Logo Studenta

Padres e hijos_ La relación que nos constituye - Vittoria Maioli Sanese

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Ensayos
262
2
VITTORIA MAIOLI SANESE
Padres e hijos:
la relación que nos constituye
ISBN DIGITAL: 978-84-9055-215-5
3
Título original
Ho sete, per piacere
© 1996
Vittoria Maioli Sanese
© 2006
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid
Traducción
Marta Graupera
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma
de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación
de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de
propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts.
270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos
Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para
propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid
Tel. 902 999 689
www.ediciones-encuentro.es
4
http://www.o3com.com
http://www.ediciones-encuentro.es
ÍNDICE
Prólogo a la edición española
Introducción
Prólogo
Un libro. Mis brazos
El gran árbol
Tengo sed, por favor
Beso abierto de par en par
Primera parte
EL PENSAMIENTO DE LA VIDA
1. La estructura familiar
2. «Código materno» – «Código paterno»
3. Ser padres: una identidad que realizar
4. «Llegamos a ser padres». La identidad de padres
5. El hijo adolescente: ¿un problema o crecer juntos?
6. Un hijo adolescente: tu sacrificio, tu recurso
Segunda parte
«LA PREGUNTA ES LA PIEDAD DEL PENSAMIENTO»
SEMINARIOS
1. El padre protector
2. ¿Padres o educadores?
3. Relación de pareja y crecimiento del niño
4. ¿Sierva o reina?
5. Equivocarse siempre, no equivocarse nunca
6. La comida
7. El poder del niño
8. El hijo «parentalizado»
9. Hermanos celosos
10. Infancia y sexualidad
11. Preadolescencia y rebeldía
5
12. Adolescencia y sexualidad
Epílogo. En el tiempo
Conclusión
6
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
El libro que tengo ahora el honor de prologar constituye una estimulante caja de
sorpresas, especialmente para quienes piensan que ya saben todo o casi todo
acerca de la familia.
Los capítulos que componen este libro están arrancados de la vida de una
excelente psicóloga profesional, con muchos años de experiencia al servicio del
matrimonio y la familia. Los textos aquí reunidos convergen en una unidad: la
de la vida de su autora. Una vida hecha comunicación a través de decenas de
conferencias impartidas por toda Italia, en las que la palabra vivida se ha hecho
alimento y ayuda al servicio de la identidad de muchos padres.
El libro que tienes entre tus manos, amable lector, está fundamentado
científicamente, pero es algo más que eso: es sobre todo un urgido discurso en el
que se palpa lo vital, dramático y experiencial de algunas cuestiones relevantes,
de acuerdo con las nuevas exigencias de nuestro tiempo acerca de la familia.
Unas experiencias —la de su autora y centenares de padres— que han sido
verificadas por la primera en el quehacer clínico de la terapia y orientación
familiar al que se ha dedicado durante más de seis décadas.
El hecho de mostrar cómo encontrar la propia identidad de la pareja, en tanto
que madres y padres, es en mi opinión una de las mejores aportaciones de este
libro. Es precisamente ese encuentro consigo mismo —en tanto que padre o
madre— lo que se ha ofrecido a otros muchos hombres y mujeres en los que
también ha arraigado esta experiencia vital —inconmensurable, grandiosa y en
modo alguno delegable— de la paternidad y maternidad, una vez que esa
experiencia les ha acontecido y ha sido por ellos acogida.
Los hitos más relevantes con que se jalonan aquí los mil y un temas que su
autora trata acerca de la familia no son meras construcciones teóricas más o
menos permeables a la presión de las ideologías del momento. En el discurso
que aparece en las páginas que siguen se trata de la experiencia hecha biografía,
de la palabra que entreteje la urdimbre del encuentro, de la orientación —
7
incluso en esas pequeñas cosas domésticas— para que otros aprendan con cierta
facilidad cuál es el ser de la paternidad y maternidad.
Las numerosas preguntas y cuestiones planteadas por los asistentes a esas
conferencias, de que se ocupa la segunda parte de esta publicación, son
contestadas con sinceridad, firmeza y transparencia. Con su lectura —estoy
seguro de ello— los lectores encontrarán esos referentes que todo caminante
precisa para no extraviarse en la travesía de la vida conyugal.
Las afirmaciones a que llega Maioli Sanese no surgen de la mera
conceptualización teórica —por bien fundada que esté— acerca de la familia y el
matrimonio. Estas afirmaciones hincan sus raíces en el ámbito de lo vivido, allí
donde la vida se hace biografía palpitante, y la biografía deviene en historia
conclusiva y contrastada.
Además de disponer de una excelente capacidad de observación, es preciso
reconocer a su autora la valentía con que sostiene en público las conclusiones a
que ha llegado en su trabajo clínico, con independencia de que sean o no
«políticamente correctas».
Todas las páginas de este libro están atravesadas por ese vigoroso coraje —
fundado sobre las experiencias propias y ajenas, y abierto a la reflexión— que
tanto animará a continuar con su lectura al interesado lector.
Es un libro que, sin duda alguna, hará pensar sobre muchas de las estereotipias
puestas en circulación por el «imaginario colectivo» acerca de numerosas
realidades familiares.
Esta publicación, preciso es reconocerlo, tiene «tirón», arrastra, invita a no
detenerse en su lectura, conmueve y trasmite una renovada energía —además
de ilustrarnos—, para continuar desempeñando ese complejo y necesario oficio
de la paternidad en el horizonte erizado de dificultades del siglo XXI.
Me detendré, ahora, en considerar tan sólo una de las cuestiones innovadoras de
las que se ocupa su autora. Éste es el caso, por ejemplo, de lo que se ha dado en
llamar ‘la ideología de género’, una cuestión medular por cuanto atañe a la
identidad de las personas en tanto que padres y madres.
«Estamos asistiendo —escribe— a una fuerte feminización del hombre y a una
masculinización de la mujer». El problema reside en no aceptar la diversidad
masculina y femenina o en suponer que pueden homologarse si se llega a un
pacto o acuerdo, si se llega a «pensar de la misma manera».
8
Pero la diversidad se sostiene en la diferencia. Se llega a eso cuando «se lleva a
cabo una operación que yo considero irracional y violenta, porque conduce a la
eliminación de una parte de la realidad. [...] Es como si cada uno de los dos
tuviera que renunciar, de algún modo, a una parte de sí mismo, a la propia y
plena identidad y a la propia realización».
Maioli Sanese insiste en algo muy importante: la banalización y casi extinción
del «sentimiento de pertenencia» en la familia. «La cultura dominante ha
intentado minar todo esto en nombre de la nada, exaltando precisamente la no
pertenencia, la autonomía y el origen individual de cada uno».
La abolición del padre y del «código paterno» ha suscitado la eliminación en los
hijos de todo lo que eso lleva consigo: la ley paterna, la indagación sobre el
propio destino, la identidad personal, los sentimientos de predilección y
satisfacción, la afirmación de sí mismo, el impulso de búsqueda y conocimiento,
etc. Eliminando al padre se ha eliminado el vínculo de pertenencia.
«El 68 —escribe— marca el apogeo de la desestabilización del concepto de
autoridad, con la consiguiente ‘destrucción’ del padre». La ausencia del padre y
la cultura apátrida han reducido esa sociedad bicéfala —padre y madre— que es
la familia a un solo código: el materno. De acuerdo con ello, «la familia se está
convirtiendo en el lugar del sentimiento, de los cuidados, de las necesidades. Ha
perdido todo aquel plus ligado al ‘código del padre’».
Vittoria Maioli Sanese entiende que no es la llegada del hijo la que hace a la
pareja ser padre y madre. Lo que les hace ser padrey madre es la unión
conyugal. En su opinión, la familia es conyugalidad. La llegada del hijo hace que
sean en total la pareja más uno. «La pareja no puede mezclarse nunca con la
familia: esos dos son siempre dos y nunca pueden convertirse en tres, cuatro...
Se convierten siempre en dos + uno, dos + tres, etc., [...] el desbarajuste mayor es
añadir la identidad de padres a la identidad conyugal».
Según esto, la identidad de la persona está sujeta también a un cierto ciclo.
Primero se es hijo, y luego se es esposo y esposa, es decir, padre y madre. El
autor de estas líneas está de acuerdo con este ‘salto’ de hijo a padre y madre.
Pero no se identifica plenamente con el ciclo propuesto por la autora acerca de la
identidad de los padres.
En opinión de quien esto escribe no es que la identidad de la persona vaya
saltando de una a otra etapa, sino que en la medida que madura y asume los
cambios vitales que acontecen en su persona, la identidad se va modelando de
9
otra forma. Así por ejemplo, los esposos continúan siendo hijos pero hijos-
esposos, hijos que han ‘abandonado’ a sus padres —en los que sus padres siguen
siendo sus padres y de los cuales ellos siguen siendo sus hijos— para fundar una
familia.
La nueva familia fundada por ellos ocupa ahora el lugar prioritario de las
relaciones interpersonales y por eso mismo constituye el ‘núcleo duro’ de su ser
personal, de sus preocupaciones y responsabilidades, de sus proyectos e
ilusiones, en definitiva, de la vida como tarea que se han marcado y el proyecto
común en que libremente se han embarcado.
De otra parte, la unión conyugal —por muy denso y exigente que sea el vínculo
entre ellos, que lo es— no es sinónimo de maternidad y paternidad. Considero
más bien que la maternidad y paternidad constituyen otra etapa evolutiva de la
identidad de los esposos, sin que haya ninguna pérdida o quiebra en la
transformación de sus anteriores y respectivas identidades como hijos.
Es cierto que la maternidad y la paternidad no comienzan con el nacimiento del
hijo, sino con la fecundación, con la presencia de un ser vivo en el seno de la
madre. La maternidad y la paternidad están vinculadas a la fecundidad, a la
emergencia ex novo de un ser que es diferente de ellos, libre y distinto de la
relación que les une, aunque esa relación esté presente y sea la razón de ser del
origen del nuevo ser.
Estoy muy de acuerdo, no obstante, con Maioli Sanese en la mayoría de las
afirmaciones que sostiene, especialmente en lo que se refiere a las crisis que se
suscitan en los hijos cuando sus padres no respetan la espontánea y natural
evolución de su identidad o cuando uno de ellos o ambos se adhieren tanto a la
vida de los hijos que obstaculizan o sofocan su personal unidad con el otro
cónyuge.
