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SENCILLAMENTE JESÚS Una nueva visión de quién era, qué hizo y por qué es importante N. T. Wright (2014) (Título original: Simply Jesus. A new vision of who he was, what he did, and why he matters) ÍNDICE PRÓLOGO PARTE PRIMERA l. UNA CLASE MUY EXTRAÑA DE REY El desafío a las Iglesias Dentro de los evangelios 2. LOS TRES PROBLEMAS 3. LA TORMENTA PERFECTA Las distorsiones del escepticismo y del conservadurismo Dos mitos sobren Jesús El problema de la complejidad histórica 4. LA FORMACIÓN DE UNA TORMENTA EN EL SIGLO I La tormenta romana La tormenta judía 5. EL HURACÁN El viento de Dios ¿Quién debería ser rey? Dios como Rey La venida del Ungido PARTE SEGUNDA 6. AHORA DIOS ESTÁ AL MANDO Heraldos del Rey ¿Qué falló? Reviviendo el Éxodo 7. LA CAMPAÑA EMPIEZA AQUÍ Celebración, curación y perdón El primer anuncio «Tus pecados quedan perdonados» Juan y Herodes 8. UNAS HISTORIAS QUE EXPLICAN Y UN MENSAJE QUE TRANSFORMA «No lo perdáis» Corazones transformados 9. EL REINO PRESENTE Y FUTURO Judas el Martillo Simón la Estrella Herodes el Grande Simón bar Giora Entre dos momentos 10. BATALLA Y TEMPLO Combatir al Satán Purificando el Templo 11. ESPACIO, TIEMPO Y MATERIA Redefiniendo dónde vive Dios Tiempo cumplido Una nueva creación Una nueva clase de revolución 12. EN EL CORAZÓN DE LA TORMENTA El Siervo de Isaías El Hijo del hombre de Daniel El rey de Zacarías 13. ¿POR QUÉ TENÍA QUE MORIR EL MESÍAS? El bautismo El nuevo Éxodo Entrando en la tormenta La crucifixión 14. BAJO UNA NUEVA DIRECCIÓN. PASCUA Y MÁS ALLÁ Un mundo nuevo Ascensión y entronización La vuelta de Jesús Jesús hoy en día PARTE TERCERA OTRAS LECTURAS Dominio de Dios mediante nosotros La centralidad del culto El papel de la Iglesia Resumen NOTAS PRÓLOGO Jesús de Nazaret plantea una pregunta y un reto dos mil años después de su vida. La pregunta es muy sencilla: ¿quién era exactamente? Esto incluye las preguntas siguientes: ¿quién creía él que era? ¿Qué hizo y dijo, por qué lo mataron? Y ¿resucitó de entre los muertos? El reto es igualmente muy simple: puesto que pidió a gente que lo siguiera, y puesto que ha habido gente que desde entonces lo ha intentado, ¿qué implica el «seguirlo »? ¿Cómo podemos saber si estamos en el buen camino? He empleado gran parte de mi vida en cavilar sobre estas cuestiones, intentando enfocarlas desde diversos ángulos y responderlas. Ha sido estimulante y desafiante. Habiendo crecido en un ambiente familiar cristiano y habiendo experimentado el crecimiento y desarrollo de mi propia fe personal desde mis tempranos años hasta la edad adulta, he sido consciente de una vocación que nuestra cultura actual normalmente divide en dos partes, pero que yo sigo viendo como un todo único. He sido llamado a ser historiador y teólogo, maestro y escritor especializado en la historia y pensamiento del cristianismo inicial; también he tenido la vocación de pastor en la Iglesia. Algunas veces he podido unir estos elementos, el académico y el pastoral; otras, los trabajos que he tenido me han forzado a especializarme en uno en lugar de otro, dejando un desequilibrio que he intentado corregir. La importancia de esta nota autobiográfica para nuestro tema actual creo que debería estar clara: escribir sobre Jesús para mí nunca ha sido una materia simplemente de estudio histórico «neutro» (de hecho no hay tal cosa, cualquiera que sea el tema, pero tendremos que dejar este punto de momento). El Jesús que estudio históricamente es el Jesús que adoro como parte de la triple unidad del único Dios. Pero, de forma parecida, escribir sobre Jesús nunca ha sido simplemente una materia pura pastoral y homilética; el Jesús que predico es el Jesús que vivió y murió como ser humano real en la Palestina del siglo I. La cultura occidental moderna, especialmente en Estados Unidos, ha hecho todo lo posible por evitar que estas dos figuras, el Jesús de la historia y el de la fe, se encuentren. Yo he hecho todo lo que he podido para resistirme a esta tendencia, a pesar de los gruñidos de protesta desde ambos lados. Este libro se titula Sencillamente Jesús (Simply Jesus), como deliberada sucesión de otro libro anterior mío, Simply Christians. Sin embargo, hay sencillez y sencillez. A menudo, cuando doy una charla en público y luego hay preguntas del auditorio, alguien se levanta y dice: «Tengo una pregunta muy sencilla». Y después sale con algo así como: «Exactamente, ¿quién es Dios?», o «¿qué había antes de la creación?», o «si Dios es bueno, ¿por qué hay mal?». Como siempre digo a estas personas, la pregunta puede ser sencilla, pero la respuesta puede no serlo. De hecho, si intentamos dar respuestas «sencillas», podemos simplificar las cosas en exceso y acabar siendo solo enigmáticos. (Cuando alguien preguntó a Agustín qué estaba haciendo Dios antes de la creación, replicó que Dios estaba haciendo el infierno para gente que hacía preguntas tontas.) La sencillez es una gran virtud, pero la excesiva simplificación puede ser realmente un vicio, un signo de pereza. Esto es, evidentemente, un problema corriente. Supongamos que estoy fuera de mi colegio en St. Andrews y un coche se para. «Una simple pregunta –dice el conductor–, ¿cómo voy a Glasgow desde aquí?». Desde luego, la pregunta es sencilla, pero la respuesta lo es menos. Si yo digo simplemente: «Siga hacia el oeste y un poco al sur, y no se puede perder», estoy diciendo la verdad más o menos. Las carreteras están razonablemente bien señalizadas. Pero las carreteras no son simples, y sin más ayuda uno se puede perder fácilmente. Podría ser útil señalar que en el camino hay un gran río, de aproximadamente un kilómetro y medio de ancho en su punto más estrecho, que llega hasta muy arriba tierra adentro y que el puente sobre el río está cerrado algunas veces por fuertes vientos, pero que la ruta alternativa implica pasar por varias ciudades pequeñas y pueblos, y rodear una o dos hileras de colinas. El conductor no quiere saber todo eso, o no en ese momento. Pero a menos que yo llame la atención sobre algo de esto, puedo estar simplificando demasiado y el conductor puede pensar que mi «sencilla » indicación es demasiado sencilla. Sin embargo, cuando a mitad del camino se quede atrapado en alguna aldea perdida, puede pensar que un poco de complicación más podría haberle sido de ayuda. Me siento un poco así con este libro. Me he propuesto escribir un libro «sencillo» sobre Jesús. Pero Jesús no fue sencillo en su propio tiempo y no es sencillo en la actualidad. Se puede pensar que sería relativamente fácil coger mis libros anteriores, especialmente Jesus and the Victory of God y The Challenge of Jesus[1] y convertirlos en algo del todo «sencillo». Pero quedé sorprendido cuando, al proyectar este libro y luego al escribirlo, descubrí las muchas vueltas y revueltas de las que ahora soy consciente y que no trataban en esas obras anteriores. Y no es solo que los estudios hayan avanzado, aunque naturalmente lo han hecho. Este libro no es el lugar para estudiar esos debates. Es que he empleado la mayor parte de los últimos diez años trabajando de obispo en la Iglesia de Inglaterra y que, aunque en algunas imaginaciones populares los obispos no tienen mucho que ver con Jesús, me he encontrado pensando, hablando y predicando mucho sobre Jesús durante todo ese tiempo. En especial estuve desde luego vitalmente interesado en la forma en que Jesús y la lucha por seguirle pueden crear alguna diferencia en las vidas reales y comunidades reales desde las viejas aldeas mineras del condado de Durham, donde viví y trabajé desde 2003 a 2010, hasta los pasillos del poder en Westminster. La mayor parte de ese tiempo no me detuve a preguntar cómo todo ese ministerio y la vida de oración y de sacramentos que lo apoyaban podrían estar cambiando mi visión de Jesús. Ahora, sin embargo, cuando el coche se detiene y alguien dice: «Una pregunta sencilla: cuénteme algo sobre Jesús», me encuentro queriendo hablar del río, del puente, de los fuertesvientos, de las pequeñas ciudades y de las colinas. Podría decir solamente: «Empiece simplemente leyendo los evangelios e intente seguir a Jesús», y eso podría funcionar, como decir al viajero que vaya al oeste y al sur y esperar lo mejor. Pero decidí responder a la sencilla pregunta juntando, capa a capa y de la manera más sencilla que pudiera, lo que creo que puede ayudar a alguien que verdaderamente quiera encontrar a Jesús a encontrarlo tal como era realmente y a encontrar el camino mediante Jesús hacia Dios mismo y a la vida en la que «seguir a Jesús» puede tener sentido. El libro se divide más o menos en tres partes. La parte primera consta de los primeros cinco capítulos, en los que intento explicar las cuestiones clave, por qué importan y por qué tenemos hoy en día dificultad para responderlas. Luego, en la parte central del libro, la parte segunda (capítulos 6-14), intento tan sencillamente como me es posible decir lo que pienso sobre lo que trataba la vida pública de Jesús, lo que intentaba realizar y cómo le fue en ello. En este punto, para ser honrado, el material es tan rico y denso que me he encontrado como un experto en jardines al que se le da media hora para guiar a un visitante por una tienda de flores de Chelsea, desesperado por elegir sobre lo que hablar y ansioso por mantener alguna forma y dirección en la visita guiada. Encontré necesario, aquí y allá, entrar en la técnica cinematográfica de los flashbacks y también de los flashforwards ( flashes hacia adelante), separando a los lectores por un momento de Jesús para dirigirlos a otros dirigentes o posibles dirigentes de los movimientos judíos del período. (No he querido ponerlos al comienzo porque los lectores podrían haberse cansado y podrían desesperar de llegar alguna vez al propio Jesús. Colocándolos donde lo he hecho, confío en que iluminen a Jesús más que distraigan la atención de él.) En esta sección pido a los lectores que intenten algunos experimentos de pensamiento. Esto es del todo necesario, porque los judíos del siglo ! pensaban