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_Dios en off_ Trampas en las que perdemos a Dios - José Pedro Manglano Castellary

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José Pedro Manglano Castellary, 1999
EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 1999
c/Henao, 6 - 48009 Bilbao
www.edesclee.com
info@edesclee.com
1ª edición: octubre 1999
2ª edición: febrero 2000
3ª edición: junio 2000
4ª edición: febrero 2001
5ª edición: noviembre 2001
6ª edición: enero 2003
7ª edición: noviembre 2003
8ª edición: febrero 2005
9ª edición: noviembre 2006
EDICIÓN DIGITAL: Grammata.es
ISBN: 978-84-330-3528-8
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http://www.edesclee.com
mailto:info@edesclee.com
http://grammata.es/
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INTRODUCCIÓN
¿Dios en OFF? ¿Por qué personas que buscan a Dios, y quieren compartir su vida
con Él, casi sin darse cuenta pierden a Dios, o mejor dicho, lo dan por perdido? ¿Por
qué un buen día la clavija que ellos habían puesto voluntariamente en ON, creen que
una mano misteriosa la cambió de lugar dejándole a Dios en OFF? ¿Por qué tantos, que
de buena gana hubiesen vivido con Dios en ON, lo dan por imposible, se desaniman?
¿Por qué un Dios que libera y engrandece, en alguna personas se convierte en un peso
que empequeñece y humilla? ¿Por qué aquella pequeña lucecita de Dios que comenzaba
a asomar, queda ahogada en vez de crecer? ¿Por qué, sin yo quererlo, puede quedar
Dios fuera de mi vida, o mi vida fuera de Dios?
Podrían darse muchas y muy distintas respuestas. En todas ellas encontraríamos
algunos rasgos comunes: un exceso de voluntarismo, falta de conocimientos acerca de
cómo es el hombre y de cómo es Dios, posiciones originarias que se vician, huidas y
olvidos, no saber vivir las crisis, superficialidad en los diagnósticos, sentimentalismo,
etc.
En este libro trataremos de exponer diez trampas en las que perdemos a Dios. Las
expondremos de un modo sencillo, las afrontaremos desde una antropología básica y
desde la fe.
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Primera Parte
DIEZ TRAMPAS AL AMOR
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PERDER DE VISTA
MI HISTORIA DE AMOR CON ÉL
Centramos la atención en el punto que fundamenta toda historia de amor.
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HOY ME HA CAMBIADO LA VIDA
No estamos solos. Desde el momento en el que me decido a seguir a Jesús, no estoy
solo.
En una ocasión, hace unos dos mil años, dos jóvenes judíos –Andrés y Juan eran sus
nombres– ven de lejos a Jesús, que camina solo, seguramente hacia su casa. No le
conocían personalmente, pero algo habían oido decir de él. La curiosidad, o el interés
por escucharle, lleva a esta pareja de jóvenes a seguir sus pasos, aunque a cierta
distancia. En un punto determinado se da cuenta Jesús de la persecución, se para y se
dirige a ellos:
– ¿Qué buscáis?
Le contestan con otra pregunta:
– ¿Dónde vives?
– Venid y veréis.
Se van con Él y, tras un rato de conversación, salen de su casa siendo discípulos de
Cristo. Es el mismo Juan quien nos lo cuenta en su evangelio, y hace notar que aquel
momento es determinante en su vida, recordando hasta la hora: eran las cuatro de la
tarde (Jn 1, 35-39).
Como este caso, hubo –y hay– muchos otros. Lo que ahora nos interesa de todos
esos encuentros es lo siguiente: en todos ellos se da un momento en el que comienza
una historia personal de amor entre esa persona y Jesucristo. Nos explicaremos.
Tratemos de imaginar qué ocurriría a continuación, cómo serían las horas siguientes
de esas personas. Si imaginamos alguno de esos jóvenes singularmente expresivo,
comunicativo, esa misma noche podría haber comentado en casa con toda sencillez:
Mamá, hoy me ha cambiado la vida. Aparentemente todo sigue igual, pero ahora las
cosas son distintas. Me he encontrado con una persona, con Jesús de Nazaret, y… no
sé, nos hemos entendido y… (aunque quede algo cursi, de alguna manera tenemos que
expresarlo) he decidido compartir mi vida con él. Ahora somos él y yo. Él y yo para
todo. ¿Te acuerdas del viaje que iba a hacer pronto? No sé si lo haré: tengo que
hablarlo con él, porque quizá prefiere que haga otra cosa...
Podríamos continuar, pero creo que basta con esto para hacer ver que el futuro, el
presente y el pasado, las posibilidades, el tiempo y todas las decisiones libres van a
quedar tocadas, influidas por aquel pasado momento de amor. Y todo lo que continúa a
aquel pasado momento de amor va construyendo la historia personal de amor entre esas
dos personas: Jesús y Juan, Jesús y Andrés... o Jesús y tú (si es que has vivido un
momento en el que tomaste a Dios en serio). No estamos solos. Desde el momento en el
que me decido a seguir a Jesús, no estoy solo.
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Jesucristo vive, y todos los años sigue mirando con amor, encontrándose con algunas
y algunos, con varios en cada ciudad. Es una suerte poder decir que uno de esos años,
en el mes tal, el día tal, a tal hora más o menos, tuve yo ese encuentro con Cristo, que
ha marcado mi vida, haciendo de ella una historia de amor.
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OLVIDAR A JESUCRISTO, CAMBIÁNDOLO POR UN PROYECTO DE
PERFECCIÓN
El problema o la dificultad puede venir cuando, con el paso del tiempo, se pierde de
vista la historia de amor. No siempre ocurre, pero… ¡es tan fácil! Veamos uno de los
posibles procesos que puede llevar, sin que el interesado se dé cuenta, a perder de vista
esa historia personal de amor.
Cuando nos decidimos a seguir a Jesucristo, es fácil que nos hagamos una idea ideal
de lo que queremos ser.
Según la vocación de que se trate, pensamos ilusionadamente ser el… perfecto o la…
perfecta (los puntos suspensivos, cada uno puede rellenarlos con su caso concreto: la
cristiana perfecta, el seminarista perfecto, el marido perfecto, la madre perfecta, la
monja perfecta...). No nos mueve a eso nada malo, sino la ilusión de una entrega plena.
A veces nos atrae ser como otra persona que escogió el mismo camino y a la que
tenemos idealizada. Esto no es necesariamente algo malo, pues de esas circunstancias se
sirve Jesucristo para movernos a comenzar esta historia de amor. Lo que sí es un
empequeñecimiento es quedarnos ahí, en esos motivos sin llegar a darnos cuenta con
profundidad de por qué y para qué nos hemos decidido a seguir a Jesucristo.
¿Qué puede ocurrir entonces? Que, sin darme cuenta, mi vida puede acabar siendo
un esforzado intento por hacer realidad “el ideal” que yo tengo en la cabeza.
Con el tiempo –los días, los meses, los años– voy tocando la realidad mía: no soy lo
que creo que debería ser. A diario encuentro cantidad de limitaciones y fallos. Mi
experiencia va convirtiéndose en “mi pobre experiencia”. En mis desahogos hay un
grito que resume mi estado anímico, mi valoración personal: ¡soy un desastre! Al
mirarme es fácil que, sobre todo en momentos de cansancio, vea en mi vida un fracaso:
¡no alcanzo los mínimos del ideal que persigo! Es preciso entonces pararse a
reflexionar: ¿qué me está ocurriendo? Que todo eso es verdad, pero todo eso es verdad
sólo en relación a los parámetros mentales míos sobre mi vocación. He olvidado mi
historia de amor. En mis esfuerzos y luchas estaba moviéndome por alcanzar ser lo que
yo creía que tenía que ser… pero Jesús ya no aparece en mi vida. Se me ha olvidado
que se trata de vivir con él, y esto hace que mi vocación pase de ser una historia de
amor con Jesucristo, a ser una lucha en solitario por vivir unos ideales. Y eso no es lo
que Jesús me ha invitado a vivir.
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VIVIRLO TODO CON ÉL
Un ejemplo. Puede costarme el trato con otra persona con la que estoy obligado a
convivir por el motivo que sea. Existen dos posibles modos de reaccionar.
Primera posibilidad. Pararme y decirme a mí mismo: tengo que llevarme bien con
ella; al menos, hacer esfuerzos por normalizar el trato. Su simple sonrisa me pone de
los nervios. Mi conciencia me dice que no está bien; y en el fondo reconozco que quizá
esté siendo yo víctima de mi soberbia. Me esfuerzo, y una vez le sonrío, pero las cuatro
veces siguientes no le aguanto. ¡Esto no puede ser! Me voy cansando de tanto esfuerzo;
me canso de ella; me canso también de mí mismo… Y espero que, del mismo modo que
la vida nos unió, ojalá llegue pronto el dichoso día en que la vida nos separe.
La otra posibilidad. Constato que tal persona me resulta insoportable. Pero
enseguida adivino en esa situación una nueva etapa de mi historiapersonal de amor
con Jesús.
Por eso puedo ver en la convivencia un problema, pero será un problema... no mío –
desde que decidí seguir a Jesús nada de lo que me ocurre es un problema sólo mío–,
sino un problema de los dos, y que tenemos que resolver entre los dos. Sé que, en su
providencia, Dios ha permitido –ha querido– que conviva con esa persona. Jesús ¿qué
quieres que haga? Yo solo no puedo, y... me resulta insoportable ¡Tú verás! ¿Y qué vas
a hacer tú?… ¿Qué quieres que hagamos?