Ésta suele ser una de las causas principales que suscita numerosos conflictos
entre los jóvenes esposos y sus respectivas familias de origen. ¡Cuántos esposos
continúan estando más vinculados como hijos a sus respectivas madres que,
como cónyuges, a sus respectivas esposas! ¡Cuántas esposas persisten en adorar
a sus padres varones sin que se dé en ellas la necesaria admiración por las
personas de sus maridos! Algo muy parecido podría afirmarse —aunque sea de
muy diferente naturaleza— respecto de las relaciones padres-hijos y madres-
hijas, una vez que los hijos ya se han desposado.
En estos problemas —hoy muy frecuentes— pueden desvelarse tres tipos de
10
errores: los de los padres de origen, los de los hijos originarios y los de los
cónyuges que no han madurado ni asumido la responsabilidad que acompaña al
hecho de la paternidad.
Pero regresemos al estudio de la familia en sí misma considerada. La cadencia
hombre-esposo-padre-abuelo como la análoga secuencia relativa a la mujer,
constituye un eje vertebrador de la identidad personal que, sin rupturas ni
astillamientos, va madurando y adquiriendo una mayor densidad.
Es muy conveniente, por eso, el estudio de la evolución de la identidad en el
matrimonio y la familia. En los hijos los cambios han sido bien estudiados desde
antiguo por la psicología evolutiva; en los padres, en cambio, sólo se ha
estudiado en tanto que ciclo vital de la familia, pero en modo alguno en tanto
que evolución de la identidad de los cónyuges. Esta cuestión es relevante por
cuanto reobra sobre la dinámica familiar a la que, sin duda alguna, condiciona.
A lo largo de esa secuencia en la identidad de los esposos, se diría que cada
nueva etapa absorbe, engulle y disuelve la identidad anterior aunque,
venturosamente, no extinguiéndola sino transformándola. Lo más frecuente es
que la maternidad y la paternidad soslayen, en primer lugar, la identidad de
esposa y esposo y, más tarde, la de mujer y varón y, después, la de hija e hijo.
Hay motivos que hacen comprensiva esta secuencia. Los hijos, dado el estado de
indefensión y desvalimiento en que se encuentran, no dan nada pero lo exigen
todo. Pero los hijos son la natural consecuencia de una relación (entre el marido
y su esposa), que no puede quedar eclipsada por las demandas del recién
llegado a la familia.
Los cónyuges han de tener presente que en su identidad todas estas etapas
tienen cabida, sin que ninguna de ellas se arrogue la primacía o superioridad
sobre ninguna otra. En el orden del matrimonio, la mujer y el marido están antes
que los hijos, porque cualquier cónyuge es anterior, superior y origen de los
hijos.
Otra cosa bien diferente es que en el orden de las necesidades y urgencias
demandadas haya que priorizar, en muchas ocasiones, la ayuda, cuidado y
crianza de los hijos respecto de la relación conyugal. Pero priorizar (temporal o
momentáneamente) en modo alguno significa excluir, desinteresarse, abandonar
o menospreciar la relación con el otro cónyuge, que también tiene sus
necesidades.
La ‘hoja de ruta’ del matrimonio está hoy un tanto falseada. Cuando se da
11
prioridad sólo a la atención al hijo, a la que suele acompañar la desatención al
otro cónyuge —a pesar de que ambas relaciones sean siempre compatibles—, la
identidad de los cónyuges comienza a resquebrajarse.
Desde la perspectiva sociológica esa madre o ese padre serán calificados de
«buenos padres», pero eso es a costa de tomar una parte de su identidad
personal (la de la paternidad) por la totalidad de su identidad conyugal
(esponsal) y personal. En ese caso habría que añadir que tal vez sean muy
«buenos padres, pero muy malos esposos». ¿Consideran que esta última
afirmación es coherente? ¿Se puede ser, por ejemplo, ‘buena madre’ y ‘mala
esposa’? ¿Es eso posible?
En esa ‘hoja de ruta’ ahora no comparece el hito —cronológicamente primero—
del encuentro entre hombre y mujer. Esto quiere decir que los cónyuges en la
pareja se encuentran sub specie padre y madre, pero muy poco en tanto que
esposo y esposa y prácticamente nada como hombre y mujer.
Si representáramos los tiempos ocupados por cada una de esas parciales
identidades personales y familiares nos apercibiríamos mejor del craso error en
que se incurre.
En ocasiones, tras el nacimiento del hijo, los encuentros entre sus padres —como
hombre y mujer— se distancian y casi desaparecen. La paternidad ha absorbido
a la hombría y la maternidad a la feminidad. Los cónyuges han sido expulsados
de su vida íntima, de sus expresiones y manifestaciones de afecto, de sus
relaciones sexuales, de sus encuentros personales. La complicidad y el
compañerismo entre ellos han sido abolidos, como la propia identidad conyugal
y el significado que alienta en esas relaciones. Ahora queda sólo la rutina y el
continuo esfuerzo por sacar adelante a la familia. Pero eso no es a causa de una
exigencia natural del hijo, sino de la ignorancia y de la mala organización de la
vida conyugal.
Esto genera multitud de consecuencias, muchas de las cuales son nefastas para
la familia y la pareja.
La primera de ellas es el filiarcado: la asunción del poder familiar por parte del
hijo y el sometimiento a él por parte de los padres. El hijo llora y no deja dormir;
el hijo no quiere comer y los padres pierdenlos nervios; el hijo grita, lo toca
todo, desobedece, tira una y otra vez el chupete, se enfada, rompe objetos
valiosos, etc. Al hijo hay que limpiarlo, bañarlo, vestirlo y desvestirlo, acostarlo,
darle de comer, pasear
12
lo, llevarlo al pediatra, entretenerlo, acompañarle y recogerle en la guardería,
etc.
Lo más importante no es sólo lo anterior. Lo más importante es que al hijo hay
que dedicarle tiempo, quererle, hablar con él, compartir con él la propia vida,
porque en todo esto consiste la tarea profunda de educarle (actividades que
conciernen a la identidad de los cónyuges en tanto que padres).
Si al hijo no se le permite hacer lo que por sí mismo puede se le está
sustituyendo. Sustituir a una persona es tanto como anularla, vaciarla de
significado, calificarla de inútil, imposibilitar su crecimiento. Lo que cada hijo
pueda hacer por sí mismo —por pequeño o modesto que sea— que no lo haga
ningún padre por él. Poco importa que el crecimiento en esas habilidades y
destrezas sea más lento o que las tareas que realizan lleven más tiempo y
obtengan peores resultados que si las realizaran sus padres.
En el origen del ser, el hijo es después que los padres y constituye por eso un
grave error entregar el poder de la familia a quien está peor dotado para
ejercerlo, a causa de su natural inmadurez.
La segunda de ellas es la posesión afectiva por el hijo de uno de los cónyuges. La
voracidad y el hambre de afecto en los hijos no tienen límites. Corresponde a los
padres —y al tiempo que los padres le dedican— establecer esos límites. No se
sostiene aquí el hecho de tratarles con negligencia, descuido o desinterés. Se
trata tan sólo de ponerles en su sitio, de respetar un orden, de establecer una
secuencia de prioridades en los compromisos afectivos.
A las madres les cuesta mucho administrar de forma rigurosa y justa su propia
afectividad. ¿Qué lugar ocupa el marido en su corazón, después del nacimiento
del hijo? ¿Cómo percibe el marido a esa mujer? ¿Tiene el mismo significado que
antes del nacimiento de su hijo? ¿Es suficiente para la madre ese ‘amor sustituto’
en clave de maternidad y filiación? ¿Se conforma y satisface con eso sólo?
El nacimiento del hijo tendría que reforzar y robustecer las relaciones y el querer
que se da entre ellos. El amor de la madre por el hijo debiera acrecer el amor que
siente por su esposo; el amor del padre por la madre habría de potenciarse con
un cierto plus, el amor añadido que experimenta por su hijo.
Cuanto más se amen los cónyuges tanto mejor amarán a su hijo, porque es el
propio amor de la pareja el que sale garante del amor paterno y materno. Si la
maternidad y la paternidad se viven como algo que forma parte —y parte
importante de la misma identidad conyugal (un ser que consiste en ser-madre o
13
ser-padre de)—, entonces no tendrían lugar estas disfunciones afectivas.
El amor del hijo une o debería unir a sus padres. Sería un contrasentido, además
de una paradoja, que el amor del hijo debilitara, sofocara u obstaculizara el amor
entre los esposos. Más aún: la misma relación entre ellos, como hombre y mujer,
habría también de vigorizarse, en el sentido de optimizarse en su radicalización,
puesto que ahora son dos —como hasta ahora— más un nuevo ser que procede
de ellos.
Ese ‘tercero’ no debiera percibirse nunca como un tercero en discordia —alguien
yuxtapuesto, sobreañadido o caído de no se sabe dónde, que compite y dificulta
la relación que hay entre ellos—, sino efecto de la generación en que ha
fructificado esa unión, que se renueva y acrece con el nuevo fruto.
Proceder de forma contraria manifestaría que la maternidad o paternidad no se
han asumido —y que hay un grave problema de identidad conyugal—, por lo
que consideran al hijo como ‘lo preocupante y limitativo de su relación’, ‘lo que
entorpece y debilita sus encuentros’, es decir, ‘lo que ha venido a crearles
problemas que les distancian más que les unen’.
Algunas madres se ‘vuelcan’ (¿apegan?) tanto afectivamente a sus hijos que su
corazón se llena y apenas si deja algún lugar para su esposo. Esto constituye un
grave error por el que todos pierden y nadie gana. Pierde la madre que, a pesar
de la ternura que da y recibe de su hijo, su afectividad ya no se dirige a alcanzar
el fin principal: el corazón del hombre que es su marido. Y si eso no lo logra,
antes o después se sentirá sola, porque sus sentimientos están llamados a
expresarse y satisfacerse en otra dirección, con la que ya no sabe, no puede o no
quiere acertar.
