Logo Studenta

Padres con emociones displacenteras Cuando la historia personal daña la parentalidad - José Serrano Serrano

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

José Serrano Serrano
 
 
 
 
PADRES CON EMOCIONES
DISPLACENTERAS
Cuando la historia personal daña la parentalidad
 
 
 
 
 
 
 
 
Avda. Reina Victoria, 8 - 2aPlanta- 28003 - MADRID - Telf.: 91 554 12 04 - Fax: 91 554 12 03 - www.eos.es
2
http://www.eos.es
 
 
 
COLECCIÓN: Gestión Emocional
DIRECTORA DE LA COLECCIÓN: Ana Martínez Dorado
 
 
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede
ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)
 
 
© José Serrano Serrano
 
© Editorial EOS
Avda. Reina Victoria, 8. 2ª planta. 28003 MADRID
 
ISBN: 978-84-9727-680-1
 
Preimpresión: Ubica-t Soluciones Creativas
 
Made in Spain
3
http://www.conlicencia.com
 
 
 
 
 
“A mis padres,
por intentar educarme lo mejor que han sabido,
y a mis hijos,
por ayudarme a entender mejor a mis padres”.
4
Índice de contenido
Prólogo
Introducción
Capítulo 1.- Luchando contra el “amor de garrafón”: para ser padre primero hay que
dejar de ser hijo
Capítulo 2.- Cuando no somos empáticos y maltratamos nuestras emociones y las de
nuestros hijos
Capítulo 3.- Cuando el niño es percibido como el “retrato” de alguien significativo
doloroso
Capítulo 4.- Cuando el corazón ama y odia al mismo tiempo
Capítulo 5.- ¿Cuando el mundo emocional de un hijo es hipotecado por los conflictos
conyugales
Capítulo 6.- Cuando la emoción y el sentimiento de culpa de los padres embuchan la
capacidad de poner límites
Capítulo 7.- Cuando nos resulta difícil contener la “basura emocional” de los hijos
Capítulo 8.- Cuando confundimos las emociones de un niño
Capítulo 9.- Cuando la preocupación se convierte en emoción improductiva: “Mi hijo no
me come, no me duerme y tampoco me hace caca”
Capítulo 10.- Cuando se intenta reescribir en el hijo la propia historia personal: padres
emocionalmente carenciados
Capítulo 11.- Cuando existe una oportunidad para, emocionalmente, crecer: “Tener una
depresión es un lujo”
Capítulo 12.- Cuando no nos hacemos responsables de nuestras emociones
Capítulo 13.- Cuando se obliga a los hijos a amar a sus padres
Capítulo 14.- Cuando existe una falta de reconocimiento de las emociones de los hijos:
¿somos realmente conscientes de que somos únicos?
Capítulo 15.- Terminando… y con la idea de seguir mirando nuestra historia personal
Referencias bibliográficas
5
 
 
 
Prólogo
 
 
En su libro “Breaking through to teens”, el psicólogo Ron Taffel[1], un reconocido
experto en la adolescencia, hablaba de dos grandes dificultades a las que se enfrentan
aquellos especialistas de la Psicología y de la Educación que se dedican a ayudar a los
padres. Por un lado, señalaba el escepticismo de algunas personas como resultado de la
participación de los profesionales en tantos bandazos (o modas) en las ideas sobre cómo
criar a nuestros hijos. Recapitulando las tendencias que hemos vivido en los últimos 50
años, encontramos momentos en los que se ha subrayado la necesidad de escuchar y
entender a los niños, frente a otros en los que se ha demandado dureza y disciplina en su
educación; por temporadas ha primado el reforzar la autoestima de los hijos (a través del
elogio y el refuerzo o reduciendo las exigencias sobre ellos), mientras que, en otros
momentos, se ha defendido una vuelta a los valores educativos tradicionales (obediencia,
autoridad, compromiso…); finalmente, en los últimos años, ha irrumpido el entender el
comportamiento desajustado como una enfermedad, lo que está llevando a una peligrosa
medicalización de la conducta infantil. A pesar de las dudas que puede sembrar esta
diversidad de posturas, Taffel se muestra optimista y lo hace apelando a los recursos que
se encuentran a disposición de los profesionales. Y es que, detrás de cada una de esas
corrientes, se ha ido generando un importante poso de conocimiento acerca de la difícil
tarea de criar y educar a un hijo. En efecto, los especialistas en diversos ámbitos de las
ciencias humanas (Psicología, Educación, Trabajo Social…) hemos acumulado un
importante bagaje de conocimientos que podemos poner a disposición de las familias a
las que atendemos. Podemos sentirnos orgullosos de haber adquirido un conocimiento,
fundamentado en visiones científicas, del ser humano. Pero también nos enfrentamos a
un imperativo ético, porque este conocimiento conlleva la responsabilidad de ayudar a
esas personas que, en su día a día, afrontan una de las tareas centrales de la vida
humana: criar a un hijo. Creo que no existe mejor manera de enmarcar este libro que con
esta referencia a la existencia de un conocimiento profesional con base científica y a la
responsabilidad de utilizarlo para ayudar a padres y madres. Porque esto es precisamente
lo que hace esta obra, poner a disposición de los padres y los profesionales unas ideas
bien fundamentadas, que permitan a los padres crecer como tales y, con ello, favorecer la
salud de sus hijos.
El segundo obstáculo al que se enfrentan los profesionales es el propio escepticismo de
algunos colegas. Dedicarse a acompañar a los padres en las dificultades que experimentan
al cuidar de sus hijos, esa tarea de los que el autor llama “técnicos de la parentalidad”, ha
6
sido visto en algunos ámbitos profesionales con cierto desdén. Ha sido considerado como
un trabajo de menor categoría que el realizado en otros ámbitos de intervención
profesional más “glamurosos” o sofisticados. Una actitud corta de miras, que olvida
cómo algunos de los grandes especialistas en la infancia (como Donald Winnicott o
Françoise Dolto) supieron conjugar tres facetas fundamentales en su ser profesional: la
consulta clínica, el trabajo teórico-académico y la labor de apoyo directo a los padres en
su desempeño como tales. Estos son precisamente los tres ejes que definen la vida
profesional de José Serrano Serrano. He tenido la fortuna de acompañarle durante parte
de este recorrido profesional, entre la clínica que desarrolla en un servicio de atención a
las familias, el trabajo académico como profesor universitario y un compromiso personal
que le ha apasionado en los últimos años: las escuelas de padres. En su empeño por crear
espacios de apoyo a las familias, uno no puede dejar de encontrar una muestra de
compromiso decidido con la prevención, con la intervención comunitaria y con la
confianza en los recursos de crecimiento personal.
En este punto es importante incluir una advertencia. Lector, no deje que el estilo
cercano del autor le lleve a engaño. El trabajo cotidiano en espacios destinados a la
formación de los padres parece haberle dado la capacidad de usar un lenguaje sencillo
para transmitir ideas complejas. Pero no confunda la sencillez en la comunicación con la
falta de soporte científico. Tras unos conceptos accesibles y ligados a la experiencia
cotidiana, existe un firme soporte teórico y metodológico sosteniendo el pensamiento del
autor. De hecho, los ojos acostumbrados a lecturas técnicas encontrarán en el texto
claros ecos de aportaciones teóricas que nos remiten a una visión científica del ser
humano, a un modelo teórico de la familia y sus disfunciones y a una orientación técnica
de la intervención psicológica. Se trata de un bagaje de conocimiento que podremos
encontrar expuesto en otras aportaciones más técnicas del autor; pero, aquí, en esta obra,
su objetivo parece ser otro, el de invitarnos a una experiencia más emocional y vivencial.
Asumiremos su reto.
En efecto, este libro nos ofrece una invitación, porque hace una apuesta arriesgada
pero necesaria. En el centro de sus planteamientos sobre la parentalidad surge una
concepción de la crianza como una experiencia básicamente emocional y relacional. La
educación de un hijo es algo más que la aplicación mecánica de unas prácticas de
cuidado. En la crianza de un niño se pone en juego nuestro ser como persona.Todo
padre, toda madre, sabe que acceder a la parentalidad trastoca algo más que los horarios
y la organización de la vida doméstica. Pone del revés los sentimientos. Aparecen
vivencias gozosas y se sufren momentos en que los niños parecen poner a uno contra las
cuerdas. Surgen recuerdos y vivencias que nos asaltan y sorprenden; a veces,
reconocemos a nuestros propios padres en nosotros, lo que nos sume en el desconcierto
o la perplejidad, a lo que puede suceder la resignada aceptación o la rebelión frente a las
figuras odiadas del pasado. En medio de esta vorágine, ¿podemos esperar una conducta
siempre racional? Y, si abordamos una intervención que busque mejorar la capacidad
para criar y educar, ¿podríamos soslayar esas vivencias tan cargadas emocionalmente? El
7
autor tiene claro que no es posible y lo deja patente desde el principio. Con ello se suma
a la convicción ya defendida por algunas de las miradas más certeras sobre la infancia,
como la de Bruno Bettelheim[2]. Como él, José Serrano percibe la inutilidad de simples
explicaciones y consejos para padres que viven dificultades serias en la crianza de los
hijos. Tras los obstáculos dolorosos existen razones profundas que apelan a lo más hondo
de nuestros sentimientos. Y, para desanudar los bloqueos, resulta necesario un proceso
de indagación y de buceo en los propios sentimientos. Un trabajo arduo, a veces
doloroso, que, en ocasiones, demanda un acompañamiento profesional pero
potencialmente enriquecedor para el progenitor y para el niño.
Para ser coherentes con esta apelación del autor a la vivencia íntima de los padres,
puedo permitirme traer a este prólogo a la persona de José Serrano. En este sentido, he
tenido la suerte de conocer a la persona que sostiene al profesional. Le he disfrutado
como compañero y amigo, y he sido testigo de su ser pareja y padre. Y, por ello, puedo
afirmar que su trabajo cotidiano, reflejado en este libro, tiene una continuidad con la
honestidad y nobleza que le definen como persona.
Finalmente, quisiera hacer referencia a un concepto que, aunque poco mencionado de
forma explícita, parece sobrevolar continuamente este libro: inteligencia emocional.
Aunque es un término de moda, no se trata de un concepto nuevo. Ya en nuestro Siglo
de Oro, Baltasar Gracián[3] se refería al carácter y a la inteligencia como “los dos polos
para lucir las cualidades; uno sin otro es media buena suerte”. ¿Vino viejo en odres
nuevos? A ningún conocedor de la naturaleza humana se le ha podido escapar que la
madurez personal implica un manejo eficaz de las emociones. Pero en los últimos años
hemos profundizado en las bases biológicas de esta verdad, hemos podido sustentarla
teóricamente y nos hemos decidido a desarrollar formas de favorecerla. Ser un padre
eficaz pasa por desarrollar esa madurez emocional, esa inteligencia en el manejo de los
sentimientos. Y apelar a estas ideas no deja de ser producto del espíritu de los tiempos.
Vivimos en las ciencias sociales una pequeña revolución en forma de cambio de actitud
ante el ser humano. Un cambio que tiene como elemento central el giro, desde lo
disfuncional y patológico a lo sano y lo constructivo; del pesimismo ante el sufrimiento
humano al optimismo del potencial de crecimiento. Bajo el término de Psicología Positiva
queda recogida una actitud que orienta nuestra mirada hacia los aspectos ligados al
crecimiento y esto nos permite hablar de resiliencia, parentalidad positiva o tantos otros
términos que apuntan a la capacidad humana para hacer las cosas mejor. Hoy no
podemos mirar las cosas de otra manera. Este libro no lo hace.
El fin de un prólogo es el comienzo de una deseada lectura y, por ello, termino con una
recomendación para el viaje que ahora comienza. Lector, aproveche esta jornada para
pensar, dudar, reconsiderar y aprender. Pero sobre todo, permítase sentir.
 
