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Ensayos 262 2 VITTORIA MAIOLI SANESE Padres e hijos: la relación que nos constituye ISBN DIGITAL: 978-84-9055-215-5 3 Título original Ho sete, per piacere © 1996 Vittoria Maioli Sanese © 2006 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid Traducción Marta Graupera Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos. Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es 4 http://www.o3com.com http://www.ediciones-encuentro.es ÍNDICE Prólogo a la edición española Introducción Prólogo Un libro. Mis brazos El gran árbol Tengo sed, por favor Beso abierto de par en par Primera parte EL PENSAMIENTO DE LA VIDA 1. La estructura familiar 2. «Código materno» – «Código paterno» 3. Ser padres: una identidad que realizar 4. «Llegamos a ser padres». La identidad de padres 5. El hijo adolescente: ¿un problema o crecer juntos? 6. Un hijo adolescente: tu sacrificio, tu recurso Segunda parte «LA PREGUNTA ES LA PIEDAD DEL PENSAMIENTO» SEMINARIOS 1. El padre protector 2. ¿Padres o educadores? 3. Relación de pareja y crecimiento del niño 4. ¿Sierva o reina? 5. Equivocarse siempre, no equivocarse nunca 6. La comida 7. El poder del niño 8. El hijo «parentalizado» 9. Hermanos celosos 10. Infancia y sexualidad 11. Preadolescencia y rebeldía 5 12. Adolescencia y sexualidad Epílogo. En el tiempo Conclusión 6 PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA El libro que tengo ahora el honor de prologar constituye una estimulante caja de sorpresas, especialmente para quienes piensan que ya saben todo o casi todo acerca de la familia. Los capítulos que componen este libro están arrancados de la vida de una excelente psicóloga profesional, con muchos años de experiencia al servicio del matrimonio y la familia. Los textos aquí reunidos convergen en una unidad: la de la vida de su autora. Una vida hecha comunicación a través de decenas de conferencias impartidas por toda Italia, en las que la palabra vivida se ha hecho alimento y ayuda al servicio de la identidad de muchos padres. El libro que tienes entre tus manos, amable lector, está fundamentado científicamente, pero es algo más que eso: es sobre todo un urgido discurso en el que se palpa lo vital, dramático y experiencial de algunas cuestiones relevantes, de acuerdo con las nuevas exigencias de nuestro tiempo acerca de la familia. Unas experiencias —la de su autora y centenares de padres— que han sido verificadas por la primera en el quehacer clínico de la terapia y orientación familiar al que se ha dedicado durante más de seis décadas. El hecho de mostrar cómo encontrar la propia identidad de la pareja, en tanto que madres y padres, es en mi opinión una de las mejores aportaciones de este libro. Es precisamente ese encuentro consigo mismo —en tanto que padre o madre— lo que se ha ofrecido a otros muchos hombres y mujeres en los que también ha arraigado esta experiencia vital —inconmensurable, grandiosa y en modo alguno delegable— de la paternidad y maternidad, una vez que esa experiencia les ha acontecido y ha sido por ellos acogida. Los hitos más relevantes con que se jalonan aquí los mil y un temas que su autora trata acerca de la familia no son meras construcciones teóricas más o menos permeables a la presión de las ideologías del momento. En el discurso que aparece en las páginas que siguen se trata de la experiencia hecha biografía, de la palabra que entreteje la urdimbre del encuentro, de la orientación — 7 incluso en esas pequeñas cosas domésticas— para que otros aprendan con cierta facilidad cuál es el ser de la paternidad y maternidad. Las numerosas preguntas y cuestiones planteadas por los asistentes a esas conferencias, de que se ocupa la segunda parte de esta publicación, son contestadas con sinceridad, firmeza y transparencia. Con su lectura —estoy seguro de ello— los lectores encontrarán esos referentes que todo caminante precisa para no extraviarse en la travesía de la vida conyugal. Las afirmaciones a que llega Maioli Sanese no surgen de la mera conceptualización teórica —por bien fundada que esté— acerca de la familia y el matrimonio. Estas afirmaciones hincan sus raíces en el ámbito de lo vivido, allí donde la vida se hace biografía palpitante, y la biografía deviene en historia conclusiva y contrastada. Además de disponer de una excelente capacidad de observación, es preciso reconocer a su autora la valentía con que sostiene en público las conclusiones a que ha llegado en su trabajo clínico, con independencia de que sean o no «políticamente correctas». Todas las páginas de este libro están atravesadas por ese vigoroso coraje — fundado sobre las experiencias propias y ajenas, y abierto a la reflexión— que tanto animará a continuar con su lectura al interesado lector. Es un libro que, sin duda alguna, hará pensar sobre muchas de las estereotipias puestas en circulación por el «imaginario colectivo» acerca de numerosas realidades familiares. Esta publicación, preciso es reconocerlo, tiene «tirón», arrastra, invita a no detenerse en su lectura, conmueve y trasmite una renovada energía —además de ilustrarnos—, para continuar desempeñando ese complejo y necesario oficio de la paternidad en el horizonte erizado de dificultades del siglo XXI. Me detendré, ahora, en considerar tan sólo una de las cuestiones innovadoras de las que se ocupa su autora. Éste es el caso, por ejemplo, de lo que se ha dado en llamar ‘la ideología de género’, una cuestión medular por cuanto atañe a la identidad de las personas en tanto que padres y madres. «Estamos asistiendo —escribe— a una fuerte feminización del hombre y a una masculinización de la mujer». El problema reside en no aceptar la diversidad masculina y femenina o en suponer que pueden homologarse si se llega a un pacto o acuerdo, si se llega a «pensar de la misma manera». 8 Pero la diversidad se sostiene en la diferencia. Se llega a eso cuando «se lleva a cabo una operación que yo considero irracional y violenta, porque conduce a la eliminación de una parte de la realidad. [...] Es como si cada uno de los dos tuviera que renunciar, de algún modo, a una parte de sí mismo, a la propia y plena identidad y a la propia realización». Maioli Sanese insiste en algo muy importante: la banalización y casi extinción del «sentimiento de pertenencia» en la familia. «La cultura dominante ha intentado minar todo esto en nombre de la nada, exaltando precisamente la no pertenencia, la autonomía y el origen individual de cada uno». La abolición del padre y del «código paterno» ha suscitado la eliminación en los hijos de todo lo que eso lleva consigo: la ley paterna, la indagación sobre el propio destino, la identidad personal, los sentimientos de predilección y satisfacción, la afirmación de sí mismo, el impulso de búsqueda y conocimiento, etc. Eliminando al padre se ha eliminado el vínculo de pertenencia. «El 68 —escribe— marca el apogeo de la desestabilización del concepto de autoridad, con la consiguiente ‘destrucción’ del padre». La ausencia del padre y la cultura apátrida han reducido esa sociedad bicéfala —padre y madre— que es la familia a un solo código: el materno. De acuerdo con ello, «la familia se está convirtiendo en el lugar del sentimiento, de los cuidados, de las necesidades. Ha perdido todo aquel plus ligado al ‘código del padre’». Vittoria Maioli Sanese entiende que no es la llegada del hijo la que hace a la pareja ser padre y madre. Lo que les hace ser padrey madre es la unión conyugal. En su opinión, la familia es conyugalidad. La llegada del hijo hace que sean en total la pareja más uno. «La pareja no puede mezclarse nunca con la familia: esos dos son siempre dos y nunca pueden convertirse en tres, cuatro... Se convierten siempre en dos + uno, dos + tres, etc., [...] el desbarajuste mayor es añadir la identidad de padres a la identidad conyugal». Según esto, la identidad de la persona está sujeta también a un cierto ciclo. Primero se es hijo, y luego se es esposo y esposa, es decir, padre y madre. El autor de estas líneas está de acuerdo con este ‘salto’ de hijo a padre y madre. Pero no se identifica plenamente con el ciclo propuesto por la autora acerca de la identidad de los padres. En opinión de quien esto escribe no es que la identidad de la persona vaya saltando de una a otra etapa, sino que en la medida que madura y asume los cambios vitales que acontecen en su persona, la identidad se va modelando de 9 otra forma. Así por ejemplo, los esposos continúan siendo hijos pero hijos- esposos, hijos que han ‘abandonado’ a sus padres —en los que sus padres siguen siendo sus padres y de los cuales ellos siguen siendo sus hijos— para fundar una familia. La nueva familia fundada por ellos ocupa ahora el lugar prioritario de las relaciones interpersonales y por eso mismo constituye el ‘núcleo duro’ de su ser personal, de sus preocupaciones y responsabilidades, de sus proyectos e ilusiones, en definitiva, de la vida como tarea que se han marcado y el proyecto común en que libremente se han embarcado. De otra parte, la unión conyugal —por muy denso y exigente que sea el vínculo entre ellos, que lo es— no es sinónimo de maternidad y paternidad. Considero más bien que la maternidad y paternidad constituyen otra etapa evolutiva de la identidad de los esposos, sin que haya ninguna pérdida o quiebra en la transformación de sus anteriores y respectivas identidades como hijos. Es cierto que la maternidad y la paternidad no comienzan con el nacimiento del hijo, sino con la fecundación, con la presencia de un ser vivo en el seno de la madre. La maternidad y la paternidad están vinculadas a la fecundidad, a la emergencia ex novo de un ser que es diferente de ellos, libre y distinto de la relación que les une, aunque esa relación esté presente y sea la razón de ser del origen del nuevo ser. Estoy muy de acuerdo, no obstante, con Maioli Sanese en la mayoría de las afirmaciones que sostiene, especialmente en lo que se refiere a las