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Familias obligadas, terapeutas forzosos_ la Alianza Terapéutica en Contextos Coercitivos - Ana Paula Relvas

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Ana Paula RELVAS
Luciana SOTERO
Familias obligadas, terapeutas
forzosos
La Alianza Terapéutica en Contextos
Coercitivos
Traducido por
Águeda Fernández Villares
Ediciones Morata, S. L.
Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920
C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID
morata@edmorata.es - www.edmorata.es
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© Ana Paula Relvas
Luciana Sotero
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© EDICIONES MORATA, S. L. (2014)
Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid
www.edmorata.es - morata@edmorata.es
 
 
Derechos reservados
ISBN: 978-84-7112-798-3
E-ISBN: 978-84-7112-799-0
Depósito Legal: M-14.996-2014
 
 
Libro compuesto por: Sagrario Gallego Simón
Libro electrónico compuesto por: John Gordon Ross
Printed in Spain - Impreso en España
Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. Algete (Madrid)
Diseño de la cubierta: Mar del Rey Gómez-Morata
 
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Colección “Terapia Familiar Iberoamericana”
Director: Roberto PEREIRA
La Terapia Familiar tiene ya muchos años de desarrollo y abundante
bibliografía, aunque la mayoría de ella proviene del discurso dominante de origen
inequívocamente anglosajón. Desde los primeros años de la difusión de la
Terapia Familiar se comprobó la necesidad de adaptarla a los contextos culturales
de los diferentes países. La actitud de familias y de los psicoterapeutas, la
“cultura terapéutica” no es la misma. No es descabellado afirmar que buena parte
de los modelos psicoterapéuticos utilizados hoy en día tienen su origen en la
necesidad de adaptarse a los sistemas sanitarios de los países del “norte”,
especialmente el de los EE.UU., modelos que no tienen necesariamente que
encajar en los países del “sur”, en Iberoamérica. En ese sentido, la colección
quiere seguir la línea de la Red Relates (www.redrelates.org) organización que
agrupa a escuelas sistémicas latinoamericanas, y uno de cuyos objetivos es
“avanzar hacia la configuración de un modelo propio, coherente con las
realidades europeas y latinoamericanas, capaz de dialogar fructíferamente con los
restantes modelos sistémicos”.
Esta colección, abierta a propuestas de los autores iberoamericanos, quiere a
su vez promover el intercambio entre los terapeutas familiares de lengua hispana
y portuguesa, y favorecer el desarrollo de una TF iberoamericana con sus propias
características y señas de identidad, que respondan a las necesidades y contextos
de donde se realiza más que al discurso dominante en el campo.
Desde hace años, las Asociaciones Españolas y Portuguesa de Terapia Familiar
mantienen una estrecha relación que ha tomado forma con la realización de
Congresos Ibéricos de Terapia Familiar y la edición de una revista bilingüe. Pero
aún no se ha producido un intercambio real de bibliografía.
Los primeros textos de la Colección se ocuparon de temas que no han recibido
suficiente atención por parte de la terapia familiar. En el primero, Alfredo
Canevaro, psiquiatra argentino radicado en Italia, aborda el poco editado tema
de la psicoterapia individual sistémica. El libro sintetiza la dilatada experiencia de
su autor como psicoterapeuta: primero en Buenos Aires, en los años de mayor
efervescencia de la psicoterapia, y después en Italia. Canevaro integra, sobre la
base del modelo sistémico, técnicas provenientes de otros modelos, en unas
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http://www.redrelates.org
sesiones de gran intensidad relacional, en las que se utiliza a sí mismo de manera
magistral.
El 2º título de la colección, del psicólogo, profesor y director de la Escuela
Sistémica Argentina, Marcelo Ceberio, toca otro tema que ha despertado poco o
ningún interés en el campo de la psicoterapia: el de la atención a la “cuarta
edad”, la “terapia de los ancianos del siglo XXI”. Libro completísimo, toca todos los
aspectos de la atención a los ancianos en sus diversas facetas, incluida la
psicoterapéutica, algo que ya se echaba mucho en falta.
El texto actual, de las profesoras de la Universidad de Coimbra Ana Paula
Relvas y Luciana Sotero, es el primero de la colección en incorporar autores de
lengua portuguesa. Con un rigor académico indudable, pero incorporando
también la clínica psicoterapéutica, logran esa unión imbatible de los autores que
investigan pero además practican la psicoterapia. Y el tema de la obra es
apasionante y de gran actualidad: cómo desarrollar la alianza terapéutica incluso
en las condiciones más complicadas, con familias obligadas a acudir a terapia, en
las que con frecuencia el paciente identificado es un adolescente. Probablemente
no hay situación más compleja para la creación de un sistema terapéutico. Las
autoras lo consiguen, nos dicen que en realidad no es más complicado que
hacerlo con otras familias con adolescentes señalados, y nos explican cómo
hacerlo. No se puede pedir más.
Bilbao, Mayo de 2014
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Contenido
Portada
Portadilla
Nota de la editorial
Créditos
Colección “Terapia Familiar Iberoamericana” Director: Roberto PEREIRA
Contenido
Prefacio
Introducción
CAPÍTULO PRIMERO. Clientes involuntarios y terapia familiar: Complejidad conceptual y de intervención
1.1. (In)Definición e Invisibilidad
1.2. Los Clientes: ¿Familias involuntarias?
1.3. El Terapeuta: ¿Terapeutas involuntarios?
1.3.1. Dilemas éticos
1.4. La relación: La alianza terapéutica
1.4.1. Motivación, cambio y resultados en terapia
CAPÍTULO II. Clientes involuntarios en terapia familiar: Proceso y alianza terapéutica
2.1. Objetivos y Modelos de Intervención
2.1.1. Terapia Centrada en las Soluciones
2.1.2. Terapia Multisistémica
2.1.3. Terapia Familiar Funcional
2.1.4. Terapia de la Curiosidad
2.2. La Alianza Terapéutica “Forzada”
2.2.1. Características y Desarrollo
2.2.2. Rupturas de la alianza
CAPÍTULO III. Situaciones particulares
3.1. El caso de las familias con adolescentes
3.2. El caso de las familias obligadas a acudir a terapia
Bibliografía
Obras de Ediciones Morata de Psicología y Familia
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Prefacio
La psicoterapia, definida por la Federación Española de Asociaciones de
Psicoterapeutas (FEAP) como un tratamiento científico, de naturaleza psicológica
que, a partir de manifestaciones psíquicas o físicas del malestar humano,
promueve el logro de cambioso modificaciones en el comportamiento, la salud
física y psíquica, la integración de la identidad psicológica y el bienestar de las
personas o grupos tales como la pareja o la familia1, es muy diversa.
A esa definición se acogen multitud de orientaciones cuyas técnicas, bases
teóricas y desarrollos son muy diferentes entre sí. Ahora bien, todos los que las
practican sostienen que funcionan y dan buen resultado. Esto podría ser
simplemente la expresión del deseo de los psicoterapeutas, o la justificación de
lo que saben hacer. Pero resulta que, cada vez que una orientación
psicoterapéutica se ha validado científicamente, el resultado ha sido que,
efectivamente, funcionan.
Este interesante hallazgo lleva desde hace tiempo intrigando a los
investigadores, que en la segunda mitad del siglo XX se lanzaron a la búsqueda
de “factores comunes” a las diferentes psicoterapias que pudieran explicar esta
efectividad generalizada2. Los estudios de FRANK3 (1991) señalaron 4 factores
comunes básicos:
1. Un contexto que favorezca la curación.
2. La creación de una buena relación terapéutica, basada en la confianza y con un componente
emocional.
3. Una base teórica que explique los problemas o síntomas presentados por el paciente y aplique
una serie de técnicas para su solución.
4. Un procedimiento acordado entre paciente y terapeuta que consideren apropiado para la
mejoría o curación.
Sobre esta base del trabajo de FRANK, LAMBERT4 propone también cuatro
factores terapéuticos como aquellos que explicarían la mejoría o curación de los
pacientes. Esta propuesta de LAMBERT ha tenido una extraordinaria repercusión
por más que llaman la atención las proporciones tan redondas que propone.
Serían los siguientes:
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Factores relacionados con el contexto: cambios en la vida del paciente, situaciones
afortunadas, mejoras laborales, una buena red social, mejora en las relaciones afectivas, etc.
Serían responsables de hasta un 40% de la mejoría del paciente.
Factores relacionados con el terapeuta: creación de una buena alianza terapéutica, capacidad
de empatía, no juzgar ni criticar, aceptación, etc. Serían responsables hasta un 30% de la
mejoría o curación del consultante.
Efecto placebo: creencia en la potencialidad de lo que se está haciendo, tanto por parte del
cliente como del terapeuta: un 15% del cambio.
Factores relacionados con la técnica psicoterapéutica empleada: supondrían también un 15%
del cambio.
Este esquema ha sido muy divulgado, y aparentemente poco criticado. Parece
haber una aceptación generalizada, a pesar de que supone una dura afrenta para
la autoestima de los psicoterapeutas, que deben aceptar que la mayor parte del
cambio se debe a efectos que escapan a su intervención5.
Pero si aceptamos los factores, tendremos que ponernos manos a la obra para
saber cómo mejorar nuestra efectividad como psicoterapeutas centrándonos en
aquellos sobre los que podemos tener mayor influencia: básicamente el buen
aprendizaje de la técnica y, sobre todo, los factores relacionados con el
terapeuta.
Y aquí entramos en el debatido terreno de si las características del buen
terapeuta son innatas, o pueden ser aprendidas. Como en cualquier profesión,
unas características personales que favorezcan nuestro trabajo serán de gran
utilidad, y nos ahorrará esfuerzo y dedicación. Pero no es imprescindible: se
puede aprender.
