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La toma de perspectiva Una conceptualización desde la psicología contextual María M Montoya-Rodríguez, María Isabel Rendón Arango y Luis Alberto Quiroga-Baquero

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La	toma	de	perspectiva
Una	conceptualización	desde	la	psicología	contextual
Primera	edición:	2020
ISBN:	9788418203046
ISBN	eBook:	9788418203503
©	del	texto:
María	M.	Montoya-Rodríguez
María	Isabel	Rendón	Arango
Luis	Alberto	Quiroga-Baquero
©	de	esta	edición:
Penguin	Random	House	Grupo	Editorial
CALIGRAMA,	2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso	en	España	–	Printed	in	Spain
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A	mi	familia,	por	todo.
María	M.	Montoya	Rodríguez
Para	César,	que	me	ha	impulsado
a	ver	las	cosas	desde	múltiples	puntos	de	vista.
María	Isabel	Rendón	Arango
Índice
Presentación	11
Capítulo	1.	El	antiguo	problema	de	la	«mente»	en	el	estudio	de	la	toma	de
perspectiva	15
1.	La	corriente	dominante	en	el	estudio	de	la	toma	de	perspectiva:	la	ToM	17
2.	Desarrollo	de	la	ToM	22
3.	ToM	y	lenguaje	27
4.	Debate	teórico	sobre	la	ToM	34
4.1.	La	teoría-teoría	(TT)	35
4.2.	La	teoría	de	simulación	(TS)	38
5.	Críticas	a	la	noción	de	ToM	41
6.	Anotaciones	filosóficas	para	la	investigación	futura	50
Referencias	53
Capítulo	2.	El	estudio	de	la	toma	de	perspectiva	desde	el	análisis	del
comportamiento	63
1.	Aproximaciones	no	mediacionales	al	estudio	de	la	ToM:	aportes	desde	el
análisis	de	la	conducta	67
1.1.	La	perspectiva	skinneriana.	La	conducta	verbal	y	el	análisis	funcional	de	los
términos	mentales	68
1.2	.La	perspectiva	postskinneriana	71
1.3.	La	perspectiva	interconductual	postkantoriana	80
1.4.	La	perspectiva	contextual-funcional.	La	Relational	Frame	Theory	(RFT)	83
2.	Conclusiones	85
Referencias	86
Capítulo	3.	Aportes	de	la	ciencia	conductual	contextual	al	abordaje	del
lenguaje	y	la	cognición.	Introducción	a	la	Relational	Frame	Theory	(RFT)
95
1.	Supuestos	filosóficos	e	hipótesis	de	mundo	96
2.	Una	visión	comportamental	contextual	del	lenguaje:	la	RFT	102
3.	La	respuesta	relacional	arbitrariamente	aplicable	(RRAA)	103
4.	El	lenguaje	como	comportamiento	y	como	contexto	107
5.	RFT	y	Toma	de	perspectiva	110
6.	Conclusiones	112
Referencias	115
Capítulo	4.	Conceptualización	de	la	toma	de	perspectiva	verbal	y	no	verbal
121
1.	Precursores	de	la	toma	de	perspectiva	verbal	122
1.1.	Seguimiento	de	gestos	124
1.2.	Atención	conjunta	124
1.3.	Referenciamiento	social	128
1.4.	Discriminación	y	respuesta	ante	acciones	orientadas	al	objeto	129
2.	Aproximaciones	comparativas	a	la	toma	de	perspectiva	130
2.1.	Los	animales	no	humanos	no	presentan	conducta	verbal	131
2.2.	Toma	de	perspectiva	no	verbal	en	animales	no	humanos	132
2.3.	Toma	de	perspectiva	no	verbal	en	la	evolución	humana	133
3.	Teoría	de	la	mente	y	toma	de	perspectiva	137
3.1.	El	modelo	de	cinco	niveles	de	la	teoría	de	la	mente	137
3.2.	Limitaciones	de	la	teoría	de	la	mente	140
4.	Toma	de	perspectiva	verbal:	enmarque	relacional	deíctico	142
5.	El	«yo»	y	la	toma	de	perspectiva	144
6.	Conclusiones	146
Referencias	148
Capítulo	5.	Aportaciones	desde	la	investigación	de	la	RFT	a	la	toma	de
perspectiva	155
1.	Los	niveles	de	complejidad	de	las	relaciones	deícticas	158
2.	El	modelo	de	cinco	niveles	de	la	teoría	de	la	mente	desde	la	RFT	163
3.	Investigaciones	realizadas	desde	la	RFT	sobre	toma	de	perspectiva	166
4.	Conclusiones	170
Referencias	171
Presentación
La	presente	obra	pretende	hacer	un	recorrido	sobre	la	conceptualización	que	se
ha	ofrecido	acerca	del	fenómeno	de	la	toma	de	perspectiva	desde	dos
aproximaciones	teóricas	y	empíricas.	La	primera,	entendida	como	la	propuesta
cognitiva	dominante,	a	saber,	aquella	que	ha	abarcado	al	conjunto	de	teorías
fundamentadas	en	la	noción	de	teoría	de	la	mente	(ToM).	En	relación	con	esta
aproximación,	se	presentarán	de	manera	crítica	sus	supuestos	y	métodos,	su
relación	con	otros	constructos	psicológicos	y	su	importancia	e	implicaciones	en
el	desarrollo	ontogenético	humano,	al	tiempo	que	se	ofrecen	reflexiones	para	la
investigación	futura	en	este	campo.
La	segunda	aproximación	se	enmarca	dentro	del	campo	del	análisis	de	la
conducta,	iniciando	con	un	panorama	general	acerca	del	abordaje	que	se	ha
hecho	acerca	de	la	toma	de	perspectiva	desde	el	conductismo	radical
skinneriano,	el	interconductismo	kantoriano	y	el	contextualismo	funcional.
Posteriormente,	se	ahondará	en	esta	última	propuesta	ilustrando	el	desarrollo
conceptual	y	metodológico	que	se	ha	ofrecido	desde	la	teoría	de	los	marcos
relacionales	(Hayes,	Barnes-Holmes	y	Roche,	2001),	desde	la	cual	se	intenta
analizar	y	discernir	qué	repertorios	relacionales	están	a	la	base	de	las	habilidades
de	la	toma	de	perspectiva,	entendida	como	un	proceso	conductual	originado	en
las	contingencias	típicamente	humanas	y	que,	por	ende,	permite	a	los	individuos
responder	a	los	desafíos	y	complejidades	de	su	ambiente	social.	Se	finaliza
mostrando	un	esbozo	acerca	del	estado	actual	de	conocimiento	en	el	estudio	de
la	toma	de	perspectiva	desde	la	teoría	de	los	marcos	relacionales,	algunos
avances	conceptuales,	metodológicos	y	tecnológicos,	así	como	los	principales
retos	en	su	estudio	próximo.
Esta	monografía	se	presenta	como	la	primera	escrita	en	español	que	aborda	este
fenómeno	desde	una	aproximación	contextual	y	cuenta	con	la	participación	de
distintos	autores	referentes	en	el	tema	en	diferentes	países	que	evidencian,
mediante	las	investigaciones	realizadas,	el	desarrollo	histórico	del	abordaje
teórico	y	empírico.	Asimismo,	permite	reconocer	la	vigencia,	la	relevancia	y	el
impacto	que	ha	tenido	la	propuesta	contextual-funcional	en	la	explicación	del
lenguaje	y	la	cognición	humana	en	las	últimas	tres	décadas	y	en	la	consolidación
de	una	comunidad	académica	enfocada	en	la	producción	académica	y	en	la
divulgación	científica	constante.
Este	libro	ha	sido	pensado	para	profesionales,	investigadores,	docentes	y
estudiantes	de	psicología	que	deseen	adentrarse	en	el	tema	y	analizar	las
debilidades	y	fortalezas	de	las	diferentes	propuestas	teóricas,	ofreciendo	una
compilación	de	elementos	conceptuales	y	filosóficos	que	permitirán	al	lector
formarse	una	idea	bastante	completa	de	este	campo	de	investigación	y	sus
principales	desafíos.	Desde	el	compromiso	científico	de	los	autores,	esperamos
que	esta	obra	siga	sumando	aportes	al	análisis	de	las	habilidades	cognitivas
complejas	que	realiza	la	aproximación	conductual	del	comportamiento	humano.
María	M.	Montoya-Rodríguez
Universidad	Católica	del	Uruguay	(Uruguay)
María	Isabel	Rendón	Arango
Universidad	Santo	Tomás	(Colombia)
Luis	Alberto	Quiroga-Baquero
Universidad	Santo	Tomás	(Colombia)
Capítulo	1
El	antiguo	problema	de	la	«mente»	en	el	estudio	de	la
toma	de	perspectiva
María	Isabel	Rendón
y	Luis	Alberto	Quiroga-Baquero
Universidad	Santo	Tomás	(Colombia)
La	toma	de	perspectiva	(TP)	se	define	como	la	capacidad	para	entender	la
situación	específica	de	otras	personas,	sus	necesidades	y	puntos	de	vista,	como
diferentes	de	los	propios	(De	Waal,	1996).	El	concepto	tiene	como	antecedentes
los	trabajos	de	George	Mead	y	Piaget	(Ackerman,	1996;	Flavell,	2004;	Gillespie,
2006).	Para	el	primero,	la	TP	se	da	gracias	al	involucramiento	en	actos	sociales
en	los	cuales,	por	definición,	existen	diferentes	posiciones	que	requieren	que	el
individuo	diferencie	las	perspectivas	involucradas	y	las	integre	a	fin	de	regular
su	participación,	mientras	que,	para	el	segundo,	el	concepto	clave	es	el	de
egocentrismo,	que	eventualmente	conlleva	al	desarrollo	de	la	flexibilidad	y	la
reversibilidad	entre	puntos	de	vista,	con	lo	que	el	individuo	gana	en
descentramiento	social	e	intelectual.
Estas	concepciones	iniciales	se	ampliaron	a	partir	de	los	años	90,	cuando
empezaron	a	considerarse	diferentes	facetas	de	la	TP:visual,	afectiva	o	social	y
cognitiva	(Köksal	y	Oğuz,	2007;	Oswald,	1996).	En	la	TP	visual,	el	niño
comprende	que	lo	que	él	ve	puede	ser	diferente	de	lo	que	otra	persona	ve	en	la
misma	situación	(Moll	y	Tomasello,	2006).	La	TP	afectiva	o	social	se	refiere	a	la
capacidad	para	comprender	los	sentimientos	de	otras	personas	y	su	situación
interpersonal,	por	lo	que	está	asociada	a	respuestas	de	empatía	y	altruismo
(Vaish,	Carpenter	y	Tomasello,	2009;	Wolgast	y	Barnes-Holmes,	2018).	Por	su
parte,	la	TP	cognitiva	es	la	capacidad	de	inferir	las	cogniciones	de	otra	persona	a
partir	de	información	previa	o	inmediata	(Dixon	y	Moore,	1990).
Sea	cual	sea	la	definición	adoptada,	es	claro	que	la	TP	es	clave	para	la
interacción	social	exitosa,	la	cual	requiere	que	los	individuos	se	comprendan
unos	a	otros	(Aras	y	Aslan,	2018).	El	fenómeno	tradicionalmente	ha	sido
estudiado	por	los	psicólogos	cognitivos	en	el	campo	conocido	como	teoría	de	la
mente	(ToM,	por	sus	iniciales	en	inglés)	(Montoya-Rodríguez	y	Molina,	2018;
Wellman	y	Lagattuta,	2000)	y	se	trata	de	un	proceso	complejo	que	involucra
componentes	cognitivos	y	emocionales,	conciencia	de	sí	mismo,	atribución	de
estados	mentales	y	mecanismos	de	autorregulación	(Pérez-Manrique	y	Gomila,
2017).	Diversos	estudios	han	mostrado	que	la	ToM	tiene	consecuencias	en	el	uso
de	estrategias	metacognitivas,	en	el	aprendizaje,	el	establecimiento	de	relaciones
entre	pares,	la	capacidad	para	comprender	la	mentira	y	el	engaño,	para	jugar,
persuadir	y	discutir	y	para	el	comportamiento	prosocial	en	general	(Barreto,
Osório,	Baptista,	Fearon	y	Martins,	2018;	Holl,	Kirsch,	Rohlf,	Krahé	y	Elsner,
2018;	Slaughter,	Imuta,	Peterson	y	Henry,	2015;	Wellman,	2018).	Se	trata	de	un
campo	de	estudio	prolífico	que	ha	captado	la	atención	de	los	investigadores	en
las	últimas	cuatro	décadas,	periodo	en	el	que	se	han	examinado	las	bases	de	estas
capacidades	en	procesos	de	la	evolución,	neurales	y	de	aprendizaje,	así	como	su
desarrollo	en	poblaciones	típicas	y	atípicas	(Leudar	y	Costall,	2009a;	Wellman,
2018).
