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Miedo y ansiedad ante la muerte_ Aproximación conceptual e instrumentos de evaluación - Joaquín Tomás-Sábado

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Joaquín Tomás-Sábado
MIEDO Y ANSIEDAD ANTE LA
MUERTE
Aproximación conceptual, factores relacionados 
e instrumentos de evaluación
Herder
2
 
 
Diseño de portada: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
© 2015, Joaquín Tomás-Sábado
© 2016, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1.ª edición digital, 2016
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3808-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,
salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com)
Herder
www.herdereditorial.com
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ÍNDICE
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. LA ANSIEDAD
La ansiedad según la perspectiva psicoanalítica
La ansiedad según las teorías del aprendizaje
2. LA ANSIEDAD ANTE LA MUERTE
La visión psicoanalítica
La aportación existencialista
El enfoque cognitivo-conductual
La teoría de gestión del terror
El locus de control
3. VARIABLES RELACIONADAS
Edad
Género
Religiosidad
Estado de salud
Ocupación
Educación sobre la muerte
4. INSTRUMENTOS DE EVALUACIÓN
Escala de Ansiedad ante la Muerte (DAS)
Inventario de Ansiedad ante la Muerte (DAI)
Escala de Miedo a la Muerte de Collett y Lester (CLFDS)
Escala Revisada de Depresión ante la Muerte (DDS-R)
Perfil Revisado de Actitud ante la Muerte (DAP-R)
Escala de Afrontamiento de la Muerte de Bugen (CDS)
Escala Revisada de Ansiedad ante la Muerte (RDAS)
Otros instrumentos
Escala de Ansiedad ante la Muerte de Corriveau-Kelly
Escala de Ansiedad ante la Muerte para Niños de Schell y Seefeldt
Escala Árabe de Ansiedad ante la Muerte
Escala de Distrés ante la Muerte y el Morir
Escala Multidimensional de Miedo a la Muerte (MFODS)
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Índice de Amenaza (TI)
CONCLUSIÓN
REFERENCIAS
ÍNDICE DE AUTORES
ÍNDICE DE INSTRUMENTOS
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PRÓLOGO
Me es entrañable prologar este libro que refleja el trabajo de dos décadas de estudio
sobre un tema tan complejo y delicado como el miedo y la ansiedad ante la muerte. Y es
así porque he tenido la suerte de acompañar por momentos al autor en este camino,
desde la dirección de su tesis hace ya más de 15 años hasta esta, su última publicación,
en colaboración con el profesor Ahmed M. Abdel-Khalek, también investigador de las
actitudes humanas ante la muerte.
Sin duda alguna, Joaquín Tomás-Sábado es el especialista español más destacado en el
tema, lo que se pone de manifiesto a lo largo del texto no solo por la manera en que trata
los aspectos esenciales desde su doble perspectiva de psicólogo y enfermero y de clínico
e investigador, sino también por las abundantes referencias a sus publicaciones, citas
obligadas para cualquier estudioso del tema. Y es que estas dos décadas que el autor ha
dedicado al estudio de las actitudes ante la muerte y el proceso de morir, así como de su
medición objetiva, han sido intensas y fructíferas.
El lector interesado en el tema encontrará en este libro un tratamiento exhaustivo,
desde las bases conceptuales hasta las principales variables relacionadas con el miedo y la
ansiedad ante la muerte, sin olvidar la descripción de los instrumentos de evaluación más
utilizados, en la que el autor da muestra de su amplio conocimiento psicométrico. El libro
tiene como público objetivo prioritariamente a estudiantes y profesionales de la salud,
que con frecuencia han de enfrentarse a la realidad de la muerte y su contexto, y han de
saber cómo abordarlo.
En un tiempo en el que el envejecimiento progresivo de la población y la preocupación
por el adecuado tratamiento de las consecuencias que esto acarrea centran una parte
considerable de las políticas de gestión, tanto ciudadanas como sanitarias, este libro cobra
pleno sentido y constituye una valiosa aportación. Creo que esta es la perspectiva que se
vislumbra en la obra del profesor Tomás-Sábado, que ha tenido la valentía de no obviar
la difícil tarea de sistematizar con rigurosidad y amplitud de miras la temática que rodea a
la muerte y su forma de afrontarla. Por ello puedo afirmar que el texto que prologo
constituye una primicia en lengua castellana, que viene a cubrir de forma brillante un
vacío evidente en el ámbito tratado.
Agradezco al autor que haya acometido esta empresa en el momento oportuno y
comparto con él la esperanza de que las investigaciones sobre las actitudes ante la muerte
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faciliten la elaboración y evaluación de planes de formación y contextos de tratamiento
óptimos para esta realidad en el mundo actual.
JUANA GÓMEZ BENITO
Catedrática de Psicometría
Universidad de Barcelona
7
 
INTRODUCCIÓN
La muerte, al igual que el nacimiento, es un fenómeno natural inherente a la condición
humana. Ambos incluyen características sociales, culturales y biológicas, además de las
facetas psicológicas, emocionales y espirituales. A lo largo de la vida de un ser humano,
estos dos eventos son quizá los que producen más emoción, aunque las respuestas
emocionales y la consideración social para cada uno de ellos son muy diferentes.
El hombre comparte con los demás animales el impulso innato de preservar la
existencia. Sin embargo, es el único ser vivo capaz de percibir y reflexionar sobre el
hecho de que todas las personas morirán un día u otro (Martí-García, 2014), de manera
que la idea de la muerte ha sido siempre consustancial al pensamiento humano,
constituyendo, desde la antigüedad, un tema de preocupación tan intenso que puede
considerarse el origen de gran parte de la expresión creativa y de preguntas filosóficas
que el hombre se ha hecho en todas las épocas, en un intento de proporcionar una
estructura simbólica para afrontar la idea de la mortalidad y dar sentido a la existencia
mediante una propuesta de trascendencia. El hecho de que los restos monumentales de
las culturas clásicas que han llegado hasta nuestros días sean principalmente templos y
tumbas, pone de manifiesto la importancia y la persistencia histórica de la preocupación
humana por la muerte y por lo que sucede después de ella, preocupación que llevó a
algunas civilizaciones antiguas a centrar gran parte de sus actividades económicas y
artísticas en torno a la muerte.
La muerte, por lo general, presenta connotaciones muy negativas, ya que suele
asociarse a la tristeza, el dolor, la pérdida y el final de la vida. Por otro lado, tampoco es
un tema del que sea fácil hablar, pues supone referirse a la separación y al sufrimiento.
Además, en nuestra sociedad occidental, en la que a través de la publicidad y el consumo
se fomenta el éxito, el poder, la gratificación inmediata y la eterna juventud, la muerte es
un tema tabú, como el dolor, la enfermedad, la pobreza y la discapacidad, lo que lleva a
que sea disfrazada y escondida. En definitiva, se tiende a ocultar y medicalizar la muerte,
prefiriendo que sea rápida y repentina, que ocurra cuando uno está dormido, sin ninguna
o muy poca consciencia (Limonero, 1997).
Como consecuencia de la concepción social que rechaza la muerte, esta ha dejado de
ser admitida como un fenómeno natural biológicamente necesario para ser considerada
un fracaso, tanto por el sistema sanitario, en el que se delega la responsabilidad del
cuidado de los moribundos, como por el resto de la sociedad. La muerte es un personaje
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incómodo al que se desea olvidar y frente al cual el profesional sanitario se encuentra en
una situación conflictiva: como miembro de la sociedad participa en el rechazo de la
muerte, mientras que como agente sanitario la misma sociedad le ha encargado luchar
contra ella. Por otra parte, el escenario sanitario ha cambiado y hemos pasado de la
visión del paciente asistido en su lecho por el médico de cabecera, al ejercicio de una
medicina dispensada en hospitales dotados de alta tecnología por equipos
multidisciplinarios. Nuestra sociedad ha dejado de morir en el lecho doméstico para
finalizar su existencia en una unidad de vigilancia intensiva, conectada a máquinas
capaces de mantenerel aliento vital durante más tiempo del que muchas veces el
enfermo y su propia dignidad hubieran querido soportar, en un desmedido afán de
prolongar la vida (Siso, 2001).
Es posible que, en el fondo, todo esto sea consecuencia de una polarización del
sistema de valores, que solo considera positivos y deseables aspectos como la
competitividad, el consumo, el culto al cuerpo y el éxito, mientras que valora como
negativos y deplorables el fracaso, el envejecimiento, la enfermedad y la muerte (Tomás-
Sábado y Gómez-Benito, 2003c). Incluso se ha llegado hasta el punto de que las
manifestaciones individuales de duelo deben ser reprimidas porque la sociedad no acepta
que le sea recordada la existencia de la muerte.
Aunque morir constituye una experiencia universal, la forma en la que las personas se
relacionan con ella y aprenden a adaptarse a la consciencia de su propia finitud es
particular y diversa (Lara y Osorio, 2014), generando una amplia gama de actitudes y
emociones de distinta intensidad. Entre las respuestas emocionales más frecuentes se
encuentran la ansiedad, el miedo y la depresión (Tomás-Sábado, Limonero, Templer y
Gómez-Benito, 2004-2005). Está claro que todos tenemos miedo a lo desconocido, a la
incertidumbre, a la muerte. No nos resulta cómodo estar con una persona que se está
muriendo o que padece una enfermedad grave, una enfermedad incurable, tal vez porque
nos hace reflexionar sobre nuestra propia muerte, sobre nuestros propios miedos, y
procuramos evitar esas situaciones.
Las actitudes ante la muerte se convirtieron en un asunto de interés para los
investigadores de la conducta humana a finales de la década de 1950, a partir de los
primeros estudios realizados por Feifel (1956, 1959). A mediados de la década de 1960,
el volumen de trabajos aumentó considerablemente, coincidiendo con el creciente interés
popular por el tema, aunque el desarrollo definitivo no se produjo hasta mediados de la
década de 1970, con la divulgación de los primeros instrumentos diseñados
específicamente para la evaluación de la ansiedad y el miedo a la muerte (Neimeyer,
Wittkowski y Moser, 2004).
