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José Serrano Serrano PADRES CON EMOCIONES DISPLACENTERAS Cuando la historia personal daña la parentalidad Avda. Reina Victoria, 8 - 2aPlanta- 28003 - MADRID - Telf.: 91 554 12 04 - Fax: 91 554 12 03 - www.eos.es 2 http://www.eos.es COLECCIÓN: Gestión Emocional DIRECTORA DE LA COLECCIÓN: Ana Martínez Dorado Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) © José Serrano Serrano © Editorial EOS Avda. Reina Victoria, 8. 2ª planta. 28003 MADRID ISBN: 978-84-9727-680-1 Preimpresión: Ubica-t Soluciones Creativas Made in Spain 3 http://www.conlicencia.com “A mis padres, por intentar educarme lo mejor que han sabido, y a mis hijos, por ayudarme a entender mejor a mis padres”. 4 Índice de contenido Prólogo Introducción Capítulo 1.- Luchando contra el “amor de garrafón”: para ser padre primero hay que dejar de ser hijo Capítulo 2.- Cuando no somos empáticos y maltratamos nuestras emociones y las de nuestros hijos Capítulo 3.- Cuando el niño es percibido como el “retrato” de alguien significativo doloroso Capítulo 4.- Cuando el corazón ama y odia al mismo tiempo Capítulo 5.- ¿Cuando el mundo emocional de un hijo es hipotecado por los conflictos conyugales Capítulo 6.- Cuando la emoción y el sentimiento de culpa de los padres embuchan la capacidad de poner límites Capítulo 7.- Cuando nos resulta difícil contener la “basura emocional” de los hijos Capítulo 8.- Cuando confundimos las emociones de un niño Capítulo 9.- Cuando la preocupación se convierte en emoción improductiva: “Mi hijo no me come, no me duerme y tampoco me hace caca” Capítulo 10.- Cuando se intenta reescribir en el hijo la propia historia personal: padres emocionalmente carenciados Capítulo 11.- Cuando existe una oportunidad para, emocionalmente, crecer: “Tener una depresión es un lujo” Capítulo 12.- Cuando no nos hacemos responsables de nuestras emociones Capítulo 13.- Cuando se obliga a los hijos a amar a sus padres Capítulo 14.- Cuando existe una falta de reconocimiento de las emociones de los hijos: ¿somos realmente conscientes de que somos únicos? Capítulo 15.- Terminando… y con la idea de seguir mirando nuestra historia personal Referencias bibliográficas 5 Prólogo En su libro “Breaking through to teens”, el psicólogo Ron Taffel[1], un reconocido experto en la adolescencia, hablaba de dos grandes dificultades a las que se enfrentan aquellos especialistas de la Psicología y de la Educación que se dedican a ayudar a los padres. Por un lado, señalaba el escepticismo de algunas personas como resultado de la participación de los profesionales en tantos bandazos (o modas) en las ideas sobre cómo criar a nuestros hijos. Recapitulando las tendencias que hemos vivido en los últimos 50 años, encontramos momentos en los que se ha subrayado la necesidad de escuchar y entender a los niños, frente a otros en los que se ha demandado dureza y disciplina en su educación; por temporadas ha primado el reforzar la autoestima de los hijos (a través del elogio y el refuerzo o reduciendo las exigencias sobre ellos), mientras que, en otros momentos, se ha defendido una vuelta a los valores educativos tradicionales (obediencia, autoridad, compromiso…); finalmente, en los últimos años, ha irrumpido el entender el comportamiento desajustado como una enfermedad, lo que está llevando a una peligrosa medicalización de la conducta infantil. A pesar de las dudas que puede sembrar esta diversidad de posturas, Taffel se muestra optimista y lo hace apelando a los recursos que se encuentran a disposición de los profesionales. Y es que, detrás de cada una de esas corrientes, se ha ido generando un importante poso de conocimiento acerca de la difícil tarea de criar y educar a un hijo. En efecto, los especialistas en diversos ámbitos de las ciencias humanas (Psicología, Educación, Trabajo Social…) hemos acumulado un importante bagaje de conocimientos que podemos poner a disposición de las familias a las que atendemos. Podemos sentirnos orgullosos de haber adquirido un conocimiento, fundamentado en visiones científicas, del ser humano. Pero también nos enfrentamos a un imperativo ético, porque este conocimiento conlleva la responsabilidad de ayudar a esas personas que, en su día a día, afrontan una de las tareas centrales de la vida humana: criar a un hijo. Creo que no existe mejor manera de enmarcar este libro que con esta referencia a la existencia de un conocimiento profesional con base científica y a la responsabilidad de utilizarlo para ayudar a padres y madres. Porque esto es precisamente lo que hace esta obra, poner a disposición de los padres y los profesionales unas ideas bien fundamentadas, que permitan a los padres crecer como tales y, con ello, favorecer la salud de sus hijos. El segundo obstáculo al que se enfrentan los profesionales es el propio escepticismo de algunos colegas. Dedicarse a acompañar a los padres en las dificultades que experimentan al cuidar de sus hijos, esa tarea de los que el autor llama “técnicos de la parentalidad”, ha 6 sido visto en algunos ámbitos profesionales con cierto desdén. Ha sido considerado como un trabajo de menor categoría que el realizado en otros ámbitos de intervención profesional más “glamurosos” o sofisticados. Una actitud corta de miras, que olvida cómo algunos de los grandes especialistas en la infancia (como Donald Winnicott o Françoise Dolto) supieron conjugar tres facetas fundamentales en su ser profesional: la consulta clínica, el trabajo teórico-académico y la labor de apoyo directo a los padres en su desempeño como tales. Estos son precisamente los tres ejes que definen la vida profesional de José Serrano Serrano. He tenido la fortuna de acompañarle durante parte de este recorrido profesional, entre la clínica que desarrolla en un servicio de atención a las familias, el trabajo académico como profesor universitario y un compromiso personal que le ha apasionado en los últimos años: las escuelas de padres. En su empeño por crear espacios de apoyo a las familias, uno no puede dejar de encontrar una muestra de compromiso decidido con la prevención, con la intervención comunitaria y con la confianza en los recursos de crecimiento personal. En este punto es importante incluir una advertencia. Lector, no deje que el estilo cercano del autor le lleve a engaño. El trabajo cotidiano en espacios destinados a la formación de los padres parece haberle dado la capacidad de usar un lenguaje sencillo para transmitir ideas complejas. Pero no confunda la sencillez en la comunicación con la falta de soporte científico. Tras unos conceptos accesibles y ligados a la experiencia cotidiana, existe un firme soporte teórico y metodológico sosteniendo el pensamiento del autor. De hecho, los ojos acostumbrados a lecturas técnicas encontrarán en el texto claros ecos de aportaciones teóricas que nos remiten a una visión científica del ser humano, a un modelo teórico de la familia y sus disfunciones y a una orientación técnica de la intervención psicológica. Se trata de un bagaje de conocimiento que podremos encontrar expuesto en otras aportaciones más técnicas del autor; pero, aquí, en esta obra, su objetivo parece ser otro, el de invitarnos a una experiencia más emocional y vivencial. Asumiremos su reto. En efecto, este libro nos ofrece una invitación, porque hace una apuesta arriesgada pero necesaria. En el centro de sus planteamientos sobre la parentalidad surge una concepción de la crianza como una experiencia básicamente emocional y relacional. La educación de un hijo es algo más que la aplicación mecánica de unas prácticas de cuidado. En la crianza de un niño se pone en juego nuestro ser como persona.Todo padre, toda madre, sabe que acceder a la parentalidad trastoca algo más que los horarios y la organización de la vida doméstica. Pone del revés los sentimientos. Aparecen vivencias gozosas y se sufren momentos en que los niños parecen poner a uno contra las cuerdas. Surgen recuerdos y vivencias que nos asaltan y sorprenden; a veces, reconocemos a nuestros propios padres en nosotros, lo que nos sume en el desconcierto o la perplejidad, a lo que puede suceder la resignada aceptación o la rebelión frente a las figuras odiadas del pasado. En medio de esta vorágine, ¿podemos esperar una conducta siempre racional? Y, si abordamos una intervención que busque mejorar la capacidad para criar y educar, ¿podríamos soslayar esas vivencias tan cargadas emocionalmente? El 7 autor tiene claro que no es posible y lo deja patente desde el principio. Con ello se suma a la convicción ya defendida por algunas de las miradas más certeras sobre la infancia, como la de Bruno Bettelheim[2]. Como él, José Serrano percibe la inutilidad de simples explicaciones y consejos para padres que viven dificultades serias en la crianza de los hijos. Tras los obstáculos dolorosos existen razones profundas que apelan a lo más hondo de nuestros sentimientos. Y, para desanudar los bloqueos, resulta necesario un proceso de indagación y de buceo en los propios sentimientos. Un trabajo arduo, a veces doloroso, que, en ocasiones, demanda un acompañamiento profesional pero potencialmente enriquecedor para el progenitor y para el niño. Para ser coherentes con esta apelación del autor a la vivencia íntima de los padres, puedo permitirme traer a este prólogo a la persona de José Serrano. En este sentido, he tenido la suerte de conocer a la persona que sostiene al profesional. Le he disfrutado como compañero y amigo, y he sido testigo de su ser pareja y padre. Y, por ello, puedo afirmar que su trabajo cotidiano, reflejado en este libro, tiene una continuidad con la honestidad y nobleza que le definen como persona. Finalmente, quisiera hacer referencia a un concepto que, aunque poco mencionado de forma explícita, parece sobrevolar continuamente este libro: inteligencia emocional. Aunque es un término de moda, no se trata de un concepto nuevo. Ya en nuestro Siglo de Oro, Baltasar Gracián[3] se refería al carácter y a la inteligencia