Logo Studenta

Me desconecto, luego existo_ Propuestas para sobrevivir a la adicción digital - Isidro Catela Marcos

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Isidro Catela Marcos
Me desconecto, luego existo
Propuestas para sobrevivir a la adicción digital
2
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2018
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados
derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 41
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN epub: 978-84-9055-874-4
Depósito Legal: M-21464-2018
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
3
ÍNDICE
1. INTRODUCCIÓN
2. LA SOCIEDAD DE LAS PANTALLAS
3. LA GALAXIA STEVE JOBS
4. DE LOS MILLENNIALS A LA GENERACIÓN T
5. HIKIKOMORIS
6. NOMÓFOBOS
7. LA ADICCIÓN DIGITAL
8. ME DESCONECTO, LUEGO EXISTO
4
Para Amparo, que me mantiene siempre conectado a lo esencial
5
1. INTRODUCCIÓN
Voces de alarma. ¿Por qué los grandes ejecutivos de Google, Twitter y
Facebook están apagando sus dispositivos móviles y desconectándose de la
red?
Para castigarle por su vanidad, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que el joven y
apuesto Narciso se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. Sabemos
bien cómo termina el mito que anticipa de forma preclara la cultura del selfie: Narciso,
embebido de su yo reflejado, e incapaz de apartar la mirada de su imagen, acaba por
arrojarse a las aguas. La narración simbólica no puede encarnar mejor ese aspecto
sombrío de la condición humana que, en el tiempo que nos ha tocado vivir, se manifiesta
como una feroz amalgama de omnipresencia en las redes, envanecimiento e
imprudencia. En La resistencia íntima1, Josep María Esquirol, propone con lucidez
reinventar la mirada y recuperar la pausa, la proximidad, el silencio y la reflexión ante la
inmediatez compulsiva y ese estado de permanente exposición pública que nos asola y
que nos arroja a la monocromía de un mundo en exceso tecnificado. Y es en ese
territorio minado donde aborda sin piedad a los narcisos que, por diversos motivos,
confundieron lo que la tradición socrática llama cuidado del alma o cuidado de sí, con
una suerte de vigorexia existencial. El arzobispo emérito de Milán, Angelo Scola, lo
describe con tanta claridad como crudeza: «El narcisismo es una seña de identidad de la
cultura contemporánea, es decir, de la mentalidad común en la que los hombres y
mujeres de hoy viven, aman y trabajan cada día. Es un replegarse del yo sobre sí mismo,
que prescinde de todo vínculo, en la ansiosa afirmación de sí. Alguien, hace poco, me ha
hecho caer en la cuenta precisamente de que el nuestro es un narcisismo que obtiene los
efectos dolorosos del autismo. No se trata solamente de que yo prescindo del otro, sino
que además termino por ser incapaz de establecer una relación con él. Así el ser humano
se condena a la soledad, ocultándose como Adán y Eva. De este modo su existencia,
llamada a ser sal y luz del mundo, termina por ser insípida, se acomoda bajo el celemín
de la amargura»2. Eviten la enfermedad del espejo, les dice a menudo el papa Francisco a
los jóvenes, con su habilidad para dar en la diana del lenguaje popular. De manera más
formal lo ha hecho en otras muchas ocasiones. Por ejemplo, en un encuentro con
estudiantes en la universidad de Notre Dame de Dacca, con el que despidió su viaje a
Bangladesh, en diciembre de 2017, donde les pidió que no se pasasen todo el día al
teléfono, ignorando el mundo3, y en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud
2018 cuando se refirió a la necesidad que muchos jóvenes tienen de mostrarse distintos
de lo que son en realidad para intentar adecuarse a estándares a menudo artificiales e
inalcanzables, y a la obsesión con recibir el mayor número posible de me gusta y por
6
hacer continuos retoques de la propia imagen, escondiéndose detrás de máscaras y falsas
identidades, hasta convertirse casi ellos mismos en un fake4.
Puede parecernos exageración o, sin más, curiosa alegoría narcisista, entresacada de
leyendas, pero la realidad, en este caso por desgracia, supera la fabulación y nos lleva del
mito al logos. De hecho, aparece diáfano en el Eclesiastés: «vanidad de vanidades, todo
es vanidad»5. Aquí van, para comenzar, dos casos, espigados de entre los muchos que
podemos encontrar fácilmente en los últimos años. Nos dan una bofetada de altanera
realidad.
El primero es el del matrimonio Mackowiak, que quiso inmortalizarse en el precipicio
del Cabo Roca, en Portugal. Se aproximaron tanto al borde que se cayeron al mar,
mientras sus dos hijos pequeños observaban aterrorizados la escena. La última foto que
quedó registrada en el móvil fue la del cielo azul borroso. Se ha popularizado una nueva
actividad de riesgo que consiste en hacerse selfies con tiburones, leones, toros y otros
animalitos bravos. Hay quien habla ya de selficidio, y lo más preocupante no es que,
como sucede en el caso de los suicidas tradicionales, haya un cierto tabú sobre la
cuestión, reforzado por el hecho de que quienes lo llevan a cabo se oculten del mundo
para poner fin a sus vidas de manera generalmente aislada y escondida, sino que, con el
autorretrato de por medio, se desarrolla una dimensión social del fenómeno, que incluye
desde la aceptación social hasta la indiferencia de quienes no alzan la voz y lo asumen,
anestesiados, como consecuencia casi inevitable del tiempo frívolo que nos toca vivir.
El segundo caso que traigo al pórtico es el de la joven americana Chris Weisner, que
falleció en un accidente de coche en una autopista de Carolina del Norte, tras chocar con
un camión. En su teléfono móvil quedaron para siempre los selfies que se hizo mientras
conducía y en su muro de Facebook, como un epitafio fatal, quedó lo que escribió
apenas unos instantes antes del choque: The happy song makes me HAPPY. Lo escribió a
las 8.33. A las 8.34 la Policía Local recibió el aviso del accidente. En España, la
Dirección General de Tráfico dedicó en 2017 una de sus tradicionales campañas de
sensibilización a la nueva plaga: «Si al volante miras el móvil de vez en cuando, solo
ves la carretera… de vez en cuando». También en España, el 86% de los conductores usa
el móvil cuando viaja solo. En una campaña inédita, la compañía Orange está dedicando
sus últimas promociones a sensibilizar en el uso responsable de los dispositivos móviles.
Junto con RACE, el conocido club automovilístico, Orange se olvida de vender y
posiciona la marca en un asunto que ha pasado a ser de interés público. Se atreven
incluso a alertar y a dar consejos útiles para no despistarse al volante, como crear un
modo coche en el smartphone, olvidarnos de las redes sociales, escuchar música de
forma automática, silenciar el móvil y colocarlo fuera de nuestro alcance, o algo tan de
sentido común como no enviar mensajes a quien sabemos que está conduciendo6.
Ha sonado la alarma. ¿Somos alarmistas? Creo sinceramente que no. Es cierto que no
todos bordeamos precipicios ni perseguimos Pokémons Go o trending topics mientras
conducimos, pero casi todos tenemos experiencia ya de lo que suponen la tentación y el
7
riesgo de estar permanentemente conectados. Basta echar una mirada a ese grupo de
jóvenes (o no tan jóvenes) que han quedado para tomar unas cervezas en una terraza y,
absortos en las pantallas, con la cerviz agachada, permanecen whatsappeando cada uno
por su lado. «Hoy se ha chocado una persona conmigo y no iba mirando el teléfono
móvil», rezaba un irónico mensaje en Twitter, la famosa red del pájaro azul por la que
andamos cientos volando. En Francia, el presidente Macron ha cumplido su palabra, y ha
prohibido,a los menores de 15 años, utilizar el móvil en horario escolar, incluido el
tiempo del recreo. El ministro francés de Educación lo ha justificado como un mensaje
de salud pública para las familias. Más cerca, en un instituto de Lleida, se ha prohibido a
los alumnos de primero y de segundo de la ESO llevar sus teléfonos móviles al centro
con el objetivo de mejorar la concentración y la convivencia. Las declaraciones del
director son elocuentes: «se despistaban y llegaban tarde a clase, en el recreo muchos se
entretenían con sus móviles y ni jugaban ni hablaban con nadie, además había disputas
vía whatsapp, se hacían fotos dentro e incluso a algunos alumnos les desaparecía el
móvil». Lo tuvieron claro: una mejora significativa de la convivencia en el centro era
mucho más importante que un posible uso pedagógico de la tecnología7; un uso que, por
otra parte, muchos expertos cuestionan. Los estudios más recientes al respecto no dejan
lugar a la duda: el uso de los portátiles en el aula merma la capacidad de atención y
empeora las calificaciones del alumno. En USA están pensando en algo tan
revolucionario como volver a tomar apuntes con papel y bolígrafo8. A pesar de las
objeciones fundamentadas, hoy seguimos pensando que las tecnologías digitales hacen a
la escuela moderna. ¿Estamos verdaderamente seguros de que la escuela es el lugar
donde el estudiante debe potenciar su relación con la tecnología digital? ¿Estamos
seguros de que al número ya exagerado de horas dedicadas a las pantallas es necesario
sumarle las horas asignadas para tal tarea en el colegio o en la universidad? Algunos
empezamos a estar seguros de lo contrario. Cuando proponemos a nuestros alumnos que
desconecten el móvil en clase, casi siempre salta una voz angustiada que nos pide al
menos mantenerlo en silencio. Como nos recuerda con lucidez Nuccio Ordine, ¿cuántos
cardiocirujanos o bomberos tenemos en clase que tienen que estar pendientes de una
llamada para salvar vidas humanas? No se trata de adoptar insostenibles posiciones
luditas, como la de aquellos del movimiento obrero que en el siglo XIX inglés
abanderaron la demonización y el odio hacia las máquinas que venían a destruir el
empleo. Pero cuando a nuestro alrededor todo parece ir en la dirección de la
hiperconexión y el grado de dependencia de los dispositivos empieza a interferir para
mal en muchos de nuestros comportamientos cotidianos, ¿no sería oportuno, también en
la escuela, remar hacia la orilla de una sana desconexión? ¿No sería necesario hacer
comprender a nuestros alumnos que un smartphone puede ser muy útil cuando lo usamos
correctamente, pero muy peligroso, en cambio, cuando nos utiliza él a nosotros,
transformándonos en esclavos incapaces de rebelarse contra su tirano? ¿No es la escuela
o la universidad el lugar ideal para que los estudiantes reflexionen sobre el verdadero
8
sentido de la amistad, sobre si esta se puede identificar con un simple me gusta de
Facebook y sobre si enorgullecerse de tener miles de amigos en las redes sociales
significa tener esa visión profunda de la amistad y de las relaciones humanas en general,
que nos es propia? ¿No sería el lugar idóneo para instruirles, por ejemplo, en el arte de la
conversación, de tal manera que pudieran apreciar el valor que en sí mismo tiene, los
beneficios que para su vida les reporta y las diferencias que existen con sus frecuentadas
conversaciones de whatsapp?9.