crisis que se suscitan en los hijos cuando sus padres no respetan la espontánea y natural evolución de su identidad o cuando uno de ellos o ambos se adhieren tanto a la vida de los hijos que obstaculizan o sofocan su personal unidad con el otro cónyuge. Ésta suele ser una de las causas principales que suscita numerosos conflictos entre los jóvenes esposos y sus respectivas familias de origen. ¡Cuántos esposos continúan estando más vinculados como hijos a sus respectivas madres que, como cónyuges, a sus respectivas esposas! ¡Cuántas esposas persisten en adorar a sus padres varones sin que se dé en ellas la necesaria admiración por las personas de sus maridos! Algo muy parecido podría afirmarse —aunque sea de muy diferente naturaleza— respecto de las relaciones padres-hijos y madres- hijas, una vez que los hijos ya se han desposado. En estos problemas —hoy muy frecuentes— pueden desvelarse tres tipos de 10 errores: los de los padres de origen, los de los hijos originarios y los de los cónyuges que no han madurado ni asumido la responsabilidad que acompaña al hecho de la paternidad. Pero regresemos al estudio de la familia en sí misma considerada. La cadencia hombre-esposo-padre-abuelo como la análoga secuencia relativa a la mujer, constituye un eje vertebrador de la identidad personal que, sin rupturas ni astillamientos, va madurando y adquiriendo una mayor densidad. Es muy conveniente, por eso, el estudio de la evolución de la identidad en el matrimonio y la familia. En los hijos los cambios han sido bien estudiados desde antiguo por la psicología evolutiva; en los padres, en cambio, sólo se ha estudiado en tanto que ciclo vital de la familia, pero en modo alguno en tanto que evolución de la identidad de los cónyuges. Esta cuestión es relevante por cuanto reobra sobre la dinámica familiar a la que, sin duda alguna, condiciona. A lo largo de esa secuencia en la identidad de los esposos, se diría que cada nueva etapa absorbe, engulle y disuelve la identidad anterior aunque, venturosamente, no extinguiéndola sino transformándola. Lo más frecuente es que la maternidad y la paternidad soslayen, en primer lugar, la identidad de esposa y esposo y, más tarde, la de mujer y varón y, después, la de hija e hijo. Hay motivos que hacen comprensiva esta secuencia. Los hijos, dado el estado de indefensión y desvalimiento en que se encuentran, no dan nada pero lo exigen todo. Pero los hijos son la natural consecuencia de una relación (entre el marido y su esposa), que no puede quedar eclipsada por las demandas del recién llegado a la familia. Los cónyuges han de tener presente que en su identidad todas estas etapas tienen cabida, sin que ninguna de ellas se arrogue la primacía o superioridad sobre ninguna otra. En el orden del matrimonio, la mujer y el marido están antes que los hijos, porque cualquier cónyuge es anterior, superior y origen de los hijos. Otra cosa bien diferente es que en el orden de las necesidades y urgencias demandadas haya que priorizar, en muchas ocasiones, la ayuda, cuidado y crianza de los hijos respecto de la relación conyugal. Pero priorizar (temporal o momentáneamente) en modo alguno significa excluir, desinteresarse, abandonar o menospreciar la relación con el otro cónyuge, que también tiene sus necesidades. La ‘hoja de ruta’ del matrimonio está hoy un tanto falseada. Cuando se da 11 prioridad sólo a la atención al hijo, a la que suele acompañar la desatención al otro cónyuge —a pesar de que ambas relaciones sean siempre compatibles—, la identidad de los cónyuges comienza a resquebrajarse. Desde la perspectiva sociológica esa madre o ese padre serán calificados de «buenos padres», pero eso es a costa de tomar una parte de su identidad personal (la de la paternidad) por la totalidad de su identidad conyugal (esponsal) y personal. En ese caso habría que añadir que tal vez sean muy «buenos padres, pero muy malos esposos». ¿Consideran que esta última afirmación es coherente? ¿Se puede ser, por ejemplo, ‘buena madre’ y ‘mala esposa’? ¿Es eso posible? En esa ‘hoja de ruta’ ahora no comparece el hito —cronológicamente primero— del encuentro entre hombre y mujer. Esto quiere decir que los cónyuges en la pareja se encuentran sub specie padre y madre, pero muy poco en tanto que esposo y esposa y prácticamente nada como hombre y mujer. Si representáramos los tiempos ocupados por cada una de esas parciales identidades personales y familiares nos apercibiríamos mejor del craso error en que se incurre. En ocasiones, tras el nacimiento del hijo, los encuentros entre sus padres —como hombre y mujer— se distancian y casi desaparecen. La paternidad ha absorbido a la hombría y la maternidad a la feminidad. Los cónyuges han sido expulsados de su vida íntima, de sus expresiones y manifestaciones de afecto, de sus relaciones sexuales, de sus encuentros personales. La complicidad y el compañerismo entre ellos han sido abolidos, como la propia identidad conyugal y el significado que alienta en esas relaciones. Ahora queda sólo la rutina y el continuo esfuerzo por sacar adelante a la familia. Pero eso no es a causa de una exigencia natural del hijo, sino de la ignorancia y de la mala organización de la vida conyugal. Esto genera multitud de consecuencias, muchas de las cuales son nefastas para la familia y la pareja. La primera de ellas es el filiarcado: la asunción del poder familiar por parte del hijo y el sometimiento a él por parte de los padres. El hijo llora y no deja dormir; el hijo no quiere comer y los padres pierdenlos nervios; el hijo grita, lo toca todo, desobedece, tira una y otra vez el chupete, se enfada, rompe objetos valiosos, etc. Al hijo hay que limpiarlo, bañarlo, vestirlo y desvestirlo, acostarlo, darle de comer, pasear 12 lo, llevarlo al pediatra, entretenerlo, acompañarle y recogerle en la guardería, etc. Lo más importante no es sólo lo anterior. Lo más importante es que al hijo hay que dedicarle tiempo, quererle, hablar con él, compartir con él la propia vida, porque en todo esto consiste la tarea profunda de educarle (actividades que conciernen a la identidad de los cónyuges en tanto que padres). Si al hijo no se le permite hacer lo que por sí mismo puede se le está sustituyendo. Sustituir a una persona es tanto como anularla, vaciarla de significado, calificarla de inútil, imposibilitar su crecimiento. Lo que cada hijo pueda hacer por sí mismo —por pequeño o modesto que sea— que no lo haga ningún padre por él. Poco importa que el crecimiento en esas habilidades y destrezas sea más lento o que las tareas que realizan lleven más tiempo y obtengan peores resultados que si las realizaran sus padres. En el origen del ser, el hijo es después que los padres y constituye por eso un grave error entregar el poder de la familia a quien está peor dotado para ejercerlo, a causa de su natural inmadurez. La segunda de ellas es la posesión afectiva por el hijo de uno de los cónyuges. La voracidad y el hambre de afecto en los hijos no tienen límites. Corresponde a los padres —y al tiempo que los padres le dedican— establecer esos límites. No se sostiene aquí el hecho de tratarles con negligencia, descuido o desinterés. Se trata tan sólo de ponerles en su sitio, de respetar un orden, de establecer una secuencia de prioridades en los compromisos afectivos. A las madres les cuesta mucho administrar de forma rigurosa y justa su propia afectividad. ¿Qué lugar ocupa el marido en su corazón, después del nacimiento del hijo? ¿Cómo percibe el marido a esa mujer? ¿Tiene el mismo significado que antes del nacimiento de su hijo? ¿Es suficiente para la madre ese ‘amor sustituto’ en clave de maternidad y filiación? ¿Se conforma y satisface con eso sólo? El nacimiento del hijo tendría que reforzar y robustecer las relaciones y el querer que se da entre ellos. El amor de la madre por el hijo debiera acrecer el amor que siente por su esposo; el amor del padre por la madre habría de potenciarse con un cierto plus, el amor añadido que experimenta por su hijo. Cuanto más se amen los cónyuges tanto mejor amarán a su hijo, porque es el propio amor de la pareja el que sale garante del amor paterno y materno. Si la maternidad y la paternidad se viven como algo que forma parte —y parte importante de la misma identidad conyugal (un ser que consiste en ser-madre o 13 ser-padre de)—, entonces no tendrían lugar estas disfunciones afectivas. El amor del hijo une o debería unir a sus padres. Sería un contrasentido, además de una paradoja, que el amor del hijo debilitara, sofocara u obstaculizara el amor entre los esposos. Más aún: la misma relación entre ellos, como hombre y mujer, habría también de vigorizarse, en el sentido de optimizarse en su radicalización, puesto que ahora son dos —como hasta ahora— más un nuevo ser que procede de ellos. Ese ‘tercero’ no debiera percibirse nunca como un tercero en discordia —alguien yuxtapuesto, sobreañadido o caído de no se sabe dónde, que compite y dificulta la relación que hay entre ellos—, sino efecto de la generación en que ha fructificado esa unión, que se renueva y acrece con el nuevo fruto. Proceder de forma contraria manifestaría que la maternidad o paternidad no se han asumido —y que hay un grave problema de identidad conyugal—, por lo que consideran al hijo como ‘lo preocupante y limitativo de su relación’, ‘lo que entorpece y debilita sus encuentros’, es decir, ‘lo que ha venido a crearles problemas que les distancian más que les unen’. Algunas madres se ‘vuelcan’ (¿apegan?) tanto afectivamente a sus hijos que su corazón se llena y apenas si deja algún lugar para su esposo. Esto constituye un grave error por el que todos pierden y nadie gana. Pierde la madre que, a pesar de la ternura que da y recibe de su hijo, su afectividad ya no se dirige a alcanzar el fin principal: el corazón del hombre que es su marido. Y si eso no lo logra, antes o después se sentirá sola, porque sus sentimientos están llamados a expresarse y satisfacerse en otra dirección, con