Ese aprendizaje de cómo ser buen terapeuta incluirá, sin duda, el conocimiento
personal, y las técnicas necesarias para crear buenas “alianzas terapéuticas”. En
efecto, este último apartado es el que está recibiendo más atención en los
últimos años. No es que se haya ignorado nunca la importancia de crear esa
alianza dirigida a obtener la remisión de los síntomas o solución de los problemas
presentados por nuestros clientes, lo que ocurre es que ahora se ha
incrementado su valor como factor terapéutico modificable que puede tener una
importancia decisiva en el éxito de la psicoterapia.
La creación de una buena alianza terapéutica es más sencilla de hacer en una
terapia individual. En una terapia familiar, conforme aumenta el número de sus
integrantes, la complicación aumenta en progresión geométrica.
Un único individuo tendrá un objetivo más claro, pero un grupo, como es una
familia, puede que tengan objetivos diferentes, cuando no contrapuestos entre
sí. Así que crear alianzas terapéuticas en Terapia Familiar es más complicado que
hacerlo en Terapia Individual.
Pero si además hablamos de familias con hijos adolescentes, que quizá tengan
claro lo que quieren pero a menudo les cuesta mucho expresarlo —o incluso lo
hacen diciendo justo lo contrario— las cosas se complican más. Y si el paciente
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identificado es el adolescente, la complejidad aumenta.
Como resulta sencillo de entender la creación de la alianza terapéutica será
más fácil si el cliente o la familia acuden voluntariamente al tratamiento que si lo
hacen de manera involuntaria, presionados por el contexto en forma de
autoridad de algún tipo. El terapeuta será, para ellos, una parte más de ese
sistema que les impone algo que quizá no tengan ninguna gana de hacer, por lo
que no se mostrarán muy colaboradores.
Y no digamos ya si el paciente o familia van no sólo presionados sino
“obligados” a terapia, si se trata de una “terapia coercitiva” impuesta, por
ejemplo, por un juez. Será entonces la situación de mayor dificultad para la
creación de la alianza terapéutica.
Pues bien, de eso trata este libro. De cómo crear alianzas terapéuticas en
terapias con familias que acuden de manera involuntaria un obligada a la terapia,
y que generalmente tienen pacientes identificados adolescentes. Lo más difícil.
Dividido en una Introducción y tres capítulos, está conformado a partes casi
iguales de reflexiones teóricas y planteamientos prácticos. Tras una exhaustiva
revisión de los fundamentos teóricos y la bibliografía de la terapia con los
pacientes involuntarios, las autoras se detienen en un aspecto muy querido para
ellas, y que siempre despierta grandes debates: las cuestiones éticas relacionadas
con las terapias involuntarias. No eluden el debate, que resuelven con gran
elegancia antes de entrar en el gran tema de la Alianza Terapéutica, de su
importancia para el éxito de la terapia, y de sus aspectos claves.
En el 2º capítulo presentan los principales modelos de intervención con
pacientes involuntarios, para explicar después el que utilizan, la “Terapia de la
Curiosidad”. Se trata de un modelo de Terapia Breve (en torno a las 7 sesiones),
inspirada en el modelo del Grupo de Milán de su primera época (SELVINI, PRATA,
CECCHIN y BÓSCOLO), con un encuadre clásico: co-terapia, sala con espejo
unidireccional, equipo al otro lado del espejo, pausa y devolución. Ese es el
encuadre en el que se habrá de desarrollar la alianza terapéutica “forzada” con
las familias que acuden de manera involuntaria a la terapia, ya presionadas para
que lo hagan, ya obligadas por alguna autoridad, generalmente judicial.
Se detienen en el interesante constructo desarrollado por FRIELANDER, ESCUDERO
y HEATHERINGTON (2009)6, el “Sistema para la Observación de las alianzas en
Terapia Familiar” (SOATIF), que van a utilizar en sus investigaciones.
Estas se hacen comparando la creación de la Alianza Terapéutica en familias
involuntarias y familias que acuden voluntariamente a Terapia, midiendo su
creación y evolución entre la 1ª y la 4ª sesión, describiéndola detalladamente
con casos extraídos de su experiencia clínica.
Finalmente, nos hablan de situaciones concretas, particularmente de las
familias con hijos adolescentes, y las terapias coercitivas, los casos más
11
complicados para establecer la alianza.
Y el gran mérito del libro que tienes en tus manos, amable lector, es mostrar
que esto se puede hacer, explicar cómo hacerlo, y demostrar que, si se hace bien,
los resultados no varían entre una terapia voluntaria y otra involuntaria.
Este innegable mérito se debe al gran equipo de Terapeutas Familiares de la
Facultad de Psicología y Ciencias de la Educaciónde la Universidad de Coimbra
(FPCEUC), capitaneado por Ana Paula RELVAS, y magníficamente secundada por
Luciana SOTERO. Los casos de los que habla el texto han sido tratados en el
Centro de Prestación de servicios a la Comunidad de la FPCEUC, donde las
autoras, junto con un grupo excepcional, desarrollan su trabajo clínico.
Hablemos ahora un poco de las autoras.
Ana Paula RELVAS, Psicóloga Clínica, Terapeuta familiar, Supervisora y ex
Presidenta de la Sociedad Portuguesa de Terapia Familiar, es la autora más
prolífica y mejor considerada de la Terapia Familiar en lengua portuguesa. Autora
de numerosos textos canónicos en su país, entre ellos “Por detrás do espelho”,
“Da Teoria à Terapia com a Familia”, “Enfrentar a Velhice e a Doença Crónica”,
“Conversas com Famílias”, “O Ciclo Vital da Familia. Perspectiva Sistémica”, ha
conseguido crear una escuela en torno a su trabajo académico y a la plasmación
práctica de sus investigaciones en el trabajo desarrollado tanto en el Programa
de Formación de Psicoterapeutas como en el Centro de Intervención Familiar de
la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de
Coimbra.
Doctorada en Psicología Clínica, es Profesora Titular de la Facultad de
Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Coimbra (FPCEUC),
responsable del Master en Sistémica, Salud y Familia y coordinadora del
Programa Inter-universitario de doctorado en Psicología Clínica, Psicología de la
Familia e Intervenciones Familiares así como del Grupo de Coordinación de
Investigaciones sobre la Familia, Salud y Justicia de la misma Universidad.
Bien conocida en el campo de la Terapia Familiar Europea, en donde impulsó
de manera decisiva la presencia de la Sociedad Portuguesa de TF, bien
acompañada por sus prestigiosas colegas Madalena ALARÇAO y Ana GOMES, que
recogieron el testigo de quien durante años fuera la principal conexión de la TF
portuguesa con el resto de Europa: José Manuel COSTA. De este último también
recogió la idea de impulsar la conexión ibérica en TF, que ha dado sus frutos con
la organización conjunta entre la SPTF y la Federación Española de Asociaciones
de TF (Featf) de Congresos Ibéricos de TF, así como de compartir la revista de la
Featf, Mosaico.
Luciana SOTERO, Psicología Clínica por la FPCEUC, es Doctoranda del Programa
Inter-Universitario de Doctorado en Psicología Clínica, área de especialización en
Psicología de la Familia e Intervención Familiar, miembro efectivo de la Sociedad
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Portuguesa de Terapia Familiar, con varios Postgrados em Análisis e Intervención
Familiar, Psicología de la Salud, y Protección de Menores. Además de cursar su
doctorado, es terapeuta familiar del Centro Integrado de Apoyo Familiar de
Coimbra (CEIFAC) y del Centro de Prestación de Servicios a la Comunidad de la
FPCEUC.
Ambas aúnan el rigor metodológico de excelentes académicas, con la inquietud
investigadora, la experiencia clínica y una actitud vital abierta y flexible, que les
permite estar atentas a lo que ocurre tanto en su país como en el resto del
mundo, y participar en experiencias pioneras en el campo de La Terapia Familiar,
como La formación sistêmica on-line en lengua portuguesa, la primera que se
desarrolla en el mundo, impulsada por La Escuela Vasco-Navarra de Terapia
Familiar con La colaboración de La Escola de TF del Hospital de San Pablo de
Barcelona, y avalada por la Universidad de Coimbra.
Concluimos este Prefacio con una cita del texto, que en mi opinión resume
muy bien este interesante libro:
“Así concluyendo, en la Terapia Familiar la alianza con los adolescentes involuntarios empieza con el
pie izquierdo, pero el curso de la terapia le hace cambiar de pie...”.
Roberto PEREIRA
Bilbao, Abril de 2014
1 http://www.feap.es/guia-del-usuario.php
2 CAMPAGNE, D. (2014): “El terapeuta no nace, se hace”. Rev. De la Asoc. Esp. de Neuropsiq., 34 (121):
págs. 74-95.
3 FRANK, J. D. (1991): Persuasion and Healing: A Comparative Study of Psychotherapy. Baltimore.
John Hopkins.
4 LAMBERT, M. J. (1992): “Implications of outcome research for psychotherapy integration”. En
NORCROSS, J. y GOLDFRIED, M. (eds.), Handbook of psychotherapy integration (94-129), Nueva York, Basic
Books.
5 Esto no es exactamente así, ya que buena parte de los “efectos del contexto” pueden ser inducidos
por la psicoterapia: la ampliación de la red social, la mejora de las relaciones, etc.