No es una cuestión accidental. En Contra el rebaño digital, Jaron Lanier denuncia y
propone al advertir que «uno puede preguntarse: si blogueo, twiteo y wikeo todo el
tiempo, ¿cómo afecta a eso que soy yo?, o si la mente colmena es mi público, ¿quién soy
yo? Nosotros, los inventores de tecnologías digitales somos como comediantes de stand
up o neurocirujanos en el sentido de que nuestro trabajo se hace eco de profundas
cuestiones filosóficas (…) cuando los desarrolladores de tecnologías digitales diseñan un
programa que te pide que interactúes con un ordenador como si fuera una persona, lo que
están haciendo al mismo tiempo es pedirte que aceptes en lo más recóndito de tu cerebro
que tú también podrías ser concebido como un programa. Cuando diseñan un servicio de
internet editado por una masa anónima enorme, están dando a entender que una masa
arbitraria de humanos es un organismo con un punto de vista legítimo. Distintos diseños
estimulan distintos potenciales de la naturaleza humana. Nuestros esfuerzos no deberían
estar dirigidos a lograr que la mentalidad de rebaño sea lo más eficiente posible. En
cambio, sí deberíamos tratar de inspirar el fenómeno de la inteligencia individual. ¿Qué
es una persona? Si supiera la respuesta, podría programar una persona artificial en un
ordenador. Pero no puedo. Una persona no es una fórmula fácil, sino una aventura, un
misterio, un salto hacia la fe»10.
En nuestros dispositivos móviles y en las conversaciones de toda una generación se ha
colado Black Mirror, una serie de ficción, estrenada en 2011 en el canal británico
Channel 4, de capítulos autoconclusivos, que tiene como hilo conductor la pregunta por
cómo afecta la tecnología a nuestras vidas. La pregunta de Lanier por la persona está
omnipresente. Se trata de una distopía desasosegante que nos presenta una sociedad
futura, antiutópica, indeseable y que, bajo la promesa de la eterna felicidad unida al
progreso tecnológico, esconde la degradación de lo humano. Esa es la pregunta central:
¿qué queda de lo humano en las relaciones humanas? Esa es la pregunta de fondo con la
que arranco esta obra sobre la evidente hiperconexión y la imprescindible desconexión
digital. Y esa es la inquietante respuesta de Black Mirror que, antes que asustarnos con
un futuro lejano, nos acongoja con un presente en perspectiva, algo que, en buena
medida, habita ya entre nosotros11. Podríamos citar muchos, pero es paradigmático el
primer episodio de la segunda temporada en el que se nos muestra una sociedad
obsesionada con conseguir likes, las personas se desviven por conseguir puntuaciones
personales en toda aquella interacción que realizan. No se trata solo de una cuestión de
prestigio y satisfacción personal por el reconocimiento recibido, que también, sino de
9
auténtica supervivencia en un mundo que ofrece ventajas a los que son mejor puntuados
y descarta a los últimos de la fila. Lo más sorprendente es, en efecto, que este futuro
distópico se halle ya entre nosotros. Estamos obligados a sonreír porque la gente nos está
mirando y puntuando. ¿De locos? Echen un vistazo a aplicaciones como Peeple para
poner nota a los amigos, como si fueran un restaurante o una casa rural; Stroovy, en la
que se puede puntuar a gente que utiliza aplicaciones para ligar, y que nació con el
pretexto de evitar agresiones sexuales en las webs de citas; Ok Cupid, en la que también
se puntúa a las posibles citas hasta con cinco estrellas; Tinder, la conocida aplicación de
ligoteo digital que ejemplifica a la perfección lo que Bauman llama amor líquido, cuenta
con rating interno que el usuario desconoce, pero que permite a la app emparejar a las
personas por afinidades; Klout, que es capaz de ponerle una nota a nuestra actividad en
redes; o numerosos intentos fallidos, como el caso de Knozen, en la que podías puntuar a
los compañeros de trabajo. Como en el episodio de Black Mirror, las puntuaciones
tienen relevancia e incidencia social. Hay empresas como Juno, la app fundada por el
creador de Viber, que utilizan como uno de sus criterios a la hora de contratar
conductores, la experiencia previa y las puntuaciones que estos tengan en Uber, de tal
manera que el rating se convierte en una barrera de entrada. El último grito de tanta
reputación digital lo ha dado Zain Alabdin, un joven saudí que ha puesto en marcha una
aplicación móvil llamada Sarahah (honestidad, en árabe), que permite, por una parte, que
cualquiera podamos expresar nuestra más sincera opinión sobre amigos y conocidos, y,
por otra, que podamos averiguar lo que los demás piensan de verdad sobre nosotros.
Todo supuestamente sinceroy anónimo. La única manera de saber quién está detrás de
cada opinión es que el remitente del mensaje decida desenmascararse.
Es el Big Data o la revolución de los datos masivos12. Y es una deriva evidente de la
hiperconexión que padecemos. Recoger datos de todos nosotros, simplemente rastreando
las huellas que vamos dejando en la red, es tan barato que tal vez pronto se ponga en
jaque a la misma demoscopia. ¿Para qué establecer una muestra representativa si puedo
acceder al universo entero?
Pero no es una cuestión solo de guionistas, de usuarios irresponsables o poco formados
en el uso adecuado de la tecnología digital, de consumidores inquietos por la facilidad
con la que se puede entrar en su caja negra, o de educadores preocupados por la deriva
que están tomando los acontecimientos. El creador del Iphone, Jony Ive, ya ha admitido
que el uso constante del dispositivo es malo, algo que, por evidente que nos parezca, no
es usual que se reconozca tal cual desde dentro de las compañías que están en el negocio.
Los propios Bill Gates y Steve Jobs limitaban la tecnología que sus hijos usaban en casa.
Evan Williams, fundador de Blogger, Twitter y Medium, compraba gran cantidad de
libros a sus hijos, pero se negaba a que tuvieran un iPad. Tristan Harris, exempleado de
Google, encargado de diseñar los productos, ha hablado también con toda crudeza de
estrategias como la llamada economía de la atención, basada en captar la atención de las
personas para sacarles mayor rendimiento económico en la red. Se trata, según recoge un
10
completísimo artículo de The Guardian13, de secuestrar nuestros cerebros y de hacer la
tecnología adictiva, situando los smartphones al nivel de las conocidas máquinas
tragaperras, en las que la promesa de una recompensa eleva de forma intermitente los
niveles de dopamina. El usuario ha sido introducido en un entorno en el que la
tecnología es ubicua y en el que no existe, ni siquiera, una advertencia de los efectos, al
estilo del directo «Fumar mata» de las cajetillas de tabaco. El problema no es tanto que
los usuarios no tengamos fuerza de voluntad, sino que al otro lado de la pantalla hay
miles de personas cuyo trabajo es desbaratar nuestra capacidad de autorregulación.
Ive, Jobs, Williams y Harris no son los únicos que avisan. Justin Rosenstein,
exejecutivo de Facebook e inventor del botón de like, que a nosotros nos otorga la
recompensa del reconocer y, sobre todo la del ser reconocidos, y a la empresa le entrega
datos relevantes sobre nuestras preferencias; Roger McNamee, inversor tanto de
Facebook como de Google; James Willians, estratega que ayudó a construir el sistema de
métricas para el negocio publicitario del propio Google; Nir Eyal, reconocido consultor
de la industria digital; o el diseñador Loren Britcher, creador del mecanismo pull-to-
refresh, un recurso de interfaz de usuario, que nos permite actualizar el contenido en
Twitter. Todos hablan sin tapujos de lo importante que es mantener a las personas
distraídas cuanto más tiempo mejor y desvelan la mayor forma centralizada y
estandarizada de control de la atención que se ha conocido jamás. Muchos de ellos están
limitando su consumo digital y limitándoselo igualmente a sus hijos. Por algo será.
¿Por qué? ¿Por qué los tecnócratas más importantes de la esfera pública son, a su vez,
los mayores tecnófobos en su vida privada? ¿Os imagináis qué alboroto se formaría si
los líderes religiosos no dejaran a sus hijos ser practicantes? —nos interroga el profesor
Alter—, en una obra en la que con una analogía brutal afirma que los que se dedican a
inventar tecnologías parecen haber seguido la regla de oro de los traficantes de drogas:
nunca te enganches a tu propia mercancía14.
