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Ana Paula RELVAS Luciana SOTERO Familias obligadas, terapeutas forzosos La Alianza Terapéutica en Contextos Coercitivos Traducido por Águeda Fernández Villares Ediciones Morata, S. L. Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920 C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID morata@edmorata.es - www.edmorata.es 2 3 Nota de la editorial En Ediciones Morata estamos comprometidos con la innovación y tenemos el compromiso de ofrecer cada vez mayor número de títulos de nuestro catálogo en formato digital. Consideramos fundamental ofrecerle un producto de calidad y que su experiencia de lectura sea agradable así como que el proceso de compra sea sencillo. Una vez pulse al enlace que acompaña este correo, podrá descargar el libro en todos los dispositivos que desee, imprimirlo y usarlo sin ningún tipo de limitación. Confiamos en que de esta manera disfrutará del contenido tanto como nosotros durante su preparación. Por eso le pedimos que sea responsable, somos una editorial independiente que lleva desde 1920 en el sector y busca poder continuar su tarea en un futuro. Para ello dependemos de que gente como usted respete nuestros contenidos y haga un buen uso de los mismos. Bienvenido a nuestro universo digital, ¡ayúdenos a construirlo juntos! Si quiere hacernos alguna sugerencia o comentario, estaremos encantados de atenderle en comercial@edmorata.es o por teléfono en el 91 4480926 4 © Ana Paula Relvas Luciana Sotero Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. Todas las direcciones de Internet que se dan en este libro son válidas en el momento en que fueron consultadas. Sin embargo, debido a la naturaleza dinámica de la red, algunas direcciones o páginas pueden haber cambiado o no existir. El autor y la editorial sienten los inconvenientes que esto pueda acarrear a los lectores pero, no asumen ninguna responsabilidad por tales cambios. © EDICIONES MORATA, S. L. (2014) Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid www.edmorata.es - morata@edmorata.es Derechos reservados ISBN: 978-84-7112-798-3 E-ISBN: 978-84-7112-799-0 Depósito Legal: M-14.996-2014 Libro compuesto por: Sagrario Gallego Simón Libro electrónico compuesto por: John Gordon Ross Printed in Spain - Impreso en España Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. Algete (Madrid) Diseño de la cubierta: Mar del Rey Gómez-Morata 5 http://www.cedro.org http://www.edmorata.es http://www.sagrariogallego.com http://johngordonross.com Colección “Terapia Familiar Iberoamericana” Director: Roberto PEREIRA La Terapia Familiar tiene ya muchos años de desarrollo y abundante bibliografía, aunque la mayoría de ella proviene del discurso dominante de origen inequívocamente anglosajón. Desde los primeros años de la difusión de la Terapia Familiar se comprobó la necesidad de adaptarla a los contextos culturales de los diferentes países. La actitud de familias y de los psicoterapeutas, la “cultura terapéutica” no es la misma. No es descabellado afirmar que buena parte de los modelos psicoterapéuticos utilizados hoy en día tienen su origen en la necesidad de adaptarse a los sistemas sanitarios de los países del “norte”, especialmente el de los EE.UU., modelos que no tienen necesariamente que encajar en los países del “sur”, en Iberoamérica. En ese sentido, la colección quiere seguir la línea de la Red Relates (www.redrelates.org) organización que agrupa a escuelas sistémicas latinoamericanas, y uno de cuyos objetivos es “avanzar hacia la configuración de un modelo propio, coherente con las realidades europeas y latinoamericanas, capaz de dialogar fructíferamente con los restantes modelos sistémicos”. Esta colección, abierta a propuestas de los autores iberoamericanos, quiere a su vez promover el intercambio entre los terapeutas familiares de lengua hispana y portuguesa, y favorecer el desarrollo de una TF iberoamericana con sus propias características y señas de identidad, que respondan a las necesidades y contextos de donde se realiza más que al discurso dominante en el campo. Desde hace años, las Asociaciones Españolas y Portuguesa de Terapia Familiar mantienen una estrecha relación que ha tomado forma con la realización de Congresos Ibéricos de Terapia Familiar y la edición de una revista bilingüe. Pero aún no se ha producido un intercambio real de bibliografía. Los primeros textos de la Colección se ocuparon de temas que no han recibido suficiente atención por parte de la terapia familiar. En el primero, Alfredo Canevaro, psiquiatra argentino radicado en Italia, aborda el poco editado tema de la psicoterapia individual sistémica. El libro sintetiza la dilatada experiencia de su autor como psicoterapeuta: primero en Buenos Aires, en los años de mayor efervescencia de la psicoterapia, y después en Italia. Canevaro integra, sobre la base del modelo sistémico, técnicas provenientes de otros modelos, en unas 6 http://www.redrelates.org sesiones de gran intensidad relacional, en las que se utiliza a sí mismo de manera magistral. El 2º título de la colección, del psicólogo, profesor y director de la Escuela Sistémica Argentina, Marcelo Ceberio, toca otro tema que ha despertado poco o ningún interés en el campo de la psicoterapia: el de la atención a la “cuarta edad”, la “terapia de los ancianos del siglo XXI”. Libro completísimo, toca todos los aspectos de la atención a los ancianos en sus diversas facetas, incluida la psicoterapéutica, algo que ya se echaba mucho en falta. El texto actual, de las profesoras de la Universidad de Coimbra Ana Paula Relvas y Luciana Sotero, es el primero de la colección en incorporar autores de lengua portuguesa. Con un rigor académico indudable, pero incorporando también la clínica psicoterapéutica, logran esa unión imbatible de los autores que investigan pero además practican la psicoterapia. Y el tema de la obra es apasionante y de gran actualidad: cómo desarrollar la alianza terapéutica incluso en las condiciones más complicadas, con familias obligadas a acudir a terapia, en las que con frecuencia el paciente identificado es un adolescente. Probablemente no hay situación más compleja para la creación de un sistema terapéutico. Las autoras lo consiguen, nos dicen que en realidad no es más complicado que hacerlo con otras familias con adolescentes señalados, y nos explican cómo hacerlo. No se puede pedir más. Bilbao, Mayo de 2014 7 Contenido Portada Portadilla Nota de la editorial Créditos Colección “Terapia Familiar Iberoamericana” Director: Roberto PEREIRA Contenido Prefacio Introducción CAPÍTULO PRIMERO. Clientes involuntarios y terapia familiar: Complejidad conceptual y de intervención 1.1. (In)Definición e Invisibilidad 1.2. Los Clientes: ¿Familias involuntarias? 1.3. El Terapeuta: ¿Terapeutas involuntarios? 1.3.1. Dilemas éticos 1.4. La relación: La alianza terapéutica 1.4.1. Motivación, cambio y resultados en terapia CAPÍTULO II. Clientes involuntarios en terapia familiar: Proceso y alianza terapéutica 2.1. Objetivos y Modelos de Intervención 2.1.1. Terapia Centrada en las Soluciones 2.1.2. Terapia Multisistémica 2.1.3. Terapia Familiar Funcional 2.1.4. Terapia de la Curiosidad 2.2. La Alianza Terapéutica “Forzada” 2.2.1. Características y Desarrollo 2.2.2. Rupturas de la alianza CAPÍTULO III. Situaciones particulares 3.1. El caso de las familias con adolescentes 3.2. El caso de las familias obligadas a acudir a terapia Bibliografía Obras de Ediciones Morata de Psicología y Familia 8 kindle:embed:0003?mime=image/jpg Prefacio La psicoterapia, definida por la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapeutas (FEAP) como un tratamiento científico, de naturaleza psicológica que, a partir de manifestaciones psíquicas o físicas del malestar humano, promueve el logro de cambioso modificaciones en el comportamiento, la salud física y psíquica, la integración de la identidad psicológica y el bienestar de las personas o grupos tales como la pareja o la familia1, es muy diversa. A esa definición se acogen multitud de orientaciones cuyas técnicas, bases teóricas y desarrollos son muy diferentes entre sí. Ahora bien, todos los que las practican sostienen que funcionan y dan buen resultado. Esto podría ser simplemente la expresión del deseo de los psicoterapeutas, o la justificación de lo que saben hacer. Pero resulta que, cada vez que una orientación psicoterapéutica se ha validado científicamente, el resultado ha sido que, efectivamente, funcionan. Este interesante hallazgo lleva desde hace tiempo intrigando a los investigadores, que en la segunda mitad del siglo XX se lanzaron a la búsqueda de “factores comunes” a las diferentes psicoterapias que pudieran explicar esta efectividad generalizada2. Los estudios de FRANK3 (1991) señalaron 4 factores comunes básicos: 1. Un contexto que favorezca la curación. 2. La creación de una buena relación terapéutica, basada en la confianza y con un componente emocional. 3. Una base teórica que explique los problemas o síntomas presentados por el paciente y aplique una serie de técnicas para su solución. 