Es	indiscutible	la	importancia	de	cualquier	capacidad	relacionada	con	la
comprensión	interpersonal;	no	obstante,	el	campo	de	estudio	de	la	ToM	se
encuentra	plagado	de	supuestos	que	resultan	problemáticos	y	limitantes	para	una
verdadera	comprensión	del	comportamiento	social	humano.	En	este	capítulo	se
examinará	en	detalle	la	conceptualización	de	la	ToM,	se	presentará	una	visión
crítica	de	los	supuestos	establecidos	en	su	estudio	y	se	esbozarán	algunos
elementos	pragmáticos	como	posible	camino	para	un	abordaje	alternativo	de
estas	capacidades	humanas.
1.	La	corriente	dominante	en	el	estudio	de	la	toma	de
perspectiva:	la	ToM
Una	primera	generación	de	estudios	sobre	la	ToM	surgió	a	comienzos	de	los	70	a
partir	de	las	aproximaciones	preliminares	de	Piaget.	En	esta	etapa	se	llevaron	a
cabo	estudios	sobre	desarrollo	metacognitivo	que	alcanzaron	su	cumbre	una
década	después	con	Wellman	(1985),	quien	se	enfocó	en	analizar	la	concepción
de	los	niños	sobre	la	cognición	humana	(Astington	y	Baird,	2005;	Flavell,	2004).
Una	segunda	ola	de	investigación	estuvo	representada	por	los	estudios
fundacionales	de	Premack	y	Woodruff	(1978)	sobre	cognición	en	primates.	A
estos	autores	se	atribuye	haber	acuñado	la	expresión	«teoría	de	la	mente»	cuando
se	preguntaron	si	un	chimpancé	tendría	la	capacidad	de	comprender	acciones
humanas	como	orientadas	a	objetivos.	Al	respecto	afirmaron:
Al	decir	que	un	individuo	tiene	una	teoría	de	la	mente,	queremos	decir	que	el
individuo	imputa	estados	mentales	a	sí	mismo	y	a	otros	(ya	sean	conespecíficos
o	de	otras	especies).	Un	sistema	de	inferencias	de	esta	clase	es	propiamente	visto
como	una	teoría,	primero,	porque	tales	estados	no	son	directamente	observables,
y	segundo,	porque	el	sistema	puede	ser	usado	para	hacer	predicciones,
específicamente	acerca	del	comportamiento	de	otros	organismos	(Premack	y
Woodruff,	1978,	p.	515).
Premack	y	Woodruff	(1978)	llegaron	a	estas	conclusiones	a	través	de
experimentos	en	los	cuales	mostraban	a	un	chimpancé	(Sarah)	un	actor	humano
enfrentando	problemas	que	involucraban	objetos	inaccesibles	y	le	pedían	al
animal	que	indicara	cómo	podría	el	humano	resolver	el	problema.	Se	trataba	de
cuatro	situaciones	que	se	presentaban	en	videos	en	los	que	aparecía	el	humano
en	una	jaula	tratando	de	alcanzar	unos	bananos	que	estaban	fuera	de	su	alcance;
adicionalmente,	se	tomaron	fotos	del	humano	intentando	solucionar	el	problema.
La	prueba	consistía	en	mostrarle	a	Sarah	cada	video,	dejándolo	en	pausa	los
últimos	cinco	segundos	y	ofreciéndole	un	par	de	fotos,	una	que	constituía	la
solución	al	problema	y	otra	que	no.	Sarah	escogió	la	alternativa	correcta	en	21
de	24	ensayos,	por	lo	que	Premack	y	Woodruff	atribuyeron	esta	ejecución	a	que
el	chimpancé	imputaba	estados	mentales	al	humano;	específicamente,
consideraron	que	Sarah	atribuía	al	menos	dos	estados	mentales:	intención	o
propósito,	por	un	lado,	y	conocimiento	o	creencia,	por	otro.
Luego	de	hallar	ejecuciones	correctas	de	manera	consistente	cuando	se
planteaban	diferentes	clases	de	problemas	a	Sarah,	se	preguntaron	por	la	forma
en	que	reconocía	la	transición	de	un	estado	mental	a	otro.	De	hecho,
extrapolaron	esta	pregunta	al	caso	humano,	afirmando	que	las	distinciones	entre
saber	y	adivinar,	por	un	lado,	y	veracidad	y	engaño,	por	el	otro,	pueden	tener
gran	peso	en	asuntos	sociales,	ya	que	son	los	estados	mentales	inferidos	los	que
organizan	las	situaciones,	por	ejemplo,	en	una	expresión	como	«el	perro	le	tiene
miedo	al	hombre	y	por	eso	salió	corriendo»,	que,	si	careciera	de	atribuciones
mentalistas,	quedaría	en	algo	así	como	«perro,	hombre,	el	perro	está	corriendo»
(Premack	y	Woodruff,	1978).
Las	atribuciones	sobre	estados	mentales	no	serían	actos	sofisticados	o
avanzados,	sino	primitivos	y,	bajo	esa	lógica,	inevitables	en	la	interacción
humana.	En	palabras	de	Premack	y	Woodruff	(1978):
Al	asumir	que	otro	individuo	quiere,	piensa,	cree,	y	cosas	similares,	uno	infiere
estados	que	no	son	directamente	observables	y	los	usa	anticipatoriamente	para
predecir	el	comportamiento	de	otros	así	como	el	propio.	Estas	inferencias,	que
forman	una	teoría	de	la	mente,	son,	hasta	donde	sabemos,	universales	en	los
adultos	humanos.	Aunque	es	razonable	asumir	que	su	ocurrencia	depende	de
alguna	forma	de	experiencia,	esto	no	es	aparente	inmediatamente…	Las
inferencias	acerca	de	otro	individuo	no	se	enseñan	explícitamente…	(p.526).
Este	planteamiento	sobre	la	ToM	constituyó	un	impulso	radical	al	estudio	de	los
fenómenos	psicológicos	involucrados	en	la	atribución	de	estados	mentales	y	la
predicción	del	comportamiento	con	base	en	los	mismos.	Un	impulso	adicional
provino	de	los	psicólogos	austriacos	Heinz	Wimmer	y	Josef	Perner,	quienes	en
su	estudio	pionero	de	1983	emplearon	la	tarea	de	transferencia	inesperada	para
evaluar	la	comprensión	de	falsas	creencias	por	parte	de	los	niños.	A	este
movimiento	se	unió	el	trabajo	de	otros	investigadores	sobre	la	comprensión	de	la
distinción	apariencia-realidad	(e.	g.,	Astington,	Harris	y	Olson,	1988;	Flavell,
Flavell	y	Green,	1983).	Con	todo	esto,	el	estudio	de	la	ToM	se	consolidó	en	los
80,	época	en	la	cual	se	desarrolló	una	tradición	empírica	que	dio	prelación	al
estudio	de	los	desarrollos	entre	los	tres	y	los	cinco	años	en	temas	como	la
ejecución	en	tareas	de	falsas	creencias,	la	distinción	apariencia-realidad	y	la
toma	de	perspectiva	visual	(Flavell,	2004).
En	trabajos	posteriores,	la	definición	de	ToM	ha	conservado	el	sentido	inicial
impreso	por	Premack	y	Woodruff	(1978)	y	se	han	agregado	matices.	Por
ejemplo,	Wellman	y	Gelman	(1992)	la	definieron	como	la	capacidad	para
comprender	estados	mentales	propios	y	de	los	otros,	tales	como	objetivos,
deseos,	creencias	y	sentimientos,	y	la	inferencia	de	estos	estados	mentales	como
causales	del	comportamiento.	En	este	sentido,	el	fenómeno	psicológico	de
interés	es	la	atribución	de	estados	mentales	a	las	personas	y	el	reconocimiento	de
que	las	personas,	y	no	las	cosas,	tienen	pensamientos,	sentimientos,	intenciones,
etc.,	de	maneraque	el	problema	teórico	y	empírico	fundamental	consiste	en
desvelar	la	manera	en	que	los	niños	desarrollan	una	concepción	de	lo	mental
(Hobson,	1995).
Otras	definiciones	recogen	elementos	similares,	por	ejemplo:
Es	la	teoría	psicológica	popular	que	usamos	para	predecir	y	explicar	el
comportamiento	de	otros	con	base	en	aspectos	internos	tales	como	sentimientos,
intenciones,	deseos,	actitudes,	creencias,	conocimiento	y	puntos	de	vista.
Necesitamos	plantear	un	estado	mental	dentro	de	la	persona	para	acomodar	la
disyuntiva	ocasional	entre	un	estímulo	externo	y	una	respuesta	(De	Villiers,
2007,	p.	1859).
Así	también:
Por	ToM	nos	referimos	a	ser	capaces	de	inferir	el	rango	completo	de	estados
mentales	(creencias,	deseos,	intenciones,	imaginación,	emociones,	etc.)	que
causan	la	acción.	En	breve,	ser	capaz	de	reflexionar	sobre	los	contenidos	de	las
mentes	de	otros	y	de	la	propia	(Baron-Cohen,	2000,	p.	3).
Adicionalmente,	se	ha	agregado	la	idea	de	que,	en	teoría,	este	conjunto	de
conceptos	sobre	estados	mentales	usados	para	explicar	y	predecir	las	acciones	se
reorganiza	a	través	del	tiempo	a	medida	que	el	individuo	se	enfrenta	con
evidencia	que	contradice	sus	predicciones	(Gopnik	y	Wellman,	1994).
Además,	el	término	ToM	también	fue	adoptado	por	algunos	psicólogos
cognitivos	para	describir	el	desarrollo	de	la	capacidad	mental	de	TP	en	niños	que
se	desarrollan	dentro	de	lo	esperado	o	con	trastornos	autistas	(e.	g.,	Baron-
Cohen,	2000;	Leslie,	1987),	dando	lugar	al	planteamiento	de	términos
alternativos	como	los	de	postura	intencional,	mentalización	y	cognición	social.
En	conclusión,	desde	que	se	propuso	el	término	ToM	los	investigadores	han
tratado	de	cubrir	un	conjunto	amplio	de	habilidades	tales	como	comprensión	de
falsas	creencias,	metarrepresentación,	postura	intencional,	razonamiento	deseo-
creencia,	mentalización,	lectura	de	la	mente,	TP,	inteligencia	social,	comprensión
social,	intuición	social	y	percepción	social	e	intersubjetividad,	lo	cual	ha
dificultado	delimitar	un	campo	de	estudio	(Astington	y	Baird,	2005).	Pese	a	esto,
parece	existir	un	consenso	en	cuanto	a	que	adquirir	una	ToM	es	un	hito	del
desarrollo	humano	que	se	asocia	con	ajuste	social	e	interpersonal,	ya	que
«nuestra	comprensión	cotidiana	de	las	personas	es	fundamentalmente	mentalista;
pensamos	en	la	gente	en	términos	de	sus	estados	mentales.	Consecuentemente,
un	mentalismo	cotidiano	es	ubicuo	y	crucial	para	nuestra	comprensión	del
mundo	social»	(Wellman	y	Lagattuta,	2000,	p.	12).
2.	Desarrollo	de	la	ToM
En	la	investigación	acera	del	desarrollo	ontogenético	de	la	ToM	se	afirma	que	las
bases	para	la	comprensión	mentalista	del	mundo	aparecen	muy	tempranamente.