Es evidente que en el primer caso se ha olvidado la historia personal de amor con
Jesús –que lo abarca todo–, y me he quedado yo solo. En el segundo, esa circunstancia
que me contraría me une más al Señor Jesús, y me lleva a gritar con el salmista:
“Asegura mis pasos con tu promesa, Señor, que ninguna maldad me domine”.
“Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. Soy un gusano, no
un hombre; vergüenza de la gente, desprecio del pueblo”. “Refugio mío, mi fortaleza,
Dios mío, confío en ti”.
El día que murió Teresa de Calcuta, retransmitieron en la televisión una entrevista
que le hicieron en vida. Le preguntaba el periodista si estaba casada:
– Casada, sí: con Cristo. Y sepa que Jesucristo es un marido muy exigente.
Continuamente me pregunta, me pide, me requiere.
Un buen ejemplo de lo que es entender la vida como una historia personal de amor
con Jesús.
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APRENDER A INCLUIR TODO SUCESO EN MI HISTORIA DE AMOR
La dificultad se supera con la verdad. No se trata de engañarse diciendo que va bien
lo que va mal. Se trata de incluir cualquier cosa que me sucede, cualquier suceso que
vivo un día cualquiera, en mi historia personal de amor con Jesús.
Siendo como soy, él me dice y yo le digo, él me pide y yo le doy; yo le digo y él me
dice, y yo le pido y él me da. Somos yo y él. Desde el momento en el que Jesús me
pidió mi vida y yo libremente se la di, ya no soy yo solo, yo soy “él y yo”.
Todo lo que me ocurre, nos ocurre; y todo lo que me afecta, nos afecta; y a la
inversa: lo que le ocurre y afecta a él, me ocurre y afecta a mí.
Por eso, me da igual no ser el prototipo perfecto de mi vocación; lo que me importa
es decirle que sí a eso que ahora quiere de mí. O decirle que ya siento haber pasado de
él en ese asunto, porque sé que a él le habría gustado que me hubiese comportado de
otro modo. No lo siento porque se trata de un error, de una especie de falta de ortografía
en este inmenso dictado que es mi vida, sino que lo siento porque él siente que me haya
comportado así, y si él lo siente, yo también.
Si en un día me he enfadado nueve veces y una vez he conseguido vencerme, la
valoración no es que he fallado el 90% y he acertado el 10%. En primer lugar, porque
no se trata de fallos y aciertos, sino de momentos de amor o desamor. Y, en segundo
lugar, porque la valoración verdadera la sabemos Dios y yo.
Él siempre sabe perfectamente lo que yo he dado, independientemente de si parece
mucho o poco: “Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas observaba a la
gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda
pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esa
pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han
echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad ha echado todo lo que tenía
para vivir”. (Marcos 12, 41-44).
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SABIENDO QUE VIENE DE ÉL, TODO AGRADA
Si no olvidamos nuestra historia de amor con Jesús exclamaremos al final de nuestra
vida, agradeciendo lo duro y lo suave, los momentos difíciles y los fáciles, las
circunstancias que arañan y las que acarician, como exclamaba Teresa de Lisieaux al
final de su vida: “¡Qué misericordioso ha sido el camino por donde Dios me ha llevado
siempre! Nunca me ha hecho desear cosa que luego no me haya concedido. Por eso, su
cáliz amargo me ha parecido delicioso”. (Orar con Teresa de Lisieaux, J.P. Manglano,
Ed. Desclée De Brouwer, número 4.6).
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NOMBRE: CRISIS.
APELLIDO: DE CRECIMIENTO
Te copio del diccionario. “Crisis: f.1. mutación considerable que acaece en una
enfermedad, ya sea para mejorarse o para agravarse el enfermo. 2. Mutación importante
en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. 3.
Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o
cese. 4. Por extensión, momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias
importantes (…) 7. Por extensión, situación dificultosa o complicada”.
Podemos entender la vida como un proyecto. En todo proyecto hay épocas. Un tipo
de épocas son las crisis. Por eso, entender las crisis es necesario para llevar adelante
cualquier proyecto.
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LA HUIDA DEL SUFRIMIENTO PROVOCA UNA AVALANCHA DE
INTERROGANTES
En el mundo del deporte, sobre todo cuando se trata de actividades de duración
prolongada, es muy frecuente hablar, al finalizar, de las crisis, de los momentos críticos
que han tenido lugar en el desarrollo del ejercicio de que se trate.
Recuerdo un aficionado al ciclismo. Contaba que, al principio, cada vez que subía
una cuesta algo larga –un pequeño puerto–, le asaltaban mil preguntas: “¿Para qué he
venido aquí?, ¿Quién me manda montar en bici? Esto no es lo mío… con lo bien que
estaría ahora en casa... Vendo la bici y con eso podría comprarme…”. Sin embargo, en
cuanto se terminaba la subida y alcanzaba un llano –y, no digamos, una bajada–,
automáticamente se reconciliaba con el ciclismo. Al finalizar la etapa la valoración total
era siempre positiva: vale la pena.
Podríamos descubrir mil situaciones parecidas. Se trata de una reacción muy humana
y, por eso mismo, frecuente. Todos las hemos vivido. Provocadas por distintas
circunstancias, pero todos.
¿De qué se trata? De algo tan sencillo como esto: no nos gusta sufrir. Así, en los
momentos en que sufrimos, parece como si se disparase un dispositivo que soltara una
avalancha de preguntas en torno al sentido de lo que hacemos: si vale la pena, si es lo
mío, por qué esto y no otra cosa… No es más que la huida del dolor, del sufrimiento.
Esta experiencia, que se da en todos los aspectos de la vida –también en el
seguimiento de Jesucristo–, solemos denominarla “crisis”.
Evidentemente, las crisis no tienen siempre la misma fuerza o intensidad. La
madurez –que no es el simple paso biográfico del tiempo, sino algo bien distinto–
aumenta la capacidad de sufrimiento, enseña a sufrir. Es una pescadilla que se muerde
la cola: el sufrimiento ayuda a madurar, y la madurez ayuda a saber sufrir. Por eso, a
una persona que nunca ha sufrido verdaderamente, el sufrimiento le hace perder
fácilmente la estabilidad: las crisis desencadenan la búsqueda de una huida y se deja
asaltar por esos mil interrogantes que le hacen perder el norte, la estabilidad y, en
consecuencia, la paz.
Quiero continuar con el ejemplo de mi amigo ciclista: es evidente que contaba
aquello como algo que le sucedía al principio. Continuó con el ciclismo, y fue
protagonizando un proceso. Pronto ya no se tomaba en serio a sí mismo: se reía de sus
ocurrencias. Más tarde, ni se le venían a la cabeza: había desarrollado sus músculos y,
también, su capacidad de sufrir. Sin embargo, el proceso crítico se repetía cada vez que
se exigía más de lo ordinario: todo crecimiento en su carrera ciclista iba acompañado
de su correspondiente crisis de sufrimiento.
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LAS CRISIS TIENEN COLOR
De ordinario, no valoramos debidamente las crisis. No somos justos con ellas. Hablar
de crisis es hablar de algo grande en la vida de una persona: de algo –por colorearlo– de
tonos rojos. Suponen, por un lado, crecimiento, conquista de nuevas cotas, cambio
enriquecedor; y, por otro, sangre, combate, esfuerzo y lucha. No somos justos con las
crisis, porque nos ha dado por pintarlas de negro –o, en el mejor de los casos, de
marrón– y por vestirlas de dudas e interrogantes.
Las “crecederas” duelen, pero ¿qué sería de alguien que por ahorrarse ese dolor
eligiese continuar de por vida siendo enano?
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LAS CRISISDUELEN
Las crisis duelen, y son positivas. Y no escribo duelen “pero” son positivas, porque
el mismo dolor es uno de los ingredientes que hacen positiva la crisis.
Jesucristo, Dios y Hombre, en cuanto hombre, también sufrió crisis. Aunque los
Evangelios no reflejen de manera expresa ningún dato al respecto, es lógico pensar que
cuando, a los doce años, se desmarca de sus padres para enseñar en el templo,
conociendo el disgusto y preocupación de sus padres, sufrió, y lo pasó mal (se equivoca
quien imagine en ese hecho a un niño Jesús frío e indolente).
Crisis de Cristo por el cansancio: dormido en la barca, no consigue despertarle el
temporal que hace temer por su vida al resto de la tripulación.
Crisis extraordinaria en la oración en el huerto, que le lleva a sudar sangre por negar
su voluntad para aceptar la de su Padre Dios.
En toda vida hay crisis. La crisis no es más que exigencia del crecimiento. Hay
planteamientos que se quedan inservibles, obsoletos, pequeños, inadecuados.
Ocurre lo que a los zapatos; iba feliz con ellos, los había amoldado a mi pie, eran tan
míos que ni los sentía, pero un día... ya no me sirven, me hacen daño, no me los puedo
poner: se me han quedado pequeños. La vida me enfrenta con una nueva situación que
me hace descubrir que mi amor era muy aguado, que me buscaba más a mí que al otro,
que estaba muy diluido en las compensaciones que me procuraba, que era un amor
posesivo que no respetaba al otro... Esa nueva situación produce una crisis: amaba con
un amor que se me ha quedado pequeño, que ya no me sirve, y me exige –a la fuerza–
que crezca. Desde que los zapatos antiguos empiezan a resultarme pequeños, hasta que
amoldo los nuevos y los hago míos, todo ese tiempo es de incomodidad, de
inestabilidad y de dolor.