como “los dos polos para lucir las cualidades; uno sin otro es media buena suerte”. ¿Vino viejo en odres nuevos? A ningún conocedor de la naturaleza humana se le ha podido escapar que la madurez personal implica un manejo eficaz de las emociones. Pero en los últimos años hemos profundizado en las bases biológicas de esta verdad, hemos podido sustentarla teóricamente y nos hemos decidido a desarrollar formas de favorecerla. Ser un padre eficaz pasa por desarrollar esa madurez emocional, esa inteligencia en el manejo de los sentimientos. Y apelar a estas ideas no deja de ser producto del espíritu de los tiempos. Vivimos en las ciencias sociales una pequeña revolución en forma de cambio de actitud ante el ser humano. Un cambio que tiene como elemento central el giro, desde lo disfuncional y patológico a lo sano y lo constructivo; del pesimismo ante el sufrimiento humano al optimismo del potencial de crecimiento. Bajo el término de Psicología Positiva queda recogida una actitud que orienta nuestra mirada hacia los aspectos ligados al crecimiento y esto nos permite hablar de resiliencia, parentalidad positiva o tantos otros términos que apuntan a la capacidad humana para hacer las cosas mejor. Hoy no podemos mirar las cosas de otra manera. Este libro no lo hace. El fin de un prólogo es el comienzo de una deseada lectura y, por ello, termino con una recomendación para el viaje que ahora comienza. Lector, aproveche esta jornada para pensar, dudar, reconsiderar y aprender. Pero sobre todo, permítase sentir. Antonio Galán Rodríguez Doctor en Psicología. Psicólogo clínico 8 [1] Taffel, R. (2005). Breaking through to teens. New York: Guilford Press. [2] Bettelheim, B. (1988). No hay padres perfectos. Barcelona: Crítica. [3] Gracián, B. (1647/2007). El arte de la prudencia. Barcelona: Temas de Hoy. 9 Introducción Desde hace ya algunos años, tiempos en los que todavía no gozaba de la experiencia de ser padre pero sí ya del ejercicio de la profesión de psicólogo, me dedico a ejercer la labor de “técnico de la parentalidad”, como a mí me gusta llamarla, es decir, a proporcionar pautas y directrices a madres y padres con la finalidad de que puedan ejercer de una forma más sana la parentalidad (por favor, léase con perspectiva de género). De una forma más sencilla, se podría decir que mi labor no es otra que la de enseñar a los progenitores de un niño a ser padres. ¡Nada más y nada menos! Somos muchos los que llevamos a cabo esta experiencia profesional desde diferentes programas e instituciones, esta de ser “técnico de la parentalidad”, la cual no existe como una profesión reglada, ni se contempla en ningún plan de estudios, sin embargo, bien podríamos empezar a plantearnos crearla. Creo que no sorprenderá a nadie si hago referencia a que ejercer de padre de una forma funcional, dando un amor maduro a nuestros hijos, supone asegurar nuestro futuro, trae consigo garantizar en la sociedad venidera una buena salud mental y, por tanto, certifica un desarrollo social ulterior. El valor que adquiere la parentalidad no es algo novedoso, podemos encontrar personajes célebres a lo largo de la historia de la humanidad que se han hecho eco de esta relevancia. Así, Pitágoras, filósofo y matemático griego de finales del siglo VI y principios del V a. C., ya avisaba de la importancia de educar bien, “educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”; Rousseau, escritor y filósofo francés del siglo XVIII, indicaba que “un buen padre vale por cien maestros” y, por último, un español, Juan Luis Vives, humanista y filósofo del siglo XVI, señalaba “¡cuán riqueza es, aun entre los pobres, el ser hijo de buen padre! Aún así, y teniendo en cuenta la valía que ha recibido y sigue recibiendo hoy en día la parentalidad, opino que las políticas que se llevan a cabo en la actualidad no están invirtiendo lo suficiente en esta cuestión. Creo que no me equivoco si señalo que invertir en parentalidad es, a la larga, economizar. En este empeño de proporcionar pautas a los progenitores con la finalidad de ser padres funcionales, hoy en día todavía sigo indicándoles, entre otras muchas cosas, por ejemplo, cómo y cuándo proporcionar premios o refuerzos a los hijos, cómo y cuándo retirar privilegios, cómo establecer límites, de qué forma comunicarse de una forma funcional con un hijo adolescente, qué hacer para ignorar una conducta inadecuada de un niño, qué es el apego seguro… constituyéndome en “técnico de la parentalidad”, tanto 10 en la intervención psicológica “de despacho” como en los Grupos de Formación de Padres (Escuelas de Padres), que en la actualidad sigo dinamizando. Sin embargo, cierto es que una sensación de frustración e impotencia ha corrido tradicionalmente por mi interior cuando he podido observar cómo en varias ocasiones todo lo que pautaba a las familias que demandaban ayuda psicológica, o aquello que explicaba en las diferentes sesiones en los Grupos de Formación de Padres, resultaba ser tarea altamente difícil de poner en práctica por algunos padres y madres. Y todo esto a pesar de que, por el contrario, eran conceptos fáciles de asimilar y entender por parte de los padres y, por ende, poder guardarlos en sus respectivos bagajes teóricos en relación a cómo educar a sus hijos. Esta frustración e ineficacia de las que les hablo, las experimentaba sobre todo cuando podía deleitarme solamente con la profesión de psicólogo. Ahora, y desde hace unos años, que tengo además la oportunidad de disfrutar de ese hecho único que es la parentalidad, percibo tal experiencia muchas más veces desde los ojos de un padre que desde la mirada del psicólogo. Esto último, me da también la oportunidad de reflexionarsobre el porqué es tan difícil para algunos padres y madres llegar a poner en práctica estas pautas o conocimientos teóricos que tan bien pueden ser asimilados, tanto en una consulta de intervención psicológica como también en una sesión de Grupos de Formación de Padres. En la explicación y respuesta a este porqué es necesario conceder gran relevancia a las emociones, a las nuestras, a esas que se despiertan y se generan en los progenitores cuando son padres, y que, en ocasiones, son tan difíciles de gestionar por estos últimos. Y es que a los padres y madres, en ocasiones, nos resulta complicado entender o comprender lo que sentimos, incluso nos desconcertamos con algunas de nuestras emociones. En definitiva, podríamos indicar que nos cuesta tratar con amor algunas emociones y sentimientos que surgen en nosotros cuando hay que poner en práctica ese proceso de ser madre o padre. De esta manera, podemos decir que una cosa es ser progenitor de un niño y otra, muy diferente, el proceso psicológico de constituirse en padre, es decir, la parentalidad. Sepan ustedes que si están pensando próximamente en formar parte de este gremio tan distinguido y florido que es “Ser Madre o Padre”, la pertenencia a esta agrupación conlleva, como condición sine qua non, gestionar y hacernos cargo, de alguna manera, de las emociones correspondientes. Hacer de madre, y de padre, conlleva invariablemente emocionarse. Esta gestión emocional se puede llevar a cabo de forma saludable, o no tan saludable, pero se debe saber que siempre y, de alguna forma, se va a hacer algún tipo de manejo o gestión. Para ello, cada progenitor poseerá su mundo emocional y sus emociones particulares, y unas herramientas personales para agenciarlas o tratarlas. Hoy en día podemos ver cómo a los padres nos martillan muy a menudo en relación a cómo hay que hacer las cosas a la hora de educar a los hijos. Cierto es que, a pesar de que los progenitores poseemos la categoría de padres, no tenemos el derecho de educar a 11 los hijos como nos da la gana, o como creemos nosotros más oportuno. Existen unas directrices que marcan cómo hay que educar e interaccionar con los hijos. Sin embargo, hacen falta más cosas. No basta con que un padre o una madre sepan lo que tienen que hacer. Desde mi experiencia considero que, para evitar proporcionar (valga la expresión) un “amor de garrafón” a los hijos, no es suficiente con que nos digan lo que tenemos que seguir o hacer con estos últimos. Los modelos-guías de la parentalidad son útiles, pero se quedan cortos en lo que respecta a las herramientas que proporcionan para la consecución del objetivo último, es decir, educar para promover hijos sanos y felices. En mi opinión, deberían también ser complementados por otros tipos de instrumentos, actuaciones que hagan reflexionar a los padres sobre sus emociones y su relación con la historia de sus vínculos, una herramienta que ayude a los padres a gestionar adecuadamente y tratar con amor sus emociones, aquellas que son despertadas durante la parentalidad, y que son consecuentes a esa historia relacional personal. Tenemos que ayudar a los padres a ser conscientes y comprender por qué se comportan como se comportan con sus hijos, cómo ha podido influir su historia vincular pasada o, en su caso, cómo puede llegar a influir en su mundo emocional y en la puesta en escena cuando llegue el momento de la parentalidad. Con el objetivo de clarificar esta última idea, creo que podría ser útil el caso que a continuación les voy a exponer. De todas formas, y antes de seguir, quisiera indicar que, en algunos momentos del desarrollo de este libro, me voy a tomar la libertad de utilizar el término “marentalidad”, sobre todo cuando haga referencia a las madres. Es un vocablo que hoy en día apenas se usa o, al menos, no tanto como suele utilizarse su equivalente, la palabra “parentalidad”, que, como ya hemos apuntado, alude al proceso psicológico de convertirse en padre o madre de un hijo, posibilitando así su desarrollo. Sin embargo, social e históricamente, han sido las mujeres las que siguen la mayor parte de las veces desempeñando esta función. Es por esto último, que me gustaría emplear este término (“marentalidad”) con el fin de proporcionar a las madres un merecido reconocimiento a esta labor. Ahora