Antonio Galán Rodríguez
Doctor en Psicología. Psicólogo clínico
8
[1] Taffel, R. (2005). Breaking through to teens. New York: Guilford Press.
[2] Bettelheim, B. (1988). No hay padres perfectos. Barcelona: Crítica.
[3] Gracián, B. (1647/2007). El arte de la prudencia. Barcelona: Temas de Hoy.
9
 
 
 
Introducción
 
 
Desde hace ya algunos años, tiempos en los que todavía no gozaba de la experiencia de
ser padre pero sí ya del ejercicio de la profesión de psicólogo, me dedico a ejercer la
labor de “técnico de la parentalidad”, como a mí me gusta llamarla, es decir, a
proporcionar pautas y directrices a madres y padres con la finalidad de que puedan
ejercer de una forma más sana la parentalidad (por favor, léase con perspectiva de
género). De una forma más sencilla, se podría decir que mi labor no es otra que la de
enseñar a los progenitores de un niño a ser padres. ¡Nada más y nada menos!
Somos muchos los que llevamos a cabo esta experiencia profesional desde diferentes
programas e instituciones, esta de ser “técnico de la parentalidad”, la cual no existe
como una profesión reglada, ni se contempla en ningún plan de estudios, sin embargo,
bien podríamos empezar a plantearnos crearla. Creo que no sorprenderá a nadie si hago
referencia a que ejercer de padre de una forma funcional, dando un amor maduro a
nuestros hijos, supone asegurar nuestro futuro, trae consigo garantizar en la sociedad
venidera una buena salud mental y, por tanto, certifica un desarrollo social ulterior.
El valor que adquiere la parentalidad no es algo novedoso, podemos encontrar
personajes célebres a lo largo de la historia de la humanidad que se han hecho eco de
esta relevancia. Así, Pitágoras, filósofo y matemático griego de finales del siglo VI y
principios del V a. C., ya avisaba de la importancia de educar bien, “educad a los niños
y no será necesario castigar a los hombres”; Rousseau, escritor y filósofo francés del
siglo XVIII, indicaba que “un buen padre vale por cien maestros” y, por último, un
español, Juan Luis Vives, humanista y filósofo del siglo XVI, señalaba “¡cuán riqueza
es, aun entre los pobres, el ser hijo de buen padre! Aún así, y teniendo en cuenta la
valía que ha recibido y sigue recibiendo hoy en día la parentalidad, opino que las políticas
que se llevan a cabo en la actualidad no están invirtiendo lo suficiente en esta cuestión.
Creo que no me equivoco si señalo que invertir en parentalidad es, a la larga,
economizar.
En este empeño de proporcionar pautas a los progenitores con la finalidad de ser
padres funcionales, hoy en día todavía sigo indicándoles, entre otras muchas cosas, por
ejemplo, cómo y cuándo proporcionar premios o refuerzos a los hijos, cómo y cuándo
retirar privilegios, cómo establecer límites, de qué forma comunicarse de una forma
funcional con un hijo adolescente, qué hacer para ignorar una conducta inadecuada de un
niño, qué es el apego seguro… constituyéndome en “técnico de la parentalidad”, tanto
10
en la intervención psicológica “de despacho” como en los Grupos de Formación de
Padres (Escuelas de Padres), que en la actualidad sigo dinamizando.
Sin embargo, cierto es que una sensación de frustración e impotencia ha corrido
tradicionalmente por mi interior cuando he podido observar cómo en varias ocasiones
todo lo que pautaba a las familias que demandaban ayuda psicológica, o aquello que
explicaba en las diferentes sesiones en los Grupos de Formación de Padres, resultaba ser
tarea altamente difícil de poner en práctica por algunos padres y madres. Y todo esto a
pesar de que, por el contrario, eran conceptos fáciles de asimilar y entender por parte de
los padres y, por ende, poder guardarlos en sus respectivos bagajes teóricos en relación a
cómo educar a sus hijos.
Esta frustración e ineficacia de las que les hablo, las experimentaba sobre todo cuando
podía deleitarme solamente con la profesión de psicólogo. Ahora, y desde hace unos
años, que tengo además la oportunidad de disfrutar de ese hecho único que es la
parentalidad, percibo tal experiencia muchas más veces desde los ojos de un padre que
desde la mirada del psicólogo. Esto último, me da también la oportunidad de reflexionarsobre el porqué es tan difícil para algunos padres y madres llegar a poner en práctica
estas pautas o conocimientos teóricos que tan bien pueden ser asimilados, tanto en una
consulta de intervención psicológica como también en una sesión de Grupos de
Formación de Padres. En la explicación y respuesta a este porqué es necesario conceder
gran relevancia a las emociones, a las nuestras, a esas que se despiertan y se generan en
los progenitores cuando son padres, y que, en ocasiones, son tan difíciles de gestionar
por estos últimos. Y es que a los padres y madres, en ocasiones, nos resulta complicado
entender o comprender lo que sentimos, incluso nos desconcertamos con algunas de
nuestras emociones. En definitiva, podríamos indicar que nos cuesta tratar con amor
algunas emociones y sentimientos que surgen en nosotros cuando hay que poner en
práctica ese proceso de ser madre o padre. De esta manera, podemos decir que una cosa
es ser progenitor de un niño y otra, muy diferente, el proceso psicológico de constituirse
en padre, es decir, la parentalidad.
Sepan ustedes que si están pensando próximamente en formar parte de este gremio tan
distinguido y florido que es “Ser Madre o Padre”, la pertenencia a esta agrupación
conlleva, como condición sine qua non, gestionar y hacernos cargo, de alguna manera,
de las emociones correspondientes. Hacer de madre, y de padre, conlleva
invariablemente emocionarse. Esta gestión emocional se puede llevar a cabo de forma
saludable, o no tan saludable, pero se debe saber que siempre y, de alguna forma, se va a
hacer algún tipo de manejo o gestión. Para ello, cada progenitor poseerá su mundo
emocional y sus emociones particulares, y unas herramientas personales para agenciarlas
o tratarlas.
Hoy en día podemos ver cómo a los padres nos martillan muy a menudo en relación a
cómo hay que hacer las cosas a la hora de educar a los hijos. Cierto es que, a pesar de
que los progenitores poseemos la categoría de padres, no tenemos el derecho de educar a
11
los hijos como nos da la gana, o como creemos nosotros más oportuno. Existen unas
directrices que marcan cómo hay que educar e interaccionar con los hijos. Sin embargo,
hacen falta más cosas. No basta con que un padre o una madre sepan lo que tienen que
hacer. Desde mi experiencia considero que, para evitar proporcionar (valga la expresión)
un “amor de garrafón” a los hijos, no es suficiente con que nos digan lo que tenemos
que seguir o hacer con estos últimos. Los modelos-guías de la parentalidad son útiles,
pero se quedan cortos en lo que respecta a las herramientas que proporcionan para la
consecución del objetivo último, es decir, educar para promover hijos sanos y felices. En
mi opinión, deberían también ser complementados por otros tipos de instrumentos,
actuaciones que hagan reflexionar a los padres sobre sus emociones y su relación con la
historia de sus vínculos, una herramienta que ayude a los padres a gestionar
adecuadamente y tratar con amor sus emociones, aquellas que son despertadas durante la
parentalidad, y que son consecuentes a esa historia relacional personal. Tenemos que
ayudar a los padres a ser conscientes y comprender por qué se comportan como se
comportan con sus hijos, cómo ha podido influir su historia vincular pasada o, en su
caso, cómo puede llegar a influir en su mundo emocional y en la puesta en escena
cuando llegue el momento de la parentalidad.
Con el objetivo de clarificar esta última idea, creo que podría ser útil el caso que a
continuación les voy a exponer. De todas formas, y antes de seguir, quisiera indicar que,
en algunos momentos del desarrollo de este libro, me voy a tomar la libertad de utilizar el
término “marentalidad”, sobre todo cuando haga referencia a las madres. Es un vocablo
que hoy en día apenas se usa o, al menos, no tanto como suele utilizarse su equivalente,
la palabra “parentalidad”, que, como ya hemos apuntado, alude al proceso psicológico
de convertirse en padre o madre de un hijo, posibilitando así su desarrollo. Sin embargo,
social e históricamente, han sido las mujeres las que siguen la mayor parte de las veces
desempeñando esta función. Es por esto último, que me gustaría emplear este término
(“marentalidad”) con el fin de proporcionar a las madres un merecido reconocimiento a
esta labor.
Ahora sí, les expongo el caso:
En una entrevista mantenida con unos padres les explicaba el porqué era
conveniente que su hija de cinco años pasase ya a su propia habitación para dormir,
teniendo en cuenta las razones por las cuales la niña dormía con la madre. El padre
dormía en otra habitación. Así, les proporcioné ciertas indicaciones para hacerlo.
Tanto la madre como el padre entendieron muy bien los perjuicios que podría
conllevar para la niña el hecho de que siguiese durmiendo con la madre, también
comprendieron correctamente cómo hacerlo y cómo actuar en el caso de tener que
calmar a su hija. Toda esta información se la proporcioné a los dos, incluso por
escrito. Acordamos vernos para otra sesión, en la que obviamente les pregunté por
cómo les había ido a los tres, madre, padre e hija, en la consecución de este objetivo.
La respuesta de la madre fue contundente, “muy mal, no he sido capaz de hacer lo
que acordamos”. Aparte de llevar a cabo ciertas intervenciones con la pareja como
12
tal, también era necesario preguntar a esta madre por cómo vivía su marentalidad,
indagando en sus emociones y pensamientos. De esta forma, una de las cuestiones
por las que le pregunté fue por los sentimientos, emociones y pensamientos que le
generaba el momento de tener que explicarle a su hija (y también, por tanto, ponerle
este límite que se había acordado) el porqué tenía que dormir en su cama. La madre
contestó: “me siento muy mal, pienso en cómo se va a sentir mi hija, se va a sentir