la que ya no sabe, no puede o no quiere acertar. Pierde el padre, que tal vez se refugie en el trabajo, se distancie de su esposa, contemple a su hijo como el usurpador de su amor o comience a experimentar celos de él. Sea como fuere, en ese caso su identidad de padre y de persona sufre la funesta fragmentación que tendría que haber evitado. Como padre, su identidad consiste también en ser ‘ser-padre-de’ y sus consecuencias (tratar a su hijo, quererlo, hablarle, disfrutar de él, enseñarle las cosas de este mundo, compartir con él su vida, y no olvidarse de que la identidad del hijo parte de su identidad como padre). Renunciar a la identidad de padre es imposible. Porque no hay padres de quita y pon, ni padres ad casum, ni padres transitorios. La condición de la paternidad es una condición para la eternidad. En último lugar, pierde el hijo porque estará falto del necesario modelo para su 14 identidad, porque aprenderá el amor posesivo que ‘toma’ y no ‘da’, se guiará por la mera dependencia afectiva y no sabrá valerse por sí mismo ni llevar la iniciativa en el darse al otro sin esperar nada a cambio. Aquí podrían citarse miles de ejemplos para ilustrar lo que se acaba de afirmar. Pondré sólo uno de ellos, que es suficientemente significativo: los hijos han de dormir en su propia cuna y, apenas crezcan, en su propia habitación. Que un niño duerma entre sus padres no es nada higiénico para él, al mismo tiempo que constituye un poderoso obstáculo que distancia a sus padres. Lo mismo podría afirmarse de esa moda reciente en que padres e hijos se duchan juntos (la abolición del pudor) como si fuera lo más natural. La tercera de ellas es el victimismo familiar. Tener hijos —tal y como lo entienden hoy muchos y muchas— es complicarse la vida, elegir un estorbo que impide la realización personal, asumir una esclavitud de la que jamás se podrán zafar. Esta representación de la maternidad en el ‘imaginario colectivo’, además de equivocada, resulta funesta para la entera sociedad. El estudio atento, por ejemplo, de la inversión de la pirámide poblacional, el número progresivamente creciente de abortos y el incremento de rupturas conyugales podrían demostrar algunas de las relaciones existentes entre esos hechos y las actitudes familiares victimistas. El modo en que parece proceder la razón de los cónyuges para consolidar estas actitudes es, con cierta probabilidad, el siguiente: «Allí donde yo estoy, no hay lugar para ti». «Si tú estás, yo no puedo realizar lo que deseo y realizarme como persona» (falsa identidad). «Es así que yo estoy y elijo realizarme a mí misma; luego no te puedo elegir a ti». Si en las anteriores proposiciones se sustituye el ‘estar’ por el ‘ser’, la conclusión no cambiaría nada aunque, sin duda alguna, sería más fuerte al formularse como sigue: «Si yo soy, tú no puedes ser». Ese ‘tú’, en ocasiones, es pura fantasía, mero proyecto posibilista e inacabado, cálculo combinatorio, representación futurista de lo que seguro no hay que hacer. Otras veces, sin embargo, ese ‘tú’ ha comenzado a existir, es ya una realidad que vive, un ‘alguien’ que ha sido llamado a la existencia, con independencia de que se le excluya y condene a una muerte indigna: el aborto. En realidad, esas fingidas incompatibilidades entre la maternidad y la autorrealización son sólo fingidas. En primer lugar, porque la vida es un regalo y un don, que en alguna forma genera una deuda que sólo puede condonarse 15 dando la vida a otro o dándose a otros —consecuencia primera de esa real compatibilidad—. ¿Para qué serviría realizarse profesionalmentea expensas de no darse a nadie? En segundo lugar, porque en la amplitud, diversidad y largo alcance del arco de la vida hay lugar y tiempo para todo, incluso para hastiarse y aburrirse contemplando con desesperación el propio yo. ¿Es que acaso la compañía del hijo y su propio desvalimiento, la ternura de su mirada festiva al encontrar a su padre o la placidez con que se entrega al sueño no llenan de satisfacción los ámbitos de la maternidad y paternidad? En tercer lugar, porque la identidad de los cónyuges que, voluntariamente y sin causa alguna, excluyen la maternidad y la paternidad resulta amputada en uno de sus componentes principales. Sin hijos puede haber hombre y mujer, esposo y esposa, incluso familia, pero no padre y madre. La paternidad y la maternidad transforman y completan la personalidad de los cónyuges, optimizando sus respectivas identidades que, a causa de ello, se manifiestan ahora como más maduras, completas y bien integradas. Lo que permanece en la familia es lo que resiste a los cambios —especialmente los personales—, las contradicciones, las sorpresas, los acontecimientos imprevisibles de cualquier signo que fueren, la mudanza siempre cambiante en que consiste el vivir humano. En la familia permanece lo que no puede morir, es decir, la relación permanentemente abierta y puesta a buen recaudo del olvido; el ámbito donde, de forma imperecedera, cada uno de sus miembros se reconoce a sí mismo como formando parte de ella, y a donde siempre cabe regresar, especialmente cuando sobrevienen las dificultades. Cualquier recorrido por el interior de uno mismo desvela enseguida la pujanza, frescura y vitalidad de las tempranas y consistentes relaciones familiares. Ése es el ‘núcleo duro’ de la identidad que no se ha deformado a pesar de los pesares. Y ese núcleo es interior a la persona. Lo que da seguridad al propio ser no procede de fuera, sino de dentro y es reconocido como aquello que está acunado en la intimidad y entreteje y sostiene la misma singularidad personal, gracias sobre todo a la familia y al sentido que aquélla le ofreció. La familia es el pilar de la vida, la fuente de donde mana la propia existencia, el hontanar del que brota la singularidad personal. Eso es precisamente lo que nos deja la vida: la singularidad que cada uno es y con ella la responsabilidad indelegable de lo que hay que hacer con la propia existencia. 16 No, no es poco lo que nos deja la vida, a través de la familia. Tomar conciencia de la propia vida es por eso evocar al mismo tiempo la familia de la que procedemos, la libertad que allí nos alentó, el afecto de los padres que nos alimentó, y la seguridad de que esas relaciones, formando parte de nosotros mismos —y, por eso, en cierto modo auto-constitutivas— configuran la urdimbre afectiva y efectiva de la propia singularidad y la razón de ser quienes somos. Aunque algunos políticos tengan la pretensión de aherrojar la actual familia como si se tratara de un sujeto privado, en modo alguno es así. Porque la familia es anterior y superior a cualquier organización pública y sin ella no puede haber Estado. El mismo Estado es deudor de la familia, pues sin ésta no habría ni sociedad, ni personas. «Si el que predica no arde, el fuego no prende en quienes le escuchan», dice un viejo proverbio castellano. Afortunado lector, el libro de Vittoria Maioli Sanese, en el que he tratado de introducirte, está escrito con el fuego de su corazón y la madera de su experiencia. Su discurso es, desde luego, ardiente. Ojalá que su lectura prenda en ti y suscite la luz y el calor que precisas para atinar, con paso decidido, por las dificultosas travesías de la vida familiar. Recuerda que, como escribía Oscar Wilde, «la instrucción es algo admirable, pero las cosas más importantes de la vida no pueden enseñarse, sólo pueden encontrarse». Deseo vivamente que su lectura te ayude a encontrar a tu familia y que, instruyéndote en esa difícil disciplina, te encuentres a ti mismo, a la mejor persona que hay dentro de ti. Hoy algunos fían todo a lo que ‘se dice’, ‘se piensa’ y ‘se comenta’, de acuerdo con lo que comparece en los medios de comunicación social (el ‘pensamiento dominante’). Otros, en cambio, están atentos sobre todo a la observación de lo que acontece en su medio, a las rutinas de la vida hecha ‘costumbre’. Son pocos, en cambio, los que miran hacia dentro para desde allí alzarse con los robustos y rigurosos criterios en que han de sostener su vida familiar. Las múltiples opciones en que hoy se debate la vida de familia ha diversificado, sin duda alguna, los modelos de familia y hasta ha fragmentado su mismo concepto. Al parecer, hay opciones para todos los gustos: ‘mucho observar y nada pensar; mucho hacer y nada observar; mucho sentir y nada hacer; mucho estudiar y nada servir’. Pero quienes no ensamblen de forma armónica lo uno y lo otro, ni piensan, ni estudian, ni sienten, ni observan, ni sirven, ni hacen una familia dichosa. 