Desde entonces ha crecido el interés por los temas relacionados con las actitudes ante
la muerte. Factores como el aumento de la esperanza de vida, el envejecimiento de la
población y la progresiva institucionalización de la muerte han estimulado la investigación
de los aspectos psicológicos de las etapas finales de la vida y de la muerte misma
(Gómez-Benito, Hidalgo y Tomás-Sábado, 2007), incorporando nuevos elementos y
9
planteamientos teóricos que han dado lugar a un extenso cuerpo de trabajos empíricos y
al desarrollo de numerosos instrumentos de evaluación.
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1. LA ANSIEDAD
La ansiedad puede definirse como una tensión anticipatoria ante una amenaza provocada
por un evento indeterminado, que provoca un sentimiento molesto de incertidumbre,
constituyendo uno de los componentes más relevantes de las alteraciones psicofísicas de
la clasificación nosológica actual. Se trata de un sentimiento subjetivo que implica la
presencia de aprensión, tensión, inquietud, temor indefinido e inseguridad ante un peligro
no aclarado o definido que, por lo general, se acompaña de manifestaciones fisiológicas
más o menos intensas, como sudoración, temblor, fatiga o aumento de la frecuencia
cardíaca y respiratoria (Navas y Vargas, 2012).
La ansiedad actúa como un mecanismo de defensa necesario para la supervivencia,
aunque también puede estar presente como elemento de diversos cuadros clínicos
(Marqueta, Jiménez-Muro, Beamonte, Gargallo y Nerín, 2010). Está tan intensamente
relacionada con el miedo que, en muchas ocasiones, ambos términos se utilizan de forma
indiferenciada. Como la ansiedad, el miedo supone una combinación desagradable de
tensión y anticipación. Sin embargo, existen importantes diferencias en cuanto a las
causas, duración y mantenimiento que evidencian la conveniencia de distinguir entre
ambas entidades (Becerra-García et al., 2007).
El término miedo se aplicaría, de manera estricta, para describir la reacción emocional
ante un peligro específico, ante una amenaza identificable, determinada por su alta
intensidad, presentando las características de una emergencia. Por lo general, el miedo,
que tiene un enfoque específico, es episódico y disminuye o desaparece cuando el peligro
se aleja de la persona, o la persona del peligro. Por el contrario, en el estado ansioso el
individuo tiene dificultades para identificar la causa de la tensión y de la intranquilidad o
la naturaleza del suceso anticipado; sería como tener miedo a algo, sin saber exactamente
qué es ese algo, constituyendo un estado difuso, inespecífico, desagradable y persistente.
Mientras que el aumento y la disminución del miedo suelen ser limitados en el tiempo
y en el espacio, la ansiedad tiende a ser invasiva y persistente, estando presente, al
menos en el fondo, la mayor parte del tiempo, constituyendo un estado de hipervigilancia
en lugar de una reacción ante una emergencia (Rachman, 2004). De la misma manera, es
más probable que el miedo sea intenso y breve, provocado por activadores y
circunscrito, mientras que la ansiedad tiende a ser uniforme, con un nivel más bajo de
intensidad y sin unos límites claramente establecidos.
11
Para Pichot (1987), la ansiedad, o angustia, términos que él usa de forma
prácticamente idéntica, es un estado emocional con tonalidad negativa que se compone,
desde el punto de vista fenomenológico, de tres elementos fundamentales: la percepción
de un peligro inminente, una actitud de espera ante ese peligro y un sentimiento de
desorganización, unidos a la consciencia de una total indefensión ante el peligro. Esta
descripción muestra con claridad las relaciones existentes con el miedo. En los dos casos
la percepción de un peligro presenta componentes psicológicos y las manifestaciones
somáticas son parecidas, cuando no idénticas. La diferencia teórica fundamental sería
que, por lo que concierne al miedo, la fuente de peligro es un objeto o una situación
objetivamente amenazante para el individuo, contrario a lo que sucede con la ansiedad.
En este sentido, sigue siendo útil la definición dada por Jaspers en 1913 en su
Psicopatología general: «El miedo está dirigido hacia alguna cosa; la ansiedad no tiene
objeto».
La presencia de la ansiedad en todos los estados psicopatológicos, a excepción, parece
ser, de ciertos trastornos de personalidad, representa la razón principal por la que su
diagnóstico se realiza con un cierto grado de incertidumbre y de que la distinción entre
ansiedad primaria y sintomatología secundaria o sintomatología primaria y ansiedad
secundaria pocas veces es evidente; además, con mucha frecuencia, se determina en
función de las teorías explícitas o implícitas de los diferentes autores (Pastor, 2008).
LA ANSIEDAD SEGÚN LA PERSPECTIVA PSICOANALÍTICA
Freud fue uno de los primeros autores en destacar la importancia de la ansiedad en el
funcionamiento psíquico humano, aportando el análisis de los mecanismos de
afrontamiento de la ansiedad, mediante los denominados «mecanismos de defensa»
(Attwell, 2007). Según Freud (1973a), la ansiedad es un componente invasivo y crítico
de la neurosis, distinguiendo entre una ansiedad neurótica y una ansiedad objetiva.
Considera como neurótica aquella ansiedad inapropiada y excesiva, que envuelve a la
persona en un miedo expectante que le atormenta y le anticipa siempre lo peor, y que
puede llegar a constituir un rasgo de personalidad. Por ansiedad objetiva, Freud entiende
aquellas reacciones de miedo ante la percepción de un peligro externo o la expectativa de
un daño previsible. Esta sería pues una ansiedad racional y conveniente en muchos
casos, aunque en ocasiones puede derivar hacia el exceso y lo inapropiado, pudiendo
solaparse con la ansiedad neurótica.
Freud describió también un tercer tipo de ansiedad que correspondería a lo que hoy
conocemos como trastornos fóbicos. Considera que estos miedos fóbicos no son
puramente irracionales, por cuantotienen un cierto fundamento lógico y, de alguna
manera, asume el pensamiento de Hall (1897), en el sentido de que las características de
estos miedos parecen obedecer más a orígenes antiguos y condiciones pasadas que a
situaciones actuales. Freud (1973e) afirma que algunos miedos «como los miedos a
animales pequeños, tormentas, etc., tal vez podrían considerarse como vestigios
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rudimentarios de una predisposición congénita de preparación ante peligros objetivos».
En este sentido, puede considerarse que tanto Hall como Freud anticiparon el concepto
de «fobias predeterminadas» propuesto años después por Seligman (1971).
Lógicamente, la concepción psicoanalítica de la ansiedad se encuadra en la teoría
general del psicoanálisis. Desde esta perspectiva, se afirma que la ansiedad tiene un
origen fundamentalmente sexual, de manera que los impulsos sexualmente inaceptables
son reprimidos en el inconsciente y transformados en representaciones simbólicas. De
esta manera, la ansiedad humana está estrechamente relacionada con la restricción sexual
(Freud, 1973d) y tiende a ser reemplazada por síntomas neuróticos, sueños simbólicos y
otras manifestaciones. El desarrollo de la ansiedad es considerado una reacción del yo al
peligro que supone las demandas de su libido, transformando un peligro interno en uno
externo. Si las defensas tienen éxito la ansiedad desaparecerá; en caso contrario, pueden
presentarse síntomas conversivos, disociativos, fóbicos y obsesivo-compulsivos.
LA ANSIEDAD SEGÚN LAS TEORÍAS DEL APRENDIZAJE
La idea de que el miedo y la ansiedad son adquiridos según un proceso de aprendizaje
condicionado puede remontarse al descubrimiento por Pavlov del proceso de
condicionamiento y su importancia en la adquisición de respuestas emocionales. Esta idea
fue revisada y desarrollada por Watson y Reyner (1920) y Jones (1924), quienes sugieren
que la ansiedad constituye una respuesta emocional condicionada, en la medida en que
cualquier situación o estímulo, inicialmente neutro, puede ser capaz de provocar
respuestas de miedo si se asocia a estímulos aversivos. Posteriormente, estos
planteamientos serán elevados a teoría formal por Mowrer (1939), conformando los
elementos básicos de su modelo bifactorial. Algunas de las ideas principales propuestas
por Mowrer fueron sometidas a análisis experimental y aplicadas después a situaciones
clínicas por Wolpe (1958) e incorporadas en parte por Eysenck (1957) a su teoría general
de la personalidad y a sus aplicaciones a la psicopatología (Eysenck y Rachman, 1965).
Básicamente, la teoría del aprendizaje defiende la idea de que los miedos son
adquiridos por condicionamiento u otros procesos de aprendizaje y que estas respuestas
adquiridas de miedo generan, a su vez, conductas de huida y/o evitación. Las conductas
producidas por el miedo persisten y se fijan por el refuerzo que supone la disminución
del miedo o la ansiedad que obtienen como consecuencia de su ejecución. De esta
manera, un estímulo incondicionado, como un sobresalto, causa respuestas
incondicionadas, como malestar y miedo. El miedo actúa como impulso primario y lleva
a conductas de huida. La disminución del miedo como consecuencia del éxito de la huida
reforzará las conductas de huida.
Aquellos estímulos neutros que con frecuencia preceden a los estímulos
incondicionados se convierten en estímulos condicionados por simple, clásica y
pavloviana contigüidad condicionante. El estímulo condicionado actuará como señal para
activar una respuesta condicionada, la ansiedad, que actúa como un impulso secundario
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que incita a conductas de evitación. También aquí el éxito de la evitación de los estímulos
incondicionados reduce el impulso secundario de la ansiedad y, en consecuencia, se
produce un refuerzo de las conductas de evitación. Según esto, la conducta fóbica de
evitación sería una evitación aprendida que se mantiene simplemente porque actúa
reduciendo la ansiedad (Klein, 1987).