«¿Por qué se ha convertido en un problema una tecnología que ofrece tanto
conocimiento y placer? —se pregunta el profesor Sampedro con agudeza— ¿Cómo pudo
volvérsenos en contra algo que disfrutamos tanto? La respuesta es que se nos ha ido de
las manos. Peor, la industria de datos controla las nuestras cada vez que las ponemos
sobre un teclado. Nuestra actividad y nuestra mirada han sido secuestradas por las
pantallas»15. No se trata, obviamente, de volver a sacar la bandera entre las trincheras
apocalíptica e integrada, que popularizó en su día Umberto Eco16. Cerrar internet o
prohibir los móviles, aparte de imposible, sería tan absurdo como ilegalizar la comida
para combatir la obesidad. Padecemos opulencia y gordura digital, una pandemia que no
afecta solo, como hemos visto, a los adolescentes bulímicos del móvil. A menudo somos
otros, también los padres, los que presentamos síntomas de la enfermedad, perplejos ante
la paradoja de que la tecnología es condición necesaria pero en sí misma insuficiente
para salir del lío en el que andamos metidos. Sin embargo, su potencial es enorme si se
acompaña de prácticas, de valores, de virtudes y de normas con gran valor nutritivo17. Y
11
es enorme también su capacidad para acostumbrarnos a la comida basura y hacernos
creer que estamos bien alimentados.
El pionero en este terreno alimentario es Daniel Sieberg, periodista y ejecutivo de
Google, autor de La dieta digital, que introduce la analogía nutritiva y nos propone un
plan para desintoxicarnos de los excesos con la tecnología18. Sieberg vivía
permanentemente enganchado a las redes sociales, tanto que llegaba a no enterarse de
nada cuando en las reuniones familiares se conversaba sobre los acontecimientos que
habían tenido lugar durante el año en la familia. Se había convertido en un presentador
de éxito, pero era un pésimo comunicador porque era socialmente incompetente. Hasta
tal punto se encontraba siempre mirando algún tipo de aparato que su mujer le llamaba
luciérnaga porque su cara siempre estaba iluminada por algún tipo de pantalla.
Volveremos sobre dietas y dietéticas al final del libro.
La cuestión es novedosa, en cuanto que sobre todo las redes sociales han introducido
peculiares acentos en el relato. Las redes son la caja de Pandora del siglo XXI. Sean
Parker, creador de Napster y uno de los impulsores de Facebook, entonaba recientemente
el mea culpa en un acto público de la firma Axios en Filadelfia. Le dijo al mundo entero
que las redes explotan la vulnerabilidad de la psicología humana, que lo sabían y que, a
pesar de ello, lo hicieron, y que solo Dios sabe lo que se está haciendo en este terreno
con el cerebro de los niños.
Inquietante y novedosa, desde luego, pero no es cuestión del todo nueva. Ya hace más
de 15 años se hablaba de una «generación enganchada a las pantallas»19 y se elaboraban
discursos (tanto cenizos como sensatos y equilibrados) sobre la globalización de la
tecnología. El sentido común, entonces y ahora, nos alerta contra el riesgo cierto de que
nuestra vida termine por ser fagocitada. Ahora bien, esa suerte de colonización a manos,
en nuestros días, de la globalización digital, no tiene por qué ser un camino que todos
tengamos que recorrer, ni habrá de ser irreversible en el caso de que lo hayamos
empezado. Solo sucumbirán quienes no sepan integrar adecuadamente las enormes
ventajas que nos regala el mundo conectado. Hacia ese equilibrio trata de tender este
libro. Reconoce, en primer lugar, que hemos de diagnosticar con claridad un problema
real, con la confianza de que el diagnóstico precoz allanará el camino del tratamiento.
Ambos son necesarios, tanto el diagnóstico preciso como el tratamiento adecuado.
Agachar y esconder la cabeza entre las pantallas, solo contribuiría a empeorar la
situación. El cuchillo, como tal, no es ni bueno ni malo. Será bueno su uso si lo
utilizamos para partir y repartir el pan, y malo si lo hacemos para apuñalar. De forma
similar, la tecnología en sí misma no es ni buena ni mala. Lo son los actos humanos,
incluidos por supuesto los de las grandes corporaciones que la usan y diseñan para el
consumo masivo. La tecnología se puede diseñar para que enriquezcan las relaciones
sociales, para que sean adictivas, o de forma ambivalente para ambas cosas a la vez, lo
que hace, sin duda,el problema mucho más complejo.
Por eso, una vez planteada la cuestión, me atrevo a dibujar en las páginas que siguen a
12
la sociedad que nos envuelve, a definir el mapa de la Galaxia Jobs que nos ha enredado
en una nueva socialización, a acercar el retrato de los postmillennials, encuadrados en la
llamada Generación Z, y caracterizados porque se deciden a cada instante en esas
circunstancias contemporáneas que son las redes sociales, a alertar de la existencia
creciente de hikikomoris, muchachos que sufren un aislamiento social agudo y que
visitan el infierno de los otros virtuales sin salir de su habitación, a hablar de la
nomofobia que ya causa crisis de ansiedad a los que se encuentran sin conexión y hace a
otros buscar el descanso y el negocio en pueblos sin wifi, a consultar a los expertos por la
existencia (o no) de la adicción digital, y a apostar, finalmente, por propuestas que
integren la tecnología en la tarea de procurarnos una vida lograda, incluida la de
apartarse del mundanal ruido hasta el extremo de cuestionarnos con el Segismundo de
Calderón o con el genio maligno de Descartes, si toda la vida (digital) es una ilusión, una
sombra, una ficción, y si acaso no es la desconexión madurada la forma más atinada de
decirle hoy al mundo cómo hay que asirse a la realidad.
13
2. LA SOCIEDAD DE LAS PANTALLAS
Solo sé que la Wikipedia lo sabe
La posverdad. Nostalgia de Sócrates
Sócrates era lo que llamamos, en el lenguaje de andar por casa, una mosca cojonera.
De hecho, se le conocía como el tábano de Atenas, esos insectos tan identificables por su
picadura y su zumbido alrededor de cerdos, caballos, vacas y otros animales que hozan
en el estiércol. Con él empezó todo, que dirían hoy los más futboleros. Tanto es así que a
los pensadores anteriores a él se les suele meter en el cajón de sastre de los presocráticos.
Era único en el arte de hacer preguntas y tan molesto le resultaba a las autoridades
griegas del siglo V a. C. que, como ya conocemos, acabó juzgado y condenado a morir
bebiendo cicuta. Sócrates no era Narciso, ni en fondo ni en forma. Bajito, rechoncho,
narigudo y desaliñado, no respondía precisamente al ideal de belleza de la época, en el
que se sostenía que un cuerpo hermoso era un regalo de los dioses y transparentaba, en
esos labios gruesos, en esas mejillas cinceladas y en esas tabletas de chocolate que
tantas veces hemos visto esculpidas en mármol, una perfección interior: kaloskagathos,
que en griego significaba ser agradable a la vista y, en consecuencia, ser una buena
persona. A Sócrates esa música le sonaba extraña. Apostaba por una versión más Disney,
más tipo La Bella y la Bestia. Ya saben, la de que la belleza verdadera está en el interior.
Dedicó su vida al inquietante oficio de enseñar sin cobrar nada por ello, de cuestionarlo
todo, de dialogar, de conversar, de preguntar una y otra vez, en las plazas y en las calles,
hasta mostrar a sus interlocutores que no sabían todo lo que creían saber. Demasiado
para los sofistas, mercaderes del conocimiento. Demasiado para un tiempo que, pese a
sus evidentes luces, no se libró de las sombras de la corrupción política ni de las
desmedidas vanaglorias de muchos que, fieles a la letra y al espíritu de la época, se
hicieron enterrar con un espejo. Sócrates, huyendo de ese tipo de inmortalidad consiguió
otra. No dejó una palabra escrita. De no ser por Platón, a buen seguro habríamos perdido
buena parte de su legado, incluido el consabido «solo sé que no sé nada», que es todo un
canto a esa peculiaridad humana del saber, que ha de quemar en el pecho y ser a un
tiempo tan imprescindible como insuficiente.
En lo que se refiere a ese saber, nuestros días han sido definidos de casi todas las
formas posibles que han encontrado acomodo entre la sociedad de la información y la
sociedad del conocimiento. El término sociedad de la información se remonta a 1973
cuando el sociólogo norteamericano Daniel Bell lo introdujo en su libro El advenimiento
de la sociedad post-industrial para dibujar una época marcada por las tecnologías de la
información20. La lucha de clases ya no sería la ley de la historia, sino que las nuevas
14
fuerzas de transformación habría que situarlas en el campo del conocimiento. La
imprenta había estado en la base de la sociedad industrial (saber leer y educación de las
masas) y ahora serían las telecomunicaciones y la informática las que conformarían el
suelo del nuevo escenario histórico.
La expresión sociedad de la información vuelve con fuerza en los años noventa del
pasado siglo en el contexto del desarrollo de internet y de las Tecnologías de la
Información y la Comunicación (TIC). Entra de lleno en las agendas políticas mundiales
y es objeto de reflexión prioritaria en foros como el G8 o la Asamblea de las Naciones
Unidas. Precisamente a finales de los noventa, sobre todo en contextos académicos que
andaban buscando una alternativa conceptual a la sociedad de la información, surge el
término sociedad del conocimiento. Mientras el primero pone el acento en la innovación
tecnológica, las denominadas sociedades del conocimiento incluyen una dimensión de
transformación social, cultural, económica y política. Por eso se prefiere, también a nivel
institucional, porque se entiende que refleja mejor la complejidad y el dinamismo de los
cambios que se están produciendo.
Estábamos así, a finales de siglo, en los albores del uso intensivo de las denominadas
nuevas tecnologías, de las que aquí nos va interesar especialmente su dimensión moral,
en la medida en que configuran un nuevo modelo de sociedad, muy distinto a aquella en
la que la curiosidad inteligente por el saber más encontraba su espacio público en la
plaza y su desarrollo en la conversación socrática. Pero para definirlo, me parecen
insuficientes las categorías de información y conocimiento manejadas. La nueva
sociedad configura sus relatos (microrrelatos, de apenas 140-280 caracteres en muchas
ocasiones) en las pantallas. La sociedad de las pantallas no es lo contrario a la sociedad
de la información ni del conocimiento. Es más bien su rebasamiento. Nace de la
inquietud moral que, a su vez subyace, de aquellas preguntas del poema La roca, que
T.S. Eliot escribió en 1934: ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el
conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?