4. Un procedimiento acordado entre paciente y terapeuta que consideren apropiado para la mejoría o curación. Sobre esta base del trabajo de FRANK, LAMBERT4 propone también cuatro factores terapéuticos como aquellos que explicarían la mejoría o curación de los pacientes. Esta propuesta de LAMBERT ha tenido una extraordinaria repercusión por más que llaman la atención las proporciones tan redondas que propone. Serían los siguientes: 9 Factores relacionados con el contexto: cambios en la vida del paciente, situaciones afortunadas, mejoras laborales, una buena red social, mejora en las relaciones afectivas, etc. Serían responsables de hasta un 40% de la mejoría del paciente. Factores relacionados con el terapeuta: creación de una buena alianza terapéutica, capacidad de empatía, no juzgar ni criticar, aceptación, etc. Serían responsables hasta un 30% de la mejoría o curación del consultante. Efecto placebo: creencia en la potencialidad de lo que se está haciendo, tanto por parte del cliente como del terapeuta: un 15% del cambio. Factores relacionados con la técnica psicoterapéutica empleada: supondrían también un 15% del cambio. Este esquema ha sido muy divulgado, y aparentemente poco criticado. Parece haber una aceptación generalizada, a pesar de que supone una dura afrenta para la autoestima de los psicoterapeutas, que deben aceptar que la mayor parte del cambio se debe a efectos que escapan a su intervención5. Pero si aceptamos los factores, tendremos que ponernos manos a la obra para saber cómo mejorar nuestra efectividad como psicoterapeutas centrándonos en aquellos sobre los que podemos tener mayor influencia: básicamente el buen aprendizaje de la técnica y, sobre todo, los factores relacionados con el terapeuta. Y aquí entramos en el debatido terreno de si las características del buen terapeuta son innatas, o pueden ser aprendidas. Como en cualquier profesión, unas características personales que favorezcan nuestro trabajo serán de gran utilidad, y nos ahorrará esfuerzo y dedicación. Pero no es imprescindible: se puede aprender. Ese aprendizaje de cómo ser buen terapeuta incluirá, sin duda, el conocimiento personal, y las técnicas necesarias para crear buenas “alianzas terapéuticas”. En efecto, este último apartado es el que está recibiendo más atención en los últimos años. No es que se haya ignorado nunca la importancia de crear esa alianza dirigida a obtener la remisión de los síntomas o solución de los problemas presentados por nuestros clientes, lo que ocurre es que ahora se ha incrementado su valor como factor terapéutico modificable que puede tener una importancia decisiva en el éxito de la psicoterapia. La creación de una buena alianza terapéutica es más sencilla de hacer en una terapia individual. En una terapia familiar, conforme aumenta el número de sus integrantes, la complicación aumenta en progresión geométrica. Un único individuo tendrá un objetivo más claro, pero un grupo, como es una familia, puede que tengan objetivos diferentes, cuando no contrapuestos entre sí. Así que crear alianzas terapéuticas en Terapia Familiar es más complicado que hacerlo en Terapia Individual. Pero si además hablamos de familias con hijos adolescentes, que quizá tengan claro lo que quieren pero a menudo les cuesta mucho expresarlo —o incluso lo hacen diciendo justo lo contrario— las cosas se complican más. Y si el paciente 10 identificado es el adolescente, la complejidad aumenta. Como resulta sencillo de entender la creación de la alianza terapéutica será más fácil si el cliente o la familia acuden voluntariamente al tratamiento que si lo hacen de manera involuntaria, presionados por el contexto en forma de autoridad de algún tipo. El terapeuta será, para ellos, una parte más de ese sistema que les impone algo que quizá no tengan ninguna gana de hacer, por lo que no se mostrarán muy colaboradores. Y no digamos ya si el paciente o familia van no sólo presionados sino “obligados” a terapia, si se trata de una “terapia coercitiva” impuesta, por ejemplo, por un juez. Será entonces la situación de mayor dificultad para la creación de la alianza terapéutica. Pues bien, de eso trata este libro. De cómo crear alianzas terapéuticas en terapias con familias que acuden de manera involuntaria un obligada a la terapia, y que generalmente tienen pacientes identificados adolescentes. Lo más difícil. Dividido en una Introducción y tres capítulos, está conformado a partes casi iguales de reflexiones teóricas y planteamientos prácticos. Tras una exhaustiva revisión de los fundamentos teóricos y la bibliografía de la terapia con los pacientes involuntarios, las autoras se detienen en un aspecto muy querido para ellas, y que siempre despierta grandes debates: las cuestiones éticas relacionadas con las terapias involuntarias. No eluden el debate, que resuelven con gran elegancia antes de entrar en el gran tema de la Alianza Terapéutica, de su importancia para el éxito de la terapia, y de sus aspectos claves. En el 2º capítulo presentan los principales modelos de intervención con pacientes involuntarios, para explicar después el que utilizan, la “Terapia de la Curiosidad”. Se trata de un modelo de Terapia Breve (en torno a las 7 sesiones), inspirada en el modelo del Grupo de Milán de su primera época (SELVINI, PRATA, CECCHIN y BÓSCOLO), con un encuadre clásico: co-terapia, sala con espejo unidireccional, equipo al otro lado del espejo, pausa y devolución. Ese es el encuadre en el que se habrá de desarrollar la alianza terapéutica “forzada” con las familias que acuden de manera involuntaria a la terapia, ya presionadas para que lo hagan, ya obligadas por alguna autoridad, generalmente judicial. Se detienen en el interesante constructo desarrollado por FRIELANDER, ESCUDERO y HEATHERINGTON (2009)6, el “Sistema para la Observación de las alianzas en Terapia Familiar” (SOATIF), que van a utilizar en sus investigaciones. Estas se hacen comparando la creación de la Alianza Terapéutica en familias involuntarias y familias que acuden voluntariamente a Terapia, midiendo su creación y evolución entre la 1ª y la 4ª sesión, describiéndola detalladamente con casos extraídos de su experiencia clínica. Finalmente, nos hablan de situaciones concretas, particularmente de las familias con hijos adolescentes, y las terapias coercitivas, los casos más 11 complicados para establecer la alianza. Y el gran mérito del libro que tienes en tus manos, amable lector, es mostrar que esto se puede hacer, explicar cómo hacerlo, y demostrar que, si se hace bien, los resultados no varían entre una terapia voluntaria y otra involuntaria. Este innegable mérito se debe al gran equipo de Terapeutas Familiares de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educaciónde la Universidad de Coimbra (FPCEUC), capitaneado por Ana Paula RELVAS, y magníficamente secundada por Luciana SOTERO. Los casos de los que habla el texto han sido tratados en el Centro de Prestación de servicios a la Comunidad de la FPCEUC, donde las autoras, junto con un grupo excepcional, desarrollan su trabajo clínico. Hablemos ahora un poco de las autoras. Ana Paula RELVAS, Psicóloga Clínica, Terapeuta familiar, Supervisora y ex Presidenta de la Sociedad Portuguesa de Terapia Familiar, es la autora más prolífica y mejor considerada de la Terapia Familiar en lengua portuguesa. Autora de numerosos textos canónicos en su país, entre ellos “Por detrás do espelho”, “Da Teoria à Terapia com a Familia”, “Enfrentar a Velhice e a Doença Crónica”, “Conversas com Famílias”, “O Ciclo Vital da Familia. Perspectiva Sistémica”, ha conseguido crear una escuela en torno a su trabajo académico y a la plasmación práctica de sus investigaciones en el trabajo desarrollado tanto en el Programa de Formación de Psicoterapeutas como en el Centro de Intervención Familiar de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Coimbra. Doctorada en Psicología Clínica, es Profesora Titular de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Coimbra (FPCEUC), responsable del Master en Sistémica, Salud y Familia y coordinadora del Programa Inter-universitario de doctorado en Psicología Clínica, Psicología de la Familia e Intervenciones Familiares así como del Grupo de Coordinación de Investigaciones sobre la Familia, Salud y Justicia de la misma Universidad. Bien conocida en el campo de la Terapia Familiar Europea, en donde impulsó de manera decisiva la presencia de la Sociedad Portuguesa de TF, bien acompañada por sus prestigiosas colegas Madalena ALARÇAO y Ana GOMES, que recogieron el testigo de quien durante años fuera la principal conexión de la TF portuguesa con el resto de Europa: José Manuel COSTA. De este último también recogió la idea de impulsar la conexión ibérica en TF, que ha dado sus frutos con la organización conjunta entre la SPTF y la Federación Española de Asociaciones de TF (Featf) de Congresos Ibéricos de TF, así como de compartir la revista de la Featf, Mosaico. Luciana SOTERO, Psicología Clínica por la FPCEUC, es Doctoranda del Programa Inter-Universitario de Doctorado en Psicología Clínica, área de especialización en Psicología de la Familia e Intervención Familiar, miembro efectivo de la Sociedad 12 Portuguesa de Terapia Familiar, con varios Postgrados em Análisis e Intervención Familiar, Psicología de la Salud, y Protección de Menores. Además de cursar su doctorado, es terapeuta familiar del Centro Integrado de Apoyo Familiar de Coimbra (CEIFAC) y del Centro de Prestación de Servicios a la Comunidad de la FPCEUC. Ambas aúnan el rigor metodológico de excelentes académicas, con la inquietud investigadora, la experiencia clínica y una actitud vital abierta y flexible, que les permite estar atentas a lo que ocurre tanto en su país como en el resto del mundo, y participar en experiencias pioneras en el campo de La Terapia Familiar, como La formación sistêmica on-line en lengua portuguesa, la primera que se desarrolla en el mundo, impulsada por La Escuela Vasco-Navarra de Terapia Familiar con La colaboración de La Escola de TF del Hospital de San Pablo de Barcelona, y avalada por la Universidad de Coimbra. Concluimos este Prefacio con una cita del texto, que en mi opinión resume muy bien este interesante libro: “Así concluyendo, en la Terapia Familiar la alianza con los adolescentes involuntarios empieza con el pie izquierdo, pero el curso de la terapia le hace cambiar de pie...”. Roberto PEREIRA Bilbao, Abril de 2014 1 http://www.feap.es/guia-del-usuario.php 2 CAMPAGNE, D. (2014): “El terapeuta no nace, se hace”. Rev. De la Asoc. Esp. de Neuropsiq., 34 (121): págs. 74-95. 3 FRANK, J. D. (1991): Persuasion and Healing: A Comparative Study of Psychotherapy. Baltimore. John Hopkins. 4 LAMBERT, M. J. (1992): “Implications of outcome research for psychotherapy integration”. En NORCROSS, J. y GOLDFRIED, M. (eds.), Handbook of psychotherapy integration (94-129), Nueva York, Basic Books. 