 4. Conclusiones 170 Referencias 171 Presentación La presente obra pretende hacer un recorrido sobre la conceptualización que se ha ofrecido acerca del fenómeno de la toma de perspectiva desde dos aproximaciones teóricas y empíricas. La primera, entendida como la propuesta cognitiva dominante, a saber, aquella que ha abarcado al conjunto de teorías fundamentadas en la noción de teoría de la mente (ToM). En relación con esta aproximación, se presentarán de manera crítica sus supuestos y métodos, su relación con otros constructos psicológicos y su importancia e implicaciones en el desarrollo ontogenético humano, al tiempo que se ofrecen reflexiones para la investigación futura en este campo. La segunda aproximación se enmarca dentro del campo del análisis de la conducta, iniciando con un panorama general acerca del abordaje que se ha hecho acerca de la toma de perspectiva desde el conductismo radical skinneriano, el interconductismo kantoriano y el contextualismo funcional. Posteriormente, se ahondará en esta última propuesta ilustrando el desarrollo conceptual y metodológico que se ha ofrecido desde la teoría de los marcos relacionales (Hayes, Barnes-Holmes y Roche, 2001), desde la cual se intenta analizar y discernir qué repertorios relacionales están a la base de las habilidades de la toma de perspectiva, entendida como un proceso conductual originado en las contingencias típicamente humanas y que, por ende, permite a los individuos responder a los desafíos y complejidades de su ambiente social. Se finaliza mostrando un esbozo acerca del estado actual de conocimiento en el estudio de la toma de perspectiva desde la teoría de los marcos relacionales, algunos avances conceptuales, metodológicos y tecnológicos, así como los principales retos en su estudio próximo. Esta monografía se presenta como la primera escrita en español que aborda este fenómeno desde una aproximación contextual y cuenta con la participación de distintos autores referentes en el tema en diferentes países que evidencian, mediante las investigaciones realizadas, el desarrollo histórico del abordaje teórico y empírico. Asimismo, permite reconocer la vigencia, la relevancia y el impacto que ha tenido la propuesta contextual-funcional en la explicación del lenguaje y la cognición humana en las últimas tres décadas y en la consolidación de una comunidad académica enfocada en la producción académica y en la divulgación científica constante. Este libro ha sido pensado para profesionales, investigadores, docentes y estudiantes de psicología que deseen adentrarse en el tema y analizar las debilidades y fortalezas de las diferentes propuestas teóricas, ofreciendo una compilación de elementos conceptuales y filosóficos que permitirán al lector formarse una idea bastante completa de este campo de investigación y sus principales desafíos. Desde el compromiso científico de los autores, esperamos que esta obra siga sumando aportes al análisis de las habilidades cognitivas complejas que realiza la aproximación conductual del comportamiento humano. María M. Montoya-Rodríguez Universidad Católica del Uruguay (Uruguay) María Isabel Rendón Arango Universidad Santo Tomás (Colombia) Luis Alberto Quiroga-Baquero Universidad Santo Tomás (Colombia) Capítulo 1 El antiguo problema de la «mente» en el estudio de la toma de perspectiva María Isabel Rendón y Luis Alberto Quiroga-Baquero Universidad Santo Tomás (Colombia) La toma de perspectiva (TP) se define como la capacidad para entender la situación específica de otras personas, sus necesidades y puntos de vista, como diferentes de los propios (De Waal, 1996). El concepto tiene como antecedentes los trabajos de George Mead y Piaget (Ackerman, 1996; Flavell, 2004; Gillespie, 2006). Para el primero, la TP se da gracias al involucramiento en actos sociales en los cuales, por definición, existen diferentes posiciones que requieren que el individuo diferencie las perspectivas involucradas y las integre a fin de regular su participación, mientras que, para el segundo, el concepto clave es el de egocentrismo, que eventualmente conlleva al desarrollo de la flexibilidad y la reversibilidad entre puntos de vista, con lo que el individuo gana en descentramiento social e intelectual. Estas concepciones iniciales se ampliaron a partir de los años 90, cuando empezaron a considerarse diferentes facetas de la TP:visual, afectiva o social y cognitiva (Köksal y Oğuz, 2007; Oswald, 1996). En la TP visual, el niño comprende que lo que él ve puede ser diferente de lo que otra persona ve en la misma situación (Moll y Tomasello, 2006). La TP afectiva o social se refiere a la capacidad para comprender los sentimientos de otras personas y su situación interpersonal, por lo que está asociada a respuestas de empatía y altruismo (Vaish, Carpenter y Tomasello, 2009; Wolgast y Barnes-Holmes, 2018). Por su parte, la TP cognitiva es la capacidad de inferir las cogniciones de otra persona a partir de información previa o inmediata (Dixon y Moore, 1990). Sea cual sea la definición adoptada, es claro que la TP es clave para la interacción social exitosa, la cual requiere que los individuos se comprendan unos a otros (Aras y Aslan, 2018). El fenómeno tradicionalmente ha sido estudiado por los psicólogos cognitivos en el campo conocido como teoría de la mente (ToM, por sus iniciales en inglés) (Montoya-Rodríguez y Molina, 2018; Wellman y Lagattuta, 2000) y se trata de un proceso complejo que involucra componentes cognitivos y emocionales, conciencia de sí mismo, atribución de estados mentales y mecanismos de autorregulación (Pérez-Manrique y Gomila, 2017). Diversos estudios han mostrado que la ToM tiene consecuencias en el uso de estrategias metacognitivas, en el aprendizaje, el establecimiento de relaciones entre pares, la capacidad para comprender la mentira y el engaño, para jugar, persuadir y discutir y para el comportamiento prosocial en general (Barreto, Osório, Baptista, Fearon y Martins, 2018; Holl, Kirsch, Rohlf, Krahé y Elsner, 2018; Slaughter, Imuta, Peterson y Henry, 2015; Wellman, 2018). Se trata de un campo de estudio prolífico que ha captado la atención de los investigadores en las últimas cuatro décadas, periodo en el que se han examinado las bases de estas capacidades en procesos de la evolución, neurales y de aprendizaje, así como su desarrollo en poblaciones típicas y atípicas (Leudar y Costall, 2009a; Wellman, 2018). Es indiscutible la importancia de cualquier capacidad relacionada con la comprensión interpersonal; no obstante, el campo de estudio de la ToM se encuentra plagado de supuestos que resultan problemáticos y limitantes para una verdadera comprensión del comportamiento social humano. En este capítulo se examinará en detalle la conceptualización de la ToM, se presentará una visión crítica de los supuestos establecidos en su estudio y se esbozarán algunos elementos pragmáticos como posible camino para un abordaje alternativo de estas capacidades humanas. 1. La corriente dominante en el estudio de la toma de perspectiva: la ToM Una primera generación de estudios sobre la ToM surgió a comienzos de los 70 a partir de las aproximaciones preliminares de Piaget. En esta etapa se llevaron a cabo estudios sobre desarrollo metacognitivo que alcanzaron su cumbre una década después con Wellman (1985), quien se enfocó en analizar la concepción de los niños sobre la cognición humana (Astington y Baird, 2005; Flavell, 2004). Una segunda ola de investigación estuvo representada por los estudios fundacionales de Premack y Woodruff (1978) sobre cognición en primates. A estos autores se atribuye haber acuñado la expresión «teoría de la mente» cuando se preguntaron si un chimpancé tendría la capacidad de comprender acciones humanas como orientadas a objetivos. Al respecto afirmaron: Al decir que un individuo tiene una teoría de la mente, queremos decir que el individuo imputa estados mentales a sí mismo y a otros (ya sean conespecíficos o de otras especies). Un sistema de inferencias de esta clase es propiamente visto como una teoría, primero, porque tales estados no son directamente observables, y segundo, porque el sistema puede ser usado para hacer predicciones, específicamente acerca del comportamiento de otros organismos (Premack y Woodruff, 1978, p. 515). Premack y Woodruff (1978) llegaron a estas conclusiones a través de experimentos en los cuales mostraban a un chimpancé (Sarah) un actor humano enfrentando problemas que involucraban objetos inaccesibles y le pedían al animal que indicara cómo podría el humano resolver el problema. Se trataba de cuatro situaciones que se presentaban en videos en los que aparecía el humano en una jaula tratando de alcanzar unos bananos que estaban fuera de su alcance; adicionalmente, se tomaron fotos del humano intentando solucionar el problema. La prueba consistía en mostrarle a Sarah cada video, dejándolo en pausa los últimos cinco segundos y ofreciéndole un par de fotos, una que constituía la solución al problema y otra que