El incremento de la influencia del enfoque cognitivista en la psicología ha supuesto una
considerable ampliación de la teoría del aprendizaje de la ansiedad, que ha incluido en su
análisis importantes componentes cognitivos (Emery y Tracy, 1987). En esta línea, uno
de los planteamientos teóricos más conocido es el Modelo Cognitivo de Beck. Para
Beck, el sentimiento subjetivo de ansiedad es un aspecto de un mecanismo arcaico de
supervivencia, puesto que, desde el punto de vista ontológico, la ansiedad constituyó un
elemento protector en épocas pasadas (Beck, 1976; Beck y Emery, 1985). En la
actualidad, la ansiedad se produciría fundamentalmente como una reacción primitiva y
desadaptativa frente a las amenazas psicosociales. Este mecanismo de supervivencia
arcaico consta de la interacción de los sistemas cognitivo, conductual, fisiológico y
afectivo. El contenido cognitivo se centra en las amenazas al dominio personal,
concretamente a los compromisos sociales y al sentido de la libertad y de la
individualidad, provocando respuestas de emergencia, psicológicas y biológicas, a una
amenaza real o percibida.
Una vez se ha iniciado la respuesta de emergencia se activan mecanismos para facilitar
información sobre el peligro y las posibles formas de afrontamiento, provocando una
selección individual que refuerza aquellas estrategias que son apropiadas para enfrentar el
peligro percibido y suprime aquellas que son incongruentes con él.
La apreciación cognitiva de la respuesta de emergencia activa el sistema nervioso
autónomo provocando respuestas primarias y automáticas (lucha, huida, etc.), así como
una ansiedad subjetiva destinada a estimular estrategias de afrontamiento. Esta activación
se produce, de forma separada o simultánea, en el ámbito de dos sistemas conductuales:
el enérgico y tónico sistema nervioso simpático y el anérgico y atónico sistema nervioso
parasimpático. Las estrategias activas del sistema enérgico (lucha, huida y otras similares)
se ponen en acción cuando la persona se siente amenazada, mientras que el sistema
anérgico provoca reacciones de inhibición (por ejemplo, desmayo) cuando la persona se
siente indefensa. Ambas son reacciones de los sistemas cognitivo, motor, somático y
afectivo que forman parte de una reacción psicofisiológica superior que activa el
sentimiento subjetivo de la ansiedad y provoca el incremento o la disminución del tono
muscular.
Beck describe dos mecanismos autoprotectores que se activarían de forma congruente:
el primero lo constituiría un sistema reflexivo inhibitorio que reacciona instantáneamente
con estrategias automáticas y estereotipadas; el segundo es un sistema voluntario
contingente, más lento, que utiliza procesos de información y estrategias de selección
más complejas.
McReynolds (1976, 1989), también desde esta perspectiva cognitivista, desarrolló la
teoría asimilativa de la ansiedad. La idea de la que parte McReynolds es que el individuo
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tiende a registrar sus experiencias en un sistema organizado global que, en su integridad,
representa su concepción de la realidad. Su estructura se asemeja a un banco de datos
que el individuo ordena, intercala y enriquece con la incorporación de nuevas entradas
que deben ser asimiladas. La teoría asimilativa de la ansiedad asume la existencia de dos
tipos de ansiedad: una primaria (cognoscitiva), en función del material experiencial no
asimilado que tiende a acumularse; otra secundaria (condicionada), producto de la
asociación de señales neutras con estados de alta ansiedad primaria.
15
 
2. LA ANSIEDAD ANTE LA MUERTE
De forma similar a lo que sucede con la ansiedad general, algunos autores tienden a
utilizar las expresiones «miedo a la muerte» y «ansiedad ante la muerte» de un modo
prácticamente indiferenciado; sin embargo, son varias las razones por las que conviene
diferenciarlas. En principio, si atendemos a las diferencias generales entre miedo y
ansiedad, expuestas en el capítulo anterior, parece que todas ellas son válidas cuando
ambos términos se refieren al ámbito concreto de la muerte. Por otro lado,de acuerdo
con Rasmussen y Johnson (1994), es inadecuado hablar de miedo a la muerte cuando
nadie sabe qué es estar muerto. Como mucho, las personas podrán experimentar miedo
respecto a aspectos específicos de la muerte, como sus causas o el proceso de morir,
pero la experiencia de estar muerto es desconocida y, por lo tanto, las reacciones de
aprensión hacia ella deben ser consideradas como ansiedad (Kastenbaum, 1992).
En su taxonomía 2007-2008, la North American Nursing Diagnosis Association
(nanda) incluyó el diagnóstico de Ansiedad ante la muerte, definiéndola como la
sensación inespecífica de incomodidad o malestar, producida por la percepción de una
amenaza, real o imaginada, a la propia existencia (Tomás-Sábado, Fernández-Narváez,
Fernández-Donaire y Aradilla-Herrero, 2007).
Tomer y Eliason (1996) consideran la ansiedad ante la muerte como una reacción
emocional negativa provocada por la anticipación de un estado en el que el yo ya no
existe. Para Limonero (1997), la ansiedad ante la muerte constituye una reacción
emocional que puede desencadenarse ante estímulos ambientales, como cadáveres,
cementerios, etc.; estímulos situacionales, que se hayan condicionado por asociación con
los anteriores y sean capaces de provocar una respuesta condicionada; y también por
estímulos internos de la persona, como pensamientos o evocación de imágenes
relacionadas con la muerte propia o ajena. Otros autores utilizan el concepto, de forma
similar, para referirse a la aprensión generada por la consciencia de la muerte (Abdel-
Khalek, 2005) o al sentimiento negativo y aprensivo que se genera como reacción al
pensamiento sobre la muerte y el proceso de morir (Anitha y Chaitanya, 2014).
Lehto y Stein (2009), en una exhaustiva revisión de la bibliografía sobre el tema,
aparecida entre 1980 y 2007, enfocada a la identificación de las características y
manifestaciones propias de la ansiedad ante la muerte, identifican seis atributos que la
definen: componentes emocionales, relacionados con el miedo básico a la idea de la
propia mortalidad; aspectos cognitivos, que incluyen la capacidad para predecir y
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anticipar el futuro y la conciencia de las consecuencias de la muerte; componentes
experienciales, que actúan como mecanismos adaptativos, reprimiendo o moderando la
ansiedad ante la muerte y apartándola de la consciencia; etapas de desarrollo, que
modulan y condicionan la expresión de la ansiedad ante la muerte; condicionantes
culturales, manifestados por un conjunto de significados y creencias aprendidos y
compartidos; por último, fuente de motivación, como consecuencia de la actuación de las
defensas psicológicas que actúan como motor de la motivación de una amplia gama de
conductas y expresiones humanas.
La preocupación por la muerte y la ansiedad resultante no se limitan a ciertos tipos de
personalidad más o menos neuróticas, sino que constituyen preocupaciones y ansiedades
que están presentes, en diferentes formas o en distintos grados, en todas las personas
(Rosenheim y Muchnik, 1985). Los estudios realizados han puesto en evidencia que la
ansiedad ante la muerte presenta interrelaciones significativas con ciertos estados
subjetivos, como depresión, insomnio, ausencia de proyectos de vida, ansiedad general y
otros componentes que afectan al funcionamiento individual (Thorson y Powell, 1988).
Aunque, por lo general, la bibliografía relacionada con la investigación de la ansiedad
ante la muerte incluye pocas referencias a la teoría subyacente, estimamos conveniente,
por las implicaciones que tienen en la práctica, realizar un breve repaso de las principales
posturas teóricas que han tratado el tema.
LA VISIÓN PSICOANALÍTICA
Freud (1973b), en su análisis de la muerte con relación a los principios psicoanalíticos,
afirma que
la muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad
sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse en la escuela psicoanalítica esta tesis: en el fondo,
nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está
convencido de su inmortalidad.
Para Freud (1973c), la finalidad de toda vida es la muerte, de manera que la
psicodinámica humana está dirigida por un instinto de muerte paralelo a la tendencia
general de todas las cosas vivas a regresar a su estado anterior. Este instinto de muerte
estaría en la base de las conductas agresivas, sádicas y masoquistas.
La teoría freudiana concibe la ansiedad ante la muerte fundamentalmente como un
fenómeno originado en la ansiedad de castración, la ansiedad de separación y el miedo a
la desintegración. En este contexto, la muerte puede considerarse como una amante, un
reencuentro con la madre, una separación de la madre, un castigo por la agresión y un
castigo por los deseos incestuosos.
El tratamiento y la interpretación de la ansiedad ante la muerte adquieren en la teoría
psicoanalítica connotaciones distintas entre los sucesores de Freud. Así, por ejemplo,
Hitschmann (1937) consideró cinco estados de ansiedad neurótica: miedos nocturnos,
17
fobias a animales, miedo compulsivo a la muerte del progenitor del mismo sexo, ansiedad
histérica ante la muerte y agorafobia. La matriz genética de todos ellos estaría en un
complejo de Edipo no resuelto, en un sentimiento de culpa debido a la agresión y en el
miedo a la muerte como consecuencia de la represión del impulso asesino contra el
progenitor del mismo sexo. Klein (1948), por su parte, considera que la ansiedad ante la
muerte es la base fundamental de toda ansiedad humana, afirmando que los trastornos
paranoides surgen como producto del miedo a la desintegración y la destrucción.
LA APORTACIÓN EXISTENCIALISTA
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produce la incorporación de las
ideas existencialistas a un panorama caracterizado por la controversia entre aquellos
teóricos que ven la ansiedad ante la muerte como la preocupación humana más
característica y fundamental y aquellos que la consideran solo una trasformación
secundaria de otros problemas. En este contexto, las ideas de Kierkegaard, considerado
padre del Existencialismo (Alfaro, 2012), servirán de inspiración a autores como
Heidegger o Sartre para sus análisis filosóficos en los que el concepto de la muerte se
sitúa como uno de los temas centrales (Lara y Osorio, 2014), aunque con diferencias
notables entre ellos.