5 Esto no es exactamente así, ya que buena parte de los “efectos del contexto” pueden ser inducidos por la psicoterapia: la ampliación de la red social, la mejora de las relaciones, etc. 6 FRIEDLANDER, M.; ESCUDERO, V. y HEATHERINGTON, L. (2009): La alianza terapéutica. Barcelona. Paidós. 13 http://www.feap.es/guia-del-usuario.php Introducción Pensando en la historia de la psicoterapia es fácil concluir que la mayoría de las teorías y modelos terapéuticos, tanto en sus fundamentos conceptuales como en sus prácticas, se basan en el presupuesto de que los clientes buscan ayuda terapéutica de modo libre y voluntario, o por lo menos, dependiente del libre arbitrio del sujeto. Bajo esa lógica, es también asumido que quien busca ayuda psicológica es consciente de su sufrimiento, y que será ese, al final, el leitmotiv de su búsqueda de ayuda. Este razonamiento globalizante olvida, muchas veces, que en terapia se encuentran niños, sujetos incapaces de tomar esa decisión de forma lúcida, familias o parejas donde no todos desean tal tipo de ayuda. En verdad, algunos modelos [Modelo Transteórico de las Etapas de Cambio (PROCHASKA, 1999), Entrevista Motivacional (MILLER y ROLLNICK, 2002), Terapia Familiar Funcional (SEXTON y ALEXANDER, 2003), han desarrollado respuestas particulares que plantean estas especificidades. Pero olvida, también, que muchas veces los individuos (bien individualmente, o bien como grupo) son enviados a terapia sin que les sea permitido tomar una decisión alternativa. A estos clientes en la literatura y de forma genérica se les llama involuntarios. Podemos entonces concluir que existe una incoherencia entre lo que en estas situaciones se pide al terapeuta y las propuestas que le son ofrecidas por gran parte de los modelos de intervención, las cuales fueron pensadas para responder a peticiones de los adultos, responsables, cognitiva y emocionalmente capaces de decidir y optar por ese tipo de ayuda y de relación (terapéutica, evidentemente). Hay autores y modelos (por ejemplo la terapia centrada en el cliente) que colocan esta cuestión de forma radical concluyendo que, en los casos en que esas premisas no se dan, podrán ser utilizados enfoques educativos o directivos, pero no psicoterapéuticos, por lo que, siguiendo en ese razonamiento, afirman que el cliente involuntario no existe (PATTERSON, 1990). Obviamente no compartimos esa opinión pero, como veremos posteriormente, este tipo de posicionamiento abre, a pesar de todo, una vía de reflexión importante en la temática de los clientes involuntarios, que se traduce, en la práctica clínica, en la importancia de que el terapeuta co-construya con ellos una solicitud apropiada de ayuda, lo que de inmediato nos transporta a la relevancia de la alianza 14 terapéutica y de la motivación de estos sujetos. La asunción del principio de voluntariedad de la participación del cliente en terapia entronca con otra premisa: la de que los individuos desean y buscan libremente la asistencia de servicios sociales y humanos. También aquí, hay que admitir que no siempre es así y que aquella es, frecuentemente, impuesta, particularmente en los casos de “desvío” de la norma psicosocial vigente. No es por tanto difícil de admitir que, en un número significativo de veces, los técnicos de salud mental tienen delante de ellos individuos que no formularon una solicitud de ayuda, sino que, por el contrario, han sido derivados por servicios o instituciones públicas (tribunales, escuelas, servicios de protección de menores, hospitales, entidades patronales) o personas significativas (profesores, médicos, terapeutas). Para que la respuesta que se les ofrece sea adecuada es de interés estudiar en concreto estas situaciones, tratando de entender lo que las une, pero también lo que las diferencia de la situación opuesta, estoes, de los clientes voluntarios, tanto en términos comprensivos como de adecuación de la respuesta terapéutica. Desde un punto de vista psicosocial y crítico, tal interés se ve reforzado en la medida en que se establece actualmente un importante debate, que problematiza el legitimado lugar de saber/poder del profesional de ayuda en la intervención con esos sujetos, cuestionando la componente ético-política de las acciones clínicas y psicológicas y exigiendo una reflexión sobre sus implicaciones más amplias en una multiplicidad de sentidos sociales, políticos e históricos (NASCIMENTO, MANZINI y BOCCO, 2006). El terapeuta (perito) es aquí entendido como agente político o de control social, representando un “poder disciplinar” y formando parte de un mecanismo ampliado de control y dominio social con vista al mantenimiento del status quo (MORAES y NASCIMENTO, 2002). Ya en 1984, CINGOLANI defendía que la intervención con clientes involuntarios es más un proceso político, de sanción y control social, que un proceso terapéutico, asumiendo la existencia de un conflicto de intereses entre el sujeto y el contexto social. Si en un sentido más amplio este conflicto es muchas veces implícito, otras veces se vuelve explícito cuando se considera la demanda concreta de la institución que señala al cliente. La autora consideraba, sin embargo, que la relación entre terapeutas y clientes es de una dimensión distinta, siendo necesario que los primeros se “liberen” y no hagan frente al comportamiento problemático como un acto político o social. Desde el punto de vista de las terapias sistémicas post-modernas o de segunda orden (RELVAS, 2003), al hacerlo el terapeuta no se transforma en un agente neutro, pero toma una decisión consciente. La deconstrucción del papel del psicólogo como especialista objetivo y apolítico (COIMBRA y NASCIMENTO, 2001) abre puertas al análisis crítico de las prácticas psicológicas y de sus efectos en la producción de “verdades” respecto a 15 la intervención coercitiva, es decir, la intervención realizada por sentencia judicial o por imposición de una tercera parte, además de terapeutas y clientes. Este aspecto converge, de algún modo, con los dilemas éticos de estas intervenciones. Sea como sea, ROONEY (1992) afirma que, en estos casos, la resistencia en el interior de la relación terapéutica es más la regla que la excepción y que los “técnicos involuntarios” son, a veces, tan reacios a trabajar con clientes involuntarios, como estos con ellos. TOHN y OSHLAG (1996), describen el proceso como complejo y frustrante. También desde el punto de vista clínico parece entonces pertinente reflexionar sobre estos pacientes, buscando clarificar de qué forma son identificados y caracterizados por los terapeutas, así como entender si la intervención a la que están sujetos es o no cualitativamente diferente de la que se realiza con clientes voluntarios. Hasta aquí se centró la problemática relacionada con la intervención terapéutica con clientes involuntarios en general. Si nos centramos ahora en la familia que llega a la terapia de forma no voluntaria, se confirma que los aspectos anteriormente referidos se complican. Basta recordar lo referido al hecho de que, al comienzo, no está claro el grado de implicación, de participación voluntaria y motivacional, así como las demandas específicas, de cada uno de sus miembros. Como ya es sabido, en ese sentido, en la mayor parte de los casos no hay coincidencia, ni tan siquiera acuerdo o congruencia intrafamiliar. A parte de eso, cuando trabajamos terapéuticamente con familias, tratamos con diferentes niveles de desarrollo (jóvenes, niños, ancianos, etc.) y con diferentes niveles de poder (relacionados, por ejemplo, con las funciones desempeñadas por cada miembro dentro del sistema, o incluso con el género). Por otro lado, muchas veces es a partir del comportamiento desviado de un miembro de la familia (o más de uno, pero casi siempre claramente identificados) que se hace la derivación que conduce a la imposición externa de la terapia. Es esperable, entonces, que esta situación suscite a nivel intrafamiliar un contexto de culpabilidad agravado en relación a ese miembro, asociado a coaliciones, lo que mina la posibilidad de implicación en la terapia de la familia como un todo, o bien que amplifica la dificultad de establecer objetivos familiares comunes para el proceso. Finalmente, un estudio reciente muestra que estas familias rechazan la intervención cuando la consideran innecesaria o ineficaz (ALARCÃO, 2005). Queda por tanto clara la importancia clínica de estudiar las especificidades de la intervención con familias involuntarias, pues los aspectos que acabamos de señalar exigen, probablemente, respuestas diferenciadas de aquellas que los modelos de terapia familiar fueron desarrollando para las terapias familiares solicitadas de modo voluntario por uno (o más) de sus miembros. Finalmente, pero no menos importante, es destacar que la investigación sobre terapia con 16 clientes involuntarios y coercitivos es relativamente escasa (DE JONG y BERG, 2001), particularmente en el caso de las terapias familiares. Cuando una familia es remitida a terapia, después de haber sido derivada por una institución pública, significa que el contexto social la consideró incapaz de cumplir sus tareas y funciones, tales como el desempeño del rol parental cuando es enviada por un servicio de protección de menores. Así, hay una especie de prolongación de la sanción y del control social, que la intervención coercitiva contiene, tanto para un individuo como para todo el grupo familiar así como para su capacidad de funcionamiento. Por lo tanto, la importancia social y política, asociada a la problemática de los clientes involuntarios y a la que hicimos referencia anteriormente, se mantiene con agudeza en los casos de las familias. Fue esta triple fuente de interés (clínica, teórica y psicosocial) la que motivó la aparición de este libro. Creemos que compartir nuestra experiencia de trabajo clínico con clientes (familias) involuntarios, así como la investigación que sistemáticamente, desde hace cuatro años, venimos realizando sobre las vicisitudes de estos procesos terapéuticos —concretamente en lo que se refiere