Por	ejemplo,	los	bebés	recién	nacidos	atienden	a	la	voz	y	al	rostro	humano,	lo
que	constituye	un	primer	paso	para	la	comprensión	de	la	emoción	y	la	intención;
posteriormente,	desarrollan	la	capacidad	para	seguir	con	la	mirada	o	señalar	un
objeto	que	está	viendo	otra	persona	y	atribuyen	intenciones	a	las	acciones	de
objetos	animados,	pero	no	a	objetos	inanimados	(De	Villiers,	2007;	Wellman,
López-Durán,	LaBounty	y	Hamilton,	2008).	Aunque	muchos	de	estos	hallazgos
han	sido	controvertidos	en	términos	del	grado	en	que	realmente	indican	una
comprensión	de	la	intencionalidad,	De	Villiers	(2007)	parece	considerar	que
constituyen	pruebas	de	cierta	forma	de	sensibilidad	que	constituye	una	base
necesaria	para	desarrollos	posteriores.
Hacia	los	seis	meses,	los	bebés	saben	que	las	acciones	y	las	expresiones	de	otros
son	autoiniciadas	y	dirigidas	a	objetos;	entre	los	ocho	y	los	catorce	meses
empiezan	a	darse	cuenta	de	regularidades	comportamentales,	y	hacia	los
dieciocho	meses	tienden	a	imitar	acciones	propositivas	(De	Villiers,	2007),	pero
no	existe	consenso	en	cuanto	al	momento	en	que	pueden	comprender	a	los	otros
como	actores	intencionales	(Wellman	y	Lagattuta,	2000).	Al	parecer,	dicha
comprensión	se	encuentra	establecida	hacia	el	final	del	segundo	año,	cuando
empiezan	a	entender	que	los	demás	tienen	experiencias	subjetivas,	tales	como
deseos,	emociones,	metas	e	intenciones	(Kawakami	et	al.,	2011;	Wellman	y
Lagattuta,	2000),	y	muestra	de	ello	puede	ser	lo	que	se	observa	en	sus	juegos	de
simulación	espontáneos	(Baron-Cohen,	2000).	No	obstante,	existe	evidencia	de
que	a	una	edad	tan	temprana	como	los	nueve	meses,	los	bebés	pueden
comprender	acciones	dirigidas	a	metas	y	diferenciarlas	de	acciones	accidentales
(e.	g.,	Behne,	Carpenter,	Call	y	Tomasello,	2005).
Por	otra	parte,	antes	de	los	tres	años	los	niños	no	se	refieren	a	estados	mentales
tales	como	pensar	o	saber;	sin	embargo,	desde	los	dieciocho	meses	parecen
mostrar	comprensión	de	intenciones	y	deseos	como	algo	diferente	de	la	conducta
pública	y	de	las	propias	intenciones	y	deseos,	y	luego,	a	partir	de	la	edad
prescolar,	empiezan	a	emplear	explicaciones	mentalistas,	tanto	en	tareas	de
laboratorio	como	en	conversaciones	cotidianas	(Wellman	y	Lagattuta,	2000).
Hasta	la	fecha	también	parece	existir	consenso	en	que	hacia	los	dos	años	los
niños	pueden	reconocer	los	deseos	de	otra	persona,	al	menos	en	términos	de
comprender	qué	está	tratando	de	hacer	esa	persona	en	relación	con	una	meta
externa,	aunque	no	es	igualmente	claro	si	a	esta	edad	atribuyen	metas	internas
(De	Villiers,	2007).	Lo	que	sí	parece	indicar	la	evidencia	compilada,	según	De
Villiers	(2007),	es	que	entre	el	segundo	y	el	tercer	año	los	infantes	pueden
identificar	que	a	diferentes	personas	les	pueden	gustar	o	no	ciertas	cosas,	incluso
hasta	el	punto	de	reconocer	que	aquello	que	les	gusta	puede	diferir	de	las
preferencias	propias.	Además,	parecen	comprender	que	un	deseo	puede	seguir
existiendo	aunque	haya	sido	frustrado	y	parecen	saber	cuándo	alguien	sabe	algo
y	cuándo	no.
En	términos	generales,	ha	sido	difícil	llegar	a	conclusiones	más	definitivas	sobre
el	desarrollo	de	la	ToM	a	edades	tempranas	debido	al	uso	de	tareas
predominantemente	verbales	o	diseñadas	para	evaluar	falsas	creencias.	Pese	a
esto,	se	sabe	que	hacia	los	tres	años	parece	surgir	la	comprensión	de	que	ver
conlleva	saber,	capacidad	que	constituye	un	prerrequisito	fundamental	para
entender	el	engaño	(Baron-Cohen,	2000).	Adicionalmente,	entre	los	tres	y	los
cuatro	años	los	niños	se	encuentran	capacitados	para	diferenciar	entre	lo	físico	y
lo	mental,	pueden	comprender	las	funciones	del	cerebro	y	reconocen	la
subjetividad	de	lo	que	piensan,	es	decir,	identifican	que	dos	personas	pueden
pensar	algo	diferente	con	respecto	a	la	misma	situación	y	también	pueden
diferenciar	pensar	de	hacer,	reconociendo	también	que	pensar	es	un	evento
interno	diferente	de	ver,	hablar	o	tocar	un	objeto	(Baron-Cohen,	2000;	Wellman
y	Lagattuta,	2000).
A	los	cuatro	años	emerge	la	capacidad	para	diferenciar	entre	apariencia	y
realidad	(Wellman	y	Lagattuta,	2000),	así	como	la	habilidad	para	pasar	pruebas
de	reconocimiento	de	palabras	sobre	estados	mentales,	pruebas	de	inferir	a	partir
de	la	dirección	de	la	mirada	cuándo	está	pensando	una	persona	o	lo	que	esa
persona	podría	querer,	pruebas	sobre	ser	capaz	de	monitorear	las	propias
intenciones,	pruebas	de	engaño	y	pruebas	de	falsas	creencias	(Baron-Cohen,
2000).
En	este	aspecto,	la	principal	controversia	tiene	que	ver	con	la	existencia	de	una
ToM	antes	de	los	cuatro	años	basada	en	la	comprensión	de	falsas	creencias
(Ritblatt,	2000).	Estudios	como	el	de	Buttelman,	Carpenter	y	Tomasello	(2009)
han	planteado	que	poco	después	de	los	dieciocho	meses	los	niños	empiezan	a
entender	que	otros	tienen	falsas	creencias,	especialmente	si	la	comprensión	de
estas	se	evalúa	a	través	de	tareas	comportamentales	más	activas,	tales	como
ayudar.	En	la	misma	línea,	He,	Bolz	y	Baillargeon	(2012)	han	encontrado	que
niños	entre	uno	y	dos	años	pasan	tareas	de	falsas	creencias	cuando	no	se	provoca
una	respuesta	explícita	y	la	comprensión	de	creencias	se	evalúa	mediante	el
parámetro	de	mirada	anticipatoria.	En	conjunto,	estos	hallazgos	parecen	apuntar
al	hecho	de	que	la	comprensión	de	estados	mentales	surge	más	tempranamente
en	entornos	comunicativos	naturales	que	en	tareas	estándar	de	ToM	(véase
tambiénDunn	y	Brophy,	2005).
Entre	los	cuatro	y	los	cinco	años	los	niños	son	capaces	de	entender	que	otros
individuos	pueden	tener	falsas	creencias	acerca	del	mundo,	que	pueden	ser
distintas	de	las	creencias	propias	(Téllez-Vargas,	2006).	Hacia	los	cinco	o	seis
años,	comprenden	que	una	persona	puede	tener	deseos,	creencias	y	preferencias,
y	que	dichos	estados	mentales	pueden	ser	específicos	de	la	persona,	duraderos	y
consistentes	a	través	de	situaciones	(Wellman	y	Lagattuta,	2000).	A	esta	edad
suelen	pasar	pruebas	sobre	la	comprensión	de	causas	más	complejas	de	la
emoción	y	pruebas	de	falsas	creencias	de	segundo	orden,	es	decir,	aquellas	en	las
cuales	deben	responder	a	preguntas	acerca	de	la	representación	que	un	personaje
tiene	de	las	representaciones	de	otro	(Baron-Cohen,	2000;	De	Villiers,	2007).	A
los	ocho	años	estas	habilidades	muestran	un	desarrollo	más	sofisticado	que
permite	a	los	niños	pasar	pruebas	de	comprensión	de	metáforas,	sarcasmo	e
ironía,	aunque	algunos	reportes	indican	que	incluso	desde	los	tres	años	se
presentarían	estas	capacidades	(Baron-Cohen,	2000).	Hacia	los	seis	o	siete	años
el	niño	es	capaz	de	reconocer	que	puede	tener	falsas	creencias	acerca	de	las
creencias	de	otros	(belief	about	beliefs),	y	entre	los	nueve	y	los	once	años	logran
comprender	situaciones	sociales	en	las	que	alguien	hace	o	dice	algo	inapropiado
según	criterios	socialmente	establecidos	(Téllez-Vargas,	2006).
En	resumen,	la	ToM	se	desarrolla	rápidamente	no	solo	durante	los	años
preescolares,	sino	también	en	la	niñez	intermedia	(Peterson	y	Wellman,	2018),	y
en	este	patrón	evolutivo	la	comprensión	de	falsas	creencias	se	considera	un	hito.
De	hecho,	gran	parte	del	debate	en	torno	a	la	evolución	ontogenética	de	las
capacidades	involucradas	en	la	ToM	tiene	que	ver	con	las	diferencias
individuales	en	la	edad	en	que	los	niños	pasan	tareas	de	falsas	creencias.
Otras	consideraciones	sobre	el	desarrollo	de	habilidades	de	ToM	en	la	infancia
tienen	que	ver	con	dos	tipos	de	preguntas.	Primero,	la	secuencia	de	desarrollo	de
dichas	habilidades,	es	decir,	interrogantes	acerca	de	si	empiezan	con	la
comprensión	de	deseos	(Wellman	y	Liu,	2004)	o	con	el	seguimiento	ocular	desde
la	infancia	temprana	(Onishi	y	Baillargeon,	2005);	segundo,	los	procesos	que
sustentan	dichos	desarrollos	(Wellman	et	al.,	2008).	Respecto	al	orden	de
aparición	de	estas	habilidades,	se	sostiene	que	la	hipótesis	más	fuerte	se	da	en
favor	de	un	desarrollo	universal	(Bradford	et	al.,	2018)	aunque	también	se
reconoce	que	las	experiencias	influyen	en	el	desarrollo	de	habilidades	de	ToM
(Amsterlaw	y	Wellman,	2006).
Por	otra	parte,	se	ha	buscado	establecer	si	la	cognición	social	puede	ser	un
proceso	separable	de	otros	dominios	de	procesamiento	de	información	(Wellman
et	al.,	2008).	Para	avanzar	en	este	objetivo,	la	investigación	se	ha	centrado	en	la
continuidad	o	discontinuidad	entre	habilidades	tempranas	de	los	niños	(e.	g.,
reconocimiento	de	acciones	intencionales),	y	sus	posteriores	habilidades	de	ToM
(e.	g.,	comprensión	de	deseos	y	creencias).	A	este	respecto,	se	ha	encontrado	que
la	imitación	de	acciones	intencionales,	así	como	el	lenguaje	referido	a	estados
internos,	son	fuertes	predictores	de	posteriores	habilidades	de	ToM	(Olinek	y
Poulin-Dubois,	2007).	También	se	ha	reportado	que	la	atención	infantil	a
acciones	intencionales	predice	posteriores	habilidades	mentalistas	(Wellman	et
al.,	2008).	Un	aspecto	a	considerar	en	la	secuencia	de	desarrollo	es	el	hecho	de
que	los	niños	parecen	desarrollar	inicialmente	una	ToM	como	copia,	pero	solo
posteriormente,	en	los	años	escolares,	se	desarrollaría	una	ToM	interpretativa
como	sistema	representacional	(Lalonde	y	Chandler,	2002).
En	conclusión,	las	limitaciones	para	comprender	en	qué	momento	los	niños	son
capaces	de	atribuir	estados	mentales	y	predecir	el	comportamiento	con	base	en
ellos	parecen	provenir	de	restricciones	metodológicas,	y	no	de	las	capacidades
mismas.