6 FRIEDLANDER, M.; ESCUDERO, V. y HEATHERINGTON, L. (2009): La alianza terapéutica. Barcelona. Paidós.
13
http://www.feap.es/guia-del-usuario.php
Introducción
Pensando en la historia de la psicoterapia es fácil concluir que la mayoría de las
teorías y modelos terapéuticos, tanto en sus fundamentos conceptuales como en
sus prácticas, se basan en el presupuesto de que los clientes buscan ayuda
terapéutica de modo libre y voluntario, o por lo menos, dependiente del libre
arbitrio del sujeto. Bajo esa lógica, es también asumido que quien busca ayuda
psicológica es consciente de su sufrimiento, y que será ese, al final, el leitmotiv
de su búsqueda de ayuda. Este razonamiento globalizante olvida, muchas veces,
que en terapia se encuentran niños, sujetos incapaces de tomar esa decisión de
forma lúcida, familias o parejas donde no todos desean tal tipo de ayuda. En
verdad, algunos modelos [Modelo Transteórico de las Etapas de Cambio
(PROCHASKA, 1999), Entrevista Motivacional (MILLER y ROLLNICK, 2002), Terapia
Familiar Funcional (SEXTON y ALEXANDER, 2003), han desarrollado respuestas
particulares que plantean estas especificidades. Pero olvida, también, que muchas
veces los individuos (bien individualmente, o bien como grupo) son enviados a
terapia sin que les sea permitido tomar una decisión alternativa. A estos clientes
en la literatura y de forma genérica se les llama involuntarios.
Podemos entonces concluir que existe una incoherencia entre lo que en estas
situaciones se pide al terapeuta y las propuestas que le son ofrecidas por gran
parte de los modelos de intervención, las cuales fueron pensadas para responder
a peticiones de los adultos, responsables, cognitiva y emocionalmente capaces de
decidir y optar por ese tipo de ayuda y de relación (terapéutica, evidentemente).
Hay autores y modelos (por ejemplo la terapia centrada en el cliente) que
colocan esta cuestión de forma radical concluyendo que, en los casos en que
esas premisas no se dan, podrán ser utilizados enfoques educativos o directivos,
pero no psicoterapéuticos, por lo que, siguiendo en ese razonamiento, afirman
que el cliente involuntario no existe (PATTERSON, 1990). Obviamente no
compartimos esa opinión pero, como veremos posteriormente, este tipo de
posicionamiento abre, a pesar de todo, una vía de reflexión importante en la
temática de los clientes involuntarios, que se traduce, en la práctica clínica, en la
importancia de que el terapeuta co-construya con ellos una solicitud apropiada
de ayuda, lo que de inmediato nos transporta a la relevancia de la alianza
14
terapéutica y de la motivación de estos sujetos.
La asunción del principio de voluntariedad de la participación del cliente en
terapia entronca con otra premisa: la de que los individuos desean y buscan
libremente la asistencia de servicios sociales y humanos. También aquí, hay que
admitir que no siempre es así y que aquella es, frecuentemente, impuesta,
particularmente en los casos de “desvío” de la norma psicosocial vigente. No es
por tanto difícil de admitir que, en un número significativo de veces, los técnicos
de salud mental tienen delante de ellos individuos que no formularon una
solicitud de ayuda, sino que, por el contrario, han sido derivados por servicios o
instituciones públicas (tribunales, escuelas, servicios de protección de menores,
hospitales, entidades patronales) o personas significativas (profesores, médicos,
terapeutas). Para que la respuesta que se les ofrece sea adecuada es de interés
estudiar en concreto estas situaciones, tratando de entender lo que las une, pero
también lo que las diferencia de la situación opuesta, estoes, de los clientes
voluntarios, tanto en términos comprensivos como de adecuación de la respuesta
terapéutica.
Desde un punto de vista psicosocial y crítico, tal interés se ve reforzado en la
medida en que se establece actualmente un importante debate, que problematiza
el legitimado lugar de saber/poder del profesional de ayuda en la intervención
con esos sujetos, cuestionando la componente ético-política de las acciones
clínicas y psicológicas y exigiendo una reflexión sobre sus implicaciones más
amplias en una multiplicidad de sentidos sociales, políticos e históricos
(NASCIMENTO, MANZINI y BOCCO, 2006). El terapeuta (perito) es aquí entendido
como agente político o de control social, representando un “poder disciplinar” y
formando parte de un mecanismo ampliado de control y dominio social con vista
al mantenimiento del status quo (MORAES y NASCIMENTO, 2002). Ya en 1984,
CINGOLANI defendía que la intervención con clientes involuntarios es más un
proceso político, de sanción y control social, que un proceso terapéutico,
asumiendo la existencia de un conflicto de intereses entre el sujeto y el contexto
social. Si en un sentido más amplio este conflicto es muchas veces implícito,
otras veces se vuelve explícito cuando se considera la demanda concreta de la
institución que señala al cliente. La autora consideraba, sin embargo, que la
relación entre terapeutas y clientes es de una dimensión distinta, siendo
necesario que los primeros se “liberen” y no hagan frente al comportamiento
problemático como un acto político o social. Desde el punto de vista de las
terapias sistémicas post-modernas o de segunda orden (RELVAS, 2003), al hacerlo
el terapeuta no se transforma en un agente neutro, pero toma una decisión
consciente. La deconstrucción del papel del psicólogo como especialista objetivo
y apolítico (COIMBRA y NASCIMENTO, 2001) abre puertas al análisis crítico de las
prácticas psicológicas y de sus efectos en la producción de “verdades” respecto a
15
la intervención coercitiva, es decir, la intervención realizada por sentencia judicial
o por imposición de una tercera parte, además de terapeutas y clientes. Este
aspecto converge, de algún modo, con los dilemas éticos de estas
intervenciones.
Sea como sea, ROONEY (1992) afirma que, en estos casos, la resistencia en el
interior de la relación terapéutica es más la regla que la excepción y que los
“técnicos involuntarios” son, a veces, tan reacios a trabajar con clientes
involuntarios, como estos con ellos. TOHN y OSHLAG (1996), describen el proceso
como complejo y frustrante. También desde el punto de vista clínico parece
entonces pertinente reflexionar sobre estos pacientes, buscando clarificar de qué
forma son identificados y caracterizados por los terapeutas, así como entender si
la intervención a la que están sujetos es o no cualitativamente diferente de la
que se realiza con clientes voluntarios.
Hasta aquí se centró la problemática relacionada con la intervención terapéutica
con clientes involuntarios en general. Si nos centramos ahora en la familia que
llega a la terapia de forma no voluntaria, se confirma que los aspectos
anteriormente referidos se complican. Basta recordar lo referido al hecho de que,
al comienzo, no está claro el grado de implicación, de participación voluntaria y
motivacional, así como las demandas específicas, de cada uno de sus miembros.
Como ya es sabido, en ese sentido, en la mayor parte de los casos no hay
coincidencia, ni tan siquiera acuerdo o congruencia intrafamiliar. A parte de eso,
cuando trabajamos terapéuticamente con familias, tratamos con diferentes
niveles de desarrollo (jóvenes, niños, ancianos, etc.) y con diferentes niveles de
poder (relacionados, por ejemplo, con las funciones desempeñadas por cada
miembro dentro del sistema, o incluso con el género).
Por otro lado, muchas veces es a partir del comportamiento desviado de un
miembro de la familia (o más de uno, pero casi siempre claramente identificados)
que se hace la derivación que conduce a la imposición externa de la terapia. Es
esperable, entonces, que esta situación suscite a nivel intrafamiliar un contexto
de culpabilidad agravado en relación a ese miembro, asociado a coaliciones, lo
que mina la posibilidad de implicación en la terapia de la familia como un todo, o
bien que amplifica la dificultad de establecer objetivos familiares comunes para el
proceso. Finalmente, un estudio reciente muestra que estas familias rechazan la
intervención cuando la consideran innecesaria o ineficaz (ALARCÃO, 2005). Queda
por tanto clara la importancia clínica de estudiar las especificidades de la
intervención con familias involuntarias, pues los aspectos que acabamos de
señalar exigen, probablemente, respuestas diferenciadas de aquellas que los
modelos de terapia familiar fueron desarrollando para las terapias familiares
solicitadas de modo voluntario por uno (o más) de sus miembros. Finalmente,
pero no menos importante, es destacar que la investigación sobre terapia con
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clientes involuntarios y coercitivos es relativamente escasa (DE JONG y BERG,
2001), particularmente en el caso de las terapias familiares.
Cuando una familia es remitida a terapia, después de haber sido derivada por
una institución pública, significa que el contexto social la consideró incapaz de
cumplir sus tareas y funciones, tales como el desempeño del rol parental cuando
es enviada por un servicio de protección de menores. Así, hay una especie de
prolongación de la sanción y del control social, que la intervención coercitiva
contiene, tanto para un individuo como para todo el grupo familiar así como para
su capacidad de funcionamiento. Por lo tanto, la importancia social y política,
asociada a la problemática de los clientes involuntarios y a la que hicimos
referencia anteriormente, se mantiene con agudeza en los casos de las familias.
Fue esta triple fuente de interés (clínica, teórica y psicosocial) la que motivó la
aparición de este libro. Creemos que compartir nuestra experiencia de trabajo
clínico con clientes (familias) involuntarios, así como la investigación que
sistemáticamente, desde hace cuatro años, venimos realizando sobre las
vicisitudes de estos procesos terapéuticos —concretamente en lo que se refiere al
establecimiento de la alianza terapéutica (proceso) y a los resultados (eficacia)—
podría constituir un aporte para la imprescindible reflexión y discusión en la
temática.
Partiendo de estos presupuestos organizamos este libro en tres grandes
capítulos. El primero, titulado Clientes Involuntarios y terapia familiar:
complejidad conceptual y de intervención, se centra en la definición de clientes
involuntarios, particularmente en terapia familiar, destacando su complejidad.