La alternativa existencialista plantea como proposición básica que todas las personas
viven permanentemente bajo la amenaza del «no ser» al que puede conducir la muerte.
Darse cuenta de la futura «no existencia» será una condición previa para entender
plenamente la vida y liberarse de la ansiedad. Así, Kaufmann (1976) afirma que, si bien
es el conocimiento de la muerte lo que provoca ansiedad, también proporciona a muchas
personas alegría y significado a sus vidas. Becker (1973), por su parte, llega a proponer
que tanto la depresión como la esquizofrenia representan intentos extremos de control de
la ansiedad relacionada con la muerte. En la formulación de Becker, el «terror a la
muerte» es la fuerza motivadora primaria de la conducta humana, tanto a nivel individual
como social. Aquellas personas que presentan síntomas tan diversos como miedo a viajar
o miedo al fracaso, en el fondo están realmente preocupadas por el miedo subyacente a
la «no existencia».
EL ENFOQUE COGNITIVO-CONDUCTUAL
Desde una perspectiva cognitivo-conductual, la consideración de un proceso de
aprendizaje como origen de las actitudes y preocupaciones relacionadas con la muerte se
apoya en un importante cuerpo de investigaciones que han demostrado un alto nivel
metodológico y conceptual, y que se han dedicado fundamentalmente al estudio del
desarrollo de las actitudes de los niños y los adolescentes hacia la muerte (Kastenbaum,
1987).
18
Los principales aspectos que en cuanto a la ansiedad ante la muerte podrían
considerarse desde la perspectiva teórica del aprendizaje pueden resumirse, en general,
así:
1. El desarrollode las actitudes hacia la muerte forma parte de la interacción
general entre el grado de maduración del individuo y sus experiencias vitales
individuales.
2. Los individuos establecerán distintas prioridades en relación con sus
preocupaciones respecto a la muerte, en función de la interacción entre su grado de
desarrollo y sus experiencias personales.
3. Las respuestas cognitivas y conductuales particulares ante situaciones o
estímulos relacionados con la muerte están mediadas por las influencias familiares y
étnicas que han ejercido sobre el individuo en las distintas etapas de su desarrollo.
4. Estas respuestas no representan «miedo» o «ansiedad» en un estado puro,
también incluyen las estrategias de afrontamiento desarrolladas por el individuo.
5. El modo particular de afrontar las preocupaciones relacionadas con la muerte
debe ser analizado a partir del contexto global de las estrategias utilizadas para
percibir y manejar las amenazas a nivel general.
6. Hay que tener en cuenta que los problemas significativos que puedan
presentarse en el afrontamiento de los aspectos relacionados con la muerte se
derivan, probablemente, de las dificultades surgidas en el proceso de aprendizaje o
de la propia naturaleza del tema de la muerte.
En definitiva, el análisis de las similitudes y las diferencias entre los distintos enfoques
acerca de la ansiedad ante la muerte sugiere la necesidad de disponer de un modelo
abierto, basado en la integración de teorías, que permita abordar de forma integral un
fenómeno tan complejo como este. En ese sentido, como propone Tomer (1994), es
probable que un modelo de ansiedad ante la muerte resultante de la integración de varios
enfoques teóricos sea capaz de reconocer su multidimensionalidad, su presencia en
distintos niveles de la conciencia y las múltiples causas que inciden en ella, de manera
que pueda servir para formular hipótesis de trabajo que ayuden a comprender mejor las
actitudes ante la muerte y la naturaleza humana en general.
LA TEORÍA DE GESTIÓN DEL TERROR
Desde su aparición en la década de 1980, la teoría de la gestión del terror (TMT, Terror
Management Theory) ha revitalizado la investigación empírica sobre las variables
asociadas a la ansiedad ante la muerte (Kastenbaum, 2009), integrando proposiciones
procedentes de la biología, la teoría de la evolución, las teorías psicodinámicas y del
existencialismo (Pyszczynski, Solomon y Greenberg, 2003). Incluso en algunos trabajos
se incorporan elementos y estructuras de las teorías cognitivistas (Lara y Osorio, 2014).
La TMT surge en el ámbito de la psicología social, de la mano de Jeff Greenberg,
19
Sheldon Solomon y Tom Pyszczynski, quienes se inspiran en las ideas expuestas por el
antropólogo cultural Ernest Becker. En The denial of death (1973), Becker aborda el
tema de la muerte, afirmando que la civilización humana se ha constituido como un
complejo mecanismo de defensa simbólica contra la consciencia de la mortalidad. A
partir de esta idea, plantea que los humanos, como animales inteligentes, son capaces de
captar el carácter inevitable de la muerte, de manera que el miedo a la muerte se
convierte en el fundamento de la conciencia humana, manifestándose mediante el
pensamiento simbólico y la anticipación de eventos futuros.
La hipótesis central de la TMT se basa en los efectos de la percepción de la mortalidad,
proponiendo la existencia de un conflicto psicológico primario que se produce al
enfrentarse el deseo de vivir y la evidencia de que la muerte es inevitable (Greenberg,
Pyszczynski y Solomon, 1986; Solomon, Greenberg y Pyszczynski, 1991). Este
conflicto, que solo se da en los seres humanos, encuentra su solución en la cultura, como
sistema simbólico que actúa proporcionando una vida con sentido y valor (Strachan et
al., 2007). Esto significa que cuando a las personas se les recuerda su mortalidad, la
defensa de su mundo cultural se intensifica (Greenberg et al., 2003). Por lo tanto, los
valores culturales sirven para administrar el terror ante la muerte, proporcionando
significado a la vida y mitigando el temor inherente a la consciencia de la mortalidad y la
vulnerabilidad, a la vez que facilitan el crecimiento personal y la autoestima (Arndt, Allen
y Greenberg, 2001; Arndt, Schimel y Goldenberg, 2006; Cicirelli, 2002). Por el
contrario, cuando se ponen en cuestión los valores culturales, se produce un aumento de
la ansiedad ante la muerte y de los pensamientos relacionados con la mortalidad
(Schimel, Hayes, Williams y Jahrig, 2007).
Según esto, las personas pueden afrontar la amenaza psicológica que les provoca la
consciencia de su propia muerte, fortaleciendo la fe en sus cosmovisiones culturales.
Desde la Ilustración, la creencia o la fe en el progreso han definido el pensamiento
occidental moderno. Desde esta perspectiva, se ha planteado que esta fe mitiga las
preocupaciones derivadas de la mortalidad (Rutjens, Van der Pligt y Van Harreveld,
2009).
Para la TMT, la ansiedad ante la muerte constituye un elemento básico que subyace
tras el desarrollo y mantenimiento de numerosas alteraciones psicológicas (Iverach,
Menzies y Menzies, 2014) y surge como respuesta a la exposición a ciertos estímulos
específicos que pueden evocar la propia mortalidad (Tomás-Sábado y Gómez-Benito,
2005). Así, el contacto con moribundos, ver un cadáver, las noticias sobre accidentes de
tráfico o la información sobre enfermedades mortales puede llevar a la reflexión de que la
vida humana no es eterna. Esta sería la situación en la que se activa el mecanismo
amortiguador de la ansiedad, mediante el fortalecimiento de la adherencia a las
cosmovisiones y las creencias culturales para afrontar la percepción de la inevitabilidad
de la muerte y los pensamientos relacionados con la mortalidad (Shear y Skritskaya,
2012). En definitiva, el terror provocado por la mortalidad se combate mediante el
desarrollo de estrategias adaptativas y creencias culturales que niegan la muerte y que
20
determinarán su autoestima en función de si cumplen o no con las normas culturalmente
determinadas (Kim, Kim, Jung, Yi y Ahn, 2010).
En consecuencia, la comprensión de la universalidad de la muerte lleva a las personas
a integrarse en distintos grupos culturales y a asumir la visión del mundo y de la vida del
grupo cultural al que han decidido pertenecer con el fin de alcanzar un sentido de
inmortalidad simbólica que les permite aumentar su autoestima y amortiguar la ansiedad
existencial (Hansen, Henriksen, Larsen y Alkjaer, 2008; Jonas y Fritsche, 2013). La
revisión de la bibliografía sobre el tema confirma que la consciencia de la mortalidad
provoca un incremento de la creencia en otra vida después de la muerte y en la distinción
entre cuerpo y mente (Vail et al., 2010).
Los resultados de algunos estudios realizados a partir de los principios teóricos de la
TMT sugieren la función adaptativa de la ansiedad ante la muerte. Según parece, las
personas que presentan más ansiedad ante la muerte también manifiestan más conductas
de promoción de la salud (Bevan, Maxfield y Bultmann, 2014; Bozo, Tunca y Simşek,
2009) y mayor disposición a las exploraciones médicas preventivas (Goldenberg,
Routledge y Arndt, 2009). Asimismo, se ha encontrado una relación directa entre altos
niveles de ansiedad ante la muerte con la evitación de conductas de riesgo (Hayslip,
Schuler, Page y Carver, 2014) y la conducción responsable de vehículos (Ben-Ari,
Florian y Mikulincer, 1999, 2000).
Entre los planteamientos teóricos de la TMT, la autoestima constituye un concepto
clave, considerándose un sentimiento de sentido y significado que sirve, principalmente,
como defensa ante la consciencia de la muerte (Pyszczynski, Greenberg, Solomon, Arndt
y Schimel, 2004; Ryan y Deci, 2004) y como moderador de la amenaza psicológica que
esta supone (Schmeichel et al., 2009). La TMT afirma que cuando las personas son
conscientes de su propia mortalidad, tratan de aumentar su autoestima para gestionar la
ansiedad derivada de saber que la muerte es inevitable (Littley Sayers, 2004;
Pyszczynski, Greenberg y Solomon, 1999; Strachan et al., 2007), mediante el refuerzo
de los lazos sociales con su grupo cultural de pertenencia.