Es claro que mi espíritu debe crecer: la fe, el amor, la humildad, la esperanza... El
corazón –todo el mundo de las motivaciones, el motor que nos mueve a hacer las
cosas– debe limpiarse, purificarse, despegarse del amor propio, desatarse de los mil
lazos humanos que le tienen oprimido sin dejarle crecer.
Todo este crecimiento puede darse pacíficamente, pero de ordinario es un
crecimiento acompañado por el dolor, acompañado de momentos de crisis. Por eso,
haríamos bien en acompañar habitualmente la palabra “crisis” con el complemento “de
crecimiento”.
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UNA REGLA DE ORO Y UN CONSEJO
Así vistas las cosas, es fácil describir la crisis como un reto al que me enfrenta Dios
–mi entrenador, y director de la carrera que es mi vida– porque me va preparando para
una nueva victoria. Victoria que me colocará en un nuevo puesto estratégico: me situará
más cerca de Dios y más cerca de los demás, más cerca de cumplir adecuadamente mi
misión. En el fondo, lo importante es enfocar siempre las posibles crisis dentro de mi
historia de amor. Una crisis es siempre algo doloroso, pero lo importante es no
olvidarme de que se trata de algo que necesito vivir. Me conviene dar un estirón. Ya es
hora de avanzar. Es un medio que utiliza Dios para mejorarnos, para hacernos más
amables y más capaces de amar.
Por eso las crisis son buenas en sí mismas. Lo importante es no huir, sino crecer.
Recuerdo una persona que me decía que todos los días daba gracias a Dios por cada una
de las crisis que había pasado, repasando una por una desde el principio. En cada una
Dios le había regalado algo grande.
Cuando seamos conscientes de estar protagonizando una crisis, la regla de oro que
debería guiar nuestro comportamiento podría ser la siguiente. Ya hemos visto que
naturalmente lleva a abrirnos mil interrogantes que en el fondo tratan de buscar una vía
de huida. La regla de oro sería la de conseguir sustituir todos esos cobardes
interrogantes por este otro: ¿Qué estás queriendo ahora de mí, Señor? ¿Qué me irás a
dar, cuando me pides esto?
Esa, la regla de oro. Y el consejo, del refranero popular: en tiempos de tormenta no
hay mudanza. Lógico. La crisis se vive como una tormenta interior en la que no es
prudente plantearse traslados, vivir con otro amor, cortar las relaciones que me hacen
sufrir, cambiar de “domicilio”. En el mayor número de los casos, esa mudanza será
huida. Los tiempos de tormenta son para crecer hacia dentro, para cambiar
interiormente, para transformarme, para enriquecerme. Tomar decisiones de cambio en
momentos de crisis es fracasar.
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LAS CRISIS CÍCLICAS
Vale la pena hablar un momento de otro tipo de crisis, que las llamaremos crisis
cíclicas. Nos referimos a aquellos momentos en los que las cosas nos cuestan más y,
como consecuencia, lo pasamos mal. Pero esos momentos tienen una característica, y es
que siempre se presentan en las mismas circunstancias, por ejemplo cuando me levanto,
o antes de comer, o los sábados por la tarde, o cuando estoy con determinadas personas,
etc.
Estos malos momentos, que dependen de cada uno, no tienen mayor importancia. Se
trata, sencillamente, de no dar importancia a todo lo que se me ocurre, tener paciencia,
saber esperar, y ya se me pasará. Entra dentro del interesante capítulo que el tiempo nos
enseña, que es el de aprender a tratarse a uno mismo.
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CRISIS PASAJERA, GALERNA O PATALEO
Por último, recogemos otro tipo de crisis que, con mayor o menor intensidad, y con
diversas variantes, es frecuente padecer. En este caso recurriremos a la imagen de la
galerna para exponerlo.
Describir el propio estado interior no es fácil. Es frecuente recurrir a fenómenos
meteorológicos para expresar ciertas vivencias personales: vivía en una permanente
primavera; el sol invadía mi interior; parece que las nubes han entrado en mi corazón;
vivía inmerso en una fuerte tormenta de sentimientos contradictorios; tiempos de
bonanza; tiempo de sequía...
Pienso que no se trata de un recurso literario sin sentido. Me parece que si este tipo
de fenómenos es capaz de expresar tan adecuadamente estados íntimos, es porque por
ahí andarán escondidos elementos y fondos comunes. ¿Qué tendrán en común ambas
experiencias? Algo muy sencillo: en los dos casos el sujeto padece la acción de unos
agentes ajenos a él mismo; en ambos casos el sujeto se encuentra inmerso –sin haberlo
querido– en una situación de hecho. Me explicaré.
Ciertas crisis consisten en una galerna interior (para los de clima mediterráneo
servirá la imagen de una tormenta de verano). Describo rápidamente una galerna que
viví. Me encontraba en una casa construida sobre alto, a un par de kilómetros del mar,
distancia cubierta por multitud de viviendas. Un día, a primera hora de la tarde,
desaparece el horizonte tapado por una especie de cortina oscura, muy oscura, que
impide ver más allá. Cortina corrediza, que se desplaza lentamente hacia la costa con la
pretensión de entrar en tierra, como lo hizo transcurridos unos minutos. Entonces, casi
de repente, te veías metido en la galerna.
Azotes de un viento que golpeaba con fuerza en todas las direcciones –varios barcos
fueron estampados contra rocas, árboles desarraigados y gruesas ramas amputadas;
casetas, ropas, colchonetas y chiringuitos por los aires…
La claridad del caluroso día que pacíficamente estaba transcurriendo, repentinamente
fue reemplazada por la oscuridad; pero no la oscuridad propia de la noche, ausente de
luz, sino como una especie de luz oscura, que es distinto.
Ciertas crisis consisten en una galerna interior. Casi de repente me encuentro ausente
de la paz que me acompañaba. De repente noto que se me despiertan todas las fuerzas
malas que hay en mí: todo me parece mal, cualquier palabra me molesta, la gente me
parece falsa, a quien quería me parece idiota e inaguantable; los demás no me importan;
y los ideales tampoco, –aunque me esfuerce por pensar en ellos, me dejan indiferente–.
Mis juicios interiores no dejan títere con cabeza.
Murmuro contra todo, pataleo contra todo, arremeto contra todo. Las ocurrencias
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azotan a todos y a todo: golpean en todas las direcciones. Los compromisos adquiridos
me parecen como un molde que me encorseta, que no me deja en paz, que ojalá no los
hubiese adquirido nunca: un engañoen el que me embarqué en pasados momentos
románticos, momentos en los que creía aún en un amor ahora carente de sentido. No
deseo a nadie en mi camino (ni mi mujer, ni tener hijos, ni nada).
Me considero un desgraciado: la desgracia ha caído sobre mí de un modo
privilegiado. Así al ver a la gente que me rodea, con la que me cruzo por la calle... es
fácil que les mire con una irracional envidia: estos sí que son libres, en cambio yo...;
estos no tienen desgracias económicas, en cambio yo...; estos no tienen a una mujer
como la mía, en cambio yo... ¡hasta que me muera!...
Durante ese tiempo me cuestiono, como de pasada, si son verdaderos o no todos los
pensamientos, ocurrencias y juicios que van desfilando por mi cabeza: “supongo que no
será verdad todo esto, pero me da igual: ¡como si lo fuese!”. ¿Qué más da tener razón o
no? ¡Doy patadas a todo y basta!
¿Por qué se desencadenan estas galernas o crisis? Casi siempre van acompañados de
un estrés o cansancio. Los detonantes son variados: la noticia de una grave enfermedad
no esperada; una verdad sobre mí mismo que ha dado en la diana; una crítica que me ha
llegado; un mandato que no entiendo y tampoco puedo dejar de obedecer; una
contrariedad importante, o cualquier fracaso personal; la falta de reconocimiento de mi
trabajo, o la valoración negativa de éste, etc.
¿Cómo se superan estas crisis?
El tiempo ayuda. No tomarse en serio nada de lo que pasa por la cabeza en esas
temporadas, también. Dormir bien, deporte o algo que ayude a descansar la cabeza –
distrayéndose–, también. Y por más que azote todo contra todo, yo debo seguir sin
alterar mi paso cumpliendo con lo previsto, como si nada pasase en mi interior. Es
decir:
reírse de uno mismo
paciencia
fidelidad
Y vuelve la calma.
Ahora bien, para que esa calma sea verdadera y estable, es preciso reconocer
pacíficamente, cuando ya ha pasado el temporal, cuál ha sido el motivo; con frecuencia
es el amor propio herido, que se revuelve una y otra vez, como un animal furioso.
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RADICALIZAR
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¿QUÉ ES RADICALIZAR?
“Si de verdad amase a tal persona, no la sentiría como una carga. Si de verdad
amase a Dios, estaría todo el día pensando en él. Si de verdad quisiese conseguir tal
cosa, lo conseguiría. Si de verdad quisiese a tal persona, me sentiría llena y feliz con su
sola existencia. Si de verdad quisiera vencer, arrasaría. Si de verdad creyese en la
eucaristía, le trataría de otro modo”.