Reflexionamos sobre este tema considerando cuatro aspectos específicos: 1) la
dificultad del establecimiento de una clara definición y reconocimiento de estos
clientes, tanto a nivel teórico como clínico y en investigación, lo que puede
permitir, en muchos casos, la condición de involuntario sea invisible o incluso
eludida ((In)Definición e invisibilidad); 2) intentando reflexionar un poco más
sobre esta dificultad, en particular a nivel práctico, intentamos percibir y aclarar
cuándo se vuelve legítimo hablar de familias involuntarias en terapia, sin olvidar
que nuestro cliente es un grupo de individuos (Los clientes: ¿familias
involuntarias?); 3) re lacionada con esta cuestión surge otra no menos
interesante e importante: en presencia de clientes involuntarios, hasta qué punto
no se vuelven los terapeutas también terapeutas involuntarios, es decir,
terapeutas “obligados” y presionados, no solamente porque tienen que
“aceptarlos” como clientes, sino también porque estas familias vienen, muy
probablemente, acompañadas de una demanda que les es externa, proveniente
de la institución “designadora”1, que puede también no tener mucho sentido
para el terapeuta, pero a la que tiene que considerar en el proceso que va a
17
iniciar (El terapeuta: ¿terapeutas involuntarios?). Así, ¿no será que lospropios
terapeutas quedan condicionados y persiguen, de modo “involuntario”,
determinados objetivos y vías terapéuticas? Ahora bien, desde nuestro punto de
vista, el posicionamiento epistemológico del terapeuta es fundamental en la
resolución o reencuadre de esta doble paradoja que, de algún modo, confronta la
propia definición de lo que es ser terapeuta. Es en esta secuencia que los dilemas
éticos que se le presentan al terapeuta merecen, para concluir esta sección, toda
nuestra atención (dilemas éticos); 4) a partir de aquí se vuelve imprescindible
descifrar las particularidades del establecimiento de una buena relación
terapéutica con estos clientes (la relación: la alianza terapéutica), así como el
papel que la articulación de factores motivacionales, de clientes y terapeutas
juega en este proceso con las condiciones y potencialidades de cambio y
obtención de resultados en terapia (motivación, cambio y resultados en la
terapia).
Si en el Capítulo primero abordamos, grosso modo, el planteamiento
epistemológico y conceptual, ético y psicosocial de la terapia, y de la terapia
familiar en particular, con clientes involuntarios, en el segundo, titulado Clientes
Involuntarios en terapia familiar: proceso y alianza terapéutica, nos centramos de
una forma mucho más concreta en lo que sucede (o puede suceder) en la
práctica clínica: el qué hacer, cómo hacerlo y cómo meta-reflexionar sobre lo que
se hace. En este capítulo nos apoyamos de forma muy explícita en los resultados
de nuestra investigación. Lo dividimos en dos secciones: 1) en la primera,
presentamos críticamente los modelos de intervención que los terapeutas tienen
a su disposición para conducir la terapia (Objetivos y modelos de intervención);
2) si a lo largo del proceso terapéutico el terapeuta procura utilizar
adecuadamente las técnicas y posicionamientos inherentes a los modelos que lo
orientan en la intervención y que fueron referidos anteriormente, si pretende
conocer y ajustarse a las características específicas de los clientes, no podemos
dejar de destacar, como nos indican las teorías y los estudios sobre los factores
comunes en terapia (NORCROSS, 2010; SPRENKLE, DAVIS y LEBOW, 2009), que la
relación terapéutica es la gran responsable del cambio que se pretende alcanzar.
En este contexto, creemos poder afirmar que el establecimiento de la alianza
terapéutica es uno de los factores determinantes en la definición de esa relación.
La evidencia de la que disponemos muestra que, en psicoterapia en general, la
alianza no solo predice los resultados terapéuticos, sino que también eso se
constata después en las primeras sesiones (HORVATH y BEDI, 2002; HORVATH, DEL
RE, FLÜCKIGER y SYMONDS, 2011). En el caso de clientes (y, eventualmente, de
terapeutas) involuntarios, donde supuestamente el establecimiento y el desarrollo
de la alianza terapéutica no fluye “naturalmente” a partir de un encuentro
voluntario entre las dos partes, su estudio y análisis adquiere una mayor
18
importancia (La alianza terapéutica “forzada”). En este aspecto, nos centraremos
en nuestra investigación y en los datos de los que disponemos sobre la evolución
de la alianza a lo largo del proceso terapéutico (de la 1ª a la 4ª sesión),
analizando tanto los aportes de los clientes como de los terapeutas (SOTERO,
CUNHA, SILVA, ESCUDERO y RELVAS, en prensa; SOTERO, MAJOR, ESCUDERO y RELVAS,
en prensa). Es en base a estas conclusiones que presentamos algunas
propuestas de estrategias que pueden ser utilizadas en la relación familia-cliente
involuntario, con el objetivo de amplificar la fuerza de la alianza terapéutica
(características y desarrollo; aportes del terapeuta y estrategias de construcción
de la alianza). Concluimos este apartado con una reflexión sobre el fenómeno de
la ruptura de la alianza, entendido como el deterioro de la calidad de las
relaciones que puede ocurrir en un continuum que va desde la aparición de las
tensiones mínimas, de las cuales terapeuta y cliente difícilmente se dan cuenta,
hasta considerables interrupciones en la colaboración y comunicación entre
terapeuta y cliente que, en último caso, pueden conducir al abandono de la
terapia. En terapia familiar es descrita, en este sentido, una situación específica:
la alianza escindida (MUÑIZ DE LA PEÑA, FRIEDLANDER y ESCUDERO, 2009) que tiene
lugar cuando los miembros de la familia tienen percepciones muy discordantes
sobre la relación emocional establecida con el terapeuta. Se trata, por lo tanto,
de diferencias en las relaciones individuales establecidas entre los diversos
miembros de la familia y el terapeuta. Buscamos, en esta sección, ejemplificar
estas situaciones a través de la presentación de dos estudios cualitativos, señalar
cuáles son sus implicaciones en la terapia y tener una perspectiva de los modos
de sobrellevarlas, contribuyendo así a la evolución del proceso (rupturas y
reparación de la alianza).
Finalmente, el Capítulo III, titulado Situaciones particulares, está dedicado a
algunas situaciones que exigen abordajes específicos del terapeuta, ya sea
técnica o conceptualmente, concretamente en términos del establecimiento de la
relación y alianza terapéuticas. Fue dividido en dos apartados: 1) el primero se
centra en el área de las familias con adolescentes. Se sabe que la presencia de
adolescentes en terapia familiar requiere siempre, atendiendo a la etapa de
desarrollo en la que se encuentran, una atención particular por parte del
terapeuta. En un momento de lucha por la diferenciación y la autonomía con
respecto al grupo familiar, no es raro que sean definidos por los propios
terapeutas como “poco colaborativos” y “resistentes”. En un espacio compartido
(y de intercambio), este aspecto obliga a una atención especial en el
establecimiento de la alianza, que se expresa, a veces, en estrategias específicas
de negociación y respeto por los diferentes subsistemas presentes en la sesión.
Sin embargo, en el caso de las familias involuntarias, particularmente cuando el
elemento que está en el origen de la designación es el adolescente, es de esperar
19
la amplificación de estas particularidades (El caso de las familias con
adolescentes); 2) otra particularidad que merece un estudio específico en este
capítulo se refiere al trabajo con clientes obligados a acudir a terapia. Tal y como
esperamos haber esclarecido en el Capítulo primero, los clientes involuntarios no
pueden ser entendidos de modo lineal y mucho menos como un grupo
homogéneo. Efectivamente, en el grupo de los llamados clientes “involuntarios”
hay diversos grados de involuntariedad y diferentes posibilidades de optar por
respuestas alternativas frente a la designación. En el caso específico de los
clientes obligados a acudir a terapia, el terapeuta se encuentra ante familias que
son derivadas a terapia por instituciones públicas, a través de mandatos con
fundamento jurídico-legal y, en la mayor parte de las ocasiones, con objetivos de
cambio definidos desde el comienzo por esas mismas instancias. Aquí, la presión
y el control social alcanzan su nivel más riguroso, pues clientes y terapeutas se
encuentran triangulados en varios aspectos con respecto a la entidad derivante,
desde el sentido del cambio que tienen que aceptar, hasta las informaciones que
les deben proporcionar (KIRACOFE y WELLS, 2007). Identificar algunas estrategias
para regular y gestionar la comunicación en esta relación triangular, sin modificar
las características o impedir el establecimiento de la relación terapéutica y el
desarrollo del respectivo proceso, es uno de los objetivos de este apartado (El
caso de las familias obligadas a acudir a terapia).
Escribimos este libro pensando en los terapeutas que trabajan en centros de
apoyo psicosocial donde son frecuentemente enviadas familias-clientes
involuntarios. En ese sentido, procuramos ejemplificar las ideas en él contenidas
con algunos casos clínicos e implicaciones directamente relacionadas con la
intervención. Pero creemos que también podrá ser útil para públicos diversos
como otros técnicos dela salud mental o investigadores de la temática. Por eso,
procuramos fundamentar nuestras propuestas a través de los resultados de los
estudios que hemos venido realizando, pues desde nuestro punto de vista la
conexión investigación-práctica clínica es algo de lo cual ninguno de los públicos
puede prescindir. Intentamos hacerlo a través de una escritura simple y
clarificadora de nuestras ideas, que siendo rigurosa sacrifica, algunas veces, el
lenguaje técnico hermético para quien es ajeno a nuestra área. Finalmente, no
olvidamos que este libro forma parte de una colección ibero-americana, por lo
que lo entendemos como una oportunidad de establecer nuevos contactos con
compañeros de otras latitudes, pero con una base cultural común que propicia el
intercambio de ideas y entendimiento así como la aplicabilidad de los avances
científicos y clínicos oriundos de ambos lados.