Pierde el padre, que tal vez se refugie en el trabajo, se distancie de su esposa,
contemple a su hijo como el usurpador de su amor o comience a experimentar
celos de él. Sea como fuere, en ese caso su identidad de padre y de persona sufre
la funesta fragmentación que tendría que haber evitado. Como padre, su
identidad consiste también en ser ‘ser-padre-de’ y sus consecuencias (tratar a su
hijo, quererlo, hablarle, disfrutar de él, enseñarle las cosas de este mundo,
compartir con él su vida, y no olvidarse de que la identidad del hijo parte de su
identidad como padre). Renunciar a la identidad de padre es imposible. Porque
no hay padres de quita y pon, ni padres ad casum, ni padres transitorios. La
condición de la paternidad es una condición para la eternidad.
En último lugar, pierde el hijo porque estará falto del necesario modelo para su
14
identidad, porque aprenderá el amor posesivo que ‘toma’ y no ‘da’, se guiará
por la mera dependencia afectiva y no sabrá valerse por sí mismo ni llevar la
iniciativa en el darse al otro sin esperar nada a cambio. Aquí podrían citarse
miles de ejemplos para ilustrar lo que se acaba de afirmar.
Pondré sólo uno de ellos, que es suficientemente significativo: los hijos han de
dormir en su propia cuna y, apenas crezcan, en su propia habitación. Que un
niño duerma entre sus padres no es nada higiénico para él, al mismo tiempo que
constituye un poderoso obstáculo que distancia a sus padres. Lo mismo podría
afirmarse de esa moda reciente en que padres e hijos se duchan juntos (la
abolición del pudor) como si fuera lo más natural.
La tercera de ellas es el victimismo familiar. Tener hijos —tal y como lo entienden
hoy muchos y muchas— es complicarse la vida, elegir un estorbo que impide la
realización personal, asumir una esclavitud de la que jamás se podrán zafar. Esta
representación de la maternidad en el ‘imaginario colectivo’, además de
equivocada, resulta funesta para la entera sociedad.
El estudio atento, por ejemplo, de la inversión de la pirámide poblacional, el
número progresivamente creciente de abortos y el incremento de rupturas
conyugales podrían demostrar algunas de las relaciones existentes entre esos
hechos y las actitudes familiares victimistas.
El modo en que parece proceder la razón de los cónyuges para consolidar estas
actitudes es, con cierta probabilidad, el siguiente: «Allí donde yo estoy, no hay
lugar para ti». «Si tú estás, yo no puedo realizar lo que deseo y realizarme como
persona» (falsa identidad). «Es así que yo estoy y elijo realizarme a mí misma;
luego no te puedo elegir a ti».
Si en las anteriores proposiciones se sustituye el ‘estar’ por el ‘ser’, la conclusión
no cambiaría nada aunque, sin duda alguna, sería más fuerte al formularse como
sigue: «Si yo soy, tú no puedes ser». Ese ‘tú’, en ocasiones, es pura fantasía, mero
proyecto posibilista e inacabado, cálculo combinatorio, representación futurista
de lo que seguro no hay que hacer. Otras veces, sin embargo, ese ‘tú’ ha
comenzado a existir, es ya una realidad que vive, un ‘alguien’ que ha sido
llamado a la existencia, con independencia de que se le excluya y condene a una
muerte indigna: el aborto.
En realidad, esas fingidas incompatibilidades entre la maternidad y la
autorrealización son sólo fingidas. En primer lugar, porque la vida es un regalo
y un don, que en alguna forma genera una deuda que sólo puede condonarse
15
dando la vida a otro o dándose a otros —consecuencia primera de esa real
compatibilidad—. ¿Para qué serviría realizarse profesionalmentea expensas de
no darse a nadie?
En segundo lugar, porque en la amplitud, diversidad y largo alcance del arco de
la vida hay lugar y tiempo para todo, incluso para hastiarse y aburrirse
contemplando con desesperación el propio yo. ¿Es que acaso la compañía del
hijo y su propio desvalimiento, la ternura de su mirada festiva al encontrar a su
padre o la placidez con que se entrega al sueño no llenan de satisfacción los
ámbitos de la maternidad y paternidad?
En tercer lugar, porque la identidad de los cónyuges que, voluntariamente y sin
causa alguna, excluyen la maternidad y la paternidad resulta amputada en uno
de sus componentes principales. Sin hijos puede haber hombre y mujer, esposo
y esposa, incluso familia, pero no padre y madre. La paternidad y la maternidad
transforman y completan la personalidad de los cónyuges, optimizando sus
respectivas identidades que, a causa de ello, se manifiestan ahora como más
maduras, completas y bien integradas.
Lo que permanece en la familia es lo que resiste a los cambios —especialmente
los personales—, las contradicciones, las sorpresas, los acontecimientos
imprevisibles de cualquier signo que fueren, la mudanza siempre cambiante en
que consiste el vivir humano. En la familia permanece lo que no puede morir, es
decir, la relación permanentemente abierta y puesta a buen recaudo del olvido;
el ámbito donde, de forma imperecedera, cada uno de sus miembros se reconoce
a sí mismo como formando parte de ella, y a donde siempre cabe regresar,
especialmente cuando sobrevienen las dificultades.
Cualquier recorrido por el interior de uno mismo desvela enseguida la pujanza,
frescura y vitalidad de las tempranas y consistentes relaciones familiares. Ése es
el ‘núcleo duro’ de la identidad que no se ha deformado a pesar de los pesares. Y
ese núcleo es interior a la persona. Lo que da seguridad al propio ser no procede
de fuera, sino de dentro y es reconocido como aquello que está acunado en la
intimidad y entreteje y sostiene la misma singularidad personal, gracias sobre
todo a la familia y al sentido que aquélla le ofreció.
La familia es el pilar de la vida, la fuente de donde mana la propia existencia, el
hontanar del que brota la singularidad personal. Eso es precisamente lo que nos
deja la vida: la singularidad que cada uno es y con ella la responsabilidad
indelegable de lo que hay que hacer con la propia existencia.
16
No, no es poco lo que nos deja la vida, a través de la familia. Tomar conciencia
de la propia vida es por eso evocar al mismo tiempo la familia de la que
procedemos, la libertad que allí nos alentó, el afecto de los padres que nos
alimentó, y la seguridad de que esas relaciones, formando parte de nosotros
mismos —y, por eso, en cierto modo auto-constitutivas— configuran la
urdimbre afectiva y efectiva de la propia singularidad y la razón de ser quienes
somos.
Aunque algunos políticos tengan la pretensión de aherrojar la actual familia
como si se tratara de un sujeto privado, en modo alguno es así. Porque la familia
es anterior y superior a cualquier organización pública y sin ella no puede haber
Estado. El mismo Estado es deudor de la familia, pues sin ésta no habría ni
sociedad, ni personas.
«Si el que predica no arde, el fuego no prende en quienes le escuchan», dice un
viejo proverbio castellano. Afortunado lector, el libro de Vittoria Maioli Sanese,
en el que he tratado de introducirte, está escrito con el fuego de su corazón y la
madera de su experiencia. Su discurso es, desde luego, ardiente. Ojalá que su
lectura prenda en ti y suscite la luz y el calor que precisas para atinar, con paso
decidido, por las dificultosas travesías de la vida familiar.
Recuerda que, como escribía Oscar Wilde, «la instrucción es algo admirable,
pero las cosas más importantes de la vida no pueden enseñarse, sólo pueden
encontrarse». Deseo vivamente que su lectura te ayude a encontrar a tu familia y
que, instruyéndote en esa difícil disciplina, te encuentres a ti mismo, a la mejor
persona que hay dentro de ti.
Hoy algunos fían todo a lo que ‘se dice’, ‘se piensa’ y ‘se comenta’, de acuerdo
con lo que comparece en los medios de comunicación social (el ‘pensamiento
dominante’). Otros, en cambio, están atentos sobre todo a la observación de lo
que acontece en su medio, a las rutinas de la vida hecha ‘costumbre’. Son pocos,
en cambio, los que miran hacia dentro para desde allí alzarse con los robustos y
rigurosos criterios en que han de sostener su vida familiar.
Las múltiples opciones en que hoy se debate la vida de familia ha diversificado,
sin duda alguna, los modelos de familia y hasta ha fragmentado su mismo
concepto. Al parecer, hay opciones para todos los gustos: ‘mucho observar y
nada pensar; mucho hacer y nada observar; mucho sentir y nada hacer; mucho
estudiar y nada servir’. Pero quienes no ensamblen de forma armónica lo uno y
lo otro, ni piensan, ni estudian, ni sienten, ni observan, ni sirven, ni hacen una
familia dichosa.
17
Te deseo que la lectura reflexiva de este gozoso libro te ayude a integrar en un
nivel superior las ricas experiencias que en él se exponen, de manera que tu
observar, pensar, sentir, estudiar, servir y hacer tu familia contribuyan a macizar
la felicidad familiar en que seguramente un día, acaso lejano, soñaste.
Aquilino Polaino Lorente
18
INTRODUCCIÓN*
Desde hace años, al final de cada conferencia, seminario o curso para padres, se
me acerca alguien preguntándome el título de un libro, pidiéndome cuadernos,
transcripciones o cualquier otra cosa parecida a un instrumento de reflexión y de
trabajo, para llevarse a casa, para quedárselo. Estas peticiones consiguieron que
venciese mi resistencia y empecé a concebir este libro: se trata de un conjunto
muy especial de materiales, pero sobre todo de un instrumento de trabajo
común, un método distinto del que uso normalmente.
Como he hablado de una resistencia que he tenido que vencer, tengo que
explicar cuál es. Desde que empecé mi trabajo como psicóloga de pareja y de
familia, la pregunta que más me apremiaba era: ¿en qué ámbito de la vida de la
persona se coloca la relación de pareja, la familia, la relación entre padres e
hijos? ¿Cómo se sitúan estas relaciones respecto a la persona y a quién
pertenecen? En definitiva: ¿quién tiene la última palabra? Estas preguntas, y
todo lo que de ellas se deriva, han abierto en mí un flujo de búsqueda
inagotable; sobre todo han hecho que me sea imposible conceder la última
palabra sobre la persona a explicaciones técnicas, que hoy día están tan de
moda. ¿Qué significa esto? Que la relación hombre-mujer, la familia, la relación
padres-hijos pueden encontrar sólo parcialmente en la psicología, en la
pedagogía, en la sociología, un instrumento que clarifique su verdadera
naturaleza. Entonces, ¿a quién pertenecen? ¿Dónde se colocan en la vida de la
persona? Evocan el destino; es decir, son la experiencia pedagógica de la
identidad de una persona, de la naturaleza humana. El método de esta
experiencia es la «carne», el «cuerpo» en su totalidad y dramaticidad existencial.