Si de verdad tal… entonces tal…
Radicalizar es una actitud propia de la gente joven. Ideales, voluntad decidida,
adhesión firme a lo que se juzga valioso, no frenarse ante la dificultades o aparentes
imposibles, rebeldía, creer y apostar por un mundo mejor, tendencia a la intolerancia,…
Estas y otras muchas características que acompañan la juventud –y que son buenas en sí
mismas–, llevan con frecuencia a ser radicales. Y ser radical, cuando se aplica a la
propia vida, es una trampa.
Si de verdad tal… entonces tal… –¡O blanco, o negro!, ¡pero no estoy dispuesto a
admitir el gris!– Vamos a ver más despacio dónde está el engaño cuando se radicaliza.
Si de verdad tal… entonces tal… ¿Qué se quiere decir con “si de verdad”…? Si mi
amor a tal persona o a Dios, o mi fe en la Eucaristía… es una verdad “de verdad”, es
una verdad absoluta y limpia de todo límite e impureza… si es así, ese amor o esa fe
significan una fuerza de tal magnitud que toda mi existencia quedaría dirigida y
marcada por ella. Y como veo que mi existencia no se corresponde con lo que debería
ser, la explicación es que realmente no tengo amor, o no creo realmente en la Eucaristía,
o...
Ese modo de pensar, en el fondo, es verdad y al mismo tiempo es un engaño. Lo que
ocurre es que, en nuestra situación de personas normales, no se da nunca ninguna
verdad “de verdad” así entendida. Para entendernos: es como si tiro una piedra en
dirección norte y digo: si de verdad se está moviendo la piedra… llegará al polo norte.
¿Qué diríamos? Que no; que no se trata de ser pesimistas, ni de atenerse a negativas
experiencias pasadas,… sino que se trata de considerar que hay otras fuerzas que actúan
y rozan sobre un cuerpo que no está en el vacío… y que esa piedra no llegará al polo
norte de un solo tiro. Otra cosa es que el lanzador de la piedra vaya pacientemente de
tiro en tiro aproximándose hasta la meta. Pero no es que sea mentira que la piedra se
esté moviendo, simplemente el problema es que se mueve como puede moverse,
contando con las limitaciones que le vienen dadas.
Es algo parecido a lo que ocurre con nosotros mismos. Hay una serie de fuerzas,
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pasiones, tendencias, hábitos, naturaleza herida por el pecado original, momentos de
ceguera en los que fácilmente somos engañados, que hacen de nosotros personas en las
que nunca puedan darse verdades de verdad.
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QUIEN RADICALIZA SOBRE SU COMPORTAMIENTO EMITE JUICIOS FALSOS
No se trata de una frase hecha, o de algo de poca importancia. Es frecuente que en
nuestra personal historia de amor caigamos en esta trampa.
Un caso: “Llevo quince años... viviendo con tal persona o siguiendo a Dios… y me
he dado cuenta de que no le amo. ¡Es más! He reflexionado sinceramente y he tenido
que reconocer que nunca le he amado”. Otro caso: “Quiero amar a Dios como si
estuviese enamorado de un/a chico/a, pero no lo consigo. Eso quiere decir que en el
fondo no le amo”. Otro: “Después de tiempo… no sé si alguna vez he hecho oración.
Siempre ha sido un querer y no poder”. Otro: “Tantos años con este marido y cada vez
discutimos más”. Otro: “No siento nada por la fundadora de mi congregación. Si
amase mi vocación me atraería su persona”. Y la ejemplificación podría continuar
hasta el infinito.
Es evidente que todos estos juicios son falsos. En todas esas afirmaciones se exponen
verdaderas experiencias vividas en este mundo de experiencias grises, donde... ni el
amor puro se da,... ni la oración pura es lo ordinario, etc. El amor ordinariamente está
manchado de impurezas... ¡pero es amor!; y la oración siempre es búsqueda… pero ¡es
oración!
Recuerda aquel personaje del evangelio que se dirige a Jesús expresando
formidablemente bien su realidad gris: Señor, creo pero ayuda mi incredulidad[1].
Palabras que podemos parafrasear así: Tengo fe, pero también tengo incredulidad:
acepto pacíficamente mi realidad, te la manifiesto: creo y no creo al mismo tiempo.
Deseo recibir tu ayuda para cambiar ya que esta incredulidad me impide estrechar mi
vida a la tuya, te impide a ti obrar conmigo a tus anchas.
31
AL RADICALIZAR ME TRATO DE MODO INJUSTO
Radicalizar es exigir un comportamiento angelical –propio de ángeles– a personas
humanas. Si tal exigencia supone un desatino en cualquier caso, cuando se trata de
jóvenes mucho más.
¿Por qué? Porque el joven tiende a ser exigente consigo mismo. Y con frecuencia
puede exigirse comportamientos que exceden sus posibilidades, ya que en muchos casos
sus capacidades todavía no están desarrolladas. Dicho de otra manera: en la juventud es
fácil caer en pedir peras al olmo: esto es, exigirse unos comportamientos de los que no
se es capaz, sencillamente porque todavía no se ha alcanzando la plenitud del propio
desarrollo como persona.
32
CUANDO NOS AUTOEVALUAMOS CON JUICIOS RADICALES, ¿QUÉ
ESTAMOS BUSCANDO?
Este tipo de juicios no es de todos los días. Corresponde más bien a momentos de
balance. Y ordinariamente momentos “bajos”: cansancio, fracaso, hartazgo, “bajón”…
O quizá momentos en los que se presentan dificultades no ordinarias, como la de que
hayan surgido otros intereses alternativos al seguimiento de Cristo.
Momentos de balance, en los que se puede tratar de buscar alguna seguridad. Y la
seguridad se busca –equivocadamente– en los resultados, en el progreso personal, en
vez de buscar la seguridad en las palabras de Cristo y en mi historia personal de amor
con él.
Ante los fracasos, ante los aspectos grises de la vida cotidiana, el camino sensato es
volver los ojos a Cristo y recordar que la vida de entrega no es un concurso de méritos
sino una historia de amor enla que lo único seguro –lo único que sí puedo radicalizar,
porque no es mío sino de él– es el amor de Dios.
33
EL CRISTIANO SÍ ES RADICAL, ¿PERO EN QUÉ?
El cristiano, sin embargo, sí es radical en dos sentidos.
1) Hasta el momento hemos considerado el error que supone radicalizar al juzgar las
propias obras, al juzgar nuestro comportamiento. Decíamos que el nuestro es un
comportamiento de experiencias grises. Pero ojo, porque hasta ahora hemos
hablado de obras, hechos, experiencias y comportamiento.
Otra cosa es hablar de disposiciones: aquí sí cabe radicalizar. O estoy dispuesto a
amar a Dios sobre todas las cosas (el conseguirlo y vivirlo es otra cosa), o no
estoy dispuesto. En este sentido, Jesucristo sí que radicaliza: el que no está
conmigo, está contra mí. Hablar de disposiciones es hablar del corazón: y el
corazón o quiere o no quiere. No hay corazones grises. No querer del todo, es no
querer. Y querer querer (porque se quiere, pero... como que faltan fuerzas) sí que
es querer.
2) El cristiano también es radical en la confianza en que Dios no falla.
Es Jesucristo quien nos lo dice en el evangelio de San Marcos, en el capítulo 13, 24-
42.
Un día contaba a los judíos lo que ocurriría al final de los tiempos. La enumeración
de los sorprendentes hechos astronómicos –el sol se apagará, las estrellas caerán a
tierra, los astros tambalearán la luna– debió conmover a los judíos oyentes, dejando en
ellos una cara de circunstancias, que en algunos de ellos quizá traslucía cierta
incredulidad, no lo sé. Pero el caso es que Jesús aclaró: “¡Os lo aseguro! El cielo y la
tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.
Es propio del ser humano buscar seguridad. También Descartes, para garantizar el
progreso de la filosofía, buscó un punto de partida, una verdad de verdad, un punto
seguro: una verdad que no admitiese dudas. Le costó bastante y, además, le salió mal el
intento.
“¡Os lo aseguro!”, dice Jesús. Yo os doy la seguridad, y la clave de la seguridad:
mis palabras no pasan, se cumplirá hasta la última tilde de la palabra de Dios. La
seguridad, como hombres de fe, debemos buscarla en Cristo, y no en nuestros
resultados.
Entonces, ¿qué es seguro? Pues es seguro todo lo que ha dicho Jesucristo. Son
palabras de Cristo, entre muchas otras, aquellas con las que nos transmite que yo estaré
con vosotros hasta el fin de los tiempos; que aunque la madre se olvidase de su hijo, yo
no me olvidaré de vosotros[2]; que yo os he elegido para que seáis santos, como mi
Padre celestial es santo; que yo os he elegido para que vayáis, y deis fruto, y nuestro
34
fruto sea abundante;… Todo eso es verdad. Y es seguro. Y no pasará. Y se cumplirá…
Por eso podemos creer radicalmente en su cumplimiento, aunque lo que nosotros
veamos y experimentemos cada día vaya –aparentemente– en dirección opuesta. Si
estamos viviendo una historia de amor con Jesucristo –que es en lo que consiste la
llamada a la que hemos respondido– tenemos que partir de una confianza radical en que
Jesús no nos fallará. Hemos de creer en Dios, y también en nuestro propio ser cristiano.