al establecimiento de la alianza terapéutica (proceso) y a los resultados (eficacia)— podría constituir un aporte para la imprescindible reflexión y discusión en la temática. Partiendo de estos presupuestos organizamos este libro en tres grandes capítulos. El primero, titulado Clientes Involuntarios y terapia familiar: complejidad conceptual y de intervención, se centra en la definición de clientes involuntarios, particularmente en terapia familiar, destacando su complejidad. Reflexionamos sobre este tema considerando cuatro aspectos específicos: 1) la dificultad del establecimiento de una clara definición y reconocimiento de estos clientes, tanto a nivel teórico como clínico y en investigación, lo que puede permitir, en muchos casos, la condición de involuntario sea invisible o incluso eludida ((In)Definición e invisibilidad); 2) intentando reflexionar un poco más sobre esta dificultad, en particular a nivel práctico, intentamos percibir y aclarar cuándo se vuelve legítimo hablar de familias involuntarias en terapia, sin olvidar que nuestro cliente es un grupo de individuos (Los clientes: ¿familias involuntarias?); 3) re lacionada con esta cuestión surge otra no menos interesante e importante: en presencia de clientes involuntarios, hasta qué punto no se vuelven los terapeutas también terapeutas involuntarios, es decir, terapeutas “obligados” y presionados, no solamente porque tienen que “aceptarlos” como clientes, sino también porque estas familias vienen, muy probablemente, acompañadas de una demanda que les es externa, proveniente de la institución “designadora”1, que puede también no tener mucho sentido para el terapeuta, pero a la que tiene que considerar en el proceso que va a 17 iniciar (El terapeuta: ¿terapeutas involuntarios?). Así, ¿no será que lospropios terapeutas quedan condicionados y persiguen, de modo “involuntario”, determinados objetivos y vías terapéuticas? Ahora bien, desde nuestro punto de vista, el posicionamiento epistemológico del terapeuta es fundamental en la resolución o reencuadre de esta doble paradoja que, de algún modo, confronta la propia definición de lo que es ser terapeuta. Es en esta secuencia que los dilemas éticos que se le presentan al terapeuta merecen, para concluir esta sección, toda nuestra atención (dilemas éticos); 4) a partir de aquí se vuelve imprescindible descifrar las particularidades del establecimiento de una buena relación terapéutica con estos clientes (la relación: la alianza terapéutica), así como el papel que la articulación de factores motivacionales, de clientes y terapeutas juega en este proceso con las condiciones y potencialidades de cambio y obtención de resultados en terapia (motivación, cambio y resultados en la terapia). Si en el Capítulo primero abordamos, grosso modo, el planteamiento epistemológico y conceptual, ético y psicosocial de la terapia, y de la terapia familiar en particular, con clientes involuntarios, en el segundo, titulado Clientes Involuntarios en terapia familiar: proceso y alianza terapéutica, nos centramos de una forma mucho más concreta en lo que sucede (o puede suceder) en la práctica clínica: el qué hacer, cómo hacerlo y cómo meta-reflexionar sobre lo que se hace. En este capítulo nos apoyamos de forma muy explícita en los resultados de nuestra investigación. Lo dividimos en dos secciones: 1) en la primera, presentamos críticamente los modelos de intervención que los terapeutas tienen a su disposición para conducir la terapia (Objetivos y modelos de intervención); 2) si a lo largo del proceso terapéutico el terapeuta procura utilizar adecuadamente las técnicas y posicionamientos inherentes a los modelos que lo orientan en la intervención y que fueron referidos anteriormente, si pretende conocer y ajustarse a las características específicas de los clientes, no podemos dejar de destacar, como nos indican las teorías y los estudios sobre los factores comunes en terapia (NORCROSS, 2010; SPRENKLE, DAVIS y LEBOW, 2009), que la relación terapéutica es la gran responsable del cambio que se pretende alcanzar. En este contexto, creemos poder afirmar que el establecimiento de la alianza terapéutica es uno de los factores determinantes en la definición de esa relación. La evidencia de la que disponemos muestra que, en psicoterapia en general, la alianza no solo predice los resultados terapéuticos, sino que también eso se constata después en las primeras sesiones (HORVATH y BEDI, 2002; HORVATH, DEL RE, FLÜCKIGER y SYMONDS, 2011). En el caso de clientes (y, eventualmente, de terapeutas) involuntarios, donde supuestamente el establecimiento y el desarrollo de la alianza terapéutica no fluye “naturalmente” a partir de un encuentro voluntario entre las dos partes, su estudio y análisis adquiere una mayor 18 importancia (La alianza terapéutica “forzada”). En este aspecto, nos centraremos en nuestra investigación y en los datos de los que disponemos sobre la evolución de la alianza a lo largo del proceso terapéutico (de la 1ª a la 4ª sesión), analizando tanto los aportes de los clientes como de los terapeutas (SOTERO, CUNHA, SILVA, ESCUDERO y RELVAS, en prensa; SOTERO, MAJOR, ESCUDERO y RELVAS, en prensa). Es en base a estas conclusiones que presentamos algunas propuestas de estrategias que pueden ser utilizadas en la relación familia-cliente involuntario, con el objetivo de amplificar la fuerza de la alianza terapéutica (características y desarrollo; aportes del terapeuta y estrategias de construcción de la alianza). Concluimos este apartado con una reflexión sobre el fenómeno de la ruptura de la alianza, entendido como el deterioro de la calidad de las relaciones que puede ocurrir en un continuum que va desde la aparición de las tensiones mínimas, de las cuales terapeuta y cliente difícilmente se dan cuenta, hasta considerables interrupciones en la colaboración y comunicación entre terapeuta y cliente que, en último caso, pueden conducir al abandono de la terapia. En terapia familiar es descrita, en este sentido, una situación específica: la alianza escindida (MUÑIZ DE LA PEÑA, FRIEDLANDER y ESCUDERO, 2009) que tiene lugar cuando los miembros de la familia tienen percepciones muy discordantes sobre la relación emocional establecida con el terapeuta. Se trata, por lo tanto, de diferencias en las relaciones individuales establecidas entre los diversos miembros de la familia y el terapeuta. Buscamos, en esta sección, ejemplificar estas situaciones a través de la presentación de dos estudios cualitativos, señalar cuáles son sus implicaciones en la terapia y tener una perspectiva de los modos de sobrellevarlas, contribuyendo así a la evolución del proceso (rupturas y reparación de la alianza). Finalmente, el Capítulo III, titulado Situaciones particulares, está dedicado a algunas situaciones que exigen abordajes específicos del terapeuta, ya sea técnica o conceptualmente, concretamente en términos del establecimiento de la relación y alianza terapéuticas. Fue dividido en dos apartados: 1) el primero se centra en el área de las familias con adolescentes. Se sabe que la presencia de adolescentes en terapia familiar requiere siempre, atendiendo a la etapa de desarrollo en la que se encuentran, una atención particular por parte del terapeuta. En un momento de lucha por la diferenciación y la autonomía con respecto al grupo familiar, no es raro que sean definidos por los propios terapeutas como “poco colaborativos” y “resistentes”. En un espacio compartido (y de intercambio), este aspecto obliga a una atención especial en el establecimiento de la alianza, que se expresa, a veces, en estrategias específicas de negociación y respeto por los diferentes subsistemas presentes en la sesión. Sin embargo, en el caso de las familias involuntarias, particularmente cuando el elemento que está en el origen de la designación es el adolescente, es de esperar 19 la amplificación de estas particularidades (El caso de las familias con adolescentes); 2) otra particularidad que merece un estudio específico en este capítulo se refiere al trabajo con clientes obligados a acudir a terapia. Tal y como esperamos haber esclarecido en el Capítulo primero, los clientes involuntarios no pueden ser entendidos de modo lineal y mucho menos como un grupo homogéneo. Efectivamente, en el grupo de los llamados clientes “involuntarios” hay diversos grados de involuntariedad y diferentes posibilidades de optar por respuestas alternativas frente a la designación. En el caso específico de los clientes obligados a acudir a terapia, el terapeuta se encuentra ante familias que son derivadas a terapia por instituciones públicas, a través de mandatos con fundamento jurídico-legal y, en la mayor parte de las ocasiones, con objetivos de cambio definidos desde el comienzo por esas mismas instancias. Aquí, la presión y el control social alcanzan su nivel más riguroso, pues clientes y terapeutas se encuentran triangulados en varios aspectos con respecto a la entidad derivante, desde el sentido del cambio que tienen que aceptar, hasta las informaciones que les deben proporcionar (KIRACOFE y WELLS, 2007). Identificar algunas estrategias para regular y gestionar la comunicación en esta relación triangular, sin modificar las características o impedir el establecimiento de la relación terapéutica y el desarrollo del respectivo proceso, es uno de los objetivos de este apartado (El caso de las familias obligadas a acudir a terapia). Escribimos este libro pensando en los terapeutas que trabajan en centros de apoyo psicosocial donde son frecuentemente enviadas familias-clientes involuntarios. En ese sentido, procuramos ejemplificar las ideas en él contenidas con algunos casos clínicos e implicaciones directamente relacionadas con la intervención. Pero creemos que también podrá ser útil para públicos diversos como otros técnicos dela salud mental o investigadores de la temática. Por eso, procuramos fundamentar nuestras propuestas a través de los resultados de los estudios que hemos venido realizando, pues desde