muy diferentemente de la forma en que lo hacemos ahora, y desde luego de las formas en que pensaban otras personas de ese siglo, los griegos y los romanos por ejemplo. Tenemos que hacer un serio esfuerzo para ver las cosas desde un punto de vista judío del siglo !, si es que queremos entender de qué trata todo lo de Jesús. Todo ello nos lleva, al final, a la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, y al sentido de esos acontecimientos. A lo largo de todo el libro, como aparecerá rápidamente, he hecho lo más que he podido para explicar el significado de la expresión que Jesús usaba como el gran lema de su entero proyecto, el «reino de Dios». La parte tercera del libro consta de un largo capítulo final que podía titularse «Así que, ¿qué?». Con otras palabras, ¿qué significa todo esto para nosotros en la actualidad? Esbozo cuatro formas en que la gente hoy en día ha intentado comprender la importancia contemporánea de la instauración del reino de Dios por parte de Jesús y discutirlo entre sí. De aquí emerge un sentido central en el Nuevo Testamento: que la forma de Jesús de gobernar el mundo aquí y ahora es, sin embargo y sorprendentemente, por medio de sus seguidores. El centro de la vida de estos es la adoración conducida por el Espíritu, por medio de la cual se constituyen como «el cuerpo de Cristo» y reciben energía para ello. El programa que se sigue de todo esto está formulado en esos memorables dichos que llamamos las bienaventuranzas, que ofrecen un lugar privilegiado desde el que explorar las formas en que el proyecto de reino de Dios que Jesús anunció y que creía que iba a realizarse mediante su muerte puede convertirse en realidad no solo en las vidas de sus seguidores, sino mediante las vidas de sus seguidores. Este capítulo final solo es un indicador hacia propuestas mucho mayores que podrían adelantarse en este punto, pero es claramente importante, dado el tema del libro en su conjunto, que se diga algo al menos en estas líneas. He recibido ánimo por las muchas maneras en que cristianos de muy diferentes tradiciones han explorado estos temas en teoría y en la práctica durante los años recientes, y espero que este libro les dé una más sólida base bíblica y teológica, y quizá dé forma a estas exploraciones y esfuerzos. Acabo de mencionar a los judíos del siglo ! y cómo pensaban. Naturalmente, soy consciente de que había muchas variedades diferentes de judaísmo en el mundo antiguo, como las hay en nuestros días, y que todas las generalizaciones sobre los judíos, e igualmente sobre griegos y romanos, están sujetas a ignorar enteras bibliotecas llenas de complejos detalles. He escrito sobre algo de esto en otra parte (especialmente en The New Testament and the People of God[2]). Pero algunas cosas tienen que simplificarse si es que queremos llegar a alguna parte. Este es el primer libro que he escrito desde la muerte de mi querido padre a la edad de noventa y un años. Habiendo leído poca o ninguna teología hasta mediados de sus sesenta años, cuando comencé a escribir leía todo lo que escribía a los pocos días de su publicación, y frecuentemente me llamaba por teléfono para decirme lo que pensaba sobre ello. Aprecio algunos de sus comentarios. «He mirado tres veces en el diccionario “escatología” –se quejaba en una ocasión– y sigo olvidando lo que significa». Cuando apareció mi gran libro sobre la resurrección, leyó sus setecientas páginas en tres días, comentando que había empezado a disfrutarlo después de más o menos la página 600. Posiblemente, teniendo el fin a la vista, estaba empezando a experimentar la esperanza tanto como leyendo sobre ella. Especialmente con mis escritos populares, me doy cuenta ahora de que él fue siempre parte del «auditorio de referencia» del que subconscientemente yo era consciente. Escribir un libro como el presente hace sentirse diferente ahora que él no está para leerlo. En cualquier caso, aunque espero que haya aprendido de mí algunas cosas, este libro –especialmente su capítulo final– insinúa algunas de las muchas cosas que aprendí de él. Lamentando su partida, dedico este libro a su recuerdo con gratitud, amor y, sí, esperanza. N. T. Wright St. Mary’s College St. Andrews, Ascensión 2011 PARTE PRIMERA 1 UNA CLASE MUY EXTRAÑA DE REY «Mientras Jesús pasaba, las gentes extendían sus mantos por el camino. Cuando llegó a la bajada del Monte de los Olivos, toda la muchedumbre de discípulos se llenó de alegría y se pusieron a alabar a Dios con grandes voces» (Lc 19,36-37). La multitud se excitaba cuando se acercó. Era el momento que habían estado esperando. Volvieron todos los antiguos cantos y las gentes cantaban, coreaban, aclamaban y reían. Al fin sus sueños se iban a convertir en realidad. Pero en medio de todo esto no todos sus dirigentes estaban cantando: «Cuando se acercó y vio la ciudad, lloró por ella» (v. 41). Sí, sus sueños estaban ciertamente convirtiéndose en realidad. Pero no de la forma en que imaginaban. Él no era el rey que esperaban. No era como los monarcas de antaño, que se sentaban en sus tronos de joyas y marfiles, dispensando justicia y sabiduría. Ni era tampoco el gran rey guerrero que algunos habían querido. No levantaba un ejército ni cabalgaba hacia la batalla a su cabeza. Cabalgaba sobre un burro. Y lloraba, lloraba por el sueño que había de morir, lloraba por la espada que traspasaría el alma de sus partidarios. Lloraba por el reino que no venía, así como por el reino que era. La llegada de Jesús a Jerusalén unos pocos días antes de su muerte es una de las escenas mejor conocidas de los evangelios. Pero, ¿de qué se trataba? ¿Qué pensaba Jesús que estaba haciendo? Tengo una clara y nítida memoria del momento en que por primera vez esta cuestión emergió en mi conciencia. Fue en el otoño de 1971. Era más o menos un mes después de nuestra boda y yo había empezado mi preparación para la ordenación. Mundos nuevos se estaban abriendo ante mí. Pero yo no había esperado este. Un amigo me prestó el álbumJesucristo Superstar. Yo había sabido cosas sobre Jesús durante toda mi vida. Hasta me atrevo a decir que había conocido a Jesús toda mi vida; quizá es mejor decir que él me había conocido a mí. Era una presencia, un amor que te rodeaba, susurrando suavemente en la escritura, cantando con una voz muy alta en la belleza de la creación, majestuoso en las montañas y en el mar. Yo había hecho todo lo que podía por seguirle, llegar a conocerle, encontrar lo que quería que yo hiciera. No era un amigo que no pidiese nada; siempre era una presencia perturbadora y desafiante, poniendo en guardia contra falsas sendas y lamentándose cuando yo iba por mi propio camino. Pero él era también una presencia que curaba con un suspiro; como un héroe de Bunyan, yo sabía lo que era ver alejarse las cargas. Había recorrido muchas veces el ciclo que encontramos en los evangelios sobre el carácter de Pedro: firmes declaraciones de lealtad perenne seguidas por estrepitosos fracasos, seguidos, a su vez, por un asombroso, generoso amor perdonador. Pero cuando mi novia y yo nos mudamos a nuestro apartamento del bajo escuché Jesucristo Superstar. Andrew Lloyd Webber era todavía un joven muñeco descarado y no un par del reino; y Tim Rice todavía escribía letras con auténtica fuerza y profundidad. Algunos estaban disgustados con Jesucristo Superstar. ¿Era algo cínico? ¿No hacía surgir todo tipo de dudas? Yo no lo escuchaba de ese modo. Oía más bien las preguntas: «¿Tú quién eres?, ¿qué has sacrificado...?, ¿crees que eres lo que dicen que eres?». Estas eran las auténticas preguntas limpias, el otro lado de la historia que yo había aprendido (o por lo menos otro lado de la historia). Era como si toda la energía de la cultura popular de los sesenta se hubiera vuelto del revés, alejándose de sus preocupaciones con el sexo, las drogas y el rock and roll, y estuviera mirando de nuevo al Jesús que casi había olvidado. Había un sentido decir: «Ah, estás todavía ahí, ¿no? ¿Dónde encajas? ¿De qué va en realidad todo esto?». La cultura occidental lanzaba a Jesús la pregunta con la que había puesto a prueba a sus discípulos. Pero en lugar de «¿quién decís vosotros que soy yo?», nosotros le preguntábamos a él: «¿Quién dices que eres tú?». Rice y Lloyd Webber no daban respuestas. No era su intención. A menudo hago notar a los estudiantes que vienen a la universidad no a aprender las respuestas, sino a descubrir las preguntas pertinentes. Lo mismo vale para Jesucristo Superstar. Y las preguntas eran –estoy convencido– correctas y adecuadas. No es la única pregunta sobre Jesús ni es la única que nosotros deberíamos preguntar a Jesús, pero es absolutamente adecuada a su manera. Y necesaria. A menos que se haga la pregunta («¿eres tú el que ellos dicen que eres?»), tu «Jesús» puede desaparecer como un globo de aire caliente en la niebla de la fantasía. Este problema sigue siendo enormemente importante. Es la pregunta sobre quién era realmente Jesús. Lo que hizo, lo que dijo, lo que quería decir. Es, por alusiones, la pregunta que toda fe cristiana adulta tiene que plantearse. ¿Es nuestro sentido de Jesús una presencia perturbadora, pero también curadora, desafiante, y también consoladora, una pura ficción de nuestra imaginación? ¿Tenía razón Freud al considerarlo una proyección de nuestros deseos internos? ¿Tenía razón Marx al decir que solo es una manera de tener tranquilas a las masas hambrientas? ¿Tenía razón Nietzsche al decir que Jesús enseñó una religión débil que ha minado la energía de la humanidad desde entonces? Y –puesto que estos tres caballeros son actualmente una venerable parte del paisaje cultural por derecho propio– ¿tienen razón los chillones ateos de la actualidad al decir que Dios mismo es una falsa ilusión, que el cristianismo está fundado en un error múltiple, que está fuera de nuestro tiempo, que es malo para la salud, denigrado masivamente, desastroso socialmente y ridículamente incoherente? Ante estas cuestiones procedentes de Rice y Lloyd Webber, Richard Dawkins o cualquier otra persona, los cristianos tienen una