En otras palabras, en la experiencia de ser hijos, de la masculinidad, de la
feminidad, del amor, del dolor, del gozo, de la muerte —que todos debemos
vivir— cada uno de nosotros aprende quién es. Cada uno aprende en carne
propia la impresionante fórmula de la naturaleza humana que es la libertad, es
decir, el infinito.
Cada vez con mayor preocupación, he visto en estos años penetrar en la vida de
las personas una imagen de sí mismas como función e instrumento y dar
paternidad, es decir, poder de definición de su persona, a la psicología, a los
19
medios de comunicación de masas y, más en general, a la técnica. De aquí nace
la resistencia a publicar parte de mi trabajo: no quería ofrecer una ulterior
contribución a esta imagen de «prestación» que se ha insinuado en la familia.
En las páginas de este libro encontrarán una primera parte verdaderamente
anómala respecto de las otras dos que, de alguna manera, son homólogas. El
intento, seguramente imperfecto, de introduciren la certeza de que hablar de
familia, de padres, de hijos —tanto si lo hacemos en el bar como en el
supermercado, con la amiga o cenando con el jefe— corresponde en cualquier
caso a abrir una puerta sobre el horizonte infinito, profundo, misterioso,
sugestivo de nuestro destino. E implica la introducción en algo cargado del valor
de nuestra persona y de cada uno, en el abismo de nuestra libertad. ¿Cómo es
posible que sustraigamos la belleza, el misterio, la emoción profunda del amor a
un hijo, a la jaula de la prestación pedagógica perfecta?
La segunda parte recoge algunas conferencias. Es el momento de la transmisión,
pobre y parcial, de lo que he aprendido a través de la experiencia, el estudio o
escuchando a los grandes. Me gusta el término conferencia: llevar, transmitir,
transferir, poner en común. Tengo predilección por los padres activos,
protagonistas, en búsqueda de la verdad para sí y para sus hijos. El riesgo que
tiene el método de la conferencia es que se pueda escuchar pasivamente, que se
delegue en el experto, se intelectualice la vida, el equívoco de que para ser hay
que saber. Mis preguntas siempre abiertas, dialécticas con el método de la
conferencia, se concentran fundamentalmente sobre cómo hacer que ese
momento de transmisión de conocimientos sea realmente formativo de la
identidad de los padres. ¿Cómo evitar el riesgo de intelectualización y conseguir
introducir a quien escucha en la fascinación de la sabiduría sobre lo humano?
¿Cómo tratar tales argumentos, visto que se trata de nuestra vida? Cada vez que
me invitan a dar una conferencia vivo una gran agitación, porque caminar y
hacer caminar por los caminos de la vida requiere siempre la responsabilidad de
lo verdadero, que es la única, verdadera y gran responsabilidad que tiene un
padre.
La tercera parte es, quizá, la más inmediata: es la transcripción de fragmentos
del trabajo formativo llevado a cabo con los padres a través de pequeños grupos
de número limitado. He experimentado —desde hace ya más de veinticinco
años— esta fórmula de ayuda a las preguntas de los padres. Creo que es
evidente la necesidad total que el padre tiene hoy de que se le ayude en la gran
tarea hacia la persona del hijo. Más complejo resulta saber cómo responder sin
tecnicismos, sin respuestas preconfeccionadas. La fórmula es muy sencilla: me
implico con la pregunta del padre y cedo a hacerle compañía a través de una
20
propuesta de reflexión y de trabajo juntos. Tras muchos años de trabajo, son
muchísimos los padres que han trabajado conmigo: su adhesión me ha
confirmado en el tiempo la necesidad de una respuesta que asuma con pasión y
afecto su necesidad. Estoy al lado de los padres, les hago compañía, recorro un
trecho de camino con ellos: no porque yo sé y ellos no saben, sino para buscar y
conocer. Juntos. También este libro, creo, puede ser una fórmula especial de
compañía y de trabajo juntos.
NOTAS
* Como la autora explica unas líneas más adelante, este libro es el resultado de reunir distintos
materiales extraídos de su trabajo durante los últimos diez años. La naturaleza de este tipo de escritura
—trascripción de sesiones orales— lleva implícitas abundantes repeticiones de un mismo concepto o
idea fundamental que la autora quiere transmitir y consolidar en su relación profesional con padres y
educadores. Hemos respetado la forma escrita tal y como aparece en el original italiano por tres
razones. 1) Por respeto a la forma original en que la autora ha querido que se edite el texto; 2) Porque la
repetición de una misma idea a lo largo del libro facilita la asimilación de los conceptos fundamentales
que se quieren transmitir; y 3) Porque los conceptos que se repiten se sitúan siempre en contextos de
personas y preguntas diferentes, lo que proporciona una riqueza de matices y experiencias que, una vez
llegados al final del libro, los lectores agradecerán.
21
PRÓLOGO
22
UN LIBRO. MIS BRAZOS
Hace treinta y un años que estoy escribiendo este libro. Coger la pluma, poner
las cosas por escrito es sólo un gesto que comporta este vivir y este escribir.
He vivido escribiendo con el deseo, la certeza y el compromiso de que todo,
incluso el más pequeño de los suspiros, fuera transmitido, pasado a los demás.
Todo en mí es para otro: soy madre.
El libro empezó allí, al lado de una cuna. Recuerdo bien aquellos días: habías
nacido hacía poco, una semana, diez días, un mes, tú, un hijo, el primero, el
nuevo, a quien yo miraba atónita e impresionada.
Te tomaba en brazos y tú te abandonabas totalmente a mí. No recordaba haber
sido nunca capaz de dejarme llevar así. Tú sí eras capaz y me revelaste mi mayor
deseo, la verdad más impresionante y escondida de mi persona.
Te llevaba y te alimentaba y tú eras uno conmigo.
Este libro nació allí. Cuando mis brazos, para llevarte, te envolvían en un gesto
universal de cuna —una cuna universal y decisiva—, tu rostro distendido tras el
llanto, tranquilizado tras la soledad (¿había desaparecido?) me decía que no
necesitabas nada más, no necesitabas nada más que a mí.
Aquí, en este gesto de ser tu cuna, nació el pensamiento de la vida, donde el
sueño debía convertirse en ideal, el ideal en experiencia, el deseo en satisfacción,
la pregunta en respuesta. El tiempo debía ser llamado Tiempo, el pan Pan, la luz
Luz, el amor Amor, la muerte Muerte.
Estaba allí contigo, envolviéndote para nutrirte de mí. Y todo a mi alrededor
pedía ser puesto de nuevo en orden, todo pedía ser mirado de nuevo,
recompuesto, revisado, obtener un nuevo significado.
Pero mis brazos, estos brazos ¿qué sentido tenían?
23
Te había llevado dentro de mí, según una ley perfecta.
Ahora te llevaba fuera e interrogabas mi libertad. Tú estabas como si estuvieses
dentro y yo te estaba poniendo dentro de mí. El espacio físico de mi cuerpo que
tú habías ocupado se convertía, día tras día, en un espacio interno extraño,
especial. Te abrías camino en los sentimientos, ocupabas los pensamientos,
invadías las acciones, cambiabas mi día con la vida, transformabas la mirada.
Abandonado a mí, me has llevado de la mano a descender, descender hasta los
estratos de la vida, hasta el llanto de mi necesidad, hasta la herida de mi amor,
hasta la nada que no quería afrontar, hasta el miedo que no quería ver y el mal
que no quería hacerte.
Una certeza lúcida, aguda: mis brazos (mis pensamientos, mi sentir por ti, mi
amor). Mis brazos que te llevaban podían convertirse en una trampa para ti, en
un daño para ti, en tu muerte.
Debía aprender a abrirlos, a abrirlos de par en par.
Sin dejarte caer.
Abrir de par en par para abrazar todo, contigo, no sólo a ti.
Para ti, hijo.
Si te retengo, mueres.
Si te dejo, mueres.
¿Tenerte como si no te tuviese?
¿Dejarte como si no te dejase?
Pero, ¿quién eres?
¿Conocerte como si no te conociese?
¿Cogerte para entregarte? ¿A quién?
Y yo ¿quién soy?
Empecé a escribir este libro, buscando en los caminos tortuosos y ocultos de mi
existencia, en mis pensamientos y en la vida algo que fuese verdadero, de
manera que diciéndote yo, tú pudieras entender tu verdadero nombre.
24
Los brazos se cansan de estar abiertos. Es más fácil cerrarlos, tenerte para mí,
agarrarte sin dejarte.
Pero de ese modo mi yo se confunde y tú ya no eres tú: te desenfocas ante mis
ojos y te conviertes en niebla, niebla sobre la vida.
Estos brazos abiertos, sí, son un dolor. Este dolor, poco a poco, se convierte
dentro de mí en certeza de amarte.
Si los cierro sobre ti, yo me pierdo y tú mueres.
Llevarte conmigo, como si no te llevase.
Estrecharte, como si no te estrechase.
Mirarte, como si no te mirase.
Amarte, como si no te amase.
Porque si te llevo, te estrecho, te miro, te amo solamente, tú mueres en mí y no
aprendes tu vida y tu existencia.
Hijo.
Hijo.
Fue suficiente hacerte nacer con un gesto de universal certeza, para que yo ya no
sea la misma.
Me siento pequeña como madre, más pequeña que tú, hijo.
Estás aquí para convertirte en hijo, estoy aquí para convertirme en madre.
Comienzo a caminar sintiendo por primeravez la solidez de la tierra, como si
hasta ahora hubiese caminado rozando la superficie, sobre caminos que, ahora
lo sé, tenían como meta este paso, este pasaje.
He pasado contigo el umbral de la vida y mi pregunta es lúcida, clara, sin
sombras, con la exigencia y la energía de la respuesta.
Nunca como ahora.
Nunca como ahora necesito ser yo misma para que tú puedas ser tú.