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APRENDER A VIVIR SEGUROS A PESAR DE NOSOTROS MISMOS
Podemos ser radicales en la fe en el cumplimiento de las palabras de Jesús. No
podemos ser radicales en la fe en el cumplimiento de las palabras nuestras.
Lo nuestro es lo de Pedro: antes moriré que negarte[3]. Y Jesús le asegura que antes
de que cante el gallo le habrá negado tres veces[4]. No duda del buen corazón de Pedro,
ni de la sinceridad de sus palabras… pero sabe que Pedro tiene los pies de barro. Pedro
le niega, se perdona a sí mismo y pide perdón a Jesús. Y el amor a Jesús crece, aunque
el camino para este crecimiento haya sido descubrir un poco más su pequeñez y la
grandeza de Dios que siempre perdona. El amor crece y la historia personal de amor de
Pedro se hace más fuerte, más real.
Judas niega a Jesús una vez[5]. Pero no se perdona a sí mismo, se desespera y no
pide perdón a Jesús. Radicaliza. Y se desespera. ¡Cómo no me gusto así… ya no lo
intento más! Se olvida de que amor es también ser amado, es dar y es recibir, es agradar
y es recibir perdón y consuelo,... Todo es leña que arde bien en el fuego del amor.
Menos radicalizar, que es cortar por lo sano, echar un cubo de agua en esa hoguera que
iba prendiendo poco a poco.
Terminamos con unas palabras de C.S. Lewis. Se trata de un consejo válido para
quien siente la tentación de “para jugar mal y perder... rompo la baraja, y se acabó”,
porque el amor crece poco a poco:
“Cuando nos comportamos como si amásemos a alguien, al cabo del tiempo
llegaremos a amarle. Si le hacemos daño a alguien que nos disgusta, descubriremos que
nos disgusta aún más que antes. Si le hacemos un favor, encontraremos que nos
disgusta menos. (…) El mal y el bien aumentan los dos a un interés compuesto (…). Se
os dice que debéis amar a Dios. Y no podéis hallar ese sentimiento en vosotros mismos.
¿Qué debéis hacer? La respuesta es la misma que antes. Comportaos como si lo
amarais. No intentéis fabricar sentimientos. Preguntaos: Si yo estuviera seguro de amar
a Dios, ¿qué haría? Cuando hayáis encontrado la respuesta, id y hacedlo. (…) Si
intentamos hacer su voluntad, estamos obedeciendo el mandamiento: Amarás al Señor,
tu Dios. Dios nos dará sentimientos de amor si le place. No podemos crearlos por
nosotros mismos, y no debemos exigirlos como un derecho. Pero lo más importante que
debemos recordar es que, aunque nuestros sentimientos vienen y van, el amor de Dios
por nosotros no lo hace”. (Mero cristianismo).
36
4
INCOMPRENSIONES DESDE DENTRO Y DESDE
FUERA
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JESUCRISTO: UN REY INCOMPRENDIDO DE UN REINADO NO ENTENDIDO
Nos centrará este texto de San Juan: Entró de nuevo Pilato en el pretorio, llamó a
Jesús y le dijo: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús respondió: “¿Dices esto por ti
mismo, o te lo han dicho otros de mí?”. Respondió Pilato: “¿Acaso soy judío? Tu gente
y los pontífices te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”. Jesús respondió: “Mi reino
no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis soldados lucharían para que
no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. (Jn 18, 33-37).
Atento para situarnos. La conversación tiene lugar entre dos hombres muy distintos.
Pilato es un funcionario extranjero, que por razones de trabajo ha sido destinado al
reino oriental, y –por oriental– extraño, pintoresco y desconocido para un romano. Es
un enviado del emperador romano entre los judíos.
Por otro lado está Jesús. En ese momento es un trapo de hombre: sería patente su mal
estado físico: la noche anterior sufrió con tal intensidad mientras oraba en el Huerto de
los Olivos que llegó a sudar sangre; fue llevado a empujones hasta el Palacio, y no
había dormido ni un minuto en toda la noche.
En este contexto, la pregunta de Pilato –¿Tú eres rey?– es fácil entender que contiene
una gran carga de interrogantes, de perplejidad. Asombro y... quizá miedo.
Eran Reyes de entonces, Arquelao y Herodes Antipas, hijos de Herodes el Grande.
Eran déspotas no queridos por el pueblo. Como botón de muestra, servirá lo dispuesto
en el testamento de Herodes padre, que murió cuando Jesús tenía más o menos once
años: había dispuesto que para comunicar oficialmente al pueblo su muerte, se
convocase a las autoridades y personas más importantes del país, en gran número, al
estadio de Jerusalén. Una vez estuviesen allí congregados, deberían entrar los soldados
y arremeter contra los invitados hasta que todos muriesen. De esa forma aseguraba que
su muerte no fuese motivo de alegría para el pueblo, sino un luto para todo el país. Sus
hijos heredaron, junto a la corona, también el estilo de reinar de su padre.
Era bien distinto el perfil que presentaba Jesús como rey.
¿Tú eres rey? Lo más asombroso de todo, para quien conoce a Jesús, es la respuesta:
Yo soy rey. ¿Asombroso, por qué? Porque tan sólo unas semanas antes, tras algún
milagro, de manera espontánea y unánime, la gente se había abalanzado sobre él para
proclamarle rey, pero él había conseguido escabullirsede entre ellos. No quería ser
proclamado rey en ese contexto. Mi reino no es de este mundo, consecuencia del éxito,
la emoción y la popularidad.
Fíjate bien, Jesucristo –esa persona con la que tú has decidido vivir tu historia de
amor– se proclama rey en la cruz. No quiere ser aclamado por las masas, no busca ser
popular. Solo le interesa el amor, y el amor tiene más que ver con la cruz que con el
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éxito y la fama.
Es sugerente, a este respecto, una novela reciente en la que el autor, centrado en el
museo del Prado en Madrid, da vida a todos los personajes de los cuadros de Velázquez,
y todos ellos se van una noche a la “movida madrileña”; todos menos uno: el Cristo de
Velázquez, que continúa allí, clavado en la cruz.
Ese es el reinado de Cristo. Cristo es rey así. Es un reinado de servicio. Todos
pueden permitirse sus movimientos, sus ausencias, sus compensaciones, sus tiempos…
Cristo siempre está ahí. Es rey en el Sagrario: siempre ahí, indefenso, en las manos de
quien esté dispuesto a cuidarle; siempre ahí, hecho cosa, esperando, por si alguien en
algún momento le necesita. Cristo es rey, pero su reino es servicio, amor, paz…
¡Muchas veces estamos más cerca de la forma de pensar de Pilato que de la de
Cristo! Cuando vemos el mundo que corre su suerte ignorando a Dios, al margen de él
en tantas ocasiones, y en otras manifiestamente contra él… se dibuja en nuestro interior
la pregunta cargada de desconcierto: ¿Tú eres rey? Parece que nos cuadraría más que,
de ser verdaderamente rey, castigase con el fracaso a quienes le ofenden, y enviase
ángeles armados contra sus enemigos, para imponer un orden: ¡su orden!
Y Cristo nos dice que no. Su reino es el amor, el servicio, la entrega, la paz. O
mejor: su amor, su servicio, su entrega, su paz. Y reina en aquel que se le abre. Y
cuando alguien se acerca a él o a cualquiera de su reino, al entrar en contacto con el
amor… se sabrá atraído por ese reinado, y… si quiere, aceptará formar parte de ese
reino.
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INCOMPRESIONES DESDE DENTRO Y DESDE FUERA
Estas consideraciones son oportunas, pues quien quiere seguir a Cristo… conviene
que olvide la mentalidad de Pilato y se implante cada vez con más firmeza en la mente
de Cristo.
Es fácil que de vez en cuando suframos incomprensiones.
Incomprensiones desde dentro, de nosotros mismos. Sobre todo, en momentos en
los que la cabeza y el corazón se nos enfrían, se nos mundanizan. Y entonces es fácil
que nos sorprendamos exclamando: ¡Pero cómo he cambiado! ¡Qué raro me he vuelto
en comparación con los demás! ¡Cómo me he complicado la vida! ¡Otras personas
buenas llevan una vida más “normal”! ¡Vivo encerrado! ¡No tengo ni un momento
para mí! ¡Nunca puedo hacer lo que me da la gana! ¡Vivo atado con mil cadenas!
Es el momento de mirar a nuestro rey: es el único que se queda en el cuadro en
aquella noche de asueto para el resto. “Yo he nacido para esto” dice Cristo a Pilato.
Empleo mi libertad en renunciar a todos mis derechos, con el fin de ser siervo, servidor
de todos.
E incomprensiones desde fuera. Lo más normal es que las más fuertes
incomprensiones nos lleguen de los más cercanos: todo profeta –dice Jesús– es tenido
en poco, o puesto en duda, en su propia casa[6]. Así le pasó a Jesús, cuando lanzaban
aquella pregunta llena de escepticismo, con la sospecha de que todo aquello no fuese
más que un engaño ¿No es este el hijo del carpintero…?[7]
Cuando quien nos quiere manifiesta incomprensión –¿por qué te complicas la vida?
¿Por qué otro hijo, si ya tenéis…? ¿Por qué no dejas eso? ¡Disfruta del verano! ¿Cómo
va a ser eso vocación, si ya verás como dentro de un tiempo se te pasa? ¿Por qué no
aceptas ese dinero negro? ¿Por qué…?– no debe extrañarnos. Basta con que
recordemos cómo son las ordenanzas de nuestro rey. Y sus palabras: Si el mundo os
odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros[8].