opción. Pueden seguir hablando de «Jesús», adorándole en liturgias formales o encuentros informales, rezándole y viendo lo que ocurre en las propias vidas y comunidades cuando hacen esto... y dejando de plantearse la cuestión que ha estado en el fondo de la mente de todos durante el último siglo por lo menos. O también pueden aceptar la cuestión (aunque, como muchas otras, haya que redefinirla cada vez que te acercas más a ella) y ponerse a responderla. En el otoño de 1971 yo no estaba todavía preparado para hacer esta última opción. Pero a los pocos años caí en la cuenta de que no podía seguir ignorándola. Por entonces, en los últimos años setenta, fui ordenado y predicaba regularmente, dirigía grupos de confirmación y organizaba la liturgia. Estaba terminando el doctorado y enseñando a chicos de bachillerato. Mi esposa y yo tuvimos dos hijos y había más en camino. Estábamos enfrentándonos a la «vida real» en varios niveles. ¿Por qué debía evitar el desafío del Jesús real? Todas las veces que abría los evangelios y pensaba en mi siguiente sermón me enfrentaba con preguntas: ¿dijo él realmente eso?, ¿hizo realmente eso?, ¿qué significaba? Había muchas voces a mi alrededor para decir que él no lo había dicho, que no lo había hecho realmente y que el único «significado» es que la Iglesia representa una gran trampa para la confianza. Si yo iba a predicar y, también, si iba a aconsejar a la gente a confiar en Jesús y a procurar conocerlo por sí mismos, no podía hacerlo honradamente a menos que me enfrentara yo mismo con las difíciles preguntas. Ha sido un largo viaje. Sin duda hay mucho más por descubrir. Pero este libro dirá lo más sencillamente posible todo lo que he encontrado hasta ahora. El desafío a las Iglesias Con Jesús es fácil ser complicado y difícil ser simple. Parte de la dificultad es que Jesús era y es mucho más de lo que la gente imagina. No solo la gente en general, sino cristianos practicantes y las mismas Iglesias. Enfrentados con los evangelios –los cuatro libros primitivos que nos proporcionan la mayor parte de información sobre él–, la mayoría de los cristianos modernos están en la misma situación que yo cuando me siento delante del ordenador. El ordenador hará –estoy informado fiablemente– un gran número de complejas tareas. Sin embargo, yo solo lo uso para tres cosas: escribir, poner correos electrónicos y búsquedas ocasionales en Internet. Si el ordenador fuese una persona, se sentiría frustrado y muy infravalorado al quedarse todo su potencial sin realizar. Nosotros estamos, creo yo, en esa posición hoy día cuando leemos las historias de Jesús en los evangelios. En la Iglesia usamos estas historias para diversas cosas obvias: pequeños sermones moralizantes sobre cómo proceder la semana próxima, ayudas para la oración y meditación, relleno para un cuadro teológico extraído mayormente de otros sitios. Los evangelios, como mi ordenador, tienen todo el derecho de sentirse frustrados. Su entero potencial se queda sin realizar. Peor aún, Jesús mismo tiene todo el derecho de sentirse frustrado. Muchos cristianos, al oír de alguien que hace «investigación histórica» sobre Jesús, comienzan a preocuparse de que lo que saldrá es un Jesús más pequeño, menos significativo del que ellos habían esperado encontrar. Muchos libros ofrecen exactamente eso: un Jesús de tamaño natural, Jesús como un gran maestro moral o líder religioso, un gran hombre, pero nada más. Actualmente, los cristianos reconocen rutinariamente este reduccionismo y se resisten a él. Pero yo he ido creyendo cada vez más que deberíamos inquietarnos justo por la razón contraria. Jesús –¡el Jesús que podríamos descubrir si realmente mirásemos!–es más grande, más perturbador y urge más de lo que nosotros –¡la Iglesia¡– hubiéramos imaginado nunca. Hemos logrado escondernos con éxito detrás de otros temas (ciertamente importantes) y evitar el enorme desafío, que sacudiría el mundo, con la pretensión central de Jesús ysu realización. Somos nosotros, las Iglesias, quienes hemos sido realmente reduccionistas. Hemos reducido el reino de Dios a la piedad privada, a la victoria de la cruz para consolar la conciencia, y la misma Pascua es un final feliz escapista después de una triste y oscura historia. La piedad, conciencia y felicidad última son importantes, pero no tan importantes como el mismo Jesús. Es claro que la razón de que Jesús no fuera la clase de rey que la gente había querido en su propio tiempo es –anticipando nuestra conclusión– que él era el auténtico rey, pero que la gente se había acostumbrado a otro tipo de rey, ordinario, andrajoso y de segunda. Buscaban un constructor para edificar el hogar que ellos pensaban que querían, pero él era el arquitecto que llegaba con un nuevo plano que les daría todo lo que necesitaban, pero en un marco nuevo. Buscaban un cantante para cantar la canción que ellos habían musitado durante mucho tiempo, pero él era el compositor que traía una canción nueva para la cual las antiguas canciones que ellos conocían podrían ser, a lo sumo, el acompañamiento. Era el rey, cierto, pero había venido a volver a definir la realeza en torno a su palabra, su misión, su destino. Es tiempo, creo, de reconocer no solo quién era Jesús en su momento histórico, a pesar de que sus contemporáneos no lo reconocieran, sino también quién es y será en el nuestro. «Vino a los suyos –escribía uno de sus mayores seguidores del comienzo–, y los suyos no lo reconocieron» (Jn 1,11). El enigma continúa. Quizá, ciertamente, ha ocurrido lo mismo en nuestros mismos días. Quizá hasta «los suyos» –este tiempo, no el pueblo judío del siglo I, sino los hipotéticos cristianos del mundo occidental– no han estado dispuestos a reconocer al mismo Jesús. Queremos un líder «religioso», ¡no un rey! Queremos alguien que salve nuestras almas, ¡no que gobierne nuestro mundo! O, si queremos un rey, alguien que se responsabilice de nuestro mundo, lo que queremos es alguien que ponga en práctica las políticas que nosotros ya aceptamos, exactamente como hicieron los contemporáneos de Jesús. Pero si los cristianos no entienden bien a Jesús, ¿qué posibilidades hay de que otras gentes se preocupen mucho de él? Este libro está escrito en la creencia de que el tema de Jesús –quién era realmente, qué hizo realmente, que significa y por qué importa– sigue siendo enormemente importante en todas las áreas, no solo de la vida personal, sino también de la vida política, no solo en la «religión» o la «espiritualidad», sino también en esferas de la conducta humana tales como la cosmovisión, la cultura, la justicia, la belleza, la ecología, la amistad, los estudios y el sexo. Usted puede sentirse aliviado, o quizá desilusionado, al saber que no tendremos espacio para tratar de todos esos temas. Lo que intentaremos hacer es mirar simple y claramente al mismo Jesús, con la esperanza de que una ojeada fresca sobre él nos permita adquirir una nueva perspectiva también de todo lo demás. Habrá tiempo suficiente para estudiar otras cosas en otros sitios. Dentro de los evangelios Jesús de Nazaret fue una figura de la historia. Esto es lo que tenemos para empezar. Nació en algún lugar alrededor del 4. a. C. (el que inventó nuestro actual sistema de calendario casi acertó, pero no del todo) y creció en la ciudad de Nazaret, en la Palestina septentrional. Su madre estaba emparentada con familias sacerdotales y Jesús tuvo un primo, Juan, que en el curso ordinario de los acontecimientos hubiera trabajado de sacerdote. El esposo de su madre, José, era de una antigua familia real, la familia del rey David, de la tribu de Judá, aunque en su tiempo no había ninguna condición social especial relacionada con ser miembro de esa familia. Sabemos muy poco de la vida temprana de Jesús; uno de los evangelios cuenta una historia suya como un precoz niño de doce años, ya capaz de preguntar cuestiones importantes y debatir con adultos. Su vida posterior indica que, como a muchos niños judíos, se le había enseñado a leer las antiguas Escrituras de Israel, y en la edad adulta las conocía bien y había sacado sus propias conclusiones de lo que significaban. Muy probablemente trabajase con José en el negocio familiar, que estaba en la construcción. Por lo que conocemos, nunca salió fuera del Oriente Próximo. Igualmente tampoco se casó. A pesar de especulaciones de alguna literatura fantástica, no hay el más mínimo indicio histórico de tal relación, y todavía menos de hijos. (Los parientes consanguíneos de Jesús eran bien conocidos en la Iglesia; si hubiera tenido una familia propia, ciertamente hubiéramos oído algo de ella. Y no ha ocurrido.) Desde la completa oscuridad, Jesús salió repentinamente a la atención pública a finales de los años veinte del siglo I, cuando tenía más o menos treinta años. Prácticamente todo lo que sabemos de él como figura histórica está comprimido en un corto espacio de tiempo; no es fácil decir si duró uno, dos o tres años, pero con bastante seguridad no fue un tiempo mucho más largo. Luego fue detenido por las autoridades en Jerusalén y, después de una especie de proceso, ejecutado con la acusación de ser un posible dirigente rebelde, un «rey de los judíos». Como muchos miles de jóvenes judíos de aquel período, murió por crucifixión, un horrible método de matar pensado para torturar a las víctimas lo más posible. Sucedió en la época de Pascua, muy probablemente en el año 30 o posiblemente en el 33. Estamos, pues, ante una curiosa situación cuando intentamos colocar a Jesús en su auténtico contexto histórico. Sabemos mucho sobre el corto período final de su vida y apenas nada sobre el período anterior. Jesús mismo no escribió nada por lo que nosotros sabemos. Las fuentes que tenemos sobre su carrera pública –los cuatro evangelios del Nuevo Testamento– son densas, complejas y con muchos estratos. Son obras de arte, de alguna manera, por derecho propio. Pero es totalmente imposible explicar su misma existencia, mucho menos su contenido detallado, a menos que Jesús fuera no solo una figura de real y sólida historia, sino también, en gran medida, la clase de persona que le hicieron ser. Si no hubiera sido eso –si gente astuta lo hubiera forjado del puro aire para dar validez a su propio movimiento nuevo, como algunos han sugerido ridículamente–, no valdría la pena ocuparse de él. Pero, si fue una figura de la historia, podemos intentar descubrir lo que hizo y lo que ello significó en su propio tiempo. Podemos intentar pasar no «detrás » de los evangelios, como algunos presuntuosamente sugieren que es la intención de la investigación histórica, sino dentro de ellos, para descubrir al Jesús del que nos han estado contando todo, pero al que hemos conseguido ocultar de la vista. Esto ocupará la mayor parte de este libro. Pero los cristianos siempre han creído también que Jesús vive en la actualidad y que tendrá un papel determinante en el último futuro, hacia el que nos estamos encaminando. Es él mismo, decía otro sabio escrito cristiano antiguo, «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Este libro es principalmente sobre el «ayer» no en último término, porque es la parte que muchos en la actualidad simplemente no conocen. Pero hacia el final del libro trataré algo relativo a la parte del «mañana» (¿qué será Jesús en el definitivo futuro de Dios?) y sugeriré formas en la que esta combinación del «ayer» y del «mañana» puede condicionarnos para pensar y proceder de forma diversa en relación con Jesús «hoy». 