Otro poeta, el malagueño José Antonio Muñoz Rojas, da en el clavo cuando enhebra
estas palabras, en su poemario Las cosas del campo, para hablar con prosa poética de
nuestros días. La descripción, además de hermosa, es precisa.
«Sí, sí, son días de muchas noticias. No hay tiempo para verificarlas, ni para escribirlas, ni casi para gozarlas.
Hay que ir de mata en mata, de zanja en vereda, de vallado en sendero, de sotillo en linde, para no perder tanta
anunciación, tanto nacimiento, tanta esperanza. Y se nos va la mayor parte de la delicia sin recogerla».
Son días de muchas noticias. Esta era de la comunicación que nos deslumbra se
caracteriza por la sobreabundancia y la saturación, que hacen que se mezclen y se
diluyan información, conocimiento y sabiduría. Como consecuencia lógica, No hay
tiempo para verificarlas. Es la apoteosis del rumor, de la noticia que no lo es, del
chascarrillo no contrastado o directamente del bulo, de las fake news, la palabra del año
2017 para los editores de los populares Diccionarios de Oxford, que un año antes habían
elegido posverdad como triunfadora. La posverdad o mentira emotiva, propia del
15
sentimentalismo tóxico que nos rodea21. El término abrió todo un debate filosófico sobre
la construcción del relato (¿la verdad?), que no era sino el debate sobre la distorsión
deliberada de la realidad con el fin de ser relevantes e incidentes en la esfera de la
opinión pública y terminar, por tanto, influyendo sobre las actitudes sociales: mueran los
hechos y vivan las emociones que esos hechos me despiertan. Ante tal panorama no es
de extrañar que el poeta escriba que no nos queda tiempo para verificar las noticias,ni
para escribirlas, ni casi para gozarlas. A veces añoramos aquellos maravillosos años en
los que el matrimonio se dormía en la misma habitación de la casa, mirando a una misma
pantalla, en lugar de rendirse al sueño, cada uno en su cuarto, ante su propio dispositivo
móvil. Con todo, no nos queda otra que ir de mata en mata, de zanja en vereda, de
vallado en sendero, de sotillo en linde, porque la pluralidad es mucha aunque la mies del
pluralismo sea poca. Y hete aquí que entre las maravillas de la naturaleza hay tanta
anunciación, tanto nacimiento, tanta esperanza, y, sin embargo, ¡oh, desesperación! se
nos va la mayor parte de la delicia sin recogerla.
Disfrutamos y padecemos una sociedad saciada de información que parece haber
emprendido, de forma irremisible, el camino de la saturación informativa, especialmente
audiovisual y en formato digital. Se empieza a hablar con fundamento del síndrome de
Diógenes digital. Nos hallamos invadidos por las pantallas, a las que prestamos devoción
reverencial, inaugurando así un régimen de saturación, donde todo lo que se nos muestra
es ya más real que lo real y nos fascina hasta el punto de impedir en ocasiones nuestra
reacción racional. Los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, en España, no
dejan lugar a la duda: a partir de los 14 años, 9 de cada 10 adolescentes tienen teléfono
móvil. La cantidad de los dispositivos no hace más que crecer mientras disminuye la
edad de acceso a la red. Por supuesto, la preocupación por los contenidos, por lo que se
ve y a qué edades se ve está muy presente y encontraremos en este libro diferentes
ejemplos, pero en la sociedad de las pantallas hay una cuestión previa: el contenido es un
espectáculo que se ha convertido en un fin en sí mismo, apartándonos del referente, lo
que prima es el modo de ver y de mostrar. Importa, sobre todo, ver y verse, mostrar y
mostrarse, estar en la red.
Esta centralidad de las pantallas en nuestras vidas no se entiende bien sino la
enmarcamos en el contexto de la sociedad postmoderna. La falta de una cierta
perspectiva histórica y la complejidad y amalgama de las características que se incluyen
bajo el paraguas de la postmodernidad, hacen que pretender su definición exhaustiva sea
hoy por hoy, todavía, una quimera. Tampoco es el objeto central de este libro. No
obstante, eso no quiere decir que no puedan apuntarse algunos rasgos definitorios, y que
lo haga con principal atención a cuanto aquí me importa sobre pantallas y consumo de
contenidos digitales.
La postmodernidad. Vigilancia y representación
El término postmodernidad engloba a una gran cantidad de movimientos del siglo XX,
16
que en el ámbito artístico, cultural, literario y filosófico se caracterizan por su oposición
o superación de las ideas de la modernidad22. Con unos límites temporales que van desde
la revolución francesa (1789) hasta al menos la caída del Muro de Berlín (1989)23, la
postmodernidad presenta una suerte de modernidad agotada, que habría que superar. Y
lo hace, no desde una hermenéutica de la continuidad sino abiertamente desde la ruptura.
He tratado estos aspectos en otra obra, también desde la perspectiva de quien se enfrenta
hoy a la delicada tarea de educar24. De allí rescato ahora algunas de las características de
esa postmodernidad, ampliadas y enriquecidas ahora para comprender mejor la sociedad
de las pantallas25.
En la postmoderna sociedad de las pantallas todo es vigilancia y representación.
Vigilancia porque, como nos muestran los contemporáneos grandes hermanos, el medio
es hoy la pantalla, el ojo que todo lo ve, y, en consecuencia, está más viva que nunca la
pregunta por el frágil equilibrio entre libertad y seguridad. Y representación porque todo
nos es representado, hasta el punto de llegar a olvidar la referencia real de tal
representación. Distingue a este respecto el maestro Alejandro Llano entre brillo y
esplendor o resplandor. El brillo es relativo, luz reflejada, prestada claridad. El
resplandor en cambio es absoluto, luminosidad interna que serenamente se difunde. El
resplandor, así, sería la verdad de lo real, mientras que el brillo, omnipresente, sería
simulacro, que celebra el triunfo de la sociedad como espectáculo. Para Llano, la
televisión sería, en este contexto, el tabernáculo doméstico de la religión nihilista26.
Como, a ritmo de zarzuela, los tiempos cambian que es una barbaridad, hoy habría
tantos tabernáculos móviles como dispositivos. Todo se nos da por medio de
representaciones. Bromeamos, no sin una pizca de amargura, acerca de que nuestros
hijos nunca hayan visto una vaca de verdad y nos esforzamos para que vivan
experiencias en granjas, a veces urbanas, y para que le pongan carne y hueso animal a la
imagen del tetra-brik. Como nos enseña la alegoría platónica de la caverna, aunque todo
se nos dé por medio de representaciones, no todo es representación. Si no hubiera más
que representaciones, ni siquiera éstas existirían porque toda representación es
intencional y nos remite a algo que no es ella misma, a eso que Steiner llama presencias
reales27. ¿Por qué tenemos tanta dificultad para comprender esto? Probablemente porque
nuestra sociedad de las pantallas no nos lo pone fácil. Nos movemos en el territorio de
una cultura que glorifica y le pone altares al simulacro, es decir, a la apariencia que no
reviste verdad alguna y que remite solo al vacío, una cultura que tiende a considerar a la
realidad entera como representación y espectáculo, donde sueño y vigilia, utopía y
distopía se confunden. El simulacro, las pantallas, lo llenan y ocupan todo; el
espectáculo se hace total (y totalitario) al no dejar espacio para nada más y, sobre todo,
al no remitir a nada y acabar por fagocitar una realidad que, de facto, queda abolida en
numerosas ocasiones. Pensemos, por ejemplo, en las Google Glass, que, aunque no han
sido el producto estrella que se esperaba, transforman el ojo humano en una cámara. Es
el ojo mismo el que hace imágenes.
17
Todo es pequeña y fragmentada representación. La postmodernidad es fragmentaria
frente a la moderna concepción holística de la realidad. El ya añejo zapping, los
consumos a la carta, Twitter y sus 140 (o 280 caracteres), o el auge de los microrrelatos
literarios ejemplifican a la perfección ese culto a una realidad que aparece ante nuestros
ojos astillada. Superada la modernidad y su concepción unitaria de la historia, que traía
de la mano los grandes relatos, nos hallamos sumidos, y con nosotros la comunicación
en la era del fragmento, de los discursos rotos. Para nosotros, educados en el espíritu de
la Biblia, la historia es una realidad germinal que está llamada a desplegarse, a
desarrollarse hasta una meta, que le da sentido. Por eso, la historia es tridimensional: está
integrada por una referencia al pasado, por una referencia al presente, por una referencia
al futuro. Pasado, presente y futuro constituyen una unidad dinámica que está finalizada
por una meta, que da vigor y motivación a todos y cada uno de los proyectos humanos
sectoriales. Para la postmodernidad la historia es cosa de los libros de texto. No hay
dirección final, ni unidad de los diversos elementos. Sólo hay dispersión y casualidad. La
gran historia se disuelve en múltiples historias microscópicas, tantas como individuos.
Todo son casualidades sin causalidad. Todo consecuencias sin origen o, en el mejor de
los casos, consecuencias que remiten únicamente a sí mismas, que se muestran tan
egoístas que mueren en sí mismas, impidiendo la pregunta por el nacimiento. Sin
embargo, el vacío de la historia, la carencia de sentido, hoy no constituyen drama alguno
sino que más bien se experimentan como un alivio y como una liberación. El tiempo ha
encontrado en el presente a un auténtico tirano. La actualidad se devora a sí misma, todo
presente, sólo presente, sin apenas referencia al pasado ni proyección alguna hacia el
futuro. Todo se diluye en un presente tirano, pero al mismo tiempo de límites poco
definidos. Bauman ha hablado de modernidad líquida para definirel estado volátil de la
sociedad actual28, donde prima la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los
cambios. Me gusta decir que más que en una época de cambios, nos enfrentamos a todo
un cambio de época, cuya comprensión y alcance se nos escapa, al menos en una buena
parte.