sí, les expongo el caso: En una entrevista mantenida con unos padres les explicaba el porqué era conveniente que su hija de cinco años pasase ya a su propia habitación para dormir, teniendo en cuenta las razones por las cuales la niña dormía con la madre. El padre dormía en otra habitación. Así, les proporcioné ciertas indicaciones para hacerlo. Tanto la madre como el padre entendieron muy bien los perjuicios que podría conllevar para la niña el hecho de que siguiese durmiendo con la madre, también comprendieron correctamente cómo hacerlo y cómo actuar en el caso de tener que calmar a su hija. Toda esta información se la proporcioné a los dos, incluso por escrito. Acordamos vernos para otra sesión, en la que obviamente les pregunté por cómo les había ido a los tres, madre, padre e hija, en la consecución de este objetivo. La respuesta de la madre fue contundente, “muy mal, no he sido capaz de hacer lo que acordamos”. Aparte de llevar a cabo ciertas intervenciones con la pareja como 12 tal, también era necesario preguntar a esta madre por cómo vivía su marentalidad, indagando en sus emociones y pensamientos. De esta forma, una de las cuestiones por las que le pregunté fue por los sentimientos, emociones y pensamientos que le generaba el momento de tener que explicarle a su hija (y también, por tanto, ponerle este límite que se había acordado) el porqué tenía que dormir en su cama. La madre contestó: “me siento muy mal, pienso en cómo se va a sentir mi hija, se va a sentir mal, tengo la sensación de que se va a sentir sola, como abandonada. Pobrecilla”. Cuando se instó a la madre, a través de ciertas preguntas, a mirar su historia personal, esto es, a abrir su “mochila”, salieron a relucir ciertos comportamientos de sus propios padres que generaron ciertas emociones y sentimientos de abandono no resueltos en esta madre. Poner este límite despertaba en la madre miedo a que su hija se sintiese igual que ella se había sentido en un momento pasado. Se le indicó a la madre esta cuestión y se le aclaró que el sentimiento de abandono al que se refería se localizaba dentro de ella, más que en su propia hija, como en un primer momento pensaba y nos refería. “Francamente, no sé si tu hija se va a sentir abandonada si duerme en su habitación, pero sí me atrevería a asegurar que, con esta separación, la que se va a sentir abandonada eres tú”, le señalaba a la madre. Casos y razones como estas nos hacen considerar que para ejercer la marentalidad y parentalidad de una forma funcional, proporcionando un amor maduro, además de que nos digan lo que tenemos que hacer para educar bien a un niño, también es necesario saber gestionar adecuadamente las emociones que se van a avivar durante este vínculo con nuestros hijos. Para ello, es necesario aprender a revisar y tratar de forma amorosa nuestro pasado, nuestra historia personal, la cual nos hace vivir la experiencia de ser madre o padre de ciertas formas, algunas más sanas que otras. No basta entonces con saber poner límites a los hijos, es necesario también indagar sobre los sentimientos, emociones y afectos que custodian el momento en el cual se hace el intento de ponerlos; debemos explorar qué pensamientos y recuerdos ligados a las emociones fluyen en un padre cuando tiene que poner normas a su hijo. Nuestra historia personal y de nuestros vínculos afecta a la manera que tenemos de percibir el mundo y las relaciones. Por ende, afectará también a la forma que tenemos de interaccionar con nuestros hijos. Por consiguiente, saber cómo es esa mochila con la que todos vamos a cargar a la hora de educar y de la que es imposible desligarse, es realmente necesario. En este sentido, a mí siempre me gusta mucho decirles a los padres (y tambiéna los maestros y educadores, en general) que en cada ocasión en que se relacionan con su hijo/alumno, deberían considerar que, inevitablemente, sus propios padres también se están colando en esa interacción. A los miembros de nuestra familia de origen no los podemos elegir, nos tocan, son ellos los que se encargarán poco a poco de llenar nuestra mochila de ciertas emociones, afectos, sentimientos, recuerdos, representaciones, pensamientos… De esta manera, la parentalidad no se reduce solamente a un conjunto de pautas de crianza que los padres tengan que poner en práctica con los hijos, es una experiencia mucho más compleja, en 13 la que las vivencias interpersonales, las emociones, la afectividad, los recuerdos, nuestras cogniciones y representaciones que poseemos de la parentalidad van a desempeñar un papel fundamental en la educación del niño. La historia personal de cada progenitor impregnará significativamente los comportamientos parentales. En efecto, ser padre o madre es una forma de vincularse con el hijo (Galán, 2011), una manera de acompañar al niño en ese importante viaje para construir su yo, durante el cual siempre se cargará con una mochila, cada uno con la suya. El interior de esta mochila es fundamentalmente invisible a nuestros ojos, sobre todo si no tomamos la decisión de mirar dentro, debiéndolo hacer siempre con mucho cariño. Proporcionando información a los padres, creando espacios de reflexión, trabajando y analizando casos a través de grupos de trabajo con padres, favoreciendo una actitud de expresión y escucha, podemos hacer que lo invisible se transforme en perceptible. De nada sirve, por tanto, decirle a un niño “te quiero”, si no somos conscientes de las emociones y recuerdos que cortejan a nuestras palabras. Estériles serán las palabras “cálmate hijo, tranquilo”, si no observamos los sentimientos y afectos que acompañan a nuestras expresiones. Para ello, es necesario hacer una revisión de nuestra historia personal, de tal forma que cuanto mejor la entendamos, mejor viviremos el vínculo que establecemos con nuestros hijos, mejor entenderemos sus comportamientos y menos probabilidades tendremos de inundarlos con ese “amor de garrafón”. Es este un tipo de amor que aparece, muchas veces, sin quererlo, obedeciendo a algunas de nuestras emociones, sin saberlo, sin siquiera darnos cuenta. Las escuelas de padres son muy útiles para formar a futuros padres y a aquellos que ya llevan tiempo desempeñando la “profesión”, sin embargo, no podemos llevar a cabo estos grupos de formación sin que exista la adecuada coordinación, tanto con los servicios sanitarios como con los educativos, donde profesionales de la salud y de la educación se impliquen de forma activa. Estos grupos deberían constituirse ya desde que los padres están “embarazados”, al estilo de los cursos de preparación al parto, donde no solo se expliquen ciertas pautas de comportamiento a la hora de solucionar potenciales conflictos con los hijos, sino que también se deben trabajar las emociones, sentimientos, recuerdos, pensamientos y vivencias que se pueden remover y generar con la irrupción y el ejercicio de la parentalidad y marentalidad. Efectivamente, no solo basta con explicar qué tipo de alimentación necesita un bebé desde que nace, también es primordial explicar a unos padres qué emociones y sentimientos pueden invadirles en el caso de que, por ejemplo, su hijo pudiera vomitar reiteradamente. La intención será la de poder identificar emociones, con el objetivo de paliar ciertas ansiedades y miedos que se generan en algunos padres cuando sucede este hecho. Hay que tener en cuenta que estos miedos pueden influir posteriormente en el desempeño de la parentalidad y marentalidad. Es necesario plantearse introducir ciertas actuaciones con los futuros padres que hagan reflexionar sobre la historia personal de cada uno. En estas actuaciones el dinamizador también debe poseer ciertas capacidades para contener, identificar y gestionar algunas emociones que pudieran derivarse de las reflexiones de los padres. 14 Todos sabemos que durante el ejercicio de ser padre no existe la perfección. La parentalidad la conforman varias dimensiones que van dirigidas al logro del desarrollo de los hijos, las cuales llevan a cabo todos los padres y madres en mayor o menor medida. Por este motivo, hay momentos en los que la parentalidad disfuncional hay que concebirla desde una perspectiva más cuantitativa que cualitativa, esto es, todos cometemos errores en mayor o menor grado. En este texto analizaremos y trabajaremos la parentalidad desde esta perspectiva; si se me permite, hablaremos de esa “parentalidad neurótica”, fruto del maltrato de algunas de nuestras emociones, el cual, en ocasiones, llevamos a cabo y “practicamos” todos los padres y madres en mayor o menor grado, unos más y otros menos. De todos es conocido lo que, a veces, nos cuesta a los seres humanos amar lo que es nuestro. De este mal hábito tampoco escaparán algunas de nuestras emociones, animadas durante la parentalidad, tan íntimas, tan inherentes al ser humano. Este libro se constituye en un intento de dotar a padres, madres, “técnicos de la parentalidad”, maestros y educadores, en general, de ciertos instrumentos para analizar esta mochila a la que nos estamos refiriendo. De esta manera, será a través de la exposición y el análisis de diferentes casos reales donde se invitará a padres, madres (y educadores) a pensar y reflexionar sobre el interior invisible de su mochila, la que cuelga de la espalda durante la tarea de ser madre o padre (o educador). En este sentido, el libro expone diferentes situaciones en las que una inadecuada identificación y gestión –por parte de los progenitores– de las emociones que se están generando cuando se es madre o padre, llega a dañar el vínculo establecido con los hijos. Así, a lo largo del libro se describen diferentes escenarios que no favorecen el crecimiento y desarrollo psicológico de los hijos. Asimismo, estos instrumentos de análisis de nuestra mochila son herramientas que también favorecerán la preservación de una autoestima parental saludable con la idea de estar preparados para lo que va a venir, o para lo que ya ha venido, porque tener un hijo es mucho más complejo que una simple salpicadura de espermatozoides. Con la exposición de estos casos reales me gustaría estimular al lector a reflexionar sobre sus emociones “parentales” y el interior de su mochila, invitándole a formar parte de este otro tipo de “escuela de padres y madres”, esta otra manera de formar a madres y padres. Este libro es producto de las verbalizaciones y vivencias emocionales que me han transmitido los muchos padres y madres atendidos, durante más de trece años en el Servicio de Atención a Familias en el que trabajo. También es fruto de las intervenciones y reflexiones de los muchos padres y madres participantes en los diferentes Grupos de Formación que he dinamizado. A todos ellos, por supuesto, debo agradecer todo lo que me han aportado y han querido compartir conmigo. Todos son merecedores de que sus historias deban tratarse con 15 respeto, comprensión, afecto y cariño. Estoy seguro de que estas historias servirán de herramientas para ayudar a otros padres. Muchas de las aportaciones que aquí se exponen no son producto de resultados empíricos pero, no por ello, están exentos de interés para el fin que nos ocupa. Son vivencias, narraciones y reflexiones en torno a la marentalidad o parentalidad, producto de intervenciones y actuaciones con padres y madres, que han sido útiles para el buen ejercicio de la marentalidad o parentalidad; ellos mismos así me lo han señalado. 