mal, tengo la sensación de que se va a sentir sola, como abandonada. Pobrecilla”.
Cuando se instó a la madre, a través de ciertas preguntas, a mirar su historia
personal, esto es, a abrir su “mochila”, salieron a relucir ciertos comportamientos
de sus propios padres que generaron ciertas emociones y sentimientos de abandono
no resueltos en esta madre. Poner este límite despertaba en la madre miedo a que su
hija se sintiese igual que ella se había sentido en un momento pasado. Se le indicó a
la madre esta cuestión y se le aclaró que el sentimiento de abandono al que se refería
se localizaba dentro de ella, más que en su propia hija, como en un primer momento
pensaba y nos refería. “Francamente, no sé si tu hija se va a sentir abandonada si
duerme en su habitación, pero sí me atrevería a asegurar que, con esta separación,
la que se va a sentir abandonada eres tú”, le señalaba a la madre.
Casos y razones como estas nos hacen considerar que para ejercer la marentalidad y
parentalidad de una forma funcional, proporcionando un amor maduro, además de que
nos digan lo que tenemos que hacer para educar bien a un niño, también es necesario
saber gestionar adecuadamente las emociones que se van a avivar durante este vínculo
con nuestros hijos. Para ello, es necesario aprender a revisar y tratar de forma amorosa
nuestro pasado, nuestra historia personal, la cual nos hace vivir la experiencia de ser
madre o padre de ciertas formas, algunas más sanas que otras. No basta entonces con
saber poner límites a los hijos, es necesario también indagar sobre los sentimientos,
emociones y afectos que custodian el momento en el cual se hace el intento de ponerlos;
debemos explorar qué pensamientos y recuerdos ligados a las emociones fluyen en un
padre cuando tiene que poner normas a su hijo.
Nuestra historia personal y de nuestros vínculos afecta a la manera que tenemos de
percibir el mundo y las relaciones. Por ende, afectará también a la forma que tenemos de
interaccionar con nuestros hijos. Por consiguiente, saber cómo es esa mochila con la que
todos vamos a cargar a la hora de educar y de la que es imposible desligarse, es
realmente necesario. En este sentido, a mí siempre me gusta mucho decirles a los padres
(y tambiéna los maestros y educadores, en general) que en cada ocasión en que se
relacionan con su hijo/alumno, deberían considerar que, inevitablemente, sus propios
padres también se están colando en esa interacción.
A los miembros de nuestra familia de origen no los podemos elegir, nos tocan, son ellos
los que se encargarán poco a poco de llenar nuestra mochila de ciertas emociones,
afectos, sentimientos, recuerdos, representaciones, pensamientos… De esta manera, la
parentalidad no se reduce solamente a un conjunto de pautas de crianza que los padres
tengan que poner en práctica con los hijos, es una experiencia mucho más compleja, en
13
la que las vivencias interpersonales, las emociones, la afectividad, los recuerdos, nuestras
cogniciones y representaciones que poseemos de la parentalidad van a desempeñar un
papel fundamental en la educación del niño. La historia personal de cada progenitor
impregnará significativamente los comportamientos parentales. En efecto, ser padre o
madre es una forma de vincularse con el hijo (Galán, 2011), una manera de acompañar
al niño en ese importante viaje para construir su yo, durante el cual siempre se cargará
con una mochila, cada uno con la suya. El interior de esta mochila es fundamentalmente
invisible a nuestros ojos, sobre todo si no tomamos la decisión de mirar dentro,
debiéndolo hacer siempre con mucho cariño. Proporcionando información a los padres,
creando espacios de reflexión, trabajando y analizando casos a través de grupos de
trabajo con padres, favoreciendo una actitud de expresión y escucha, podemos hacer que
lo invisible se transforme en perceptible.
De nada sirve, por tanto, decirle a un niño “te quiero”, si no somos conscientes de las
emociones y recuerdos que cortejan a nuestras palabras. Estériles serán las palabras
“cálmate hijo, tranquilo”, si no observamos los sentimientos y afectos que acompañan
a nuestras expresiones. Para ello, es necesario hacer una revisión de nuestra historia
personal, de tal forma que cuanto mejor la entendamos, mejor viviremos el vínculo que
establecemos con nuestros hijos, mejor entenderemos sus comportamientos y menos
probabilidades tendremos de inundarlos con ese “amor de garrafón”. Es este un tipo de
amor que aparece, muchas veces, sin quererlo, obedeciendo a algunas de nuestras
emociones, sin saberlo, sin siquiera darnos cuenta.
Las escuelas de padres son muy útiles para formar a futuros padres y a aquellos que ya
llevan tiempo desempeñando la “profesión”, sin embargo, no podemos llevar a cabo
estos grupos de formación sin que exista la adecuada coordinación, tanto con los
servicios sanitarios como con los educativos, donde profesionales de la salud y de la
educación se impliquen de forma activa. Estos grupos deberían constituirse ya desde que
los padres están “embarazados”, al estilo de los cursos de preparación al parto, donde no
solo se expliquen ciertas pautas de comportamiento a la hora de solucionar potenciales
conflictos con los hijos, sino que también se deben trabajar las emociones, sentimientos,
recuerdos, pensamientos y vivencias que se pueden remover y generar con la irrupción y
el ejercicio de la parentalidad y marentalidad. Efectivamente, no solo basta con explicar
qué tipo de alimentación necesita un bebé desde que nace, también es primordial explicar
a unos padres qué emociones y sentimientos pueden invadirles en el caso de que, por
ejemplo, su hijo pudiera vomitar reiteradamente. La intención será la de poder identificar
emociones, con el objetivo de paliar ciertas ansiedades y miedos que se generan en
algunos padres cuando sucede este hecho. Hay que tener en cuenta que estos miedos
pueden influir posteriormente en el desempeño de la parentalidad y marentalidad.
Es necesario plantearse introducir ciertas actuaciones con los futuros padres que hagan
reflexionar sobre la historia personal de cada uno. En estas actuaciones el dinamizador
también debe poseer ciertas capacidades para contener, identificar y gestionar algunas
emociones que pudieran derivarse de las reflexiones de los padres.
14
Todos sabemos que durante el ejercicio de ser padre no existe la perfección. La
parentalidad la conforman varias dimensiones que van dirigidas al logro del desarrollo de
los hijos, las cuales llevan a cabo todos los padres y madres en mayor o menor medida.
Por este motivo, hay momentos en los que la parentalidad disfuncional hay que
concebirla desde una perspectiva más cuantitativa que cualitativa, esto es, todos
cometemos errores en mayor o menor grado. En este texto analizaremos y trabajaremos
la parentalidad desde esta perspectiva; si se me permite, hablaremos de esa “parentalidad
neurótica”, fruto del maltrato de algunas de nuestras emociones, el cual, en ocasiones,
llevamos a cabo y “practicamos” todos los padres y madres en mayor o menor grado,
unos más y otros menos. De todos es conocido lo que, a veces, nos cuesta a los seres
humanos amar lo que es nuestro. De este mal hábito tampoco escaparán algunas de
nuestras emociones, animadas durante la parentalidad, tan íntimas, tan inherentes al ser
humano.
Este libro se constituye en un intento de dotar a padres, madres, “técnicos de la
parentalidad”, maestros y educadores, en general, de ciertos instrumentos para analizar
esta mochila a la que nos estamos refiriendo. De esta manera, será a través de la
exposición y el análisis de diferentes casos reales donde se invitará a padres, madres (y
educadores) a pensar y reflexionar sobre el interior invisible de su mochila, la que cuelga
de la espalda durante la tarea de ser madre o padre (o educador). En este sentido, el libro
expone diferentes situaciones en las que una inadecuada identificación y gestión –por
parte de los progenitores– de las emociones que se están generando cuando se es madre
o padre, llega a dañar el vínculo establecido con los hijos. Así, a lo largo del libro se
describen diferentes escenarios que no favorecen el crecimiento y desarrollo psicológico
de los hijos. Asimismo, estos instrumentos de análisis de nuestra mochila son
herramientas que también favorecerán la preservación de una autoestima parental
saludable con la idea de estar preparados para lo que va a venir, o para lo que ya ha
venido, porque tener un hijo es mucho más complejo que una simple salpicadura de
espermatozoides.
Con la exposición de estos casos reales me gustaría estimular al lector a reflexionar
sobre sus emociones “parentales” y el interior de su mochila, invitándole a formar parte
de este otro tipo de “escuela de padres y madres”, esta otra manera de formar a madres
y padres.
Este libro es producto de las verbalizaciones y vivencias emocionales que me han
transmitido los muchos padres y madres atendidos, durante más de trece años en el
Servicio de Atención a Familias en el que trabajo. También es fruto de las intervenciones
y reflexiones de los muchos padres y madres participantes en los diferentes Grupos de
Formación que he dinamizado.
A todos ellos, por supuesto, debo agradecer todo lo que me han aportado y han querido
compartir conmigo. Todos son merecedores de que sus historias deban tratarse con
15
respeto, comprensión, afecto y cariño. Estoy seguro de que estas historias servirán de
herramientas para ayudar a otros padres.
Muchas de las aportaciones que aquí se exponen no son producto de resultados
empíricos pero, no por ello, están exentos de interés para el fin que nos ocupa. Son
vivencias, narraciones y reflexiones en torno a la marentalidad o parentalidad, producto
de intervenciones y actuaciones con padres y madres, que han sido útiles para el buen
ejercicio de la marentalidad o parentalidad; ellos mismos así me lo han señalado.
16
 