no. Sarah escogió la alternativa correcta en 21 de 24 ensayos, por lo que Premack y Woodruff atribuyeron esta ejecución a que el chimpancé imputaba estados mentales al humano; específicamente, consideraron que Sarah atribuía al menos dos estados mentales: intención o propósito, por un lado, y conocimiento o creencia, por otro. Luego de hallar ejecuciones correctas de manera consistente cuando se planteaban diferentes clases de problemas a Sarah, se preguntaron por la forma en que reconocía la transición de un estado mental a otro. De hecho, extrapolaron esta pregunta al caso humano, afirmando que las distinciones entre saber y adivinar, por un lado, y veracidad y engaño, por el otro, pueden tener gran peso en asuntos sociales, ya que son los estados mentales inferidos los que organizan las situaciones, por ejemplo, en una expresión como «el perro le tiene miedo al hombre y por eso salió corriendo», que, si careciera de atribuciones mentalistas, quedaría en algo así como «perro, hombre, el perro está corriendo» (Premack y Woodruff, 1978). Las atribuciones sobre estados mentales no serían actos sofisticados o avanzados, sino primitivos y, bajo esa lógica, inevitables en la interacción humana. En palabras de Premack y Woodruff (1978): Al asumir que otro individuo quiere, piensa, cree, y cosas similares, uno infiere estados que no son directamente observables y los usa anticipatoriamente para predecir el comportamiento de otros así como el propio. Estas inferencias, que forman una teoría de la mente, son, hasta donde sabemos, universales en los adultos humanos. Aunque es razonable asumir que su ocurrencia depende de alguna forma de experiencia, esto no es aparente inmediatamente… Las inferencias acerca de otro individuo no se enseñan explícitamente… (p.526). Este planteamiento sobre la ToM constituyó un impulso radical al estudio de los fenómenos psicológicos involucrados en la atribución de estados mentales y la predicción del comportamiento con base en los mismos. Un impulso adicional provino de los psicólogos austriacos Heinz Wimmer y Josef Perner, quienes en su estudio pionero de 1983 emplearon la tarea de transferencia inesperada para evaluar la comprensión de falsas creencias por parte de los niños. A este movimiento se unió el trabajo de otros investigadores sobre la comprensión de la distinción apariencia-realidad (e. g., Astington, Harris y Olson, 1988; Flavell, Flavell y Green, 1983). Con todo esto, el estudio de la ToM se consolidó en los 80, época en la cual se desarrolló una tradición empírica que dio prelación al estudio de los desarrollos entre los tres y los cinco años en temas como la ejecución en tareas de falsas creencias, la distinción apariencia-realidad y la toma de perspectiva visual (Flavell, 2004). En trabajos posteriores, la definición de ToM ha conservado el sentido inicial impreso por Premack y Woodruff (1978) y se han agregado matices. Por ejemplo, Wellman y Gelman (1992) la definieron como la capacidad para comprender estados mentales propios y de los otros, tales como objetivos, deseos, creencias y sentimientos, y la inferencia de estos estados mentales como causales del comportamiento. En este sentido, el fenómeno psicológico de interés es la atribución de estados mentales a las personas y el reconocimiento de que las personas, y no las cosas, tienen pensamientos, sentimientos, intenciones, etc., de maneraque el problema teórico y empírico fundamental consiste en desvelar la manera en que los niños desarrollan una concepción de lo mental (Hobson, 1995). Otras definiciones recogen elementos similares, por ejemplo: Es la teoría psicológica popular que usamos para predecir y explicar el comportamiento de otros con base en aspectos internos tales como sentimientos, intenciones, deseos, actitudes, creencias, conocimiento y puntos de vista. Necesitamos plantear un estado mental dentro de la persona para acomodar la disyuntiva ocasional entre un estímulo externo y una respuesta (De Villiers, 2007, p. 1859). Así también: Por ToM nos referimos a ser capaces de inferir el rango completo de estados mentales (creencias, deseos, intenciones, imaginación, emociones, etc.) que causan la acción. En breve, ser capaz de reflexionar sobre los contenidos de las mentes de otros y de la propia (Baron-Cohen, 2000, p. 3). Adicionalmente, se ha agregado la idea de que, en teoría, este conjunto de conceptos sobre estados mentales usados para explicar y predecir las acciones se reorganiza a través del tiempo a medida que el individuo se enfrenta con evidencia que contradice sus predicciones (Gopnik y Wellman, 1994). Además, el término ToM también fue adoptado por algunos psicólogos cognitivos para describir el desarrollo de la capacidad mental de TP en niños que se desarrollan dentro de lo esperado o con trastornos autistas (e. g., Baron- Cohen, 2000; Leslie, 1987), dando lugar al planteamiento de términos alternativos como los de postura intencional, mentalización y cognición social. En conclusión, desde que se propuso el término ToM los investigadores han tratado de cubrir un conjunto amplio de habilidades tales como comprensión de falsas creencias, metarrepresentación, postura intencional, razonamiento deseo- creencia, mentalización, lectura de la mente, TP, inteligencia social, comprensión social, intuición social y percepción social e intersubjetividad, lo cual ha dificultado delimitar un campo de estudio (Astington y Baird, 2005). Pese a esto, parece existir un consenso en cuanto a que adquirir una ToM es un hito del desarrollo humano que se asocia con ajuste social e interpersonal, ya que «nuestra comprensión cotidiana de las personas es fundamentalmente mentalista; pensamos en la gente en términos de sus estados mentales. Consecuentemente, un mentalismo cotidiano es ubicuo y crucial para nuestra comprensión del mundo social» (Wellman y Lagattuta, 2000, p. 12). 2. Desarrollo de la ToM En la investigación acera del desarrollo ontogenético de la ToM se afirma que las bases para la comprensión mentalista del mundo aparecen muy tempranamente. Por ejemplo, los bebés recién nacidos atienden a la voz y al rostro humano, lo que constituye un primer paso para la comprensión de la emoción y la intención; posteriormente, desarrollan la capacidad para seguir con la mirada o señalar un objeto que está viendo otra persona y atribuyen intenciones a las acciones de objetos animados, pero no a objetos inanimados (De Villiers, 2007; Wellman, López-Durán, LaBounty y Hamilton, 2008). Aunque muchos de estos hallazgos han sido controvertidos en términos del grado en que realmente indican una comprensión de la intencionalidad, De Villiers (2007) parece considerar que constituyen pruebas de cierta forma de sensibilidad que constituye una base necesaria para desarrollos posteriores. Hacia los seis meses, los bebés saben que las acciones y las expresiones de otros son autoiniciadas y dirigidas a objetos; entre los ocho y los catorce meses empiezan a darse cuenta de regularidades comportamentales, y hacia los dieciocho meses tienden a imitar acciones propositivas (De Villiers, 2007), pero no existe consenso en cuanto al momento en que pueden comprender a los otros como actores intencionales (Wellman y Lagattuta, 2000). Al parecer, dicha comprensión se encuentra establecida hacia el final del segundo año, cuando empiezan a entender que los demás tienen experiencias subjetivas, tales como deseos, emociones, metas e intenciones (Kawakami et al., 2011; Wellman y Lagattuta, 2000), y muestra de ello puede ser lo que se observa en sus juegos de simulación espontáneos (Baron-Cohen, 2000). No obstante, existe evidencia de que a una edad tan temprana como los nueve meses, los bebés pueden comprender acciones dirigidas a metas y diferenciarlas de acciones accidentales (e. g., Behne, Carpenter, Call y Tomasello, 2005). Por otra parte, antes de los tres años los niños no se refieren a estados mentales tales como pensar o saber; sin embargo, desde los dieciocho meses parecen mostrar comprensión de intenciones y deseos como algo diferente de la conducta pública y de las propias intenciones y deseos, y luego, a partir de la edad prescolar, empiezan a emplear explicaciones mentalistas, tanto en tareas de laboratorio como en conversaciones cotidianas (Wellman y Lagattuta, 2000). Hasta la fecha también parece existir consenso en que hacia los dos años los niños pueden reconocer los deseos de otra persona, al menos en términos de comprender qué está tratando de hacer esa persona en relación con una meta externa, aunque no es igualmente claro si a esta edad atribuyen metas internas (De Villiers, 2007). Lo que sí parece indicar la evidencia compilada, según De Villiers (2007), es que entre el segundo y el tercer año los infantes pueden identificar que a diferentes personas les pueden gustar o no ciertas cosas, incluso hasta el punto de reconocer que aquello que les gusta puede diferir de las preferencias propias. Además, parecen comprender que un deseo puede seguir existiendo