16 Capítulo 1 Luchando contra el “amor de garrafón”: para ser padre primero hay que dejar de ser hijo Todos los padres con los que he trabajado en los Grupos de Formación de Padres me habrán escuchado decir la siguiente frase: “Lo primero que hay que hacer para ser padre es conseguir dejar de ser hijo”. Es una idea que utilizo mucho para incidiren la imposibilidad de adoptar el rol de padre de una forma sana si todavía tenemos interiorizado fuertemente el rol de hijo. Esta reflexión se constituye en una herramienta que siempre va conmigo cuando trabajo con padres, siendo una de las primeras ideas que me gusta compartir con ellos. “Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”, señalaba Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español perteneciente a la generación del noventa y ocho. O se interpreta la vida como un padre o se la concibe como un hijo, pero estas dos formas de percibir la vida no tienen cabida en la misma morada. Algunas dificultades emocionales y de conducta de los hijos vienen derivadas a causa de que los padres todavía no tienen superada esta situación, afectando a su capacidad empática. Nos encontraríamos con padres a los que les resulta difícil conectar con las emociones y la subjetividad de sus hijos. Cuando un padre todavía tiene interiorizado de forma significativa el rol de hijo, percibe las necesidades emocionales de sus padres y también las suyas propias, de forma prioritaria, aún incluso teniendo hijos. Y es aquí donde se manifiesta el problema. Independientemente de la edad cronológica que uno posea, pensar como hijo supone satisfacer todavía una serie de necesidades emocionales que, en ocasiones, entran en contradicción con aquellas que tenemos que satisfacer como padres en nuestros hijos. Cuando surgen problemas en la parentalidad podemos observar cómo los padres, en ocasiones, están muy motivados a contentar a sus propios padres con el objetivo de lograr todavía protección y apoyo emocional, y es al contrario. Es precisamente a nuestros propios padres a los que, algunas veces, hay que decirles “no” para que 17 nuestros hijos encuentren en nosotros, sus padres, figuras de protección, apoyo y contención emocional. Es difícil que un padre pueda amar de forma madura a su hijo si todavía sigue buscando protección emocional en sus propios padres. En este caso podrá proporcionar a los hijos un tipo de amor más próximo a un “amor de garrafón”, pero nunca llegará a contemplar un amor maduro y complejo, el verdadero amor. Cuando los padres perciben la vida desde su mirada de hijo, todavía se dejan influir de forma importante por las opiniones de sus propios padres para cumplir las expectativas de estos, adoptando de esta manera un rol subordinado. Susana es madre de una niña de tres meses. Había adquirido el hábito, ya de muchos años, de visitar a su madre todos los días y siempre, aproximadamente, a la misma hora. Lloviese, hiciese calor o tronase, Susana llevaba a cabo la correspondiente visita a su madre. Esta última siempre esperaba ansiosa esta visita. La gripe y los constipados se constituían en las únicas causas que impedían, en puntuales ocasiones, que Susana no cumpliese con su tarea de todos los días, con la “obligación” de ver a su madre. A pesar de la irrupción de la marentalidad, Susana seguía cumpliendo con su tarea de verla, aún sin disponer del tiempo necesario. Todo hubiese sido más fácil si no fuese porque la distancia que la separaba, a pie, del domicilio de su familia de origen, era considerable. En algunas ocasiones, llegaba a posponer la toma de su bebé con la idea de dar el pecho en casa de su madre. Así también se lo pedía esta última, en alguna ocasión. Todos estos comportamientos me hacían pensar en la sobrevaloración que hacía Susana de las necesidades emocionales de su madre, en perjuicio de las de su hija. También en su necesidad de búsqueda de valoración y afecto, producto de carencias sufridas en la infancia en relación a su familia de origen. Susana aún percibía la vida desde el rol de hija mucho más que desde el rol de madre. Todo pasa por trabajar este proceso de autonomía emocional que tenemos que hacer en relación a nuestros propios padres. En el momento de revisar nuestra mochila, tendríamos que buscar en qué grado somos dependientes, emocional y afectivamente, de nuestros progenitores. Y es que, para resolver de forma adecuada esta cuestión, en mi opinión, a los padres habría que entenderlos pero no obedecerlos, sobre todo cuando los intereses de la familia de origen entran en contradicción con las necesidades de un hijo y más si este último es un bebé. Durante esta tarea de ser padres nos encontramos momentos en los que las necesidades de nuestros hijos y las de nuestros padres pueden entrar en conflicto y que habrá que resolver a favor de nuestros hijos, sin olvidar entender a nuestros padres. Comprender a nuestros padres supondrá escucharlos y no enfadarnos con ellos, implicará conocer la cultura de donde proceden y también su historia personal, pero entenderlos no conlleva en absoluto tener que hacer lo que ellos demanden. Que me disculpen nuestros progenitores pero, como padres que somos, primero deben estar nuestros hijos. En su momento, y de la misma manera, nosotros 18 debimos haber ocupado ese primer puesto para nuestros padres; eso sí, siempre que el ejercicio de la parentalidad se hubiese desarrollado dentro de los cauces “normales”. En el caso anteriormente expuesto, Susana aún buscaba en la figura de su madre protección, apoyo emocional, valoración y afecto de un tinte más infantil que maduro, difícil de identificar y gestionar para ella, que le impedían, en cierta manera, ejercer una marentalidad empática con su hija y darse cuenta de sus necesidades básicas. Susana necesitaba una figura afectiva que pudiese identificar y contener sus emociones. Para este propósito “buscaba” constantemente a su madre pero nunca llegaba a “encontrarla”. En esta situación anímica de Susana jugaba un papel importante una historia personal y familiar sellada por actitudes autoritarias, con excesivo control y frialdad afectiva que provenían, sobre todo, precisamente de su propia madre. A pesar de no “encontrar” a esta última, Susana no renunciaba a seguir implorando un amor maternal imposible, intentado, de alguna manera, paliar su dolor y su emoción de tristeza. Se hacía necesario en esta madre, en un primer lugar, el poder identificar y, por tanto, proporcionar el valor necesario a su emoción de tristeza y entender o comprender su origen, aceptándola, con la finalidad de no seguir “buscando” donde no iba a poder “encontrar” nunca. La aceptación de esta situación favorecería un vínculo más funcional con su bebé. Y es que, para ser padre, es necesario también elaborar y asumir el correspondiente duelo, debiendo alcanzar la osadía de cortar el cordón umbilical que nos une a nuestros propios padres; yo diría, incluso, que este hecho se hace todavía más necesario, sobre todo, cuando estos últimos han proporcionado más un “amor de garrafón” que un amor complejo y maduro. Carla, madre soltera, vivía en el domicilio de sus padres. Se mostraba bastante permisiva con su hijo de trece años, lo que producía que este último, poco a poco, se fuese convirtiendo en un pequeño tirano. La cuestión clave se fundamentaba en el momento en el que Carla tenía que poner límites. Sabía perfectamente cuándo y cómo los tenía que poner, sin embargo, cuando lo hacía, aparecía en escena la abuela del niño, la madre de Carla, manifestando lo apenada que se sentía cuando Carla intentaba castigar a su hijo. Carla sabía que, sin establecer límites a su hijo, no estaba actuando bien. Sin embargo, no podía apenar a su madre con sus comportamientos, le “debía” mucho, su madre le había cedido un espacio en su casa acogiéndola, tanto a ella como a su hijo. Esta situación, entre otras, le “obligaba” a tener que pagar esta “deuda”, incluso sabiendo que perjudicaba a su hijo. La dependencia e independencia emocional de los padres no debería ser abordada como una cuestión de todo o nada, sino más bien como un continuum en el que todos podemos situarnos en algún punto, intensidad o grado. Invitar a los padres a que reflexionen en torno al grado de dependencia emocional que presentan hacia sus progenitores es cuestión clave para el ejercicio de la parentalidad y marentalidad. Enel caso anterior, Carla nos manifestaba su deseo de no apenar a su madre con sus 19 comportamientos. Ya en el pasado, su madre se encargó de hacerle saber lo decepcionada que estaba con ella por haberse quedado embarazada