2 LOS TRES PROBLEMAS Jesús de Nazaret, pues, está en el centro de la historia. Decenas de millones de personas le llaman «Señor», y hacen todo lo que pueden por seguirle. Innumerables más, incluyendo a algunos que intentan ignorarlo, encuentran que aparece de golpe en algún sitio, un verso en una canción, una imagen en una película, una cruz en el lejano horizonte. La mayor parte del mundo ha adoptado un calendario basado supuestamente en su nacimiento (está equivocado en algunos años, pero se encuentra bastante próximo). Jesús es inevitable.Pero Jesús es también profundamente misterioso. No es porque, como ocurre con cualquier otra figura de la historia antigua, no sepamos tanto sobre él como nos gustaría. (De hecho sabemos más sobre él de lo que sabemos sobre la mayoría de las personas del mundo antiguo; pero aun algunos de los que escribieron sobre él en su tiempo admitían que solo estaban escarbando en la superficie.) Jesús es misterioso porque lo que nosotros sabemos realmente –lo que nuestras pruebas nos animan a ver como el núcleo de quién era y de lo que hizo– es tan diferente de lo que sabemos sobre cualquier otra persona que nos vemos forzados a preguntar, como evidentemente hizo la gente de su tiempo: entonces, ¿quién es este? Hay que repetirlo, la gente que lo escuchaba en su tiempo decía cosas como: «No hemos oído nunca a nadie hablar como este», y ellos no se referían a su tono de voz o a su hábil oratoria. Jesús intrigaba a la gente entonces y esa intriga todavía sigue. Hay tres razones para ello. La primera razón para nuestra intriga es que, para la mayoría de nosotros, el mundo de Jesús resulta un país extraño y foráneo. No me refiero solo al Oriente Próximo, un lugar de grandes perturbaciones internacionales entonces igual que ahora. Me refiero a que la gente en su tiempo y en su país pensaba de forma diferente. Veían el mundo de forma diferente. Contaban diferentes historias para explicar quiénes eran y qué querían. Normalmente nosotros no pensamos, miramos y contamos historias de la forma en que ellos lo hacían. Tenemos que meternos en ese mundo si el sentido que Jesús tenía para ellos va a tenerlo para nosotros ahora. Un ejemplo puede ayudar. En el mundo occidental actual es corriente que algunos jóvenes pidan ayuda financiera a sus padres para comenzar la vida. Si los padres acomodados rechazaran esta petición, podríamos pensar que son tacaños. Pero cuando Jesús contó la historia de un hijo joven que pedía su herencia al padre, estando vivo todavía, sus oyentes se impresionaron. Probablemente consideraban el acto del hijo como una maldición dirigida al padre, diciendo realmente: «Deseo que estuvieras muerto». Esto le da a toda la historia un sabor diferente. No se pueden suponer que las cosas funcionaban en aquellos tiempos de la forma en que lo hacen hoy en día. Pero si la primera razón para la intriga es que el mundo de Jesús es extraño para nosotros, la segunda es que el Dios de Jesús también es extraño para nosotros. La idea misma puede parecer rara. ¿No es Dios simplemente Dios? ¿No se trata solo de si se cree en Dios o no? No. La palabra «Dios» y sus diversos equivalentes en otras lenguas, antiguas y modernas, pueden significar «la realidad última o suprema» o «un ser u objeto que se cree tiene atributos y poderes naturales y que exige la adoración humana». Estas son de hecho dos definiciones básicas que aparecen en el Merrian- Webster’s Collegiate Dictionary. Pero un breve estudio de las grandes religiones del mundo, incluidas las de los antiguos egipcios, griegos, romanos, indios y chinos, o, lo que es lo mismo, una mirada a los diferentes movimientos religiosos en el mundo occidental durante unos pocos siglos recientes, mostrará que hay muchas visiones diferentes de lo que es esta «realidad última o suprema». No basta con preguntar si alguien cree o no cree en «Dios». La cuestión clave es de qué Dios estamos hablando. Parte de la razón de por qué Jesús intrigaba a la gente de su tiempo era que estaba hablando de «Dios» la mayor parte del tiempo, pero lo que decía tenía o no tenía sentido respectivamente en relación con el «Dios» en que estaban pensando sus oyentes. Así que tenemos que entrar en el mundo de Jesús. Y, cuando lo hagamos, tenemos que intentar echar un vistazo a lo que quería decir cuando hablaba de Dios. Estos son dos de los enigmas fundamentales. Una vez que afrontamos estos dos problemas comenzamos a descubrir algo, o bastante, de nuestro mundo, incluyendo mucho que la Iglesia actual ha ignorado u olvidado completamente. Es el enigma escondido detrás de los otros dos. A lo largo de su corta carrera, Jesús hablaba y actuaba como si estuviera al mando. Jesús hacía cosas que la gente no pensaba que se pudieran hacer, y las explicaba diciendo que tenía derecho a hacerlas. Después de todo no era meramente un maestro, aunque fue también realmente uno de los mayores maestros que ha conocido el mundo. Hablaba y actuaba más que como un simple maestro. Se comportaba como si tuviera el derecho, y aun el deber, de tomar a su cargo las cosas, de discernirlas, de hacer de su tierra, y quizá de un mundo más amplio, un lugar diferente. Se comportaba sospechosamente, como alguien que intenta comenzar un partido político o un movimiento revolucionario. Reunió un compacto grupo de asociados simbólicamente cargado (en su mundo, el número doce significaba solo una cosa: el nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios). Y no pasó mucho tiempo sin que sus seguidores más cercanos le dijeran que ellos pensaban que realmente estaba al mando o debería estarlo. Él era el rey que habían estado esperando. Si buscamos un paralelo en el mundo de hoy, no lo encontraremos tanto en la aparición de un nuevo maestro o líder «religioso», sino en la de un político carismático y dinámico cuyos amigos le animan a que se presente a presidente, y que parece desde luego que lo que tiene le servirá para arreglarlo todo cuando consiga llegar a la cumbre. Se podría haber pensado, y ciertamente la gente lo hizo en aquel tiempo, que la muerte definitiva de Jesús desvanecería todas las esperanzas de una vez por todas. Pero no mucho después de su muerte, sus discípulos empezaron a proclamar que verdaderamente él estaba de nuevo al mando. Y empezaron a actuar como si fuera verdad. No se trata de «religión», en el sentido que el mundo occidental le ha asignado a esta palabra durante doscientos años. Se trata de todo: vida, arte, universo, justicia, muerte, dinero. Se trata de política, filosofía, cultura y ser humano. Se trata de un Dios mucho más grande que el «Dios» de la moderna «religión», tanto que apenas es posible pensar en los dos a la vez. Lo realmente impresionante y realmente intrigante sobre Jesús –entonces y ahora– es que parece no solo haber hablado de un Dios mucho más grande, sino haber lanzado realmente el nuevo proyecto transformador que este Dios había planeado todo el tiempo. Y sus seguidores realmente creyeron que había sucedido. Hablar de alguien nuevo que está al mando era un discurso peligroso en tiempos de Jesús y es un discurso peligroso hoy en día. Alguien que se porta como si tuviera alguna clase de autoridad es una obvia amenaza para los gobernantes establecidos y para otros que poseen poder. Quizá esa es la razón, especialmente en los últimos doscientos o trescientos años, por la que este aspecto de Jesús no ha sido tan estudiado. Nuestra cultura se ha acostumbrado a pensar en Jesús como una figura «religiosa » más que «política». Hemos visto estas dos categorías como compartimentos estancos para mantenerlas estrictamente separadas. Pero no era así para Jesús y otras personas de su tiempo. ¿Qué sucedería si asumiéramos el riesgo de volver a su mundo, a su visión de Dios, y dijéramos: «Supongamos que es realmente verdad»? ¿Qué sería, con otras palabras, si Jesús no solo estuviera al mando entonces, sino también hoy? Una idea ridícula, podría decirse. Es totalmente obvio que Jesús no está al mando en nuestro mundo. Asesinato, miseria y disturbios todavía siguen como siempre ha ocurrido. Incluso los llamados seguidores de Jesús han contribuido bastante a ello. (Mientras escribo esto, una masa «cristiana» está votando sobre tomar violenta venganza de los miembros de otra religión que han puesto una bomba en una iglesia abarrotada.). ¿Qué podría significar decir que «Jesús está al mando»? Bien, volveremos sobre esto más adelante. Pero antes de ponernos en marcha siquiera, tenemos que afrontar un problema que es especialmente nuestro. Detrás de estos tres problemas históricos (el mundo de Jesús, el Dios deJesús y la conducta de Jesús actuando como si estuviera al mando) hay otras dificultades que, como elementos de una tormenta perfecta, se han juntado para plantear serios desafíos a cualquiera que intente tratar las cuestiones sobre Jesús, y más aún hacerlo sencillamente. 