Queremos agradecer a aquellos que consideramos coautores de este libro: a
todos los compañeros terapeutas familiares con los cuales compartimos
20
experiencias, aprendizajes y que en algunos casos son terapeutas o coterapeutas
de los ejemplos clínicos que presentamos; a todos los alumnos en supervisión de
la Sociedad Portuguesa de Terapia Familiar que trabajaron especialmente con una
de las autoras y que en gran medida le permitieron, en la práctica, despertar en
lo que se refiere a la importancia de los clientes involuntarios en terapia familiar;
a los estudiantes finalistas del Master Integrado en Psicología, área de Sistémica,
Salud y Familia que eligieron estos temas como objeto de investigación de sus
tesis; a todas las familias con las que a lo largo de los años nos fuimos cruzando
en contextos terapéuticos o de investigación. Muchos otros nos ayudaron (por
ejemplo, compañeros de metodología y análisis de datos, anónimos que
criticaron nuestros trabajos en congresos, revisores científicos de publicaciones) y
merecen ser mencionados aquí aunque sea de forma general.
Un reconocimiento especialísimo para las “meninas” del auto-denominado
Grupo de Investigación y Evaluación Familiar (GAIF), en el cual nos incluimos,
por ser un equipo en todos los momentos y proyectos; particularmente
agradecemos a Alda que nos ayudó a hacer la revisión portuguesa del
manuscrito. A nuestros amigos que hicieran la revisión técnica de la traducción
en lengua española, Roberto Pereira y Belén López Macias, no tenemos palabras
para expresar nuestra gratitud.
Gracias a la Editorial Morata, por confiar en nuestro trabajo.
En este agradecimiento van dos palabras especiales: una para Roberto Pereira
que nos lanzó el desafío de construir este libro y que nos hace el honor de
escribir el prefacio, y otra para Juan Luis Linares protagonista de la creación de
redes de terapia familiar, en Europa y en el mundo ibero-americano, de los cuales
nos sentimos parte con satisfacción y orgullo.
Nos falta desear que este libro pueda ser una lectura útil, especialmente para
quienes no esperamos tener como lectores, es decir, para las familias
involuntarias en terapia. ¿Por qué? Porque deseamos que su lectura pueda,
fundamentalmente, inspirar nuevas preguntas con respecto a la realidad
designada como intervención “coercitiva”, tantas veces poco reconocida como tal,
tanto en términos conceptuales como clínicos.
1 Mantenemos en este caso el nombre de “entidad designadora”, aunque en general la hemos
traducido como “derivante”, para resaltar la idea de que la entidad que deriva los casos es también la que
“designa” al “paciente identificado o problemática” y/o a la familia como incapaz o ineficaz. (N. del T.)
21
CAPÍTULO PRIMERO
Clientes involuntarios y terapia familiar:
Complejidad conceptual y de intervención
Como afirmamos anteriormente, la definición y, en la práctica clínica, la
identificación de estos clientes se vuelve compleja y muy poco ajustada a
raciocinios lineales o conclusiones apresuradas. En terapia familiar esa
complejidad aumenta, tal y como hicimos referencia en la introducción,
solamente por el hecho de que el terapeuta tenga en frente a un grupo-familia,
que aparece en la terapia como tal; esto implica que a veces, en una misma
familia, unos miembros deseen hacer terapia, otros la toleren y otros, incluso, no
quieran de ningún modo participar en el proceso. No debemos olvidar que la
familia es un grupo con vida y una historia común previa a la existencia de la
terapia, lo que diferencia radicalmente la terapia familiar de otras terapias de
grupo o conjuntas. Es por tanto, de gran relevancia, abordar esta cuestión en
estos dos niveles de análisis: primero, la definición de clientes involuntarios, en
general, y después especificar cómo podemos o debemos entender esa definición
en la aplicación a la terapia familiar. A continuación se formula la cuestión obvia
que no podemos dejar de preguntarnos: los terapeutas que trabajan con estos
casos, ¿presentan también algunas especificidades? Finalmente, reflexionaremos
sobre la interacción entre los dos protagonistas del proceso, clientes y
terapeutas, sobre lo que sabemos y lo que pensamos acerca de la relación que
se establece entre ellos.
1.1. (In)Definición e Invisibilidad
Este subtítulo no pretende expresar, solamente, una mera lógica retórica o
filosófica. Cuando escribimos (in)definición queremos realmente decir que en el
dominio de la definición de los clientes involuntarios existe una enorme
indefinición, acompañada de una diversidad terminológica que, en determinadas
situaciones, se asocia a una clara invisibilidad y no reconocimiento explícito de
los mismos.
Veamos cómo el término “involuntario” tiene diversos significados para
22
diferentes autores, lo que hace que la identificación de estos clientes dependa del
punto de vista del técnico frente a la cuestión. THIBAUT y KELLEY (1959) definieron
la relación no voluntaria atribuyéndole uno o más de los siguientes elementos:
primero, la relación no es voluntaria si la persona se siente forzada a permanecer
en ella debido a la coacción psicológica o legal, inexistiendo alternativas válidas
y/o atractivas; segundo, el sujeto escoge permanecer en la relación no voluntaria
porque el coste de dejar la relación es considerado demasiado alto; tercero, la
persona cree que está en desventaja en esa relación porque admite que dispone
de mejores alternativas. CINGOLANI (1984) consideró clientes involuntarios a
aquéllos que tienen que tratar con el profesional de ayuda porque se
comportaron de forma considerada indeseable o problemática para la sociedad,
sugiriendo que los términos y conceptos derivados de los modelos terapéuticos
de la práctica voluntaria no deben ser aplicados en estos casos. Dado que la
primera razón para el contacto es por una designación, o al menos se deriva de
la identificación de un problema por parte de alguien al cual no le es propio, la
autora asume que existe un conflicto o desacuerdo fundamental entre técnico y
cliente acerca de cuál es el problema, lo que hace inviable que la interacción
entre ellos sea terapéutica (CINGOLANI, 1984).
Cualquiera de estas definiciones puede estar sujeta a las críticas de
aplicabilidad que surjan, en un primer análisis, de la práctica clínica. Así, en lo
que se refiere a la definición de THIBAUT y KELLEY (1959), para el terapeuta es
difícil concluir cuáles son los criterios que deben estar presentes para asumir que
lo que tiene delante de sí es un cliente involuntario y, si acepta que basta una de
las condiciones para que eso suceda, evidentemente la postura terapéutica
tendrá que ser diferente conforme a la condición (o condiciones) aplicables al
caso. En cuanto a la definición de CINGOLANI (1984), incluso aceptando que en la
base del envío a terapia haya siempre un desvío de la norma social, no será
forzoso que de ahí surja un “desacuerdo fundamental” entre cliente y terapeuta
en lo que respecta a la definición del problema que haga inviable la relación
terapéutica. Por ejemplo, la construcción conjunta por cliente y terapeuta de una
solicitud que tenga sentido para ambos y searesultante del replanteamiento del
motivo presentado por la institución o entidad designadora, puede permitir, y
permite muchas veces, vencer esta dificultad. Así, a nuestro entender, la
condición primera para la definición de la involuntariedad del cliente es la
presencia en terapia por imposición explícita o implícita de terceros, con mayor o
menor poder coactivo sobre el sujeto, que se asocia a su deseo de no
participación e implicación en el proceso. Las otras condiciones referidas en las
definiciones anteriores podrán, o no, coexistir con la anterior. Por otro lado, es
bueno destacar, desde ya, que los datos de la clínica nos muestran que la
condición del cliente involuntario, por lo menos de acuerdo con el criterio de la
23
voluntad del cliente, no es estática a lo largo de todo el proceso terapéutico: se
transforma y sufre oscilaciones, es decir, en determinados momentos el cliente no
se quiere involucrar, en otros desea y quiere ayuda terapéutica… ¡Y la percibe
como útil! Este criterio de la percepción de utilidad de la terapia, a pesar de no
ser considerado, globalmente y desde el comienzo, un factor de diferenciación
entre clientes voluntarios e involuntarios, se vuelve muy importante en la clínica,
concretamente en lo que se refiere al establecimiento de la relación terapéutica y
a la evolución y resultados del proceso. Algunas evidencias confirman este dato
de la clínica (ALARCÃO, 2005). Contribuye así, de forma decisiva, a la dinámica
que antes referíamos, es decir, al hecho de que las transacciones involuntarias no
son estáticas, cambian a lo largo del tiempo y son influenciadas por percepciones
subjetivas, como por ejemplo la utilidad de la terapia, lo que vuelve aún más
difícil identificar a los clientes involuntarios atendiendo apenas al estatuto legal o
referencia externa. En este sentido, el estado inicial del cliente puede cambiar
conforme a la percepción que tiene de los servicios (deseables o indeseables)
(CHUI y HO, 2006). Volveremos a estos aspectos, (in)voluntariedad y percepción
de la utilidad de la terapia más tarde, cuando abordemos el tema de la familia-
cliente involuntaria.