y convertirse en madre soltera. Este suceso generó en Carla, en su momento, emociones de culpa y vergüenza significativas e implacables. Estas emociones, en este caso tan infructíferas para Carla, se despertaban nuevamente y, en ocasiones, durante el ejercicio de la marentalidad, sobre todo en los momentos que había que poner límites a su hijo. En esos momentos su “desencantada” madre aparecía en escena, sucediéndose de nuevo en Carla los fantasmas del pasado con la consiguiente vergüenza y culpa. La “defraudada” madre (y también Carla) seguían resistiéndose al pasado, no aceptándolo tal como fue. Una vez identificadas, por parte de Carla, sus emociones de culpa y vergüenza, era necesario que las gestionara de forma adecuada. Para ello, debía mostrar una actitud amorosa con estas emociones, atendiéndolas comprensivamente y aceptando el pasado y su historia; en mi opinión, una buena forma de que Carla se desligase de su rol de hija y del cumplimiento de ciertas “obligaciones” con su madre. Como apunta Simón (2003) es como rescindir un contrato y verse liberado de toda la retahíla de obligaciones que su cumplimiento comporta. De nuevo, unas emociones dolorosas de una madre, avivadas durante la marentalidad y producto de una historia. En este orden de cosas, sería oportuno, por tanto, indagar sobre la cuota de endeudamiento emocional que presentan los padres en relación a su familia de origen y cómo actuar en este sentido cuando pueble en ellos la parentalidad y marentalidad. Por último, les planteo un caso en el que también se puede entrever la idea principal de este capítulo; sin embargo, en esta ocasión el problema se presenta más escondido que en los casos anteriores. Se trata de una madre que viene derivada por el psiquiatra, la cual presenta ciertos síntomas “llamativos” que esconden una historia de necesidades emocionales todavía por satisfacer y que empiezan a afectar a su bebé: Andrea es madre de un bebé de cuarenta días. Demanda ayuda psicológica porque, desde que irrumpió la maternidad, y no antes, ha comenzado a tener algunas conductas repetitivas. Estos actos, sobre todo, consisten en lavarse las manos varias veces. De esta forma, y según explica, evita contagiar a su hijo y previene que enferme. Además, también manifiesta que no deja a nadie coger en brazos a su bebé, y tampoco tocarlo, por miedo a que se contagie con algo peligroso y pueda llegar a enfermar. Ningún miembro de su familia, incluidos madre, padre y hermanos, ha cogido aún en brazos al bebé, ni lo ha acariciado. Andrea, sobre todo, ha estado muy pendiente de que nadie toque las manos de su hijo, porque “todo se lo lleva a la boca”. En el intento de indagar lo que puede sucederle a esta madre en torno a sentimientos, emociones y pensamientos en relación a este hecho, Andrea verbaliza que todo esto lo hace para que su bebé no enferme y no se contagie por algo que pueda perjudicarle e insiste en que todo esto lo hace por su bebé. Sin embargo, se observa cómo en otros aspectos de su vida, como por ejemplo en las relaciones sociales o en el trabajo, siempre hace esfuerzos significativos para presentarse a los demás como una persona perfecta e “inmaculada, sin manchas”, es decir, no quiere 20 que nadie se enfade con ella, intenta satisfacer a la gente y no suele enojarse con nadie. Sostiene que “me es difícil enojarme, me cuesta expresar mi malestar y enfado, me sentiría mal si hago daño a la gente, me sentiría culpable”. Le indico entonces que, efectivamente, no muestra sus emociones displacenteras, pero con la finalidad de eliminar la probable culpa que le despertaría el hecho de expresarlas, de hacerlas públicas. En realidad, el objetivo se centraría más en su persona (en paliar su culpa), que en los demás (en no hacerles daño). En verdad, no obedece tanto al hecho de que no quiera hacerle daño a nadie, sino más bien que no desea hacerse daño a ella misma. Le señalo que, aunque le parezca sorprendente, es probable que esto mismo le pueda ocurrir en la relación que establece con su bebé. Todos estos rituales de limpieza no se suceden tanto para no contagiar a su hijo, como para no sentirse culpable en el caso de que este hecho sucediese. Sería muy doloroso para ella percibirse, o que la perciban, como una madre incompetente por permitir que su hijo se contagiase con algo perjudicial para su salud. Cuando se explora la historia personal de esta madre, nos detalla que siempre ha intentado satisfacer a su propio padre, que en la actualidad sigue intentándolo y que le haría sentirse muy mal que en algún momento hiciese algo que pudiera enfadar o entristecer a su progenitor. De ninguna manera quiere verse como una hija indigna o deshonrosa para su padre. Refiere que su progenitor le comenta, en muchas ocasiones, que si ella está mal, él se pone muy triste, con lo cual, ella se siente responsable del estado de ánimo y de las emociones de su padre. Asimismo, nos dice que desde que nació su bebé se ha ido a vivir a casa de sus padres, ya que ellos se lo pidieron con la idea de “ayudarla en el cuidado de su niño los primeros días”. Comenta que ella y su marido desean marcharse y vivir en su propia casa pero que, por un lado, no es capaz de llevarle la contraria a su padre y, consecuentemente, él pueda ponerse triste; y por otro lado, se muestra insegura y cree que no va a ser capaz de cuidar sola a su bebé. De esta manera, siente que necesita ayuda, protección y seguridad emocional por parte de sus figuras parentales. Estamos ante un caso en el que unas necesidades emocionales no satisfechas por parte de una madre, y también por parte de su propio padre, están desembocando en una serie de perjuicios para un bebé de poco más de un mes de vida. En efecto, la madre todavía tiene necesidades infantiles no cubiertas de protección y seguridad emocional, que no es capaz de gestionar, y su propio padre ha necesitado siempre que su hija lo satisfaga; ninguno de los dos es capaz de anteponer las necesidades emocionales del bebé a las propias. Andrea tiene que empezar a ser consciente e identificar la posición que aún ocupa, situándose todavía en el rol de hija y posponiendo claramente su rol de madre. Por otro lado, es necesario que comience a plantearse cómo decir no a su padre en los momentos que sean necesarios, con la idea de poner en práctica una marentalidad empática y poder centrarse, sobre todo, en las necesidades de su hijo en general, y en las emocionales, en particular. 21 La finalidad es la de no cometer estos errores y satisfacer de forma adecuada las necesidades básicas de los hijos. Cuán necesitados emocional y afectivamente están los padres de los abuelos y estos de los padres. Son preguntas necesarias antes de la irrupción de la parentalidad o durante el desarrollo de la misma. Las respuestas a estas cuestiones van encaminadas a satisfacer uno de los retos de la parentalidad y marentalidad: debemos educar y vincularnos con nuestros hijos de tal forma que no nos necesiten. 22 Capítulo 2 Cuando no somos empáticos y maltratamos nuestras emociones y las de nuestros hijos Si en este momento pidiese al lector que diese una definición de “empatía”, es probable que la mayoría no tuviese excesivas dificultades para elaborar un enunciado más o menos coherente que haga referencia a esta capacidad del ser humano. Es posible que hablasen de “la capacidad para ponerse en el lugar del otro”, “ponerse en los zapatos o en la piel del otro”, “saber cómo siente y piensa el otro”… Sin embargo, una cosa es definir la empatía y otra muy diferente y más compleja es ponerse en el lugar de los hijos. Francamente creo que a los padres, en general, nos resulta a veces complicado “ponernos en los zapatos de nuestros hijos”. La empatía abarca saber gestionar las emociones propias y las del otro y esto,hoy en día, me temo que son palabras mayores. Nuestra historia personal y educativa en relación a las emociones podría constituirse en una de las razones que pudiera explicar la adquisición de estas dificultades. Así, si la empatía implica “estar en los zapatos del otro”, ¿por qué entonces cuando alguien sufre, supongamos a causa del fallecimiento de un ser querido, generalmente no dejamos que exprese su sufrimiento a través de la emoción? La persona que está pasando por un duelo tiene esta necesidad, el deseo de expresar tristeza y pena. Sin embargo, con nuestro comportamiento y nuestras palabras reprimimos e interrumpimos a menudo esta expresión, “no llores”, “no te pongas triste”, “tienes que salir”, “toma esta pastilla, te quitará la tristeza”… ¿Sabemos realmente ser empáticos, entonces? Cuando comento estas cuestiones con padres y madres, siempre hay alguien que me pregunta, “…entonces, ¿qué tenemos que hacer cuando nuestro hijo está triste? ¿Qué hay que hacer para eliminar la tristeza?”. Intento responder a esta demanda de la siguiente manera: “dejad que el agua del río corra”. Cuando broten en el niño emociones y sentimientos, es mejor dejarlos que fluyan y no limitarlos, no podemos atajar la tristeza bruscamente. Todo lo contrario, si dejamos que fluya, terminará por desaparecer y si la limitamos bruscamente, se enquistará y de una forma insana seguirá asomando la cabeza a lo largo del tiempo. 