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... PORQUE EN AMOR, LOCURA ES LO SENSATO ...
¡Estás loco! Gritarían a aquel protagonista de la parábola: vende todo lo que tiene
para comprar unos pocos metros cuadrados de tierra ¡Estás loco! ¡Todo… por eso! Lo
que no saben todos los que se ríen de él es que allí hay un tesoro escondido, oculto para
ellos, que vale más que todo lo que vendió ¡Mucho más!
El reino de Cristo es un reino de locos. Hasta tal punto es así que, si no existen
incomprensiones, puede ser un mal indicio. Es lógico que mi hombre viejo grite
enfadado en mi interior: ¡loco! Es lógico que las personas con las que convivo, si son
de cabeza y corazón mundanos, griten con asombro e incomprensión: ¡estás loco!
Ya lo decía el poeta: ... Porque en amor, locura es lo sensato (Antonio Machado).
Toda historia de amor es la historia de las locuras de dos locos... o no es una historia de
amor.
41
5
RELACIÓN VIVA CON DIOS VIVO
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TODO LO VIVO CRECE. NUESTRA RELACIÓN TAMBIÉN
Primera afirmación. Dios es un ser vivo. Yo soy un ser vivo. La relación personal
entre nosotros –entre Dios y yo– es una relación viva: se trata de algo vivo. Y todo lo
vivo crece. El crecimiento requiere un tiempo.
Segunda afirmación. Además de viva, nuestra relación es una historia de amor, y por
lo tanto es personal; esto es, su Persona busca, conoce, quiere, pide… a mi persona; y a
mi persona hoy, como se encuentra hoy,… que es distinta a mi persona mañana o mi
persona de dentro de diez años.
Estas dos afirmaciones pueden resultar obvias, pero hay planteamientos “bien
intencionados”, movidos por unos muy buenos deseos, que las olvidan. Sería
conveniente, antes de seguir la lectura, darles alguna vuelta en la cabeza para calar en lo
que significan. A veces son las verdades sencillas, las más difíciles de entender bien.
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LOS MÚSCULOS SE DESARROLLAN CON EL EJERCICIO. TAMBIÉN EL AMOR
SE DESARROLLA
Kowsky, en su obra El jardín del amado –extraordinaria alegoría protagonizada por
los simbólicos personajes de el Amado, el Amante y el Discípulo–, cuenta un episodio
que puede resultar sugerente para el tema que estamos tratando. El Amado es Dios, el
Amante podría ser su Hijo, y el Discípulo podría ser el lector, es decir, tú.
“Durante un largo tiempo, después de que el Discípulo hubiese entrado en el
Jardín, le dio el Amante sólo tareas livianas, hasta que al fin el Discípulo, lleno de
celo de realizar grandes tareas por el Amado, se impacientó con la suavidad de sus
trabajos y le dijo al Amante:
– Señor, te ruego que me des algún trabajo más duro que pueda yo hacer por el
Amado, porque es mucho lo que deseo brindarle mayores servicios.
El amante le llevó entonces a una parte lejana del Jardín en la que había una gran
roca y le dijo:
– Esta roca luciría bien en el jardín de rocas del Amado. Si quieres una tarea
pesada, llévala hasta ahí. Asombróse el Discípulo pues le pareció que aquella roca
era demasiado grande como para que algún hombre la pudiese mover, sin embargo se
avergonzó de no intentar al menos darle el debido cumplimiento a la tarea que se le
había designado. Así es que, al retirarse el Amante, luchó todo el día por mover la
roca y, al cabo, y con el mayor esfuerzo, logró moverla unos centímetros. Al caer la
noche, y hallándose del todo exhausto, se acercó el Amante y, con toda facilidad,
alcanzó la roca en sus brazos y se la llevó hasta el jardín de rocas. Atónito, díjole el
Discípulo al Amante:
– Señor, te ruego que me expliques el significado de esta tarea y el origen de tu
maravillosa fuerza.
El Amante replicó:
– Tanto mis músculos como mi fe se han fortalecido poco a poco al realizar mis
diarias labores en el Jardín, pero tú, al pedir una tarea para la que no estás preparado,
has desperdiciado todo un día que bien podías haber utilizado para desmalezar el
Jardín del Amado.
Por lo que el Discípulo comprendió que un hombre debe primero empeñarse en
pequeños actos de amor, y sólo cuando estos han acrecentado su pericia y sus fuerzas
puede emprender las tareas mayores”.
Otro día, más adelante, el Discípulo reincidió, pidiendo al Amante más sufrimientos.
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Tras un episodio parecido, concluye: “Así fue como el Discípulo comprendióque el
Amado permite que sobre cada Amante caiga sólo aquel sufrimiento que cada uno
puede soportar y, desde ese día el Discípulo llevó con alegría las pequeñas
mortificaciones que le deparaba su labor en el Jardín”.
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UN DIOS DE "CAFÉ PARA TODOS" NO ES DIOS
Narrado en una fábula, este comportamiento puede parecernos lejano, porque el
deseo de llevar más peso puede resultar algo abstracto. Veamos otras motivaciones.
Cuentan que en cierta ocasión se acercó al confesionario del Cura de Ars un
penitente con grandes deseos de ser santo. Este hombre conocía algunos detalles de la
vida del Santo Cura, como los exigentes ayunos –unas pocas patatas como única
comida del día–, las pocas horas que dormía –tres o cuatro ordinariamente–, y otras
mortificaciones. El buen hombre manifestó al Cura su intención de imitar esas
mortificaciones. El Cura le dijo que no, que no sería capaz de llevar una vida en esas
condiciones. “Dios envía a veces buenos deseos, pero cuya realización en esta vida no
nos exigirá nunca”, dice en otra ocasión a un sacerdote que tiene deseos de ser
religioso.
El Cura de Ars, en uno y otro caso, no emite un juicio que infravalore al penitente
quedando él por encima. Se trata de que Dios a cada uno le pide lo que le pide, lo que
quiere de esa persona. Lo que le pide a él no se lo pide a todos. Del mismo modo que lo
que pedía a ese penitente se lo pedía a ese penitente y no a otros.
El Dios vivo pide a cada uno. Las peticiones generales, o para todos, están en el
Evangelio, y marcan un camino ancho por el que deberemos andar todos. Pero dentro
de esa amplia senda, cada uno tenemos nuestro camino particular. El Dios vivo no es un
Dios del “café para todos”: cada uno tenemos nuestro “régimen”, un deseo específico y
único para cada uno de sus hijos. Y ese deseo de Dios es único porque su historia de
amor con él también lo es. Si no fuera una historia personal, única, tampoco sería de
amor.
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CADA UNO LO SUYO (SEGÚN SU RÉGIMEN)
Cada uno debe buscar su propio camino de amor.
En la parábola de los talentos, el señor que la protagoniza da diez talentos a un
empleado, cinco a otro y tan sólo uno al tercero. ¿Cuántos talentos pide a la vuelta?
¿Acaso hace una media y pide cinco a todos? ¿O quiere de todos el máximo, poniendo
el rasero en los diez? ¿O, como es “bueno”, se conforma con el mínimo, y le basta con
uno por empleado? No. A cada uno lo suyo.
Un ejemplo. La nota que recibe un estudiante de primero de carrera en el examen
parcial de matemáticas, es una calificación que se le da valorando sus conocimientos
sobre la materia dada para ese parcial; no se le califica valorando sus conocimientos con
respecto a las matemáticas en general. En el examen final se darán más conocimientos
de matemáticas, y en segundo de carrera más, y en tercero más, y en el doctorado
todavía más. Sería absurdo vivir en la humillación constante: el examen me ha salido
bien, pero no sé esto, ni esto, ni aquello otro…
De la misma forma ocurre con la santidad. Dios puede estar contento conmigo, y yo
también puedo estarlo, aunque lógicamente haya muchas cosas que no vayan bien:
porque le he dado esto concreto que él quería y que quedamos para hoy,... De eso se
trata.
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CADA UNO LO SUYO EN PLENITUD (TODO SU RÉGIMEN)
Los deseos de amar y de entrega deben ser plenos. Pero, volviendo a la parábola de
los talentos, el pleno de uno –en frutos– es un talento. Y el pleno de otro –en frutos y
consecuencias– es cinco. Y el del otro, diez.
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LA PETICIÓN DEL DIOS VIVO CAMBIA Y CRECE
Debemos estar prevenidos contra una peculiar monstruosidad que amenaza a los
llenos de buenos deseos. Viste esta deformación con los ropajes de santas pretensiones;
con el paso del tiempo, tan vistosas vestiduras se trocan por las del desánimo y la
desesperanza. Esa monstruosidad consiste en una imitación malsana –o malentendida–
de los santos.
Las anécdotas de los santos o de personas que viven nuestra misma vocación de un
modo ejemplar, es bueno conocerlas. Son un ejemplo y una luz. Su comportamiento, su
lucha, sus reacciones, sus hábitos… nos dicen cómo obra Dios en las almas. Es bueno
desearlo. Pero no es bueno pensar que Dios me pide a mí eso mismo, hoy y ahora, de la
misma forma como se lo pidió a ellos en un momento concreto de su vida. Lo que sí me
pide Dios es que mi donación sea total, que le dé todo, porque si no estoy dispuesto a
darle todo hago imposible nuestra historia de amor. Pero mi todo, y el todo de los
demás no tienen porque coincidir.