17 Te deseo que la lectura reflexiva de este gozoso libro te ayude a integrar en un nivel superior las ricas experiencias que en él se exponen, de manera que tu observar, pensar, sentir, estudiar, servir y hacer tu familia contribuyan a macizar la felicidad familiar en que seguramente un día, acaso lejano, soñaste. Aquilino Polaino Lorente 18 INTRODUCCIÓN* Desde hace años, al final de cada conferencia, seminario o curso para padres, se me acerca alguien preguntándome el título de un libro, pidiéndome cuadernos, transcripciones o cualquier otra cosa parecida a un instrumento de reflexión y de trabajo, para llevarse a casa, para quedárselo. Estas peticiones consiguieron que venciese mi resistencia y empecé a concebir este libro: se trata de un conjunto muy especial de materiales, pero sobre todo de un instrumento de trabajo común, un método distinto del que uso normalmente. Como he hablado de una resistencia que he tenido que vencer, tengo que explicar cuál es. Desde que empecé mi trabajo como psicóloga de pareja y de familia, la pregunta que más me apremiaba era: ¿en qué ámbito de la vida de la persona se coloca la relación de pareja, la familia, la relación entre padres e hijos? ¿Cómo se sitúan estas relaciones respecto a la persona y a quién pertenecen? En definitiva: ¿quién tiene la última palabra? Estas preguntas, y todo lo que de ellas se deriva, han abierto en mí un flujo de búsqueda inagotable; sobre todo han hecho que me sea imposible conceder la última palabra sobre la persona a explicaciones técnicas, que hoy día están tan de moda. ¿Qué significa esto? Que la relación hombre-mujer, la familia, la relación padres-hijos pueden encontrar sólo parcialmente en la psicología, en la pedagogía, en la sociología, un instrumento que clarifique su verdadera naturaleza. Entonces, ¿a quién pertenecen? ¿Dónde se colocan en la vida de la persona? Evocan el destino; es decir, son la experiencia pedagógica de la identidad de una persona, de la naturaleza humana. El método de esta experiencia es la «carne», el «cuerpo» en su totalidad y dramaticidad existencial. En otras palabras, en la experiencia de ser hijos, de la masculinidad, de la feminidad, del amor, del dolor, del gozo, de la muerte —que todos debemos vivir— cada uno de nosotros aprende quién es. Cada uno aprende en carne propia la impresionante fórmula de la naturaleza humana que es la libertad, es decir, el infinito. Cada vez con mayor preocupación, he visto en estos años penetrar en la vida de las personas una imagen de sí mismas como función e instrumento y dar paternidad, es decir, poder de definición de su persona, a la psicología, a los 19 medios de comunicación de masas y, más en general, a la técnica. De aquí nace la resistencia a publicar parte de mi trabajo: no quería ofrecer una ulterior contribución a esta imagen de «prestación» que se ha insinuado en la familia. En las páginas de este libro encontrarán una primera parte verdaderamente anómala respecto de las otras dos que, de alguna manera, son homólogas. El intento, seguramente imperfecto, de introduciren la certeza de que hablar de familia, de padres, de hijos —tanto si lo hacemos en el bar como en el supermercado, con la amiga o cenando con el jefe— corresponde en cualquier caso a abrir una puerta sobre el horizonte infinito, profundo, misterioso, sugestivo de nuestro destino. E implica la introducción en algo cargado del valor de nuestra persona y de cada uno, en el abismo de nuestra libertad. ¿Cómo es posible que sustraigamos la belleza, el misterio, la emoción profunda del amor a un hijo, a la jaula de la prestación pedagógica perfecta? La segunda parte recoge algunas conferencias. Es el momento de la transmisión, pobre y parcial, de lo que he aprendido a través de la experiencia, el estudio o escuchando a los grandes. Me gusta el término conferencia: llevar, transmitir, transferir, poner en común. Tengo predilección por los padres activos, protagonistas, en búsqueda de la verdad para sí y para sus hijos. El riesgo que tiene el método de la conferencia es que se pueda escuchar pasivamente, que se delegue en el experto, se intelectualice la vida, el equívoco de que para ser hay que saber. Mis preguntas siempre abiertas, dialécticas con el método de la conferencia, se concentran fundamentalmente sobre cómo hacer que ese momento de transmisión de conocimientos sea realmente formativo de la identidad de los padres. ¿Cómo evitar el riesgo de intelectualización y conseguir introducir a quien escucha en la fascinación de la sabiduría sobre lo humano? ¿Cómo tratar tales argumentos, visto que se trata de nuestra vida? Cada vez que me invitan a dar una conferencia vivo una gran agitación, porque caminar y hacer caminar por los caminos de la vida requiere siempre la responsabilidad de lo verdadero, que es la única, verdadera y gran responsabilidad que tiene un padre. La tercera parte es, quizá, la más inmediata: es la transcripción de fragmentos del trabajo formativo llevado a cabo con los padres a través de pequeños grupos de número limitado. He experimentado —desde hace ya más de veinticinco años— esta fórmula de ayuda a las preguntas de los padres. Creo que es evidente la necesidad total que el padre tiene hoy de que se le ayude en la gran tarea hacia la persona del hijo. Más complejo resulta saber cómo responder sin tecnicismos, sin respuestas preconfeccionadas. La fórmula es muy sencilla: me implico con la pregunta del padre y cedo a hacerle compañía a través de una 20 propuesta de reflexión y de trabajo juntos. Tras muchos años de trabajo, son muchísimos los padres que han trabajado conmigo: su adhesión me ha confirmado en el tiempo la necesidad de una respuesta que asuma con pasión y afecto su necesidad. Estoy al lado de los padres, les hago compañía, recorro un trecho de camino con ellos: no porque yo sé y ellos no saben, sino para buscar y conocer. Juntos. También este libro, creo, puede ser una fórmula especial de compañía y de trabajo juntos. NOTAS * Como la autora explica unas líneas más adelante, este libro es el resultado de reunir distintos materiales extraídos de su trabajo durante los últimos diez años. La naturaleza de este tipo de escritura —trascripción de sesiones orales— lleva implícitas abundantes repeticiones de un mismo concepto o idea fundamental que la autora quiere transmitir y consolidar en su relación profesional con padres y educadores. Hemos respetado la forma escrita tal y como aparece en el original italiano por tres razones. 1) Por respeto a la forma original en que la autora ha querido que se edite el texto; 2) Porque la repetición de una misma idea a lo largo del libro facilita la asimilación de los conceptos fundamentales que se quieren transmitir; y 3) Porque los conceptos que se repiten se sitúan siempre en contextos de personas y preguntas diferentes, lo que proporciona una riqueza de matices y experiencias que, una vez llegados al final del libro, los lectores agradecerán. 21 PRÓLOGO 22 UN LIBRO. MIS BRAZOS Hace treinta y un años que estoy escribiendo este libro. Coger la pluma, poner las cosas por escrito es sólo un gesto que comporta este vivir y este escribir. He vivido escribiendo con el deseo, la certeza y el compromiso de que todo, incluso el más pequeño de los suspiros, fuera transmitido, pasado a los demás. Todo en mí es para otro: soy madre. El libro empezó allí, al lado de una cuna. Recuerdo bien aquellos días: habías nacido hacía poco, una semana, diez días, un mes, tú, un hijo, el primero, el nuevo, a quien yo miraba atónita e impresionada. Te tomaba en brazos y tú te abandonabas totalmente a mí. No recordaba haber sido nunca capaz de dejarme llevar así. Tú sí eras capaz y me revelaste mi mayor deseo, la verdad más impresionante y escondida de mi persona. Te llevaba y te alimentaba y tú eras uno conmigo. Este libro nació allí. Cuando mis brazos, para llevarte, te envolvían en un gesto universal de cuna —una cuna universal y decisiva—, tu rostro distendido tras el llanto, tranquilizado tras la soledad (¿había desaparecido?) me decía que no necesitabas nada más, no necesitabas nada más que a mí. Aquí, en este gesto de ser tu cuna, nació el pensamiento de la vida, donde el sueño debía convertirse en ideal, el ideal en experiencia, el deseo en satisfacción, la pregunta en respuesta. El tiempo debía ser llamado Tiempo, el pan Pan, la luz Luz, el amor Amor, la muerte Muerte. Estaba allí contigo, envolviéndote para nutrirte de mí. Y todo a mi alrededor pedía ser puesto de nuevo en orden, todo pedía ser mirado de nuevo, recompuesto, revisado, obtener un nuevo significado. Pero mis brazos, estos brazos ¿qué sentido tenían? 23 Te había llevado dentro de mí, según una ley perfecta. Ahora te llevaba fuera e interrogabas mi libertad. Tú estabas como si estuvieses dentro y yo te estaba poniendo dentro de mí. El espacio físico de mi cuerpo que tú habías ocupado se convertía, día tras día, en un espacio interno extraño, especial. Te abrías camino en los sentimientos, ocupabas los pensamientos, invadías las acciones, cambiabas mi día con la vida, transformabas la mirada. Abandonado a mí, me has llevado de la mano a descender, descender hasta los estratos de la vida, hasta el llanto de mi necesidad, hasta la herida de mi amor, hasta la nada que no quería afrontar, hasta el miedo que no quería ver y el mal que no quería hacerte. Una certeza lúcida, aguda: mis brazos (mis pensamientos, mi sentir por ti, mi amor). Mis brazos que te llevaban podían convertirse en una trampa para ti, en un daño para ti, en tu muerte. Debía aprender a abrirlos, a abrirlos de par en par. Sin dejarte caer. Abrir de par en par para abrazar todo, contigo, no sólo a ti. Para ti, hijo. Si te retengo, mueres. Si te dejo, mueres. ¿Tenerte como si no te tuviese? ¿Dejarte como si no te dejase? Pero, ¿quién eres? ¿Conocerte como si no te conociese? ¿Cogerte para entregarte? ¿A quién? Y yo ¿quién soy? Empecé a escribir este libro, buscando en los caminos tortuosos y ocultos de mi existencia, en mis pensamientos y en la vida algo que fuese verdadero, de manera que diciéndote yo, tú pudieras entender tu verdadero nombre. 