3.	ToM	y	lenguaje
El	tema	de	las	relaciones	entre	ToM	y	lenguaje	merece	una	sección	aparte	en
virtud	de	la	cantidad	de	hipótesis,	debates	y	trabajo	empírico	que	ha	generado
(Astington	y	Baird,	2005).	Algunos	autores	abordan	esta	cuestión	afirmando	que
el	lenguaje	no	desempeña	un	papel	especial,	en	tanto	la	ToM	es	un	módulo
innato	que	se	relaciona	con	el	lenguaje	solo	en	la	medida	en	que	dicho	módulo
se	hace	evidente	cuando	se	ha	alcanzado	cierto	nivel	de	desarrollo	lingüístico	y
cognitivo	general	(e.	g.,	Fodor,	1992).	Otros	autores	(e.	g.,	Gopnik	y	Wellman,
1994)	ven	en	el	lenguaje	simplemente	un	medio	para	que	el	niño	entre	en
contacto	con	la	información	que	necesita	para	construir	una	ToM,	sin	que	dicho
lenguaje	desempeñe	un	papel	particularmente	relevante.	Otros	postulan	un	papel
fundamental	para	el	lenguaje,	específicamente	en	lo	concerniente	a	la	pragmática
(e.	g.,	Dunn	y	Brophy,	2005;	Kobayashi,	2018;	Milligan,	Astington	y	Dack,
2007),	la	semántica	y	la	complementación	sintáctica	(e.	g.,	Bartsch	y	Wellman,
1995;	De	Villiers,	2007).
En	general,	los	datos	parecen	indicar	que	la	influencia	entre	las	habilidades	de
ToM	y	el	lenguaje	es	bidireccional,	aunque	es	más	fuerte	la	predicción	del
lenguaje	sobre	las	habilidades	de	ToM	que	lo	contrario,	dependiendo	del	rango
de	edad	en	que	se	evalúe	(De	Villiers,	2007).	En	este	sentido,	se	ha	documentado
que	los	desarrollos	tempranos	en	ToM	conforman	una	base	fundamental	en	el
aprendizaje	de	la	referencia	y	se	ha	reportado	consistentemente	que	después	de
los	cuatro	años,	cuando	los	niños	suelen	aprobar	las	tareas	clásicas	de	falsas
creencias,	las	estructuras	de	complementación	sintáctica	constituyen	una
herramienta	representacional	que	da	soporte	al	razonamiento	sobre	estados
mentales.	No	obstante,	entre	los	dos	y	los	cuatro	años	el	conocimiento	sobre	las
relaciones	entre	lenguaje	y	ToM	es	aún	incipiente	y	existe	evidencia
contradictoria	al	respecto	(De	Villiers,	2007).
La	importancia	del	lenguaje	parece	evidente	cuando	se	consideran	aspectos	de	la
interacción	del	niño	tales	como	su	participación	en	conversaciones	cotidianas,
especialmente	cuando	estas	se	enfocan	en	los	estados	mentales	propios	y	ajenos
(Dunn	y	Brophy,	2005).	Estos	intercambios	conversacionales	permiten	que	el
niño	comprenda	paulatinamente	que	diferentes	personas	pueden	tener	diferentes
puntos	de	vista	e	información	sobre	el	mundo,	con	lo	cual	afianzan	su
concepción	de	los	otros	como	seres	intencionales	y	agentes	mentales	(Ontai	y
Thompson,	2008;	Tomasello,	2000).	En	este	último	sentido	el	lenguaje	permite
un	nivel	de	abstracción	que	da	soporte	a	estados	mentales	inobservables
(Astington	y	Baird,	2005).
Adicionalmente,	la	capacidad	temprana	para	comprender	las	intenciones	de	otros
constituye	la	base	del	aprendizaje	de	palabras,	proceso	anclado	en	las
interacciones	entre	niños	y	cuidadores,	en	las	cuales	el	niño	enfoca	su	atención
en	el	hablante	y	en	el	objeto	con	el	cual	dicho	hablante	se	relaciona,	lo	que
permite	que	las	palabras	empiecen	a	tener	referentes,	estableciéndose	así	una
conexión	temprana	entre	ToM	y	lenguaje	(De	Villiers,	2007).
Existe	controversia	acerca	de	si	estos	logros	iniciales	en	términos	de
comprensión	de	la	intencionalidad	son	independientes	del	lenguaje,	es	decir,	si
este	actúa	como	facilitador	sin	ser	necesario	(De	Villiers,	2000).	A	este	respecto,
se	ha	reportado	que	el	lenguaje	expresivo	predice	mejoras	en	la	ToM	(Brock,
Kim,	Gutshall	y	Grissmer,	2018)	y	existe	evidencia	de	que	el	uso	de	verbos
mentales	y	el	discurso	sobre	la	mente,	se	relaciona	significativamente	con	el
desarrollo	de	la	ToM	(De	Villiers,	2007).	Por	ejemplo,	los	verbos	para	la	acción
de	ver	y,	en	general,	los	que	suponen	una	perspectiva,	parecen	surgir	desde	los
dos	años.	A	partir	de	esta	edad	los	niños	parecen	ser	sensibles	a	la	perspectiva	de
otro	individuo,	lo	cual	se	evidencia	en	el	uso	de	términos	deícticos	(e.	g.,	yo,	tú,
aquí,	allá,	este,	esto,	ir,	venir),	que	por	definición	requieren	reconocer	y	evaluar
la	posición	espaciotemporal	de	hablante	y	oyente,	por	lo	que	su	significado
permuta	cuando	cambia	el	hablante	(De	Villiers,2007).
Durante	el	tercer	año,	los	niños	pueden	darse	cuenta	de	los	diferentes	deseos	de
un	individuo	y	eventualmente	predicen	su	comportamiento	con	base	en	dichos
deseos,	y	es	por	esta	misma	época	cuando	el	vocabulario	empieza	a	incluir
términos	para	referirse	a	tendencias	comportamentales,	tales	como	«querer»,
«gustar»	o	«no	gustar»	y	términos	sobre	estados	mentales	tales	como	«pensar»,
«saber»,	«olvidar»	y	«recordar»	(De	Villiers,	2000).
Los	niños	adquieren	palabras	referidas	a	deseos	(e.	g.,	«querer»,	«desear»)	antes
que	palabras	referidas	a	creencias	(e.	g.,	«pensar»,	«saber»)	y	hacia	los	tres	años
empiezan	a	conversar	sobre	pensamientos	y	creencias	para	establecer
posteriormente	conexiones	entre	esos	pensamientos	y	creencias,	y	construir	así
paulatinamente	una	ToM	(Bartsch	y	Wellman,	1995).	De	igual	forma,	se	ha
reportado	que	la	correlación	entre	el	uso	de	lenguaje	para	estados	mentales	y	la
ejecución	en	tareas	de	ToM	puede	ser	moderada,	mientras	que	entre	el	lenguaje
receptivo	y	el	puntaje	en	tareas	de	ToM	la	correlación	podría	ser	más	alta
(Grazzani	y	Ornaghi,	2012).
Verbos	como	«querer»	son	cruciales	en	tanto	son	intencionales,	es	decir,
funcionan	como	un	modo	gramatical	que	describe	la	relación	entre	la	realidad	y
la	intención,	indicando	que	algo	no	es	el	caso,	por	lo	que	el	aprendizaje	de	estos
verbos	solo	puede	darse	en	la	interacción	con	otros	y	se	diferencia	de	la
adquisición	de	verbos	como	«romper»,	«jugar»	o	«comer»,	en	que	implican	algo
que	justamente	no	está	ocurriendo	(De	Villiers,	2007).	De	hecho,	los	niños
comprenden	y	aprenden	a	usar	esta	clase	de	verbos	incluso	desde	un	año	de	edad
y	antes	que	los	verbos	de	creencia	(Bartsch	y	Wellman,	1995).	Cabe	anotar	que,
a	pesar	del	uso	de	estos	verbos	mentales,	aún	no	se	presentan	formas	incrustadas
de	falsedad,	es	decir,	aún	no	se	producen	alusiones	a	estados	de	cosas	en
conflicto	con	la	realidad,	por	lo	cual	el	niño	aún	no	está	en	capacidad	de	aprobar
tareas	de	falsas	creencias	(De	Villiers,	2007).
Por	otra	parte,	el	uso	de	verbos	mentales	no	siempre	implica	una	referencia
mental,	ya	que	en	un	principio	los	términos	se	usan	de	forma	estereotipada,	la
mayoría	de	usos	son	autorreferenciales,	implican	proposiciones	verdaderas	y
dependen	del	tipo	de	interlocutor.	De	Villiers	(2000)	agrega	que	los	primeros
verbos	mentales	parecen	constituir	marcadores	de	incertidumbre	que
paulatinamente	se	van	convirtiendo	en	auténticas	referencias	a	contenidos
mentales;	además,	entre	los	tres	y	los	cuatro	años	los	niños	aún	presentan
dificultades	para	responder	a	preguntas	como	«¿qué	dijo	la	niña	que	había
comprado?»,	que	típicamente	contestan	desde	su	punto	de	vista,	aunque	la
pregunta	no	involucra	verbos	mentales,	lo	cual	sugiere	que	primero	se	deben
dominar	las	estructuras	de	complementación	sintáctica	para	razonar	con	verbos
no	mentales	y	luego	dichas	estructuras	se	van	complicando	a	medida	que
involucran	complementos	para	verbos	mentales.
Los	verbos	mentales	con	frecuencia	son	el	verbo	principal	en	oraciones
complejas	que	tienen	oraciones	subordinadas	(llamadas	complementos),	como	su
objeto	gramatical	(Astington	y	Baird,	2005).	Concretamente,	algunas	oraciones
exigen	como	complemento	una	oración	subordinada,	por	ejemplo,	en	la	frase
«yo	pienso	que	él	viene	a	comer»,	que	incluye	el	verbo	«pensar»,	se	requiere	una
oración	subordinada	(i.	e.,	complemento)	que	especifique	qué	piensa	la	persona:
«…	que	él	viene	a	comer»	(De	Hollanda	de	Souza,	2006).	Adicionalmente,	los
verbos	mentales	permiten	oraciones	falsas	incrustadas	en	oraciones	verdaderas,
por	ejemplo:	«Juan	piensa	que	las	chocolatinas	están	en	la	alacena».	«Juan
piensa»	es	verdadero,	pero	el	complemento	(en	cursiva)	puede	ser	falso,	de
manera	que	la	estructura	sintáctica	provee	el	formato	necesario	para	representar
creencias	como	falsas	(Astington	y	Baird,	2005).
En	síntesis,	el	proceso	de	adquisición	de	los	verbos	mentales	como	referentes	de
estados	invisibles	se	da	mediante	las	estructuras	críticas	de	complementación
sintáctica	aprendidas	por	analogía	con	estados	abiertos	de	comunicación,	con	lo
cual	el	niño	adquiere	la	estructura	representacional	para	codificar	estados	de
creencia,	es	decir,	la	adquisición	de	la	sintaxis	para	representar	falsos
complementos	es	el	paso	que	permite	al	niño	usar	y	generar	representaciones
simbólicas	suficientemente	elaboradas	para	sobrepasar	interpretaciones
convincentes	generadas	por	la	experiencia	directa	(Remmel	y	Peters,	2009).
Así	bien,	uno	de	los	desarrollos	más	importantes	en	este	proceso	es	la	aparición
del	concepto	de	creencia	y	el	lenguaje	para	los	estados	de	creencia,	lo	cual
permite	que,	hacia	los	cuatro	años,	los	niños	se	encuentren	en	capacidad	de
aludir	a	la	falsa	creencia	de	alguien	(De	Villiers,	2007).	Como	apunta	De	Villiers
(2007),	dichas	estructuras	de	complementación	son	fundamentales	porque	los
verbos	sobre	estados	mentales	y	de	comunicación	son	únicos	en	cuanto	al	tipo	de
complementos	que	permiten.	El	uso	de	este	tipo	de	estructuras	de
complementación	se	ha	documentado	hacia	el	final	del	cuarto	año,	época	que	en
términos	generales	coincide	con	la	mayor	probabilidad	de	éxito	en	tareas	de
ToM,	particularmente	en	las	de	falsas	creencias,	por	lo	que	se	podría	concluir
que	a	esta	edad	la	dirección	de	la	influencia	parece	ser	que	el	lenguaje	determina
la	ToM	(De	Villiers,	2000).	Además,	se	ha	reportado	que	se	puede	predecir	la
ejecución	en	tareas	de	falsas	creencias	a	partir	del	dominio	de	estructuras	de
complementación,	mientras	que	la	predicción	contraria	no	ocurre,	es	decir,	la
ejecución	en	tareas	de	falsas	creencias	no	es	un	predictor	del	uso	de	estructuras
de	complementación	sintáctica	(De	Villiers,	2000,	2007).