Desde su creación, la teoría ha generado un importante cuerpo de investigación
empírica, no solo en el ámbito de la motivación y la autoestima, sino también en otros
muchos aspectos de la conducta social humana. Los estudios realizados en diversos
países han explorado temas tan diversos como la agresión (Motyl et al., 2013); los
estereotipos (Renkema, Stapel, Maringer y Van Yperen, 2008); la psicopatología
(Strachan et al., 2007); la ideación suicida (Chatard y Selimbegović, 2011); las
preferencias políticas (Laufer, Solomon y Levine, 2010); la sexualidad y la atracción
interpersonal (Goldenberg, Cox, Pyszczynski, Greenberg y Solomon, 2002; Goldenberg
et al., 2003; Goldenberg, Pyszczynski, McCoy, Greenberg y Solomon, 1999); los
cuidados al final de la vida (Johnstone, 2012; Stevens, 2009), la autoconciencia
(Taubman-Ben-Ari y Noy, 2010); la religión (Edmondson, Park, Chaudoir y Wortmann,
2008; Henrie y Patrick, 2014; Vess, Arndt, Cox, Routledge y Goldenberg, 2009); la
identificación con el grupo (Greenberg, Pyszczynski, Solomon, Simon y Breus, 1994); la
salud física (Little y Sayers, 2004; Neel, Lo, Rydall, Hales y Rodin, 2013); los prejuicios
21
(Chonody y Wang, 2014); el liderazgo (Cohen, Solomon, Maxfield, Pyszczynski y
Greenberg, 2004) y las sentencias judiciales (Florian y Mikulincer, 1997; Rosenblatt,
Greenberg, Solomon, Pyszczynski y Lyon, 1989).
Además de las importantes aportaciones de la TMT al estudio de la implicación de la
ansiedad ante la muerte en el comportamiento humano, la teoría también ofrece
interesantes perspectivas en el campo de la salud, en relación con su aplicación en el
desarrollo de metodologías que permitan modificar las actitudes de las personas,
enfocándolas a adquirir conductas saludables y evitar hábitos o comportamientos que
impliquen riesgos para la salud.
Desde esta perspectiva, Goldenberg y Arndt (2008) han propuesto el uso de los
principios teóricos de la TMT, mediante la aplicación del modelo de gestión del terror para
la promoción de la salud (TMHM, Terror Management Health Model), a partir de la idea
de que la muerte, a pesar de su naturaleza amenazadora, o precisamente por ello,
constituye un estímulo decisivo para el condicionamiento de conductas y actitudes que
favorecen la promoción de la salud y, en consecuencia, la prolongación de la vida (Cox et
al., 2009). Según este planteamiento, el TMHM podría aportar elementos para la
planificación de campañas institucionales orientadas a reducir conductas de riesgo y
fomentar estilos de vida saludables. Además, el TMHM sugiere que la consciencia de la
mortalidad y la autoestima pueden ser factores importantes en la toma de decisiones y en
los comportamientos activos relacionados con la salud de los individuos (Morris, Cooper,
Goldenberg, Arndt y Gibbons, 2014), que pueden intervenir en la adquisición y el
mantenimiento de conductas saludables como, por ejemplo, el autoexamen de mamas
(Cooper, Goldenberg y Arndt, 2011; Goldenberg, Arndt, Hart y Routledge, 2008), dejar
de fumar (Arndt et al., 2013; Hansen, Winzeler y Topolinski, 2010) o el uso de protector
solar (Cox et al., 2009; Morris et al., 2014).
EL LOCUS DE CONTROL
A partir de los trabajos de Heider (1958) sobre la estructura de la causalidad percibida,
Rotter (1966) desarrolló el concepto de «locus de control», en el marco de su teoría del
aprendizaje social, para referirse a la idea de control interno frente al control externo, es
decir, el grado con el que el individuo cree controlar su vida y los acontecimientos que
influyen en ella. En términos generales, el locus de control se refiere a una expectativa
generalizada de control sobre los refuerzos o una creencia relacionada con la
previsibilidad y estructuración del mundo. Según esto, los individuos pueden clasificarse
en internos o externos.
Las personas con locus de control interno están convencidas de que pueden controlar
su propio destino, se sienten responsables de su vida y de su conducta, ven sus logros y
fracasos como el resultado de sus acciones, que determinan muchos de los
acontecimientos de su existencia, se sienten capaces de crecer interiormente y de mejorar
mediante el esfuerzo y el desarrollo de sus habilidades, de trasformar una situación
22
adversa e incrementar sus probabilidades de éxito. Las investigaciones han puesto de
manifiesto que estas personas presentan mayor facilidad para manejar el estrés (Pérez-
García, Sanjuán y Bermúdez, 2002), tienen mejor control de su comportamiento y
desarrollan más habilidades sociales.
Por el contrario, el locus de control externo hace referencia a aquellos individuos con
tendencia a considerar que los refuerzos que siguen a una acción están bajo el control de
otras personas, o bien que están determinados o son incontrolables, pues dependen de
factores ajenos a su control, como la suerte, el destino, el azar o lo sobrenatural, negando
en ellos mismos la capacidad de alterar el curso de los acontecimientos y de influir con
sus acciones en el control de los refuerzos que siguen a las conductas. La persona siente
que no importa los esfuerzos que haga, ya que el resultado será consecuencia del azar o
del poder de los demás (Oros, 2005). En cierto modo, podría decirse que los internos
son responsables y modeladores de su futuro, mientras que los externos son incapaces de
influir en sus propias recompensas y son más dependientes de las circunstancias y de los
demás (Casique y López, 2007). Las personas, en función de su percepción de cuánto
pueden influir en las contingencias de refuerzo de sus acciones, tienden más hacia uno u
otro extremo.
El locus de control constituye una estructura cognitiva relacionada con la percepción y
atribución, que funciona como uno de los determinantes de pautas de comportamiento y
que puede modificarse mediante la formación y la educación. Desde esta perspectiva,
está íntimamente relacionado con la autoeficacia percibida, definida por Bandura (1977)
como «los juicios de cada individuo sobre sus capacidades, según los cuales organizará y
ejecutará sus acciones que le permitan alcanzar el rendimiento deseado». De hecho, la
delimitación conceptual entre locus de control y autoeficacia ha sido objeto de discusión
entre los investigadores, planteándose un cierto solapamiento entre ambos constructos
(Visdómine-Lozano y Luciano, 2006). Al respecto, Bandura (1995) argumenta que,
mientras la autoeficacia percibida se refiere a las creencias de la gente acerca de sus
capacidades para ejecutar ciertos comportamientos, el locus de control se ocupa de la
percepción personal sobre si los resultados que experimentan dependen o no de sus
acciones.
La percepción de control desempeña un importante papel en los fenómenos de
ansiedad y depresión; también se ha destacado su función como modulador de la
ansiedad ante la muerte. En el estudio de Alvarado (2003), los sujetos que mostraron un
locus de control con tendencia a la externalidad, presentaron con más frecuencia
sintomatología ansiosa y depresiva. Dilmaç, Hamarta y Arslan (2009), en un grupo de
estudiantes universitarios, observan correlación positiva y significativa entre las
puntuaciones de locus de control y ansiedad. En un trabajo pionero realizado con una
muestra de estudiantes universitarios, Tolor y Reznikoff (1967) concluyen que las
expectativas externas de control se asocian significativamente con elevadas puntuaciones
de ansiedad ante la muerte. Patton y Freitag (1977) también observan correlaciones
significativas, aunque moderadas, entre locus externo y ansiedad general y ansiedad ante
la muerte. En un estudio realizado con 285 policías pakistaníes (Samreen y Zubair,
23
2013), la ansiedad ante la muerte presenta una relación significativa, negativa con el locus
de control interno y positiva con el externo, mientras que el análisis de regresión
identifica la atribución externa como un predictorsignificativo de la ansiedad ante la
muerte.
En una muestra de ancianos, Hickson, Housley y Boyle (1988) observan una fuerte
relación del locus de control con la satisfacción con la vida y la ansiedad ante la muerte.
Con el propósito de estudiar la relación entre la ansiedad ante la muerte y la atribución de
control, Vargo y Black (1984) aplicaron la escala de Locus de Control Interno-Externo de
Rotter (IELCS, Rotter’s Internal-External Locus of Control Scale) y la escala de Ansiedad
ante la Muerte de Templer (DAS, Death Anxiety Scale) a una muestra de 50 estudiantes
de primer año de Medicina. Los resultados indican que los participantes con una
orientación de control interna presentaban puntuaciones DAS significativamente más bajas
que sus compañeros con tendencia a la externalidad. Viswanathan (1996) encuentra que
en un grupo de 155 médicos de distintas especialidades, el proyecto de vida se
correlacionaba inversamente con el locus de control externo y la ansiedad ante la muerte.
Por su parte, Tang, Wu y Yan (2002), en un estudio con 282 estudiantes universitarios
chinos, concluyen que aquellos participantes con bajos niveles de autoeficacia y
orientación externa de control de la salud eran más propensos a manifestar un alto grado
de ansiedad ante la muerte. Asimismo, se ha comprobado que el control percibido tiene
un efecto significativo sobre la ansiedad y las complicaciones médicas en pacientes que
han sufrido un infarto agudo de miocardio (Moser et al., 2007).
24
 
3. VARIABLES RELACIONADAS
EDAD
A la hora de estudiar la relación entre la ansiedad ante la muerte y la edad, hay que
considerar que gran parte de las actitudes ante la muerte surgen y se consolidan en la
infancia, de manera que el origen del temor a la muerte se halla entre las ansiedades del
desarrollo infantil. Aunque la muerte no es un fenómeno ajeno a los niños, carecen de un
conocimiento innato sobre ella y deberán aprender su significado mediante la experiencia
y modelos aprendidos (Rodríguez, 2000). En consecuencia, una educación sobre la
muerte en la infancia facilitará la comprensión de su significado y modulará las actitudes
y las estrategias de afrontamiento.