La sociedad de las pantallas no solo nos envuelve en esa falsa idea de que toda la vida
es sueño o representación, sino que, además nos lleva a velocidad de vértigo de una
pequeña y fragmentada representación a otra. Todo es representación cambiante. Nos
dice Aristóteles que todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre
elección parecen tender a algún bien, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas
tienden. Ahora sin embargo parece suceder que tal finalidad es el cambio en sí mismo.
Por paradójico que parezca cambiamos de forma permanente, saltamos de una ventana
(de una pantalla) a otra y nuestro tiempo se define como el tiempo del cambio, que lejos
de ser un medio para llegar a otro lugar es un fin. Pero no es el cambio en sí mismo lo
que define nuestra época, en la medida en que el cambio ha estado presente a lo largo de
toda la historia, sino la velocidad a la que se producen esos cambios, hasta el punto de
que los percibimos como una corriente continua de cambios que no cesan. Existe,
18
además, una identificación equivocada entre cambio y progreso. El cambio es
transformación, modificación, nueva situación, ni positiva ni negativa, mientras que
progreso lleva implícita una noción de mejora29. Es obvio que el cambio constante no
nos ha sumido en una situación de mejora también constante y que alcanza a todos los
órdenes de la vida. Sin embargo, es difícil percibirlo así, y no son pocas las voces que se
alzan diciendo que cuál es el problema.
Para no naufragar en olas que tratan de tenernos siempre en la cresta, necesitamos
aptitudes, actitud y una buen tabla de surf30. Los buscadores se han posicionado en esa
poderosa industria de las tablas. ¿Sabríamos vivir sin Google? La sociedad de las
pantallas es también una sociedad mediada que nos proporciona una información elegida
muchas veces de forma arbitraria. A menudo los profesores, también en la Universidad,
tenemos que enseñar a nuestros alumnos a manejar fuentes diversas y que sean
relevantes para el trabajo que están realizando. Muchos de ellos viven tranquilos
sabiendo que Google les saca de un aprieto. O eso creen, porque a nadie escapa que
quedándonos en las tres primeras búsquedas que Google nos ofrezca hemos caído en la
trampa de lo que otros han elegido por nosotros. Muchos no están preocupados tanto por
no saber, sino porque la Wikipedia pueda no saberlo. Y no es cuestión solo de
estudiantes, hay numerosos casos como el de Jane Godall, la famosa primatóloga, que
fue acusada de copiar y pegar textos íntegros de diferentes webs, sin citar fuente alguna,
para su libro Semillas de esperanza31.
La era de la desconexión
No es de extrañar, después de lo visto, que los individuos de esta sociedad, tan
sobreabundante en pantallas, tengamos que vencer importantes obstáculos para captar la
unidad de realidades y fenómenos que tenemos ante nosotros. Los percibimos como
desconectados entre sí. Somos hijos de una era de la desconexión32 en la que la misma
complejidad de nuestro mundo nos dificulta la posibilidad de abarcarlo. «La realidad
básica que podemos captar si nos liberamos de prejuicios —apunta Llano— nos ofrece
un mundo y una sociedad en la que todo está conectado con todo. Esta situación se
puede referir a dimensiones claramente positivas de la cultura actual y, muy
especialmente, al espectacular desarrollo de las nuevas tecnologías»33. Sin embargo,
como estamos viendo, son precisamente el desarrollo vertiginoso y el consumo excesivo
de contenidos que nos ponen al alcance de la mano las tecnologías (los mismos que han
contribuido en los últimos años al progreso y al bienestar de millones de personas en
todo el mundo), los que también nos sumen en la perplejidad ante la realidad y no
favorecen que la captemos en toda su complejidad y unidad. Paradójicamente,
desconectamos las partes que conforman el todo, nos instalamos en el fragmento, y para
salir de esa desconexión, necesitamos acudir a otro significado de la misma palabra
desconexión. «No es casual que, para significar el afán de independencia y autonomía,
ahora recurramos precisamente a un término técnico como es desconexión. Tiene la
19
ventaja de ser una palabra netamente actual, que apela a la magia de la tecnología
avanzada e implica el imprescindible uso de la libertad. Sugiere además inmediatez y
limpieza: nos desconectamos con la misma rapidez con la que nos conectamos, sin
desgaste ni fatiga. Comenzamos así a movernos en un plano que parece situarnos en una
suerte de novísima sensibilidad, en la que los propios condicionamientos, lejos de
coartarnos parece que nos potencian»34. Ante tal experiencia de desconexión (falta de
relación entre las partes), necesitamos una desconexión diferente: dejar de tener tanta
relación con la tecnología. El objetivo no es otro que ir recuperando cuanto de humano
estamos perdiendo en las nuevas relaciones humanas. La tecnología puede unir océanos
y separar sofás. En la medida que esa era de la desconexión toma cuerpo, se extiende
también la soledad y aislamiento de muchas personas, por falta de proximidad física, de
cercanía y de encuentros personales, sin pantalla que los medie. No es broma: la primera
ministra británica ha anunciado solemnemente la creación de un Ministerio de la
Soledad. Son muchos los autores que hablan ya de una nueva galaxia en la sociedad
tecnológica: la de aquellos que nunca han leído un libro entero ni quizá lo han tenido
entre las manos. Y como quiera que lectura y conversación van de la mano, me gusta
advertir que nos encontramos cada vez más con individuos incapacitados para una
conversación articulada. Es más, es precisamente esa conversación de corte socrático que
indaga y enriquece a los que participan en ella, que requiere pasar los filtros de la
verdad, la bondad y la utilidad, la primera que se resiente con el nuevo modelo. La
psicóloga norteamericana Sherry Turkle tiene un interesantísimo estudio de
investigación sobre el poder de la conversación en la era digital en el que alerta sobre
esto35.
La conversación cara a cara es uno de los actos más humanos y humanizadores que
podemos realizar. Cuando estamos plenamente presentes ante otro, aprendemos a
escuchar, desarrollamos la capacidad de empatía, experimentamos el gozo de ser
escuchados y comprendidos e impulsamos la introspección, como esa forma de
conversación con nosotros mismos que nos va constituyendo. Hoy evitamos la
conversación. Nos escondemos los unos de los otros a pesar de estar constantemente
conectados y pegados a nuestras pantallas. Quizá, en esta tesitura, el bueno de Sócrates
nos sacaría a la plaza y nos recordaría que no es la vida, sino la vida buena (la vida que
conecta lo real y la que a un tiempo desconecta) la que debe ser valorada.
20
3. LA GALAXIA STEVE JOBS
Del zoon politikón al enjambre digital
El hombre es, por naturaleza, un animal político. Aristóteles lo deja bien claro36.
Poseemos, de modo exclusivo, y frente a los demás animales, el sentido de lo bueno y lo
malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. Es, precisamente, la participación
comunitaria en éstas la que funda la ciudad. Porque la ciudad, la polis, entendida para los
griegos como unidad política suprema, es la que buscará el fin supremo que implica a la
totalidad y que no es otro que la felicidad de todos los ciudadanos.
El hombre es hoy, sin embargo y en cierta medida, un animal gregario más. Byung-
Chul Han lo sitúa en el que llama enjambre digital, un lugar cuyo centro neurálgico son
las redes sociales, que erosionan fuertemente la comunidad, el nosotros, que destruyen el
espacio público y que agudizan el aislamiento del hombre37.
Entre el animal aristotélico y el enjambre de Han hay veinticuatro siglos de diferencia.
El cambiode paradigma social de la comunicación no exige, a mi juicio, mirar tan ancho
ni tan lejos. Las reglas del juego han cambiado vertiginosamente en los últimos años del
siglo XX. El conocido el medio es el mensaje de McLuhan se ha visto alterado. El medio
es ahora el individuo. Como si se tratara de una afirmación regia al más puro estilo Luis
XIV: el medio soy yo. De una sociedad mediáticamente vertical, donde la comunicación
fluía desde los grandes centros, sin apenas interacción por parte de los receptores, hemos
pasado a una comunicación onmipresente, que se vierte en todas las direcciones, donde
los usuarios somos al mismo tiempo creadores y consumidores de contenidos. Cada uno
de nosotros, con los escasos caracteres de nuestro Twitter, podemos convertirnos en el
medio, emitir e informar a los demás, que, a su vez, pueden informar a otros, formar
opiniones y participar de una tormenta de contenidos cuya lógica es muy distinta a la que
conocíamos hasta ahora en los medios tradicionales.
Parece que el futuro ya no va a ser lo que era. Los medios tradicionales lo han
entendido, aunque no han dado todavía con la clave que les permita sacar la cabeza hacia
el horizonte de la supervivencia. Ni la radio acabó con la prensa escrita, ni la tele con la
radio … ni tampoco internet (que es más un lugar que un medio) ha acabado con los
anteriores, aunque lo cierto es que ha dejado a muchos desubicados y con urgente
necesidad de reformulación en su naturaleza y funciones. Pensemos en qué son hoy y
para qué sirven el cine, la prensa, la radio y la televisión ¿Han posibilitado los nuevos
escenarios una cierta apertura hacia otros medios y, por consiguiente, hacia quienes los
usan? ¿O se han replegado aún más sobre sí mismos? ¿Son todavía medios de
comunicación de masas?
21
Los medios de comunicación tradicionales han dejado de ser, a mi juicio, lo que eran
porque el propio concepto de masa ha cambiado. Los medios hoy hablan más de sí
mismos que nunca. Se retroalimentan, en una espiral de metacomunicación que parece
no tener fin. Basta detenerse en eso que hoy llamamos eufemísticamente televisión
social y que consiste en ver una pantalla con otra pantalla distinta delante que se intenta
ver al mismo tiempo que la primera para poder comentar en una lo que se ve en la otra.