 
Capítulo 1
Luchando contra el “amor de 
garrafón”: para ser padre
primero hay que dejar
de ser hijo
 
 
Todos los padres con los que he trabajado en los Grupos de Formación de Padres me
habrán escuchado decir la siguiente frase: “Lo primero que hay que hacer para ser
padre es conseguir dejar de ser hijo”. Es una idea que utilizo mucho para incidiren la
imposibilidad de adoptar el rol de padre de una forma sana si todavía tenemos
interiorizado fuertemente el rol de hijo. Esta reflexión se constituye en una herramienta
que siempre va conmigo cuando trabajo con padres, siendo una de las primeras ideas que
me gusta compartir con ellos.
“Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”,
señalaba Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español perteneciente a la generación
del noventa y ocho. O se interpreta la vida como un padre o se la concibe como un hijo,
pero estas dos formas de percibir la vida no tienen cabida en la misma morada.
Algunas dificultades emocionales y de conducta de los hijos vienen derivadas a causa
de que los padres todavía no tienen superada esta situación, afectando a su capacidad
empática. Nos encontraríamos con padres a los que les resulta difícil conectar con las
emociones y la subjetividad de sus hijos. Cuando un padre todavía tiene interiorizado de
forma significativa el rol de hijo, percibe las necesidades emocionales de sus padres y
también las suyas propias, de forma prioritaria, aún incluso teniendo hijos. Y es aquí
donde se manifiesta el problema. Independientemente de la edad cronológica que uno
posea, pensar como hijo supone satisfacer todavía una serie de necesidades emocionales
que, en ocasiones, entran en contradicción con aquellas que tenemos que satisfacer como
padres en nuestros hijos.
Cuando surgen problemas en la parentalidad podemos observar cómo los padres, en
ocasiones, están muy motivados a contentar a sus propios padres con el objetivo de
lograr todavía protección y apoyo emocional, y es al contrario. Es precisamente a
nuestros propios padres a los que, algunas veces, hay que decirles “no” para que
17
nuestros hijos encuentren en nosotros, sus padres, figuras de protección, apoyo y
contención emocional. Es difícil que un padre pueda amar de forma madura a su hijo si
todavía sigue buscando protección emocional en sus propios padres. En este caso podrá
proporcionar a los hijos un tipo de amor más próximo a un “amor de garrafón”, pero
nunca llegará a contemplar un amor maduro y complejo, el verdadero amor.
Cuando los padres perciben la vida desde su mirada de hijo, todavía se dejan influir de
forma importante por las opiniones de sus propios padres para cumplir las expectativas
de estos, adoptando de esta manera un rol subordinado.
Susana es madre de una niña de tres meses. Había adquirido el hábito, ya de
muchos años, de visitar a su madre todos los días y siempre, aproximadamente, a la
misma hora. Lloviese, hiciese calor o tronase, Susana llevaba a cabo la
correspondiente visita a su madre. Esta última siempre esperaba ansiosa esta visita.
La gripe y los constipados se constituían en las únicas causas que impedían, en
puntuales ocasiones, que Susana no cumpliese con su tarea de todos los días, con la
“obligación” de ver a su madre. A pesar de la irrupción de la marentalidad, Susana
seguía cumpliendo con su tarea de verla, aún sin disponer del tiempo necesario.
Todo hubiese sido más fácil si no fuese porque la distancia que la separaba, a pie,
del domicilio de su familia de origen, era considerable. En algunas ocasiones,
llegaba a posponer la toma de su bebé con la idea de dar el pecho en casa de su
madre. Así también se lo pedía esta última, en alguna ocasión. Todos estos
comportamientos me hacían pensar en la sobrevaloración que hacía Susana de las
necesidades emocionales de su madre, en perjuicio de las de su hija. También en su
necesidad de búsqueda de valoración y afecto, producto de carencias sufridas en la
infancia en relación a su familia de origen. Susana aún percibía la vida desde el rol
de hija mucho más que desde el rol de madre.
 
Todo pasa por trabajar este proceso de autonomía emocional que tenemos que hacer
en relación a nuestros propios padres. En el momento de revisar nuestra mochila,
tendríamos que buscar en qué grado somos dependientes, emocional y afectivamente, de
nuestros progenitores. Y es que, para resolver de forma adecuada esta cuestión, en mi
opinión, a los padres habría que entenderlos pero no obedecerlos, sobre todo cuando los
intereses de la familia de origen entran en contradicción con las necesidades de un hijo y
más si este último es un bebé. Durante esta tarea de ser padres nos encontramos
momentos en los que las necesidades de nuestros hijos y las de nuestros padres pueden
entrar en conflicto y que habrá que resolver a favor de nuestros hijos, sin olvidar
entender a nuestros padres. Comprender a nuestros padres supondrá escucharlos y no
enfadarnos con ellos, implicará conocer la cultura de donde proceden y también su
historia personal, pero entenderlos no conlleva en absoluto tener que hacer lo que ellos
demanden. Que me disculpen nuestros progenitores pero, como padres que somos,
primero deben estar nuestros hijos. En su momento, y de la misma manera, nosotros
18
debimos haber ocupado ese primer puesto para nuestros padres; eso sí, siempre que el
ejercicio de la parentalidad se hubiese desarrollado dentro de los cauces “normales”.
En el caso anteriormente expuesto, Susana aún buscaba en la figura de su madre
protección, apoyo emocional, valoración y afecto de un tinte más infantil que maduro,
difícil de identificar y gestionar para ella, que le impedían, en cierta manera, ejercer una
marentalidad empática con su hija y darse cuenta de sus necesidades básicas. Susana
necesitaba una figura afectiva que pudiese identificar y contener sus emociones. Para
este propósito “buscaba” constantemente a su madre pero nunca llegaba a “encontrarla”.
En esta situación anímica de Susana jugaba un papel importante una historia personal y
familiar sellada por actitudes autoritarias, con excesivo control y frialdad afectiva que
provenían, sobre todo, precisamente de su propia madre. A pesar de no “encontrar” a
esta última, Susana no renunciaba a seguir implorando un amor maternal imposible,
intentado, de alguna manera, paliar su dolor y su emoción de tristeza. Se hacía necesario
en esta madre, en un primer lugar, el poder identificar y, por tanto, proporcionar el valor
necesario a su emoción de tristeza y entender o comprender su origen, aceptándola, con
la finalidad de no seguir “buscando” donde no iba a poder “encontrar” nunca. La
aceptación de esta situación favorecería un vínculo más funcional con su bebé. Y es que,
para ser padre, es necesario también elaborar y asumir el correspondiente duelo,
debiendo alcanzar la osadía de cortar el cordón umbilical que nos une a nuestros propios
padres; yo diría, incluso, que este hecho se hace todavía más necesario, sobre todo,
cuando estos últimos han proporcionado más un “amor de garrafón” que un amor
complejo y maduro.
Carla, madre soltera, vivía en el domicilio de sus padres. Se mostraba bastante
permisiva con su hijo de trece años, lo que producía que este último, poco a poco, se
fuese convirtiendo en un pequeño tirano. La cuestión clave se fundamentaba en el
momento en el que Carla tenía que poner límites. Sabía perfectamente cuándo y
cómo los tenía que poner, sin embargo, cuando lo hacía, aparecía en escena la
abuela del niño, la madre de Carla, manifestando lo apenada que se sentía cuando
Carla intentaba castigar a su hijo. Carla sabía que, sin establecer límites a su hijo,
no estaba actuando bien. Sin embargo, no podía apenar a su madre con sus
comportamientos, le “debía” mucho, su madre le había cedido un espacio en su casa
acogiéndola, tanto a ella como a su hijo. Esta situación, entre otras, le “obligaba” a
tener que pagar esta “deuda”, incluso sabiendo que perjudicaba a su hijo.
 