23 Para mí, la expresión de las emociones es tan necesaria para la salud como lo es la satisfacción de las necesidades fisiológicas. Así, si reprimimos o interrumpimos la necesidad de ir al baño de una persona, le haremos un flaco favor y muy probablemente pueda llegar a enfermar. Eso mismo sucede con las emociones. La solución no está, por tanto, en qué hacer para eliminar la tristeza, sino más bien en qué hacer para ayudar a expresarla de una forma saludable. En este sentido, cuando alguien está triste y necesita expresar la tristeza de una forma sana, ¿qué podría demandar o necesitar de alguien que está a su lado? Probablemente, todos estaremos más o menos de acuerdo en que reclamaría escucha, seguridad, protección, acompañamiento… Entonces, ¿por qué no proporcionamos al otro estas necesidades? ¿Por qué nos empeñamos en utilizar herramientas encaminadas a atajar bruscamente la tristeza? Reflexionando un poco, podemos concluir que pudiera ser debido a nuestro propio miedo, al que pudiésemos presentar al enfrentarnos a las lágrimas del otro, porque no estamos preparados; también por temor a nuestro propio sufrimiento, quizás porque nosotros mismos también padecemos con el sufrimiento del otro. Es posible que, todas las causas que puedan explicar el porqué no permitimos que el otro pueda expresarse emocionalmente libre, se reduzcan al hecho de no tratar bien precisamente nuestras emociones, no concediéndonos permiso para expresarlas y sentirlas. Considero que esta mala gestión emocional se hace todavía más infame cuando nos tenemos que enfrentar a las emociones de los más pequeños, las de nuestros hijos. Si nos cuesta gestionar las emociones en las relaciones que establecemos con otros adultos, mi experiencia es que todavía más complicado nos resulta agenciar las emociones de los niños y más aún si son nuestros hijos. Un buen ejemplo de esto último podemos observarlo en la forma que tienen los padres de gestionar con los hijos las emociones que se despiertan en estos últimos en los momentos que existe la rivalidad fraterna (Brett, 1988). El siguiente caso es un ejemplo adaptado de esta autora. Supongamos que hoy mismo tu pareja y tú os encontráis después de unas horas desempeñando las correspondientes tareas laborales. Os saludáis, os besáis, os contáis las peripecias acaecidas ese día en vuestros respectivos trabajos. De pronto, tu pareja te dice que te prepares para una sorpresa, mejor, “¡una gran sorpresa!”, “¡tengo una gran noticia que darte!”, “¡te va a encantar!”, “¿sí?, ¿de qué se trata, cariño?”, respondes tú ilusionada. Inmediatamente se pone en marcha toda tu maquinaria imaginaria que requiere esta situación y comienzas a pensar, ¿será un viaje?, ¿una cena romántica en un lugar único?, ¿ese regalo tan especial que siempre he deseado y que indirectamente le he planteado en algunas ocasiones? Verdaderamente, debe ser algo muy especial, porque él está tan contento, tan emocionado. “Dime, cariño, por favor, me tienes totalmente intrigada”. Y él te dice: “En pocos días vendrá otra mujer a casa y va a vivir con nosotros”. “¿Cómo dices, cariño?, creo que no te he entendido bien”, le dices tú. “Sí, mujer, en unos días, una o dos semanas como mucho, vivirá en nuestra casa otra mujer y se quedará con 24 nosotros para siempre”. “Pero… no entiendo, ¿qué quieres decir?, le vuelves a espetar tú (ahora ya, nótese que la expresión “cariño” deja ya de verbalizarse). “Sí, verás, como es nueva en casa y no sabe dónde están todas las cosas, ni cómo funcionan, tanto tú como yo le explicaremos todo, para hacerle la vida más fácil en casa, para que se adapte bien y para que esté muy contenta y feliz”. Poco a poco vas aterrizando, comienzas a poner los pies en tierra firme. “Es tan joven, tan tierna, tan afable, tan fina…”, te sigue explicando. Aparte de que la expresión “cariño” ya la dejaste de utilizar hace un rato, ahora ya te apetece más cambiarla por otro vocablo más cercano a la emoción que sientes cada vez que va abriendo la boca y le dices: “Pero… ¿qué me estás diciendo, malnacido?, “No te enfades, mujer”, te dice él, “si te va a encantar, vas a compartir tus cosas con ella (no nos olvidemos que hay que compartir), saldremos con ella y lo pasaremos muy bien todos juntos”. No sabes dónde meterte, no hay sitio en casa para esconderte, quizás tampoco encuentres lugar fuera. “De todos modos, tú eres mayor que ella, más madura y, en realidad, ya no me necesitas tanto, es obvio que a partir de ahora le dedique más tiempo a ella”. Tus emociones más “despreciables” se están revolucionando, es posible que te entren ganas de agredirle, bien fuerte y echarlo a patadas de casa. En este momento tu pareja coloca la guinda al pastel, es el instante en el cual te dice: “Debemos habilitarle una habitación, pero al principio, como es tan joven, tan indefensa, dormirá con nosotros, en nuestra habitación”, “¿a que te encanta la sorpresa…? ¿A que sí, cariño?” Si hacemos un análisis de todas las emociones que se te han podido alborotar con este caso (si realmente te has puesto en el lugar) y tuviésemos que etiquetarlas, podríamos señalar las siguientes: rabia, odio, tensión, tristeza, decepción, temor, miedo, vacío, desconfianza, inquietud… Pues bien, es muy probable que estas mismas sean las emociones que pueda experimentar nuestro hijo cuando tiene celos, producto del nacimiento de su hermanito. Pero querría añadir más con respecto a los celos, aquí no acaba todo. Imaginemos ahora que quieres expresarle a tu pareja todas estas emociones, deseas quejarte, enojarte con él, expresarle cómo te sientes realmente, lo dolida que estás. Le dices, por ejemplo: “Estoy muy dolida, me has hecho mucho daño, me duele mucho saber que otra mujer se va a quedar a vivir con nosotros, en nuestra casa, toda la vida, tener que compartirte… dónde está la sorpresa que me decías, eres un…”. Y te responde él: “No te enfades, no sé por qué tienes que ponerte así, no tienes razón, eres una exagerada, ¿no ves que ella es más joven que tú y más indefensa? Si sigues en esta actitud atente a las consecuencias”. Pues bien, estos mismos podrían ser también los comentarios y actitudes que comúnmente encuentran los niños en sus padres cuando intentan expresar los celos; frecuentemente, reaccionamos de esta manera. Si hacemos un análisis y etiquetamos de nuevo las emociones que se han podido despertar en ti con estas últimas palabras que ha verbalizado tu pareja, es muy posible que hayas experimentado las 25 mismas emociones que antes, pero todavía en mayor grado, con mayor intensidad, además de surgir un nuevo sentimiento, quizás el másdoloroso de todos: “no me siento entendida, no te pones en mi lugar”. Es muy posible, también, que sea de esta manera como se sienta un niño que, aparte de sentir celos, se encuentra con unos padres que no están dando muestras de ser empáticos, porque no lo entienden, entre otras cosas, porque niegan, reprimen y no dejan que el niño exprese estas emociones, no siendo capaces de gestionarlas bien. ¿No sería más fácil para todos hacerle ver al niño que lo entendemos cuando llegan a despertarse en él todas estas emociones? Así, ante esta situación podríamos presentarnos al niño de esta otra manera: “¿Qué te ocurre, hijo?, ¿estás molesto?, lo estás pasando mal, ¿verdad, cariño? Te entiendo”. Quiero dejar claro que no se trata solo de una cuestión en la que hay que emitir ciertas palabras, ya se comentó anteriormente que son muy importantes los sentimientos, emociones y pensamientos que acompañan a estas palabras. No consiste solo en decirle “Te entiendo”, consiste en sintonizar con el niño. Es por esto último, precisamente, que es importante redefinir nuestra historia vincular y personal. De esta manera, estaríamos colocando un colchón para que la caída y el golpe que se va a dar nuestro hijo no sean tan dolorosos. Es obvio que los celos duelen, es lógico pensar que el niño vaya a pasarlo mal y reclame la misma atención que los padres le proporcionaban antes del nacimiento de su hermanito, pero depende de la actitud y respuesta que adopten los padres con esta emoción el que lastimen más o menos. El niño necesita expresar su malestar y los padres debemos ser tolerantes y comprensivos con estas emociones. Podríamos señalar que, estadísticamente, es frecuente que los padres no permitan la expresión de los celos en los hijos. ¿Por qué? Pues porque desde la sociedad y la familia (otra vez, nuestra historia) se nos enseña desde muy pequeños la idea de que existen emociones que se catalogan como “negativas”, son emociones que tienden a interpretarse como cercanas a lo “peligroso” y, por tanto, no deben manifestarse. Les indico que, a mí particularmente, no me gusta el calificativo “negativa” para etiquetar una emoción, me atrae más el término “displacentera”, término, precisamente, que he querido utilizar para componer el título de este libro. Creo que tiene una connotación diferente clasificar una emoción como “negativa” a hacerlo como “displacentera”. Igualmente, no es lo mismo sentir emociones “placenteras” que “positivas”. El término “negativa” nos conduce a pensar en algo censurado o desaprobado, sin embargo, lo “displacentero” hace referencia a lo insatisfactorio o no agradable. Entiendo que no todo lo insatisfactorio deba ser censurado. Y una de esas cosas a las que me estoy refiriendo son precisamente las emociones que nos disgustan (vergüenza, ira, odio, tristeza, estados emocionales, decepción, culpa, vacío, incomprensión, miedo…). Soy de la idea de que todas las emociones son positivas y saludables, tanto las placenteras como las displacenteras, y creo que así deberían transmitírnoslo desde muy 26 pequeños, desde la familia y también desde el colegio. Así, les revelo que es maravilloso poder observar cómo una niña perteneciente a la etapa de Educación Infantil explica en una “asamblea” a sus compañeros de clase cómo ese día se encuentra muy triste porque ha fallecido su pez; a la vez, sus compañeros la escuchan, sin juzgarla, sin criticarla, planteándose todos de qué forma pueden ayudarla. Sorprendía un poco observar cómo se generaba una situación totalmente natural y espontánea. ¿Somos capaces de imaginarnos, nosotros, en una reunión de trabajo, con una veintena de compañeros, expresando nuestra tristeza en público, con los demás escuchándonos, sin juzgarnos, y, por último, planteándonos soluciones con la idea de ayudarnos? Difícil, ¿verdad? Asimismo, si un niño expresara celos, sería saludable que los manifestase sin sentir ningún grado de desasosiego por hacerlo, está sintiendo espontáneamente esta emoción y, además, necesita expresarla. El cómo manifestarla es otra cuestión y es en este aspecto donde sí tendría cabida el verbo censurar, sobre todo, cuando nos estamos