25
Quiero llegar a ser madre, para que tú, niño precioso, puedas ser hijo.
26
EL GRAN ÁRBOL
Érase una vez un pueblo precioso, situado cerca de un gran bosque.
Y puesto que entre el bosque y el pueblo se había creado una extraña relación
llena de atractivo y de intercambio, cuando se hablaba del pueblo, se hablaba
también del bosque, y así, poco a poco, día tras día, año tras año, los habitantes
del pueblo decían: «Mi pueblo es ese del Gran Bosque».
En medio del Gran Bosque había un gran árbol, que era tan grande, tan bello,
tan único, que poco a poco, día tras día, año tras año, el Gran Bosque llegó a ser
del Gran Árbol.
Era un árbol grande, tan grande que cada primavera muchas familias de pájaros
de todas las especies encontraban el lugar adecuado entre sus ramas.
Todos los habitantes del Gran Bosque, desde la primavera hasta el otoño, iban a
descansar debajo del Gran Árbol, a disfrutar de su sombra, para escuchar el coro
especial de sus hojas que hablaban de mundos lejanos, de noches luminosas, de
destino bueno, de felicidad, de certeza, de justicia, de belleza, de la vida y de la
muerte. Y todos se sentían como si hubiesen comido, satisfechos y también
soñadores, protegidos, incluso más buenos, más sinceros.
Existía un rito para todos los habitantes del país del Gran Bosque del Gran
Árbol. Antes de regresar a sus casas recogían una flor del Gran Árbol para
adornar su mesa y alguna rama caída para hacer fuego en invierno: de este
modo el perfume del Gran Árbol se esparcía por su casa.
Cuando regresaban a casa por el camino que les llevaba hacia el mundo, de vez
en cuando se daban la vuelta para mirar el Gran Árbol y decían: «¡Es mío!». Pero
en realidad pensaban: «¡Yo soy suyo!».
Cada habitante de aquel pueblo lo era de aquel Gran Árbol.
El Gran Árbol formaba parte de su vida y, en cualquier lugar donde cualquiera
de ellos hubiese ido y hubieran hecho lo que hubieran hecho, habrían llevado en
27
su corazón al Gran Árbol y todo lo que con él habían vivido y de él habían
aprendido.
¡Qué suspiro hiciste! ¿Te gustó esta historia? La inventé para ti, sin pensar.
Quizá mi cansancio de aquella noche me hizo imaginar un Gran Árbol relajante.
Quizá también yo necesitaba pensar que estaba en un bosque verde y
tranquilizador, tenía una flor sobre la mesa, una chimenea encendida.
Mamá, yo creo que el Gran Árbol en nuestra familia es papá.
¡Papá!
Sí, es verdad, papá es realmente como el Gran Árbol e incluso más que eso,
mucho más.
Está siempre contigo y te lleva siempre consigo.
Tú le perteneces más de cuanto me perteneces. Pasas a través de mí, para que yo
pueda entregarte a él. Eres suyo.
Esa luz extraña que tiene, esa mirada que le nació cuando tú naciste, jamás han
desaparecido.
Está presente en tu vida incluso cuando corre, cuando está cansado, cuando
piensa y cuando no piensa, cuando parece que el mundo le interese más que tú.
Es para cambiarlo, para ti, es para entregártelo más convincente, es para
construirlo de manera que tú puedas vivir en él.
¡Hijo!
¡Hijo!
Sólo cuando aferres la mano segura de tu padre y seas como él te ha diseñado en
su corazón, te habrás convertido en verdaderamente mío.
28
TENGO SED, POR FAVOR
¡Tengo sed! Hijo, querría ser para ti una fuente que apaga tu sed.
¿Lo soy? ¿O soy más bien la certeza de que existe una respuesta a tu sed?
Esta sed, hijo, te acompaña y hace que seas igual que todos, que todos los miles
de hombres que viven, que los miles de hombres que te han precedido, que los
miles de hombres que vendrán.
¡Tan igual, tan universal!
No puedes separarte ni siquiera por un instante de tu sed.
Es un vínculo: personal, universal, particular, común.
Lenguaje, comunicación, búsqueda, camino, arte, icono.
Definición del hombre, de mí, de ti: de ti amor, de ti hijo, de ti amigo.
Es la necesidad que en nosotros se convierte en paso de petición, hueco de
piedad, manos tendidas para recibir y para dar, intercambio de hospitalidad,
respuesta y búsqueda.
¡Tengo sed!
Dentro de esta necesidad bajo por los peldaños impracticables de mi existencia,
de tu existencia, de mi pensamiento, de tu pensamiento, en la inagotable
búsqueda de una fuente que sacie y quite la sed: para siempre.
Así desde cero hasta los cien años, con el corazón como un desierto árido sin
agua que produce constantemente el deseo de un oasis.
Pero tú, niño, me gritas inexorablemente «tengo sed» desde el primer gemido y
exiges una respuesta.
Sin mi respuesta, mueres.
29
Eres la imagen del hombre
mendigo
herido
árido
que exige una respuesta total.
Exigencia total que grita la necesidad de una respuesta total.
Si no escucho, mueres.
Si no respondo, mueres.
Sin respuesta se acaban tu humanidad y tu grandeza.
Sin respuesta te deformas, tengas cero o treinta años, o cincuenta, o cien. Sin
respuesta ya no eres tú.
Necesidad, ¡qué extraña definición de uno mismo!
Requiere constantemente que otro responda.
Necesidad de agua, de alimento, de sueño, de cuidados, de calor, de frío, de aire,
de mar, de muerte, de brazos que estrechen, de manos que acaricien, de rostros
que sonrían, de ojos que vean, de oídos que escuchen, de corazón que escoja, de
cantinelas que consuelen, de palabras que orienten, de pensamientos que
enciendan, de mirada que revele.
¡Hijo! Tu necesidad total, exigente, mueve en mí mi esencia de madre.
Soy la posibilidad de la respuesta.
Mi respuesta, mis cuidados son tu necesidad de ser y de aprender quién eres.
Y luego creces y tu crecimiento parece un lento salir de la niebla de la necesidad,
de manera que alguien te lo dice y te lo pone como objetivo: hacerse mayor es
responder solos.
Al contrario.
Al ir creciendo, tu sed se vuelve cada vez más compleja, dramática.
30
Al ir creciendo, la necesidad se convierte en certeza de la definición de ti mismo.
Cuanto más llego a ser yo mismo, tanto más mi necesidad se convierte en un
grito complejo y presente que penetra irreductible en el espacio y el tiempo, y
sorprende en mí, en ti, el infinito.
¡Tengo sed!
No he sabido encontrar otra definición más exhaustiva de ti, hijo, y de mí, padre
y madre.
La última, profunda, completa, esencial fuerza del hombre presente en cada
acción es su búsqueda a veces ilusoria, a veces dramática y al mismo tiempo
divertida y tierna, pero asimismo punzante, a veces desesperada en su forma,
incluso hasta llegar a ser violenta, de otro que ofrezca agua: agua que quite la
sed.
Aquellos brazos cerrados en forma de cuna sobre ti, hijo, con el seno que nutre,
con el corazón que se conmueve y vibra por tu existencia, son una marca que
recibes, que recibí, nostalgia de un bien que conduce a la búsqueda, criterio para
toda relación, camino para cada sentimiento, certeza exigente de respuesta.
Tengo sed, por favor.
Empezaste a decir esta frase a los 18 meses, cuando gritabas prepotente: ¡tengo
sed!
Te frené para enseñarte a pedir. No le quitaste la fuerza de la orden a tu voz de
niño; seguro de lo que querías, añadiste afligido, tierno: por favor.
Desde entonces, esa frase la has dicho siempre así, y en nuestra relación se ha
convertido en un vínculo, algo que nos une y define la historia de nuestro estar
juntos.
Todavía ahora que ya eres mayorcito, todas las noches sigues usando esta frase,
para que me quede a tu lado dos minutos más, para volver a ser niño, para ver
mi sonrisa tierna de recuerdos, para dormirte con la certeza y la paz de que tú
puedes tener toda la sed del mundo, eres la sed con tus mil deseos y tus mil
necesidades, porque yo estoy ahí, o al menos lo intento y trabajo para estar y
para entender cuántas formas de sed tienes, cuántas no son sed y para cuántas
yo no tengola respuesta.
31
Ese pequeño sorbo de agua, que en el gesto infantil nos hace sonreír tan
tiernamente todas las noches, llega hasta decirte quién eres, hijo ahora y de
mayor, llega hasta decirme a mí quién soy yo y te llevará por los caminos
infinitos de tu sed, que espero sea implacable e incesante hasta que no encuentre
lo que verdaderamente la apaga.
También yo tengo sed, por favor.
32
BESO ABIERTO DE PAR EN PAR
¿Qué es, cómo es, por qué esta relación en la que un pequeño crece bajo la
mirada de un mayor?
¿Cómo sucede lo que sucede?
¿A través de qué sucede lo que sucede?
Esta capacidad-idoneidad-necesidad de aprender de otro, de ser a través de otro,
de recibir para ser, todo esto que acompaña la vida de la persona, de cada uno,
de los cero a los cien años, todo esto es una ley que regula cada crecimiento y
devenir humano, una extraña ley, una extraña y misteriosa ley que afecta a cada
instante, a cada respiro, a cada movimiento del corazón y de la mente: una ley
sencilla y difícil, tan sencilla que todos la usamos, tan difícil que todos la
negamos; una ley profunda, radical, pero a la vez tan alta y ligera, que da miedo
y la queremos olvidar; una ley que es una evidencia y, por eso, provoca la
necesidad de combatirla y de vencerla.
Una extraña ley, porque la ley es constricción y orden, es fórmula de necesidad:
una extraña ley porque su fórmula es la libertad.
Es la paradoja de la vida: este pequeño, que crece bajo la mirada de uno mayor
que le guía, se convierte en una persona, es decir, realiza «la ley», la fórmula de
la libertad, sólo si ese mayor, los mayores (¡los adultos!) de su vida, en sus
encuentros significativos, son capaces de tener en la mirada la paradoja de la
libertad.
En la relación con el hijo esa paradoja tiene la expresión de la pertenencia total.