Pero las dificultades en la clarificación de estos conceptos y aspectos no se
quedan aquí, una vez que el grupo de clientes involuntarios no se puede
considerar homogéneo, como se puede deducir, desde el comienzo, a partir de la
definición de THIBAUT y KELLEY (1959) y de las condiciones contenidas en la
misma. De acuerdo con ROONEY (1992), los clientes involuntarios pueden ser
subdivididos en dos categorías, atendiendo a la fuente de presión
experimentada: clientes “obligados” y clientes “no voluntarios”. Los “obligados”
son individuos que van al encuentro del terapeuta por causa de un mandato
legal u orden judicial. Quien trabaja en contextos públicos con clientes obligados
es a menudo consciente de la naturaleza involuntaria de estos contactos, una vez
que el mandato legal describe las responsabilidades del técnico y,
frecuentemente, especifica los derechos del cliente. Los “no voluntarios” recurren
a la intervención psicológica o psicosocial debido a presiones de entidades, de
otras personas y/o de eventos exteriores, como por ejemplo, escuelas o
entidades empleadoras, otros significativos, como los padres o el cónyuge, o
movimientos o proyectos preventivos de la comunidad. Es en este contexto
específico que se habla de la invisibilidad de algunos clientes involuntarios.
Efectivamente, son muchas veces considerados “involuntarios invisibles”, una vez
que las restricciones que enfrentan no son judiciales y, con frecuencia, son
encarados por quien los atiende como voluntarios reacios o resistentes. Sin
embargo, según este autor, tanto los clientes obligados como los no voluntarios
deben ser caracterizados como involuntarios, y en ambas situaciones pueden
24
presentarse, o ser vistos, como resistentes en relación al proceso terapéutico.
Esta distinción es también considerada por IVANOF, BLYTHE y TRIPODI (1994). Pero
nótese que también ésta no es consensual entre los autores, ya que, por
ejemplo, en la definición propuesta por TOHN y OSHLAG (1996), “obligados” se
refiere, simplemente, al cliente que fue enviado o traído por alguien a la terapia.
Esta definición incluye, de este modo, individuos designados por las más diversas
fuentes, desde tribunales hasta otros significativos, no habiendo, por tanto, una
distinción entre clientes obligados y no voluntarios. Desde nuestro punto de vista
esta distinción tiene mucho sentido, una vez que implica procedimientos técnicos
y posturas diversas por parte del terapeuta, concretamente en lo que se refiere a
la regulación de la relación con la entidad derivante. En el Capítulo III
aludiremos, específicamente, a esos procedimientos.
En una perspectiva bastante diferente, una vez que en este análisis se incluyen
todos los sujetos que llegan a terapia, independientemente de la designación y
del estado de voluntario o involuntario, la Terapia Centrada en Soluciones (BERG
y MILLER, 1992; DE JONG y BERG, 2001; DE SHAZER, 1984, 1988), considera la
existencia de tres tipos de personas en terapia. Para establecer esa diferencia los
autores utilizan criterios relacionados con la forma en la que el sujeto encara el
problema que lo conduce a terapia, así como el papel que desempeña en su
manutención y resolución y en la negociación y definición conjunta de los
objetivos terapéuticos con el terapeuta. Esta identificación, que debe ser hecha
en el inicio de la terapia, considera individuos: 1) visitantes, que no reconocen el
problema que se debe trabajar y no están disponibles para negociar los objetivos
terapéuticos; en muchos casos creen que otros se equivocan con respecto a
ellos, que no existe ningún problema; 2) quejicas, clientes y terapeutas están de
acuerdo en cuanto a la naturaleza del problema, pero los primeros no se
reconocen a sí mismos como parte de la solución; hasta pueden estar altamente
motivados para resolver el problema, pero creen que otros, como familiares,
profesionales de ayuda o los que se quejan de él, tienen que cambiar para que la
situación mejore; y 3) clientes, individuos que están motivados y tienen objetivos
personales, marcando una relación en la que terapeuta y cliente definen en
conjunto el problema y negocian los objetivos terapéuticos —el sujeto reconoce
su implicación en el problema y coopera en la planificación de lo que fuera
necesario para alterar la situación. Los clientes involuntarios se sitúan, al
comienzo de la terapia, predominantemente en la primera categoría, esto es,
pueden ser considerados visitantes, aunque también se sitúen con frecuencia en
la segunda, quejicas, pero muy poco en la tercera. También se puede inferir que
a lo largo del proceso terapéutico el cliente puede transitar por las diferentes
categorías, frecuentemente en el sentido evolutivo de la primera y segunda para
la tercera, aunque la transición en el sentido inverso también pueda ocurrir en
25
función de las vicisitudes del proceso terapéutico o incluso de factores
contextuales que le son externos.
FRIEDLANDER, ESCUDERO y HEATHERINGTON (2006) proponen un cuarto tipo de
relación, “relación rehén”, muchas veces común en los casos obligados. Aquí, el
cliente no solamente no reconoce el problema, sino que ve la terapia como
injusta. Consecuentemente, se vuelve hostil o se siente resentido con el
terapeuta.
Independientemente de estas últimas acepciones, basadas en el conjunto de
definiciones de cliente involuntario anteriormente citadas, en las cuales se cruzan
expresiones como involuntario, obligado o no voluntario, nos damos cuenta de
que el empleo de estos conceptos no es lineal. Este dato, por un lado, parece no
facilitar la intervención terapéutica ni la investigación con clientes involuntarios y,
por otro, refleja la complejidad de la realidad que se describe. Emergen, por
tanto, diversos criterios para la identificación de los clientes involuntarios: existe
acuerdo en su identificación cuando hay un mandato legal, pero los restantes“involuntarios” no son, muchas veces, considerados como tal.
Basándose en esta discusión, a pesar de la complejidad inherente al tema,
parecen existir dos criterios fundamentales en la identificación de los clientes
involuntarios: por un lado, la cuestión de la remisión y, por otro, la cuestión de la
voluntad del cliente. El criterio de la remisión hace alusión a quién hace la
demanda: el propio cliente, el tribunal, la escuela, los servicios de protección de
menores o la familia, dando los autores importancia a la distinción de estas
fuentes (DE JONG y BERG, 2001; FRIEDLANDER y cols., 2006; IVANOFF y cols., 1994;
ROONEY, 1992; TOHN y OSHLAG, 1996). El criterio de la voluntad representa las
percepciones, objetivas y subjetivas, de los propios clientes con respecto a la
solicitud, de los objetivos de la intervención, de las posibilidades de elección y de
su grado de poder en el proceso (OSBORN, 1999; ROONEY, 1992; THIBAUT y KELLEY,
1959).
1.2. Los Clientes: ¿Familias involuntarias?
Digamos, entonces, que los sujetos en terapia pueden ser distribuidos en un
continuum con dos extremos: clientes voluntarios y clientes involuntarios
(IVANOFF y cols., 1994). La primera (clientes voluntarios) hace alusión a todos
aquéllos que creen en el valor y eficacia de las intervenciones psicológicas y que
activamente buscaron ayuda para la resolución de sus problemas y concreción de
objetivos personales. En el extremo opuesto (clientes involuntarios), se
encuentran aquéllos que fueron legalmente obligados para recibir tales servicios y
que, aunque los utilicen, no los buscaron activamente.
Cuando pensamos en una familia en terapia y nos ponemos en el lugar de los
26
voluntarios en este continuum es fácil imaginar, primero, que la búsqueda activa
de ayuda fue, probablemente, asumida por uno o varios de sus integrantes, pero
no por todos. Este aspecto lleva a que en nuestro servicio de terapia1, en todos
los casos, se pregunte en la ficha de solicitud de consulta primero sobre el grado
de acuerdo y conocimiento de los miembros de la familia sobre la solicitud;
segundo, que la motivación hacia la terapia y la creencia en su valor y eficacia es
diferente de individuo a individuo; y, tercero, que podrá siempre haber uno o
más miembros que estén en terapia bajo algún tipo de presión. Para el caso
contrario, el de los involuntarios, con excepción del primer aspecto podemos
pensar casi automáticamente que si la búsqueda activa de ayuda es externa a la
familia, la motivación para terapia continúa siendo diferente de individuo a
individuo y, finalmente, siempre podrá haber algún integrante que se encuentre
en terapia sin ningún sentimiento de presión. De este modo, podemos concluir
que las familias, tanto voluntarias como involuntarias, se distribuyen en este
continuum pero que en muy escasas ocasiones se sitúan exactamente, como
grupo, en alguno de los dos extremos. Además de esto, como ya hemos dicho
anteriormente, el deseo y sentimiento de utilidad de la terapia es dinámico, por
lo que a lo largo del tiempo en el proceso terapéutico sus posicionamientos van
variando. A propósito de esta afirmación nos viene a la memoria una familia que
llegó a terapia designada por los servicios de protección de menores, debido a
los comportamientos de la hija adolescente (absentismo escolar, consumo de
sustancias psicoactivas, desobediencia), y que, a pesar de esa remisión, sus
integrantes manifestaban necesitar ayuda ya que no se sentían capaces de
enfrentarse solos con el problema. Tras haber faltado la familia a dos sesiones
consecutivas, acabó apareciendo en el servicio, según la versión de la madre por
haber sido presionados por la técnica del servicio de protección de menores. La
familia se presentó en la sesión de forma muy distinta, estaban enfadados, nada
colaborativos, y aún hoy nos acordamos de sus palabras: “¡Veníamos aquí
porque queríamos, ahora que estamos obligados la terapia dejó de tener sentido
para nosotros!” La situación inversa también sucede. Una madre de 25 años con
cuatro hijos menores llega a terapia muy confusa enviada por el tribunal. La
necesidad de acompañar el proceso de reintegración de los menores en la
familia, después de haber estado institucionalizados, el desempleo de la madre y
el reciente divorcio del matrimonio tras una denuncia de la progenitora por
violencia de género eran algunas de las razones que preocupaban al tribunal y
fundamentaban la solicitud de acompañamiento terapéutico a la familia. Durante
las dos primeras sesiones fue necesario trabajar en el sentido de ayudar a la
familia a formular ella misma una solicitud de ayuda. Según la madre, el
acompañamiento psiquiátrico individual que tenía desde hacía casi tres años era
suficiente para sentirse acompañada y, también por eso, no entendía el porqué
27
de la insistencia del tribunal para asistir ahora a una terapia familiar. La
clarificación de lo que podría ser trabajado durante el proceso con la familia, el
esclarecimiento acerca de las diferencias entre las dos modalidades terapéuticas y
el espacio dado a los menores para que también pudiesen compartir sus
preocupaciones tal vez hayan sido algunos de los aspectos que ayudaron a esta
madre a cambiar de opinión sobre el valor y la utilidad de una terapia con la
familia.