La	relación	entre	desarrollo	semántico	y	sintáctico,	y	la	comprensión	de	falsas
creencias	se	encuentra	bien	documentada;	sin	embargo,	la	mayoría	de	estudios
que	dan	cuenta	de	dicha	relación	son	correlacionales,	lo	cual	abre	la	posibilidad
a	múltiples	interpretaciones.	De	aquí	que	las	conclusiones	más	fuertes	puedan
extraerse	principalmente	de	estudios	con	entrenamiento,	en	los	cuales	se	toman
muestras	de	niños	que	en	principio	no	comprenden	falsas	creencias,	se	exponen
sistemáticamente	a	un	entrenamiento	que	implica	algún	aspecto	del	lenguaje	y	se
evalúa	nuevamente	su	comprensión	de	falsas	creencias	(Lohmann	y	Tomasello,
2003).	En	efecto,	en	el	estudio	llevado	a	cabo	por	Lohmann	y	Tomasello	(2003)
con	niños	de	tres	años	en	adelante,	se	encontró	que	el	lenguaje	fue	una	condición
necesaria	para	que	los	niños	progresaran	en	la	comprensión	de	falsas	creencias;
de	hecho,	el	entrenamiento	en	complementación	sintáctica	con	verbos	mentales
fue	suficiente	por	sí	mismo	para	facilitar	la	comprensión	de	falsas	creencias.	En
conjunto,	estos	hallazgos	dan	soporte	a	la	idea	de	que	la	experiencia	lingüística
es	un	facilitador	fuerte,	quizás	incluso	necesario,	en	el	desarrollo	de	la
comprensión	de	falsas	creencias	(Lohmann	y	Tomasello,	2003).
Por	otra	parte,	además	de	la	comprensión	de	falsas	creencias,	una	ToM	madura
puede	implicar	otros	desarrollos	sofisticados;	por	ejemplo,	la	opacidad
referencial	que	involucra	la	comprensión	del	sentido	de	los	verbos	intencionales
(i.	e.,	«saber»,	«pensar»),	tal	y	como	se	ilustra	en	el	siguiente	ejemplo:	si	se
afirma	«la	niña	supo	que	la	caja	de	plata	estaba	en	la	repisa»,	y	si	se	supone	por
un	momento	que	la	caja	de	plata	contiene	un	regalo	de	cumpleaños,	pero	la	niña
no	lo	sabe,	sería	incorrecto	decir	«la	niña	sabía	que	el	regalo	de	cumpleaños
estaba	en	la	caja».	En	los	contextos	ordinarios	del	verbo	se	puede	afirmar	«la
niña	levantó	el	regalo	de	cumpleaños»,	para	lo	cual	no	se	requiere	que	ella	sepa
qué	hay	en	la	caja,	basta	con	que	la	levante,	de	manera	que	el	enunciado	resulta
ser	verdadero	o	falso	dependiendo	del	tipo	de	verbo	que	se	use,	es	decir,	del
sentido	del	verbo	intencional	(De	Villiers,	2007).	La	evidencia	sobre	la	edad	en
que	los	niños	muestran	este	nivel	de	sofisticación	es	poco	concluyente,	ya	que,
aun	cuando	aprueben	tareas	de	falsas	creencias,	no	siempre	juzgan	de	manera
correctalas	condiciones	de	sustituibilidad	referencial	(De	Villiers,	2007).
En	conclusión,	la	investigación	sobre	las	relaciones	entre	ToM	y	lenguaje
sugiere	que	los	bebés	atienden	a	las	acciones	de	otros	y	reconocen	intenciones,
lo	cual	abre	posibilidades	para	fijar	la	referencia	de	las	palabras	tempranas.	Todo
esto	sucede	antes	de	que	exista	el	lenguaje;	de	hecho,	parece	ser	justamente	esta
capacidad	lo	que	en	muchos	sentidos	posibilita	la	adquisición	del	lenguaje.	En
cuanto	a	las	relaciones	entre	ToM	y	lenguaje	entre	los	dos	y	los	cuatro	años,	es
probable	que	el	diálogo	represente	un	papel	especial	al	fijar	los	significados	de
los	términos,	para	que	luego,	hacia	los	cuatro	años,	las	estructuras	lingüísticas
involucradas	en	la	complementación	permitan	nuevas	formas	de	razonamiento
acerca	de	otras	mentes,	lo	cual	posibilita	la	comprensión	de	falsas	creencias.	El
panorama	vuelve	a	ser	poco	claro	entre	los	cuatro	y	los	siete	años,	período	en	el
cual	no	se	comprende	muy	bien	si	los	desarrollos	adicionales,	tales	como	los
estados	de	creencia	de	segundo	orden	y	la	opacidad	referencial,	se	dan
enteramente	en	el	lenguaje	en	sí	mismo,	o	si	tienen	análogos	no	verbales	(De
Villiers,	2007).
4.	Debate	teórico	sobre	la	ToM
El	debate	teórico	acerca	de	la	ToM	se	ha	enfocado	en	descifrar	si	las	capacidades
involucradas	se	pueden	entender	como	una	actividad	teórica	o	de	simulación
(Riviere,	2000).	En	este	sentido,	se	han	planteado	principalmente	dos	grupos	de
hipótesis:	por	una	parte	están	las	propuestas	denominadas	teoría-teoría,	que
priorizan	la	capacidad	de	representarse	cognitivamente	estados	mentales	propios
y	ajenos,	y	ver	dichos	estados	mentales	como	la	base	de	las	acciones	(Apperly,
2008;	Mitchell,	2005;	Pineda	y	Hecht,	2009;	Wellman	y	Gelman,	1992);	y,	por
otra,	están	las	aproximaciones	basadas	en	la	teoría	de	simulación,	que	priorizan
la	experiencia	perceptual	y	la	capacidad	de	experimentar,	sin	necesidad	de
razonamiento	conceptual,	las	acciones	y	emociones	de	los	otros	y,	a	partir	de
ello,	predecir	su	comportamiento	en	diversas	situaciones	(Gallese,	Keysers	y
Rizzolatti,	2004,	Tager-Flusberg	y	Sullivan,	2000).	A	continuación,	se	describe
cada	una	de	estas	posturas.
4.1.	La	teoría-teoría	(TT)
Esta	aproximación	prioriza	la	capacidad	de	representación	para	explicar	la
génesis	y	naturaleza	de	las	competencias	cognitivas	que	permiten	a	los	humanos
tener	una	mirada	mental	(Gopnik	y	Wellman,	1994;	Perner,	1991).	En	esta
perspectiva	se	entiende	la	cognición	como	un	proceso	representacional,	abstracto
y	simbólico	(Apperly,	2008;	Kerr,	2008;	Mitchell,	2005;	Pineda	y	Hecht,	2009)	y
se	considera	que	las	habilidades	de	ToM	se	basan	en	la	comprensión	de	que
ciertos	estados	internos	están	en	la	base	de	las	acciones	de	las	personas	(Gopnik
y	Wellman,	1992).
Wellman	(1990),	Perner	(1991)	y	Gopnik	(1996)	(citados	por	Riviere,	2000)
afirman	que	la	ToM	puede	entenderse	como	una	teoría	en	un	sentido	semejante	a
como	se	entienden	las	teorías	científicas,	solo	que	su	dominio	son	las	relaciones
interpersonales.	Por	esta	razón,	se	afirma	que	esta	postura	se	encuentra	basada	en
la	metáfora	de	la	ciencia.	En	este	tipo	de	aproximaciones	se	acepta	la	idea	de
construcción	y	se	supone	una	distinción	ontológica	entre	entidades	y	procesos
mentales	internos,	y	objetos	y	acontecimientos	físicos,	de	manera	que,	como
toda	teoría,	la	ToM	presuntamente	consiste	en	un	proceso	de	cambio	conceptual
(Riviere,	2000).	Wellman	(1990;	citado	por	Riviere,	2000)	sostiene	que	los	niños
de	tres	años	son	capaces	de	emplear	criterios	como	la	visibilidad	o	la
tangibilidad	para	diferenciar	fenómenos	mentales	de	físicos,	se	dan	cuenta	de
que	las	entidades	mentales	no	son	reales,	no	las	confunden	con	entidades	físicas
intangibles	o	invisibles	(e.	g.,	el	humo,	el	sonido)	y	comprenden	que	son
privadas,	es	decir,	asumen	un	compromiso	ontológico	de	distinción	entre	lo
físico	y	lo	mental.	Bajo	esta	óptica,	las	habilidades	de	ToM	serían	distintas	de	la
capacidad	discriminativa,	ya	que	la	comprensión	de	los	estados	mentales	como
causantes	de	las	acciones	requeriría,	además,	entender	la	intencionalidad	como
experiencia	interna	de	los	actores	(Wellman	y	Gelman,	1992).
En	el	mismo	sentido,	para	Riviere	(2000)	no	es	posible	pensar,	ni	comprender,	ni
preferir,	ni	estar	seguro	sin	representar,	y	para	dar	fuerza	a	su	argumento	se
apoya	en	la	conceptualización	de	Dennett	(1987),	quien	ha	denominado	actitud
intencional	a	esa	posición	fundamental	sobre	los	otros,	que	inevitablemente
supondría	una	capacidad	representacional,	o	sea,	la	atribución	de	mente	y	la
consecuente	actuación	basada	en	dicha	atribución.	En	favor	de	esta	supuesta
universalidad,	Riviere	(2000)	aporta	evidencia	según	la	cual	los	niños	de
diferentes	culturas	resuelven	a	las	mismas	edades	las	tareas	clásicas	de	ToM,	lo
cual	podría	atribuirse	a	una	capacidad	humana	básica	independiente	de	la
cultura.	En	este	sentido,	Perner	(1991)	plantea	que	la	atribución	de	mente	exige
necesariamente	atribuir	representaciones,	su	enfoque	supone	que	para	explicar
las	competencias	mentalistas	hay	que	postular	un	conjunto	de	conceptos	y
principios	que	permiten	la	realización	de	una	actividad	básicamente	inferencial
que	implica	el	empleo	de	un	tipo	particular	de	representaciones,	a	las	que	se	da
el	nombre	de	metarrepresentaciones,	que	se	definen	por	ser	a	su	vez
representaciones	de	relaciones	representacionales.	Según	esto,	solo	pueden	tener
ToM	los	organismos	capaces	de	tener	metarrepresentaciones	y	para	Perner
(1991),	el	desarrollo	de	ToM	en	el	niño	implica	un	incremento	en	la
comprensión	de	la	mente	como	un	sistema	representacional	y	es	justamente	esa
comprensión	la	que	se	evalúa	en	las	tareas	de	falsa	creencia.
En	contraste,	un	segundo	grupo	de	aproximaciones	TT	emplea	el	término	teoría
en	un	sentido	diferente,	inspirado	en	la	formulación	de	Chomsky	(1980;	citado
por	Riviere,	2000),	en	la	cual	la	ToM	se	trata	como	una	capacidad	mentalista
modular	innata	que	va	madurando	en	el	curso	del	desarrollo,	hasta	que
finalmente	el	individuo	es	capaz	de	formular	metarrepresentaciones.	En	este
sentido,	las	explicaciones	constituyen	una	metáfora	del	lenguaje	y	la	ToM
consistiría	en	un	sistema	que	requiere	de	la	interacción	con	personas	para
desarrollarse,	pero	que	no	implica	procesos	de	aprendizaje	derivados	de	una
enseñanza	deliberada	(Riviere,	2000).