3 LA TORMENTA PERFECTA Finales de octubre de 1992. La tripulación del pesquero Andrea Gail, de Gloucester, Massachusetts, había llevado el navío quinientas millas mar adentro en el Atlántico. Un frente frío moviéndose a lo largo de la frontera canadiense produjo una fuerte perturbación en Nueva Inglaterra, mientras al mismo tiempo un gran sistema de altas presiones se estaba formando sobre las provincias marítimas del sureste de Canadá. Esto intensificó el sistema de bajas presiones que estaba viniendo y produjo lo que las poblaciones locales llaman el «Nordeste de Halloween». Como decía el meteorólogo Robert Case: «Estas circunstancias por sí solas podrían haber creado un fuerte tormenta, pero entonces, como si se echase gasolina al fuego, el huracán Grace, ya moribundo, desprendió una inmensa energía tropical para crear la tormenta perfecta». [3] El huracán, barriendo la zona desde el Atlántico, completaba el cuadro. Las fuerzas de la naturaleza convergieron en el desamparado Andrea Gail desde el oeste, el norte y el sureste. Vientos feroces y olas enormes redujeron el barco a astillas. Solo se encontraron algunos pequeños fragmentos. Había habido, naturalmente, «tormentas perfectas», pero está fue la que se hizo famosa con el libro y la película de ese título. Aquellos de nosotros que estudian y escriben sobre Jesús se encuentran a merced de nuestra propia tormenta perfecta. La mera mención de Jesús levanta hoy en día todo tipo de vientos y ciclones. Oigan la aparición del viento del oeste: «¿Cómo sabemos que estas cosas sucedieron realmente? ¿No son la clásica leyenda que la gente cuenta siempre sobre personajes notables? ¿No han demostrado la ciencia moderna y la historia que no podemos creer en este tipo de cuentos? Y en todo caso, ¿no fueron escritos los libros sobre Jesús mucho tiempo después por gente que quería hacer de él alguien muy especial, de forma que pudieran presumir de sus propias creencias religiosas y aun lograr alguna clase de poder para ellos mismos? ¿No es hora de que nos liberemos de estas viejas supersticiones de una vez por todas?». Pero mientras la tormenta sopla desde el oeste se ve que el cielo se oscurece por el norte cuando otras voces requieren clamorosamente nuestra atención. «¡Naturalmente que Jesús lo hizo! ¡La Biblia es la palabra de Dios y tenemos que creerla! En cualquier caso él era el Hijo de Dios y podía hacer ese tipo de cosas. Los milagros entraban en su repertorio. Tenemos que atenernos a la verdad de los evangelios en contra de los vendavales del escepticismo moderno. No podemos permitir que los ateos y los negacionistas tengan fácil su camino. Es hora de disipar el clima de sospecha y aprender otra vez a confiar; confiar en el canon de la Escritura, confiar en las grandes tradiciones de la Iglesia, confiar en el Dios de los milagros, confiar en el propio Jesús. El mero hecho de preguntar por la cuestión histórica muestra que os habéis vendido al racionalismo antes de ir más lejos». No es cómodo estar en un bote abierto cuando estos dos vientos empujan desde diferentes direcciones. Créanme: es donde he vivido durante los últimos cuarenta años. Los vientos aúllan alrededor de uno, apenas puede uno oírse pensar a sí mismo y sospecha que ninguna de las dos partes puede oír demasiado bien. Es un diálogo de sordos. Si el viento del oeste es partidario del escepticismo racionalista de los últimos doscientos años y el sistema de altas presiones del norte lo es de la reacción cristiana «conservadora» ante esta presuntuosa negación moderna, ¿cuál es el huracán tropical? Ahora llegaremos a eso. Pero de momento vamos a examinar los dos primeros sistemas tormentosos un poco más de cerca. Las distorsiones del escepticismo y del conservadurismo Los dos violentos vientos del escepticismo y del conservadurismo han recibido energía extra de grandes tormentas sociales, políticas y culturales que han devastado el mundo occidental durante los últimos doscientos o trescientos años y que, mientras estamos hablando, parecen haber llegado a una especie de punto culminante. Si eres norteamericano, supondrás que mucha gente que adopta la postura «escéptica» vota por los demócratas y que mucha gente que adopta la postura «conservadora» vota por los republicanos. Yo podría presentar a alguna gente que es excepción a estas tendencias, pero, con todo, el cuadro es preocupantemente exacto. ¿Puede ocurrir que nuestro juicio sobre a quién votar y el mapa de las mejores políticas para un país y para el mundo puedan diseñarse tan fácilmente con cuestiones relativas a creer o no creer una extraña serie de historias del siglo I? Por improbable que parezca, pienso que es exactamente lo que ha pasado. En un mundo complicado, confuso y peligroso, cualquier cosa puede servir como barandilla para quienes andan a tientas en la oscuridad. Tendemos a simplificar demasiado los problemas complejos. Ponemos en dos paquetes temas sociales y políticos muy diferentes, y con un suspiro de alivio -¡ahora por lo menos sabemos quiénes somos y dónde estamos!- nos declaramos a favor de este paquete y en contra de aquel. Y hacemos la vida desagradable a cualquiera que quiera sentirse libre o ver las cosas de forma diferente. Jesús, como siempre, queda atrapado en el medio junto con un buen número de sus seguidores. Muchos norteamericanos hoy en día han sido educados en hogares estrictamente cristianos y en iglesias de una clase u otra. Era un paquete completo. Jesús, la Biblia (si eras protestante), la misa (si eras católico), estricta moral familiar, éxtasis (para algunos protestantes), purgatorio (para algunos católicos) y, en último término, una elección acertada entre cielo e infierno... todo esto describe el mundo que muchos recuerdan demasiado bien. Y muchos de los que lo recuerdan lo hacen con un escalofrío. Es un mundo pequeño y estrecho del que (¡uf!) el sano escepticismo del mundo moderno los ha rescatado. Así, para muchos norteamericanos de hoy en día, y para otros en otras partes también, Jesús es parte del pequeño mundo severo, cerrado y de mente estrecha del que han escapado con agradecimiento. Si se quiere saber por qué los «nuevos ateos» como Richard Dawkins, Christopher Hitchens y Sam Atkins venden tantos libros, la respuesta es que están ofreciendo la versión moderna del buen y antiguo término teológico de «seguridad». Están asegurando a ansiosos antiguos creyentes que la pesadilla de la «religión» apocada y estultificante se ha ido para siempre. En mi propio país, las cosas son un tanto distintas. Poca gente en Gran Bretaña hoy en día ha tenido ese tipo de estricta educación. Pero el escepticismo todavía medra. Los mismos libros ateos que denuncian a la Iglesia, el cristianismo y la religión en general se venden a carretadas. Dos generaciones después de que la mayoría de la gente haya dejado de mandar a sus hijos a la escuela dominical parece que hay quien todavía quiere eliminar una religión que no han tenido. ¿Sospechan que Dios, o algún otro, está todavía ahí fuera y puede resultar peligroso? En todo caso, estos rumores tienen que ser sofocados. El público en general quiere que se les sofoque. Tenemos nuestros sueños de convertirnos en seres humanos libres y adultos, y no queremos doblar la rodilla ante nadie, especialmente ante ese Dios quisquilloso o ante ese extraño personaje que es Jesús. De hecho, los escépticos que tienen una triste satisfacción por el aparente declinar de muchas Iglesias de primera línea no se centran a menudo en Jesús mismo. Tienen objetivos mucho más suaves a los que apuntar (clero con mala conducta, para empezar). Pero si mencionan a Jesús tienden a pasarlo por alto con un gesto de la mano. Solo es otro fanático del siglo I cuyos extremistas seguidores lo convirtieron en undios. O lo condenan con un leve elogio; solo un moralista con suaves modales del siglo I, uno de los muchos grandes maestros de los que ha habido tantos a lo largo de los siglos. Tales son las dinámicas internas del viento del oeste, la aulladora galerna del escepticismo contemporáneo. Mientras tanto, sin embargo, millones de personas por todo el mundo y decenas de miles en Gran Bretaña y en los Estados Unidos también cuentan una historia distinta. Pretenden haber descubierto a Jesús como presencia viva, desafiante y sanadora. Abundan las historias de vidas cambiadas, de curación física y emocional. Han surgido nuevas Iglesias llenas de gente anhelante y excitada, a menudo jóvenes. Adictos se curan; familias disfuncionales se vuelven a unir. Se da ayuda real a los enfermos, pobres y presos. Escuelas que fracasan se arreglan. Se encuentra nueva energía para proyectos sociales y culturales creativos. Para esta gente todo es bastante real. Es difícil discutir con alguien cuya vida ha sido radicalmente cambiada o con quien todavía está vivo cuando los médicos le han dado por muerto. Esta es la razón de por qué hay tal energía detrás del sistema de altas presiones del norte, la poderosa fuerza de una fe cristiana de nuevo energetizada, aunque a menudo muy «conservadora». Muchos escépticos simplemente ignoran estos fenómenos cristianos actuales. Muchos de los recientes seguidores de Jesús de alto octanaje simplemente devuelven el cumplido. Eso es insano... para las dos partes. Tenemos que pensar las cosas del todo. Jesús mismo estaba abierto a todos los que acudían a él. Les decía a sus seguidores que amaran a Dios con sus mentes así como con todas las demás partes de ellos. No hay nada que perder y todo que ganar con una investigación adecuada. En cuanto yo sé, mi duradera impresión es que el «Jesús» que queda atrapado en el fuego cruzado de estas guerras culturales puede ser considerablemente menos que el Jesús que realmente encontramos en las páginas de los primeros escritos cristianos y en la propia historia real del siglo