24 Los brazos se cansan de estar abiertos. Es más fácil cerrarlos, tenerte para mí, agarrarte sin dejarte. Pero de ese modo mi yo se confunde y tú ya no eres tú: te desenfocas ante mis ojos y te conviertes en niebla, niebla sobre la vida. Estos brazos abiertos, sí, son un dolor. Este dolor, poco a poco, se convierte dentro de mí en certeza de amarte. Si los cierro sobre ti, yo me pierdo y tú mueres. Llevarte conmigo, como si no te llevase. Estrecharte, como si no te estrechase. Mirarte, como si no te mirase. Amarte, como si no te amase. Porque si te llevo, te estrecho, te miro, te amo solamente, tú mueres en mí y no aprendes tu vida y tu existencia. Hijo. Hijo. Fue suficiente hacerte nacer con un gesto de universal certeza, para que yo ya no sea la misma. Me siento pequeña como madre, más pequeña que tú, hijo. Estás aquí para convertirte en hijo, estoy aquí para convertirme en madre. Comienzo a caminar sintiendo por primeravez la solidez de la tierra, como si hasta ahora hubiese caminado rozando la superficie, sobre caminos que, ahora lo sé, tenían como meta este paso, este pasaje. He pasado contigo el umbral de la vida y mi pregunta es lúcida, clara, sin sombras, con la exigencia y la energía de la respuesta. Nunca como ahora. Nunca como ahora necesito ser yo misma para que tú puedas ser tú. 25 Quiero llegar a ser madre, para que tú, niño precioso, puedas ser hijo. 26 EL GRAN ÁRBOL Érase una vez un pueblo precioso, situado cerca de un gran bosque. Y puesto que entre el bosque y el pueblo se había creado una extraña relación llena de atractivo y de intercambio, cuando se hablaba del pueblo, se hablaba también del bosque, y así, poco a poco, día tras día, año tras año, los habitantes del pueblo decían: «Mi pueblo es ese del Gran Bosque». En medio del Gran Bosque había un gran árbol, que era tan grande, tan bello, tan único, que poco a poco, día tras día, año tras año, el Gran Bosque llegó a ser del Gran Árbol. Era un árbol grande, tan grande que cada primavera muchas familias de pájaros de todas las especies encontraban el lugar adecuado entre sus ramas. Todos los habitantes del Gran Bosque, desde la primavera hasta el otoño, iban a descansar debajo del Gran Árbol, a disfrutar de su sombra, para escuchar el coro especial de sus hojas que hablaban de mundos lejanos, de noches luminosas, de destino bueno, de felicidad, de certeza, de justicia, de belleza, de la vida y de la muerte. Y todos se sentían como si hubiesen comido, satisfechos y también soñadores, protegidos, incluso más buenos, más sinceros. Existía un rito para todos los habitantes del país del Gran Bosque del Gran Árbol. Antes de regresar a sus casas recogían una flor del Gran Árbol para adornar su mesa y alguna rama caída para hacer fuego en invierno: de este modo el perfume del Gran Árbol se esparcía por su casa. Cuando regresaban a casa por el camino que les llevaba hacia el mundo, de vez en cuando se daban la vuelta para mirar el Gran Árbol y decían: «¡Es mío!». Pero en realidad pensaban: «¡Yo soy suyo!». Cada habitante de aquel pueblo lo era de aquel Gran Árbol. El Gran Árbol formaba parte de su vida y, en cualquier lugar donde cualquiera de ellos hubiese ido y hubieran hecho lo que hubieran hecho, habrían llevado en 27 su corazón al Gran Árbol y todo lo que con él habían vivido y de él habían aprendido. ¡Qué suspiro hiciste! ¿Te gustó esta historia? La inventé para ti, sin pensar. Quizá mi cansancio de aquella noche me hizo imaginar un Gran Árbol relajante. Quizá también yo necesitaba pensar que estaba en un bosque verde y tranquilizador, tenía una flor sobre la mesa, una chimenea encendida. Mamá, yo creo que el Gran Árbol en nuestra familia es papá. ¡Papá! Sí, es verdad, papá es realmente como el Gran Árbol e incluso más que eso, mucho más. Está siempre contigo y te lleva siempre consigo. Tú le perteneces más de cuanto me perteneces. Pasas a través de mí, para que yo pueda entregarte a él. Eres suyo. Esa luz extraña que tiene, esa mirada que le nació cuando tú naciste, jamás han desaparecido. Está presente en tu vida incluso cuando corre, cuando está cansado, cuando piensa y cuando no piensa, cuando parece que el mundo le interese más que tú. Es para cambiarlo, para ti, es para entregártelo más convincente, es para construirlo de manera que tú puedas vivir en él. ¡Hijo! ¡Hijo! Sólo cuando aferres la mano segura de tu padre y seas como él te ha diseñado en su corazón, te habrás convertido en verdaderamente mío. 28 TENGO SED, POR FAVOR ¡Tengo sed! Hijo, querría ser para ti una fuente que apaga tu sed. ¿Lo soy? ¿O soy más bien la certeza de que existe una respuesta a tu sed? Esta sed, hijo, te acompaña y hace que seas igual que todos, que todos los miles de hombres que viven, que los miles de hombres que te han precedido, que los miles de hombres que vendrán. ¡Tan igual, tan universal! No puedes separarte ni siquiera por un instante de tu sed. Es un vínculo: personal, universal, particular, común. Lenguaje, comunicación, búsqueda, camino, arte, icono. Definición del hombre, de mí, de ti: de ti amor, de ti hijo, de ti amigo. Es la necesidad que en nosotros se convierte en paso de petición, hueco de piedad, manos tendidas para recibir y para dar, intercambio de hospitalidad, respuesta y búsqueda. ¡Tengo sed! Dentro de esta necesidad bajo por los peldaños impracticables de mi existencia, de tu existencia, de mi pensamiento, de tu pensamiento, en la inagotable búsqueda de una fuente que sacie y quite la sed: para siempre. Así desde cero hasta los cien años, con el corazón como un desierto árido sin agua que produce constantemente el deseo de un oasis. Pero tú, niño, me gritas inexorablemente «tengo sed» desde el primer gemido y exiges una respuesta. Sin mi respuesta, mueres. 29 Eres la imagen del hombre mendigo herido árido que exige una respuesta total. Exigencia total que grita la necesidad de una respuesta total. Si no escucho, mueres. Si no respondo, mueres. Sin respuesta se acaban tu humanidad y tu grandeza. Sin respuesta te deformas, tengas cero o treinta años, o cincuenta, o cien. Sin respuesta ya no eres tú. Necesidad, ¡qué extraña definición de uno mismo! Requiere constantemente que otro responda. Necesidad de agua, de alimento, de sueño, de cuidados, de calor, de frío, de aire, de mar, de muerte, de brazos que estrechen, de manos que acaricien, de rostros que sonrían, de ojos que vean, de oídos que escuchen, de corazón que escoja, de cantinelas que consuelen, de palabras que orienten, de pensamientos que enciendan, de mirada que revele. ¡Hijo! Tu necesidad total, exigente, mueve en mí mi esencia de madre. Soy la posibilidad de la respuesta. Mi respuesta, mis cuidados son tu necesidad de ser y de aprender quién eres. Y luego creces y tu crecimiento parece un lento salir de la niebla de la necesidad, de manera que alguien te lo dice y te lo pone como objetivo: hacerse mayor es responder solos. Al contrario. Al ir creciendo, tu sed se vuelve cada vez más compleja, dramática. 30 Al ir creciendo, la necesidad se convierte en certeza de la definición de ti mismo. Cuanto más llego a ser yo mismo, tanto más mi necesidad se convierte en un grito complejo y presente que penetra irreductible en el espacio y el tiempo, y sorprende en mí, en ti, el infinito. ¡Tengo sed! No he sabido encontrar otra definición más exhaustiva de ti, hijo, y de mí, padre y madre. La última, profunda, completa, esencial fuerza del hombre presente en cada acción es su búsqueda a veces ilusoria, a veces dramática y al mismo tiempo divertida y tierna, pero asimismo punzante, a veces desesperada en su forma, incluso hasta llegar a ser violenta, de otro que ofrezca agua: agua que quite la sed. Aquellos brazos cerrados en forma de cuna sobre ti, hijo, con el seno que nutre, con el corazón que se conmueve y vibra por tu existencia, son una marca que recibes, que recibí, nostalgia de un bien que conduce a la búsqueda, criterio para toda relación, camino para cada sentimiento, certeza exigente de respuesta. Tengo sed, por favor. Empezaste a decir esta frase a los 18 meses, cuando gritabas prepotente: ¡tengo sed! Te frené para enseñarte a pedir. No le quitaste la fuerza de la orden a tu voz de niño; seguro de lo que querías, añadiste afligido, tierno: por favor. Desde entonces, esa frase la has dicho siempre así, y en nuestra relación se ha convertido en un vínculo, algo que nos une y define la historia de nuestro estar juntos. Todavía ahora que ya eres mayorcito, todas las noches sigues usando esta frase, para que me quede a tu lado dos minutos más, para volver a ser niño, para ver mi sonrisa tierna de recuerdos, para dormirte con la certeza y la paz de que tú puedes tener toda la sed del mundo, eres la sed con tus mil deseos y tus mil necesidades, porque yo estoy ahí, o al menos lo intento y trabajo para estar y para entender cuántas formas de sed tienes, cuántas no son sed y para cuántas yo no tengola respuesta. 31 Ese pequeño sorbo de agua, que en el gesto infantil nos hace sonreír tan tiernamente todas las noches, llega hasta decirte quién eres, hijo ahora y de mayor, llega hasta decirme a mí quién soy yo y te llevará por los caminos infinitos de tu sed, que espero sea implacable e incesante hasta que no encuentre lo que verdaderamente la apaga. También yo tengo sed, por favor. 32 BESO ABIERTO DE PAR EN PAR ¿Qué es, cómo es, por qué esta relación en la que un pequeño crece bajo la mirada de un mayor? ¿Cómo sucede lo que sucede? ¿A través de qué sucede lo que sucede? Esta capacidad-idoneidad-necesidad de aprender de otro, de ser a través de otro, de recibir para ser, todo esto que acompaña la vida de la persona, de cada uno, de los cero a los cien años, todo esto es una ley que regula cada crecimiento y devenir humano, una extraña ley, una extraña y misteriosa ley que afecta a cada instante, a cada respiro, a cada movimiento del corazón y de la mente: una ley sencilla y difícil, tan sencilla que todos la usamos, tan difícil que todos la negamos; una ley profunda, radical, pero a la vez tan alta y ligera, que da miedo y la queremos olvidar; una ley que es una evidencia y, por eso, provoca la necesidad de combatirla y de vencerla. Una extraña ley, porque la ley es constricción y orden, es fórmula de necesidad: una extraña ley porque su fórmula es la libertad. Es la paradoja de la vida: este pequeño, que crece bajo la mirada de uno mayor que le guía, se convierte en una persona, es decir, realiza «la ley», la fórmula de la libertad, sólo si ese mayor, los mayores (¡los adultos!) de su vida, en sus encuentros significativos, son capaces de tener en la mirada la paradoja de la libertad. En la relación con el hijo esa paradoja tiene la expresión de la pertenencia total. Eres mío. Eres mío... y no te dejo, te acompaño, te acompaño para tranquilizarte en cada instante: ¡eres mío! Qué extraña ley potente y dramática: tener un peso de gravedad que frena, lleva, cansa, aprieta (¡dramática ley, la de estar hechos así!) ordena, obliga, no en contra sino para poder ser verdaderamente libres. 