La dependencia e independencia emocional de los padres no debería ser abordada
como una cuestión de todo o nada, sino más bien como un continuum en el que todos
podemos situarnos en algún punto, intensidad o grado. Invitar a los padres a que
reflexionen en torno al grado de dependencia emocional que presentan hacia sus
progenitores es cuestión clave para el ejercicio de la parentalidad y marentalidad. Enel
caso anterior, Carla nos manifestaba su deseo de no apenar a su madre con sus
19
comportamientos. Ya en el pasado, su madre se encargó de hacerle saber lo
decepcionada que estaba con ella por haberse quedado embarazada y convertirse en
madre soltera. Este suceso generó en Carla, en su momento, emociones de culpa y
vergüenza significativas e implacables. Estas emociones, en este caso tan infructíferas
para Carla, se despertaban nuevamente y, en ocasiones, durante el ejercicio de la
marentalidad, sobre todo en los momentos que había que poner límites a su hijo. En esos
momentos su “desencantada” madre aparecía en escena, sucediéndose de nuevo en
Carla los fantasmas del pasado con la consiguiente vergüenza y culpa. La “defraudada”
madre (y también Carla) seguían resistiéndose al pasado, no aceptándolo tal como fue.
Una vez identificadas, por parte de Carla, sus emociones de culpa y vergüenza, era
necesario que las gestionara de forma adecuada. Para ello, debía mostrar una actitud
amorosa con estas emociones, atendiéndolas comprensivamente y aceptando el pasado y
su historia; en mi opinión, una buena forma de que Carla se desligase de su rol de hija y
del cumplimiento de ciertas “obligaciones” con su madre. Como apunta Simón (2003) es
como rescindir un contrato y verse liberado de toda la retahíla de obligaciones que su
cumplimiento comporta. De nuevo, unas emociones dolorosas de una madre, avivadas
durante la marentalidad y producto de una historia. En este orden de cosas, sería
oportuno, por tanto, indagar sobre la cuota de endeudamiento emocional que presentan
los padres en relación a su familia de origen y cómo actuar en este sentido cuando pueble
en ellos la parentalidad y marentalidad.
Por último, les planteo un caso en el que también se puede entrever la idea principal de
este capítulo; sin embargo, en esta ocasión el problema se presenta más escondido que
en los casos anteriores. Se trata de una madre que viene derivada por el psiquiatra, la
cual presenta ciertos síntomas “llamativos” que esconden una historia de necesidades
emocionales todavía por satisfacer y que empiezan a afectar a su bebé:
Andrea es madre de un bebé de cuarenta días. Demanda ayuda psicológica porque,
desde que irrumpió la maternidad, y no antes, ha comenzado a tener algunas
conductas repetitivas. Estos actos, sobre todo, consisten en lavarse las manos varias
veces. De esta forma, y según explica, evita contagiar a su hijo y previene que
enferme. Además, también manifiesta que no deja a nadie coger en brazos a su bebé,
y tampoco tocarlo, por miedo a que se contagie con algo peligroso y pueda llegar a
enfermar. Ningún miembro de su familia, incluidos madre, padre y hermanos, ha
cogido aún en brazos al bebé, ni lo ha acariciado. Andrea, sobre todo, ha estado
muy pendiente de que nadie toque las manos de su hijo, porque “todo se lo lleva a la
boca”. En el intento de indagar lo que puede sucederle a esta madre en torno a
sentimientos, emociones y pensamientos en relación a este hecho, Andrea verbaliza
que todo esto lo hace para que su bebé no enferme y no se contagie por algo que
pueda perjudicarle e insiste en que todo esto lo hace por su bebé. Sin embargo, se
observa cómo en otros aspectos de su vida, como por ejemplo en las relaciones
sociales o en el trabajo, siempre hace esfuerzos significativos para presentarse a los
demás como una persona perfecta e “inmaculada, sin manchas”, es decir, no quiere
20
que nadie se enfade con ella, intenta satisfacer a la gente y no suele enojarse con
nadie. Sostiene que “me es difícil enojarme, me cuesta expresar mi malestar y
enfado, me sentiría mal si hago daño a la gente, me sentiría culpable”. Le indico
entonces que, efectivamente, no muestra sus emociones displacenteras, pero con la
finalidad de eliminar la probable culpa que le despertaría el hecho de expresarlas,
de hacerlas públicas. En realidad, el objetivo se centraría más en su persona (en
paliar su culpa), que en los demás (en no hacerles daño). En verdad, no obedece
tanto al hecho de que no quiera hacerle daño a nadie, sino más bien que no desea
hacerse daño a ella misma. Le señalo que, aunque le parezca sorprendente, es
probable que esto mismo le pueda ocurrir en la relación que establece con su bebé.
Todos estos rituales de limpieza no se suceden tanto para no contagiar a su hijo,
como para no sentirse culpable en el caso de que este hecho sucediese. Sería muy
doloroso para ella percibirse, o que la perciban, como una madre incompetente por
permitir que su hijo se contagiase con algo perjudicial para su salud. Cuando se
explora la historia personal de esta madre, nos detalla que siempre ha intentado
satisfacer a su propio padre, que en la actualidad sigue intentándolo y que le haría
sentirse muy mal que en algún momento hiciese algo que pudiera enfadar o
entristecer a su progenitor. De ninguna manera quiere verse como una hija indigna o
deshonrosa para su padre. Refiere que su progenitor le comenta, en muchas
ocasiones, que si ella está mal, él se pone muy triste, con lo cual, ella se siente
responsable del estado de ánimo y de las emociones de su padre. Asimismo, nos dice
que desde que nació su bebé se ha ido a vivir a casa de sus padres, ya que ellos se lo
pidieron con la idea de “ayudarla en el cuidado de su niño los primeros días”.
Comenta que ella y su marido desean marcharse y vivir en su propia casa pero que,
por un lado, no es capaz de llevarle la contraria a su padre y, consecuentemente, él
pueda ponerse triste; y por otro lado, se muestra insegura y cree que no va a ser
capaz de cuidar sola a su bebé. De esta manera, siente que necesita ayuda,
protección y seguridad emocional por parte de sus figuras parentales.
 
Estamos ante un caso en el que unas necesidades emocionales no satisfechas por parte
de una madre, y también por parte de su propio padre, están desembocando en una serie
de perjuicios para un bebé de poco más de un mes de vida. En efecto, la madre todavía
tiene necesidades infantiles no cubiertas de protección y seguridad emocional, que no es
capaz de gestionar, y su propio padre ha necesitado siempre que su hija lo satisfaga;
ninguno de los dos es capaz de anteponer las necesidades emocionales del bebé a las
propias. Andrea tiene que empezar a ser consciente e identificar la posición que aún
ocupa, situándose todavía en el rol de hija y posponiendo claramente su rol de madre.
Por otro lado, es necesario que comience a plantearse cómo decir no a su padre en los
momentos que sean necesarios, con la idea de poner en práctica una marentalidad
empática y poder centrarse, sobre todo, en las necesidades de su hijo en general, y en las
emocionales, en particular.
21
La finalidad es la de no cometer estos errores y satisfacer de forma adecuada las
necesidades básicas de los hijos. Cuán necesitados emocional y afectivamente están los
padres de los abuelos y estos de los padres. Son preguntas necesarias antes de la
irrupción de la parentalidad o durante el desarrollo de la misma. Las respuestas a estas
cuestiones van encaminadas a satisfacer uno de los retos de la parentalidad y
marentalidad: debemos educar y vincularnos con nuestros hijos de tal forma que no nos
necesiten.
22
 
 
Capítulo 2
Cuando no somos empáticos
y maltratamos nuestras emociones
y las de nuestros hijos
 