Todo lo que sería bueno hacer –el heroísmo en todo mi actuar–, no es una exigencia
de Dios para mí. Sería bueno, sí. Y lo deseo, sí. Pero él no me lo exige ahora y, en
consecuencia, tampoco me lo debo exigir yo. Sería una monstruosidad.
49
VIVIR LA HUMILDAD Y VIVIR EN LA HUMILLACIÓN
Por decirlo más gráficamente. No sería bueno una confesión ante Dios en la que le
pidiese perdón por una lista interminable de omisiones, de cosas que me superan. El
cristiano debe vivir la humildad. Pero vivir en la humillación constante es algo bien
distinto a vivir en la humildad. Quien tiene cinco talentos y está dolido porque no rinde
diez… vivirá toda su vida en una constante humillación. Y eso no es bueno.
Dios me pide lo que me pide. Y nada más. Y nuestra relación es viva y, en
consecuencia, lo que me pedirá la semana próxima lo desconozco, pero puedo saber lo
que me pide hoy. Y eso, y sólo eso, es lo que debo plantearme. Lo que pasa de ahí no
es deseo de santidad: es una deformación por la que cargo pesadas piedras que exceden
mi capacidad.
50
LA EXIGENCIA NACE DE DENTRO O DE FUERA: AHÍ ESTÁ LA DIFERENCIA
El trato con Dios y las exigencias de la entrega pueden ser algo asfixiante, o una
historia de amor personal, en la que procurar amar a Dios cada día un poco más sea
algo ilusionante. La diferencia suele estar relacionada con el origen de la exigencia.
¿De dónde nace mi exigencia? Es importante que sepamos dar un papel importante a
la conciencia. Tomarnos en serio nuestra conciencia, para que la exigencia nazca
realmente de nuestro trato personal con Jesús. Lo que nos debe llevar a exigirnos cada
día, son los ratos de oración en los que hablamos cara a cara con Jesucristo y él nos va
haciendo ver qué cosas tenemos que cambiar, la lectura correcta que vamos haciendo de
la providencia de Dios en nuestra vida: en el fondo de la propia conciencia.
Así evitaremos que la exigencia sea algo que nace de fuera: de comportamientos
estandarizados, de modelos que me he forjado, o de criterios escuchados que mi
conciencia me impone sin llegar a hacerlos míos –sin aplicarlos a mis circunstancias
personales, o sin llegar a entender su sentido profundo–. En el fondo, así evitaremos
que la exigencia nazca de un malentendido afán de imitar, y lograremos que sea fruto de
un deseo sincero de agradar a Jesús.
51
CADA UNO VIVIR SU VIDA. CADA UNO VIVIR SU SANTIDAD
El amor mío a Dios es algo vivo, orgánico, que crece. Al paso de Dios debo ir yo.
Dios me marca un paso. Ahora quiere esto de mí, y me da su gracia para hacerlo, y... lo
hacemos juntos. Y aunque esto sea muy poco, una tontería en comparación –y aquí está
el problema: en compararme– con lo que hacen otros, una tontería en comparación con
lo que –no se sabe por qué– me parece que sería lo mínimo. Ese poco es lo que el Dios
vivo –que me conoce, me ama y continuamente me pide más– espera de mí.
Al paso de Dios. Para cada uno tiene un paso. Para mí, el mío.
Muchas personas que desesperan de ser santas, lo hacen porque ven imposible vivir
según ciertos niveles. Se sienten incapaces de hacer… equis. Pero se olvidan de que su
santidad es su santidad, y no la santidad del Cura de Ars ni la de ningún otro. Tienen
que ser santos ellos, dándolo todo.
Pero ese todo, dependerá de sus circunstancias personales, que serán buenas o
lamentables, pero son las suyas. Y no todo el mundo tiene que ser otro Cura de Ars.
Todos tenemos que ser otro Cristo, es decir, otro buen hijo de nuestro Padre Dios. Y
buen hijo podemos serlo todos. Cada uno desdela situación en que nos encontramos,
exactamente desde nos encontramos.
52
6
SINCERIDAD. MIRAR CON DOS OJOS
53
PARA SER SINCEROS... MIRAR BIEN ES LO PRIMERO
Ser sincero con uno mismo es muy interesante; es más, fundamental. Pero tiene su
dificultad. Y, en muchas ocasiones, esta dificultad estriba en que uno se mira mal a sí
mismo.
Si miro mal, veo mal. Ver mal supone no ver las cosas como son, no dar con la
verdad como ella es. Y, si no conozco mi verdad ¿cómo ser sincero ante mí mismo?
¡Qué pena! Si no estamos atentos, nos miramos mal porque nuestra mirada no es
cristiana, porque ¡tenemos cabeza y corazón no cristianos! La cultura imperante de la
sociedad en que se vive influye mucho en la forma de ver las cosas, ¡y la nuestra es la
cultura de una sociedad eminentemente competitiva, pragmática, materialista,
capitalista…! Y, lógicamente, cuando nos miramos a nosotros mismos podemos hacerlo
–por decirlo en dos palabras– con una mirada capitalista.
54
LA MIRADA CAPITALISTA HACIA UNO MISMO
Inconscientemente podemos tener una idea de la Iglesia –por decirlo de alguna
manera– como si se tratase de una universidad masificada. En estas, uno vale por los
resultados objetivos que obtiene. Existen unas tablas de rendimiento y, de acuerdo con
lo que yo rindo, eso valgo. ¡Pero… ni me conocen! No hay personas, hay números de
matrícula. No hay casos particulares, hay un criterio general y único aplicable a todos
por igual. No hay amor –ni historias de amor–, hay resultados. Hay un listón… y “no
me cuente usted su vida que yo también he sufrido mucho”.
Como consecuencia de esta visión de la Iglesia masificada, ¿qué idea nos hacemos
de Dios? Dios, como si fuese el rector de esa universidad; como conoce a tantos, no
puede estar en las cosas de cada uno. Ese Dios no sería capaz de mantener una
verdadera relación personal con cada una de sus criaturas.
Y, ¿qué idea nos hacemos de nosotros mismos? Cada uno de nosotros no es más que
un individuo solitario que debe sacarse él solo las castañas del fuego, y cumplir con las
exigencias completas de su camino particular: más o menos un... “a ver si hay suerte y
apruebo”.
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UN FUNCIONARIO QUE SE AUTODESCALIFICA
Esta manera impersonal de concebir nuestra relación con Cristo me convierte en una
especie de “funcionario” espiritual que necesariamente me obliga a fijar la atención en
los resultados que obtengo.
La mirada se ha vuelto reflexiva; es una mirada que va dirigida primeramente sobre
mí mismo y mis obras. A la mirada sobre mi vida, sigue una valoración de mi persona
que depende de los resultados que obtengo. Y sólo si considero que consigo “el
aprobado” en esa autoevaluación, ya me atrevo a mirar a Dios, pues sólo entonces es
posible que me ame.
Todo esto es un gran error. Pero un gran error en el que podemos encontrarnos de
manera inconsciente e involuntaria. Que si yo valgo, que si yo avanzo, que si yo amo
realmente, que si yo en el fondo me busco a mi mismo, que si yo fallo o que si yo he
fallado ya tantas veces, que si yo yo yo yo yo yo. Así caemos en esa maldita
enfermedad por la que nos encontramos en una continua autoevaluación. Y, además, las
calificaciones con las que me autoevalúo son equivocadas, ya que son realizadas desde
una perspectiva equivocada.
Todo esto es no conocer a Dios ¿Dónde está el error, o lo malo de esa mirada? Dios
no es el rector de una universidad masificada. Ni es un ordenador que sólo reconoce los
hechos objetivos, independientemente del sujeto que los realiza. Ni es una máquina que
va registrando los resultados, valorándolos de manera estandarizada, de acuerdo a una
fría tabla de equivalencias.
Dios no es así de muerto. Dios ha entrado conmigo en una relación de amor
personal, y es desde esta perspectiva desde la que me trata.
Un ejemplo. Jon y Tommy han dicho una mentira a lo largo de un día. El resultado
objetivo es el mismo: una mentira. Pero mientras que Jon sufre un hábito importante de
engañar, debido a unos complejos que padece y ha vencido en nueve ocasiones
haciéndose gran violencia, pero en una ocasión de manera automática ha salido de su
boca la mentira, en el caso de Tommy la mentira ha sido un acto perfectamente
premeditado y libre. Dios conoce todo eso.
Dicho de otra manera: con el mismo resultado objetivo, con el mismo hecho, uno
puede obtener un sobresaliente –está amando y santificándose–, y otro puede estar
suspendiendo.
56
LA MIRADA CRISTIANA
Distingamos dos pasos en la mirada que proponemos, y que llamaremos mirada
cristiana. Mirarme a mí sin referencias, como a un absoluto, es un error. Es como mirar
un artículo aislado, sin contexto ni nombres a los que acompañar: “la, los, un...” no nos
dicen nada. Una mirada sincera requiere verme con relación a Dios, en primer lugar. Él
me ha creado –primer paso–, y me ama –segundo paso–. Tener en cuenta estas verdades
al pensar en mí, me referencia y completa mi sentido adecuadamente.