En síntesis, parece ser legítimo afirmar que la identificación rígida de las
familias como voluntarias o involuntarias no tiene mucho sentido, aunque
podamos hablar de familias más o menos involuntarias, teniendo el terapeuta, en
cualquier caso, que prestar mucha atención a la construcción de una solicitud
común que pueda ser transformada en objetivos compartidos por los miembros
de la familia y también por él mismo. De este modo, no se pretende
minusvalorar la distinción, pero sí llamar la atención sobre su complejidad y
sobre los puntos en común de estos dos tipos de clientes, concretamente en el
caso de la terapia familiar. Parece, entonces, que el conocimiento de la forma de
envío a terapia es crucial para una gestión adecuada del proceso y para su
eficacia en el caso de los involuntarios, pues, la implicación de otros, la mayor
parte de las veces con una demanda específica diferente a la de la familia
(aspecto en que nos parece hay la mayor similitud entre terapia individual y
terapia conjunta/familiar de involuntarios), no puede ser infravalorado. Todo
esto, asociado a la marca de la sanción social de la incompetencia o
disfuncionalidad, más o menos generalizada y aprisionadora pero siempre
presente en las familias involuntarias, implica la necesidad de un estudio
pormenorizado de estas familias en terapia. Por eso volveremos al asunto de un
modo más técnico en el Capítulo III cuando hablemos de los clientes obligados
en concreto.
Sin embargo, hay que señalar que si esta lógica de flexibilidad y atención
especial a la relación todo-parte del sistema familiar, o sea, individuo-grupo, es
aceptable en terapia aunque con diferentes grados de dificultad, en el caso de la
investigación sobre familias involuntarias, en que una distinción clara es
absolutamente necesaria, no podremos decir lo mismo, siendo necesario
encontrar criterios que articulando la derivación y el deseo del cliente/familia
distingan los dos tipos. Sobre este aspecto volveremos a hablar más adelante,
concretamente cuando se aborde la temática de la alianza terapéutica en el
Capítulo II.
Finalmente es importante decir que, por una cuestión de facilidad discursiva, a
lo largo de todo el libro (a excepción del Capítulo III), utilizamos
indiferentemente las expresiones clientes involuntarios, clientes/familias
involuntarias, familias involuntarias, para referirnos a esta categoría de familias
28
en terapia, lo que no implica que olvidemos toda la complejidad inherente a su
definición y, en consecuencia a la terminología a la que se refiere.
1.3. El Terapeuta: ¿Terapeutas involuntarios?
La forma en la que los profesionales de ayuda, concretamente los terapeutas,
entienden estos casos se convierte en uno de los grandes desafíos de la
intervención.En la bibliografía encontramos, con frecuencia, la asociación entre
clientes involuntarios y características del proceso, tales como resistencia, rechazo
o ambivalencia. Segundo DE JONG y BERG (2001), si pedimos a los terapeutas que
indiquen palabras relacionadas con clientes obligados surgirán expresiones como
resistentes, difíciles, no cooperantes, negativos u hostiles. De este modo, los
términos involuntario y resistente son usados en muchas ocasiones
indiscriminadamente, por lo que hay una necesidad imperiosa de distinguir los
dos conceptos: involuntario hace referencia al estatus del cliente; resistente se
refiere a los comportamientos o características que impiden o dificultan el
proceso terapéutico (CHUI y HO, 2006). Pero también aquí las opiniones se
dividen: un conjunto de autores designa la “resistencia” como una de las
mayores dificultades en la intervención con clientes involuntarios (CINGOLANI,
1984; RIORDAN y MARTIN, 1993; RITCHIE, 1986; ROONEY, 1992), contraponiéndose
esta posición a aquélla recibida por quien define la resistencia como un “desafío”
que hace referencia a la colaboración de los clientes (DE SHAZER, 1984; MILLER,
2003; MILLER y ROLLNICK, 2002; OSBORN, 1999). Este último grupo de autores,
con una perspectiva post-moderna o de segundo orden, enfatiza la noción de
colaboración, proponiendo a los terapeutas una posición de (co)construcción
colaborativa. Defienden que la resistencia representa, con frecuencia, un
desacuerdo entre terapeuta y cliente en oposición a los objetivos terapéuticos
(MILLER y ROLLNICK, 2002). En el caso de los involuntarios, dada la intervención
de una tercera parte, como vimos, el desacuerdo es incluso más frecuente.
ROSENBERG (2000) afirma que los terapeutas deben resistir la tentación de
escandalizarse cuando los clientes involuntarios no quieren participar en la
terapia, aunque muchas veces sea desalentador tratar con quien no identifica
problemas, no quiere soluciones y está un poco “cansado” de múltiples contactos
forzados con técnicos. Alerta el hecho de que las fuentes a las que nos
referimos, así como los terapeutas, descalifican muchas veces a los clientes
obligados, comportándose como si supiesen mejor que ellos lo que necesitan, lo
cual provoca que éstos no se involucren en la relación de ayuda de modo
productivo, sino más bien como adversarios en un proceso jerárquico —“cuando
las personas con poder saben lo que la familia necesita hacer, la voz de la familia
con frecuencia no es escuchada” (ROSENBERG, 2000, pág. 94).
29
Completando la idea anterior, MILLER (2003) define resistencia como la
existencia de problemas en la interacción terapeuta–cliente, entendiéndola como
algo que ocurre en ambos lados de la transacción, pudiendo el terapeuta ser tan
resistente como el cliente. O tan involuntario como el cliente… diríamos que el
terapeuta tampoco tiene posibilidad de “no escoger” o “no aceptar” al cliente.
Esta conceptualización ofrece un replanteamiento relacional, recursivo y circular,
evitando discursos que culpabilicen a los clientes y permitiendo que la resistencia
sea comprendida como algo que puede ser mutuamente reforzada por los dos
protagonistas de la relación terapéutica.
En nuestra conceptualización y postura clínica nos inclinamos por este segundo
posicionamiento, estamos de acuerdo con AUSLOOS (2003) cuando afirma que no
hay clientes resistentes pero sí terapeutas impacientes. En una postura sistémica,
hay que comprender una relación y no las características de cada uno de sus
protagonistas aisladamente. La eventual involuntariedad de los terapeutas,
traducida también en “resistencia” en el proceso terapéutico, se relaciona con
aspectos como: focalización en las características de los clientes y no en la
relación; descripciones que subrayan la incompetencia, el débil insight e
incapacidad de cambio de los clientes, permitiendo a los profesionales evitar el
enfrentamiento con sus propias limitaciones o con las de las instituciones que
representan; ignorancia de las circunstancias involuntarias del encuentro;
minimización del desequilibrio de poder en la relación y no reconocimiento del
conflicto entre necesidades individuales, familiares y necesidades sociales
(AUSLOOS, 2003; CHUI y HO, 2006).
De la discusión presentada se concluye que el posicionamiento epistemológico
de los terapeutas, concretamente con respecto a la cuestión de la resistencia,
determina tanto la forma en que perciben a los clientes involuntarios, como la
forma de cómo van a intervenir. En primer lugar, encontramos autores que se
centran en la resistencia de los clientes y que, eventualmente, podrán intervenir
con estrategias más confrontativas y, en segundo lugar, autores que centran el
enfoque en el terapeuta y/o en la interacción terapeuta-cliente, realzando la co-
construcción de la cooperación a través de enfoques más colaborativos. De este
modo, también aquí puede ser considerado un continuum por el cual se
distribuyen los terapeutas y en cuyo extremo encontramos a los terapeutas-
peritos/confrontadores y en el otro a los terapeutas-colaborativos, siendo
esperable, que a semejanza de lo que sucede con las familias, cada terapeuta
pueda transitar por diversas posiciones en función del caso y, acumulativamente,
de la fase del proceso terapéutico.
1.3.1. Dilemas éticos
30
En todo lo que anteriormente hemos dicho, quedó siempre implícita la noción
de que estos clientes ponen al terapeuta ante importantes dilemas éticos. No
obstante, creemos que este aspecto deberá ser entendido de forma inversa, es
decir, cuáles son las cuestiones éticas que, ante los clientes involuntarios, tiene
sentido que se plantee el terapeuta. O’HARE (1996) se refiere a ellas del siguiente
modo: “los dilemas éticos inherentes al trabajo con clientes involuntarios y
obligados incendian la profesión como un volcán incandescente” (pág. 421).
KIRACOFE y WELLS (2007) de un modo más específico, afirman que en terapia o
asesoramiento obligado (y añadiríamos, o con clientes involuntarios en general)
emergen, por lo menos, cuatro cuestiones profesionales y éticas. La primera, es
definir cuáles son los intereses del proceso terapéutico. La mayoría de los
terapeutas afirmarán que trabajan por el interés de los clientes. La divergencia
aparece cuando tienen que decidir quién es el cliente y cuál es el mayor interés.