nuestro punto de vista la conexión investigación-práctica clínica es algo de lo cual ninguno de los públicos puede prescindir. Intentamos hacerlo a través de una escritura simple y clarificadora de nuestras ideas, que siendo rigurosa sacrifica, algunas veces, el lenguaje técnico hermético para quien es ajeno a nuestra área. Finalmente, no olvidamos que este libro forma parte de una colección ibero-americana, por lo que lo entendemos como una oportunidad de establecer nuevos contactos con compañeros de otras latitudes, pero con una base cultural común que propicia el intercambio de ideas y entendimiento así como la aplicabilidad de los avances científicos y clínicos oriundos de ambos lados. Queremos agradecer a aquellos que consideramos coautores de este libro: a todos los compañeros terapeutas familiares con los cuales compartimos 20 experiencias, aprendizajes y que en algunos casos son terapeutas o coterapeutas de los ejemplos clínicos que presentamos; a todos los alumnos en supervisión de la Sociedad Portuguesa de Terapia Familiar que trabajaron especialmente con una de las autoras y que en gran medida le permitieron, en la práctica, despertar en lo que se refiere a la importancia de los clientes involuntarios en terapia familiar; a los estudiantes finalistas del Master Integrado en Psicología, área de Sistémica, Salud y Familia que eligieron estos temas como objeto de investigación de sus tesis; a todas las familias con las que a lo largo de los años nos fuimos cruzando en contextos terapéuticos o de investigación. Muchos otros nos ayudaron (por ejemplo, compañeros de metodología y análisis de datos, anónimos que criticaron nuestros trabajos en congresos, revisores científicos de publicaciones) y merecen ser mencionados aquí aunque sea de forma general. Un reconocimiento especialísimo para las “meninas” del auto-denominado Grupo de Investigación y Evaluación Familiar (GAIF), en el cual nos incluimos, por ser un equipo en todos los momentos y proyectos; particularmente agradecemos a Alda que nos ayudó a hacer la revisión portuguesa del manuscrito. A nuestros amigos que hicieran la revisión técnica de la traducción en lengua española, Roberto Pereira y Belén López Macias, no tenemos palabras para expresar nuestra gratitud. Gracias a la Editorial Morata, por confiar en nuestro trabajo. En este agradecimiento van dos palabras especiales: una para Roberto Pereira que nos lanzó el desafío de construir este libro y que nos hace el honor de escribir el prefacio, y otra para Juan Luis Linares protagonista de la creación de redes de terapia familiar, en Europa y en el mundo ibero-americano, de los cuales nos sentimos parte con satisfacción y orgullo. Nos falta desear que este libro pueda ser una lectura útil, especialmente para quienes no esperamos tener como lectores, es decir, para las familias involuntarias en terapia. ¿Por qué? Porque deseamos que su lectura pueda, fundamentalmente, inspirar nuevas preguntas con respecto a la realidad designada como intervención “coercitiva”, tantas veces poco reconocida como tal, tanto en términos conceptuales como clínicos. 1 Mantenemos en este caso el nombre de “entidad designadora”, aunque en general la hemos traducido como “derivante”, para resaltar la idea de que la entidad que deriva los casos es también la que “designa” al “paciente identificado o problemática” y/o a la familia como incapaz o ineficaz. (N. del T.) 21 CAPÍTULO PRIMERO Clientes involuntarios y terapia familiar: Complejidad conceptual y de intervención Como afirmamos anteriormente, la definición y, en la práctica clínica, la identificación de estos clientes se vuelve compleja y muy poco ajustada a raciocinios lineales o conclusiones apresuradas. En terapia familiar esa complejidad aumenta, tal y como hicimos referencia en la introducción, solamente por el hecho de que el terapeuta tenga en frente a un grupo-familia, que aparece en la terapia como tal; esto implica que a veces, en una misma familia, unos miembros deseen hacer terapia, otros la toleren y otros, incluso, no quieran de ningún modo participar en el proceso. No debemos olvidar que la familia es un grupo con vida y una historia común previa a la existencia de la terapia, lo que diferencia radicalmente la terapia familiar de otras terapias de grupo o conjuntas. Es por tanto, de gran relevancia, abordar esta cuestión en estos dos niveles de análisis: primero, la definición de clientes involuntarios, en general, y después especificar cómo podemos o debemos entender esa definición en la aplicación a la terapia familiar. A continuación se formula la cuestión obvia que no podemos dejar de preguntarnos: los terapeutas que trabajan con estos casos, ¿presentan también algunas especificidades? Finalmente, reflexionaremos sobre la interacción entre los dos protagonistas del proceso, clientes y terapeutas, sobre lo que sabemos y lo que pensamos acerca de la relación que se establece entre ellos. 1.1. (In)Definición e Invisibilidad Este subtítulo no pretende expresar, solamente, una mera lógica retórica o filosófica. Cuando escribimos (in)definición queremos realmente decir que en el dominio de la definición de los clientes involuntarios existe una enorme indefinición, acompañada de una diversidad terminológica que, en determinadas situaciones, se asocia a una clara invisibilidad y no reconocimiento explícito de los mismos. Veamos cómo el término “involuntario” tiene diversos significados para 22 diferentes autores, lo que hace que la identificación de estos clientes dependa del punto de vista del técnico frente a la cuestión. THIBAUT y KELLEY (1959) definieron la relación no voluntaria atribuyéndole uno o más de los siguientes elementos: primero, la relación no es voluntaria si la persona se siente forzada a permanecer en ella debido a la coacción psicológica o legal, inexistiendo alternativas válidas y/o atractivas; segundo, el sujeto escoge permanecer en la relación no voluntaria porque el coste de dejar la relación es considerado demasiado alto; tercero, la persona cree que está en desventaja en esa relación porque admite que dispone de mejores alternativas. CINGOLANI (1984) consideró clientes involuntarios a aquéllos que tienen que tratar con el profesional de ayuda porque se comportaron de forma considerada indeseable o problemática para la sociedad, sugiriendo que los términos y conceptos derivados de los modelos terapéuticos de la práctica voluntaria no deben ser aplicados en estos casos. Dado que la primera razón para el contacto es por una designación, o al menos se deriva de la identificación de un problema por parte de alguien al cual no le es propio, la autora asume que existe un conflicto o desacuerdo fundamental entre técnico y cliente acerca de cuál es el problema, lo que hace inviable que la interacción entre ellos sea terapéutica (CINGOLANI, 1984). Cualquiera de estas definiciones puede estar sujeta a las críticas de aplicabilidad que surjan, en un primer análisis, de la práctica clínica. Así, en lo que se refiere a la definición de THIBAUT y KELLEY (1959), para el terapeuta es difícil concluir cuáles son los criterios que deben estar presentes para asumir que lo que tiene delante de sí es un cliente involuntario y, si acepta que basta una de las condiciones para que eso suceda, evidentemente la postura terapéutica tendrá que ser diferente conforme a la condición (o condiciones) aplicables al caso. En cuanto a la definición de CINGOLANI (1984), incluso aceptando que en la base del envío a terapia haya siempre un desvío de la norma social, no será forzoso que de ahí surja un “desacuerdo fundamental” entre cliente y terapeuta en lo que respecta a la definición del problema que haga inviable la relación terapéutica. Por ejemplo, la construcción conjunta por cliente y terapeuta de una solicitud que tenga sentido para ambos y searesultante del replanteamiento del motivo presentado por la institución o entidad designadora, puede permitir, y permite muchas veces, vencer esta dificultad. Así, a nuestro entender, la condición primera para la definición de la involuntariedad del cliente es la presencia en terapia por imposición explícita o implícita de terceros, con mayor o menor poder coactivo sobre el sujeto, que se asocia a su deseo de no participación e implicación en el proceso. Las otras condiciones referidas en las definiciones anteriores podrán, o no, coexistir con la anterior. Por otro lado, es bueno destacar, desde ya, que los datos de la clínica nos muestran que la condición del cliente involuntario, por lo menos de acuerdo con el criterio de la 23 voluntad del cliente, no es estática a lo largo de todo el proceso terapéutico: se transforma y sufre oscilaciones, es decir, en determinados momentos el cliente no se quiere involucrar, en otros desea y quiere ayuda terapéutica… ¡Y la percibe como útil! Este criterio de la percepción de utilidad de la terapia, a pesar de no ser considerado, globalmente y desde el comienzo, un factor de diferenciación entre clientes voluntarios e involuntarios, se vuelve muy importante en la clínica, concretamente en lo que se refiere al establecimiento de la relación terapéutica y a la evolución y resultados del proceso. Algunas evidencias confirman este dato de la clínica (ALARCÃO, 2005). Contribuye así, de forma decisiva, a la dinámica que antes referíamos, es decir, al hecho de que las transacciones involuntarias no son estáticas, cambian a lo largo del tiempo y son influenciadas por percepciones subjetivas, como por ejemplo la utilidad de la terapia, lo que vuelve aún más difícil identificar a los clientes involuntarios atendiendo apenas al estatuto legal o referencia externa. En este sentido, el estado inicial del cliente puede cambiar conforme a la percepción que tiene de los servicios (deseables o indeseables) (CHUI y HO, 2006). Volveremos a estos aspectos, (in)voluntariedad y percepción de la utilidad de la terapia más tarde, cuando abordemos el tema de la familia- cliente involuntaria. Pero las dificultades en