Los medios han desplazado su foco informativo. Ya no existen principalmente para
informar. ¿Qué sentido tiene hoy la primicia, ser el primero? En cambio, su función en
cuanto que agenda temática se ha reactivado. Y no me refiero solo a que con nuestras
agencias eurocéntricas las noticias de África queden fuera y uno tenga que leer Mundo
Negro si quiere enterarse de algo38. No solo, las agendas temáticas que sustituyen al
hombre y a los lugares donde habita, son mucho más amplias. Son totalizadoras, en
ocasiones excluyentes, descartando todo lo que no sea lo que se propone a la luz de la
agenda dominante. Así sucede hoy, por ejemplo, con estos tres grandes ámbitos:
deportivo, gastronómico y musical. Casi todo es deporte, lo que no es deporte es cocina,
lo que no es cocina ni deporte es La Voz kids.
Para abordarlo adecuadamente, los medios se han espectacularizado. Un informativo,
el tradicional telediario, ya no se entiende sin la lógica del espectáculo, lo que
necesariamente conlleva un tratamiento menos profundo de los temas. Los medios han
potenciado su función de entretenimiento y la transmisión de valores se ha desplazado de
la agenda informativa a los productos de entretenimiento, especialmente los de ficción,
que es lugar donde se configuran verdaderos modelos que se proponen como tales,
personajes construidos con un marco moral donde a los guionistas no se les escapa un
solo detalle, desde la Coca Cola o la Pepsi que deben beber hasta la nacionalidad del
asesino, o la orientación sexual del héroe. Mientras tanto, los medios siguen, de forma
minoritaria, ejerciendo su función como contrapoder. El periodismo de investigación es
escaso, no solo porque es caro, sino sobre todo porque se da de bruces con las
características de la sociedad de las pantallas: el presente y el instante.
¿Y la comunidad necesaria para el encuentro ¿Y esa masa que recibe contenidos y que
hoy también los crea? El enjambre digital, al que hemos hecho referencia, es una
comunidad frecuentemente indignada (tenemos múltiples ejemplos de la ola de
agresiones verbales que se produce en Twitter, o el debate sobre los chistes y el humor
negro). Pero la indignación por sí misma no crea comunidad alguna, porque aglutina
multitudes volátiles, poco firmes, que crecen súbitamente y se dispersan con la misma
rapidez. Imaginemos un estado de opinión creado realmente (desde hechos verdaderos
no falsos). Convoca, llama, enciende, propicia la indignación, pero que si se queda ahí
no es capaz de acción ni de narración alguna. Puede sostenerse por intereses políticos o
mediáticos en el medio plazo, puede envilecer la esfera pública y sobre todo la
publicada, puede revertir un resultado electoral (esto es más difícil, hemos visto
ejemplos en USA o Escocia), y puede desembocar en una indignación que se convierta
22
en ira violenta, y que acabe por enterrarse. Esta indignación digital es más bien un estado
afectivo, y por ello no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción. Distrae, nos
desocupa de lo importante, nos indigna a nosotros también, pero basta levantar un poco
la mirada para ver que como comunidad, así, no tiene ningún futuro. De las masas
mayoritariamente acríticas, de las grandes audiencias, de las multitudes con respuesta
previsible ante los medios, hemos pasado a convivir en un enjambre digital, donde
somos protagonistas de un entorno volátil, inestable, que no desea formar ningún
nosotros y que, por lo tanto, pone de nuevo entre interrogantes la posibilidad del
verdadero encuentro. El hombre digital que habita estos nuevos lugares rehúye los
grandes espacios de concentración. Son una concentración sin congregación, son
multitud sin interioridad.
Hay quien es aún más crítico que Han. Mientras los jóvenes indignados de Haesel
incendiaban —algunos literalmente— las calles en las revoluciones surgidas al rebufo de
las primaveras árabes, otro manifiesto de cariz distinto incendiaba —metafóricamente—
la red. En el citado Contra el rebaño digital, Jaron Lanier escribe un manifiesto (lleva
ese subtítulo). Es demoledor, pero contra lo que pueda parecer en un principio, no es un
discurso antitecnológico. Él se siente muy inspirado por la tecnología, aunque le
decepcionen muchos de los usos que le damos. Por eso apunta contra lo que llama la
cultura nerd o el maoísmo digital, es decir, la tendencia de la comunidad tecnológica de
primar la forma (la plataforma) sobre el contenido y, consecuentemente, los ordenadores
sobre las personas. Por eso nos alerta con inteligencia para que no formemos parte de ese
rebaño ni de ese enjambre, sino para que aprovechemos las múltiples oportunidades que
nos ofrece la red. En ese sentido están orientadas sus recomendaciones para que nos
paremos a pensar y para que creemos contenidos de calidad, en lugar de contribuir al
envilecimiento de la plaza digital con nuestros indignados y frívolos comentarios. No lo
dice un lego en la materia. A Lanier se le considera el padre del término realidad virtual.
Otra vez uno de los mayores conocedores de internet se muestra preocupado por la
deriva que ha ido tomando y por eso nos propone, sin tapujos, una visión humanista de la
tecnología que devuelva al hombre y a la pantalla al lugar que a cada uno le corresponde.
En Homero se hunden las raíces de la literatura occidental. Es relato épico que se
despliega en un viaje interminable, una galaxia que se abre a insospechados mundos
posibles; Sócrates es diálogo, oralidad, conversación, artesanía de la palabra; Gutenberg,
producción en serie del conocimiento; MacLuhan, aldea global y sociedad de la
información; y Jobs, postmoderna sociedad de las pantallas. Parece claro que hemos
cambiado de universo. El profesor Domingo Moratalla explica con claridadla transición
acelerada que hemos vivido entre galaxias. Antes, con unos medios ajenos y una
sociedad de la información más vertical y jerarquizada, nos preocupábamos por
encontrar indicadores relacionados con la Galaxia Gutenberg: índices de lectura, acceso
a bibliotecas, etc. Ahora nuestras preocupaciones giran en torno a las competencias
digitales39.
23
En mi libro Hijos conectados traté de describir este enorme cambio de paradigma, que
recorre dos caminos, uno a caballo entre el siglo XIV y XV y otro, entre los siglos XX y
XXI. Los pocos que siguen leyendo el diario de papel, quizá de atrás hacia adelante,
comenzando por los deportes o por las esquelas, tal vez no lo sepan, pero son fieles
seguidores de Johannes Gutenberg y de su revolucionaria imprenta. Sin embargo, los
muchachos que pasan sus dedos por una pantalla, en un movimiento rápido; los mismos
que escriben con el dedo índice sobre la tablet como si fueran persistentes pájaros
carpinteros, son deudores de una estrella de otra galaxia: Steve Jobs.
Gutenberg, herrero alemán (1398-1468) fue el inventor de la imprenta de tipos
móviles, con la que sería capaz de hacer varias copias de la Biblia en menos de la mitad
del tiempo de lo que tardaba en copiar una el más veloz de todos los monjes copistas del
mundo cristiano. Con el trabajo en serie, perdimos la impagable y bellísima labor
artesanal de los monjes, pero ganamos en rapidez de producción y se socializó la
edición, la lectura y, en cierto modo, la comunicación y el acceso al conocimiento. Para
entenderlo con ejemplos recientes, pasamos de reunirnos en casa en torno a la radio de
galena para escuchar las radionovelas, tal y como nos contaron nuestros abuelos, a tener
el transistor en el bolsillo y llevarlo con nosotros a todas partes. O, como nos
plantearemos más tarde, pasamos de sentarnos en el despacho frente al ordenador de
mesa, que manejamos con el ratón, a llevarlo incorporado al teléfono inteligente, bajo la
batuta de la yema de un dedo.
Steven Paul Jobs (1955-2011), conocido popularmente como Steve Jobs, fue un
americano, empresario y magnate del mundo de los negocios vinculados al sector de la
informática, las nuevas tecnologías y el entretenimiento. Fue cofundador y presidente
ejecutivo de Apple Inc. y máximo accionista individual de The Walt Disney Company.
Como en todo comienzo romántico que se precie, Jobs fundó Apple en 1976 en el garaje
de su casa, junto a un amigo de la adolescencia. Era millonario con tan solo 26 años y
más allá de su controvertida y compleja personalidad, que ha aflorado en numerosas
biografías post mortem, a él le debemos el gigante Apple, la tentación de la manzana
mordida y buena parte de nuestra reciente vida digital. Además, durante los años 90,
fundó Pixar que posteriormente se integraría en Disney. Aunque solo fuera por esto y
por el caudal emocional que nos ha legado con esa joya, en forma de película de
animación, llamada Toy Story le debemos eterna gratitud. Desde entonces, los cinéfilos
sabemos que hay un amigo en mí y que se puede ir hasta el infinito y más allá. No son
pocos los que sostienen, nada menos, que el mundo es mucho mejor gracias a Jobs.
Con los cambios apuntados, ha cambiado también la forma de relacionarnos, los
mismos sistemas de comunicación y lo que me parece más decisivo: la estructura de
pensamiento, la forma mentis, de nuestros hijos, los postmillennials o Generación Z de la
que hablaremos en el próximo capítulo. Y el cambio ha sido rápido y profundo. Tanto
que nos exige un repensamiento radical de las coordenadas de nuestro universo anterior.
No sirven parches, no es ya el futuro, sino el presente mismo el que hemos de construir
24
con mimbres epistemológicos, antropológicos, éticos y políticos diferentes. «La Galaxia
Steve Jobs está cambiando nuestra relación con la información y el conocimiento
(conocer), nuestros compromisos, hábitos y normas sociales (acción), y el conjunto de
expectativas con las que interpretamos la historia como obra humana (esperanza,
sentido)»40.