aunque haya sido frustrado y parecen saber cuándo alguien sabe algo y cuándo no. En términos generales, ha sido difícil llegar a conclusiones más definitivas sobre el desarrollo de la ToM a edades tempranas debido al uso de tareas predominantemente verbales o diseñadas para evaluar falsas creencias. Pese a esto, se sabe que hacia los tres años parece surgir la comprensión de que ver conlleva saber, capacidad que constituye un prerrequisito fundamental para entender el engaño (Baron-Cohen, 2000). Adicionalmente, entre los tres y los cuatro años los niños se encuentran capacitados para diferenciar entre lo físico y lo mental, pueden comprender las funciones del cerebro y reconocen la subjetividad de lo que piensan, es decir, identifican que dos personas pueden pensar algo diferente con respecto a la misma situación y también pueden diferenciar pensar de hacer, reconociendo también que pensar es un evento interno diferente de ver, hablar o tocar un objeto (Baron-Cohen, 2000; Wellman y Lagattuta, 2000). A los cuatro años emerge la capacidad para diferenciar entre apariencia y realidad (Wellman y Lagattuta, 2000), así como la habilidad para pasar pruebas de reconocimiento de palabras sobre estados mentales, pruebas de inferir a partir de la dirección de la mirada cuándo está pensando una persona o lo que esa persona podría querer, pruebas sobre ser capaz de monitorear las propias intenciones, pruebas de engaño y pruebas de falsas creencias (Baron-Cohen, 2000). En este aspecto, la principal controversia tiene que ver con la existencia de una ToM antes de los cuatro años basada en la comprensión de falsas creencias (Ritblatt, 2000). Estudios como el de Buttelman, Carpenter y Tomasello (2009) han planteado que poco después de los dieciocho meses los niños empiezan a entender que otros tienen falsas creencias, especialmente si la comprensión de estas se evalúa a través de tareas comportamentales más activas, tales como ayudar. En la misma línea, He, Bolz y Baillargeon (2012) han encontrado que niños entre uno y dos años pasan tareas de falsas creencias cuando no se provoca una respuesta explícita y la comprensión de creencias se evalúa mediante el parámetro de mirada anticipatoria. En conjunto, estos hallazgos parecen apuntar al hecho de que la comprensión de estados mentales surge más tempranamente en entornos comunicativos naturales que en tareas estándar de ToM (véase tambiénDunn y Brophy, 2005). Entre los cuatro y los cinco años los niños son capaces de entender que otros individuos pueden tener falsas creencias acerca del mundo, que pueden ser distintas de las creencias propias (Téllez-Vargas, 2006). Hacia los cinco o seis años, comprenden que una persona puede tener deseos, creencias y preferencias, y que dichos estados mentales pueden ser específicos de la persona, duraderos y consistentes a través de situaciones (Wellman y Lagattuta, 2000). A esta edad suelen pasar pruebas sobre la comprensión de causas más complejas de la emoción y pruebas de falsas creencias de segundo orden, es decir, aquellas en las cuales deben responder a preguntas acerca de la representación que un personaje tiene de las representaciones de otro (Baron-Cohen, 2000; De Villiers, 2007). A los ocho años estas habilidades muestran un desarrollo más sofisticado que permite a los niños pasar pruebas de comprensión de metáforas, sarcasmo e ironía, aunque algunos reportes indican que incluso desde los tres años se presentarían estas capacidades (Baron-Cohen, 2000). Hacia los seis o siete años el niño es capaz de reconocer que puede tener falsas creencias acerca de las creencias de otros (belief about beliefs), y entre los nueve y los once años logran comprender situaciones sociales en las que alguien hace o dice algo inapropiado según criterios socialmente establecidos (Téllez-Vargas, 2006). En resumen, la ToM se desarrolla rápidamente no solo durante los años preescolares, sino también en la niñez intermedia (Peterson y Wellman, 2018), y en este patrón evolutivo la comprensión de falsas creencias se considera un hito. De hecho, gran parte del debate en torno a la evolución ontogenética de las capacidades involucradas en la ToM tiene que ver con las diferencias individuales en la edad en que los niños pasan tareas de falsas creencias. Otras consideraciones sobre el desarrollo de habilidades de ToM en la infancia tienen que ver con dos tipos de preguntas. Primero, la secuencia de desarrollo de dichas habilidades, es decir, interrogantes acerca de si empiezan con la comprensión de deseos (Wellman y Liu, 2004) o con el seguimiento ocular desde la infancia temprana (Onishi y Baillargeon, 2005); segundo, los procesos que sustentan dichos desarrollos (Wellman et al., 2008). Respecto al orden de aparición de estas habilidades, se sostiene que la hipótesis más fuerte se da en favor de un desarrollo universal (Bradford et al., 2018) aunque también se reconoce que las experiencias influyen en el desarrollo de habilidades de ToM (Amsterlaw y Wellman, 2006). Por otra parte, se ha buscado establecer si la cognición social puede ser un proceso separable de otros dominios de procesamiento de información (Wellman et al., 2008). Para avanzar en este objetivo, la investigación se ha centrado en la continuidad o discontinuidad entre habilidades tempranas de los niños (e. g., reconocimiento de acciones intencionales), y sus posteriores habilidades de ToM (e. g., comprensión de deseos y creencias). A este respecto, se ha encontrado que la imitación de acciones intencionales, así como el lenguaje referido a estados internos, son fuertes predictores de posteriores habilidades de ToM (Olinek y Poulin-Dubois, 2007). También se ha reportado que la atención infantil a acciones intencionales predice posteriores habilidades mentalistas (Wellman et al., 2008). Un aspecto a considerar en la secuencia de desarrollo es el hecho de que los niños parecen desarrollar inicialmente una ToM como copia, pero solo posteriormente, en los años escolares, se desarrollaría una ToM interpretativa como sistema representacional (Lalonde y Chandler, 2002). En conclusión, las limitaciones para comprender en qué momento los niños son capaces de atribuir estados mentales y predecir el comportamiento con base en ellos parecen provenir de restricciones metodológicas, y no de las capacidades mismas. 3. ToM y lenguaje El tema de las relaciones entre ToM y lenguaje merece una sección aparte en virtud de la cantidad de hipótesis, debates y trabajo empírico que ha generado (Astington y Baird, 2005). Algunos autores abordan esta cuestión afirmando que el lenguaje no desempeña un papel especial, en tanto la ToM es un módulo innato que se relaciona con el lenguaje solo en la medida en que dicho módulo se hace evidente cuando se ha alcanzado cierto nivel de desarrollo lingüístico y cognitivo general (e. g., Fodor, 1992). Otros autores (e. g., Gopnik y Wellman, 1994) ven en el lenguaje simplemente un medio para que el niño entre en contacto con la información que necesita para construir una ToM, sin que dicho lenguaje desempeñe un papel particularmente relevante. Otros postulan un papel fundamental para el lenguaje, específicamente en lo concerniente a la pragmática (e. g., Dunn y Brophy, 2005; Kobayashi, 2018; Milligan, Astington y Dack, 2007), la semántica y la complementación sintáctica (e. g., Bartsch y Wellman, 1995; De Villiers, 2007). En general, los datos parecen indicar que la influencia entre las habilidades de ToM y el lenguaje es bidireccional, aunque es más fuerte la predicción del lenguaje sobre las habilidades de ToM que lo contrario, dependiendo del rango de edad en que se evalúe (De Villiers, 2007). En este sentido, se ha documentado que los desarrollos tempranos en ToM conforman una base fundamental en el aprendizaje de la referencia y se ha reportado consistentemente que después de los cuatro años, cuando los niños suelen aprobar las tareas clásicas de falsas creencias, las estructuras de complementación sintáctica constituyen una herramienta representacional que da soporte al razonamiento sobre estados mentales. No obstante, entre los dos y los cuatro años el conocimiento sobre las relaciones entre lenguaje y ToM es aún incipiente y existe evidencia contradictoria al respecto (De Villiers, 2007). La importancia del lenguaje parece evidente cuando se consideran aspectos de la interacción del niño tales como su participación en conversaciones cotidianas, especialmente cuando estas se enfocan en los estados mentales propios y ajenos (Dunn y Brophy, 2005). Estos intercambios conversacionales permiten que el niño comprenda paulatinamente que diferentes personas pueden tener diferentes puntos de vista e información sobre el mundo, con lo cual afianzan su concepción de los otros como seres intencionales y agentes mentales (Ontai y Thompson, 2008; Tomasello, 2000). En este último sentido el lenguaje permite un nivel de abstracción que da soporte a estados mentales inobservables (Astington y Baird, 2005). Adicionalmente, la