La influencia de la edad en la ansiedad ante la muerte es una cuestión sobre la que
existen pocas conclusiones unánimes, seguramente debido a la multitud de factores
individuales y sociales de difícil control que actúan como variables intermedias a la hora
de evaluar la cuestión. También vale la pena señalar los diferentes sentimientos que
suscita la muerte de un joven frente a la de un anciano, como consecuencia de la
apreciación de que la persona mayor ha vivido una vida plena y satisfactoria, mientras
que el joven no ha tenido oportunidad de desarrollar su proyecto de vida y de realización
personal.
En consecuencia, conocer el nivel general de ansiedad de una persona relacionado con
la muerte no supone, necesariamente, la comprensión de aquellos aspectos concretos que
le preocupan, pues aquello que las personas temen con relación a la muerte experimenta
cambios con la edad. Por lo general, los adultos jóvenes manifiestan preocupación por la
posibilidad de una muerte prematura, por morir antes de tiempo, antes de haber tenido
oportunidad de experimentar lo que esperan de la vida. En el caso de aquellos adultos
que son padres de niños o adolescentes, las preocupaciones suelen centrarse en el
impacto que su muerte supondría para los otros miembros de la familia. En el caso de
adultos de edad avanzada, la ansiedad puede estar relacionada con el sentimiento de vivir
«demasiado tiempo» y ser una carga para los demás. También el miedo a morir solo o
entre desconocidos puede provocar más aprensión que la muerte misma. Goebel y Boeck
(1987) sugieren que las personas mayores, en general, manifiestan menos grados de
ansiedad relacionada con la muerte debido, probablemente, al sentimiento de satisfacción
y logro por haber vivido una vida plena, o por su deseo de dejar una vida que ya no vale
la pena vivir. Para De Raedt, Koster y Ryckewaert (2013), con el envejecimiento, la
25
muerte se convierte en una preocupación menor, hecho que podría relacionarse con la
aceptación de la propia finitud en la vejez.
Se ha afirmado que la madurez y la experiencia que proporciona la edad, así como los
cambios físicos y mentales provocados por el envejecimiento, ayudan a las personas a
prepararse para la muerte (Serra y Abengózar, 1990) y, en consecuencia, se producirá
una disminución de los sentimientos y actitudes negativas hacia ella. También, como
apuntan Thorson y Powell (1988), el hecho de que los ancianos hayan acumulado
circunstancias vitales desagradables a través de los años, puede hacer menos traumático
el proceso de morir.
Según la teoría psicosocial de Erikson (1950), las personas progresan a través de una
serie de crisis que surgen en el proceso de envejecimiento, hasta alcanzar la integridad
del yo, que supone encontrar el significado y la aceptación de aquello que han vivido.
Erikson propone que el individuo, al llegar a la vida adulta avanzada, realiza una revisión
de su vida, a partir de la cual puede llegar a alcanzar la integridad si le encuentra sentido
y significado, lo que se traducirá en la aceptación de la muerte y en la disminución del
miedo y la ansiedad derivados de ella. Por el contrario, si contempla su vida como una
serie de oportunidades perdidas, no culminará la etapa de integridad del yo y no llegará a
la integración de la muerte como culminación de su ciclo vital.
De cualquier modo, los resultados de la investigación sobre la relación entre la
ansiedad ante la muerte y la edad presentan resultados a menudo contradictorios,
especialmente cuando se introducen como variable continua. Numerosos estudios han
comprobado que a medida que aumenta la edad, disminuye la ansiedad ante la muerte
(Stevens, Cooper y Thomas, 1980; Thorson, Powell y Samuel, 1998b). Sin embargo, los
estudios de Feifel y Nagi (1981), Maiden y Walker (1985) y Walker y Maiden (1987),
entre otros, concluyen que la edad no es un factor que afecte significativamente; de
hecho, algunos trabajos han encontrado una correlación positiva y significativa entre la
edad y la ansiedad ante la muerte (Templer, Berthlow, Halcomb, Ruff y Ayers, 1979).
Templer (1971), utilizando la DAS, valora el grado de ansiedad ante la muerte en
función de la edad en un total de 1 271 individuos pertenecientes a diversas poblaciones,
sin que se aprecien correlaciones significativas entre las puntuaciones de la DAS y la edad
en ninguno de los grupos estudiados. No obstante, hay que considerar que el grupo de
sujetos de más edad de este estudio presentaba una media de alrededor de 48 años, por
lo tanto, no se contaba con medidas de sujetos de edad avanzada. Ray y Raju (2006), en
un estudio realizado con 334 enfermeras indias, también comprobaron que las
puntuaciones de la DAS no estaban relacionadas significativamente con la edad.
Nehrke, Bellucci y Gabriel (1977) obtuvieron una significativa correlación negativa
entre edad y ansiedad ante la muerte en una muestra formada por ancianos de distintos
tipos de residencias. Por su parte, Elkins y Fee (1980) concluyen que la edad
correlaciona negativamente tanto con la ansiedad ante la muerte como con la ansiedad
física, mientras que Rasmussen y Brems (1996) constataron que la edad y la madurez
psicosocial correlacionan negativamente con la ansiedad ante la muerte, de manera que a
mayor madurez psicosocial y mayor edad, menor ansiedad ante la muerte.
26
Kalish y Reynolds (1977), en un estudio transcultural, plantean que los ancianos de
todos los grupos étnicos piensan en la muerte más a menudo, pero se muestran menos
ansiosos ante ella que los sujetos más jóvenes. Estos hallazgos concuerdan con los
resultados obtenidos por Nelson y Cantrell (1980), en cuanto a que la edad está
negativamente correlacionada con el miedo a la muerte y la repugnancia a interactuar con
moribundos. Asimismo, Robbins (1992), en su investigación con personal cuidador de
residenciasde ancianos, obtiene una correlación negativa significativa entre edad y
ansiedad ante la muerte. La mayor ansiedad ante la muerte en jóvenes ha sido también
constatada en diversos trabajos que han usado distintos instrumentos (Robinson y Wood,
1983; Stevens et al., 1980).
Cuando la edad no se utiliza como variable continua, sino que los participantes se
organizan en grupos de edad, los resultados son más uniformes. Sin embargo, la relación
entre la edad y las preocupaciones ante la muerte parece no ser lineal, según se
desprende del estudio de Gesser, Wong y Reker (1987), quienes aplicaron el Perfil de
Actitud ante la Muerte (DAP, Death Attitude Profile) a 50 individuos en cada uno de los
tres grupos de edad: jóvenes (18-25 años), mediana edad (35-50 años) y ancianos (>60
años). Los resultados indicaron una relación curvilínea entre la edad y el miedo a la
muerte y a morir, puesto que este era relativamente alto en los jóvenes, máximo en la
edad media y mínimo en los ancianos. Investigaciones posteriores (Thorson y Powell,
1994) han identificado fuentes especiales de ansiedad para los jóvenes (por ejemplo,
descomposición, dolor y aislamiento) y para los adultos (pérdida de control y existencia
de otra vida).
Russac, Gatliff, Reece y Spottswood (2007) emplearon la escala de Miedo a la Muerte
de Collett y Lester (CLFDS, Collett-Lester Fear of Death Scale) y la DAS en dos muestras
con un amplio rango de edad. En ambos casos observaron un pico máximo de ansiedad
ante la muerte alrededor de los 20 años, tanto en hombres como en mujeres, y un
segundo pico alrededor de los 50 años, únicamente en mujeres.
De forma similar a lo que sucede en las diferencias de ansiedad ante la muerte por
género, la casi general correlación negativa entre la edad y la ansiedad ante la muerte es
más obvia que su explicación. Es posible que la actitud más positiva de los ancianos hacia
la muerte y el proceso de morir así como la confirmada mayor aceptación de la propia
muerte (Wong, Reker y Gesser, 1994) reflejen la disminución de la calidad de vida y de
la salud, mayor religiosidad, mayor experiencia en pérdidas ocasionadas por la muerte o
menor expectativa de vida.
Después de constatar en los ancianos mayor aceptación de la propia muerte y menos
ansiedad ante ella, un segundo tema de interés para la investigación son las variaciones
que, entre la población anciana, se producen con relación a la ansiedad ante la muerte.
Mullins y Lopez (1982), en un estudio realizado en residencias de ancianos, observan
que los sujetos de edad más avanzada (> 75 años) manifiestan mayor ansiedad ante la
muerte que sus compañeros residentes más jóvenes (60-75 años). Aunque el
resurgimiento del miedo a la muerte en la edad más avanzada es seguramente el reflejo
de la agudización de las ansiedades relacionadas con el dolor que se supone acompaña a
27
la agonía o con la proximidad subjetiva de la muerte, parece conveniente, como sugieren
Wass y Forfar (1982), considerar el uso de entrevistas, además de los cuestionarios
habituales, para comprender mejor la influencia de la edad sobre la ansiedad ante la
muerte.
Galt y Hayslip (1998) han planteado la conveniencia de diferenciar entre la ansiedad
ante la muerte abierta o consciente y la ansiedad ante la muerte encubierta o
inconsciente, sugiriendo que la edad puede actuar de forma diferencial en ambos tipos de
ansiedad. Un estudio realizado con sujetos jóvenes (17-25 años) y mayores (> 60 años)
que respondieron a una serie de pruebas psicométricas, entre las que se encontraban la
DAS y la CLFDS, concluye que existen diferencias significativas por edad en las
puntuaciones de ansiedad ante la muerte, tanto abierta como encubierta. Los sujetos
mayores muestran más ansiedad ante la muerte abierta, mientras que los jóvenes
presentan un grado superior de ansiedad encubierta. Para los autores, estos resultados
prueban la distinción entre ambos tipos de ansiedad ante la muerte; las diferencias se
explican en términos de experiencias acumuladas a lo largo del ciclo vital relacionadas
con pérdidas ocasionadas por la muerte, que disminuiría en las personas mayores la
necesidad de negar miedos vinculados a la propia muerte, a la vez que los sensibilizaría
ante la posibilidad de la pérdida de relaciones íntimas con otras personas.