 
Si en este momento pidiese al lector que diese una definición de “empatía”, es
probable que la mayoría no tuviese excesivas dificultades para elaborar un enunciado
más o menos coherente que haga referencia a esta capacidad del ser humano. Es posible
que hablasen de “la capacidad para ponerse en el lugar del otro”, “ponerse en los
zapatos o en la piel del otro”, “saber cómo siente y piensa el otro”… Sin embargo, una
cosa es definir la empatía y otra muy diferente y más compleja es ponerse en el lugar de
los hijos. Francamente creo que a los padres, en general, nos resulta a veces complicado
“ponernos en los zapatos de nuestros hijos”. La empatía abarca saber gestionar las
emociones propias y las del otro y esto,hoy en día, me temo que son palabras mayores.
Nuestra historia personal y educativa en relación a las emociones podría constituirse en
una de las razones que pudiera explicar la adquisición de estas dificultades.
Así, si la empatía implica “estar en los zapatos del otro”, ¿por qué entonces cuando
alguien sufre, supongamos a causa del fallecimiento de un ser querido, generalmente no
dejamos que exprese su sufrimiento a través de la emoción? La persona que está
pasando por un duelo tiene esta necesidad, el deseo de expresar tristeza y pena. Sin
embargo, con nuestro comportamiento y nuestras palabras reprimimos e interrumpimos a
menudo esta expresión, “no llores”, “no te pongas triste”, “tienes que salir”, “toma
esta pastilla, te quitará la tristeza”… ¿Sabemos realmente ser empáticos, entonces?
Cuando comento estas cuestiones con padres y madres, siempre hay alguien que me
pregunta, “…entonces, ¿qué tenemos que hacer cuando nuestro hijo está triste? ¿Qué
hay que hacer para eliminar la tristeza?”. Intento responder a esta demanda de la
siguiente manera: “dejad que el agua del río corra”. Cuando broten en el niño
emociones y sentimientos, es mejor dejarlos que fluyan y no limitarlos, no podemos
atajar la tristeza bruscamente. Todo lo contrario, si dejamos que fluya, terminará por
desaparecer y si la limitamos bruscamente, se enquistará y de una forma insana seguirá
asomando la cabeza a lo largo del tiempo.
23
Para mí, la expresión de las emociones es tan necesaria para la salud como lo es la
satisfacción de las necesidades fisiológicas. Así, si reprimimos o interrumpimos la
necesidad de ir al baño de una persona, le haremos un flaco favor y muy probablemente
pueda llegar a enfermar. Eso mismo sucede con las emociones. La solución no está, por
tanto, en qué hacer para eliminar la tristeza, sino más bien en qué hacer para ayudar a
expresarla de una forma saludable. En este sentido, cuando alguien está triste y necesita
expresar la tristeza de una forma sana, ¿qué podría demandar o necesitar de alguien que
está a su lado? Probablemente, todos estaremos más o menos de acuerdo en que
reclamaría escucha, seguridad, protección, acompañamiento… Entonces, ¿por qué no
proporcionamos al otro estas necesidades? ¿Por qué nos empeñamos en utilizar
herramientas encaminadas a atajar bruscamente la tristeza? Reflexionando un poco,
podemos concluir que pudiera ser debido a nuestro propio miedo, al que pudiésemos
presentar al enfrentarnos a las lágrimas del otro, porque no estamos preparados; también
por temor a nuestro propio sufrimiento, quizás porque nosotros mismos también
padecemos con el sufrimiento del otro.
Es posible que, todas las causas que puedan explicar el porqué no permitimos que el
otro pueda expresarse emocionalmente libre, se reduzcan al hecho de no tratar bien
precisamente nuestras emociones, no concediéndonos permiso para expresarlas y
sentirlas.
Considero que esta mala gestión emocional se hace todavía más infame cuando nos
tenemos que enfrentar a las emociones de los más pequeños, las de nuestros hijos. Si nos
cuesta gestionar las emociones en las relaciones que establecemos con otros adultos, mi
experiencia es que todavía más complicado nos resulta agenciar las emociones de los
niños y más aún si son nuestros hijos. Un buen ejemplo de esto último podemos
observarlo en la forma que tienen los padres de gestionar con los hijos las emociones que
se despiertan en estos últimos en los momentos que existe la rivalidad fraterna (Brett,
1988). El siguiente caso es un ejemplo adaptado de esta autora.
Supongamos que hoy mismo tu pareja y tú os encontráis después de unas horas
desempeñando las correspondientes tareas laborales. Os saludáis, os besáis, os
contáis las peripecias acaecidas ese día en vuestros respectivos trabajos. De pronto,
tu pareja te dice que te prepares para una sorpresa, mejor, “¡una gran sorpresa!”,
“¡tengo una gran noticia que darte!”, “¡te va a encantar!”, “¿sí?, ¿de qué se trata,
cariño?”, respondes tú ilusionada. Inmediatamente se pone en marcha toda tu
maquinaria imaginaria que requiere esta situación y comienzas a pensar, ¿será un
viaje?, ¿una cena romántica en un lugar único?, ¿ese regalo tan especial que
siempre he deseado y que indirectamente le he planteado en algunas ocasiones?
Verdaderamente, debe ser algo muy especial, porque él está tan contento, tan
emocionado. “Dime, cariño, por favor, me tienes totalmente intrigada”. Y él te dice:
“En pocos días vendrá otra mujer a casa y va a vivir con nosotros”. “¿Cómo dices,
cariño?, creo que no te he entendido bien”, le dices tú. “Sí, mujer, en unos días, una
o dos semanas como mucho, vivirá en nuestra casa otra mujer y se quedará con
24
nosotros para siempre”. “Pero… no entiendo, ¿qué quieres decir?, le vuelves a
espetar tú (ahora ya, nótese que la expresión “cariño” deja ya de verbalizarse). “Sí,
verás, como es nueva en casa y no sabe dónde están todas las cosas, ni cómo
funcionan, tanto tú como yo le explicaremos todo, para hacerle la vida más fácil en
casa, para que se adapte bien y para que esté muy contenta y feliz”. Poco a poco vas
aterrizando, comienzas a poner los pies en tierra firme. “Es tan joven, tan tierna,
tan afable, tan fina…”, te sigue explicando. Aparte de que la expresión “cariño” ya
la dejaste de utilizar hace un rato, ahora ya te apetece más cambiarla por otro
vocablo más cercano a la emoción que sientes cada vez que va abriendo la boca y le
dices: “Pero… ¿qué me estás diciendo, malnacido?, “No te enfades, mujer”, te dice
él, “si te va a encantar, vas a compartir tus cosas con ella (no nos olvidemos que hay
que compartir), saldremos con ella y lo pasaremos muy bien todos juntos”. No sabes
dónde meterte, no hay sitio en casa para esconderte, quizás tampoco encuentres
lugar fuera. “De todos modos, tú eres mayor que ella, más madura y, en realidad, ya
no me necesitas tanto, es obvio que a partir de ahora le dedique más tiempo a ella”.
Tus emociones más “despreciables” se están revolucionando, es posible que te entren
ganas de agredirle, bien fuerte y echarlo a patadas de casa. En este momento tu
pareja coloca la guinda al pastel, es el instante en el cual te dice: “Debemos
habilitarle una habitación, pero al principio, como es tan joven, tan indefensa,
dormirá con nosotros, en nuestra habitación”, “¿a que te encanta la sorpresa…? ¿A
que sí, cariño?”
 
Si hacemos un análisis de todas las emociones que se te han podido alborotar con este
caso (si realmente te has puesto en el lugar) y tuviésemos que etiquetarlas, podríamos
señalar las siguientes: rabia, odio, tensión, tristeza, decepción, temor, miedo, vacío,
desconfianza, inquietud… Pues bien, es muy probable que estas mismas sean las
emociones que pueda experimentar nuestro hijo cuando tiene celos, producto del
nacimiento de su hermanito.
Pero querría añadir más con respecto a los celos, aquí no acaba todo. Imaginemos
ahora que quieres expresarle a tu pareja todas estas emociones, deseas quejarte, enojarte
con él, expresarle cómo te sientes realmente, lo dolida que estás. Le dices, por ejemplo:
“Estoy muy dolida, me has hecho mucho daño, me duele mucho saber que otra mujer
se va a quedar a vivir con nosotros, en nuestra casa, toda la vida, tener que
compartirte… dónde está la sorpresa que me decías, eres un…”. Y te responde él: “No
te enfades, no sé por qué tienes que ponerte así, no tienes razón, eres una exagerada,
¿no ves que ella es más joven que tú y más indefensa? Si sigues en esta actitud atente a
las consecuencias”. Pues bien, estos mismos podrían ser también los comentarios y
actitudes que comúnmente encuentran los niños en sus padres cuando intentan expresar
los celos; frecuentemente, reaccionamos de esta manera. Si hacemos un análisis y
etiquetamos de nuevo las emociones que se han podido despertar en ti con estas últimas
palabras que ha verbalizado tu pareja, es muy posible que hayas experimentado las
25
mismas emociones que antes, pero todavía en mayor grado, con mayor intensidad,
además de surgir un nuevo sentimiento, quizás el másdoloroso de todos: “no me siento
entendida, no te pones en mi lugar”. Es muy posible, también, que sea de esta manera
como se sienta un niño que, aparte de sentir celos, se encuentra con unos padres que no
están dando muestras de ser empáticos, porque no lo entienden, entre otras cosas,
porque niegan, reprimen y no dejan que el niño exprese estas emociones, no siendo
capaces de gestionarlas bien. ¿No sería más fácil para todos hacerle ver al niño que lo
entendemos cuando llegan a despertarse en él todas estas emociones? Así, ante esta
situación podríamos presentarnos al niño de esta otra manera: “¿Qué te ocurre, hijo?,
¿estás molesto?, lo estás pasando mal, ¿verdad, cariño? Te entiendo”. Quiero dejar claro
que no se trata solo de una cuestión en la que hay que emitir ciertas palabras, ya se
comentó anteriormente que son muy importantes los sentimientos, emociones y
pensamientos que acompañan a estas palabras. No consiste solo en decirle “Te
entiendo”, consiste en sintonizar con el niño. Es por esto último, precisamente, que es
importante redefinir nuestra historia vincular y personal.
De esta manera, estaríamos colocando un colchón para que la caída y el golpe que se
va a dar nuestro hijo no sean tan dolorosos. Es obvio que los celos duelen, es lógico
pensar que el niño vaya a pasarlo mal y reclame la misma atención que los padres le
proporcionaban antes del nacimiento de su hermanito, pero depende de la actitud y
respuesta que adopten los padres con esta emoción el que lastimen más o menos. El niño
necesita expresar su malestar y los padres debemos ser tolerantes y comprensivos con
estas emociones.
Podríamos señalar que, estadísticamente, es frecuente que los padres no permitan la
expresión de los celos en los hijos. ¿Por qué? Pues porque desde la sociedad y la familia
(otra vez, nuestra historia) se nos enseña desde muy pequeños la idea de que existen
emociones que se catalogan como “negativas”, son emociones que tienden a
interpretarse como cercanas a lo “peligroso” y, por tanto, no deben manifestarse.
Les indico que, a mí particularmente, no me gusta el calificativo “negativa” para
etiquetar una emoción, me atrae más el término “displacentera”, término, precisamente,
que he querido utilizar para componer el título de este libro. Creo que tiene una
connotación diferente clasificar una emoción como “negativa” a hacerlo como
“displacentera”. Igualmente, no es lo mismo sentir emociones “placenteras” que
“positivas”. El término “negativa” nos conduce a pensar en algo censurado o
desaprobado, sin embargo, lo “displacentero” hace referencia a lo insatisfactorio o no
agradable. Entiendo que no todo lo insatisfactorio deba ser censurado. Y una de esas
cosas a las que me estoy refiriendo son precisamente las emociones que nos disgustan
(vergüenza, ira, odio, tristeza, estados emocionales, decepción, culpa, vacío,
incomprensión, miedo…).
Soy de la idea de que todas las emociones son positivas y saludables, tanto las
placenteras como las displacenteras, y creo que así deberían transmitírnoslo desde muy
26
pequeños, desde la familia y también desde el colegio. Así, les revelo que es maravilloso
poder observar cómo una niña perteneciente a la etapa de Educación Infantil explica en
una “asamblea” a sus compañeros de clase cómo ese día se encuentra muy triste porque
ha fallecido su pez; a la vez, sus compañeros la escuchan, sin juzgarla, sin criticarla,
planteándose todos de qué forma pueden ayudarla. Sorprendía un poco observar cómo
se generaba una situación totalmente natural y espontánea. ¿Somos capaces de
imaginarnos, nosotros, en una reunión de trabajo, con una veintena de compañeros,
expresando nuestra tristeza en público, con los demás escuchándonos, sin juzgarnos, y,
por último, planteándonos soluciones con la idea de ayudarnos? Difícil, ¿verdad?
Asimismo, si un niño expresara celos, sería saludable que los manifestase sin sentir
ningún grado de desasosiego por hacerlo, está sintiendo espontáneamente esta emoción y,
además, necesita expresarla. El cómo manifestarla es otra cuestión y es en este aspecto
donde sí tendría cabida el verbo censurar, sobre todo, cuando nos estamos refiriendo a
ciertas conductas manifiestas, ligadas a las emociones displacenteras, que hacen daño a
los demás o a sí mismo.
Dediquemos ahora algunas palabras a otra emoción displacentera, también presente en
los niños: la tristeza. Comenzaré con un ejemplo concreto y formulando una pregunta
concreta en este sentido: ¿por qué cuando a un niño se le pierde un objeto muy preciado
y valorado por él, le respondemos generalmente con un “no te preocupes” o con un “no
pasa nada”? Sucede en varias situaciones, una de ellas podría ser la siguiente:
Un niño de cinco años que juega con su pelota en la calle. De pronto, y
accidentalmente, realiza un lanzamiento desafortunado que hace que su pelota caiga
sobre un tejado. El niño llora, ha perdido su pelota, está triste. Corre hacia su padre
demandándole consuelo, le dice que su pelota se ha perdido. El padre le contesta:
“No te preocupes hombre, que no pasa nada”.
 