En	este	conjunto	de	posturas	se	plantea	que	la	ToM	es	independiente	de	las
representaciones	sobre	otros	dominios,	es	decir,	implica	un	módulo	innato	de
representación	y	conocimiento	a	través	del	cual	el	individuo	es	capaz	de
representar	actitudes	proposicionales	de	los	agentes	que	llevan	a	cabo	ciertas
acciones,	formando	así	metarrepresentaciones	de	estados	mentales	y
emocionales	respecto	de	representaciones	primarias	de	eventos	físicos	(e.	g.,
Fodor,	1992;	Leslie,	1987).	En	su	propuesta,	Fodor	(1992)	establece	la	existencia
de	un	módulo	cognoscitivo	denominado	módulo	ToM,	de	carácter	innato,	que
agrupa	conjuntos	de	habilidades	específicas	y	cuyo	procesamiento	funcional	está
predeterminado	y	encapsulado,	y	cuyos	resultados	representacionales	son
insensibles	a	la	revisión	a	través	de	la	experiencia.	Si	bien	este	módulo	es
independiente,	se	propone	que	está	vinculado	con	otros	módulos	cognitivos
como	la	memoria,	la	atención	y	el	lenguaje.	En	este	mismo	sentido,	Leslie
(1987)	describe	lo	que	denomina	juegos	de	ficción	como	las	primeras
manifestaciones	simbólicas	en	el	niño,	quien,	por	ejemplo,	juega	con	un	trozo	de
madera	simulando	que	es	un	auto	de	juguete.	Este	comportamiento	supone	una
representación	primaria	del	objeto	real	con	el	que	está	jugando	(un	trozo	de
madera),	y	una	metarrepresentación	o	representación	secundaria	que	está
desacoplada	de	la	realidad	(auto	de	juguete).	Dicha	capacidad,	que	se	expresa	a
partir	de	los	dieciocho	meses	de	edad,	aproximadamente,	está	determinada
filogenéticamente	y	se	constituye	como	el	requisito	sine	qua	non	para	que	la
capacidad	de	atribuir	estados	mentales	pueda	desarrollarse.	El	mecanismo	del
módulo	ToM	(ToMM)	supone	el	desarrollo	detres	submódulos:	(a)	el	de	teoría
del	mecanismo	del	cuerpo	(Toby),	gracias	al	cual	el	niño	puede	identificar,	hacia
los	tres	o	cuatro	meses	de	edad,	si	el	movimiento	de	un	cuerpo	—que	puede	ser
el	suyo—	se	debe	a	fuerzas	internas	o	externas;	(b)	el	módulo	ToMM1,	que
permite	identificar,	hacia	los	seis	u	ocho	meses,	acciones	realizadas	sobre	un
objeto	por	parte	de	diferentes	agentes;	y	(c)	el	módulo	ToMM2,	que	se	desarrolla
entre	los	dieciocho	y	los	veinticuatro	meses,	gracias	al	cual	el	niño	puede
reconocer	estados	mentales	propios	y	ajenos.
En	resumen,	el	enfoque	basado	en	la	metáfora	de	la	ciencia,	a	diferencia	del
modularista,	equipara	el	desarrollo	de	la	ToM	a	un	proceso	de	cambio	teórico	y
comprensión	creciente	que	no	se	produce	de	manera	independiente	de	los
progresos	en	otros	dominios	a	lo	largo	del	desarrollo	(Riviere,	2000).	Los
modularistas,	por	su	parte,	conciben	el	desarrollo	de	la	ToM	como	despliegue
progresivo	de	competencias	autónomas,	independientes	e	irreductibles	unas	a
otras	y	que	no	necesariamente	se	hacen	explícitas	en	un	lenguaje	mental
(Riviere,	2000).
4.2.	La	teoría	de	simulación	(TS)
Esta	perspectiva	enfatiza	en	la	capacidad	de	simulación	para	explicar	la	génesis
y	naturaleza	de	las	competencias	cognitivas	que	permiten	una	mirada	mental,	de
modo	que	las	habilidades	mentalistas	son	esencialmente	procesos	de	acceso
interno	a	la	propia	mente	y	proyección	simulada	de	la	forma	en	que	se
experimenta,	concibe	y	representa	el	mundo	(Riviere,	2000).	Así,	el	desarrollo
de	la	ToM	se	haría	posible	básicamente	en	la	actividad	de	asumir	roles	en	tanto
permite	el	desarrollo	de	formas	cada	vez	más	sofisticadas	de	simulación	(Harris,
1992).
Mientras	que	la	postura	de	los	teóricos	de	la	TT	se	califica	como	fría,	centrada
en	procesos	intelectuales	de	cambio	inferencial	de	unos	conjuntos	de	creencias	a
otros,	la	TS	se	enfoca	en	la	emoción,	la	motivación	y	el	razonamiento	práctico
(Riviere,	2000).	Otra	diferencia	esencial	es	que	los	teóricos	de	la	TT	suponen
que	la	actividad	mentalista	se	basa	en	un	cuerpo	de	conocimiento	más	o	menos
comparable	al	de	las	teorías	científicas,	mientras	que	los	defensores	de	la	TS
proponen	que	las	habilidades	mentalistas	son	básicamente	una	experiencia	no
teórica	y	fundamentalmente	distinta	de	la	forma	en	que	los	individuos	conocen	el
mundo	físico	(Gordon,	1996;	citado	por	Riviere,	2000).
Algunas	aproximaciones	en	TS	enfatizan	en	la	cuestión	de	la	primera	persona
del	singular,	concebida	como	el	núcleo	de	la	posibilidad	de	mentalizar	previo	a
cualquier	elaboración	teórica	de	lo	mental,	en	la	medida	en	que	implica	acceso
inmediato	y	autorreconocimiento	de	las	experiencias	propias	diferenciadas,	que
luego	se	proyectan	en	otros	mediante	una	actividad	de	simulación,	es	decir,	no	se
accedería	a	los	estados	mentales	de	otros	mediante	la	simulación	si	primero	no
se	diera	un	acceso	inmediato	a	la	interioridad	propia	(Riviere,	2000).	La
comprensión	de	las	emociones,	las	intenciones	y	las	creencias	de	los	demás	sería
posible	gracias	a	una	experimentación	de	las	acciones	y	las	emociones	de	los
otros,	mediante	su	simulación	en	el	propio	sistema	sensoriomotor	(Gallese	y
Goldman,	1998).	Esta	capacidad	tendría	su	principal	sustrato	fisiológico	en	el
llamado	sistema	de	neuronas	espejo	y	la	región	posterior	del	surco	temporal
superior	(STS).	El	sistema	de	neuronas	espejo	estaría	constituido	por	un	tipo
particular	de	neuronas	que	se	disparan	cuando	un	sujeto	realiza	una	acción,
cuando	observa	a	otro	sujeto	realizar	una	acción	similar	y	cuando	se	observa	una
emoción	en	otra	persona	(Gallese	et	al.,	2004;	Rizzolatti,	2005).	Este	sistema	de
neuronas	espejo	permitiría	comprender	el	sentido	y	las	intenciones	de	las
acciones	que	se	observan,	ya	que	se	tendría	una	copia	sensoriomotora	de	dichas
acciones,	a	partir	de	la	cual	podríamos	hacer	nuestras	propias	inferencias	y
predicciones	sobre	las	acciones	de	los	otros	(Apperly,	2008;	Rizzolatti,	2005).
Un	segundo	grupo	de	aproximaciones	TS	enfatiza	la	noción	de	atención
compartida	o	conjunta	como	requisito	fundamental	para	el	desarrollo	de	una
ToM	(Baron-Cohen,	1989;	Tomasello,	2000).	La	noción	de	atención	conjunta	o
compartida	se	refiere	a	la	capacidad	de	monitorear	lo	que	el	propio	individuo	y
otro	están	atendiendo	simultáneamente,	conformando	representaciones	triádicas
que	involucran	la	propia	percepción	del	individuo,	la	percepción	de	otra	persona
y	la	percepción	de	un	objeto.	Baron-Cohen	(1989)	describe	tres	mecanismos
cognoscitivos	que	se	desarrollan	entre	los	tres	y	los	doce	meses,	que	considera
requisitos	previos	al	desarrollo	del	módulo	ToM:	(a)	mecanismo	de	detección	de
intencionalidad,	(b)	mecanismo	detector	de	dirección	del	ojo,	y	(c)	mecanismo
de	atención	conjunta.	Adicionalmente,	para	estos	autores	las	habilidades
implicadas	en	episodios	de	atención	conjunta	son	condiciones	necesarias	para	el
desarrollo	de	la	comunicación	simbólica	y	de	la	intencionalidad	comunicativa
verbal	y	no	verbal.
En	tercer	lugar,	se	encuentran	las	teorías	que	suponen	el	desarrollo	de	ToM	a
partir	de	procesos	de	socialización	entre	padres	e	hijos	(Carpendale	y	Lewis,
2004).	Desde	esta	perspectiva	se	enfatiza	la	influencia	del	ambiente	social	sobre
el	desarrollo	de	las	habilidades	implicadas	en	la	ToM	y	en	el	reconocimiento	de
las	diferencias	individuales	producto	de	tal	influencia.	Carpendale	y	Lewis
(2004)	reconocen	que	el	desarrollo	de	la	comprensión	social	en	el	niño	ocurre	al
interior	de	interacciones	triádicas	que	implican	tanto	las	experiencias	del	niño
acerca	del	mundo	como	la	interacción	comunicativa	con	otras	personas	respecto
de	sus	creencias	y	experiencias.	Es	en	estas	interacciones	triádicas	en	las	que	es
posible	la	construcción	de	conocimiento	acerca	del	mundo	y	de	otras	personas,
lo	cual	permite,	a	su	vez,	el	desarrollo	de	la	comprensión	infantil	de	la	mente
propia	y	de	otros.	La	comunicación	recíproca	respecto	de	estados	mentales
propios	y	ajenos,	y	el	uso	de	expresiones	referidas	a	estados	mentales	son
considerados	como	factores	necesarios	en	el	desarrollo	de	la	ToM.
5.	Críticas	a	la	noción	de	ToM
Sin	duda	alguna,	la	investigación	sobre	ToM	es	uno	de	los	campos	de
investigación	científica	disciplinar	y	de	aplicación	práctica	con	mayor	desarrollo
en	las	últimas	décadas.	El	avance	en	la	comprensión	de	tal	fenómeno	y	en	las
aplicaciones	de	dicho	conocimiento	al	abordaje	de	diversos	trastornos	ha	sido
posible	gracias	a	la	integración	de	diferentes	disciplinas,	entre	las	que	se
encuentran	la	psicología,	la	cognición	comparada	y	la	neurofisiología,	entre
otras.
Wellman	(2018),	uno	de	los	principales	autores	en	el	campo	de	la	ToM,	hace	un
recorrido	por	la	literatura	para	mostrar	cómo,	desde	los	primeros	estudios	con
prescolares	en	los	años	80,	rápidamente	se	extendieron	las	investigaciones	a
otras	etapas	del	ciclo	vital.	Se	empezó	estudiando	comportamientos	simples,	y
hoy	por	hoy	se	han	identificado	circuitos	neurales,	genes	y	estructuras	sociales
involucradas	en	el	desarrollo	de	la	ToM.	Los	primeros	estudios	se	llevaron	a
cabo	con	muestras	de	EE.	UU.,	Canadá	y	Europa,	y	actualmente	se	reportan
estudios	en	múltiples	países.	Esto	demuestra,	según	Wellman	(2018),	que	la	idea
de	una	ToM	ha	impactado	en	campos	tan	diversos	como	la	antropología,	la
religión,	la	clínica,	la	educación,	el	derecho,	la	primatología	y	la	filosofía,	entre
otros,	con	lo	cual	se	puede	concluir	que	forma	parte	de	los	debates
contemporáneos	sobre	el	ser	humano.
Quizás,	en	términos	de	la	fructífera	producción	de	conocimiento,	de	la
generación	constante	de	propuestas	de	investigación	y	de	la	innovación	teórica	y
metodológica	que	caracteriza	a	este	campo	de	investigación,	es	posible	suponer
que	este	intercambio	constante	entre	conocimiento	de	orden	analítico	y	sintético
constituye	una	estrategia	eficaz	de	desarrollo	científico	que	podría	ser	emulada
en	otras	áreas	de	investigación.	No	obstante,	el	supuesto	mismo	de	que	existe
algo	que	se	pueda	denominar	una	ToM	resulta	limitante	en	la	comprensión	de	la
interacción	social,	ya	que	no	permite	dar	cuenta	de	una	capacidadmás	general
para	comprender	el	mundo	social	y	los	fenómenos	psicológicos	(Nelson,	2005).