la clarificación de estos conceptos y aspectos no se quedan aquí, una vez que el grupo de clientes involuntarios no se puede considerar homogéneo, como se puede deducir, desde el comienzo, a partir de la definición de THIBAUT y KELLEY (1959) y de las condiciones contenidas en la misma. De acuerdo con ROONEY (1992), los clientes involuntarios pueden ser subdivididos en dos categorías, atendiendo a la fuente de presión experimentada: clientes “obligados” y clientes “no voluntarios”. Los “obligados” son individuos que van al encuentro del terapeuta por causa de un mandato legal u orden judicial. Quien trabaja en contextos públicos con clientes obligados es a menudo consciente de la naturaleza involuntaria de estos contactos, una vez que el mandato legal describe las responsabilidades del técnico y, frecuentemente, especifica los derechos del cliente. Los “no voluntarios” recurren a la intervención psicológica o psicosocial debido a presiones de entidades, de otras personas y/o de eventos exteriores, como por ejemplo, escuelas o entidades empleadoras, otros significativos, como los padres o el cónyuge, o movimientos o proyectos preventivos de la comunidad. Es en este contexto específico que se habla de la invisibilidad de algunos clientes involuntarios. Efectivamente, son muchas veces considerados “involuntarios invisibles”, una vez que las restricciones que enfrentan no son judiciales y, con frecuencia, son encarados por quien los atiende como voluntarios reacios o resistentes. Sin embargo, según este autor, tanto los clientes obligados como los no voluntarios deben ser caracterizados como involuntarios, y en ambas situaciones pueden 24 presentarse, o ser vistos, como resistentes en relación al proceso terapéutico. Esta distinción es también considerada por IVANOF, BLYTHE y TRIPODI (1994). Pero nótese que también ésta no es consensual entre los autores, ya que, por ejemplo, en la definición propuesta por TOHN y OSHLAG (1996), “obligados” se refiere, simplemente, al cliente que fue enviado o traído por alguien a la terapia. Esta definición incluye, de este modo, individuos designados por las más diversas fuentes, desde tribunales hasta otros significativos, no habiendo, por tanto, una distinción entre clientes obligados y no voluntarios. Desde nuestro punto de vista esta distinción tiene mucho sentido, una vez que implica procedimientos técnicos y posturas diversas por parte del terapeuta, concretamente en lo que se refiere a la regulación de la relación con la entidad derivante. En el Capítulo III aludiremos, específicamente, a esos procedimientos. En una perspectiva bastante diferente, una vez que en este análisis se incluyen todos los sujetos que llegan a terapia, independientemente de la designación y del estado de voluntario o involuntario, la Terapia Centrada en Soluciones (BERG y MILLER, 1992; DE JONG y BERG, 2001; DE SHAZER, 1984, 1988), considera la existencia de tres tipos de personas en terapia. Para establecer esa diferencia los autores utilizan criterios relacionados con la forma en la que el sujeto encara el problema que lo conduce a terapia, así como el papel que desempeña en su manutención y resolución y en la negociación y definición conjunta de los objetivos terapéuticos con el terapeuta. Esta identificación, que debe ser hecha en el inicio de la terapia, considera individuos: 1) visitantes, que no reconocen el problema que se debe trabajar y no están disponibles para negociar los objetivos terapéuticos; en muchos casos creen que otros se equivocan con respecto a ellos, que no existe ningún problema; 2) quejicas, clientes y terapeutas están de acuerdo en cuanto a la naturaleza del problema, pero los primeros no se reconocen a sí mismos como parte de la solución; hasta pueden estar altamente motivados para resolver el problema, pero creen que otros, como familiares, profesionales de ayuda o los que se quejan de él, tienen que cambiar para que la situación mejore; y 3) clientes, individuos que están motivados y tienen objetivos personales, marcando una relación en la que terapeuta y cliente definen en conjunto el problema y negocian los objetivos terapéuticos —el sujeto reconoce su implicación en el problema y coopera en la planificación de lo que fuera necesario para alterar la situación. Los clientes involuntarios se sitúan, al comienzo de la terapia, predominantemente en la primera categoría, esto es, pueden ser considerados visitantes, aunque también se sitúen con frecuencia en la segunda, quejicas, pero muy poco en la tercera. También se puede inferir que a lo largo del proceso terapéutico el cliente puede transitar por las diferentes categorías, frecuentemente en el sentido evolutivo de la primera y segunda para la tercera, aunque la transición en el sentido inverso también pueda ocurrir en 25 función de las vicisitudes del proceso terapéutico o incluso de factores contextuales que le son externos. FRIEDLANDER, ESCUDERO y HEATHERINGTON (2006) proponen un cuarto tipo de relación, “relación rehén”, muchas veces común en los casos obligados. Aquí, el cliente no solamente no reconoce el problema, sino que ve la terapia como injusta. Consecuentemente, se vuelve hostil o se siente resentido con el terapeuta. Independientemente de estas últimas acepciones, basadas en el conjunto de definiciones de cliente involuntario anteriormente citadas, en las cuales se cruzan expresiones como involuntario, obligado o no voluntario, nos damos cuenta de que el empleo de estos conceptos no es lineal. Este dato, por un lado, parece no facilitar la intervención terapéutica ni la investigación con clientes involuntarios y, por otro, refleja la complejidad de la realidad que se describe. Emergen, por tanto, diversos criterios para la identificación de los clientes involuntarios: existe acuerdo en su identificación cuando hay un mandato legal, pero los restantes“involuntarios” no son, muchas veces, considerados como tal. Basándose en esta discusión, a pesar de la complejidad inherente al tema, parecen existir dos criterios fundamentales en la identificación de los clientes involuntarios: por un lado, la cuestión de la remisión y, por otro, la cuestión de la voluntad del cliente. El criterio de la remisión hace alusión a quién hace la demanda: el propio cliente, el tribunal, la escuela, los servicios de protección de menores o la familia, dando los autores importancia a la distinción de estas fuentes (DE JONG y BERG, 2001; FRIEDLANDER y cols., 2006; IVANOFF y cols., 1994; ROONEY, 1992; TOHN y OSHLAG, 1996). El criterio de la voluntad representa las percepciones, objetivas y subjetivas, de los propios clientes con respecto a la solicitud, de los objetivos de la intervención, de las posibilidades de elección y de su grado de poder en el proceso (OSBORN, 1999; ROONEY, 1992; THIBAUT y KELLEY, 1959). 1.2. Los Clientes: ¿Familias involuntarias? Digamos, entonces, que los sujetos en terapia pueden ser distribuidos en un continuum con dos extremos: clientes voluntarios y clientes involuntarios (IVANOFF y cols., 1994). La primera (clientes voluntarios) hace alusión a todos aquéllos que creen en el valor y eficacia de las intervenciones psicológicas y que activamente buscaron ayuda para la resolución de sus problemas y concreción de objetivos personales. En el extremo opuesto (clientes involuntarios), se encuentran aquéllos que fueron legalmente obligados para recibir tales servicios y que, aunque los utilicen, no los buscaron activamente. Cuando pensamos en una familia en terapia y nos ponemos en el lugar de los 26 voluntarios en este continuum es fácil imaginar, primero, que la búsqueda activa de ayuda fue, probablemente, asumida por uno o varios de sus integrantes, pero no por todos. Este aspecto lleva a que en nuestro servicio de terapia1, en todos los casos, se pregunte en la ficha de solicitud de consulta primero sobre el grado de acuerdo y conocimiento de los miembros de la familia sobre la solicitud; segundo, que la motivación hacia la terapia y la creencia en su valor y eficacia es diferente de individuo a individuo; y, tercero, que podrá siempre haber uno o más miembros que estén en terapia bajo algún tipo de presión. Para el caso contrario, el de los involuntarios, con excepción del primer aspecto podemos pensar casi automáticamente que si la búsqueda activa de ayuda es externa a la familia, la motivación para terapia continúa siendo diferente de individuo a individuo y, finalmente, siempre podrá haber algún integrante que se encuentre en terapia sin ningún sentimiento de presión. De este modo, podemos concluir que las familias, tanto voluntarias como involuntarias, se distribuyen en este continuum pero que en muy escasas ocasiones se sitúan exactamente, como grupo, en alguno de los dos extremos. Además de esto, como ya hemos dicho anteriormente, el deseo y sentimiento de utilidad de la terapia es dinámico, por lo que a lo largo del tiempo en el proceso terapéutico sus posicionamientos van variando. A propósito de esta afirmación nos viene a la memoria una familia que llegó a terapia designada por los servicios de protección de menores, debido a los comportamientos de la hija adolescente (absentismo escolar, consumo de sustancias psicoactivas, desobediencia), y que, a pesar de esa remisión, sus integrantes manifestaban necesitar ayuda ya que no se sentían capaces de enfrentarse solos con el problema. Tras haber faltado la familia a dos sesiones consecutivas, acabó apareciendo en el servicio, según la versión de la madre por haber sido presionados por la técnica del servicio de protección de menores. La familia se presentó en la sesión de forma muy distinta, estaban enfadados, nada colaborativos, y aún hoy nos acordamos de sus palabras: “¡Veníamos aquí porque queríamos, ahora que estamos obligados la terapia dejó de tener sentido para nosotros!” La situación inversa también sucede. Una madre de 25 años con cuatro hijos menores llega a terapia muy confusa enviada por el tribunal. La necesidad de acompañar el proceso de reintegración