Eres mío. Eres mío... y no te dejo, te acompaño, te acompaño para tranquilizarte
en cada instante: ¡eres mío!
Qué extraña ley potente y dramática: tener un peso de gravedad que frena, lleva,
cansa, aprieta (¡dramática ley, la de estar hechos así!) ordena, obliga, no en
contra sino para poder ser verdaderamente libres.
33
Qué ley misteriosa e irreductible: una ley que se llama libertad, que penetra en
las relaciones, sacude la vida, guía los pensamientos, lleva al crecimiento. ¡Qué
extraña ley!
El corazón del hombre puede volar, decidir, amar, palpitar, existir,
tranquilizarse, convencerse, responder a las espirales infinitas de sus exigencias
desde el primer momento hasta los cien años, únicamente si existe otro que le
dice sin titubeos, sin condiciones, en el ímpetu profundo de la propia identidad:
¡tú eres mío!
Cuando apenas empezabas a moverte con las pequeñas capacidades que habías
logrado (7-8 años: el estanco a cien metros de casa, las primeras vueltas a la
manzana en bicicleta: «La vuelta de la manzana» como lo llamábamos, que
luego se convirtió en la de la pera, la del plátano, luego la de la sandía, hasta que
conseguías ir lejos con tu bicicleta tan querida, cuidada, embellecida, símbolo
inexorable de tu libertad) y salías de casa incluso sólo cinco minutos, habías
inventado una extraña expresión. Me decías: «Mamá, ¡beso... abierto de par en
par!». Beso igual: soy tuyo, inexorablemente tuyo, totalmente tuyo y necesito tu
aprobación para salir e irme incluso sólo cinco minutos, necesito tu calor, tu
«acompañamiento» tierno.
Pero... «abierto de par en par». En realidad la expresión «beso abierto de par en
par» significaba: ven a saludarme con un beso y ábreme la verja de par en par.
«¡Beso... abierto de par en par!». La totalidad de la pertenencia y la totalidad de
la libertad. Una libertad acompañada, aprobada, reconocida; no autonomía:
¡muévete tú solo! ¡Escoge tú! Aprende, arréglatelas. ¡No! Hijo, nunca me oirás
decir la palabra «arréglatelas»: estoy aquí para acompañarte, reconocerte,
guiarte dentro del camino del mundo, dentro del laberinto profundo y
misterioso de tu yo.
Esta paradoja sorprendía en mí una certeza y un dolor cada vez que salías. Sólo
con un «eres mío» total y un «soy tuyo» total (beso) tenía la fuerza de abrirte la
verja de par en par y tú la fuerza de cruzarla.
Sólo así, sólo perteneciendo has podido hacer todo el recorrido de tu libertad, un
paso tras otro, autonomía tras autonomía, capacidad tras capacidad, sólo
perteneciendo (aquella verja abierta de par en par no era ponerte en peligro,
darte un peso que no podías llevar).
También hoy, que te acercas a etapas importantes de tu crecimiento, también
hoy que tu bicicleta se ha convertido en una moto, cuando te veo cruzar esa
34
verja pienso: «¡Beso abierto de par en par, hijo!»; sólo si me llevas dentro y
aceptas aún ser mío, tu libertad llega a ser una verja abierta de par en par a la
vida, al saber, al bien, y tu paso seguro te hará decir (¡espero ese momento!): yo
soy.
35
Primera parte
EL PENSAMIENTO DE LA VIDA
36
1. LA ESTRUCTURA FAMILIAR*
Cuando hablamos de familia entramos en una cuestión bastante compleja. En
efecto, la familia concierne a distintos niveles de nuestra vida: se puede hablar
de ella desde el punto de vista de los médicos, de la ley, de los servicios, de la
economía. La familia es la estructura que atraviesa toda la vida de la persona, de
todos y de cada uno.
Cuando decimos «de todos y de cada uno» indicamos ya sus dimensiones
fundamentales: la dimensión personal, subjetiva, el modo con que cada uno
representa dentro de sí la cuestión familia; y la dimensión universal, en base a la
cual todos pueden entenderme cuando hablo de ella, tanto vosotros aquí, esta
tarde, como en Nueva York o en China, aunque cada cultura y cada pueblo
tenga una forma distinta para expresarla.
Si digo la palabra familia y aquí somos diez, el eco será diez veces distinto desde
el punto de vista subjetivo y personal, pero desde el punto de vista universal
conseguiremos entendernos.
Consideremos, entonces, su estructura esencial. Entre mil definiciones de
familia, yo tengo preferencia por una que me parece más completa, más
dinámica y comprensiva tanto de los aspectos universales como de los
personales. La definición es la siguiente: «La familia es ese lugar de relaciones.».
La relación como lugar, ante todo. Está claro que usamos el término lugar no en
sentido físico. Pero, ¿dónde está este lugar? En nuestro corazón, en nuestra
mente, en nuestros gestos, en nuestros pensamientos, en movimientos
profundos de nuestro corazón. El trato, la relación es lo que une: un lugar de
relaciones.
Me gusta el término lugar porque la relación es la verdadera casa en la que uno
vive. No existe sólo la casa como espacio físico que acoge a cada uno de
nosotros. La casa donde se vive de manera privilegiada es precisamente la
relación o el habitus, el modo como el marido mira a su mujer y la mujer mira al
marido, porque la verdadera casa de la mujer es el marido, como la verdadera
37
casa del marido es la mujer y la de los hijos son los padres...
La relación es casa, la casa donde se vive, se crece, donde se puede cambiar.
Decir que la relación es la casa donde se vive significa afirmar que la familia es
un lugar dinámico, que se amplía y acoge todos los cambios que sobrevienen.
En efecto, la característica fundamental de la persona es el cambio —ninguno de
nosotros permanece como recién nacido— y si el lugar donde habita, y por lo
tanto esa relación especial, no es capaz de producir los cambios y de ampliarse
en función de ellos, es un lugar destinado a dejar de ser habitado, donde habitar
llega a ser algo estrecho, molesto e incómodo.
No sólo la familia es el lugar capaz de sostener el cambio de la persona. La
misma relación familiar transmite el cambio. La relación familiar no es estática.
Yo contengo a mi hijo, llevo a mi hijo: él crece y yo, poco a poco, hago que esta
relación sea capaz de llevar a término su crecimiento. Por tanto, debemos
afirmar que la relación, el tipo de relación que le ofrezco, es el instrumento y la
condición de su crecimiento. No sólo lugar, pues, sino también condición.
La familia es el lugarde las relaciones donde se transmite, se hace posible para
cada uno el desarrollo de la propia existencia a todos los niveles, desde el
biológico al cultural; es el lugar donde las relaciones son condición para
realizarnos plenamente.
Pensad en la relación conyugal. ¿Qué significa que «la relación transmite y hace
posible la realización plena de uno mismo, a todos los niveles, del biológico al
cultural»?
El objetivo de cada persona es la plena realización de uno mismo, que no se
limita a ciertos aspectos, normalmente reductivos, a los que estamos
acostumbrados. Llevar a cumplimento todas las partes de nuestra persona, por
ejemplo, el cuerpo masculino y el cuerpo femenino, está sin ninguna duda
relacionado con la sexualidad conyugal y el nacimiento del hijo. Efectivamente,
la realización plena de uno mismo es el cumplimiento de los aspectos biológicos
y de los psicológicos.
Otro ejemplo: el sentimiento de seguridad del yo, el sentido de plenitud y de
satisfacción que experimentamos en la relación con otra persona, tienen que ver
con el cumplimiento psicológico y de relación de la pareja.
Recientemente, sobre el bienestar psicológico de la pareja se han dicho muchas
cosas, casi como si éste fuera el máximo objetivo de los cónyuges. Sin embargo
38
no es así. La pareja siempre es un lugar, una relación dramática, en la que el
bienestar no coincide con la idea de llevarse bien. Un argumento, éste, que
valdrá la pena profundizar más adelante.
Consideremos, en cambio, la realización de carácter social. ¿Habéis escuchado
en la radio esa publicidad de coches que dice: «A los 10 años creía en Papá Noel,
a los 20 años creía en la realización (o algo parecido), a los 30 en el trabajo, a los
40 años creo en la comodidad...»? Prescindiendo del coche que deberíamos
comprar en la edad de la «comodidad», este anuncio evoca de alguna manera lo
que estaba diciendo. Cada uno de nosotros, personalmente pero siempre dentro
de una relación, a lo largo de su existencia da pasos muy significativos de un
nivel a otro, hasta llegar al nivel más complejo: el nivel cultural. El nivel cultural
se da cuando existe autoconciencia, cuando existe juicio crítico, razonamiento y
posesión, cuando hay libertad y capacidad de elección.
Pensad en un niño, en un recién nacido: ¡cuánto predomina el nivel biológico!
Yo tengo dos nietas, una de tres meses y otra de mes y medio. Con mi hija, en
estos tres meses, hemos hablado de si la caca tiene buen o mal color, de si el niño
ha comido o no, etc. Esta noche mi hija me preguntaba: «¿Tú crees que ya me
reconoce? Porque apenas oye mi voz me busca con la mirada y se ríe». Pues
bien, el niño al mes y medio sabe ya distinguir a su madre de todos los demás,
actúa con la mirada, interacciona con ella, la reconoce, la busca y se ríe.
Está ya superando el nivel biológico, empieza a convertirse en un sujeto activo,
tiene ya algo estructurado dentro, como, por ejemplo, la seguridad del alimento.
En los primeros dos meses de vida el nivel biológico domina pero, poco a poco,
dentro de la respuesta biológica segura del alimento que llega, se forman todas
las estructuras que sirven para la primera respuesta psicológica, que es la
sonrisa cara a cara del niño. Hoy vemos también niños que empiezan a reír ya a
los quince días de vida, porque reciben muchos estímulos, se sienten muy
cuidados y gratificados. Es evidente que conforme el recién nacido va creciendo
es distinto y su nivel de relación se va haciendo cada vez más complejo. Es
evidente que cuando tiene ya dieciocho años no podemos preocuparnos de que
haya comido o no el lenguado o de que tenga un pequeño dolor porque la
relación que sostiene a un chico de 18 años se plantea a otros niveles.