De hecho, a pesar del argumento anterior, si el sujeto entiende el proceso
terapéutico como una extensión de una acción judicial o una sanción social,
fácilmente se transforma en un castigo. Cuando creen que nada han hecho para
merecer el “castigo” de la terapia, los dilemas éticos en la intervención son
todavía más complicados (GRIFFIN y HONEA-BOLES, 2001). Sin la aceptación de la
necesidad de la terapia, con vista a un cambio de comportamiento por parte del
individuo, el proceso terapéutico se convierte en una actividad al servicio de la
institución o entidad designadora y, consecuentemente, la institución, y no el
sujeto, se convierten en el cliente. Uno de los casos en los que sentimos
particularmente este dilema fue el de una familia, una madre y dos hijos,
acompañados en el servicio por causa de una solicitud del juzgado. La solicitud
efectuada mencionaba que debería ser hecha una terapia familiar con vista a
permitir la reaproximación del padre y de los niños. El matrimonio estaba
divorciado desde hacía más de siete años (después de un largo y penoso
proceso de divorcio litigante) y desde entonces los menores no mantenían
contacto con su padre. Independientemente de los motivos que la madre y los
niños presentaban para que eso hubiese sucedido, nos preguntamos muchas
veces en el seno del equipo terapéutico sobre el sentido de aquel proceso, a
quién estaríamos sirviendo, quiénes serían al final nuestros clientes, y cuál sería
la legitimidad de una intervención que pretendía que las personas hiciesen una
cosa en contra de su voluntad.
La segunda cuestión hace alusión al consentimiento informado, aspecto
bastante relevante en los procesos psicoterapéuticos. El consentimientoinformado tiene carácter voluntario como elemento esencial, asumiendo que
cuando el individuo da su consentimiento para la intervención está actuando sin
presiones en el proceso de toma de decisiones. Según ROONEY (1992), la
investigación acerca de la implementación del consentimiento informado en este
31
tipo de clientes sugiere, sin embargo, que este “espíritu” es frecuentemente
violado. Las formas de consentimiento son muchas veces descritas en términos
legales incomprensibles para el sujeto, son presentadas como meras
formalidades y raramente están disponibles vías alternativas de intervención.
En tercer lugar, la intervención coercitiva en respuesta a un comportamiento
disruptivo puede crear otros dilemas. Puede darse el caso de que un cliente
trabaje adecuadamente en el proceso terapéutico y que actúe de forma
disruptiva en otro(s) contexto(s). En esta situación, ¿los objetivos de terapia
deberán ser independientes de los parámetros de comportamiento esperados?
KIRACOFE y WELLS (2007) critican la asunción implícita (por la entidad
designadora) de que el comportamiento disruptivo puede ser gestionado o
alterado como resultado de la participación regular en las sesiones de terapia,
una vez que ese presupuesto tiene como efecto transferir la responsabilidad de
transformación del cliente al contexto terapéutico. Nótese, de hecho, que muchas
veces la solicitud es colocada en esos términos exactos: se debe hacer terapia
para que la familia (o un determinado miembro de la familia) deje de tener un
comportamiento “x” o pase a funcionar de modo “y”. El caso clínico mencionado
anteriormente es también un buen ejemplo de ello. La solicitud formulada
indicaba expresamente el comportamiento que los menores deberían adoptar,
“volviendo a aproximarse a su padre”, lo que implicaba en un primer momento
comparecer en las visitas supervisadas por los servicios sociales y posteriormente
pasar fines de semana en casa del padre. De este modo, el terapeuta es
frecuentemente colocado en una situación difícil, en la que está implícita su
responsabilidad en relación al comportamiento supuestamente inadecuado del
cliente. Si el cliente no responde positivamente a lo que se desea, de algún modo
es también puesta en entredicho su competencia terapéutica.
La cuarta cuestión está asociada a las frecuentes expectativas o exigencias
bajo las cuales debe estar hecha la intervención coercitiva y los informes
periódicos que deben ser enviados a la entidad derivante. A este propósito
KIRACOFE y WELLS (2007) citan la investigación de GALLAGHER, ZHANG y TAYLOR
(2003) que reveló que el 65,5% de los técnicos entrevistados confirmaron la
realización de la sesión inicial en la secuencia del asesoramiento coercitivo, el
34,5% confirmaron que los clientes cumplieron las recomendaciones de la
intervención, el 8,1% hicieron declaraciones acerca de los progresos, y tan sólo
el 5,1% fueron libres de no entregar ningún informe a la entidad derivante. Los
relatos para asegurar el cumplimiento de la sanción, aunque limitados, sirven
para minar la confidencialidad, uno de los mayores pilares del proceso
terapéutico.
GRIFFIN y HONEA-BOLES (2001) escribieron a propósito de la cuestión de
confidencialidad de los terapeutas que trabajan en las instituciones sociales y que
32
intervienen con clientes involuntarios del sistema de promoción y protección de
menores. En estos casos, es muchas veces esperado por el terapeuta que los
clientes compartan todo, incluso cuando la entidad derivante tiene acceso a
informaciones recogidas en el ámbito del proceso terapéutico, por lo menos, en
parte. Sugieren que muchos clientes involuntarios podían ser incorporados a la
terapia con éxito, si la única información compartida entre terapeutas y entidad
derivante hiciese alusión a la frecuencia de las sesiones (por ejemplo: si los
sujetos pueden o no estar acompañados). En los casos en los que existe un
protocolo que estipula que la entidad externa define objetivos para la
intervención, recibe un feedback acerca del desarrollo de las sesiones y mantiene
un contacto regular con el equipo terapéutico, los terapeutas se convierten en
una especie de agentes dobles (POPIEL, 1980). El cliente experimenta, también, la
situación paradójica de recusar la intervención vs. admitir “faltas” a un terapeuta
aliado con las autoridades, mientras el profesional se enfrenta al dilema de
respetar al cliente e invertir en el establecimiento de la relación terapéutica,
mientras “conspira” con las autoridades (GRIFFIN y HONEA-BOLES, 2001).
1.4. La relación: La alianza terapéutica
A lo largo de los años han sido realizados diversos estudios que identifican los
factores comunes asociados al cambio, es decir, a la eficacia de los procesos en
los diferentes enfoques psicoterapéuticos (DAVIS y PIERCY, 2007; SEXTON, RIDLEY y
KLEINER, 2004). En este sentido, ha sido defendida la existencia de un conjunto
de factores o mecanismos de cambio transversales a todas las terapias, los
cuales, de un modo general, remiten a la relación terapéutica, las características
del cliente, las características del terapeuta y las expectativas en relación al
proceso terapéutico (DAVIS y PIERCY, 2007; LAMBERT, 1992; SPRENKLE, DAVIS y
LEBOW, 2009). En este contexto (factores comunes), la mayoría de los autores
refuerza la relevancia de la relación terapéutica, considerando que el
establecimiento de la relación entre terapeutas y clientes es el factor que más
contribuye al proceso de cambio (SEXTON y cols., 2004; FRIEDLANDER y cols., 2006;
KNOBLOCH-FEDDERS, PINSOF y MANN, 2004), siendo esta evidencia corroborada por
varios estudios (ESCUDERO, FRIEDLANDER, VARELA y ABASCAL, 2008; FRIEDLANDER y
cols., 2006; JOHNSON, WRIGHT y KETRING, 2002; KNOBLOCH-FEDDERS y cols., 2004;
QUINN, DOTSON y JORDAN, 1997). Efectivamente, a pesar de la evidencia
actualmente acumulada en este sentido, la verdad es que el reconocimiento de la
influencia de la relación cliente-terapeuta en el proceso terapéutico remonta a
FREUD que, en lenguaje psicoanalítico, describe el afecto del cliente con el
terapeuta como una forma de transferencia benéfica y positiva contra la neurosis
del cliente.
33
En el ámbito de la terapia familiar sistémica es también éste el factor común
más investigado (SPRENKLE y BLOW, 2004). Los resultados acumulados, desde los
años 80, sobre la unión entre terapeuta y cliente y su efecto en los resultados
terapéuticos, nos permite afirmar que la evidencia más sólida que relaciona el
proceso y el resultado en terapia sistémica es la relación entre clientes y
terapeuta, en particular la alianza terapéutica (FRIEDLANDER y cols., 2006). Esta
influencia es recursiva y aunque la contribución de los clientes sea más
estudiada, el papel del terapeuta en el establecimiento de la alianza es también
apuntado como esencial para el éxito de la terapia (NORCROSS, 2010; SPRENKLE y
cols., 2009).
La alianza terapéutica es uno de los constructos más estudiados en la
psicoterapia en general (BARBER, 2009) y en terapia familiar en particular, siendo
entendida como una componente específica de la relación terapéutica, a la par (y
muy probablemente en interacción) con otros constructos interpersonales
(empatía, congruencia, autorrevelación) (CASTONGUAY, CONSTANTINO y HOLTFORTH,
2006). De un modo general, la alianza se refiere a la calidad y la fuerza de la
relación colaborativa entre cliente y terapeuta (HORVATH y cols., 2011). Esta
dimensión colaborativa de la alianza es entendida como transversal a diferentes
definiciones asociadas a perspectivas teóricas distintas. Es relevante notar que
aunque la relación terapéutica sea un constructo más amplio e inclusivo que la
alianza, los dos constructos son, a veces, usados de forma indiferenciada en la
literatura (NORCROSS, 2010). Por ejemplo, segundo GRIFFIN y HONEA-BOLES (2001),
un gran número de modelos de intervención terapéutica tiene conceptualizada la
relación cliente-terapeuta como “la construcción de una alianza fundada en la
confianza, abertura, honestidad y congruencia”

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