capacidad temprana para comprender las intenciones de otros constituye la base del aprendizaje de palabras, proceso anclado en las interacciones entre niños y cuidadores, en las cuales el niño enfoca su atención en el hablante y en el objeto con el cual dicho hablante se relaciona, lo que permite que las palabras empiecen a tener referentes, estableciéndose así una conexión temprana entre ToM y lenguaje (De Villiers, 2007). Existe controversia acerca de si estos logros iniciales en términos de comprensión de la intencionalidad son independientes del lenguaje, es decir, si este actúa como facilitador sin ser necesario (De Villiers, 2000). A este respecto, se ha reportado que el lenguaje expresivo predice mejoras en la ToM (Brock, Kim, Gutshall y Grissmer, 2018) y existe evidencia de que el uso de verbos mentales y el discurso sobre la mente, se relaciona significativamente con el desarrollo de la ToM (De Villiers, 2007). Por ejemplo, los verbos para la acción de ver y, en general, los que suponen una perspectiva, parecen surgir desde los dos años. A partir de esta edad los niños parecen ser sensibles a la perspectiva de otro individuo, lo cual se evidencia en el uso de términos deícticos (e. g., yo, tú, aquí, allá, este, esto, ir, venir), que por definición requieren reconocer y evaluar la posición espaciotemporal de hablante y oyente, por lo que su significado permuta cuando cambia el hablante (De Villiers,2007). Durante el tercer año, los niños pueden darse cuenta de los diferentes deseos de un individuo y eventualmente predicen su comportamiento con base en dichos deseos, y es por esta misma época cuando el vocabulario empieza a incluir términos para referirse a tendencias comportamentales, tales como «querer», «gustar» o «no gustar» y términos sobre estados mentales tales como «pensar», «saber», «olvidar» y «recordar» (De Villiers, 2000). Los niños adquieren palabras referidas a deseos (e. g., «querer», «desear») antes que palabras referidas a creencias (e. g., «pensar», «saber») y hacia los tres años empiezan a conversar sobre pensamientos y creencias para establecer posteriormente conexiones entre esos pensamientos y creencias, y construir así paulatinamente una ToM (Bartsch y Wellman, 1995). De igual forma, se ha reportado que la correlación entre el uso de lenguaje para estados mentales y la ejecución en tareas de ToM puede ser moderada, mientras que entre el lenguaje receptivo y el puntaje en tareas de ToM la correlación podría ser más alta (Grazzani y Ornaghi, 2012). Verbos como «querer» son cruciales en tanto son intencionales, es decir, funcionan como un modo gramatical que describe la relación entre la realidad y la intención, indicando que algo no es el caso, por lo que el aprendizaje de estos verbos solo puede darse en la interacción con otros y se diferencia de la adquisición de verbos como «romper», «jugar» o «comer», en que implican algo que justamente no está ocurriendo (De Villiers, 2007). De hecho, los niños comprenden y aprenden a usar esta clase de verbos incluso desde un año de edad y antes que los verbos de creencia (Bartsch y Wellman, 1995). Cabe anotar que, a pesar del uso de estos verbos mentales, aún no se presentan formas incrustadas de falsedad, es decir, aún no se producen alusiones a estados de cosas en conflicto con la realidad, por lo cual el niño aún no está en capacidad de aprobar tareas de falsas creencias (De Villiers, 2007). Por otra parte, el uso de verbos mentales no siempre implica una referencia mental, ya que en un principio los términos se usan de forma estereotipada, la mayoría de usos son autorreferenciales, implican proposiciones verdaderas y dependen del tipo de interlocutor. De Villiers (2000) agrega que los primeros verbos mentales parecen constituir marcadores de incertidumbre que paulatinamente se van convirtiendo en auténticas referencias a contenidos mentales; además, entre los tres y los cuatro años los niños aún presentan dificultades para responder a preguntas como «¿qué dijo la niña que había comprado?», que típicamente contestan desde su punto de vista, aunque la pregunta no involucra verbos mentales, lo cual sugiere que primero se deben dominar las estructuras de complementación sintáctica para razonar con verbos no mentales y luego dichas estructuras se van complicando a medida que involucran complementos para verbos mentales. Los verbos mentales con frecuencia son el verbo principal en oraciones complejas que tienen oraciones subordinadas (llamadas complementos), como su objeto gramatical (Astington y Baird, 2005). Concretamente, algunas oraciones exigen como complemento una oración subordinada, por ejemplo, en la frase «yo pienso que él viene a comer», que incluye el verbo «pensar», se requiere una oración subordinada (i. e., complemento) que especifique qué piensa la persona: «… que él viene a comer» (De Hollanda de Souza, 2006). Adicionalmente, los verbos mentales permiten oraciones falsas incrustadas en oraciones verdaderas, por ejemplo: «Juan piensa que las chocolatinas están en la alacena». «Juan piensa» es verdadero, pero el complemento (en cursiva) puede ser falso, de manera que la estructura sintáctica provee el formato necesario para representar creencias como falsas (Astington y Baird, 2005). En síntesis, el proceso de adquisición de los verbos mentales como referentes de estados invisibles se da mediante las estructuras críticas de complementación sintáctica aprendidas por analogía con estados abiertos de comunicación, con lo cual el niño adquiere la estructura representacional para codificar estados de creencia, es decir, la adquisición de la sintaxis para representar falsos complementos es el paso que permite al niño usar y generar representaciones simbólicas suficientemente elaboradas para sobrepasar interpretaciones convincentes generadas por la experiencia directa (Remmel y Peters, 2009). Así bien, uno de los desarrollos más importantes en este proceso es la aparición del concepto de creencia y el lenguaje para los estados de creencia, lo cual permite que, hacia los cuatro años, los niños se encuentren en capacidad de aludir a la falsa creencia de alguien (De Villiers, 2007). Como apunta De Villiers (2007), dichas estructuras de complementación son fundamentales porque los verbos sobre estados mentales y de comunicación son únicos en cuanto al tipo de complementos que permiten. El uso de este tipo de estructuras de complementación se ha documentado hacia el final del cuarto año, época que en términos generales coincide con la mayor probabilidad de éxito en tareas de ToM, particularmente en las de falsas creencias, por lo que se podría concluir que a esta edad la dirección de la influencia parece ser que el lenguaje determina la ToM (De Villiers, 2000). Además, se ha reportado que se puede predecir la ejecución en tareas de falsas creencias a partir del dominio de estructuras de complementación, mientras que la predicción contraria no ocurre, es decir, la ejecución en tareas de falsas creencias no es un predictor del uso de estructuras de complementación sintáctica (De Villiers, 2000, 2007). La relación entre desarrollo semántico y sintáctico, y la comprensión de falsas creencias se encuentra bien documentada; sin embargo, la mayoría de estudios que dan cuenta de dicha relación son correlacionales, lo cual abre la posibilidad a múltiples interpretaciones. De aquí que las conclusiones más fuertes puedan extraerse principalmente de estudios con entrenamiento, en los cuales se toman muestras de niños que en principio no comprenden falsas creencias, se exponen sistemáticamente a un entrenamiento que implica algún aspecto del lenguaje y se evalúa nuevamente su comprensión de falsas creencias (Lohmann y Tomasello, 2003). En efecto, en el estudio llevado a cabo por Lohmann y Tomasello (2003) con niños de tres años en adelante, se encontró que el lenguaje fue una condición necesaria para que los niños progresaran en la comprensión de falsas creencias; de hecho, el entrenamiento en complementación sintáctica con verbos mentales fue suficiente por sí mismo para facilitar la comprensión de falsas creencias. En conjunto, estos hallazgos dan soporte a la idea de que la experiencia lingüística es un facilitador fuerte, quizás incluso necesario, en el desarrollo de la comprensión de falsas creencias (Lohmann y Tomasello, 2003). Por otra parte, además de la comprensión de falsas creencias, una ToM madura puede implicar otros desarrollos sofisticados; por ejemplo, la opacidad referencial que involucra la comprensión del sentido de los verbos intencionales (i. e., «saber», «pensar»), tal y como se ilustra en el siguiente ejemplo: si se afirma «la niña supo que la caja de plata estaba en la repisa», y si se supone por un momento que la caja de plata contiene un regalo de cumpleaños, pero la niña no lo sabe, sería incorrecto decir «la niña sabía que el regalo de cumpleaños estaba en la caja». En los contextos ordinarios del verbo se puede afirmar «la niña levantó