Siendo	un	campo	de	investigación	tan	bien	establecido,	resulta	sorprendente	que
la	literatura	crítica	sobre	la	ToM	sea	tan	escasa.	Entre	los	pocos	abordajes
críticos,	se	han	planteado	inquietudes	acerca	de	la	validez	de	las	tareas	de
evaluación	(Bloom	y	German,	2000)	y	su	conexión	con	las	interacciones	de	los
niños	en	sus	vidas	cotidianas	y	entornos	naturales	(Swettenham,	2000).	También
se	ha	señalado	que	los	diferentes	niveles	de	descripción	y	términos	utilizados
hacen	difícil,	incluso	para	los	expertos,	navegar	en	lo	que	se	quiere	decir	por
ToM	y	definir	cómo	estudiar	dicho	fenómeno	usando	métodos	científicos
(Schaafsma,	Pfaff,	Spunt	y	Adolphs,	2015).	Lo	que	se	puede	apreciar	de	estas
críticas	es	que	se	trata	de	abordajes	que	preservan	la	lógica	interna	con	la	que	se
ha	establecido	la	noción	misma	de	ToM,	es	decir,	aunque	señalan	aspectos
cuestionables,	no	se	alteran	los	supuestos	fundamentales	y	problemáticos	sobre
los	que	se	ha	construido	este	campo	de	estudio.
Como	se	ha	mostrado	a	lo	largo	de	este	capítulo,	el	planteamiento	central	de	la
ToM	es	que	la	acción	social	requiere	que	las	personas	construyan	una	teoría
sobre	la	naturaleza	de	las	mentes	para	dar	sentido	unos	a	otros.	Así,	un	individuo
debe	salvar	una	brecha	entre	lo	que	experimenta	directamente	de	los	otros	y	lo
que	pasa	en	sus	mentes,	es	decir,	la	experiencia	sensorial	inmediatamente
disponible	resulta	limitada	al	informar	únicamente	sobre	los	movimientos	en	el
espacio,	pero	no	sobre	los	estados	mentales,	por	lo	que	el	individuo,
supuestamente,	se	ve	en	la	necesidad	de	inferir,	teorizar	o	simular	(Leudar	y
Costall,	2009a).
Esta	forma	de	entender	la	interacción	social	ha	llevado	a	desarrollar	tareas	y
experimentos	que	plantean	a	los	participantes	situaciones	en	las	que	no	están
realmente	involucrados,	lo	que	supone	una	profunda	intelectualización	de	las
relaciones	humanas	(Leudar	y	Costall,	2009b)	e	implica	considerar	que	los	niños
pequeños	son	incapaces	de	relacionarse	apropiadamente	con	otros	(Costall	y
Leudar,	2009).	Bajo	esta	lógica,	la	comprensión	social	solo	se	puede	explicar	a
partir	de	las	condiciones	restringidas	y	controladas	de	un	experimento	que
permita	dar	sentido	a	los	demás	como	agentes	sociales	mediante	una	experiencia
mediada	e	indirecta	en	la	que	solo	es	posible	observar	e	inferir,	mas	no
involucrarse,	como	sí	suele	suceder	en	la	vida	cotidiana	(Leudar	y	Costall,
2009a).
Adicionalmente,	se	desconfía	de	los	estudios	basados	en	interacciones	de	la	vida
real	porque	se	supone	que	solo	permiten	apreciar	una	apariencia	de	sociabilidad,
mientras	que	la	investigación	científica	sí	nos	llevaría	más	allá	de	la	superficie
de	las	cosas,	hacia	una	realidad	oculta	que	no	está	disponible	a	la	percepción
(Leudar	y	Costall,	2009a).	El	problema	es	que	este	supuesto	de	que	se	trata	de	un
fenómeno	indirecto	no	es	en	realidad	una	cuestión	empírica,	aunque	así	se
presente.	Los	experimentos	en	ToM	terminan	definiendo	a	priori	el	fenómeno
que	dicen	investigar,	en	tanto	la	evidencia	proveniente	de	dichos	experimentos	se
usa	para	justificar	los	supuestos	de	partida,	con	lo	que	se	cae	en	una	tautología
insuperable	(Leudar	y	Costall,	2009a).
El	tratamiento	de	las	personas	como	teóricos	es	una	herencia	de	la	tradición
chomskiana	del	lenguaje,	en	la	que	se	da	por	hecho	que	el	comportamiento	es
simplemente	movimiento	sin	significado,	lo	que	reproduce	el	dualismo	mente-
cuerpo,	con	otro	supuesto	implícito	según	el	cual	los	estados	mentales	son
privados	y	los	comportamientos	no,	con	lo	cual	estos	últimos	constituirían	un
marcador	evidencial	de	la	mente	(Leudar	y	Costall,	2009a,	2009b).	En	todas	las
versiones	de	la	ToM	se	aprecia	una	adhesión	a	esta	concepción	cartesiana	de	lo
mental	como	algo	indirectamente	observable	a	través	del	comportamiento.	A
juicio	de	Sharrock	y	Coulter	(2009),	esta	doctrina	impone	un	sentido	restrictivo	a
los	términos	«comportamiento»	y	«observable»,	haciendo	inevitable	que	lo
mental	tenga	que	ser	inferido	a	partir	de	lo	observable.	Agregan	estos	autores
que	el	uso	de	expresiones	como	«intención»,	«pensamiento»	o	«creencia»	está
basado	en	una	demarcación	lógica,	mas	no	empírica,	entre	lo	observable	y	lo
inobservable,	con	lo	cual	estos	términos	adquieren	un	carácter	hipotético	y
especulativo	que	presupone	como	única	posibilidad	el	atestiguar	movimientos
mecánicos	cuando	se	observan	acciones.	Además,	prosiguen	con	este	ejemplo
para	llevar	su	argumento	al	límite:	si	fuera	cierto	que	no	se	pueden	observar
estados	mentales	sino	solo	movimientos	corporales,	no	se	podría	decir	que
alguien	está	cruzando	la	calle,	sino	que	solamente	se	podría	observar	un	cuerpo
ubicado	en	algún	lugar	entre	un	lado	de	la	calle	y	el	otro,	con	las	piernas
moviéndose,	y	no	se	podría	ni	siquiera	asumir	que	las	piernas	se	están	moviendo
para	transportar	el	resto	del	cuerpo	en	alguna	dirección,	ya	que	la	expresión
«cruzar	la	calle»	anticipa	movimientos	futuros	del	cuerpo	e	indica	la	dirección
de	los	pasos	de	quien	se	mueve.
Por	otro	lado,	los	investigadores	de	la	ToM	no	explican	qué	detiene	a	un	niño	de
tomar	las	acciones	de	los	personajes	de	las	tareas	de	evaluación	como	meros
movimientos	mecánicos	sin	significado,	y	no	explican	de	manera	convincente
por	qué	esas	tareas	solo	se	pueden	resolver	postulando	estados	mentales
(Sharrock	y	Coulter,	2009).	De	hecho,	afirman	que	la	única	evidencia	de	que	los
niños	forman	una	ToM	es	el	uso	que	hacen	de	los	términos	mentales,	lo	que	no
los	convierte	en	términos	referenciales	o	teóricos,	sino	en	prácticas
conversacionales	que	se	aprenden	en	un	contexto	determinado,	lo	cual	le	da
sentido	a	la	discusión	de	Ryle	(1949)	sobre	la	lógica	informal,	ya	que	en	el
lenguaje,	tal	como	es	hablado,	estos	términos	no	operan	de	la	forma	que	suponen
las	tradiciones	cartesianas.
En	el	estudio	de	la	ToM	se	presume	que	el	lenguaje	se	refiere	a	cosas	que	son
independientes	de	él,	de	manera	que	expresiones	como	«pensar»,	«imaginar»	o
«percibir»,	entre	otras,	necesariamente	se	refieren	a	algo,	a	saber,	ocurrencias
empíricas	en	la	mente	de	alguien	(Sharrock	y	Coulter,	2009).	La	cuestión	es	que
los	términos	psicológicos	no	funcionan	referencialmente	(Smith,	2007);	como
señalan	Sharrock	y	Coulter	(2009),	expresiones	como	«yo	supe»	o	«yo	pienso»
no	se	refieren	a	dos	tipos	de	ocurrencias	diferentes	en	el	mundo,	sino	a	la
precisión	y	lo	apropiado	de	lo	que	se	está	diciendo	para	la	circunstancia	en	la
que	se	está	diciendo.	Los	dos	conceptos	tienen	gramáticas	diferentes,	lo	que	no
implica	que	se	refieran	a	dos	estados	mentales	distintos;	en	otras	palabras,	se
trata	de	conocer	las	reglas	para	la	adscripción	de	conocimiento,	creencia,
intención,	etc.	Los	niños	no	formulan	una	teoría,	sino	que	aprenden	a	aplicar
ciertos	términos	de	forma	convencional,	de	modo	que	los	estados	internos
postulados	son	lingüísticamente	vacíos,	aunque	las	palabras	que	constituyen	el
vocabulario	mental	sí	tienen	reglas	para	su	uso	correcto,	es	decir,	el	lenguaje
mentalista	opera	de	una	forma	criterial	más	que	hipotética	(Sharrock	y	Coulter,
2009).
Ninguno	de	estos	problemas	se	resuelve	apelando	a	la	existencia	de	capacidades
representacionales	especiales,	módulos	innatos	o	simulaciones	(Costal	y	Leudar,
2009).	La	idea	de	módulo	se	originó	en	la	propuesta	chomskiana	de	que	la
sintaxis	se	diferencia	analítica	y	ontológicamente	de	la	semántica,	lo	cual	llevó	a
varios	teóricos,	especialmente	Fodor,	a	elaborar	una	teoría	sobre	la	modularidad
(Sharrock	y	Coulter,	2009).	Desde	este	punto	de	vista,	se	afirma	que	el	lenguaje
está	encapsulado	y	es	diferenciable	de	otras	capacidades	tales	como	la
percepción	u	otras	formas	de	conducta	no	verbales.	De	igual	manera,	se	supone
que	la	capacidad	para	usar	la	porción	mentalista	del	lenguaje	es	diferente	e
independiente	del	resto	de	nuestras	capacidades	lingüísticas,	lo	cual	no	tiene
sentido	porque	equivaldría	a	afirmar	que	una	cosa	es	aprender	a	hablar	y	otra,
diferente	y	separada,	es	percibir	los	objetos	y	eventos	del	mundo,	cuandoen
realidad	ambas	son	prácticas	que	pertenecen	al	conjunto	de	juegos	del	lenguaje
que	jugamos	en	nuestra	existencia	social	(Ribes-Iñesta,	2007).
Incluso	individuos	que	no	tienen	la	capacidad	de	metarrepresentar	y,	por	lo	tanto,
no	han	desarrollado	una	ToM	(e.	g.,	niños	preverbales,	personas	diagnosticadas
con	trastornos	del	espectro	autista	y	los	animales),	se	pueden	llevar	bien	con
otras	personas	en	su	vida	cotidiana	(Leudar	y	Costall,	2009a),	dado	que	las
predicciones	y	ajustes	que	realizamos	difícilmente	se	pueden	considerar
deducciones	de	una	teoría	nomológica	o	estocástica	(Sharrock	y	Coulter,	2009).
Esta	propuesta	obedece	a	la	aceptación	de	que	los	niños	son	espectadores
distantes	de	la	actividad	humana.	En	realidad,	los	niños	aprenden	un	conjunto	de
expresiones	y	sus	criterios	de	uso	gracias	a	los	adultos	que	los	incorporan	en	la
cultura	con	todas	sus	prácticas	y	valores,	de	manera	que	entender	a	otros	no
requiere	inventos	ingeniosos	o	la	activación	de	módulos	innatos,	sino	que	supone
la	participación	en	un	rango	de	actividades	diversas	junto	con	otros	y	es	esto	lo
que	determina	qué	contará	como	una	comprensión	exitosa	de	los	demás
(Sharrock	y	Coulter,	2009).