33 Qué ley misteriosa e irreductible: una ley que se llama libertad, que penetra en las relaciones, sacude la vida, guía los pensamientos, lleva al crecimiento. ¡Qué extraña ley! El corazón del hombre puede volar, decidir, amar, palpitar, existir, tranquilizarse, convencerse, responder a las espirales infinitas de sus exigencias desde el primer momento hasta los cien años, únicamente si existe otro que le dice sin titubeos, sin condiciones, en el ímpetu profundo de la propia identidad: ¡tú eres mío! Cuando apenas empezabas a moverte con las pequeñas capacidades que habías logrado (7-8 años: el estanco a cien metros de casa, las primeras vueltas a la manzana en bicicleta: «La vuelta de la manzana» como lo llamábamos, que luego se convirtió en la de la pera, la del plátano, luego la de la sandía, hasta que conseguías ir lejos con tu bicicleta tan querida, cuidada, embellecida, símbolo inexorable de tu libertad) y salías de casa incluso sólo cinco minutos, habías inventado una extraña expresión. Me decías: «Mamá, ¡beso... abierto de par en par!». Beso igual: soy tuyo, inexorablemente tuyo, totalmente tuyo y necesito tu aprobación para salir e irme incluso sólo cinco minutos, necesito tu calor, tu «acompañamiento» tierno. Pero... «abierto de par en par». En realidad la expresión «beso abierto de par en par» significaba: ven a saludarme con un beso y ábreme la verja de par en par. «¡Beso... abierto de par en par!». La totalidad de la pertenencia y la totalidad de la libertad. Una libertad acompañada, aprobada, reconocida; no autonomía: ¡muévete tú solo! ¡Escoge tú! Aprende, arréglatelas. ¡No! Hijo, nunca me oirás decir la palabra «arréglatelas»: estoy aquí para acompañarte, reconocerte, guiarte dentro del camino del mundo, dentro del laberinto profundo y misterioso de tu yo. Esta paradoja sorprendía en mí una certeza y un dolor cada vez que salías. Sólo con un «eres mío» total y un «soy tuyo» total (beso) tenía la fuerza de abrirte la verja de par en par y tú la fuerza de cruzarla. Sólo así, sólo perteneciendo has podido hacer todo el recorrido de tu libertad, un paso tras otro, autonomía tras autonomía, capacidad tras capacidad, sólo perteneciendo (aquella verja abierta de par en par no era ponerte en peligro, darte un peso que no podías llevar). También hoy, que te acercas a etapas importantes de tu crecimiento, también hoy que tu bicicleta se ha convertido en una moto, cuando te veo cruzar esa 34 verja pienso: «¡Beso abierto de par en par, hijo!»; sólo si me llevas dentro y aceptas aún ser mío, tu libertad llega a ser una verja abierta de par en par a la vida, al saber, al bien, y tu paso seguro te hará decir (¡espero ese momento!): yo soy. 35 Primera parte EL PENSAMIENTO DE LA VIDA 36 1. LA ESTRUCTURA FAMILIAR* Cuando hablamos de familia entramos en una cuestión bastante compleja. En efecto, la familia concierne a distintos niveles de nuestra vida: se puede hablar de ella desde el punto de vista de los médicos, de la ley, de los servicios, de la economía. La familia es la estructura que atraviesa toda la vida de la persona, de todos y de cada uno. Cuando decimos «de todos y de cada uno» indicamos ya sus dimensiones fundamentales: la dimensión personal, subjetiva, el modo con que cada uno representa dentro de sí la cuestión familia; y la dimensión universal, en base a la cual todos pueden entenderme cuando hablo de ella, tanto vosotros aquí, esta tarde, como en Nueva York o en China, aunque cada cultura y cada pueblo tenga una forma distinta para expresarla. Si digo la palabra familia y aquí somos diez, el eco será diez veces distinto desde el punto de vista subjetivo y personal, pero desde el punto de vista universal conseguiremos entendernos. Consideremos, entonces, su estructura esencial. Entre mil definiciones de familia, yo tengo preferencia por una que me parece más completa, más dinámica y comprensiva tanto de los aspectos universales como de los personales. La definición es la siguiente: «La familia es ese lugar de relaciones.». La relación como lugar, ante todo. Está claro que usamos el término lugar no en sentido físico. Pero, ¿dónde está este lugar? En nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestros gestos, en nuestros pensamientos, en movimientos profundos de nuestro corazón. El trato, la relación es lo que une: un lugar de relaciones. Me gusta el término lugar porque la relación es la verdadera casa en la que uno vive. No existe sólo la casa como espacio físico que acoge a cada uno de nosotros. La casa donde se vive de manera privilegiada es precisamente la relación o el habitus, el modo como el marido mira a su mujer y la mujer mira al marido, porque la verdadera casa de la mujer es el marido, como la verdadera 37 casa del marido es la mujer y la de los hijos son los padres... La relación es casa, la casa donde se vive, se crece, donde se puede cambiar. Decir que la relación es la casa donde se vive significa afirmar que la familia es un lugar dinámico, que se amplía y acoge todos los cambios que sobrevienen. En efecto, la característica fundamental de la persona es el cambio —ninguno de nosotros permanece como recién nacido— y si el lugar donde habita, y por lo tanto esa relación especial, no es capaz de producir los cambios y de ampliarse en función de ellos, es un lugar destinado a dejar de ser habitado, donde habitar llega a ser algo estrecho, molesto e incómodo. No sólo la familia es el lugar capaz de sostener el cambio de la persona. La misma relación familiar transmite el cambio. La relación familiar no es estática. Yo contengo a mi hijo, llevo a mi hijo: él crece y yo, poco a poco, hago que esta relación sea capaz de llevar a término su crecimiento. Por tanto, debemos afirmar que la relación, el tipo de relación que le ofrezco, es el instrumento y la condición de su crecimiento. No sólo lugar, pues, sino también condición. La familia es el lugarde las relaciones donde se transmite, se hace posible para cada uno el desarrollo de la propia existencia a todos los niveles, desde el biológico al cultural; es el lugar donde las relaciones son condición para realizarnos plenamente. Pensad en la relación conyugal. ¿Qué significa que «la relación transmite y hace posible la realización plena de uno mismo, a todos los niveles, del biológico al cultural»? El objetivo de cada persona es la plena realización de uno mismo, que no se limita a ciertos aspectos, normalmente reductivos, a los que estamos acostumbrados. Llevar a cumplimento todas las partes de nuestra persona, por ejemplo, el cuerpo masculino y el cuerpo femenino, está sin ninguna duda relacionado con la sexualidad conyugal y el nacimiento del hijo. Efectivamente, la realización plena de uno mismo es el cumplimiento de los aspectos biológicos y de los psicológicos. Otro ejemplo: el sentimiento de seguridad del yo, el sentido de plenitud y de satisfacción que experimentamos en la relación con otra persona, tienen que ver con el cumplimiento psicológico y de relación de la pareja. Recientemente, sobre el bienestar psicológico de la pareja se han dicho muchas cosas, casi como si éste fuera el máximo objetivo de los cónyuges. Sin embargo 38 no es así. La pareja siempre es un lugar, una relación dramática, en la que el bienestar no coincide con la idea de llevarse bien. Un argumento, éste, que valdrá la pena profundizar más adelante. Consideremos, en cambio, la realización de carácter social. ¿Habéis escuchado en la radio esa publicidad de coches que dice: «A los 10 años creía en Papá Noel, a los 20 años creía en la realización (o algo parecido), a los 30 en el trabajo, a los 40 años creo en la comodidad...»? Prescindiendo del coche que deberíamos comprar en la edad de la «comodidad», este anuncio evoca de alguna manera lo que estaba diciendo. Cada uno de nosotros, personalmente pero siempre dentro de una relación, a lo largo de su existencia da pasos muy significativos de un nivel a otro, hasta llegar al nivel más complejo: el nivel cultural. El nivel cultural se da cuando existe autoconciencia, cuando existe juicio crítico, razonamiento y posesión, cuando hay libertad y capacidad de elección. Pensad en un niño, en un recién nacido: ¡cuánto predomina el nivel biológico! Yo tengo dos nietas, una de tres meses y otra de mes y medio. Con mi hija, en estos tres meses, hemos hablado de si la caca tiene buen o mal color, de si el niño ha comido o no, etc. Esta noche mi hija me preguntaba: «¿Tú crees que ya me reconoce? Porque apenas oye mi voz me busca con la mirada y se ríe». Pues bien, el niño al mes y medio sabe ya distinguir a su madre de todos los demás, actúa con la mirada, interacciona con ella, la reconoce, la busca y se ríe. Está ya superando el nivel biológico, empieza a convertirse en un sujeto activo, tiene ya algo estructurado dentro, como, por ejemplo, la seguridad del alimento. En los primeros dos meses de vida el nivel biológico domina pero, poco a poco, dentro de la respuesta biológica segura del alimento que llega, se forman todas las estructuras que sirven para la primera respuesta psicológica, que es la sonrisa cara a cara del niño. Hoy vemos también niños que empiezan a reír ya a los quince días de vida, porque reciben muchos estímulos, se sienten muy cuidados y gratificados. Es evidente que conforme el recién nacido va creciendo es distinto y su nivel de relación se va haciendo cada vez más complejo. Es evidente que cuando tiene ya dieciocho años no podemos preocuparnos de que haya comido o no el lenguado o de que tenga un pequeño dolor porque la relación que sostiene a un chico de 18 años se plantea a otros niveles. Con estas dos imágenes, el recién nacido y el chico de 18 años, volvamos a la definición de familia, que quizá ahora resulte más clara. La familia es el lugar de relaciones en las que el vínculo entre sus miembros transmite, permite y hace posible para cada persona el desarrollo y el crecimiento de todos sus aspectos, de todos sus niveles, desde el biológico al cultural. Es el lugar, la relación que 39 permite que cada cual exista, crezca, viva, aprenda quién es, aprenda a expresarse, aprenda sus propias tareas en la vida, su