el regalo de cumpleaños», para lo cual no se requiere que ella sepa qué hay en la caja, basta con que la levante, de manera que el enunciado resulta ser verdadero o falso dependiendo del tipo de verbo que se use, es decir, del sentido del verbo intencional (De Villiers, 2007). La evidencia sobre la edad en que los niños muestran este nivel de sofisticación es poco concluyente, ya que, aun cuando aprueben tareas de falsas creencias, no siempre juzgan de manera correctalas condiciones de sustituibilidad referencial (De Villiers, 2007). En conclusión, la investigación sobre las relaciones entre ToM y lenguaje sugiere que los bebés atienden a las acciones de otros y reconocen intenciones, lo cual abre posibilidades para fijar la referencia de las palabras tempranas. Todo esto sucede antes de que exista el lenguaje; de hecho, parece ser justamente esta capacidad lo que en muchos sentidos posibilita la adquisición del lenguaje. En cuanto a las relaciones entre ToM y lenguaje entre los dos y los cuatro años, es probable que el diálogo represente un papel especial al fijar los significados de los términos, para que luego, hacia los cuatro años, las estructuras lingüísticas involucradas en la complementación permitan nuevas formas de razonamiento acerca de otras mentes, lo cual posibilita la comprensión de falsas creencias. El panorama vuelve a ser poco claro entre los cuatro y los siete años, período en el cual no se comprende muy bien si los desarrollos adicionales, tales como los estados de creencia de segundo orden y la opacidad referencial, se dan enteramente en el lenguaje en sí mismo, o si tienen análogos no verbales (De Villiers, 2007). 4. Debate teórico sobre la ToM El debate teórico acerca de la ToM se ha enfocado en descifrar si las capacidades involucradas se pueden entender como una actividad teórica o de simulación (Riviere, 2000). En este sentido, se han planteado principalmente dos grupos de hipótesis: por una parte están las propuestas denominadas teoría-teoría, que priorizan la capacidad de representarse cognitivamente estados mentales propios y ajenos, y ver dichos estados mentales como la base de las acciones (Apperly, 2008; Mitchell, 2005; Pineda y Hecht, 2009; Wellman y Gelman, 1992); y, por otra, están las aproximaciones basadas en la teoría de simulación, que priorizan la experiencia perceptual y la capacidad de experimentar, sin necesidad de razonamiento conceptual, las acciones y emociones de los otros y, a partir de ello, predecir su comportamiento en diversas situaciones (Gallese, Keysers y Rizzolatti, 2004, Tager-Flusberg y Sullivan, 2000). A continuación, se describe cada una de estas posturas. 4.1. La teoría-teoría (TT) Esta aproximación prioriza la capacidad de representación para explicar la génesis y naturaleza de las competencias cognitivas que permiten a los humanos tener una mirada mental (Gopnik y Wellman, 1994; Perner, 1991). En esta perspectiva se entiende la cognición como un proceso representacional, abstracto y simbólico (Apperly, 2008; Kerr, 2008; Mitchell, 2005; Pineda y Hecht, 2009) y se considera que las habilidades de ToM se basan en la comprensión de que ciertos estados internos están en la base de las acciones de las personas (Gopnik y Wellman, 1992). Wellman (1990), Perner (1991) y Gopnik (1996) (citados por Riviere, 2000) afirman que la ToM puede entenderse como una teoría en un sentido semejante a como se entienden las teorías científicas, solo que su dominio son las relaciones interpersonales. Por esta razón, se afirma que esta postura se encuentra basada en la metáfora de la ciencia. En este tipo de aproximaciones se acepta la idea de construcción y se supone una distinción ontológica entre entidades y procesos mentales internos, y objetos y acontecimientos físicos, de manera que, como toda teoría, la ToM presuntamente consiste en un proceso de cambio conceptual (Riviere, 2000). Wellman (1990; citado por Riviere, 2000) sostiene que los niños de tres años son capaces de emplear criterios como la visibilidad o la tangibilidad para diferenciar fenómenos mentales de físicos, se dan cuenta de que las entidades mentales no son reales, no las confunden con entidades físicas intangibles o invisibles (e. g., el humo, el sonido) y comprenden que son privadas, es decir, asumen un compromiso ontológico de distinción entre lo físico y lo mental. Bajo esta óptica, las habilidades de ToM serían distintas de la capacidad discriminativa, ya que la comprensión de los estados mentales como causantes de las acciones requeriría, además, entender la intencionalidad como experiencia interna de los actores (Wellman y Gelman, 1992). En el mismo sentido, para Riviere (2000) no es posible pensar, ni comprender, ni preferir, ni estar seguro sin representar, y para dar fuerza a su argumento se apoya en la conceptualización de Dennett (1987), quien ha denominado actitud intencional a esa posición fundamental sobre los otros, que inevitablemente supondría una capacidad representacional, o sea, la atribución de mente y la consecuente actuación basada en dicha atribución. En favor de esta supuesta universalidad, Riviere (2000) aporta evidencia según la cual los niños de diferentes culturas resuelven a las mismas edades las tareas clásicas de ToM, lo cual podría atribuirse a una capacidad humana básica independiente de la cultura. En este sentido, Perner (1991) plantea que la atribución de mente exige necesariamente atribuir representaciones, su enfoque supone que para explicar las competencias mentalistas hay que postular un conjunto de conceptos y principios que permiten la realización de una actividad básicamente inferencial que implica el empleo de un tipo particular de representaciones, a las que se da el nombre de metarrepresentaciones, que se definen por ser a su vez representaciones de relaciones representacionales. Según esto, solo pueden tener ToM los organismos capaces de tener metarrepresentaciones y para Perner (1991), el desarrollo de ToM en el niño implica un incremento en la comprensión de la mente como un sistema representacional y es justamente esa comprensión la que se evalúa en las tareas de falsa creencia. En contraste, un segundo grupo de aproximaciones TT emplea el término teoría en un sentido diferente, inspirado en la formulación de Chomsky (1980; citado por Riviere, 2000), en la cual la ToM se trata como una capacidad mentalista modular innata que va madurando en el curso del desarrollo, hasta que finalmente el individuo es capaz de formular metarrepresentaciones. En este sentido, las explicaciones constituyen una metáfora del lenguaje y la ToM consistiría en un sistema que requiere de la interacción con personas para desarrollarse, pero que no implica procesos de aprendizaje derivados de una enseñanza deliberada (Riviere, 2000). En este conjunto de posturas se plantea que la ToM es independiente de las representaciones sobre otros dominios, es decir, implica un módulo innato de representación y conocimiento a través del cual el individuo es capaz de representar actitudes proposicionales de los agentes que llevan a cabo ciertas acciones, formando así metarrepresentaciones de estados mentales y emocionales respecto de representaciones primarias de eventos físicos (e. g., Fodor, 1992; Leslie, 1987). En su propuesta, Fodor (1992) establece la existencia de un módulo cognoscitivo denominado módulo ToM, de carácter innato, que agrupa conjuntos de habilidades específicas y cuyo procesamiento funcional está predeterminado y encapsulado, y cuyos resultados representacionales son insensibles a la revisión a través de la experiencia. Si bien este módulo es independiente, se propone que está vinculado con otros módulos cognitivos como la memoria, la atención y el lenguaje. En este mismo sentido, Leslie (1987) describe lo que denomina juegos de ficción como las primeras manifestaciones simbólicas en el niño, quien, por ejemplo, juega con un trozo de madera simulando que es un auto de juguete. Este comportamiento supone una representación primaria del objeto real con el que está jugando (un trozo de madera), y una metarrepresentación o representación secundaria que está desacoplada de la realidad (auto de juguete). Dicha capacidad, que se expresa a partir de los dieciocho meses de edad, aproximadamente, está determinada filogenéticamente y se constituye como el requisito sine qua non para que la capacidad de atribuir estados mentales pueda desarrollarse. El mecanismo del módulo ToM (ToMM) supone el desarrollo detres submódulos: (a) el de teoría del mecanismo del cuerpo (Toby), gracias al cual el niño puede identificar, hacia los tres o cuatro meses de edad, si el movimiento de un cuerpo —que puede ser el suyo— se debe a fuerzas internas o externas; (b) el módulo ToMM1, que permite identificar, hacia los seis u ocho meses, acciones realizadas sobre un objeto por parte de diferentes agentes; y (c) el módulo ToMM2, que se desarrolla entre los dieciocho y los veinticuatro meses, gracias al cual el niño puede reconocer estados mentales propios y ajenos. En resumen, el enfoque basado en la metáfora de la ciencia, a diferencia del modularista, equipara el desarrollo de la ToM a un proceso de cambio teórico y comprensión creciente que no se produce de manera independiente de los progresos en otros dominios a lo largo del desarrollo (Riviere, 2000). Los modularistas, por su parte, conciben el desarrollo de la ToM como despliegue progresivo de competencias autónomas, independientes e irreductibles unas a otras y que no necesariamente se hacen explícitas en un lenguaje mental (Riviere, 2000). 