Con estas dos imágenes, el recién nacido y el chico de 18 años, volvamos a la
definición de familia, que quizá ahora resulte más clara. La familia es el lugar de
relaciones en las que el vínculo entre sus miembros transmite, permite y hace
posible para cada persona el desarrollo y el crecimiento de todos sus aspectos,
de todos sus niveles, desde el biológico al cultural. Es el lugar, la relación que
39
permite que cada cual exista, crezca, viva, aprenda quién es, aprenda a
expresarse, aprenda sus propias tareas en la vida, su propia madurez.
Sin embargo, esto es sólo la introducción, el marco. Es importante entender que
la familia como sistema de relaciones es un organismo vivo, un hecho, una
realidad concreta. La familia tiene una estructura configurada como la vida:
nace, madura, envejece y muere. Es la vida de la familia. Nuestra familia no
nació cuando nacimos nosotros: ésa es la familia de nuestros padres. La nuestra
nace cuando nos casamos. En el origen están un hombre y una mujer, la pareja
conyugal, que no coincide con la familia que, por el contrario, es la obra de la
pareja. ¡Cuántas desapariciones de la pareja conyugal dentro de la familia! Dos
se casan, tienen hijos y luego, poco a poco, como arenas movedizas, la familia
engulle a la pareja: ahora se habla de familia acéfala, de un cuerpo que ya no
tiene cabeza.
Es verdad que la familia es simultáneamente la obra que la pareja construye y el
lugar donde la pareja vive. Pero quien da color, sabor, intensidad a estas
relaciones es la pareja conyugal. La familia no genera la pareja. Es la pareja
quien genera la familia, y quien tiene la tarea de mantener el tipo de relación que
se produce en la familia. En el origen de la familia está la pareja; cuando una
pareja conyugal empieza a existir se dice que nace una familia. No es el
nacimiento de un hijo lo que constituye la familia, ni tampoco llegamos a ser
padres y madres porque nazca un hijo. En la pareja, ella se ha convertido en
madre gracias a su marido y su marido se ha convertido en padre gracias a ella.
No es el hijo quien les convierte en padre y madre.
Normalmente, cuando nace el primer hijo, decís: ahora somos tres. No es
verdad, sois dos, como lo erais antes; dos más uno. La pareja no puede
mezclarse nunca con la familia: esos dos siguen siendo siempre dos, nunca
pueden convertirse en tres, cuatro... Se convierten siempre en dos + uno, dos +
tres, etc.
El primer evento tras el cual los dos deben replantearse la estructura familiar es
el nacimiento del hijo. Es verdad que se produce un desbarajuste y el
desbarajuste mayor es añadir la identidad de padres a la identidad conyugal.
¿Por cuántas identidades pasamos en la vida? Primero somos hijos, luego uno se
casa y la identidad de hijo pasa a un segundo plano. ¿Cuántas crisis derivan de
la dificultad de uno o de ambos miembros de la pareja de poner en segundo
plano la propia identidad de hijo? ¿Cuántas crisis nacen de la dificultad de
quitar a los propios padres ese poder, que es también afectivo, determinante
40
dentro de la propia vida, para poner en el primer puesto la nueva identidad
conyugal? No es algo sencillo, sobre todo porque a sus espaldas hay madres y
suegras que no ceden el paso ni aunque las maten. ¡Cuántos hijos enamorados
de sus mamás y cuántas mujeres dominadas por sentimientos de culpa hacia su
madre!
Pero el cambio tiene que darse porque es un cambio que va en la dirección del
cumplimiento, de la realización de la propia persona, es como un movimiento
psicológico, emotivo dentro de nosotros. Cuando llega el hijo, el riesgo es que el
ser marido y el ser esposa se vea avasallado por el ser madre y padre. Pero si
esto sucede significa que lo más importante es el hijo, que el primer puesto lo
tiene el hijo. La familia es un organismo, una estructura: ¿podéis poner a un niño
a la cabeza? ¿Cómo puede un niño de dos meses, de cinco meses, tener todo ese
poder?
Yo trabajo mucho con padres y estoy realmente preocupada e impresionada.
Cuando un niño nace, el lugar que ocupa casi inmediatamente, a la primera
noche de insomnio, es la cama de los padres, en medio de los dos. A los tres
años aún sigue allí. En este caso, tras el nacimiento del hijo, los padres ya no han
podido expresarse como pareja. Ni siquiera han sacado al niño de su cama,
poniendo en segundo planosu identidad y sexualidad conyugal, perdiendo el
significado y el recurso que constituye esta relación.
¿Qué lugar ocupa el marido para la mujer que ha sido madre? ¿Qué significado
tiene para el marido esa mujer? Ante todo es madre y él se retira.
El primer evento de reordenación, de cambio, de problematicidad que afecta a la
familia es el nacimiento del primer hijo. Ese nacimiento, que mezcla las cartas
con un nuevo orden, debería servir para reforzar la estructura de la pareja, ya
que ésta deberá sostener un tercer elemento. Pero, por el contrario, normalmente
las cosas no van de ese modo. Los padres tardan varios años en reforzarse y
cuando los hijos han crecido y los padres tienen menos tareas, la pareja que haya
mantenido un buen orden afectivo se encuentra diciendo: «De nuevo nosotros
dos, libres de los extraños, qué bien que nos encontramos de nuevo.». En
cambio, las parejas que han mantenido un orden familiar muy estrecho
refuerzan el cuidado de los hijos, siguen preocupándose de la casa, de la novia
de los hijos. Quieren mantener la propia función como necesaria porque, sin las
preocupaciones de la familia, están como perdidos, no encuentran su relación.
El otro momento en el que el grupo de las relaciones familiares revisa su
estructura y la dinámica familiar sufre un terremoto desde los cimientos es la
41
adolescencia de los hijos. ¡La adolescencia del hijo es un verdadero terremoto!
Tiemblan todas las estructuras de la familia. No obstante, es también un recurso
grande, ante todo para los hijos adolescentes que necesitan un tipo de relación
completamente distinto. Volvamos al ejemplo de antes. Si habéis sido padres
que han prolongado y complicado sobremanera los cuidados biológicos del hijo,
que aunque tiene ya 10 años aún seguís diciéndole: «Ponte el jersey, lávate los
dientes, ¿vas abrigado? Déjame ver lo que tienes cerca del ojo...»; si sois padres
que han complicado excesivamente los cuidados biológicos, identificándolos con
el cuidado que sí es propio de los padres, está claro que la adolescencia del hijo
provoca una crisis. Porque en ese momento, si no sois obtusos del todo, os daréis
cuenta de que vuestro hijo, crecido, está completamente fuera de vuestra
relación. Si lo habéis cuidado sólo a nivel biológico, habéis delegado a otros
todos los niveles que, no obstante, crecían con él: a la guardería, al colegio, al
grupo de amigos, al parque infantil, a la televisión, etc. Todos los demás niveles
—los pedazos de vuestro hijo— han crecido fuera de la relación con vosotros y
ya no sois capaces de tener una autoridad sobre él, ya no sabéis conseguir que os
escuche.
Por tanto, la adolescencia es un gran golpe para la estructura familiar y lo es aún
más porque, normalmente, nos golpea como un puñetazo en el estómago, nos
obliga a abrir los ojos sobre nosotros mismos que, en ese momento de la vida, ya
hemos alcanzado los 40 y nos damos cuenta de que con el hijo empieza a darse
una distancia que no imaginábamos, porque él nos ve «retrógrados», viejos, nos
dice que no entendemos, ¡a nosotros que, al contrario, nos sentimos tan jóvenes!
La adolescencia del hijo nos obliga a hacer las cuentas con nosotros mismos y
cada vez más frecuentemente nos preguntamos: «¿Dónde me he equivocado?
¿Qué es lo que he hecho mal?».
Empieza el temor y una culpabilización recíproca en la pareja: «Pero tú..., pero
tú debes intervenir..., tú qué has hecho, entonces eres tú quien se ha
equivocado.». La adolescencia es un terremoto que hace temblar incluso la
estructura de la pareja y hace que salgan a flote las dificultades. Las dificultades
que antes se dejaban a un lado, que evitábamos, ahora salen a la luz: todo
aparece de nuevo, todo cobra urgencia, todo se convierte en trágico, en
importantísimo.
La estructura familiar atraviesa esta fase de manera muy tumultuosa y también
para la familia, como para todo el conjunto de relaciones, la adolescencia del hijo
tiene el significado de un gran paso a la relación adulta. También la familia es
una familia adolescente que debe llegar a ser adulta. Y, generalmente, todo esto
42
sucede en torno a los veinte años de matrimonio, cuando el horizonte de la vida
se abre ante nosotros con posibilidades diferentes. ¿Qué sucede en la estructura
familiar en este período?
Suceden cosas importantes, sobre todo personalmente. La edad de los dos
cónyuges ronda los 45-50 años: la pareja conyugal que ha dado origen a su
familia se encuentra con que debe convertirse en padre de los propios padres.
También en la relación entre las familias hay un cambio: quien tiene la suerte de
tener a los padres aún vivos, tiene padres ancianos que rondan los 80, que a
menudo necesitan de ti, cada vez menos autosuficientes. Es la edad en la que
empiezan sus miedos de ancianos. Precisamente en concomitancia con estas
circunstancias, la pareja adquiere una nueva identidad: los cónyuges se
convierten también en padres de los propios padres. Es un paso muy
importante: los padres necesitan el cuidado del hijo y, al mismo tiempo, éste
tiene a su vez un hijo que se está yendo de la familia a través de dos hechos
importantes. El primero, en la mayor parte de los casos, es la universidad: el hijo
se va de casa y tendrá que medirse con su autonomía, con la propia capacidad.
Debe rendir cuentas a los padres de pocas cosas: exámenes y dinero. El otro
hecho es el trabajo.
Todo esto provoca un gran cambio para la estructura familiar. Cuando el hijo
alcanza los 21-24 años cesa la tarea educativa. Con un hijo de esa edad hay que
deponer las preocupaciones por ciertas cosas, cambian las preguntas y termina
la tarea educativa. Por lo tanto, cambia también la relación porque desde el
momento en que cesa la tarea educativa, la relación se convierte en una
convivencia entre adultos, una forma familiar distinta: dos padres e hijos
mayores. En nuestra tierra se pide con frecuencia al hijo mayor que trabaja que
contribuya económicamente con la familia. Es como si se le dijese: «Yo he dejado
de tener que pensar en ti; tú, que sigues en casa, contribuye porque eres un
huésped». O mejor: «Tú ya no deberías estar en casa. Visto que sigues aquí,
intenta colaborar porque en cualquier caso ya eres un huésped».