propia madurez. Sin embargo, esto es sólo la introducción, el marco. Es importante entender que la familia como sistema de relaciones es un organismo vivo, un hecho, una realidad concreta. La familia tiene una estructura configurada como la vida: nace, madura, envejece y muere. Es la vida de la familia. Nuestra familia no nació cuando nacimos nosotros: ésa es la familia de nuestros padres. La nuestra nace cuando nos casamos. En el origen están un hombre y una mujer, la pareja conyugal, que no coincide con la familia que, por el contrario, es la obra de la pareja. ¡Cuántas desapariciones de la pareja conyugal dentro de la familia! Dos se casan, tienen hijos y luego, poco a poco, como arenas movedizas, la familia engulle a la pareja: ahora se habla de familia acéfala, de un cuerpo que ya no tiene cabeza. Es verdad que la familia es simultáneamente la obra que la pareja construye y el lugar donde la pareja vive. Pero quien da color, sabor, intensidad a estas relaciones es la pareja conyugal. La familia no genera la pareja. Es la pareja quien genera la familia, y quien tiene la tarea de mantener el tipo de relación que se produce en la familia. En el origen de la familia está la pareja; cuando una pareja conyugal empieza a existir se dice que nace una familia. No es el nacimiento de un hijo lo que constituye la familia, ni tampoco llegamos a ser padres y madres porque nazca un hijo. En la pareja, ella se ha convertido en madre gracias a su marido y su marido se ha convertido en padre gracias a ella. No es el hijo quien les convierte en padre y madre. Normalmente, cuando nace el primer hijo, decís: ahora somos tres. No es verdad, sois dos, como lo erais antes; dos más uno. La pareja no puede mezclarse nunca con la familia: esos dos siguen siendo siempre dos, nunca pueden convertirse en tres, cuatro... Se convierten siempre en dos + uno, dos + tres, etc. El primer evento tras el cual los dos deben replantearse la estructura familiar es el nacimiento del hijo. Es verdad que se produce un desbarajuste y el desbarajuste mayor es añadir la identidad de padres a la identidad conyugal. ¿Por cuántas identidades pasamos en la vida? Primero somos hijos, luego uno se casa y la identidad de hijo pasa a un segundo plano. ¿Cuántas crisis derivan de la dificultad de uno o de ambos miembros de la pareja de poner en segundo plano la propia identidad de hijo? ¿Cuántas crisis nacen de la dificultad de quitar a los propios padres ese poder, que es también afectivo, determinante 40 dentro de la propia vida, para poner en el primer puesto la nueva identidad conyugal? No es algo sencillo, sobre todo porque a sus espaldas hay madres y suegras que no ceden el paso ni aunque las maten. ¡Cuántos hijos enamorados de sus mamás y cuántas mujeres dominadas por sentimientos de culpa hacia su madre! Pero el cambio tiene que darse porque es un cambio que va en la dirección del cumplimiento, de la realización de la propia persona, es como un movimiento psicológico, emotivo dentro de nosotros. Cuando llega el hijo, el riesgo es que el ser marido y el ser esposa se vea avasallado por el ser madre y padre. Pero si esto sucede significa que lo más importante es el hijo, que el primer puesto lo tiene el hijo. La familia es un organismo, una estructura: ¿podéis poner a un niño a la cabeza? ¿Cómo puede un niño de dos meses, de cinco meses, tener todo ese poder? Yo trabajo mucho con padres y estoy realmente preocupada e impresionada. Cuando un niño nace, el lugar que ocupa casi inmediatamente, a la primera noche de insomnio, es la cama de los padres, en medio de los dos. A los tres años aún sigue allí. En este caso, tras el nacimiento del hijo, los padres ya no han podido expresarse como pareja. Ni siquiera han sacado al niño de su cama, poniendo en segundo planosu identidad y sexualidad conyugal, perdiendo el significado y el recurso que constituye esta relación. ¿Qué lugar ocupa el marido para la mujer que ha sido madre? ¿Qué significado tiene para el marido esa mujer? Ante todo es madre y él se retira. El primer evento de reordenación, de cambio, de problematicidad que afecta a la familia es el nacimiento del primer hijo. Ese nacimiento, que mezcla las cartas con un nuevo orden, debería servir para reforzar la estructura de la pareja, ya que ésta deberá sostener un tercer elemento. Pero, por el contrario, normalmente las cosas no van de ese modo. Los padres tardan varios años en reforzarse y cuando los hijos han crecido y los padres tienen menos tareas, la pareja que haya mantenido un buen orden afectivo se encuentra diciendo: «De nuevo nosotros dos, libres de los extraños, qué bien que nos encontramos de nuevo.». En cambio, las parejas que han mantenido un orden familiar muy estrecho refuerzan el cuidado de los hijos, siguen preocupándose de la casa, de la novia de los hijos. Quieren mantener la propia función como necesaria porque, sin las preocupaciones de la familia, están como perdidos, no encuentran su relación. El otro momento en el que el grupo de las relaciones familiares revisa su estructura y la dinámica familiar sufre un terremoto desde los cimientos es la 41 adolescencia de los hijos. ¡La adolescencia del hijo es un verdadero terremoto! Tiemblan todas las estructuras de la familia. No obstante, es también un recurso grande, ante todo para los hijos adolescentes que necesitan un tipo de relación completamente distinto. Volvamos al ejemplo de antes. Si habéis sido padres que han prolongado y complicado sobremanera los cuidados biológicos del hijo, que aunque tiene ya 10 años aún seguís diciéndole: «Ponte el jersey, lávate los dientes, ¿vas abrigado? Déjame ver lo que tienes cerca del ojo...»; si sois padres que han complicado excesivamente los cuidados biológicos, identificándolos con el cuidado que sí es propio de los padres, está claro que la adolescencia del hijo provoca una crisis. Porque en ese momento, si no sois obtusos del todo, os daréis cuenta de que vuestro hijo, crecido, está completamente fuera de vuestra relación. Si lo habéis cuidado sólo a nivel biológico, habéis delegado a otros todos los niveles que, no obstante, crecían con él: a la guardería, al colegio, al grupo de amigos, al parque infantil, a la televisión, etc. Todos los demás niveles —los pedazos de vuestro hijo— han crecido fuera de la relación con vosotros y ya no sois capaces de tener una autoridad sobre él, ya no sabéis conseguir que os escuche. Por tanto, la adolescencia es un gran golpe para la estructura familiar y lo es aún más porque, normalmente, nos golpea como un puñetazo en el estómago, nos obliga a abrir los ojos sobre nosotros mismos que, en ese momento de la vida, ya hemos alcanzado los 40 y nos damos cuenta de que con el hijo empieza a darse una distancia que no imaginábamos, porque él nos ve «retrógrados», viejos, nos dice que no entendemos, ¡a nosotros que, al contrario, nos sentimos tan jóvenes! La adolescencia del hijo nos obliga a hacer las cuentas con nosotros mismos y cada vez más frecuentemente nos preguntamos: «¿Dónde me he equivocado? ¿Qué es lo que he hecho mal?». Empieza el temor y una culpabilización recíproca en la pareja: «Pero tú..., pero tú debes intervenir..., tú qué has hecho, entonces eres tú quien se ha equivocado.». La adolescencia es un terremoto que hace temblar incluso la estructura de la pareja y hace que salgan a flote las dificultades. Las dificultades que antes se dejaban a un lado, que evitábamos, ahora salen a la luz: todo aparece de nuevo, todo cobra urgencia, todo se convierte en trágico, en importantísimo. La estructura familiar atraviesa esta fase de manera muy tumultuosa y también para la familia, como para todo el conjunto de relaciones, la adolescencia del hijo tiene el significado de un gran paso a la relación adulta. También la familia es una familia adolescente que debe llegar a ser adulta. Y, generalmente, todo esto 42 sucede en torno a los veinte años de matrimonio, cuando el horizonte de la vida se abre ante nosotros con posibilidades diferentes. ¿Qué sucede en la estructura familiar en este período? Suceden cosas importantes, sobre todo personalmente. La edad de los dos cónyuges ronda los 45-50 años: la pareja conyugal que ha dado origen a su familia se encuentra con que debe convertirse en padre de los propios padres. También en la relación entre las familias hay un cambio: quien tiene la suerte de tener a los padres aún vivos, tiene padres ancianos que rondan los 80, que a menudo necesitan de ti, cada vez menos autosuficientes. Es la edad en la que empiezan sus miedos de ancianos. Precisamente en concomitancia con estas circunstancias, la pareja adquiere una nueva identidad: los cónyuges se convierten también en padres de los propios padres. Es un paso muy importante: los padres necesitan el cuidado del hijo y, al mismo tiempo, éste tiene a su vez un hijo que se está yendo de la familia a través de dos hechos importantes. El primero, en la mayor parte de los casos, es la universidad: el hijo se va de casa y tendrá que medirse con su autonomía, con la propia capacidad. Debe rendir cuentas a los padres de pocas cosas: exámenes y dinero. El otro hecho es el trabajo. Todo esto provoca un gran cambio para la estructura familiar. Cuando el hijo alcanza los 21-24 años cesa la tarea educativa. Con un hijo de esa edad hay que deponer las preocupaciones por ciertas cosas, cambian las preguntas y termina la tarea educativa. Por lo tanto, cambia también la relación porque desde el momento en que cesa la tarea educativa, la relación se convierte en una convivencia entre adultos, una forma familiar distinta: dos padres e hijos mayores. En nuestra tierra se pide con frecuencia al hijo mayor que trabaja que contribuya económicamente con la familia. Es como si se le dijese: «Yo he dejado de tener que pensar en ti; tú, que sigues en casa, contribuye porque eres un huésped». O mejor: «Tú ya no deberías estar en casa. Visto que sigues aquí, intenta colaborar porque en cualquier