I. Después de todo, igual que es totalmente posible que los escépticos estén equivocados, también lo es, como lo muestra la historia de la Iglesia, que devotos seguidores de Jesús estén también equivocados. Es vital volver a fijarse en el mismo Jesús. Dos mitos sobre Jesús Hay dos mitos que se arremolinan en nuestras cabezas, en las iglesias, en los estudios de televisión y en las oficinas de edición de las revistas. Vamos a designarlos aún más claramente, y hasta cierto punto ponerlos en evidencia, de forma que nos podamos aclarar sobre las confusiones presentes antes de ir al igualmente confuso mundo del siglo I. Pero esta vez lo haremos en orden inverso. Primero el sistema de altas presiones del cristianismo conservador. Aquí encontramos el clásico mito occidental sobre Jesús, que todavía es creído por millones de personas en todo el mundo. En este mito, un ser sobrenatural llamado «Dios» tiene un «hijo» sobrenatural al que envía, mediante un nacimiento virginal, a nuestro mundo, a pesar de que no es su hábitat natural, para que pueda rescatar a los seres humanos de este mundo muriendo en su lugar. Como signo de su divina identidad, que si no quedaría oculta, hace toda clase de «milagros» extraordinarios, de otro modo imposibles, coronándolos todos ellos con su propia resurrección de entre los muertos y volviendo al «cielo», donde espera dar la bienvenida a sus fieles seguidores después de sus muertes respectivas. En la visión católica de este clásico mito occidental, Jesús llama a su íntimo amigo Pedro para fundar la Iglesia; cualquiera que quiera estar con Jesús aquí o después ha de unirse al movimiento de Pedro. En la versión protestante, Jesús encarga a sus seguidores escribir el Nuevo Testamento, que revela la verdad absoluta sobre Jesús y, una vez más, cómo ir al cielo. (Ya oigo este viento levantarse: «¿Qué quiere decir usted con que es un mito? ¿Acaso no cree usted en eso? ¿Es usted, después de todo, uno de esos peligrosos liberales? ¿No es usted obispo?». De acuerdo, de acuerdo, les oigo. Por favor, esperen. La paciencia es una virtud cristiana.) El segundo mito, prevalente en el «viento del oeste» escéptico de nuestra perfecta tormenta, es el nuevo y clásico mito moderno, que es ampliamente creído en la sociedad secular y también en muchas Iglesias principales. En este nuevo mito de los orígenes cristianos, Jesús es solo un hombre ordinario, un buen judío del siglo I, concebido y nacido en la forma corriente. Era un notable predicador y maestro, pero probablemente no realizó todos esos «milagros». Algunas personas parecen haberse sentido mejor después de encontrarse con él, pero eso es todo. Ciertamente no pensó que moriría por los pecados del mundo. Estaba simplemente intentando enseñar a la gente a vivir de otra manera, a amarse unos a otros, a ser amable con las mujeres mayores, los niños pequeños y -esta bendita categoría posmoderna- los «marginados». Hablaba de Dios, no de sí mismo. La idea de ser un sobrenatural «hijo de Dios» nunca se le ocurrió; se hubiera horrorizado oír una cosa semejante, y más aún de tener una «Iglesia» fundada en recuerdo suyo. Desde luego no resucitó de entre los muertos; sus seguidores, sintiendo que su obra continuaría, emplearon un lenguaje descuidado que parecía implicar que eso es lo que había sucedido, pero naturalmente no pasó tal cosa. Entonces sus seguidores empezaron a contar historias sobre él que fueron aumentando hasta convertirse en leyendas que dieron origen a nuevas interpretaciones. Los «evangelios» que tenemos actualmente en la Biblia son producto de este proceso inventivo que flotaba libremente y que quizá se servía a sí mismo. Nos cuentan mucho sobre los nuevos objetivos y actividades de los «cristianos» primitivos y sobre cómo se asentaron y adaptaron el mensaje original de Jesús a diferentes circunstancias. Pero, si queremos encontrar algo sobre el mismo Jesús, tenemos que ponernos a trabajar retrocediendo a través de la niebla de la subsiguiente adoración al héroe y, sobre todo, a través del proceso por el cual fue «divinizado». Hasta podríamos necesitar apelar a algunos de los «otros evangelios», los que ese aburrido cristianismo «ortodoxo» antiguo dejó fuera del canon. (En este momento estoy oyendo el otro viento, que hace ruido en los cristales de las ventanas. «¿Y usted no cree eso? ¿No se da cuenta de que los evangelios están repletos de invenciones e interpretaciones posteriores? ¿Es usted uno de esos fanáticos fundamentalistas de derechas que piensan que todo ocurrió exactamente como dicen los evangelios? ¿Debajo de qué losa han estado viviendo durante los últimos doscientos años?». De acuerdo, de acuerdo, también los estoy escuchando. Si vosotros representáis el mundo de la dulce racionalidad, calmaos y tomad el argumento paso a paso.) Cuando digo que estas dos historias son «mitos», lo digo de la forma siguiente. Un «mito», en este estricto sentido, es una historia que pretende ser en algún sentido «histórica» y que contiene y refuerza las creencias firmemente sustentadas de la comunidad que lo cuenta. Los mitos «serios» quedan expresados no solo en la narración, sino también en símbolos y acción. Gran parte de la vida de la Iglesia occidental «conservadora» en sentido amplio pone en práctica el primer mito. Por otro lado, gran parte de la vida del cristianismo «liberal» y del mundo secular más vasto lo hace con el segundo. Ambos son historias muy, muy poderosas. Han conformado las vidas de millones de seres humanos y todavía lo siguen haciendo. Pero ambos son, en este sentido, mitos. Ninguno de ellos resistirá un examen completo, agudo, sobre su sinsentido histórico. O, lo que es lo mismo, un examen teológico. El problema subyacente con estos dos mitos es que plantean la cuestión en un lugar erróneo. Primero, «¿pasó todo esto o no?», Esta es la pregunta simple y bruscamente formulada de un occidental dieciochesco típico. Nada de perifollos, de metáforas, de interpretación, solo «hechos».¿Sucedieron o no? La brigada «conservadora» u «ortodoxa», llevada hasta un «pie negro» -esto es una metáfora de cricket, para lo que ocurre cuando el boleador envía un lanzamiento hostil-, reúne a sus fuerzas para decir: «Sí, realmente sucedió». Y se acaba el tema. Los de la brigada «liberal» o «escéptica» se encogen de hombros: «No, realmente no sucedió. O no mucho, en cualquier caso». Una vez más es el fin del tema. Hechos o no hechos. Pero, ¿qué hay del significado? La segunda pregunta mencionada -justo ayer me la hizo un periodista- es: ¿era Jesús el Hijo de Dios o no? Y, para la mayoría de la gente, la expresión «hijo de Dios» conlleva todas las connotaciones de ese primer mito, en el cual el ser sobrenatural baja en picado para revelar la verdad secreta, hacer «milagros» extraordinarios para probar su «divinidad», morir una muerte redentora y volver a los cielos enseguida, haciendo posible que otros también lo hagan. Y si digo -como voy a hacer- que no creo que esa historia sea la forma acertada de hablar de Jesús, algunos dirán: «¿Así que no cree que sea el Hijo de Dios?», y me condenarán como un liberal sin esperanza. Mientras que si digo -como voy a hacer- que creo que Jesús era y es el «hijo de Dios», aunque con una muy diferente clase de historia, otros me condenarán como un conservador sin esperanza. El problema de la complejidad histórica Y ahora por fin estamos listos para tomar el tercer elemento de la perfecta tormenta con que nos enfrentamos hoy en día cuando hablamos de Jesús. Allí afuera, en el Atlántico, pero dirigiéndose rápidamente a la costa, hay un huracán. Estaba viniendo de todas formas, pero cuando se encuentra con esos dos vientos deberíamos esperar una tormenta de proporciones «apocalípticas», como dice la gente hoy en día quizá de forma confusa. El tercer elemento es la total complejidad histórica para hablar sobre Jesús. El mundo del judaísmo palestino del siglo I -su mundo- era complejo y denso en sí mismo. Cualquiera que haya intentado entender los problemas actuales del Próximo Oriente puede estar seguro de que la vida era igual de complicada en todos los aspectos durante el siglo I como lo es en la actualidad. Tenemos mil fuentes que utilizar para construir un cuadro de los problemas actuales; todo, desde informes de periódico a correos de Facebook y Twitter. Pero los historiadores del siglo I -y si queremos hablar sobre Jesús mismo en cuanto opuesto a las fantasías sobre él estamos obligados a convertirnos en alguna medida en historiadores del siglo I- nos encontramos con un desafío extraño. Pongamos un ejemplo. John F. Kennedy es quizá uno de los norteamericanos de mediados del siglo XX mejor conocidos. Su presidencia, evidentemente, fue truncada con su súbita y violenta muerte, una muerte que tuvo, y quizá tiene, un significado icónico para muchos norteamericanos y otras personas por todo el mundo. Los que de nosotros vivían en aquel momento, todos recordamos dónde estábamos cuando oímos la noticia. Ahora supongamos que tenemos cuatro libros que contienen relatos muy detallados de lo que Kennedy hizo y dijo durante sus tres años de presidencia, pero con solo una breve ojeada a lo que ocurrió antes. Supongamos ahora que la gente que creía que lo que Kennedy había hecho era de suprema importancia para su propio tiempo reunió esos libros. Y supongamos también que, en vez de la abrumadora cantidad de fuentes que tenemos para los decenios anteriores a su tiempo, simplemente tuviéramos un libro de historia escrito en los primeros años del siglo XX (es decir, cuarenta años después de su muerte), además de algún otro material disperso: unas pocas cartas, panfletos, monedas para ayudarnos a reconstruir el mundo en el que Kennedy dio y expresó el sentido de cuanto hizo durante su vida, y especialmente para obtener alguna idea de por qué algunos lo creen un héroe y otros piensan que tenía que ser asesinado. Uno puede imaginar todas las teorías y reconstrucciones de la mentalidad de la Guerra Fría, las tensiones sociales y culturales en los Estados Unidos de los años sesenta, el