refiriendo a ciertas conductas manifiestas, ligadas a las emociones displacenteras, que hacen daño a los demás o a sí mismo. Dediquemos ahora algunas palabras a otra emoción displacentera, también presente en los niños: la tristeza. Comenzaré con un ejemplo concreto y formulando una pregunta concreta en este sentido: ¿por qué cuando a un niño se le pierde un objeto muy preciado y valorado por él, le respondemos generalmente con un “no te preocupes” o con un “no pasa nada”? Sucede en varias situaciones, una de ellas podría ser la siguiente: Un niño de cinco años que juega con su pelota en la calle. De pronto, y accidentalmente, realiza un lanzamiento desafortunado que hace que su pelota caiga sobre un tejado. El niño llora, ha perdido su pelota, está triste. Corre hacia su padre demandándole consuelo, le dice que su pelota se ha perdido. El padre le contesta: “No te preocupes hombre, que no pasa nada”. Vamos a imaginar ahora que un día, después del trabajo, nos disponemos a coger nuestro coche para volver a casa. En un descuido chocamos accidentalmente con otro coche y la avería producida es de tal gravedad que nuestro coche queda inutilizado. O mejor, salimos del trabajo y nuestro coche no está, ¡nos lo han robado!, nos hemos quedado sin coche. Da igual un ejemplo que otro, lo importante es que lo imaginemos por un momento, pongámonos en el lugar, sintámoslo. ¿Qué sucedería en nosotros? ¿Qué sentiríamos? Es muy posible que nos abordasen sentimientos de frustración, rabia y mucha tristeza. Tampoco estaríamos para muchas bromas, ¿verdad? Cinco minutos después nos encontramos con un amigo y le comentamos la desgracia que nos ha ocurrido con el coche, con la intención de compartir toda la revolución emocional que en esos momentos tenemos, a lo cual nuestro amigo nos responde: “No te preocupes hombre, que no pasa nada”. “¿Qué?... ¿Cómo?... ¡Venga ya, hombre!”, “¡cómo que no me preocupe!”, “¡cómo que no pasa nada!”, “me he quedado sin coche, ¿no te enteras?”, “parece que no le estás dando importancia a lo que me acaba de suceder”. 27 Pues, posiblemente, así es como deba sentirse un niño que desgraciadamente acaba de perder algo tan valioso para él como es su pelota y que, además, intenta compartir con su padre su dolor y no encuentra consuelo en él. Paso a continuación a señalar un caso que atendí hace un tiempo, para que pueda servir igualmente como ejemplo, en el que también aparece una dificultad a la hora de gestionar el mundo emocional de un niño. Esta vez hablamos de la emoción de desgana o apatía, que también puede aparecer en los niños: “Papá, hoy no tengo ganas de ir al cole”, le decía Andrés (niño de ocho años) a su padre al levantarse una mañana de un día lectivo cualquiera. Las emociones, afectos, vivencias, representaciones y recuerdos que en ese momento se generan en su padre al oír esta frase de boca de su hijo no tienen desperdicio desde la perspectiva que nos ocupa. Durante las entrevistas mantenidas con él reconoce que su repuesta fue poco afortunada y exagerada: “¡Cómo que no quieres ir al colegio!” “¡Vas a ser un vago toda tu vida!”, “quieras o no, te llevaré a rastras si hace falta”, le responde su padre. ¿Quién de los adultos que está leyendo este libro no ha sentido alguna vez desgana a la hora de ir al trabajo? Venga, me arranco yo el primero. Tengo que reconocer que algunos días me cuesta levantarme cuando me suena el despertador temprano para cumplir con mi quehacer profesional. He llegado a sentir rabia por ese sonido del despertador y entre quedarme acostado e ir a trabajar, algunos días he preferido quedarme acostado. ¿Esto quiere decir que no he ido a trabajar? Pues no, no es eso. Allí estoy, en mi trabajo y puntual. Estaremos de acuerdo que una cosa son las emociones y los deseos y otra, muy diferente, la conducta, ¿verdad? Pensemos en la siguiente situación. Una mañana cualquieranos suena el despertador. Nos disponemos a levantarnos temprano para ir al trabajo. “¡Qué pocas ganas tengo hoy de ir a trabajar!”, le decimos a nuestra pareja. “¿Cómo dices?, ¡eres un vago y vas a ser un vago toda tu vida, te voy a llevar al trabajo a rastras!”, nos responde nuestra pareja enfurecida. Es difícil de imaginar, ¿verdad? Pues bien, ¿por qué a veces nos es tan difícil separar en nosotros mismos –como en los demás y más concretamente en los niños– por un lado el deseo y, por el otro, la conducta potencial que pudiera ir ligada al deseo? Está claro que desear no implica necesariamente actuar. El padre de Andrés tenía serias dificultades para establecer dicha diferencia, lo que me llevó a tratarlo con él con la finalidad de que lo pudiera hacer un poco más consciente. Una vez que le expliqué esto último, me comentó: “Entonces, ¿qué hago?, ¿dejo que mi hijo se salga con la suya y no vaya a clase?” “Pues no”, le respondí, “tu hijo tiene que ir a clase, pero bien podrías decirle que lo entiendes, prueba a decirle que sabes muy bien lo que él puede sentir. Incluso le podrías decir que tú mismo has sentido cosas similares y luego con todo el cariño del mundo le instas a que vaya a clase”. 28 Me relataba el padre de Andrés, hablando de su infancia, que siempre había tenido la idea de no haber sido un buen hijo, su padre le había transmitido que no había sido lo suficientemente bueno para él, tenía la sensación de que nunca fue capaz de cumplir y satisfacer las expectativas que su padre había depositado en él. Buscaba constantemente, pero nunca encontraba la aprobación de su exigente y riguroso padre. La presión que sufría era importante y para alcanzar el visto bueno de su progenitor debía alcanzar la perfección. Los sentimientos, emociones y deseos de su hijo Andrés, le recordaban, de vez en cuando, sus propias emociones y deseos, esos que siempre había tenido que reprimir y maltratar debido a que le habían trasmitido desde su infancia que la queja y la emoción displacentera eran sinónimos de imperfección. Había tratado muy mal sus emociones, las había gestionado mal; también las de su hijo Andrés. Este ejemplo nos ayuda a percibir cómo las necesidades naturales de los niños, como puede ser la de manifestar las emociones displacenteras, evocan en los padres sus propias vivencias infantiles que, si no fueron adecuadamente contenidas o comprendidas por sus propios padres, ocasionan la necesidad de negarlas. Además, tienden a evitarlas en los hijos para defenderse de los eventos dolorosos de su propia historia (Mesa, Estrada, Bahamón y Perea, 2009). Es esta una manera más de proporcionar a los hijos un amor carente de autenticidad, esto es, un “amor de garrafón”. Paseo tranquilamente con mi familia por una plaza, a mediodía de un día seis de enero, observando cómo los niños juegan y exhiben los regalos que les han traído los Reyes Magos. El día es agradable e invita a que todos los niños salgan a la calle a disfrutar de sus regalos. En un momento determinado observo cómo a una niña de poco más de dos años se le antoja coger el triciclo de un “amiguito” con el que se encuentra de forma casual. El niño se resiste y dice que no, que el triciclo es suyo y que no se lo deja, no lo comparte. La niña insiste e intenta cogerlo a la fuerza, a lo que el niño responde gritando. El padre del niño se encuentra a unos metros hablando con otras personas. Al escuchar las quejas y el enfado de su hijo se acerca, le echa una bronca al niño con un “Hay que compartir” y le exige que le deje el triciclo a la niña inmediatamente, de hecho, en un momento determinado del tira y afloja, le quita el triciclo y se lo da a la niña para que disfrute un ratito de él. El niño llora desconsoladamente, no solo porque le acaban de “robar” su triciclo, sino, también y sobre todo, porque el padre retorna al lugar donde estaba, con los otros padres, sin prestar atención a las emociones de tristeza y rabia de su hijo, sin reparar el daño. Mientras estaba observando la escena me imaginaba lo que pudiese haber ocurrido si a este padre adulto alguien no familiar para él pasa accidentalmente por el lugar donde se encuentra hablando, se le acerca y le pide que le deje su coche nuevo para desplazarse a alguna ciudad. Ese automóvil tan reluciente, tan limpio, que acaba de comprar y tiene ahí aparcado, cerquita, exhibiéndolo a la gente; sintiéndose tan orgulloso de su coche nuevo. Pienso que lo más probable es que este padre respondiese con un “no”, es posible que intentara dar alguna explicación que pretendiese convencer, o quizás no, ¿por qué acaso iba a tener que prestar su coche nuevo a 29 alguien que no conoce o que apenas sabe quién es? Pero aquí no acaba todo, en un descuido, el desconocido le quita las llaves, se monta en su coche y se lo lleva, eso sí, le dice que prestado, porque hay que compartir y que luego se lo devuelve. Es muy posible que este padre montase en cólera, maldecirá al que se lo ha quitado e, incluso, cabe la posibilidad de pedir ayuda, quién sabe, a lo mejor hasta a la policía. Paralelamente, le cuenta a alguien afectivamente significativo para él, un amigo por ejemplo, cómo le hace sentir lo que le acaba de suceder, y este le responde enfadado (insisto, enfadado) diciéndole lo siguiente: “Hay que compartir”. Lo mira fijamente e inmediatamente después lo ignora… ¡se va, sigue su camino! ¿Se imaginan cómo llegaría a sentirse este padre? Seguramente, rabia, tristeza, decepción y falta de comprensión sería lo que predominaría en este hombre. ¿Por qué, generalmente, no proporcionamos el mismo valor a las emociones de un niño que a las de un adulto? ¿Acaso no tienen el mismo valor? Para el adulto, en ocasiones, el niño parece ser un extraño debido a que la sociedad ha edificado un muro entre el adulto y el niño, situación en la que este último, me temo, es el que peor parado sale. Parece ser que utilizamos diferentes varas de medir para las emociones, dependiendo de dónde procedan, es decir, en función de quién se emocione. Aún así, los adultos presumimos de ser empáticos e incluso nos atrevemos a hablar de la empatía