de los menores en la familia, después de haber estado institucionalizados, el desempleo de la madre y el reciente divorcio del matrimonio tras una denuncia de la progenitora por violencia de género eran algunas de las razones que preocupaban al tribunal y fundamentaban la solicitud de acompañamiento terapéutico a la familia. Durante las dos primeras sesiones fue necesario trabajar en el sentido de ayudar a la familia a formular ella misma una solicitud de ayuda. Según la madre, el acompañamiento psiquiátrico individual que tenía desde hacía casi tres años era suficiente para sentirse acompañada y, también por eso, no entendía el porqué 27 de la insistencia del tribunal para asistir ahora a una terapia familiar. La clarificación de lo que podría ser trabajado durante el proceso con la familia, el esclarecimiento acerca de las diferencias entre las dos modalidades terapéuticas y el espacio dado a los menores para que también pudiesen compartir sus preocupaciones tal vez hayan sido algunos de los aspectos que ayudaron a esta madre a cambiar de opinión sobre el valor y la utilidad de una terapia con la familia. En síntesis, parece ser legítimo afirmar que la identificación rígida de las familias como voluntarias o involuntarias no tiene mucho sentido, aunque podamos hablar de familias más o menos involuntarias, teniendo el terapeuta, en cualquier caso, que prestar mucha atención a la construcción de una solicitud común que pueda ser transformada en objetivos compartidos por los miembros de la familia y también por él mismo. De este modo, no se pretende minusvalorar la distinción, pero sí llamar la atención sobre su complejidad y sobre los puntos en común de estos dos tipos de clientes, concretamente en el caso de la terapia familiar. Parece, entonces, que el conocimiento de la forma de envío a terapia es crucial para una gestión adecuada del proceso y para su eficacia en el caso de los involuntarios, pues, la implicación de otros, la mayor parte de las veces con una demanda específica diferente a la de la familia (aspecto en que nos parece hay la mayor similitud entre terapia individual y terapia conjunta/familiar de involuntarios), no puede ser infravalorado. Todo esto, asociado a la marca de la sanción social de la incompetencia o disfuncionalidad, más o menos generalizada y aprisionadora pero siempre presente en las familias involuntarias, implica la necesidad de un estudio pormenorizado de estas familias en terapia. Por eso volveremos al asunto de un modo más técnico en el Capítulo III cuando hablemos de los clientes obligados en concreto. Sin embargo, hay que señalar que si esta lógica de flexibilidad y atención especial a la relación todo-parte del sistema familiar, o sea, individuo-grupo, es aceptable en terapia aunque con diferentes grados de dificultad, en el caso de la investigación sobre familias involuntarias, en que una distinción clara es absolutamente necesaria, no podremos decir lo mismo, siendo necesario encontrar criterios que articulando la derivación y el deseo del cliente/familia distingan los dos tipos. Sobre este aspecto volveremos a hablar más adelante, concretamente cuando se aborde la temática de la alianza terapéutica en el Capítulo II. Finalmente es importante decir que, por una cuestión de facilidad discursiva, a lo largo de todo el libro (a excepción del Capítulo III), utilizamos indiferentemente las expresiones clientes involuntarios, clientes/familias involuntarias, familias involuntarias, para referirnos a esta categoría de familias 28 en terapia, lo que no implica que olvidemos toda la complejidad inherente a su definición y, en consecuencia a la terminología a la que se refiere. 1.3. El Terapeuta: ¿Terapeutas involuntarios? La forma en la que los profesionales de ayuda, concretamente los terapeutas, entienden estos casos se convierte en uno de los grandes desafíos de la intervención.En la bibliografía encontramos, con frecuencia, la asociación entre clientes involuntarios y características del proceso, tales como resistencia, rechazo o ambivalencia. Segundo DE JONG y BERG (2001), si pedimos a los terapeutas que indiquen palabras relacionadas con clientes obligados surgirán expresiones como resistentes, difíciles, no cooperantes, negativos u hostiles. De este modo, los términos involuntario y resistente son usados en muchas ocasiones indiscriminadamente, por lo que hay una necesidad imperiosa de distinguir los dos conceptos: involuntario hace referencia al estatus del cliente; resistente se refiere a los comportamientos o características que impiden o dificultan el proceso terapéutico (CHUI y HO, 2006). Pero también aquí las opiniones se dividen: un conjunto de autores designa la “resistencia” como una de las mayores dificultades en la intervención con clientes involuntarios (CINGOLANI, 1984; RIORDAN y MARTIN, 1993; RITCHIE, 1986; ROONEY, 1992), contraponiéndose esta posición a aquélla recibida por quien define la resistencia como un “desafío” que hace referencia a la colaboración de los clientes (DE SHAZER, 1984; MILLER, 2003; MILLER y ROLLNICK, 2002; OSBORN, 1999). Este último grupo de autores, con una perspectiva post-moderna o de segundo orden, enfatiza la noción de colaboración, proponiendo a los terapeutas una posición de (co)construcción colaborativa. Defienden que la resistencia representa, con frecuencia, un desacuerdo entre terapeuta y cliente en oposición a los objetivos terapéuticos (MILLER y ROLLNICK, 2002). En el caso de los involuntarios, dada la intervención de una tercera parte, como vimos, el desacuerdo es incluso más frecuente. ROSENBERG (2000) afirma que los terapeutas deben resistir la tentación de escandalizarse cuando los clientes involuntarios no quieren participar en la terapia, aunque muchas veces sea desalentador tratar con quien no identifica problemas, no quiere soluciones y está un poco “cansado” de múltiples contactos forzados con técnicos. Alerta el hecho de que las fuentes a las que nos referimos, así como los terapeutas, descalifican muchas veces a los clientes obligados, comportándose como si supiesen mejor que ellos lo que necesitan, lo cual provoca que éstos no se involucren en la relación de ayuda de modo productivo, sino más bien como adversarios en un proceso jerárquico —“cuando las personas con poder saben lo que la familia necesita hacer, la voz de la familia con frecuencia no es escuchada” (ROSENBERG, 2000, pág. 94). 29 Completando la idea anterior, MILLER (2003) define resistencia como la existencia de problemas en la interacción terapeuta–cliente, entendiéndola como algo que ocurre en ambos lados de la transacción, pudiendo el terapeuta ser tan resistente como el cliente. O tan involuntario como el cliente… diríamos que el terapeuta tampoco tiene posibilidad de “no escoger” o “no aceptar” al cliente. Esta conceptualización ofrece un replanteamiento relacional, recursivo y circular, evitando discursos que culpabilicen a los clientes y permitiendo que la resistencia sea comprendida como algo que puede ser mutuamente reforzada por los dos protagonistas de la relación terapéutica. En nuestra conceptualización y postura clínica nos inclinamos por este segundo posicionamiento, estamos de acuerdo con AUSLOOS (2003) cuando afirma que no hay clientes resistentes pero sí terapeutas impacientes. En una postura sistémica, hay que comprender una relación y no las características de cada uno de sus protagonistas aisladamente. La eventual involuntariedad de los terapeutas, traducida también en “resistencia” en el proceso terapéutico, se relaciona con aspectos como: focalización en las características de los clientes y no en la relación; descripciones que subrayan la incompetencia, el débil insight e incapacidad de cambio de los clientes, permitiendo a los profesionales evitar el enfrentamiento con sus propias limitaciones o con las de las instituciones que representan; ignorancia de las circunstancias involuntarias del encuentro; minimización del desequilibrio de poder en la relación y no reconocimiento del conflicto entre necesidades individuales, familiares y necesidades sociales (AUSLOOS, 2003; CHUI y HO, 2006). De la discusión presentada se concluye que el posicionamiento epistemológico de los terapeutas, concretamente con respecto a la cuestión de la resistencia, determina tanto la forma en que perciben a los clientes involuntarios, como la forma de cómo van a intervenir. En primer lugar, encontramos autores que se centran en la resistencia de los clientes y que, eventualmente, podrán intervenir con estrategias más confrontativas y, en segundo lugar, autores que centran el enfoque en el terapeuta y/o en la interacción terapeuta-cliente, realzando la co- construcción de la cooperación a través de enfoques más colaborativos. De este modo, también aquí puede ser considerado un continuum por el cual se distribuyen los terapeutas y en cuyo extremo encontramos a los terapeutas- peritos/confrontadores y en el otro a los terapeutas-colaborativos, siendo esperable, que a semejanza de lo que sucede con las familias, cada terapeuta pueda transitar por diversas posiciones en función del caso y, acumulativamente, de la fase del proceso terapéutico. 