estado de los principales partidos del momento, las ambiciones dinásticas del padre de los Kennedy, etc. Habría mucho espacio disponible para posibles interpretaciones. Tal es, más o menos, el desafío con que nos enfrentamos ante las pruebas históricas sobre Jesús. Tenemos los cuatro «evangelios», escritos más tarde por personas que creían apasionadamente que lo que Jesús había hecho y dicho, vinculado con su muerte y con lo que ocurrió luego, era de enorme significado para su tiempo. Los evangelios son muy detallados; uno de los problemas al escribir este libro ha sido intentar decidir lo que dejar fuera. Claramente están escritos desde puntos de vista particulares (a favor de Jesús). Pero, a diferencia del historiador moderno que estudie a JFK en su contexto actual, tenemos simplemente un libro de historia escrito cuarenta o cincuenta años más tarde (por Flavio Josefo, un aristócrata judío que se pasó al bando romano en la guerra del 66-70 d. C.) y un material disperso y fragmentario consistente en breves inscripciones, monedas, cartas, etc. Con estas fuentes tan distintas tenemos que reconstruir el ambiente en que lo que Jesús hacía y decía tenía el sentido que tenía, tanto sentido que algunos pensaron que era el Mesías de Dios y otros que tenía que ser eliminado rápidamente. Si no hacemos el esfuerzo de llevar a cabo esta reconstrucción, asumiremos, sin sombra de duda, que lo que Jesús hizo y dijo tiene el sentido que podría tener en algún otro contexto... quizá en el nuestro. Esto ha sucedido una y otra vez. Creo que este tipo de fácil anacronismo es casi tan corrosivo para la genuina fe cristiana como el mismo escepticismo. Esta tormenta tropical -el desafío de escribir historia sobre Jesús- sería bastante amenazadora aun sin las presiones culturales del viento del oeste (escepticismo moderno) y el sistema de altas presiones en el norte (hipotético conservadurismo «cristiano») o, si se prefiere, irritadas voces de la izquierda, irritadas voces de la derecha y un importante problema histórico precipitándose sobre nosotros con toda su fuerza. Si al procurar hacer las cosas sencillas no reconocemos esta polivalente complejidad, simplemente repetimos el antiguo error de imaginar a Jesús a nuestra propia imagen, o cuando menos colocándolo, por implicación, en nuestra propia cultura. Y parte del núcleo del mensaje cristiano es que lo que sucedió entonces, lo que le sucedió a Jesús, lo que sucedió a través de él, fue un trozo único de historia que no se va a repetir nunca. De aquí la tormenta perfecta de la discusión de hoy en día. Mientras escribo tengo sobre mi escritorio dos libros muy recientes sobre Jesús, uno escrito por el mismo papa y el otro por un bien conocido escéptico inglés. Ambos son eruditos, sofisticados, comprometedores. Los dos no pueden ser verdad. Detrás de mí hay veinte estanterías de libros sobre Jesús y los evangelios escritos en los últimos doscientos años. Tampoco todos pueden ser verdad. ¿Qué vamos a hacer? Enfrentados a la gestación de esta enorme tormenta, algunas personas seriamente nos aconsejan quedarnos en el puerto. Es demasiado peligroso salir a alta mar justo ahora; si vamos a contar la historia de la forma que la aprendimos, apoyémonos en la gran tradición de la Iglesia, seamos fieles a nuestras Escrituras. Esto equivale, naturalmente, a una versión sofisticada del sistema de altas presiones septentrional: uno se refugia del viento del oeste, pretende que el huracán no ha ocurrido y se deja que el viento del norte sople donde quiera. Hacer otra cosa, dicen esas voces, es capitular ante las fuerzas del escepticismo y del cinismo, transigir con las reduccionistas nociones de «historia» de después de la Ilustración. No es así. El viento del oeste que es el escepticismo moderno y el huracán del este que es el problema histórico no son lo mismo. Había historiadores antes de la Ilustración, y Dios quiera que haya historiadores después de la posmodernidad.La historia estudia lo que realmente sucedió (y cuándo, dónde y cómo) y en especial por qué la gente hizo lo que hizo. Estas son buenas preguntas. Tendríamos que estarle agradecidos a todo el movimiento posterior a la Ilustración que llamamos ampliamente «modernidad» por recordarnos que esas preguntas son importantes, aun cuando tenemos que rechazar las restricciones sin garantías del mismo movimiento sobre el tipo de respuestas que está dispuesto a aceptar. Parte de nuestra dificultad en este punto -este ha sido uno de los serios problemas que he tenido que afrontar al escribir este libro- es que el mundo del judaísmo palestinense del siglo I era complejo y (para nosotros) a menudo muy confuso. Imaginemos otra vez que intentamos explicar los Estados Unidos de los primeros sesenta a un visitante de Marte con libros breves y densos sobre los hechos destacados de Kennedy como fuentes principales. En cualquier contexto histórico determinado, algunas cosas tienen sentido, algunas ideas y acciones van unidas de una forma que se considera totalmente natural en ese momento, pero cuya reconstrucción nos resulta considerablemente difícil. Algunas veces, al hacer historia del siglo I, la gente usa esta dificultad como forma de decir que Jesús y sus seguidores no podían haber pensado esto o lo otro; si nosotros encontramos difícil o problemática una idea, ¿cómo podrían ellos (¡pobres almas anteriores a la Ilustración!) haberle dado vueltas en sus cabezas? Algunos argumentan justo al contrario. Hoy en día nosotros estamos ansiosos por preguntar ciertas cosas (por ejemplo: «¿Existen el cielo y el infierno? ¿Cómo puedo yo ir al primero y evitar el segundo?»). De este modo asumimos demasiado fácilmente que la gente en tiempos de Jesús también estaba ansiosa por preguntar esas mismas cosas, dándoles más o menos el mismo sentido que nosotros les damos ahora. Pero, si vamos a hacer historia real, tenemos que dejar que otras personas en otros tiempos y en otros lugares sean radicalmente diferentes de nosotros, aun cuando, para hacer historia, tengamos que poner en marcha una imaginación disciplinada e intentar lo mejor que podamos relacionarnos con aquella gente tan diferente. Es un reto. Pero es uno que creo que podemos afrontar. Lo que importa -me he ido convenciendo de ello- es que necesitamos comprender cómo funcionan las cosmovisiones. Si se ha nacido y crecido en una cultura que cuenta determinadas historias, observa ciertas costumbres y celebra determinadas fiestas, practica determinados hábitos domésticos y canta determinadas canciones, y si estas cosas van juntas y se refuerzan mutuamente, una sola frase o acto puede tener muchas capas de significación. Imagine a nuestro visitante marciano aterrizando esta vez en medio de un partido de béisbol o cricket. Los que de nosotros han practicado estos deportes aprecian las sutilezas, los matices, un partido equilibrado, las implicaciones de cómo la pelota es lanzada o bateada, quién es el próximo que va a salir a batear. Sabemos lo que significa cuando el público que acude a estos partidos canta determinadas canciones. Usted o yo nos daríamos cuenta de todo esto con una ojeada, pero puede necesitar una hora o más explicarlo todo con todos sus detalles a nuestro huésped alienígena. Y eso no significa que sea tremendamente teórico o abstracto. Significa solo que la mayoría de la gente, la mayoría del tiempo vive vidas más complicadas de lo que perciben a menudo. La complejidad probablemente aumenta cuando se va a un sitio como la Jerusalén del siglo I en tiempo de Pascua, con los peregrinos cantando salmos y las familias preparándose para contarse mutuamente la historia que ya conocen, la historia de Dios, y Moisés, y el faraón, y el mar Rojo, y la esperanza de libertad, mientras los soldados romanos vigilan desde sus atalayas, y una excitada procesión viene desde el monte de los Olivos guiada por un hombre sobre un borrico, y comienza a cantar sobre el reino que va a aparecer dentro de un momento... Así que, ¿cómo podemos emprender la tarea de intentar comprender a Jesús? Hay que escribir todo un libro distinto sobre el tipo de datos que tenemos sobre Jesús y cómo podemos usarlos responsablemente. ¿Qué son los evangelios? ¿Qué hay sobre los «otros evangelios»? ¿Qué fuentes usaron y cómo podemos valorarlos históricamente? ¿Qué fuentes no cristianas hay sobre Jesús? (Respuesta: una referencia en el historiador judío Flavio Josefo, una referencia en el historiador romano Tácito y una posible alusión en un escritor romano más difamatorio, Suetonio.) ¿Cómo se configuraron las historias de Jesús según las necesidades de sus primeros seguidores cuando salieron al ancho mundo? ¿Cuáles eran los motivos e intenciones de los autores? ¿Qué podemos saber sobre las comunidades en las que vivían, oraban, pensaban y escribían? Todas estas preguntas han sido objeto de intenso estudio durante los últimos doscientos años. Pero este libro no es el lugar para tratar ninguna de ellas. Yo mismo he escrito sobre ellas en otros varios lugares y espero seguir haciéndolo en el futuro. Pero actualmente tales cuestiones en sí mismas no son «neutrales». No hay un sitio donde podamos encontrar un «punto firme» desde donde empezar. La manera en que se tratan las fuentes reflejará la forma en que se entiende a Jesús, exactamente igual que la forma de entender a Jesús reflejará la forma en que se entienden las fuentes. No es un círculo vicioso. Lo mismo sería cierto en el estudio de Napoleón, John F. Kennedy y hasta Margaret Thatcher. Significa solo que tenemos que proceder con cuidado, dando vueltas y más vueltas, comprobando que estamos diciendo cosas sensatas tanto sobre el objeto como sobre las fuentes. Este libro representa una parte de un viaje en torno a un elemento de una de esas vueltas. De hecho, sospecho cada vez más que muchos de los «métodos» desarrollados en los estudios bíblicos profesionales durante los últimos doscientos años han sido producto de una cosmovisión que puede no haber estado verdaderamente abierta a descubrir al Jesús real. La cosmovisión posterior a la Ilustración en Europa y Norteamérica estaba determinada bastante a menudo por ver a Jesús como un maestro religioso y un líder que ofrecía una espiritualidad personal y ética y una esperanza del cielo. No tenía intención de considerarlo como alguien que pretendía estar al mando del mundo; alguien podría decir que los «métodos» de los supuestos «estudios históricos» estaba diseñados, accidentalmente o no, para eliminar por completo esa posibilidad. Esto no significa que estos «métodos» -estudio de las fuentes, las formas de las historias primitivas sobre Jesús, los motivos de los autores de los evangelios- no tengan nada que decir. Al contrario, tienen mucho que decir. Pero hay tiempos en que puede ser apropiado echarse un poco hacia atrás, habiéndolo oído todo, y tener otra oportunidad de decir: «De hecho, creo que lo que estaba pasando era esto». Este, creo yo, es uno de ellos. Así que, si vamos a acercarnos a Jesús de un modo nuevo y a preguntar las preguntas acertadas en vez de las erróneas, tenemos que poner nuestras mentes e imaginaciones en el propio tiempo de Jesús, estudiando otra «tormenta perfecta» en la que Jesús mismo estaba caminando. ¿Qué vientos fueron los que cogieron velocidad justo entonces, precipitándose sobre él desde varias direcciones? ¿Qué significó para él quedar atrapado en el centro de la tormenta? Cuando entró en Jerusalén aquel día fatídico, ¿qué pensaba que estaba haciendo? 