Vamos a imaginar ahora que un día, después del trabajo, nos disponemos a coger
nuestro coche para volver a casa. En un descuido chocamos accidentalmente con otro
coche y la avería producida es de tal gravedad que nuestro coche queda inutilizado. O
mejor, salimos del trabajo y nuestro coche no está, ¡nos lo han robado!, nos hemos
quedado sin coche. Da igual un ejemplo que otro, lo importante es que lo imaginemos
por un momento, pongámonos en el lugar, sintámoslo. ¿Qué sucedería en nosotros?
¿Qué sentiríamos? Es muy posible que nos abordasen sentimientos de frustración, rabia
y mucha tristeza. Tampoco estaríamos para muchas bromas, ¿verdad? Cinco minutos
después nos encontramos con un amigo y le comentamos la desgracia que nos ha
ocurrido con el coche, con la intención de compartir toda la revolución emocional que en
esos momentos tenemos, a lo cual nuestro amigo nos responde: “No te preocupes
hombre, que no pasa nada”. “¿Qué?... ¿Cómo?... ¡Venga ya, hombre!”, “¡cómo que
no me preocupe!”, “¡cómo que no pasa nada!”, “me he quedado sin coche, ¿no te
enteras?”, “parece que no le estás dando importancia a lo que me acaba de suceder”.
27
Pues, posiblemente, así es como deba sentirse un niño que desgraciadamente acaba de
perder algo tan valioso para él como es su pelota y que, además, intenta compartir con su
padre su dolor y no encuentra consuelo en él.
Paso a continuación a señalar un caso que atendí hace un tiempo, para que pueda
servir igualmente como ejemplo, en el que también aparece una dificultad a la hora de
gestionar el mundo emocional de un niño. Esta vez hablamos de la emoción de desgana o
apatía, que también puede aparecer en los niños:
“Papá, hoy no tengo ganas de ir al cole”, le decía Andrés (niño de ocho años) a su
padre al levantarse una mañana de un día lectivo cualquiera. Las emociones,
afectos, vivencias, representaciones y recuerdos que en ese momento se generan en su
padre al oír esta frase de boca de su hijo no tienen desperdicio desde la perspectiva
que nos ocupa. Durante las entrevistas mantenidas con él reconoce que su repuesta
fue poco afortunada y exagerada: “¡Cómo que no quieres ir al colegio!” “¡Vas a ser
un vago toda tu vida!”, “quieras o no, te llevaré a rastras si hace falta”, le responde
su padre.
 
¿Quién de los adultos que está leyendo este libro no ha sentido alguna vez desgana a la
hora de ir al trabajo? Venga, me arranco yo el primero. Tengo que reconocer que algunos
días me cuesta levantarme cuando me suena el despertador temprano para cumplir con
mi quehacer profesional. He llegado a sentir rabia por ese sonido del despertador y entre
quedarme acostado e ir a trabajar, algunos días he preferido quedarme acostado. ¿Esto
quiere decir que no he ido a trabajar? Pues no, no es eso. Allí estoy, en mi trabajo y
puntual. Estaremos de acuerdo que una cosa son las emociones y los deseos y otra, muy
diferente, la conducta, ¿verdad?
Pensemos en la siguiente situación. Una mañana cualquieranos suena el despertador.
Nos disponemos a levantarnos temprano para ir al trabajo. “¡Qué pocas ganas tengo hoy
de ir a trabajar!”, le decimos a nuestra pareja. “¿Cómo dices?, ¡eres un vago y vas a
ser un vago toda tu vida, te voy a llevar al trabajo a rastras!”, nos responde nuestra
pareja enfurecida. Es difícil de imaginar, ¿verdad?
Pues bien, ¿por qué a veces nos es tan difícil separar en nosotros mismos –como en los
demás y más concretamente en los niños– por un lado el deseo y, por el otro, la conducta
potencial que pudiera ir ligada al deseo? Está claro que desear no implica necesariamente
actuar. El padre de Andrés tenía serias dificultades para establecer dicha diferencia, lo
que me llevó a tratarlo con él con la finalidad de que lo pudiera hacer un poco más
consciente. Una vez que le expliqué esto último, me comentó: “Entonces, ¿qué hago?,
¿dejo que mi hijo se salga con la suya y no vaya a clase?” “Pues no”, le respondí, “tu
hijo tiene que ir a clase, pero bien podrías decirle que lo entiendes, prueba a decirle
que sabes muy bien lo que él puede sentir. Incluso le podrías decir que tú mismo has
sentido cosas similares y luego con todo el cariño del mundo le instas a que vaya a
clase”.
28
Me relataba el padre de Andrés, hablando de su infancia, que siempre había tenido la
idea de no haber sido un buen hijo, su padre le había transmitido que no había sido lo
suficientemente bueno para él, tenía la sensación de que nunca fue capaz de cumplir y
satisfacer las expectativas que su padre había depositado en él. Buscaba constantemente,
pero nunca encontraba la aprobación de su exigente y riguroso padre. La presión que
sufría era importante y para alcanzar el visto bueno de su progenitor debía alcanzar la
perfección. Los sentimientos, emociones y deseos de su hijo Andrés, le recordaban, de
vez en cuando, sus propias emociones y deseos, esos que siempre había tenido que
reprimir y maltratar debido a que le habían trasmitido desde su infancia que la queja y la
emoción displacentera eran sinónimos de imperfección. Había tratado muy mal sus
emociones, las había gestionado mal; también las de su hijo Andrés.
Este ejemplo nos ayuda a percibir cómo las necesidades naturales de los niños, como
puede ser la de manifestar las emociones displacenteras, evocan en los padres sus propias
vivencias infantiles que, si no fueron adecuadamente contenidas o comprendidas por sus
propios padres, ocasionan la necesidad de negarlas. Además, tienden a evitarlas en los
hijos para defenderse de los eventos dolorosos de su propia historia (Mesa, Estrada,
Bahamón y Perea, 2009). Es esta una manera más de proporcionar a los hijos un amor
carente de autenticidad, esto es, un “amor de garrafón”.
Paseo tranquilamente con mi familia por una plaza, a mediodía de un día seis de
enero, observando cómo los niños juegan y exhiben los regalos que les han traído los
Reyes Magos. El día es agradable e invita a que todos los niños salgan a la calle a
disfrutar de sus regalos. En un momento determinado observo cómo a una niña de
poco más de dos años se le antoja coger el triciclo de un “amiguito” con el que se
encuentra de forma casual. El niño se resiste y dice que no, que el triciclo es suyo y
que no se lo deja, no lo comparte. La niña insiste e intenta cogerlo a la fuerza, a lo
que el niño responde gritando. El padre del niño se encuentra a unos metros hablando
con otras personas. Al escuchar las quejas y el enfado de su hijo se acerca, le echa una
bronca al niño con un “Hay que compartir” y le exige que le deje el triciclo a la niña
inmediatamente, de hecho, en un momento determinado del tira y afloja, le quita el
triciclo y se lo da a la niña para que disfrute un ratito de él. El niño llora
desconsoladamente, no solo porque le acaban de “robar” su triciclo, sino, también y
sobre todo, porque el padre retorna al lugar donde estaba, con los otros padres, sin
prestar atención a las emociones de tristeza y rabia de su hijo, sin reparar el daño.
Mientras estaba observando la escena me imaginaba lo que pudiese haber ocurrido si
a este padre adulto alguien no familiar para él pasa accidentalmente por el lugar
donde se encuentra hablando, se le acerca y le pide que le deje su coche nuevo para
desplazarse a alguna ciudad. Ese automóvil tan reluciente, tan limpio, que acaba de
comprar y tiene ahí aparcado, cerquita, exhibiéndolo a la gente; sintiéndose tan
orgulloso de su coche nuevo. Pienso que lo más probable es que este padre respondiese
con un “no”, es posible que intentara dar alguna explicación que pretendiese
convencer, o quizás no, ¿por qué acaso iba a tener que prestar su coche nuevo a
29
alguien que no conoce o que apenas sabe quién es? Pero aquí no acaba todo, en un
descuido, el desconocido le quita las llaves, se monta en su coche y se lo lleva, eso sí,
le dice que prestado, porque hay que compartir y que luego se lo devuelve. Es muy
posible que este padre montase en cólera, maldecirá al que se lo ha quitado e, incluso,
cabe la posibilidad de pedir ayuda, quién sabe, a lo mejor hasta a la policía.
Paralelamente, le cuenta a alguien afectivamente significativo para él, un amigo por
ejemplo, cómo le hace sentir lo que le acaba de suceder, y este le responde enfadado
(insisto, enfadado) diciéndole lo siguiente: “Hay que compartir”. Lo mira fijamente e
inmediatamente después lo ignora… ¡se va, sigue su camino! ¿Se imaginan cómo
llegaría a sentirse este padre? Seguramente, rabia, tristeza, decepción y falta de
comprensión sería lo que predominaría en este hombre.
 