4.2. La teoría de simulación (TS) Esta perspectiva enfatiza en la capacidad de simulación para explicar la génesis y naturaleza de las competencias cognitivas que permiten una mirada mental, de modo que las habilidades mentalistas son esencialmente procesos de acceso interno a la propia mente y proyección simulada de la forma en que se experimenta, concibe y representa el mundo (Riviere, 2000). Así, el desarrollo de la ToM se haría posible básicamente en la actividad de asumir roles en tanto permite el desarrollo de formas cada vez más sofisticadas de simulación (Harris, 1992). Mientras que la postura de los teóricos de la TT se califica como fría, centrada en procesos intelectuales de cambio inferencial de unos conjuntos de creencias a otros, la TS se enfoca en la emoción, la motivación y el razonamiento práctico (Riviere, 2000). Otra diferencia esencial es que los teóricos de la TT suponen que la actividad mentalista se basa en un cuerpo de conocimiento más o menos comparable al de las teorías científicas, mientras que los defensores de la TS proponen que las habilidades mentalistas son básicamente una experiencia no teórica y fundamentalmente distinta de la forma en que los individuos conocen el mundo físico (Gordon, 1996; citado por Riviere, 2000). Algunas aproximaciones en TS enfatizan en la cuestión de la primera persona del singular, concebida como el núcleo de la posibilidad de mentalizar previo a cualquier elaboración teórica de lo mental, en la medida en que implica acceso inmediato y autorreconocimiento de las experiencias propias diferenciadas, que luego se proyectan en otros mediante una actividad de simulación, es decir, no se accedería a los estados mentales de otros mediante la simulación si primero no se diera un acceso inmediato a la interioridad propia (Riviere, 2000). La comprensión de las emociones, las intenciones y las creencias de los demás sería posible gracias a una experimentación de las acciones y las emociones de los otros, mediante su simulación en el propio sistema sensoriomotor (Gallese y Goldman, 1998). Esta capacidad tendría su principal sustrato fisiológico en el llamado sistema de neuronas espejo y la región posterior del surco temporal superior (STS). El sistema de neuronas espejo estaría constituido por un tipo particular de neuronas que se disparan cuando un sujeto realiza una acción, cuando observa a otro sujeto realizar una acción similar y cuando se observa una emoción en otra persona (Gallese et al., 2004; Rizzolatti, 2005). Este sistema de neuronas espejo permitiría comprender el sentido y las intenciones de las acciones que se observan, ya que se tendría una copia sensoriomotora de dichas acciones, a partir de la cual podríamos hacer nuestras propias inferencias y predicciones sobre las acciones de los otros (Apperly, 2008; Rizzolatti, 2005). Un segundo grupo de aproximaciones TS enfatiza la noción de atención compartida o conjunta como requisito fundamental para el desarrollo de una ToM (Baron-Cohen, 1989; Tomasello, 2000). La noción de atención conjunta o compartida se refiere a la capacidad de monitorear lo que el propio individuo y otro están atendiendo simultáneamente, conformando representaciones triádicas que involucran la propia percepción del individuo, la percepción de otra persona y la percepción de un objeto. Baron-Cohen (1989) describe tres mecanismos cognoscitivos que se desarrollan entre los tres y los doce meses, que considera requisitos previos al desarrollo del módulo ToM: (a) mecanismo de detección de intencionalidad, (b) mecanismo detector de dirección del ojo, y (c) mecanismo de atención conjunta. Adicionalmente, para estos autores las habilidades implicadas en episodios de atención conjunta son condiciones necesarias para el desarrollo de la comunicación simbólica y de la intencionalidad comunicativa verbal y no verbal. En tercer lugar, se encuentran las teorías que suponen el desarrollo de ToM a partir de procesos de socialización entre padres e hijos (Carpendale y Lewis, 2004). Desde esta perspectiva se enfatiza la influencia del ambiente social sobre el desarrollo de las habilidades implicadas en la ToM y en el reconocimiento de las diferencias individuales producto de tal influencia. Carpendale y Lewis (2004) reconocen que el desarrollo de la comprensión social en el niño ocurre al interior de interacciones triádicas que implican tanto las experiencias del niño acerca del mundo como la interacción comunicativa con otras personas respecto de sus creencias y experiencias. Es en estas interacciones triádicas en las que es posible la construcción de conocimiento acerca del mundo y de otras personas, lo cual permite, a su vez, el desarrollo de la comprensión infantil de la mente propia y de otros. La comunicación recíproca respecto de estados mentales propios y ajenos, y el uso de expresiones referidas a estados mentales son considerados como factores necesarios en el desarrollo de la ToM. 5. Críticas a la noción de ToM Sin duda alguna, la investigación sobre ToM es uno de los campos de investigación científica disciplinar y de aplicación práctica con mayor desarrollo en las últimas décadas. El avance en la comprensión de tal fenómeno y en las aplicaciones de dicho conocimiento al abordaje de diversos trastornos ha sido posible gracias a la integración de diferentes disciplinas, entre las que se encuentran la psicología, la cognición comparada y la neurofisiología, entre otras. Wellman (2018), uno de los principales autores en el campo de la ToM, hace un recorrido por la literatura para mostrar cómo, desde los primeros estudios con prescolares en los años 80, rápidamente se extendieron las investigaciones a otras etapas del ciclo vital. Se empezó estudiando comportamientos simples, y hoy por hoy se han identificado circuitos neurales, genes y estructuras sociales involucradas en el desarrollo de la ToM. Los primeros estudios se llevaron a cabo con muestras de EE. UU., Canadá y Europa, y actualmente se reportan estudios en múltiples países. Esto demuestra, según Wellman (2018), que la idea de una ToM ha impactado en campos tan diversos como la antropología, la religión, la clínica, la educación, el derecho, la primatología y la filosofía, entre otros, con lo cual se puede concluir que forma parte de los debates contemporáneos sobre el ser humano. Quizás, en términos de la fructífera producción de conocimiento, de la generación constante de propuestas de investigación y de la innovación teórica y metodológica que caracteriza a este campo de investigación, es posible suponer que este intercambio constante entre conocimiento de orden analítico y sintético constituye una estrategia eficaz de desarrollo científico que podría ser emulada en otras áreas de investigación. No obstante, el supuesto mismo de que existe algo que se pueda denominar una ToM resulta limitante en la comprensión de la interacción social, ya que no permite dar cuenta de una capacidadmás general para comprender el mundo social y los fenómenos psicológicos (Nelson, 2005). Siendo un campo de investigación tan bien establecido, resulta sorprendente que la literatura crítica sobre la ToM sea tan escasa. Entre los pocos abordajes críticos, se han planteado inquietudes acerca de la validez de las tareas de evaluación (Bloom y German, 2000) y su conexión con las interacciones de los niños en sus vidas cotidianas y entornos naturales (Swettenham, 2000). También se ha señalado que los diferentes niveles de descripción y términos utilizados hacen difícil, incluso para los expertos, navegar en lo que se quiere decir por ToM y definir cómo estudiar dicho fenómeno usando métodos científicos (Schaafsma, Pfaff, Spunt y Adolphs, 2015). Lo que se puede apreciar de estas críticas es que se trata de abordajes que preservan la lógica interna con la que se ha establecido la noción misma de ToM, es decir, aunque señalan aspectos cuestionables, no se alteran los supuestos fundamentales y problemáticos sobre los que se ha construido este campo de estudio. Como se ha mostrado a lo largo de este capítulo, el planteamiento central de la ToM es que la acción social requiere que las personas construyan una teoría sobre la naturaleza de las mentes para dar sentido unos a otros. Así, un individuo debe salvar una brecha entre lo que experimenta directamente de los otros y lo que pasa en sus mentes, es decir, la experiencia sensorial inmediatamente disponible