Para hacernos una idea de la dimensión del desafío, en el año 2000 el número de
usuarios de internet en el mundo era de unos 360 millones. En la actualidad superamos el
50% de la población mundial, es decir, unos 4.000 millones. En la edición de 2018 del
informe que anualmente presentan We Are Social y Hootsuite se afirma que en el último
año el número de usuarios de internet en el mundo ha pasado de 3.750 millones a 4.021
millones, un 53% de la población mundial41. De ellos, y es un dato muy significativo
para nosotros, el 68% procede ya de dispositivos móviles. Baja significativamente el uso
de ordenadores de mesa o portátiles y baja también el uso de tablets. Aunque todavía el
porcentaje sobre el total es muy pequeño (no llega al 0,2%) el crecimiento de las
plataformas de videojuegos es espectacular. No hace falta ser profeta para pronosticar
que en los próximos años estas tendencias van a continuar en líneas muy similares.
La Galaxia Jobs es, por lo tanto, una polis muy peculiar. Se trata de un lugar
hiperconectado, pero que lejos de entenderse por la mayoría de los autores
contemporáneos como unidad suprema o como forma ideal para emprender con otros la
tarea de ser mejor, se entiende más bien como plaza pública, como escaparate en el que
todo acaba por exponerse y convertirse, por lo tanto, en mercancía. Lo invisible parece
no existir, de tal modo que la transparencia, que tiene una interesante dimensión ética,
supone también una aniquilación del tejido que configura una verdadera comunidad42. La
transparencia entendida socialmente como una exigencia, va unida al vacío de sentido,
puesto que el sentido requiere pausa, información cribada, conocimiento relacional,
sabiduría; más complejidad, en definitiva, de la que nos brinda el universo Jobs. Han le
echa la culpa directamente a «los aparatos digitales (que) traen una nueva coacción, una
nueva esclavitud. Nos explotan de manera más eficiente por cuanto, en virtud de su
movilidad, transforman todo lugar en un puesto de trabajo y todo tiempo es un tiempo de
trabajo. La libertad de la movilidad se trueca en la coacción fatal de tener que trabajar en
todas partes»43. Pero no son los aparatos sino quienes los usamos los que hemos de
decidir, justificar nuestras elecciones y responsabilizarnos de ellas. Son, sobre todo
aunque no solo, nuestros muchachos de la Generación Z los que conforman el grupo más
numeroso de los habitantes de la nueva galaxia. Son ellos los que protagonizan, en
mayor medida, la sociedad contemporánea, tan marcada por llevar en sí una velocísima
vida social. Son los postmillennials, que viven paseando, relacionándose, consumiendo y
publicando en grandes ciudades como Whatsapp, Instagram, Facebook, Twitter,
Youtube, WeChat, QQ, Qzone, Tumblr, Spotify, Linkedin, Welbo, Snapchat, Baidu
Tieba, Skype, Viber, Line, Reddit, Vine, Badoo, Soundcloud, Pinterest, YY, Flickr,
Google+, Telegram, Spotify, VK, Taringa, Tagged o Slideshare. Por si se ha perdido en
25
alguna, vamos a sacar el mapa (o el navegador).
26
4. DE LOS MILLENNIALS A LA GENERACIÓN T
Yo soy yo y mis redes sociales
En busca de la inmortalidad digital
En uno de los cuentos de «El Aleph», Borges nos regala la historia de «El inmortal»,
su particular búsqueda de la eterna juventud en la que, paradójicamente, Rufo, el
protagonista, después de ganar la inmortalidad, se embarca en una aventura por el
mundo y el tiempo para despojarse de ella. Cuando la conoce de verdad, ya no la quiere.
Parece que en nuestra querida postmodernidad solo la ficción nos resulta creíble. Nos
desayunamos a diario con noticias sobre la perspectiva futura de vivir 140 años44, en las
que se nos cuenta cómo la ciencia le está ganando terreno a la muerte, o con relatos
sacados de las grandes compañías de Silicon Valley, que andan financiando remedios
que prometen ser definitivos contra las enfermedades de la edad. El último y más
sorprendente de estos estudios es el que ha lanzado una firma californiana que inyecta
plasma jovenpara mejorar la fuerza y la memoria. En concreto se trata de transfusiones
de dos litros y medio de sangre joven, extraída a donantes de entre 15 y 25 años. El
experimento cuesta 6.800 euros45.
Aunque la historia nos sorprenda, tampoco es del todo nueva. Plinio el Viejo, el gran
historiador del Imperio Romano, nos cuenta cómo algunos de los espectadores del
Coliseo bajaban a la arena tras los combates de los gladiadores para beber la sangre de
los caídos, con la secreta esperanza de curar sus enfermedades. La citada Black Mirror
también ha sucumbido a la tentación. En el primer capítulo de la segunda temporada se
nos plantean cuestiones acerca de la eternidad 3.0. Algo así como preguntarnos si es
posible que nuestras redes sociales se actualizaran solas después de que hayamos
muerto. ¿Y si un software pudiera imitar nuestra personalidad y seguir viviendo por
nosotros? Dráculas y demás crepúsculos adolescentes beben de fuentes similares. Son un
buen ejemplo de cómo en la ficción también los vampiros siguen buscando la sangre de
jóvenes vírgenes para gozar de la inmortalidad. O no. Porque tampoco es oro todo lo que
reluce en la juventud. Yo tenía 20 años, no permitiré que nadie diga que es la edad más
bella de la vida, escribió Paul Nizan. ¿Cómo no hablar con cierto temblor de la
envidiada e inmortal edad en un tiempo en el que el drama oculto del suicidio juvenil no
hace más que crecer?
Poner el foco en los jóvenes supone retratar a una generación: ese conjunto de
personas que han nacido en fechas próximas y que, se supone, que han recibido una
educación y una serie de influjos culturales y sociales semejantes, y a los que por lo
tanto se les supone también una actitud similar ante las cuestiones que definen al tiempo
27
que les ha tocado vivir. Estos jóvenes que habitan en la sociedad de las pantallas
analizada llevan colgada la etiqueta de Generación Z, son conocidos genéricamente
como postmillennials y viven enganchados al elixir de la eterna conexión; ése es su
brebaje preferido, el que, a un tiempo, les da fuerza y se la quita; el que les socializa, les
permite pertenecer a alguna comunidad, ser ciudadano de alguna polis, aunque sea
virtual, y al mismo tiempo les aísla, dificultándole el desarrollo de algunas de las
capacidades básicas que le distinguen como ser humano.
De la Generación X a la Generación T
Para no perdernos en una clasificación alfabética sinfín, aquí va la caracterización
mínima de las últimas generaciones. Arrimo el ascua a mi sardina, así que comienzo en
la llamada generación X, que me pertenece por edad, y concluyo con la que se nos viene
encima, porque ya no se habla de millennials, ni postmillennials, ni es suficiente con
etiquetar a la generación Z, asoma en el horizonte próximo la generación T. Para esta
primera conceptualización, y con el fin de tomar un solo hilo conductor de los muchos
posibles, utilizaré la relación con la tecnología de cada una de las generaciones, ya que
no solo responde al objeto de este libro sino que, además, condiciona de forma decisiva
cualquier lectura sobre la realidad generacional que queramos hacer del último medio
siglo.
Como nos va a suceder en todas las clasificaciones que hagamos, las generaciones no
son compartimentos estancos y perfectamente definidos. Sus límites son, en ocasiones,
difusos y se presentan como realidades permeables, que permitirán a más de uno
encontrarse a medio camino entre una y otra, o encuadrarse mejor en una generación que
a priori no le pertenezca por edad, porque tampoco es éste el único criterio que cabe
utilizar, aunque, indudablemente, ayude mucho a la hora de ordenar características y de
echar la vista hacia detrás y hacia delante.
El término Generación X corresponde a las personas nacidas tras el repunte de la
natalidad que se produce en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial46. Nos
incluye a quienes nacimos desde mediados de los 60 a mediados de los 80 y
protagonizamos la por entonces incipiente transición de lo analógico a lo digital. Hemos
sido, por lo tanto, inmigrantes digitales. Conservamos aún la huella anterior y
disfrutamos de vez en cuando de librerías de viejo y vinilos que suenan a arena, como si
de un paraíso perdido se tratara.
En el año 2001, el multifacético Marc Prensky, un escritor, conferenciante y estudioso
de las relaciones entre educación y nuevas tecnologías, nos sorprendió con un artículo en
el que entendía la brecha digital como el enfrentamiento en las aulas de dos
generaciones muy distintas: por una parte, aquella que ha crecido con los dispositivos
digitales por doquier y por otra, los inmigrantes digitales, los que, en el mejor de los
casos, han tenido que aprender el nuevo idioma. No es su lengua madre y, por lo tanto,
aunque lo lleguen a hablar correctamente, nunca lo harán con la soltura y fluidez de los
28
nativos. Los inmigrantes digitales son presentados como personas resistentes al cambio:
no leen en ebook, se imprimen emails y llaman por teléfono para asegurarse de que los
demás los han recibido. El artículo de Prensky, de absoluta actualidad a pesar de haber
pasado más de una década desde que lo escribió, nos sirve para profundizar en un retrato
que ya no es solo el de nuestros hijos conectados, sino el de todos nosotros, en riesgo
severo de sucumbir al elixir de la eterna conexión.
Hay quien, sin embargo, niega la mayor y se atreve a decir que los nativos digitales no
existen47. Estos autores dan en el clavo cuando afirman que una generación no es
competente en el uso de la tecnología por el mero hecho de haber nacido con ella.
Aseguran que considerar que los jóvenes de nuestros días van a saber aprovechar el
enorme potencial de las tecnologías en su desarrollo como personas y en el progreso de
nuestra sociedad de forma casi instintiva, sin que tengan apoyo de la familia y sin que
diseñemos y apliquemos planes educativos al respecto, resulta absurdo. Para ellos, los
nativos digitales, más que vivir, sobreviven y les consideran, en general bastante torpes a
la hora de afrontar los desafíos digitales que tienen delante, salvo para algunos usos
básicos y ociosos de sus dispositivos, tales como ver vídeos en Youtube, whatsappear o
subir historias y fotos a Instagram. Serían, así, huérfanos digitales, más que nativos, que
necesitan ayuda y criterio.