desde el estrado, jugando a ser “catedráticos de la empatía”, y, sin embargo, no somos capaces de entender y gestionar la frustración de un niño. No solo nos ocurre con el período evolutivo en el que se encuentra aquel que se emociona, también nos sucede con el género de la persona. En efecto, los hombres lo hemos tenido siempre un poco más complicado. Tradicionalmente, el valor que se le ha concedido a las emociones de los varones ha sido diferente al de las mujeres. A los hijos no se les ha permitido expresar las emociones con la misma disposición que con la que se ha acompañado las emociones de las hijas. Hoy en día todavía se puede escuchar a algunos progenitores (de sexo masculino) espetar a los hijos (de sexo masculino) esa losa de “los hombres no lloran”. Al hilo de lo que se está diciendo, hace un par de años en otro lugar (Serrano, 2013) e indagando cómo podían influir los conflictos conyugales en los síntomas psicopatológicos de los hijos, se obtuvo entre otros resultados que los padres se sentían más a gusto en su relación de pareja que las madres. Se entrevistaron en un contexto clínico de demanda de ayuda psicológica a parejas heterosexuales, progenitores de niños con síntomas psicopatológicos, obteniéndose que más del cuarenta y tres por ciento de las madres consultadas se sentían insatisfechas con su relación de pareja, siendo poco más del ¡dieciséis por ciento! el porcentaje que se obtuvo con los padres. En la interpretación de los resultados cupo pensar que las madres se habían dado mayor permiso para expresar las emociones displacenteras que el que se habían concedido los padres, a los que les costaba más “desnudarse” emocionalmente ante la figura del psicólogo. Es probable que para los padres existan ciertas emociones y afectos 30 que “no deban” sentirse, que pudieran ser “peligrosas” y, sin ser plenamente conscientes de ello, pudieran estar transmitiéndose tambiéna los hijos varones. Y es que, en general, madres y padres no tratamos bien nuestras emociones. Otra prueba de ello podría ser la facilidad que tenemos para vigilar, en algunas ocasiones y dependiendo de con quién nos comuniquemos, que aquello que expresemos verbalmente no vaya acompañado de ciertos rastros emocionales. Quizás este ejemplo pueda servir para explicarme. Si nos apetece ir al cine con alguien en especial y queremos hacérselo saber, generalmente, se lo transmitimos de alguna manera similar a la que sigue: “Fulanito/a, ¿quieres venir al cine?” o “¿Te apetece ir al cine?” o también quizás con un “¿Vamos al cine?” Sin embargo, si realmente tratásemos bien nuestras emociones deberíamos decir algo así como: “Fulanito/a, me agradaría/encantaría ir al cine contigo, ¿quieres venir?”. Nos comunicamos mucho más desde el “pienso, luego existo” que desde el “me emociono, luego existo”, con los perjuicios que esto puede conllevar en relación a nuestra salud mental y física. Sabemos que produce efectos diferentes y más beneficiosos en un hijo un “Me gustaría que hicieses la cama”, en el que estoy expresando lo que siento, que un simple y frío “Haz la cama”. Reconozcámoslo, no sabemos si a nuestro hijo le gustaría ver su cama hecha, pero parece que a nosotros sí, al menos si es nuestra intención darle esa consigna. Si la naturaleza nos ha proporcionado como herramienta el lenguaje, creo que ha sido con la finalidad de llamar a las cosas por su nombre, incluidos los sentimientos, emociones y afectos. Cuando se trata de emociones, el ser humano se ha convertido en un auténtico especialista en dar rodeos. Cuando se trata del amor hacia los hijos, en ocasiones, nos podemos encontrar progenitores que utilizan un sinfín de estrategias (voy a denominarlas “estrategias no emocionales”) para comunicar ese amor. Es decir, ¿cómo es posible que le podamos transmitir a un hijo que lo amamos, si utilizamos estrategias que no contienen lo puramente emocional? O, mejor, ¿cómo es posible que un hijo se entere de que lo amamos si utilizamos herramientas que no son emocionales? En este sentido, y por ejemplificar la cuestión, no creo que por ponerle más comida en el plato a un niño, este último llegue a entender que lo estemos amando más. Pienso que un hijo no va a sentir que lo queremos más si le damos siempre el filete de carne más grande, quedándonos nosotros (sobre todo las madres) con el más pequeño. No por hacerles a los hijos más cosas van a considerar que los amamos más. Muchas veces nos engañamos, pensando que los hijos van a sentir que los queremos más por hacerles la vida más cómoda. Las madres y los padres que actúan de esta forma me van a tener que disculpar, pero de esta manera los hijos no se enteran de que los amamos. Hay que utilizar las emociones y el lenguaje, hay que abrazar, besar, achuchar… a los hijos, y decirles, mirándoles a la cara, que los queremos mucho. Y no vale solamente con el “amor formal”, ese que consiste en expresarles afecto cuando nos despedimos para irnos al trabajo, o cuando se van a dormir, o cuando es su cumpleaños, o cuando les damos los buenos días, o cuando regresan del colegio. No es suficiente con esto. El niño necesita también del “amor espontáneo”; ese que le podemos expresar cuando estamos 31 sentados en el sillón, viendo la televisión, y “sin venir a cuento” nos levantamos, nos acercamos al niño, lo abrazamos y besamos, y le decimos “Te quiero mucho, hijo”. Por cierto, en este caso da igual que el sujeto amado se trate de un niño de tres años, que de un adolescente de quince, a pesar de que este último nos diga reiteradamente que somos unos “pesados” por achucharlo. En ocasiones, les pregunto a los padres cómo hacen para que su hijo se entere de que lo quieren mucho. También, otras veces, les pregunto directamente si dan besos y abrazos a sus hijos. En algunos momentos encuentro respuestas del tipo: “No mucho, yo es que no soy muy besucón, ni muy sobón”, acompañando esta expresión con un lenguaje no verbal despectivo. ¿Qué habrá podido acontecer en nuestra historia personal para que un sentimiento tan placentero como el amor y el afecto, pueda haber llegado a convertirse en algo displacentero o despectivo? Parece ser que, para aquel que no ha recibido de los de arriba un amor maduro, siempre le va a ser más complicado no dar a los de abajo un “amor de garrafón”. Nótese, por favor, que señalo “más complicado”, no “imposible”. Y les cuento un último ejemplo en relación al maltrato de las emociones. Les aviso que este no es apto para menores de dieciocho años. Es que se trata de una historia de miedo. Estoy comiendo en un restaurante con mi mujer y mis hijos. En la mesa de al lado lo hace también una familia. Integrante de la misma está sentada una niña de poco más de dos años de edad, eso calculo. La niña disfruta de su comida, al igual que sus padres. De pronto, a toda velocidad se aproxima a la niña una mosca, la cual llega a posarse en su brazo. La niña comienza a gritar y a llorar, tira la cuchara saliendo disparada por los aires y salpicando con comida a todo lo que encuentra en el camino. El padre de forma impulsiva responde: “Por Dios, hija, si no es nada, es solo una simple mosca, qué exagerada eres, hay que ver la que estás montando por una simple mosca”. A todo esto, la dichosa mosca no deja de molestar, sigue incordiando a la niña que no para de gritar y de llamar la atención a todos los que estábamos allí presentes. “Deja ya de gritar, hija, que no es nada”, sigue diciendo el padre. Ahora vamos a imaginar que estamos en el mismo restaurante comiendo gustosa y tranquilamente, cuando de repente observamos cómo se acerca rápidamente hacia nosotros un “bicho” peludo, negro y feo, del tamaño de nuestro dedo pulgar aproximadamente (no olvidemos, que la mosca para los ojos de una niña de dos años es percibida de forma diferente a como puede ser percibida por los ojos de un adulto). Es un “bicho” desconocido para nosotros que se posa en nuestro brazo. Seamos empáticos, por favor, y pongámonos en la situación. Estoy seguro que la mayoría se asustaría e incluso alguno sentiría pánico. Gritaríamos y manifestaríamos miedo. En esto que una persona importante afectivamente para nosotros nos contesta: “Por Dios, si no es nada, es solo un “simple bicho”, qué exagerado eres, hay que ver la que estás montando por 32 un “simple bichito”. “Deja ya de gritar, que no es nada”. Aparte del miedo que estamos sintiendo, ¿qué tipo de emociones estaríamos abrigando después de estas palabras? Pues probablemente desprotección y rabia, además de sentirnos escasamente comprendidos. Se podría decir que este padre no se mostraba muy empático con su hija, aparte de que no poseía conocimientos de Psicología del Desarrollo, tampoco es que el Estado nos obligue a tenerlos para ejercer la “profesión” de padres. Posiblemente fuera adecuado que todos los padres, además de saber gestionar las emociones de los menores, conociesen que a esta edad es frecuente que los niños manifiesten miedo a los insectos. Quizás ahora, después de analizar estos ejemplos, estemos en mejor disposición de reconsiderar la actitud empática que tenemos con nuestros hijos, también de reflexionar acerca de cómo nuestros padres en el pasado han gestionado la expresión de nuestras emociones, sobre todo la de nuestras emociones displacenteras. Quizás ahora, no nos cueste tanto reconocer que nuestra definición de empatía se aleja un poco de la actitud empática que realmente manifestamos con nuestros hijos. 33 Capítulo 3 Cuando el niño es percibido como el “retrato” de alguien significativo doloroso Toni es un chico de trece años que presenta síntomas de un Trastorno Negativista Desafiante, esto es, discusiones frecuentes con sus padres y adultos en general, desafía las reglas constantemente, presenta conductas vengativas, rabia, bajo rendimiento académico y problemas sociales. Durante la primera entrevista con los padres, en mi intento de indagar sobre los comportamientos del menor, les pregunto
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