resulta limitada al informar únicamente sobre los movimientos en el espacio, pero no sobre los estados mentales, por lo que el individuo, supuestamente, se ve en la necesidad de inferir, teorizar o simular (Leudar y Costall, 2009a). Esta forma de entender la interacción social ha llevado a desarrollar tareas y experimentos que plantean a los participantes situaciones en las que no están realmente involucrados, lo que supone una profunda intelectualización de las relaciones humanas (Leudar y Costall, 2009b) e implica considerar que los niños pequeños son incapaces de relacionarse apropiadamente con otros (Costall y Leudar, 2009). Bajo esta lógica, la comprensión social solo se puede explicar a partir de las condiciones restringidas y controladas de un experimento que permita dar sentido a los demás como agentes sociales mediante una experiencia mediada e indirecta en la que solo es posible observar e inferir, mas no involucrarse, como sí suele suceder en la vida cotidiana (Leudar y Costall, 2009a). Adicionalmente, se desconfía de los estudios basados en interacciones de la vida real porque se supone que solo permiten apreciar una apariencia de sociabilidad, mientras que la investigación científica sí nos llevaría más allá de la superficie de las cosas, hacia una realidad oculta que no está disponible a la percepción (Leudar y Costall, 2009a). El problema es que este supuesto de que se trata de un fenómeno indirecto no es en realidad una cuestión empírica, aunque así se presente. Los experimentos en ToM terminan definiendo a priori el fenómeno que dicen investigar, en tanto la evidencia proveniente de dichos experimentos se usa para justificar los supuestos de partida, con lo que se cae en una tautología insuperable (Leudar y Costall, 2009a). El tratamiento de las personas como teóricos es una herencia de la tradición chomskiana del lenguaje, en la que se da por hecho que el comportamiento es simplemente movimiento sin significado, lo que reproduce el dualismo mente- cuerpo, con otro supuesto implícito según el cual los estados mentales son privados y los comportamientos no, con lo cual estos últimos constituirían un marcador evidencial de la mente (Leudar y Costall, 2009a, 2009b). En todas las versiones de la ToM se aprecia una adhesión a esta concepción cartesiana de lo mental como algo indirectamente observable a través del comportamiento. A juicio de Sharrock y Coulter (2009), esta doctrina impone un sentido restrictivo a los términos «comportamiento» y «observable», haciendo inevitable que lo mental tenga que ser inferido a partir de lo observable. Agregan estos autores que el uso de expresiones como «intención», «pensamiento» o «creencia» está basado en una demarcación lógica, mas no empírica, entre lo observable y lo inobservable, con lo cual estos términos adquieren un carácter hipotético y especulativo que presupone como única posibilidad el atestiguar movimientos mecánicos cuando se observan acciones. Además, prosiguen con este ejemplo para llevar su argumento al límite: si fuera cierto que no se pueden observar estados mentales sino solo movimientos corporales, no se podría decir que alguien está cruzando la calle, sino que solamente se podría observar un cuerpo ubicado en algún lugar entre un lado de la calle y el otro, con las piernas moviéndose, y no se podría ni siquiera asumir que las piernas se están moviendo para transportar el resto del cuerpo en alguna dirección, ya que la expresión «cruzar la calle» anticipa movimientos futuros del cuerpo e indica la dirección de los pasos de quien se mueve. Por otro lado, los investigadores de la ToM no explican qué detiene a un niño de tomar las acciones de los personajes de las tareas de evaluación como meros movimientos mecánicos sin significado, y no explican de manera convincente por qué esas tareas solo se pueden resolver postulando estados mentales (Sharrock y Coulter, 2009). De hecho, afirman que la única evidencia de que los niños forman una ToM es el uso que hacen de los términos mentales, lo que no los convierte en términos referenciales o teóricos, sino en prácticas conversacionales que se aprenden en un contexto determinado, lo cual le da sentido a la discusión de Ryle (1949) sobre la lógica informal, ya que en el lenguaje, tal como es hablado, estos términos no operan de la forma que suponen las tradiciones cartesianas. En el estudio de la ToM se presume que el lenguaje se refiere a cosas que son independientes de él, de manera que expresiones como «pensar», «imaginar» o «percibir», entre otras, necesariamente se refieren a algo, a saber, ocurrencias empíricas en la mente de alguien (Sharrock y Coulter, 2009). La cuestión es que los términos psicológicos no funcionan referencialmente (Smith, 2007); como señalan Sharrock y Coulter (2009), expresiones como «yo supe» o «yo pienso» no se refieren a dos tipos de ocurrencias diferentes en el mundo, sino a la precisión y lo apropiado de lo que se está diciendo para la circunstancia en la que se está diciendo. Los dos conceptos tienen gramáticas diferentes, lo que no implica que se refieran a dos estados mentales distintos; en otras palabras, se trata de conocer las reglas para la adscripción de conocimiento, creencia, intención, etc. Los niños no formulan una teoría, sino que aprenden a aplicar ciertos términos de forma convencional, de modo que los estados internos postulados son lingüísticamente vacíos, aunque las palabras que constituyen el vocabulario mental sí tienen reglas para su uso correcto, es decir, el lenguaje mentalista opera de una forma criterial más que hipotética (Sharrock y Coulter, 2009). Ninguno de estos problemas se resuelve apelando a la existencia de capacidades representacionales especiales, módulos innatos o simulaciones (Costal y Leudar, 2009). La idea de módulo se originó en la propuesta chomskiana de que la sintaxis se diferencia analítica y ontológicamente de la semántica, lo cual llevó a varios teóricos, especialmente Fodor, a elaborar una teoría sobre la modularidad (Sharrock y Coulter, 2009). Desde este punto de vista, se afirma que el lenguaje está encapsulado y es diferenciable de otras capacidades tales como la percepción u otras formas de conducta no verbales. De igual manera, se supone que la capacidad para usar la porción mentalista del lenguaje es diferente e independiente del resto de nuestras capacidades lingüísticas, lo cual no tiene sentido porque equivaldría a afirmar que una cosa es aprender a hablar y otra, diferente y separada, es percibir los objetos y eventos del mundo, cuandoen realidad ambas son prácticas que pertenecen al conjunto de juegos del lenguaje que jugamos en nuestra existencia social (Ribes-Iñesta, 2007). Incluso individuos que no tienen la capacidad de metarrepresentar y, por lo tanto, no han desarrollado una ToM (e. g., niños preverbales, personas diagnosticadas con trastornos del espectro autista y los animales), se pueden llevar bien con otras personas en su vida cotidiana (Leudar y Costall, 2009a), dado que las predicciones y ajustes que realizamos difícilmente se pueden considerar deducciones de una teoría nomológica o estocástica (Sharrock y Coulter, 2009). Esta propuesta obedece a la aceptación de que los niños son espectadores distantes de la actividad humana. En realidad, los niños aprenden un conjunto de expresiones y sus criterios de uso gracias a los adultos que los incorporan en la cultura con todas sus prácticas y valores, de manera que entender a otros no requiere inventos ingeniosos o la activación de módulos innatos, sino que supone la participación en un rango de actividades diversas junto con otros y es esto lo que determina qué contará como una comprensión exitosa de los demás (Sharrock y Coulter, 2009). Así bien, la forma de vida humana está constituida por y a través de redes de relaciones sociales entre individuos, relaciones de carácter predominantemente lingüístico que permiten que los seres humanos construyamos acuerdos, convenios, normas y compromisos y que ajustemos nuestro comportamiento a lo que estos prescriben, conformando de esta manera organizaciones humanas institucionalizadas. Las instituciones no son concebidas como representaciones abstractas de estructuras sociales, sino que se trata de individuos interactuando con otros individuos de acuerdo con los criterios estipulados por el grupo del que forman parte (Ribes-Iñesta, Pulido-Avalos, Rangel-Bernal y Sánchez-Gatell, 2016). En dicho sentido, una institución puede estar conformada por grupos de individuos —que se relacionan entre sí— de diferente extensión, por ejemplo, puede tratarse de un grupo tan grande como los integrantes de una iglesia o tan pequeño como los de un club de fans conformado solo por tres personas. Dado lo anterior, según Ribes-Iñesta et al. (2016) una institución es un grupo de individuos con un conjunto estructurado de comportamientos (realizado con un objetivo definido y conocido por todos) que trascienden en tiempo a cualquiera de los individuos que