A este respecto, Enrique Dans, profesor de Innovación en IE Business School, nos
interpela cuando afirma que un ignorante no es únicamente aquel que no ha estudiado o
retenido una serie de materias, sino también en gran medida, alguien que se niega a
seguir educándose pasada una cierta edad y que puesto que mostrarnos como ignorantes
ante nuestros hijos no es la mejor manera de educarlos, debemos ponernos manos a la
obra. No es de recibo esperar que la falta de capacitación a la hora de enseñar a los hijos
algo tan importante como el uso de la tecnología sea algo que asuma el colegio o el
entorno social. Llega a decirnos a los padres que debemos educar sin reprimir y sin
generar temores irracionales o sin fundamentos, prepararlos para la vida digital en la que
ya están inmersos, en lugar de mantenerlos en una burbuja, y que, por todo ello,
conviene darles un smartphone tan pronto como sean capaces de no llevárselo a la
boca48.
Soy más prudente en cuanto a empantallar a los pequeños de la casa, pero comparto la
tesis de que la tecnología no viene en los genes, ni el sentido para darle buen uso,
tampoco. Precisamente la hiperconexión, que puede llevar a la adicción digital, no es
más que un mal uso, un vicio contemporáneo en terminología aristotélica, que puede
afectar de manera relevante a quienes han nacido con los dispositivos móviles en el
bolsillo. Sorprende, por eso, que autores capaces de hacer un buen diagnóstico y de tener
intuiciones agudas como la de la orfandad digital, avalen al mismo tiempo que la
adicción digital es una mentira que hay que desmontar. Dedicaré, más adelante, un
espacio amplio a esta cuestión.
La denominación de Generación Y se la debemos a la revista estadounidense29
Advertising Age que, en un editorial publicado en agosto de 1993, se refirió por primera
vez los millennials con esa letra del alfabeto. Es la primera generación que protagoniza
una rapidísima transición desde soportes de almacenamiento como el disquete, el dvd o
el usb hasta los almacenamientos de datos en espacios virtuales. Nacen en el final de
siglo (1980-1999) y son los que conocemos también con la denominación nativos
digitales para expresar que la tecnología forma parte habitual de sus vidas. Los
miembros de la Generación Y son nativos, no porque nazcan aprendidos, sino porque
nacen en un momento histórico en el que la tecnología es inevitable y su vida ya no
puede entenderse sin los entornos digitales. La llegada de la tecnología digital ha
supuesto una verdadera discontinuidad, una singularidad y un acontecimiento de tal
magnitud que nos obliga a repensar cada una de las dimensiones de la existencia
humana.
Pensemos, por ejemplo, en el perfil de los graduados universitarios que han pasado
hoy ya la mayor parte de su tiempo sumidos en las pantallas digitales, entregados
fundamentalmente al entretenimiento, y que han convertido la lectura de un libro
impreso en una actividad marginal. Como resultado de ese entorno omnipresente, son
personas que piensan y procesan la información de manera distinta a nosotros, sus
predecesores, con diferencias tan notables que podríamos afirmar incluso que los
patrones de pensamiento han cambiado. A este respecto, el profesor Gary Small ha
popularizado el concepto de cerebro digital para defender que la tecnología digital no
solo nos está cambiando nuestra forma de vivir y comunicarnos, sino que está alterando,
rápida y profundamente nuestro cerebro. Entonces, ¿ya no pensamos, sentimos o nos
comportamos igual que antes? Él asegura que no. Y lo hace defendiendo al mismo
tiempo que internet mejora nuestro cerebro, siempre que el uso no se convierta en
abuso49.
Los nativos de la Generación Y prefieren, además, el acceso aleatorio y distribuido
antes que una secuencialidad ordenada. No hay planteamiento, nudo y desenlace. O al
menos no los hay en ese orden. Su relato postmoderno se compone de múltiples
fragmentos. Están acostumbrados a recibir mucha información y a procesarla muy
deprisa. A copiarla y a pegarla. Y les gusta hacerlo en paralelo porque son capaces de
realizar muchas tareas al mismo tiempo (o de empezarlas, aunque no las concluyan),
porque son, cada vez más, sujetos hipertextuales que van abriendo en la pantalla una
ventana sobre otra. No es de extrañar, de este modo, que la era digital mantenga a
muchos en un estado de continua atención parcial. Muy ocupados, con muchas cosas a la
vez, a las que les prestan una atención limitada.
En ellos el dicho de que una imagen vale más que mil palabras se convierte en
leifmotiv. El acceso a los contenidos que les interesan es inmediato, rápido, a demanda y
voluntad, hasta el punto de que los usuarios habituales de las redes se crecen con la
gratificación instantánea y las recompensas frecuentes. El modelo consiste en consumir
aquí y ahora lo que yo quiera, de tal forma que algunos conceptos clásicos de los medios
30
de comunicación de masas, como por ejemplo el de programación, han sufrido un
auténtico terremoto. ¿Por qué ver necesariamente en el prime time una serie que, en
realidad, puedo ver a la carta cuando yo quiera? El Informe anual de la Fundación SM
recogía que el 99% de estos jóvenes había utilizado internet en los últimos cuatro meses
(algo que hace 15 años sólo hacía el 14%). Entre los usos más extendidos están las
búsquedas en Google (94%), el visionado de vídeos en Youtube (93%), redes sociales
como Facebook o Twitter (87%), consumo de música (84%) y películas on line (77%)50.
Por último, como he venido diciendo, los nativos viven a menudo enganchados a la
red. Los dispositivos móviles se han convertido en una suerte de apéndices de su cuerpo.
Obviamente, hay muchos niveles intermedios entre la indiferencia, el ayuno o la
abstinencia digital y el hikikomori, un fenómeno de importación nipona que
estudiaremos en el próximo capítulo, y que consiste en un aislamiento social agudo,
motivado en muchas ocasiones por el uso adictivo y patológico de la tecnología. El
fenómeno está alcanzando tales dimensiones que no son pocos los que hablan de una
generación bunker para referirse sobre todo a los menores que consumen excesiva y
compulsivamente, y que lo hacen casi siempre en espacios privados (habitaciones) sin
supervisión ni control familiar de ningún tipo.
Tras la Generación Y, el milenio marca la frontera natural para referirnos a la
Generación Z, que queda ubicada, pisándose con la generación anterior, entre finales del
siglo XX y principios del XXI (1995-2010). Son los primeros en vivir en la nube, con
toda naturalidad, y en preguntarnos a los padres, con la curiosidad de quien visita un
museo, qué es eso de una cabina telefónica o que a quién le consultábamos cuando
teníamos una duda y no existían Google ni la Wikipedia para sacarnos del apuro.
Constituyen el público principal de la sociedad de las pantallas, no solo como
espectadores sino también como creadores de contenidos y protagonistas de los relatos
que hoy se escriben en las redes. Porque son, parafraseando a Ortega, individuos que se
definen tirando del yo soy yo y mis redes sociales. La conocida frase del autor de La
rebelión de las masas merece también una reflexión en nuestro contexto. A menudo, se
ha interpretado la sentencia de Ortega con el fatalismo determinista de quien nada puede
hacer ante las circunstancias que le han tocado en suerte. Pero lo que el filósofo español
nos dice es exactamente lo contrario. Ortega y Gasset hace una reivindicación de nuestra
condición de sujetos, que somos quienes tenemos que decidir (y decidirnos, puesto que
en cada decisión nos vamos forjando el carácter). Las circunstancias que constantemente
tenemos ante nosotros son una invitación y una interpelación directa para que afirmemos
esa genuina condición de sujetos. Fijémonos en la importancia que tiene esta
consideración para quienes son ellos y sus redes sociales, para nuestros hijos de la
Generación Z que viven a golpe de Whatsapp, Instagram o Musically.
Nos interesa detenernos aquí porque, precisamente por convivir de manera natural con
la tecnología (para ellos no tiene sentido hablar de nuevas tecnologías en el sentido en
que lo expresamos nosotros), presentan un mayor riesgo de generar dependencia hacia
31
ella. Son una generación que grosso modo, empatiza, colabora y se vuelca
desinteresadamente con causas online, articuladas en plataformas como change.org, pero
cuyos vínculos personales y sociales están más debilitados que los de generaciones
anteriores, y tienen mayor dificultad para realizar algunas actividades básicas de
relación, como puede ser mantener una conversación o hacer una presentación en
público, oral y estructurada51.
El sociólogo Juan González Anleo es pesimista en el trazo. La dibuja con el nombre de
Generación Selfie, y también generación perdida, sacrificada o abandonada. González
Anleo piensa que tras el autorretrato contemporáneo hay mucho más que una moda
porque lo que se refleja es el permanente ensayo del esto-soy-aquí-ahora que define a
una generación, con el riesgo que tiene de que personas que no sea yo, o como mucho
mis amigos y mi grupo, desaparezcan del horizonte de intereses inmediato52; jóvenes que
se desarrollan en una peculiar intimidad asocial y al mismo tiempo se exhiben, a veces
sin pudor, en las redes sociales, en un concepto híbrido que se conoce como extimidad y
que, aunque fue inventado en el año 1958 por el psicoanalista francés Jacques Lacan,
para referirse a la tendencia de las personas a hacer pública su intimidad, parece cobrar
todo su sentido ahora, en el tiempo de las omnipresentes redes sociales.
Estos son, sin duda, rasgos diferenciales de esta generación, pero no son los únicos. El
popular escritor y conferenciante británico Simon Sinek, en una entrevista viralizada

Continuar navegando