caso ya eres un huésped». La familia muere. Muere en sus tareas, se acaba. ¿Qué queda? Queda la relación gratuita, lo más bonito, de lo que gozo ahora con mis cinco hijos casados. ¡Es precioso! Llegan todos con mujer y nietos y yo ya no tengo ninguna tarea más que la de gozar de ellos. Y ellos pueden gozar de mí dentro de una relación gratuita. La familia, en su estructura de tarea, termina, muere. «¡Oh! ¡Los hijos siempre te necesitan, hay que pensar siempre en los hijos.!» se 43 dice. No es verdad. Los hijos, si te necesitan, piden, y puede ser que necesiten algo y no pidan mi ayuda, que la pidan a otro: son libres. Todos tenemos siempre necesidad, a cualquier edad, pero se escoge a quien confiar la satisfacción de nuestra necesidad. No necesariamente serán los padres, porque los padres, en su tarea de padres, cesan. La tarea de padres se acaba; por lo tanto, acaba la familia, que muere en sus tareas educativas. Queda únicamente el lugar de relaciones donde cada uno puede contar con el otro, puede pedir ayuda. Quedan aquellos dos, la pareja conyugal que, a diferencia de la familia, nunca muere. Queda la relación que aquellos dos escogieron para vivir. Sintéticamente, la estructura fundamental es la relación conyugal, que debe cuidar especialmente el tipo de relación necesario para el crecimiento de los hijos y desarrollar la capacidad de seguir y favorecer los cambios de cada miembro de la familia hasta llegar a la capacidad de dejar morir la propia tarea cuando los hijos son adultos. La estructura familiar se funda sobre la capacidad de estar dentro de la relación y soportar las contradicciones y los cambios, los temblores, los terremotos, porque las personas que participan en esta relación nunca son «las mismas». El niño al que dais las buenas noches no es el mismo que se despierta por la mañana. Y, de igual manera,el marido que abrazáis por la noche no es el mismo que se despierta por la mañana. La característica que determina la persona es el crecimiento. Por lo tanto, la relación familiar capaz de contener el cambio de cada uno es el aspecto de la relación más rico y positivo, más favorable a la vida de cada uno. Pero aún debemos preguntarnos: ¿cuál es el recurso que permite vivir plenamente la gran aventura de la familia? ¿Cuál es el recurso del hombre? Es un tema muy complejo. El recurso tiene dos ingredientes, uno interno y uno externo. El primero lo indica la misma palabra: recurso recuerda el resurgir que, en la experiencia cristiana, delinea la imagen de algo que está muerto, sepultado y vuelve a la vida. Éste es el aspecto interno, algo que tenemos dentro de nosotros y que, estimulado, sale a flote: ciertamente es el aspecto más interesante en la familia, porque las relaciones, cuando son correctas, ordenadas en la estructura, ofrecen esta posibilidad para cada uno. Pero, al mismo tiempo, recurso indica algo que viene del exterior y que te conforta. Entonces, ¿cuál es el verdadero recurso? Ambos: un viaje al interior de uno 44 mismo que haga descubrir y redescubrir los propios deseos, el sentido de la vida. Las preguntas que el adolescente hace, por ejemplo, son un recurso enorme también para el padre, que al darle las razones va a repescar el sentido de las cosas. Y luego están los recursos externos. ¿En qué fuente pesca el recurso? El gran recurso que tenemos es la conciencia de nuestra existencia. Una de las cosas más interesantes en el curso de mi vida —tenía 20, 21 años—, lo que dictó el gusto de mis estudios y de mi profesión, fue el descubrimiento de un libro, quizá un libro de ensayo. Traduzco con estas preguntas lo que me interesó: «Y tú, ¿a quién tienes en la vida? Te tienes a ti mismo». «A mí, ¿qué es lo que se me ha dado? ¡Mi persona!». «Tú existes, ¿de qué existencia respondes? De tu existencia». ¡No puedo responder de la existencia de Mónica, y menos de la de mi marido o de la de mis hijos! Respondo de mí, de cómo vivo. Y esta fascinación profunda por la propia existencia, que no está regulada por fuerzas oscuras de la naturaleza o por quién sabe qué combinación de los astros, es confiada completamente a mi libertad, a mi inteligencia, a mi corazón. Por lo tanto, a las preguntas: «¿Quién soy yo? ¿Qué hago con mi vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué es la realidad, el amor, qué nombre doy a la realidad, qué son para mí las estrellas, qué es este pedazo de pan?», respondo: todo pertenece a mi existencia y todo toma forma según el modo como yo lo miro. Éste ha sido para mí un gran recurso, al cual nunca he dejado de recurrir: la conciencia de que yo era yo y de que mi vida requería una gran responsabilidad mía, que no se confiaba a nadie más. Mi libertad requería mi responsabilidad. Y éste es también el gran recurso de la familia, porque es la regla fundamental de la relación entre las personas que en cada instante pueden volver a empezar ex novo su camino. Es verdad que estamos sometidos a reglas de causa-efecto, pero no estamos determinados por ellas de modo mecánico. Si lo estuviéramos, creo que actualmente el hombre habría desaparecido de la faz de la tierra. O bien, seríamos animales enloquecidos. No estamos definidos únicamente por nuestros errores. El error es una experiencia nuestra, no es el resultado de los errores de nuestros padres. En cada instante, en el momento en que la realidad se me hace evidente, yo soy capaz de generar una acción nueva, anular todo aquello que he vivido hasta entonces y vivir lo que entiendo y comprendo como bien para mí. ¿Y el pasado? El pasado es reabsorbido poco a poco, reelaborado, reconducido, transformado. Éste es el recurso del hombre y de la familia. De lo contrario, creo, todos 45 nosotros, tras diez días de matrimonio, nos habríamos «fugado». Solamente por este recurso puedes amar a un hombre como si no te hubiese tratado mal la noche antes, como si hubiera vuelto a casa puntual, como si no te hubiera desilusionado nunca, porque también nosotros queremos ser tratados así. La familia es el lugar de relaciones donde en cada instante se puede volver a empezar de nuevo, donde cada momento puede devolvernos la imagen verdadera que ni el error, ni la ofensa, ni el desprecio pueden determinar. Después de cinco, diez, después de treinta años, se puede reconducir todo al principio y volver a empezar. En este sentido, la estructura familiar es realmente algo bello, aunque en nuestra sociedad no se la potencie y se la penalice y se la reduzca a sujeto privado. Pero la familia no es un sujeto privado. Es un sujeto social, que viene incluso antes de la organización pública, ya que, como cita nuestra Constitución, la familia es la primera célula de la sociedad. NOTAS * Conferencia pronunciada en Savignano sul Rubicone el 9 de febrero de 1999. 46 2. «CÓDIGO MATERNO» - «CÓDIGO PATERNO»* Los sociólogos y los investigadores que observan la evolución de la familia a través de sus relaciones afirman que estamos asistiendo a una fuerte feminización del hombre y a una masculinización de la mujer. Si hablamos de igualdad de oportunidades, de derechos adquiridos, de la paridad real que debería existir entre el mundo masculino y el mundo femenino, hablamos de algo positivo, pero la feminización y la masculinización no representan esta paridad. El problema es que vamos hacia una homologación, hacia la pérdida de la diversidad. ¡Esto no significa que el hombre no pueda estar informado sobre los detergentes, lavarse las camisas o que la mujer no pueda acceder a puestos de dirección y realizarse en la carrera profesional! Tender a la homologación, a una uniformidad dentro de la familia, crea dificultades reales que los hijos, creciendo, manifiestan. Desde el punto de vista sexual, por ejemplo, algunos institutos de investigación y de sexología clínica vienen haciendo desde hace algunos años esta observación: «El adolescente que forma parte de una familia en la que el ideal es la homologación, que marido y mujer sean iguales, tiene dificultades de identificación sexual, de la misma manera que tiene dificultades de identificación si dentro de la familia existe un único papel dominante». Cuando se tiende a eliminar la diferencia, en la familia y por lo tanto en la sociedad, cuando no se subraya la identidad de los individuos, inevitablemente se crean problemas. ¿Sigue teniendo sentido hablar de diferencia entre lo masculino y lo femenino? ¿De una diferencia entre el padre y la madre? A menudo me doy cuenta de que son los mismos padres los primeros en vivir una tensión por encontrar una sintonía mutua sobre las mismas cosas, de manera que lo ideal para ellos es «estar de acuerdo», donde «acuerdo» significa «pensar de la misma manera». Una posición así, que elimina la diferencia y no respeta la identidad de los sujetos, tiene una connotación negativa. Para lograr esta operación de acuerdo, de equilibrio, de simbiosis, es decir, para llegar a «pensar de la misma manera», se lleva a cabo una operación que yo 47 considero irracional y violenta porque conduce a la eliminación de una parte de la realidad. En efecto, tener la misma visión de las cosas significa ver sólo una parte de la realidad y adoptar un único punto de vista. Estamos en una habitación, en el mismo lugar y en el mismo momento, y aun así la distinta posición del cuerpo nos permite a cada uno describir una realidad distinta. Para ver lo mismo, deberíamos tener una única posición, pero si hacemos esto eliminamos gran parte de la realidad. Esta tensión por eliminar las diferencias y dar importancia a las sintonías, tiende a eliminar una parte de la realidad. Si lo aplicamos a la relación hombre-mujer, padre y madre, función paterna y materna, constituye un problema serio dentro de la familia: es como si cada uno de los dos tuviera que renunciar, de algún modo, a una parte de sí mismo, a la propia identidad plena y a la propia realización. Hablamos de «código materno»-«código paterno» y no
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