GÉNERO
Aunque parece haber una evidencia mayor de la influencia del género como elemento
diferenciador en el grado y las características de la ansiedad ante la muerte
experimentada, no existe unanimidad en los resultados de los estudios al respecto. En una
primera revisión efectuada por Pollak (1979) de los trabajos realizados hasta 1977 con
relación a la ansiedad ante la muerte, se constató que la mayoría de las investigaciones
concluían que las mujeres presentaban grados de ansiedad superiores que los hombres.
Gran parte de las investigaciones posteriores parecen confirmar esta tendencia, incluso
sugieren que se trata de un fenómeno universal.
Diferencias significativas de puntuaciones en la escala DAS entre hombres y mujeres en
muestras de estudiantes han sido reportadas, entre otros, por Chiappetta, Floyd y
McSeveney (1977); Davis, Martin, Wilee y Voorhees (1978) y Sadowski, Davis y
Loftus-Vergari (1979). A los mismos resultados llegan Brubeck y Beer (1992) en
estudiantes de escuela secundaria, mientras que Lonetto, Mercer, Fleming, Bunting y
Clare (1980), en un estudio que incluía estudiantes norirlandeses y canadienses,
concluyen que en ambas muestras las mujeres puntúan significativamente más alto en la
DAS. Devins (1981), en un estudio que incluye sujetos sanos y enfermos con un rango de
edad de 60-97 años, también informa de puntuaciones significativamente más altas en
mujeres.
En otros trabajos, las diferencias de ansiedad ante la muerte por género se han
relacionado con diferentes variables. Ianmarino (1975), tras aplicar la DAS a grupos de
28
alumnos de diferentes escuelas superiores, constata que las mujeres y los sujetos que
viven con un solo progenitor puntúan significativamente más alto que los hombres y los
sujetos que viven con ambos progenitores. Por su parte, Cole (1979), al estudiar las
relaciones entre las actitudes ante la muerte y el sexo, así como las relativas a la vida en
pareja, halla que los hombres que viven solos presentan puntuaciones significativamente
más altas que las mujeres que viven solas. Para evaluar posibles diferencias étnicas,
Sanders, Poole y Rivero (1980) utilizaron la DAS en una muestra interracial de ancianos
con un rango de edad de 60-87 años, y observaron que tanto las mujeres de raza negra
como las de raza blanca puntuaban más alto que los hombres. En otra comparación
interétnica, Schumaker, Warren y Groth-Marnat (1991) comparan las puntuaciones DAS
en sujetos japoneses y australianos, concluyendo que las mujeres australianas puntúan
significativamente más alto que los hombres australianos, pero no aprecian diferencias
entre hombres y mujeres de la muestra japonesa. También se han constatado
puntuaciones de ansiedad ante la muerte significativamente más altas en las mujeres en
estudios realizados con sujetos de Pakistán (Suhail y Akram, 2002), Malasia (Chan y
Yap, 2009) y Kuwait (Abdel-Khalek, 2005).
A partir de los resultados de otros instrumentos de evaluación, las conclusiones son
similares. Así, Thorson y Powell (1984), tras aplicar la escala revisada de Ansiedad ante
la Muerte (RDAS, Revised Death Anxiety Scale) a estudiantes y adultos en un rango de
edad de 16-60 años, encuentran puntuaciones medias significativamente más altas en las
mujeres. No obstante, en un estudio posterior (Thorson y Powell, 1988), aunque las
puntuaciones totales siguen siendo superiores en las mujeres, la diferencia es significativa
solo en cuatro de los 25 ítems, es decir, en aquellos que estaban relacionados con el
miedo al dolor y a las cirugías, lo que ocurre con el cuerpo después de la muerte y la
descomposición del cuerpo; esto parece confirmar la idea expuesta por Diggory y
Rothman (1961) de que las mujeres presentan mayor ansiedadante la muerte en aquellos
aspectos relacionados con la integridad corporal. Por su parte, McMordie (1979),
después de aplicar la escala de Ansiedad ante la Muerte de Templer/McMordie
(Templer/McMordie Death Anxiety Scale) a un grupo de estudiantes universitarios,
también obtiene resultados que indican que las mujeres puntúan significativamente más
alto que los hombres.
En una muestra de 375 estudiantes estadounidenses, Pierce, Cohen, Chambers y
Meade (2007) confirman que las mujeres puntúan significativamente más alto que los
hombres, tanto en ansiedad ante la muerte como en religiosidad extrínseca; esto sugiere
la posible asociación entre ambas variables, aunque sin aventurar la direccionalidad.
Dickinson, Lancaster, Winfield, Reece y Colthorpe (1997), en un trabajo realizado con
estudiantes de primer curso de Medicina dirigido a evaluar los posibles cambios en la
ansiedad ante la muerte tras completar el curso de Anatomía, concluyen que las mujeres
puntúan significativamente más alto en la DAS que los hombres, tanto antes como
después del curso.
En los estudios realizados con la versión árabe de la DAS (Beshai y Templer, 1978),
también se han observado puntuaciones significativamente más altas en las mujeres,
29
tanto en muestras egipcias (Abdel-Khalek y Beshai, 1993; Abdel-Khalek, Beshai y
Templer, 1993) como en libanesas (Abdel-Khalek, 1991) y kuwaitíes (Abdel-Khalek,
1997b). Además, las diferencias entre estas muestras son sensiblemente superiores a las
que aparecen en estudios con sujetos anglosajones. Templer (1991), con referencia a tal
característica en las puntuaciones DAS entre hombres y mujeres árabes, sugiere que,
aunque con cierto grado especulativo, parece razonable pensar que en aquellos países en
los que el rol sexual supone importantes diferencias entre hombres y mujeres, incluida la
idea de valentía, los hombres reflejen una ansiedad ante la muerte considerablemente
menor que las mujeres.
Los trabajos de que se dispone a partir de muestras españolas siguen, en general, la
misma dirección. Ramos (1982) aplicó la versión española de la DAS a tres grupos:
ancianos, estudiantes universitarios y enfermeros titulados. En los tres grupos las mujeres
puntuaron más alto que los hombres, aunque estas diferencias no alcanzaron significación
estadística en ninguno de los casos. En el caso de los estudiantes y los profesionales de
enfermería, tras aplicar la DAS (Gómez-Benito, Hidalgo y Tomás-Sábado, 2002;
Limonero, 1997; Tomás-Sábado, 2002; Tomás-Sábado y Guix, 2001; Tomás-Sábado y
Gómez-Benito, 2002) y el inventario de Ansiedad ante la Muerte (DAI, Death Anxiety
Inventory) (Limonero, Tomás-Sábado, Fernández, Cladellas y Gómez-Benito, 2010;
Limonero, Tomás-Sábado y Fernández-Castro, 2006; Tomás-Sábado y Gómez-Benito,
2005a), las mujeres presentan puntuaciones superiores que los hombres. Poveda et al.
(2000) también obtienen puntuaciones significativamente más altas en las mujeres en una
muestra de usuarios de consulta médica de atención primaria. En un estudio realizado
con estudiantes de Enfermería (Edo-Gual, Tomás-Sábado y Aradilla-Herrero, 2011) en el
que se utilizó la versión española de la CLFDS, las mujeres puntuaron más alto en las
cuatro subescalas del instrumento, con diferencias significativas en las subescalas miedo
a la muerte propia, miedo a la muerte de otros y miedo al proceso de morir de otros.
Russac et al. (2007) observan que, aunque tanto los hombres como las mujeres alcanzan
el punto máximo de ansiedad ante la muerte en torno a los 20 años, disminuyendo
paulatinamente a partir de dicha edad, las mujeres muestran un pico secundario, que no
se observa en los hombres, alrededor de los 50 años. Ante la posibilidad de que las
diferencias observadas sean producto de algún tipo de sesgo, Dattel y Neimeyer (1990),
después de controlar aquellas variables que podían actuar como elementos de confusión,
siguen encontrando que las mujeres puntúan significativamente más alto, lo que los lleva
a concluir que las diferencias por sexo son reales y no producto de sesgo alguno en la
evaluación. En esta misma línea, Tomás-Sábado y Gómez-Benito (2005a) aplicaron
técnicas de regresión logística para explorar el posible funcionamiento diferencial del DAI;
los autores concluyeron que ni la escala en conjunto ni ninguno de sus ítems presentan
funcionamiento diferencial por género.
No obstante, otros trabajos no reflejan puntuaciones más altas de ansiedad ante la
muerte para el sexo femenino. Así, por ejemplo, en un estudio realizado en pacientes
hospitalizados con cáncer, cardiopatía, diabetes y sida (Sharma, 2014), aunque aparecen
diferencias significativas en ansiedad ante la muerte entre las distintas enfermedades, no
30
se aprecian diferencias por género. Wen (2010), por su parte, en una muestra de 165
feligreses de iglesias católicas y protestantes que manifestaban, mayoritariamente, fuertes
creencias religiosas, no encuentra diferencias entre hombres y mujeres en las
puntuaciones de la RDAS. Wu, Tang y Kwok (2002) observan, en individuos chinos de
edad avanzada, que el género no afecta el grado de ansiedad ante la muerte.