1.3.1. Dilemas éticos 30 En todo lo que anteriormente hemos dicho, quedó siempre implícita la noción de que estos clientes ponen al terapeuta ante importantes dilemas éticos. No obstante, creemos que este aspecto deberá ser entendido de forma inversa, es decir, cuáles son las cuestiones éticas que, ante los clientes involuntarios, tiene sentido que se plantee el terapeuta. O’HARE (1996) se refiere a ellas del siguiente modo: “los dilemas éticos inherentes al trabajo con clientes involuntarios y obligados incendian la profesión como un volcán incandescente” (pág. 421). KIRACOFE y WELLS (2007) de un modo más específico, afirman que en terapia o asesoramiento obligado (y añadiríamos, o con clientes involuntarios en general) emergen, por lo menos, cuatro cuestiones profesionales y éticas. La primera, es definir cuáles son los intereses del proceso terapéutico. La mayoría de los terapeutas afirmarán que trabajan por el interés de los clientes. La divergencia aparece cuando tienen que decidir quién es el cliente y cuál es el mayor interés. De hecho, a pesar del argumento anterior, si el sujeto entiende el proceso terapéutico como una extensión de una acción judicial o una sanción social, fácilmente se transforma en un castigo. Cuando creen que nada han hecho para merecer el “castigo” de la terapia, los dilemas éticos en la intervención son todavía más complicados (GRIFFIN y HONEA-BOLES, 2001). Sin la aceptación de la necesidad de la terapia, con vista a un cambio de comportamiento por parte del individuo, el proceso terapéutico se convierte en una actividad al servicio de la institución o entidad designadora y, consecuentemente, la institución, y no el sujeto, se convierten en el cliente. Uno de los casos en los que sentimos particularmente este dilema fue el de una familia, una madre y dos hijos, acompañados en el servicio por causa de una solicitud del juzgado. La solicitud efectuada mencionaba que debería ser hecha una terapia familiar con vista a permitir la reaproximación del padre y de los niños. El matrimonio estaba divorciado desde hacía más de siete años (después de un largo y penoso proceso de divorcio litigante) y desde entonces los menores no mantenían contacto con su padre. Independientemente de los motivos que la madre y los niños presentaban para que eso hubiese sucedido, nos preguntamos muchas veces en el seno del equipo terapéutico sobre el sentido de aquel proceso, a quién estaríamos sirviendo, quiénes serían al final nuestros clientes, y cuál sería la legitimidad de una intervención que pretendía que las personas hiciesen una cosa en contra de su voluntad. La segunda cuestión hace alusión al consentimiento informado, aspecto bastante relevante en los procesos psicoterapéuticos. El consentimientoinformado tiene carácter voluntario como elemento esencial, asumiendo que cuando el individuo da su consentimiento para la intervención está actuando sin presiones en el proceso de toma de decisiones. Según ROONEY (1992), la investigación acerca de la implementación del consentimiento informado en este 31 tipo de clientes sugiere, sin embargo, que este “espíritu” es frecuentemente violado. Las formas de consentimiento son muchas veces descritas en términos legales incomprensibles para el sujeto, son presentadas como meras formalidades y raramente están disponibles vías alternativas de intervención. En tercer lugar, la intervención coercitiva en respuesta a un comportamiento disruptivo puede crear otros dilemas. Puede darse el caso de que un cliente trabaje adecuadamente en el proceso terapéutico y que actúe de forma disruptiva en otro(s) contexto(s). En esta situación, ¿los objetivos de terapia deberán ser independientes de los parámetros de comportamiento esperados? KIRACOFE y WELLS (2007) critican la asunción implícita (por la entidad designadora) de que el comportamiento disruptivo puede ser gestionado o alterado como resultado de la participación regular en las sesiones de terapia, una vez que ese presupuesto tiene como efecto transferir la responsabilidad de transformación del cliente al contexto terapéutico. Nótese, de hecho, que muchas veces la solicitud es colocada en esos términos exactos: se debe hacer terapia para que la familia (o un determinado miembro de la familia) deje de tener un comportamiento “x” o pase a funcionar de modo “y”. El caso clínico mencionado anteriormente es también un buen ejemplo de ello. La solicitud formulada indicaba expresamente el comportamiento que los menores deberían adoptar, “volviendo a aproximarse a su padre”, lo que implicaba en un primer momento comparecer en las visitas supervisadas por los servicios sociales y posteriormente pasar fines de semana en casa del padre. De este modo, el terapeuta es frecuentemente colocado en una situación difícil, en la que está implícita su responsabilidad en relación al comportamiento supuestamente inadecuado del cliente. Si el cliente no responde positivamente a lo que se desea, de algún modo es también puesta en entredicho su competencia terapéutica. La cuarta cuestión está asociada a las frecuentes expectativas o exigencias bajo las cuales debe estar hecha la intervención coercitiva y los informes periódicos que deben ser enviados a la entidad derivante. A este propósito KIRACOFE y WELLS (2007) citan la investigación de GALLAGHER, ZHANG y TAYLOR (2003) que reveló que el 65,5% de los técnicos entrevistados confirmaron la realización de la sesión inicial en la secuencia del asesoramiento coercitivo, el 34,5% confirmaron que los clientes cumplieron las recomendaciones de la intervención, el 8,1% hicieron declaraciones acerca de los progresos, y tan sólo el 5,1% fueron libres de no entregar ningún informe a la entidad derivante. Los relatos para asegurar el cumplimiento de la sanción, aunque limitados, sirven para minar la confidencialidad, uno de los mayores pilares del proceso terapéutico. GRIFFIN y HONEA-BOLES (2001) escribieron a propósito de la cuestión de confidencialidad de los terapeutas que trabajan en las instituciones sociales y que 32 intervienen con clientes involuntarios del sistema de promoción y protección de menores. En estos casos, es muchas veces esperado por el terapeuta que los clientes compartan todo, incluso cuando la entidad derivante tiene acceso a informaciones recogidas en el ámbito del proceso terapéutico, por lo menos, en parte. Sugieren que muchos clientes involuntarios podían ser incorporados a la terapia con éxito, si la única información compartida entre terapeutas y entidad derivante hiciese alusión a la frecuencia de las sesiones (por ejemplo: si los sujetos pueden o no estar acompañados). En los casos en los que existe un protocolo que estipula que la entidad externa define objetivos para la intervención, recibe un feedback acerca del desarrollo de las sesiones y mantiene un contacto regular con el equipo terapéutico, los terapeutas se convierten en una especie de agentes dobles (POPIEL, 1980). El cliente experimenta, también, la situación paradójica de recusar la intervención vs. admitir “faltas” a un terapeuta aliado con las autoridades, mientras el profesional se enfrenta al dilema de respetar al cliente e invertir en el establecimiento de la relación terapéutica, mientras “conspira” con las autoridades (GRIFFIN y HONEA-BOLES, 2001). 1.4. La relación: La alianza terapéutica A lo largo de los años han sido realizados diversos estudios que identifican los factores comunes asociados al cambio, es decir, a la eficacia de los procesos en los diferentes enfoques psicoterapéuticos (DAVIS y PIERCY, 2007; SEXTON, RIDLEY y KLEINER, 2004). En este sentido, ha sido defendida la existencia de un conjunto de factores o mecanismos de cambio transversales a todas las terapias, los cuales, de un modo general, remiten a la relación terapéutica, las características del cliente, las características del terapeuta y las expectativas en relación al proceso terapéutico (DAVIS y PIERCY, 2007; LAMBERT, 1992; SPRENKLE, DAVIS y LEBOW, 2009). En este contexto (factores comunes), la mayoría de los autores refuerza la relevancia de la relación terapéutica, considerando que el establecimiento de la relación entre terapeutas y clientes es el factor que más contribuye al proceso de cambio (SEXTON y cols., 2004; FRIEDLANDER y cols., 2006; KNOBLOCH-FEDDERS, PINSOF y MANN, 2004), siendo esta evidencia corroborada por varios estudios (ESCUDERO, FRIEDLANDER, VARELA y ABASCAL, 2008; FRIEDLANDER y cols., 2006; JOHNSON, WRIGHT y KETRING, 2002; KNOBLOCH-FEDDERS y cols., 2004; QUINN, DOTSON y JORDAN, 1997). Efectivamente, a pesar de la evidencia actualmente acumulada en este sentido, la verdad es que el reconocimiento de la influencia de la relación cliente-terapeuta en el proceso terapéutico remonta a FREUD que, en lenguaje psicoanalítico, describe el afecto del cliente con el terapeuta como una forma de transferencia benéfica y positiva contra la neurosis del cliente. 33 En el ámbito de la terapia familiar sistémica es también éste el factor común más investigado (SPRENKLE y BLOW, 2004). Los resultados acumulados, desde los años 80, sobre la unión entre terapeuta y cliente y su efecto en los resultados terapéuticos, nos permite afirmar que la evidencia más sólida que relaciona el proceso y el resultado en terapia sistémica es la relación entre clientes y terapeuta, en particular la alianza terapéutica (FRIEDLANDER y cols., 2006). Esta influencia es recursiva y aunque la contribución de los clientes sea más estudiada, el papel del terapeuta en el establecimiento de la alianza es también apuntado como esencial para el éxito de la terapia (NORCROSS, 2010; SPRENKLE y cols., 2009). La alianza terapéutica es uno de los constructos más estudiados en la psicoterapia en general (BARBER, 2009) y en terapia familiar en particular, siendo entendida como una componente específica de la relación terapéutica, a la par (y muy probablemente en interacción) con otros constructos interpersonales (empatía, congruencia, autorrevelación) (CASTONGUAY, CONSTANTINO y HOLTFORTH, 2006). De un modo general, la alianza se refiere a la calidad y la fuerza de la relación colaborativa entre cliente y terapeuta (HORVATH y cols., 2011). Esta dimensión colaborativa de la alianza es entendida como transversal a diferentes definiciones asociadas a perspectivas teóricas distintas. Es relevante notar que aunque la relación terapéutica sea un constructo más amplio e inclusivo que la alianza, los dos constructos son, a veces, usados de forma indiferenciada en la literatura (NORCROSS, 2010). Por ejemplo, segundo GRIFFIN y HONEA-BOLES (2001), un gran número de modelos de intervención terapéutica tiene conceptualizada la relación cliente-terapeuta como “la construcción de una alianza fundada en la confianza, abertura, honestidad y congruencia”
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