Así	bien,	la	forma	de	vida	humana	está	constituida	por	y	a	través	de	redes	de
relaciones	sociales	entre	individuos,	relaciones	de	carácter	predominantemente
lingüístico	que	permiten	que	los	seres	humanos	construyamos	acuerdos,
convenios,	normas	y	compromisos	y	que	ajustemos	nuestro	comportamiento	a	lo
que	estos	prescriben,	conformando	de	esta	manera	organizaciones	humanas
institucionalizadas.	Las	instituciones	no	son	concebidas	como	representaciones
abstractas	de	estructuras	sociales,	sino	que	se	trata	de	individuos	interactuando
con	otros	individuos	de	acuerdo	con	los	criterios	estipulados	por	el	grupo	del	que
forman	parte	(Ribes-Iñesta,	Pulido-Avalos,	Rangel-Bernal	y	Sánchez-Gatell,
2016).	En	dicho	sentido,	una	institución	puede	estar	conformada	por	grupos	de
individuos	—que	se	relacionan	entre	sí—	de	diferente	extensión,	por	ejemplo,
puede	tratarse	de	un	grupo	tan	grande	como	los	integrantes	de	una	iglesia	o	tan
pequeño	como	los	de	un	club	de	fans	conformado	solo	por	tres	personas.	Dado
lo	anterior,	según	Ribes-Iñesta	et	al.	(2016)	una	institución	es	un	grupo	de
individuos	con	un	conjunto	estructurado	de	comportamientos	(realizado	con	un
objetivo	definido	y	conocido	por	todos)	que	trascienden	en	tiempo	a	cualquiera
de	los	individuos	que	participan	en	dichos	comportamientos.
En	consecuencia,	el	establecimiento	de	las	relaciones	sociales	institucionalizadas
supone	que	los	seres	humanos	seamos	capaces	de	reconocer	que	otras	personas
pueden	tener	intenciones,	deseos,	creencias	y	pensamientos	propios	en	su	hacer
y	decir	en	el	mundo	y	que	en	algunas	circunstancias	estos	pueden	ser	diferentes
de	lo	que	nosotros	creemos	y	pensamos.	Esta	capacidad,	en	algunos	casos,	nos
permite	predecir	el	comportamiento	de	otros	en	situaciones	sociales,	predecir
nuestro	propio	comportamiento	y	actuar	en	consecuencia	con	tales	predicciones
para	modificar	el	comportamiento	propio	y	de	otros.
En	una	línea	similar	de	razonamiento,	Nelson	(2005)	propone	una	metáfora
alternativa	al	concepto	de	ToM:	comunidad	de	mentes.	El	desarrollo	que
propone	es	el	de	la	entrada	a	dicha	comunidad	y	sostiene	que	dicho	proceso	es
posible	a	través	del	uso,	comprensión	y	producción	del	lenguaje.	Un	primer
énfasis	de	esta	metáfora	es	en	las	mentes,	en	plural,	y	no	en	una	mente	universal,
lo	que	implica	que	la	comprensión	de	las	diferencias	requiere	entender	las
fuentes	experienciales	de	dichas	diferencias	entre	las	personas.	El	segundo
énfasis	es	la	comunidad,	lo	cual	contrasta	con	el	hecho	de	que	en	el	abordaje
tradicional	de	la	ToM	el	problema	típico	consiste	en	entender	las	creencias	de
otros	individuos	con	base	en	sus	acciones	o	en	interpretar	sus	acciones	con	base
en	dichas	creencias,	es	decir,	el	foco	de	atención	son	los	individuos,	mas	no	las
fuentes	de	dichos	estados	mentales.	Es	la	comprensión	de	las	diferencias	en	los
estados	mentales	y	las	fuentes	de	dichas	diferencias	lo	que,	según	Nelson	(2005),
permite	a	los	niños	ingresar	a	la	comunidad	de	las	mentes.	A	medida	que
participan	en	su	comunidad	aprenden	a	rastrear	estas	diferencias,	especialmente
cuando	hay	claves	salientes	disponibles;	además,	agrega	que	el	niño	vive	en	un
mundo	de	palabras	que	implican	un	sistema	de	intercambio	de	la	mente,	y	para
participar	en	este	sistema	el	niño	debe	aprender	el	lenguaje.	En	principio,
durante	el	segundo	y	el	tercer	año,	el	niño	emplea	mecanismos	activos,	tales
como	la	imitación	y	el	juego,	para	suplementar	los	mecanismos	iniciales	de
observación	y	manipulación,	pero	la	interpretación	del	significado	de	lo	que
experimenta	continúa	siendo	privada	y	construida	a	partir	de	su	propia
perspectiva,	de	manera	que	solo	a	medida	que	el	niño	empieza	a	adquirir
palabras	y	a	recibir	mensajes	verbales,	la	perspectiva	de	los	otros	entra	en	juego.
Con	esto,	Nelson	(2005)	afirma	que	la	atención	compartida,	la	atribución	de
intencionalidad	y	el	aprendizaje	de	palabras	son	prerrequisitos	para	la
participación	en	la	comunidad	de	las	mentes,	pero	no	son	evidencia	de	dicha
participación.	Sostiene	que	para	entrar	en	la	comunidad	de	las	mentes,	el	niño
debe	aprender	el	lenguaje	de	las	abstracciones,	en	el	que	los	referentes	son
cuestión	de	acuerdo	comunal	sobre	conceptos	compartidos,	y	no	partes
materiales	del	mundo	observable.
En	resumen,	lo	que	Nelson	(2005)	propone	es	una	vía	de	desarrollo	diferente,	en
la	cual	el	niño	adquiere	nuevas	habilidades	socializando	con	su	familia	y	con
otras	personas,	y	gradualmente	va	desarrollando	comprensiones	acerca	de	la
acción	intencional,	reflexiona	sobre	sí	mismo	y	luego	llega	al	lenguaje.	Esto
último	amplía	su	experiencia	y	reorganiza	simbólicamente	el	mundo	de	los
conceptos	abstractos,	incluyendo	el	de	«mente»,	de	manera	que,	una	vez
equipado	con	un	lenguaje	representacional	complejo,	el	niño	puede	participar
escuchando	historias,	hablando	sobre	sus	propias	experiencias	en	el	pasado	y	en
el	futuro,	y	especulando	acerca	de	por	qué	las	cosas	son	como	son	y	por	qué	la
gente	hace	lo	que	hace,	y	es	justamente	esto	lo	que	constituiría	la	entrada	en	la
comunidad	de	las	mentes.
Estas	propuestas	tienen	el	valor	de	resaltar	el	contexto	normativo	y	cultural	en
sentido	amplio	en	el	que	se	desarrolla	una	comprensión	sobre	los	estados
mentales.	Con	esto,	se	llama	la	atención	menos	sobre	aspectos	intraindividuales
y	más	sobre	las	características	del	contexto	en	el	que	se	desarrolla	una
comprensión	de	los	otros.
6.	Anotaciones	filosóficas	para	la	investigación	futura
La	ToM	es	un	campo	altamente	ideologizado	en	el	que	la	desconexión	entre	las
personas	se	da	como	un	hecho	y	los	individuos	se	conciben	como
protocientíficos	que	tratan	a	los	otros	con	desapego,	objetivamente	y	de	un	modo
intelectual	(Leudar	y	Costall,	2009a).	El	fenómeno	se	presenta	como	un
constructo	neutral,	no	controversial,	de	manera	que	la	afirmación	de	que	una
teoría	es	la	base	para	entender	a	otros	no	se	trata	como	una	hipótesis	sujeta	a
evaluación;	al	contrario,	las	normas	metodológicas	se	perpetúan	sin	reflexión
alguna,	buscando	precisión	a	expensas	de	validez	(Sharrock	y	Coulter,	2009).
Todo	esto	convierte	a	la	ToM	en	un	sistema	metafísico	y	no	empírico,	lejos	de
estudiar	la	intencionalidad	humana	en	ambientes	sociales	reales	(Costall	y
Leudar,	2009).
Si,	como	se	ha	mostrado,	entender	lo	que	otra	persona	está	pensando,	creyendo	o
sintiendo	es	una	actividad	situada,	que	ocurre	en	un	contexto,	los	métodos	no
deben	estudiar	individuos	aislados	en	ambientes	artificiales,	sino	que	deben
abordarlos	en	circunstancias	que	reconozcan	sus	historias	y	las	particularidades
de	su	contexto.	Para	lograr	este	giro,	es	legítimo	acoger	una	filosofía	pragmática
que	retorne	a	un	empirismo	radical,	al	estilo	de	James,	en	el	que	los	conceptos	se
utilicen	en	tanto	sean	simples	y	cumplan	criterios	de	previsión	y	coherencia
global	(Carneiro-Leão,	Alves	da	Rocha	y	Laurenti,	2016).
Este	giro	pragmático	implica	variascosas.	Desde	un	punto	de	vista	epistémico,
es	consecuente	con	un	abordaje	contextualista	(Pepper,	1942),	en	el	cual	se
plantea	que	en	el	estudio	de	cualquier	fenómeno	el	observador	codetermina	la
verdad,	por	lo	que	sería	necesario	abandonar	los	artefactos	de	distanciamiento
entre	el	participante	y	el	investigador	en	el	proceso	de	describir	y	explicar	cómo
es	que	llegamos	a	comprendernos	socialmente.	Contrarrestar	este	vicio
epistémico	ya	establecido	conlleva	desarrollar	métodos	basados	en	la	acción	y	el
involucramiento	por	parte	del	participante	(Reddy	y	Morris,	2004).
En	este	punto,	es	claro	que	el	antiguo	problema	de	la	mente	no	es	un	problema
para	resolver,	sino	que	debe	ser	abandonado	en	favor	de	una	concepción	más
bien	wittgensteiniana	en	la	que	no	se	niegue	la	posibilidad	de	lo	interno,	sino	que
la	oposición	más	bien	se	enfoque	las	doctrinas	mentalistas	sobre	lo	interno
(Sharrock,	2009),	de	modo	que	sea	posible	estudiar	las	formas	de	vida	que	dan
un	lugar	a	estos	fenómenos,	entendiendo	que	comprender	un	juego	del	lenguaje
significa	compartir	una	forma	de	vida	(Wittgenstein,	1953/1958).	Así,	a	pesar	de
la	persistencia	de	un	lenguaje	cartesiano	por	su	efectividad	retórica	(Sharrock,
2009),	el	método	debe	apuntar	a	dilucidar	cómo	aprendemos	el	patrón	de
aplicación	de	los	términos	de	forma	situada,	como	constitutivos	de	las	formas	de
vida	en	contextos	complejos	de	interacción.
El	estudio	pragmático	de	la	comprensión	social	implica	reconocer	que	el	valor
del	discurso	no	descansa	en	su	capacidad	para	reflejar	la	verdad,	sino	más	bien
en	su	capacidad	para	llevar	a	cabo	relaciones,	entendiendo	que	los	términos
funcionan	como	modos	locales	de	hablar	que	se	utilizan	para	coordinar
relaciones	entre	las	personas	(Gifford	y	Hayes,	1999);	en	este	caso,	entre
investigadores	y	participantes	inmersos	en	una	práctica	social	común.	Esto
supone	comunidades	científicas	que	tengan	la	capacidad	de	formar	conceptos
compartidos	en	un	nuevo	abordaje	que	deseche	compromisos	ontológicos	no
declarados	(Putnam,	1999).
Por	otro	lado,	el	método	elegido	debe	involucrar	la	emocionalidad,	ya	que	es	el
medio	a	través	del	cual	se	conocen	las	personas	(Reschke,	Walle	y	Dukes,	2017)
y	porque	tanto	pensamientos	como	emociones,	que	es	lo	que	nos	interesa
conocer,	son	el	producto	de	interacciones	correguladas	(Lunkenheimer,	Kemp,
Lucas‐Thompson,	Cole	y	Albrecht,	2016).	En	consecuencia,	un	método	para
estudiar	este	fenómeno	debe	permitir	entender	cómo	es	que	un	niño	puede	ser	un
compañero	activo	en	eventos	sociales	y,	así,	aprender	a	través	de	la	experiencia
(Shanker	y	Stieben,	2009).
En	suma,	lo	que	hemos	llamado	acá	el	giro	pragmático	en	el	estudio	de	la
comprensión	social	nos	lleva	a	«…	confiar	en	la	investigación	conducida	en
forma	democrática	[cooperativa];	no	porque	sea	infalible,	sino	porque	el	camino
a	lo	largo	del	cual	descubriremos	dónde	y	cómo	modificar	nuestros
procedimientos	es	el	que	pasa	a	través	de	la	investigación	misma»	(Putnam,
1999,	p.	107).
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