4 LA FORMACIÓN DE UNA TORMENTA EN EL SIGLO I Una metáfora realmente buena se merece más de un final, como el mismo Jesús parece haber sabido, usando y volviendo a usar ideas y escenas en su caleidoscópica colección de parábolas. Vamos a volver a la tormenta perfecta, pero ahora situada en el siglo I. Esta vez las fuerzas que convergen en un lugar mar adentro de la costa de Massachusetts no lo hacen por especiales presiones culturales actuales, sino por las presiones que se estaban formando en los mismosdías de Jesús. Y el lugar a donde convergían era Jerusalén. Nosotros sonreímos ante esos mapas medievales que colocaban a Jerusalén en el centro de la tierra, con todo lo demás saliendo como rayos de ese punto. Qué raro, pensamos. Pero quizá haya una verdad enterrada bajo los cascotes de los sucesivos terremotos sociales, culturales, políticos y religiosos. Quizá esa sea la cuestión clave. Quizá la razón por la que Jerusalén era considerada centro del mundo era porque allí era donde se concentraba toda la presión. Allí es donde se juntaban las líneas de las fallas, donde las placas tectónicas chocaban sin cesar unas con otras, como todavía lo siguen haciendo. Allí era donde las fuerzas oscuras convergieron un día de primavera, lo más probablemente el año que llamamos 30 d. C. (y menos probablemente el 33). ¿Cómo podemos contar la historia de Jesús de una manera sencilla cuando tantas fuerzas elementales se juntaron en aquel momento en el espacio y el tiempo? Tanta historia, tantos malos recuerdos, tan elevadas expectativas y aspiraciones, tan intrincada red de fe y miedo, de odio y esperanza. Y tantos personajes memorables que se agolpan en el escenario, captando nuestros ojos y encendiendo nuestra imaginación: María Magdalena, Pedro, Pondo Pilato, Judas... y la lista continúa. Luego echamos una rápida ojeada -¿o es solo nuestra imaginación?- a Jesús mismo, elevándose como una torre por encima de ellos, pero sin aparecer distante. ¿Quién era? ¿Qué buscaba? ¿Qué intentaba hacer? ¿Por qué deberíamos ocuparnos de él dos mil años más tarde? Naturalmente, estas son las preguntas que sus amigos más íntimos querían preguntarle cuando le despertaron en medio de una tormenta real en el lago de Galilea. Todavía hoy es un lugar peligroso. Hay señales en los aparcamientos del lado occidental del mar advirtiendo de que fuertes vientos pueden levantar olas gigantes justo por encima de los vehículos aparcados. Pero Jesús no se intimidó. Según la narración, se levantó y dijo a la tormenta que se calmase (Mt 8,23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25). Y le obedeció. Creo que sus amigos contaron esta historia no solo porque era impresionante y dramática en sí misma, sino porque veían en ella algo de la historia mayor que estaban vehementemente intentando contar: la historia de un hombre en el ojo de la tormenta, la tormenta de la historia y la cultura, de la política y la piedad; un hombre que parecía estar dormido en medio de todo eso, pero que luego se ponía en pie y decía al viento y a las olas que parasen. Volvamos ahora a la costa de Massachusetts en octubre de 1991. El viento del oeste, la tormenta del norte y el huracán del sudeste, todos ellos convergían hacia el mismo punto. No es el lugar en el que estar ni el tiempo de salir a alta mar. Ahora piense en el Oriente Próximo del siglo I. Había una galerna, una tormenta y un huracán. Y Jesús quedó atrapado en medio de todo ello. La tormenta romana La galerna que soplaba constantemente desde el lejano oeste era la nueva realidad social, política y -no lo menos importante- militar del momento. El nuevo superpoder. El nombre en boca de todos, la realidad en las mentes de todos: Roma. Roma había estado creciendo incesantemente en poder e importancia como potencia mundial durante los últimos doscientos o trescientos años. Pero hasta treinta años antes del nacimiento de Jesús de Nazaret, Roma había sido una república. Un intrincado sistema de controles y equilibrios aseguraba que nadie pudiera ostentar el poder absoluto, y los que tenían ese poder no lo tenían durante mucho tiempo. Roma había tenido tiranos durante muchos siglos antes y estaba orgullosa de haberse librado de ellos. Pero con Julio César todo cambió. «César» era simplemente su apellido, pero Julio lo convirtió en título real desde aquel día en adelante (las palabras kaiser y zar son variantes de «césar»). Un gran héroe militar fuera de las fronteras hizo lo impensable: trajo su ejército hasta la misma Roma y estableció en ella su propio poder y prestigio. Parece que hasta hizo que la gente pensara que era divino. Los partidarios de la tradición se enfurecieron y lo asesinaron. Pero este hecho arrojó a Roma a una larga y sangrienta guerra civil, de la que solo salió un vencedor, el hijo adoptivo de César, Octavio. Tomó el título de «Augusto», que significa «majestuoso» o «digno de honor», el cual, junto con «César», pasó a ser también el título de sus sucesores. Declaró que su padre adoptivo, Julio, se había convertido realmente en divino; esto significaba que él, Augusto Octavio César, era ahora oficialmente «hijo de dios», «hijo del divino Julio». Si se preguntara a cualquiera en el Imperio romano, desde Germanía a Egipto, desde España a Siria, quién podía ser el «hijo de Dios», la respuesta obvia, la respuesta políticamente correcta hubiera sido: «Octavio». En un mundo en que la religión dominante era ciertamente una rama del Estado, Augusto asumió las funciones sacerdotales principales. Se convirtió en pontifex maximus («sumo pontífice» en latín) y transmitió esta función a sus sucesores. A lo largo de su reinado, los poetas e historiadores de la corte de Augusto hicieron un gran trabajo con su propaganda. Contaron la historia milenaria de Roma como una larga e intrincada narración que había alcanzado por fin su cumbre; la edad de oro había empezado con el nacimiento del nuevo niño mediante el cual la paz y la prosperidad se extendería por todo el mundo. El mundo entero está siendo renovado en estos tiempos, cantaba Virgilio en un pasaje[4] que algunos cristianos posteriores vieron como una profecía pagana del Mesías. (Los padres de la Constitución norteamericana tomaron en préstamo una expresión clave de este poema, novus ordo seculorum, «un nuevo orden de las edades», no solo para el gran sello de los Estados Unidos, sino también para el billete del dólar. Con ello estaban teniendo la impresionante pretensión de que la historia hacía su giro decisivo no con César Augusto, ni siquiera con Jesús de Nazaret, sino con el nacimiento de la Constitución de los Estados Unidos.) El poema de Virgilio sigue prometiendo que, desde ahora en adelante, en esta nueva era, bajo el divino reinado del mismo Apolo, la tierra producirá todo lo que se necesite. Tierra, mar y cielos se alegrarán con el niño que ahora va a nacer. Nadie sabe a qué niño se está refiriendo Virgilio, pero el asunto es claro: la nueva era, que hemos esperado durante un milenio, por fin está ahora aquí mediante el gobierno pacífico y alegre de César Augusto. El mensaje era grabado en piedra en monumentos e inscripciones por todo el mundo conocido: «¡Buenas nuevas! ¡Tenemos un emperador! ¡Justicia, paz, seguridad y prosperidad son nuestras para siempre! ¡El Hijo de Dios es el Rey del mundo!». Augusto gobernó el mundo romano, un imperio cada vez mayor, desde el 31 a. C. hasta el 14 d. C. Después de su muerte, él también fue divinizado, y su sucesor, Tiberio, asumió los mismos títulos. Mientras escribo esto tengo sobre mi mesa una moneda del reinado de Tiberio. En el anverso, rodeando el retrato de Tiberio, está el título abreviado: AUGUSTOS TI CAESAR DIVI AUG F, abreviaturas de AUGUSTUS TIBERIUS CAESAR DIVI AUGUSTI FILIUS, «Augusto Tiberio César, hijo del divino Augusto». En el reverso hay un retrato de Tiberio vestido como sacerdote con el título PONTIFEX MAXIMUS. Era una moneda como esta la que enseñaron a Jesús de Nazaret un día o dos después de haber entrado en Jerusalén, cuando le preguntaron si tenían que pagar tributo al César o no. «¿Hijo de Dios?», «¿Sumo Sacerdote?». Estaba en el ojo de la tormenta. Esto nos dice casi todo lo que necesitamos saber sobre el primer elemento de nuestra «tormenta perfecta» del siglo I. Pero, ¿por qué estaba Roma especialmente interesada en el Oriente Próximo? Por razones sorprendentemente parecidas a las de las actuales potencias occidentales, Roma necesitaba el Oriente Próximo para abastecimientos urgentes de materias primas necesarias. Hoy día es el petróleo; entonces era el trigo. La ciudad
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