La familia muere. Muere en sus tareas, se acaba. ¿Qué queda?
Queda la relación gratuita, lo más bonito, de lo que gozo ahora con mis cinco
hijos casados. ¡Es precioso! Llegan todos con mujer y nietos y yo ya no tengo
ninguna tarea más que la de gozar de ellos. Y ellos pueden gozar de mí dentro
de una relación gratuita. La familia, en su estructura de tarea, termina, muere.
«¡Oh! ¡Los hijos siempre te necesitan, hay que pensar siempre en los hijos.!» se
43
dice. No es verdad. Los hijos, si te necesitan, piden, y puede ser que necesiten
algo y no pidan mi ayuda, que la pidan a otro: son libres. Todos tenemos
siempre necesidad, a cualquier edad, pero se escoge a quien confiar la
satisfacción de nuestra necesidad.
No necesariamente serán los padres, porque los padres, en su tarea de padres,
cesan. La tarea de padres se acaba; por lo tanto, acaba la familia, que muere en
sus tareas educativas. Queda únicamente el lugar de relaciones donde cada uno
puede contar con el otro, puede pedir ayuda.
Quedan aquellos dos, la pareja conyugal que, a diferencia de la familia, nunca
muere. Queda la relación que aquellos dos escogieron para vivir.
Sintéticamente, la estructura fundamental es la relación conyugal, que debe
cuidar especialmente el tipo de relación necesario para el crecimiento de los hijos
y desarrollar la capacidad de seguir y favorecer los cambios de cada miembro de
la familia hasta llegar a la capacidad de dejar morir la propia tarea cuando los
hijos son adultos.
La estructura familiar se funda sobre la capacidad de estar dentro de la relación
y soportar las contradicciones y los cambios, los temblores, los terremotos,
porque las personas que participan en esta relación nunca son «las mismas». El
niño al que dais las buenas noches no es el mismo que se despierta por la
mañana. Y, de igual manera,el marido que abrazáis por la noche no es el mismo
que se despierta por la mañana. La característica que determina la persona es el
crecimiento. Por lo tanto, la relación familiar capaz de contener el cambio de
cada uno es el aspecto de la relación más rico y positivo, más favorable a la vida
de cada uno.
Pero aún debemos preguntarnos: ¿cuál es el recurso que permite vivir
plenamente la gran aventura de la familia? ¿Cuál es el recurso del hombre? Es
un tema muy complejo. El recurso tiene dos ingredientes, uno interno y uno
externo. El primero lo indica la misma palabra: recurso recuerda el resurgir que,
en la experiencia cristiana, delinea la imagen de algo que está muerto, sepultado
y vuelve a la vida. Éste es el aspecto interno, algo que tenemos dentro de
nosotros y que, estimulado, sale a flote: ciertamente es el aspecto más interesante
en la familia, porque las relaciones, cuando son correctas, ordenadas en la
estructura, ofrecen esta posibilidad para cada uno. Pero, al mismo tiempo,
recurso indica algo que viene del exterior y que te conforta.
Entonces, ¿cuál es el verdadero recurso? Ambos: un viaje al interior de uno
44
mismo que haga descubrir y redescubrir los propios deseos, el sentido de la
vida. Las preguntas que el adolescente hace, por ejemplo, son un recurso enorme
también para el padre, que al darle las razones va a repescar el sentido de las
cosas. Y luego están los recursos externos. ¿En qué fuente pesca el recurso? El
gran recurso que tenemos es la conciencia de nuestra existencia.
Una de las cosas más interesantes en el curso de mi vida —tenía 20, 21 años—, lo
que dictó el gusto de mis estudios y de mi profesión, fue el descubrimiento de
un libro, quizá un libro de ensayo. Traduzco con estas preguntas lo que me
interesó: «Y tú, ¿a quién tienes en la vida? Te tienes a ti mismo». «A mí, ¿qué es
lo que se me ha dado? ¡Mi persona!». «Tú existes, ¿de qué existencia respondes?
De tu existencia». ¡No puedo responder de la existencia de Mónica, y menos de
la de mi marido o de la de mis hijos!
Respondo de mí, de cómo vivo. Y esta fascinación profunda por la propia
existencia, que no está regulada por fuerzas oscuras de la naturaleza o por quién
sabe qué combinación de los astros, es confiada completamente a mi libertad, a
mi inteligencia, a mi corazón. Por lo tanto, a las preguntas: «¿Quién soy yo?
¿Qué hago con mi vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué es la realidad, el amor, qué
nombre doy a la realidad, qué son para mí las estrellas, qué es este pedazo de
pan?», respondo: todo pertenece a mi existencia y todo toma forma según el
modo como yo lo miro.
Éste ha sido para mí un gran recurso, al cual nunca he dejado de recurrir: la
conciencia de que yo era yo y de que mi vida requería una gran responsabilidad
mía, que no se confiaba a nadie más.
Mi libertad requería mi responsabilidad. Y éste es también el gran recurso de la
familia, porque es la regla fundamental de la relación entre las personas que en
cada instante pueden volver a empezar ex novo su camino. Es verdad que
estamos sometidos a reglas de causa-efecto, pero no estamos determinados por
ellas de modo mecánico. Si lo estuviéramos, creo que actualmente el hombre
habría desaparecido de la faz de la tierra. O bien, seríamos animales
enloquecidos. No estamos definidos únicamente por nuestros errores. El error es
una experiencia nuestra, no es el resultado de los errores de nuestros padres. En
cada instante, en el momento en que la realidad se me hace evidente, yo soy
capaz de generar una acción nueva, anular todo aquello que he vivido hasta
entonces y vivir lo que entiendo y comprendo como bien para mí. ¿Y el pasado?
El pasado es reabsorbido poco a poco, reelaborado, reconducido, transformado.
Éste es el recurso del hombre y de la familia. De lo contrario, creo, todos
45
nosotros, tras diez días de matrimonio, nos habríamos «fugado». Solamente por
este recurso puedes amar a un hombre como si no te hubiese tratado mal la
noche antes, como si hubiera vuelto a casa puntual, como si no te hubiera
desilusionado nunca, porque también nosotros queremos ser tratados así.
La familia es el lugar de relaciones donde en cada instante se puede volver a
empezar de nuevo, donde cada momento puede devolvernos la imagen
verdadera que ni el error, ni la ofensa, ni el desprecio pueden determinar.
Después de cinco, diez, después de treinta años, se puede reconducir todo al
principio y volver a empezar. En este sentido, la estructura familiar es realmente
algo bello, aunque en nuestra sociedad no se la potencie y se la penalice y se la
reduzca a sujeto privado.
Pero la familia no es un sujeto privado. Es un sujeto social, que viene incluso
antes de la organización pública, ya que, como cita nuestra Constitución, la
familia es la primera célula de la sociedad.
NOTAS
* Conferencia pronunciada en Savignano sul Rubicone el 9 de febrero de 1999.
46
2. «CÓDIGO MATERNO» - «CÓDIGO PATERNO»*
Los sociólogos y los investigadores que observan la evolución de la familia a
través de sus relaciones afirman que estamos asistiendo a una fuerte
feminización del hombre y a una masculinización de la mujer. Si hablamos de
igualdad de oportunidades, de derechos adquiridos, de la paridad real que
debería existir entre el mundo masculino y el mundo femenino, hablamos de
algo positivo, pero la feminización y la masculinización no representan esta
paridad. El problema es que vamos hacia una homologación, hacia la pérdida de
la diversidad.
¡Esto no significa que el hombre no pueda estar informado sobre los detergentes,
lavarse las camisas o que la mujer no pueda acceder a puestos de dirección y
realizarse en la carrera profesional! Tender a la homologación, a una
uniformidad dentro de la familia, crea dificultades reales que los hijos,
creciendo, manifiestan. Desde el punto de vista sexual, por ejemplo, algunos
institutos de investigación y de sexología clínica vienen haciendo desde hace
algunos años esta observación: «El adolescente que forma parte de una familia
en la que el ideal es la homologación, que marido y mujer sean iguales, tiene
dificultades de identificación sexual, de la misma manera que tiene dificultades
de identificación si dentro de la familia existe un único papel dominante».
Cuando se tiende a eliminar la diferencia, en la familia y por lo tanto en la
sociedad, cuando no se subraya la identidad de los individuos, inevitablemente
se crean problemas.
¿Sigue teniendo sentido hablar de diferencia entre lo masculino y lo femenino?
¿De una diferencia entre el padre y la madre? A menudo me doy cuenta de que
son los mismos padres los primeros en vivir una tensión por encontrar una
sintonía mutua sobre las mismas cosas, de manera que lo ideal para ellos es
«estar de acuerdo», donde «acuerdo» significa «pensar de la misma manera».
Una posición así, que elimina la diferencia y no respeta la identidad de los
sujetos, tiene una connotación negativa.
Para lograr esta operación de acuerdo, de equilibrio, de simbiosis, es decir, para
llegar a «pensar de la misma manera», se lleva a cabo una operación que yo
47
considero irracional y violenta porque conduce a la eliminación de una parte de
la realidad. En efecto, tener la misma visión de las cosas significa ver sólo una
parte de la realidad y adoptar un único punto de vista. Estamos en una
habitación, en el mismo lugar y en el mismo momento, y aun así la distinta
posición del cuerpo nos permite a cada uno describir una realidad distinta. Para
ver lo mismo, deberíamos tener una única posición, pero si hacemos esto
eliminamos gran parte de la realidad.
Esta tensión por eliminar las diferencias y dar importancia a las sintonías, tiende
a eliminar una parte de la realidad.
Si lo aplicamos a la relación hombre-mujer, padre y madre, función paterna y
materna, constituye un problema serio dentro de la familia: es como si cada uno
de los dos tuviera que renunciar, de algún modo, a una parte de sí mismo, a la
propia identidad plena y a la propia realización.
Hablamos de «código materno»-«código paterno» y no

Continuar navegando