Aunque existen otros trabajos que tampoco han apreciado diferencias por género en
ansiedad ante la muerte (Conte, Weiner y Plutchik, 1982; Eggerman y Dustin, 1985;
Neimeyer y Dingemans, 1980-1981; Neimeyer y Neimeyer, 1984), es evidente que las
diferencias, cuando aparecen, apuntan siempre a la misma dirección. No obstante, lejos
de aceptar, de entrada, que las mujeres experimentan mayor miedo y ansiedad ante la
muerte, se ha intentado encontrar una explicación plausible a estas disparidades. Según
Schumaker, Barraclough y Vagg (1988), la estructura social estimula más a los hombres
que a las mujeres a perseguir el éxito y alcanzar logros que les permiten configurar la
ilusión de la mortalidad como elemento amortiguador de la ansiedad ante la muerte. De
esta manera, las mujeres evalúan la muerte desde una estructura emocional, mientras que
los hombres lo hacen de forma más cognitiva (Chan y Yap, 2009). Abdel-Khalek (2005)
también considera que las diferencias podrían explicarse a la luz del proceso de
socialización, que enseña a los niños a no quejarse y no llorar, considerando indeseable
que expresen sus sentimientos, especialmente aquellos que se asocian con la debilidad,
mientras que las niñas son animadas a manifestar abiertamente sus sentimientos y
preocupaciones. Desde una perspectiva expresivo-emocional, Stillon (1985) plantea que
las mayores puntuaciones observadas simplemente reflejan una mayor facilidad de las
mujeres a admitir y expresar los pensamientos y sentimientos de preocupación
relacionados con la idea de la muerte y del proceso de morir, lo que también explicaría la
gran prevalencia de trastornos generales de ansiedad observada en el sexo femenino
(Usall, 2001). Wong, Reker y Gesser (1994) sugieren que estas diferencias observadas
podrían deberse al hecho de que los hombres intentan evitar los pensamientos
relacionados con la muerte con una mayor intensidad que las mujeres, con una actitud
más defensiva frente a las ideas intrusivas sobre su mortalidad. También se ha planteado
que la causa de tales diferencias podría hallarse en las distintas connotaciones que la
muerte tiene para hombres y mujeres y lo que implica para cada género, haciéndolos
sensibles a dimensiones distintas de la ansiedad ante ella.
RELIGIOSIDAD
Aunque la consciencia de la propia mortalidad es parte esencial de la condición humana,
existen importantes diferencias individuales en el tipo de actitudes que los individuos
desarrollan en relación con la idea de la muerte (Neimeyer et al., 2004). Mientras que
para algunas personas la muerte constituye algo incomprensible y amenazante, otras la
ven como un punto final natural de la vida, que incluso puede dar sentido a toda su vida.
Puesto que la mayoría de las religiones ofrecen un marco que da respuesta a los grandes
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enigmas existenciales sobre el significado de la muerte y lo que sucede después de ella,
las creenciasreligiosas de los individuos pueden condicionar de un modo decisivo sus
actitudes hacia la muerte y el proceso de morir (Dezutter et al., 2009).
Desde esta perspectiva, parece lógico que los aspectos religiosos constituyan una de las
variables de estudio más habituales en relación con la ansiedad ante la muerte (Tomás-
Sábado y Gómez-Benito, 2003c), considerada como respuesta humana a la percepción
de la mortalidad (Liechty, 2013). Aunque en ausencia de evidencia empírica, la existencia
de Dios y la vida después de la muerte son probabilidades subjetivas (Pyne, 2010),
algunos teóricos y teólogos sugieren que la esperanza de otra vida es lo único que hace
manejable el miedo a la muerte; es decir, la creencia religiosa reduciría el miedo a la
muerte en aquellas personas que esperan obtener la vida eterna. Lo cierto es que, como
afirma Elias (1987),
no existe idea alguna, por extraña que parezca, en la que los hombres no estén dispuestos a creer con
profunda devoción, con tal de que les proporcione alivio ante el conocimiento de que un día ya no existirán,
con tal de que les ofrezca la esperanza de una forma de eternidad para su existencia.
La religión es un sistema organizado de creencias que incluye la tradición, los valores
morales, los ritos, cultos y prácticas, así como la participación en una comunidad que
comparte la creencia en un dios o en un poder superior (Ali-Khan, Vijayshri y Farooqi,
2014), que intenta dar respuesta a la pregunta sobre el sentido de la propia vida y el
mundo en su conjunto, además de mitigar la angustia humana provocada por la idea de la
total desaparición, al ofrecer, de una u otra manera, una promesa de trascendencia
(Dezutter et al., 2009). De hecho, todas las religiones han subrayado el fenómeno de la
muerte humana como un acontecimiento natural iniciador de otra existencia, de manera
que la muerte orgánica no constituye sino la transición a una vida eterna (Poveda de
Agustín, 1992).
La religiosidad abarca creencias religiosas, actitudes y prácticas. Uno de los principales
factores que destaca al abordar el tema de la posible relación entre la religiosidad y la
ansiedad ante la muerte es el hecho de que la mayoría de los estudios no definen, o lo
hacen de forma inadecuada, qué se entiende por religiosidad o por ansiedad ante la
muerte, lo que, en muchos casos, lleva al uso de medidas sencillas o no estandarizadas
para evaluar la religiosidad, así como al uso de una gran variedad de instrumentos para
medir la ansiedad ante la muerte. Esta falta de coherencia conceptual e instrumental,
junto con la elección de muestras muy heterogéneas, es en parte responsable de los
resultados contradictorios obtenidos al analizar la relación entre ambas variables. No
obstante, una reflexión sobre estos resultados ha llevado a los investigadores a refinar los
instrumentos de medición y a la consideración psicométrica de la religión como un
constructo multidimensional.
Sin embargo, la mayoría de los estudios han considerado la religiosidad de manera
unidimensional, centrándose en conductas como la frecuencia de asistencia a la iglesia,
los comportamientos de oración, la lectura de los textos sagrados e, incluso, la audición
de música religiosa (Bradshaw, Ellison, Fang y Mueller, 2014), y en actitudes como la
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fuerza de las creencias religiosas y las prácticas religiosas (Roff, Butkeviciene y
Klemmack, 2002). Desde una perspectiva multidimensional, se ha diferenciado entre
religiosidad y espiritualidad (Hill et al., 2000) y entre religiosidad extrínseca e intrínseca
(Cohen et al., 2005). La religiosidad intrínseca es la que presentan aquellas personas que
interiorizan sus creencias religiosas, constituyéndose en el aspecto central y la guía de sus
vidas. Es decir, una persona intrínsecamente motivada vive su religión, mientras que una
extrínsecamente motivada es religiosa debido a los beneficios sociales derivados del
hecho de serlo, como la seguridad, la sociabilidad y el lugar en la comunidad.
Aunque los términos religiosidad y espiritualidad se han utilizado como sinónimos en
numerosos estudios, existen diferencias considerables entre ellos que hacen necesaria su
distinción, especialmente a efectos de investigación (Fry, 2000; Powell, Shahabi y
Thoresen, 2003). En este sentido, la religiosidad se asocia generalmente con la expresión
por medio de ritos, oraciones, signos y celebraciones que se llevan a cabo en el ámbito de
una religión en particular, mientras que la espiritualidad se relaciona con la formación de
principios, valores e ideales que trascienden lo material y que la persona interioriza para
dar un sentido a su vida, caracterizada por altos niveles de satisfacción vital, un elevado
sentimiento del significado de la vida y la certeza de otra vida después de la muerte, que
no estaría sujeta a una afiliación religiosa concreta (Rasmussen y Johnson, 1994). Estos
argumentos concuerdan con los aportados por otros autores, para quienes la fe religiosa
está más asociada con la disminución de la ansiedad ante la muerte que las prácticas
religiosas (Farias, Underwood y Claridge, 2013; Wittkowski y Baumgartner, 1977),
Ambos conceptos, religiosidad y espiritualidad, son pues multidimensionales, aunque
gran parte de las medidas utilizadas para describirlos suelen enfatizar alguno de sus
aspectos, dejando de lado otras dimensiones (Hill et al., 2000). Si bien algunos estudios
utilizan escalas de ítems múltiples (Rasmussen y Johnson, 1994; Shaw y Joseph, 2004),
es muy común que tanto la religiosidad como la espiritualidad sean evaluadas mediante
las respuestas a cuestionarios con preguntas tales como la importancia de la religión en la
vida del sujeto (religiosidad), si vale la pena vivir o si se encuentra significado a la vida
(espiritualidad). Cuando los constructos complejos se evalúan de esta forma tan simple,
es probable que se pasen por alto sus aspectos más importantes, dando como resultado
una pobre validez de contenido. Disponer de medidas estandarizadas de la religiosidad y
la espiritualidad es fundamental para la evaluación de estas dimensiones, ya que las
conclusiones se fundamentan sobre la base de esta evaluación.
A menudo se ha considerado que la religiosidad indicaría una necesidad de protección
contra el miedo a la muerte (Lester, 1972). Sin embargo, aunque esta fuera la causa, aún
no queda claro si las personas particularmente religiosas presentan inicialmente alta
ansiedad ante la muerte, que intensifica su religiosidad, o baja, como resultado de su fe
(Kastenbaum y Costa, 1977). De hecho, los resultados de las investigaciones acerca de si
la ansiedad ante la muerte varía en función de los niveles individuales de religiosidad son
ambiguos y no llegan a conclusiones definitivas (Neimeyer, 1994; Shreve-Neiger y
Edelstein, 2004). Algunos de estos estudios no han encontrado asociación significativa
entre ansiedad ante la muerte y religiosidad (Heydari, Khalili y Khodapanahi, 2009; Wink
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y Scott, 2005; Ziapour, Dusti y Asfajir, 2014). En una muestra de 213 estudiantes
universitarios, Templer y Dotson (1970) no apreciaron relaciones significativas entre las
puntuaciones de la DAS y diversas variables de afiliación religiosa, creencias y actividades
religiosas, aunque los autores justifican esta falta de relación por el hecho del limitado
efecto que la religión parece tener sobre los jóvenes. No obstante, en un entorno social
presumiblemente más religioso, Ziapour et al. (2014), en un estudio realizado en 226
profesionales sanitarios de un hospital iraní, tampoco observan relación entre orientación
religiosa y ansiedad ante la muerte, ni diferencias entre hombres y mujeres en las
medidas de orientación religiosa. Similares resultados obtienen Abdel-Khalek y Lester
(2009) en estudiantes kuwaitíes.
En un trabajo realizado en la India, Anitha y Chaitanya (2014) aplican las DAS y la
escala Multidimensional de Miedo a la Muerte (MFODS, Multidimensional Fear of Death
Scale) a una muestra conformada por sujetos pertenecientes a las tres religiones
mayoritarias

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