¿Por qué, generalmente, no proporcionamos el mismo valor a las emociones de un niño
que a las de un adulto? ¿Acaso no tienen el mismo valor? Para el adulto, en ocasiones, el
niño parece ser un extraño debido a que la sociedad ha edificado un muro entre el adulto
y el niño, situación en la que este último, me temo, es el que peor parado sale. Parece ser
que utilizamos diferentes varas de medir para las emociones, dependiendo de dónde
procedan, es decir, en función de quién se emocione. Aún así, los adultos presumimos de
ser empáticos e incluso nos atrevemos a hablar de la empatía desde el estrado, jugando a
ser “catedráticos de la empatía”, y, sin embargo, no somos capaces de entender y
gestionar la frustración de un niño.
No solo nos ocurre con el período evolutivo en el que se encuentra aquel que se
emociona, también nos sucede con el género de la persona. En efecto, los hombres lo
hemos tenido siempre un poco más complicado. Tradicionalmente, el valor que se le ha
concedido a las emociones de los varones ha sido diferente al de las mujeres. A los hijos
no se les ha permitido expresar las emociones con la misma disposición que con la que se
ha acompañado las emociones de las hijas. Hoy en día todavía se puede escuchar a
algunos progenitores (de sexo masculino) espetar a los hijos (de sexo masculino) esa losa
de “los hombres no lloran”. Al hilo de lo que se está diciendo, hace un par de años en
otro lugar (Serrano, 2013) e indagando cómo podían influir los conflictos conyugales en
los síntomas psicopatológicos de los hijos, se obtuvo entre otros resultados que los
padres se sentían más a gusto en su relación de pareja que las madres. Se entrevistaron
en un contexto clínico de demanda de ayuda psicológica a parejas heterosexuales,
progenitores de niños con síntomas psicopatológicos, obteniéndose que más del cuarenta
y tres por ciento de las madres consultadas se sentían insatisfechas con su relación de
pareja, siendo poco más del ¡dieciséis por ciento! el porcentaje que se obtuvo con los
padres. En la interpretación de los resultados cupo pensar que las madres se habían dado
mayor permiso para expresar las emociones displacenteras que el que se habían
concedido los padres, a los que les costaba más “desnudarse” emocionalmente ante la
figura del psicólogo. Es probable que para los padres existan ciertas emociones y afectos
30
que “no deban” sentirse, que pudieran ser “peligrosas” y, sin ser plenamente conscientes
de ello, pudieran estar transmitiéndose tambiéna los hijos varones.
Y es que, en general, madres y padres no tratamos bien nuestras emociones. Otra
prueba de ello podría ser la facilidad que tenemos para vigilar, en algunas ocasiones y
dependiendo de con quién nos comuniquemos, que aquello que expresemos verbalmente
no vaya acompañado de ciertos rastros emocionales. Quizás este ejemplo pueda servir
para explicarme. Si nos apetece ir al cine con alguien en especial y queremos hacérselo
saber, generalmente, se lo transmitimos de alguna manera similar a la que sigue:
“Fulanito/a, ¿quieres venir al cine?” o “¿Te apetece ir al cine?” o también quizás con
un “¿Vamos al cine?” Sin embargo, si realmente tratásemos bien nuestras emociones
deberíamos decir algo así como: “Fulanito/a, me agradaría/encantaría ir al cine
contigo, ¿quieres venir?”. Nos comunicamos mucho más desde el “pienso, luego
existo” que desde el “me emociono, luego existo”, con los perjuicios que esto puede
conllevar en relación a nuestra salud mental y física. Sabemos que produce efectos
diferentes y más beneficiosos en un hijo un “Me gustaría que hicieses la cama”, en el
que estoy expresando lo que siento, que un simple y frío “Haz la cama”.
Reconozcámoslo, no sabemos si a nuestro hijo le gustaría ver su cama hecha, pero
parece que a nosotros sí, al menos si es nuestra intención darle esa consigna.
Si la naturaleza nos ha proporcionado como herramienta el lenguaje, creo que ha sido
con la finalidad de llamar a las cosas por su nombre, incluidos los sentimientos,
emociones y afectos. Cuando se trata de emociones, el ser humano se ha convertido en
un auténtico especialista en dar rodeos. Cuando se trata del amor hacia los hijos, en
ocasiones, nos podemos encontrar progenitores que utilizan un sinfín de estrategias (voy
a denominarlas “estrategias no emocionales”) para comunicar ese amor. Es decir, ¿cómo
es posible que le podamos transmitir a un hijo que lo amamos, si utilizamos estrategias
que no contienen lo puramente emocional? O, mejor, ¿cómo es posible que un hijo se
entere de que lo amamos si utilizamos herramientas que no son emocionales? En este
sentido, y por ejemplificar la cuestión, no creo que por ponerle más comida en el plato a
un niño, este último llegue a entender que lo estemos amando más. Pienso que un hijo no
va a sentir que lo queremos más si le damos siempre el filete de carne más grande,
quedándonos nosotros (sobre todo las madres) con el más pequeño. No por hacerles a
los hijos más cosas van a considerar que los amamos más. Muchas veces nos
engañamos, pensando que los hijos van a sentir que los queremos más por hacerles la
vida más cómoda. Las madres y los padres que actúan de esta forma me van a tener que
disculpar, pero de esta manera los hijos no se enteran de que los amamos. Hay que
utilizar las emociones y el lenguaje, hay que abrazar, besar, achuchar… a los hijos, y
decirles, mirándoles a la cara, que los queremos mucho. Y no vale solamente con el
“amor formal”, ese que consiste en expresarles afecto cuando nos despedimos para
irnos al trabajo, o cuando se van a dormir, o cuando es su cumpleaños, o cuando les
damos los buenos días, o cuando regresan del colegio. No es suficiente con esto. El niño
necesita también del “amor espontáneo”; ese que le podemos expresar cuando estamos
31
sentados en el sillón, viendo la televisión, y “sin venir a cuento” nos levantamos, nos
acercamos al niño, lo abrazamos y besamos, y le decimos “Te quiero mucho, hijo”. Por
cierto, en este caso da igual que el sujeto amado se trate de un niño de tres años, que de
un adolescente de quince, a pesar de que este último nos diga reiteradamente que somos
unos “pesados” por achucharlo.
En ocasiones, les pregunto a los padres cómo hacen para que su hijo se entere de que
lo quieren mucho. También, otras veces, les pregunto directamente si dan besos y
abrazos a sus hijos. En algunos momentos encuentro respuestas del tipo: “No mucho, yo
es que no soy muy besucón, ni muy sobón”, acompañando esta expresión con un
lenguaje no verbal despectivo. ¿Qué habrá podido acontecer en nuestra historia personal
para que un sentimiento tan placentero como el amor y el afecto, pueda haber llegado a
convertirse en algo displacentero o despectivo? Parece ser que, para aquel que no ha
recibido de los de arriba un amor maduro, siempre le va a ser más complicado no dar a
los de abajo un “amor de garrafón”. Nótese, por favor, que señalo “más complicado”, no
“imposible”.
Y les cuento un último ejemplo en relación al maltrato de las emociones. Les aviso que
este no es apto para menores de dieciocho años. Es que se trata de una historia de
miedo.
Estoy comiendo en un restaurante con mi mujer y mis hijos. En la mesa de al lado
lo hace también una familia. Integrante de la misma está sentada una niña de poco
más de dos años de edad, eso calculo. La niña disfruta de su comida, al igual que
sus padres. De pronto, a toda velocidad se aproxima a la niña una mosca, la cual
llega a posarse en su brazo. La niña comienza a gritar y a llorar, tira la cuchara
saliendo disparada por los aires y salpicando con comida a todo lo que encuentra en
el camino. El padre de forma impulsiva responde: “Por Dios, hija, si no es nada, es
solo una simple mosca, qué exagerada eres, hay que ver la que estás montando por
una simple mosca”. A todo esto, la dichosa mosca no deja de molestar, sigue
incordiando a la niña que no para de gritar y de llamar la atención a todos los que
estábamos allí presentes. “Deja ya de gritar, hija, que no es nada”, sigue diciendo el
padre.
Ahora vamos a imaginar que estamos en el mismo restaurante comiendo gustosa y
tranquilamente, cuando de repente observamos cómo se acerca rápidamente hacia
nosotros un “bicho” peludo, negro y feo, del tamaño de nuestro dedo pulgar
aproximadamente (no olvidemos, que la mosca para los ojos de una niña de dos años es
percibida de forma diferente a como puede ser percibida por los ojos de un adulto). Es
un “bicho” desconocido para nosotros que se posa en nuestro brazo. Seamos empáticos,
por favor, y pongámonos en la situación. Estoy seguro que la mayoría se asustaría e
incluso alguno sentiría pánico. Gritaríamos y manifestaríamos miedo. En esto que una
persona importante afectivamente para nosotros nos contesta: “Por Dios, si no es nada,
es solo un “simple bicho”, qué exagerado eres, hay que ver la que estás montando por
32
un “simple bichito”. “Deja ya de gritar, que no es nada”. Aparte del miedo que
estamos sintiendo, ¿qué tipo de emociones estaríamos abrigando después de estas
palabras? Pues probablemente desprotección y rabia, además de sentirnos escasamente
comprendidos.
Se podría decir que este padre no se mostraba muy empático con su hija, aparte de que
no poseía conocimientos de Psicología del Desarrollo, tampoco es que el Estado nos
obligue a tenerlos para ejercer la “profesión” de padres. Posiblemente fuera adecuado
que todos los padres, además de saber gestionar las emociones de los menores,
conociesen que a esta edad es frecuente que los niños manifiesten miedo a los insectos.
Quizás ahora, después de analizar estos ejemplos, estemos en mejor disposición de
reconsiderar la actitud empática que tenemos con nuestros hijos, también de reflexionar
acerca de cómo nuestros padres en el pasado han gestionado la expresión de nuestras
emociones, sobre todo la de nuestras emociones displacenteras. Quizás ahora, no nos
cueste tanto reconocer que nuestra definición de empatía se aleja un poco de la actitud
empática que realmente manifestamos con nuestros hijos.
33
 
 
Capítulo 3
Cuando el niño es percibido
como el “retrato” de alguien
significativo doloroso
 
 
Toni es un chico de trece años que presenta síntomas de un Trastorno Negativista
Desafiante, esto es, discusiones frecuentes con sus padres y adultos en general,
desafía las reglas constantemente, presenta conductas vengativas, rabia, bajo
rendimiento académico y problemas sociales. Durante la primera entrevista con los
padres, en mi intento de indagar sobre los comportamientos del menor, les pregunto

Continuar navegando