participan en dichos comportamientos. En consecuencia, el establecimiento de las relaciones sociales institucionalizadas supone que los seres humanos seamos capaces de reconocer que otras personas pueden tener intenciones, deseos, creencias y pensamientos propios en su hacer y decir en el mundo y que en algunas circunstancias estos pueden ser diferentes de lo que nosotros creemos y pensamos. Esta capacidad, en algunos casos, nos permite predecir el comportamiento de otros en situaciones sociales, predecir nuestro propio comportamiento y actuar en consecuencia con tales predicciones para modificar el comportamiento propio y de otros. En una línea similar de razonamiento, Nelson (2005) propone una metáfora alternativa al concepto de ToM: comunidad de mentes. El desarrollo que propone es el de la entrada a dicha comunidad y sostiene que dicho proceso es posible a través del uso, comprensión y producción del lenguaje. Un primer énfasis de esta metáfora es en las mentes, en plural, y no en una mente universal, lo que implica que la comprensión de las diferencias requiere entender las fuentes experienciales de dichas diferencias entre las personas. El segundo énfasis es la comunidad, lo cual contrasta con el hecho de que en el abordaje tradicional de la ToM el problema típico consiste en entender las creencias de otros individuos con base en sus acciones o en interpretar sus acciones con base en dichas creencias, es decir, el foco de atención son los individuos, mas no las fuentes de dichos estados mentales. Es la comprensión de las diferencias en los estados mentales y las fuentes de dichas diferencias lo que, según Nelson (2005), permite a los niños ingresar a la comunidad de las mentes. A medida que participan en su comunidad aprenden a rastrear estas diferencias, especialmente cuando hay claves salientes disponibles; además, agrega que el niño vive en un mundo de palabras que implican un sistema de intercambio de la mente, y para participar en este sistema el niño debe aprender el lenguaje. En principio, durante el segundo y el tercer año, el niño emplea mecanismos activos, tales como la imitación y el juego, para suplementar los mecanismos iniciales de observación y manipulación, pero la interpretación del significado de lo que experimenta continúa siendo privada y construida a partir de su propia perspectiva, de manera que solo a medida que el niño empieza a adquirir palabras y a recibir mensajes verbales, la perspectiva de los otros entra en juego. Con esto, Nelson (2005) afirma que la atención compartida, la atribución de intencionalidad y el aprendizaje de palabras son prerrequisitos para la participación en la comunidad de las mentes, pero no son evidencia de dicha participación. Sostiene que para entrar en la comunidad de las mentes, el niño debe aprender el lenguaje de las abstracciones, en el que los referentes son cuestión de acuerdo comunal sobre conceptos compartidos, y no partes materiales del mundo observable. En resumen, lo que Nelson (2005) propone es una vía de desarrollo diferente, en la cual el niño adquiere nuevas habilidades socializando con su familia y con otras personas, y gradualmente va desarrollando comprensiones acerca de la acción intencional, reflexiona sobre sí mismo y luego llega al lenguaje. Esto último amplía su experiencia y reorganiza simbólicamente el mundo de los conceptos abstractos, incluyendo el de «mente», de manera que, una vez equipado con un lenguaje representacional complejo, el niño puede participar escuchando historias, hablando sobre sus propias experiencias en el pasado y en el futuro, y especulando acerca de por qué las cosas son como son y por qué la gente hace lo que hace, y es justamente esto lo que constituiría la entrada en la comunidad de las mentes. Estas propuestas tienen el valor de resaltar el contexto normativo y cultural en sentido amplio en el que se desarrolla una comprensión sobre los estados mentales. Con esto, se llama la atención menos sobre aspectos intraindividuales y más sobre las características del contexto en el que se desarrolla una comprensión de los otros. 6. Anotaciones filosóficas para la investigación futura La ToM es un campo altamente ideologizado en el que la desconexión entre las personas se da como un hecho y los individuos se conciben como protocientíficos que tratan a los otros con desapego, objetivamente y de un modo intelectual (Leudar y Costall, 2009a). El fenómeno se presenta como un constructo neutral, no controversial, de manera que la afirmación de que una teoría es la base para entender a otros no se trata como una hipótesis sujeta a evaluación; al contrario, las normas metodológicas se perpetúan sin reflexión alguna, buscando precisión a expensas de validez (Sharrock y Coulter, 2009). Todo esto convierte a la ToM en un sistema metafísico y no empírico, lejos de estudiar la intencionalidad humana en ambientes sociales reales (Costall y Leudar, 2009). Si, como se ha mostrado, entender lo que otra persona está pensando, creyendo o sintiendo es una actividad situada, que ocurre en un contexto, los métodos no deben estudiar individuos aislados en ambientes artificiales, sino que deben abordarlos en circunstancias que reconozcan sus historias y las particularidades de su contexto. Para lograr este giro, es legítimo acoger una filosofía pragmática que retorne a un empirismo radical, al estilo de James, en el que los conceptos se utilicen en tanto sean simples y cumplan criterios de previsión y coherencia global (Carneiro-Leão, Alves da Rocha y Laurenti, 2016). Este giro pragmático implica variascosas. Desde un punto de vista epistémico, es consecuente con un abordaje contextualista (Pepper, 1942), en el cual se plantea que en el estudio de cualquier fenómeno el observador codetermina la verdad, por lo que sería necesario abandonar los artefactos de distanciamiento entre el participante y el investigador en el proceso de describir y explicar cómo es que llegamos a comprendernos socialmente. Contrarrestar este vicio epistémico ya establecido conlleva desarrollar métodos basados en la acción y el involucramiento por parte del participante (Reddy y Morris, 2004). En este punto, es claro que el antiguo problema de la mente no es un problema para resolver, sino que debe ser abandonado en favor de una concepción más bien wittgensteiniana en la que no se niegue la posibilidad de lo interno, sino que la oposición más bien se enfoque las doctrinas mentalistas sobre lo interno (Sharrock, 2009), de modo que sea posible estudiar las formas de vida que dan un lugar a estos fenómenos, entendiendo que comprender un juego del lenguaje significa compartir una forma de vida (Wittgenstein, 1953/1958). Así, a pesar de la persistencia de un lenguaje cartesiano por su efectividad retórica (Sharrock, 2009), el método debe apuntar a dilucidar cómo aprendemos el patrón de aplicación de los términos de forma situada, como constitutivos de las formas de vida en contextos complejos de interacción. El estudio pragmático de la comprensión social implica reconocer que el valor del discurso no descansa en su capacidad para reflejar la verdad, sino más bien en su capacidad para llevar a cabo relaciones, entendiendo que los términos funcionan como modos locales de hablar que se utilizan para coordinar relaciones entre las personas (Gifford y Hayes, 1999); en este caso, entre investigadores y participantes inmersos en una práctica social común. Esto supone comunidades científicas que tengan la capacidad de formar conceptos compartidos en un nuevo abordaje que deseche compromisos ontológicos no declarados (Putnam, 1999). Por otro lado, el método elegido debe involucrar la emocionalidad, ya que es el medio a través del cual se conocen las personas (Reschke, Walle y Dukes, 2017) y porque tanto pensamientos como emociones, que es lo que nos interesa conocer, son el producto de interacciones correguladas (Lunkenheimer, Kemp, Lucas‐Thompson, Cole y Albrecht, 2016). En consecuencia, un método para estudiar este fenómeno debe permitir entender cómo es que un niño puede ser un compañero activo en eventos sociales y, así, aprender a través de la experiencia (Shanker y Stieben, 2009). En suma, lo que hemos llamado acá el giro pragmático en el estudio de la comprensión social nos lleva a «… confiar en la investigación conducida en forma democrática [cooperativa]; no porque sea infalible, sino porque el camino a lo largo del cual descubriremos dónde y cómo modificar nuestros procedimientos es el que pasa a través de la investigación misma» (Putnam, 1999, p. 107). Referencias Ackerman, E. (1996). Perspective-taking and object construction. En Y. Kafai y M. Resnick (Eds.), Constructionism in practice: designing, thinking, and learning in a digital world (pp. 25-36). Nueva Jersey: Lawrence Erlbaum Associates. Amsterlaw, J. y Wellman, H. (2006). Theories of mind in transition: A microgenetic study of the development of false belief understanding. 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