Primer paso. Como punto de partida para una mirada sincera sobre uno mismo se
encuentra el mirarse como criatura de Dios. Soy, vivo, existo, porque Dios ha querido.
Y soy como soy porque Dios me ha hecho así. Desde el siglo en el que vivo, hasta mi
estatura, pasando por mis cualidades y mis limitaciones, son así en mi persona porque
Dios me quiere así.
Con este presupuesto, adquiere pleno sentido la obligación básica –y no por eso
fácil– de amarme a mi mismo como soy. Con palabras de Guardini, “En la raíz de todo
está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con ser el que
soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en los
límites que se me han trazado. Todo eso se hace especialmente difícil cuando percibo
no sólo los límites, sino las insuficiencias y defectos de mi ser; fallos de mi salud;
trastornos en la armonía psíquica; cargas de herencia de antepasados; estrechez por la
situación histórica y social, y así sucesivamente. ¿Por qué es todo esto? (…) Fe
significa aquí que comprendo mi finitud desde la instancia suprema, desde la voluntad
de Dios”. (La aceptación de sí mismo, pp. 23 y 25).
No soy perfecto. Y no lo soy porque no lo puedo ser, ya que no soy Dios. Dios me
ha hecho así, no porque yo le haya salido mal, sino porque me ha querido así. Los
límites y limitaciones en que vivo, que no me dejan ser como me gustaría ser... no son
malos. Por eso es importante que me guste como soy. Lo único verdaderamente malo es
aquello que libremente parte de mi corazón hacia el mal –el pecado–. Esto es: en la
base de la mirada sincera se encuentra el verme como criatura y, en consecuencia,
gustarme como soy.
Segundo paso. Pero la mirada sincera hacia uno mismo va todavía más lejos. Verme
como sujeto receptor del amor de Dios.
“En general –dice C.S. Lewis–, pensar en el amor de Dios por nosotros es algo
mucho más seguro que pensar en nuestro amor por Él. (…) Pero lo más importante que
debemos recordar es que, aunque nuestros sentimientos vienen y van, el amor de Dios
por nosotros no lo hace. No se fatiga por nuestros pecados o nuestra indiferencia, y, por
lo tanto, es incansable en su determinación de que seremos curados de los pecados, no
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importa lo que nos cueste, no importa lo que le cueste a Él”. (Mero cristianismo, p.
145).
Santa Teresa sintetiza de manera formidable al aconsejar a sus monjas que lo
importante está “en que determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús, Señor
nuestro, que como allí lo haya todo, lo olvida todo”.
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MIRAR CON UN OJO Y CON OTRO
Hablamos al principio de la “mirada capitalista” hacia nosotros mismos, llena de
tensión, agobio, autoevaluaciones y fríos e impersonales resultados.
La “mirada cristiana” hacia nosotros mismos es completamente distinta. Es una
mirada que mira con dos ojos. Con un ojo me miro a mí mismo como criatura amada
por Dios y con el otro ojo estoy mirando a ese Jesús que, encaprichado conmigo, me
llena con sus bienes y me ama sin condiciones.
Al mirarnos así, el alma rompe sus pequeños límites que la tienen oprimida. Se
engrandece, hasta decircon san Juan de la Cruz: “Todo es mío, todo es para mí; la
tierra es mía, los cielos son míos, Dios es mío y la Madre de mi Dios es mía”.
Con respecto a mis imperfecciones… ¿qué más da?
“Señor, gracias por la perfección de tu mente que hace aprovechable la imperfección
de mi vida”. (J.M. Pemán, El viernes santo del humilde).
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ANEXO: UNA CONVERSACIÓN
Cuando terminé la primera redacción de este capítulo, se lo di a leer a un joven (a
uno de esos que, a pesar de lo buena persona que es, tiene metido hasta los huesos lo
que hemos llamado la “mirada capitalista”). Vale la pena transcribir la breve
conversación.
–Todo eso es muy bonito, pero cada día, en mis rezos nocturnos, al ver mis fallos
¿Qué hago con ellos? ¿Me alegro por haber hecho esas cosas mal? ¿O dónde los meto?
–¿Qué vas a hacer? Pues… dar gracias.
–¡Ah! ¡Encima! Hago el mal y… voy a tener la caradura de dar gracias a Dios.
–No es caradura: es la mirada cristiana hacia ti mismo. Con un ojo verás que, una
vez más, Dios te ha ayudado. Gracias a Dios porque te das cuenta de que aquello está
mal hecho; y gracias a Dios porque lo reconoces. Por eso, antes de nada, gracias. Te
miras a ti mismo ¿Por qué he actuado así? Verás la verdad y, conociéndote, no te
extrañarás de tal o cual acto o reacción.
–¿Y ya está?
–No, falta el otro ojo. Con este segundo ojo, a la vez, te ves en relación a Dios: lo
bueno que es, el cariño que te tiene, su perdón; que se alegra porque lo reconoces y
vuelves como el hijo pródigo; que es fiel y continúa confiando en ti más que antes; que
no hay misericordia como la suya; etc.
Como en la cara le vi un gesto que le delataba, con el que venía a decir: está tratando
de animarme, todo eso no es más que una palmadita en la espalda de “ánimo, chaval,
que aunque eres una porquería tienes que seguir viviendo y mejor que veas las cosas
más positivas”. Y le puse un ejemplo:
–Tenemos la suerte de que nos hayan llegado por escrito las palabras con las que
María describe cómo es su propia mirada hacia ella misma. Es curioso porque, aunque
habla de ella misma, parece que el protagonista del texto es Dios. Esto es, que al
mirarse a ella se está viendo –sobre todo– como receptora de la acción, bondad y
grandeza de Dios. Escucha sus palabras, y fíjate en los verbos:
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
Porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí:
Su nombre es santo,
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Y su misericordia llega a sus fieles
De generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
Dispersa a los soberbios de corazón,
Derriba del trono a los poderosos
Y enaltece a los humildes,
A los hambrientos los colma de bienes
Y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
Acordándose de la misericordia
–como lo había prometido a nuestros padres–
a favor de Abraham y su descendencia por siempre.
Mirando así las cosas, ser pequeña, humilde, esclava... sí tiene importancia, pero es
una importancia positiva. Además, lo que más importa es lo que yo recibo de Dios; yo
importo, fundamentalmente, en cuanto que soy de Dios y ocasión de que Dios sea Padre
bueno.
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ACERTAR CON EL ENEMIGO
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CONVIENE OBJETIVARSE DE VEZ EN CUANDO
No sé si has probado alguna vez a “verte desde fuera”, a mirarte a ti mismo, a tu
persona –a ti y a tu vida– como si fueses otro. Es decir, no sé si alguna vez te has
objetivado, te has hecho a ti mismo como un objeto ajeno o distinto que observas desde
fuera. No es nada raro ni complicado. Continuamente lo hacemos con los demás. Se
trata de hacerlo contigo mismo. Para lograrlo, puede servirte, por ejemplo, intentar
verte a ti mismo como ves al protagonista de una película. El escenario y la trama es tu
ciudad y las cosas que te han ido sucediendo, y tú eres el protagonista.
Objetivarme, verme desde fuera, observar mi yo como alguien distinto a mí, es
interesante y práctico. Una de las ventajas que proporciona es, por ejemplo, la ayuda
que supone en la tarea de aceptarnos como somos: ese soy yo, así soy, con tales
cualidades, con esas circunstancias externas que me condicionan, con tales y cuales
suertes, limitaciones, desgracias, etc. Otra ventaja que proporciona está en relación con
el tema que nos va a ocupar: acertar en saber quién es mi enemigo. Nos explicaremos.
Recuerdo que en las clases de matemáticas y física, cuando uno salía a la pizarra
requerido por el profesor para resolver un problema, y el alumno, hecho un lío, no sabía
cómo seguir en la resolución del problema… muchas veces el profesor le ayudaba de
una manera eficaz pero sorprendente. Esta ayuda consistía en decirle sencillamente:
aléjate un poco de la pizarra, y mira. En muchas ocasiones, aquello era suficiente para
corregir el error cometido o continuar con acierto en medio de aquel salpicado de
fórmulas.
Aléjate… y mira. Le había ayudado. También en los momentos de oscuridad que se
presentarán en tu historia de amor con Jesús, para buscar la solución, para saber por
dónde seguir, muchas veces la mejor ayuda es alejarte del problema concreto y mirar.
La separación proporciona un distanciamiento, distancia necesaria para echar una
mirada global sobre el conjunto; una mirada de conjunto que facilita darse cuenta de
dónde está el problema: ver de nuevo el punto de partida, el proceso seguido hasta el
momento, los datos, y qué es lo que se quiere.
Objetivarse es alejarse del presente, del ahora y del mañana, … y mirar. Problemas,
los hay en todas las vidas. Llevar la vida bien, acertar en mi camino concreto como
seguidor de Cristo, es una tarea en la que pueden presentarse mil obstáculos, situaciones
en las que me encuentre como el alumno en la pizarra, perdido entre fórmulas y
ecuaciones sin sentido. (Conviene aclarar que esta afirmación no es consecuencia de
una visión trágica o cargada de malas experiencias, sino otra forma de decir lo dicho
por Job hace ya muchos años: la vida del hombre sobre la tierra es milicia, esto es, la
vida del hombre sobre la tierra es la del soldado en guerra. Y es fundamental en la
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guerra, y especialmente en momentos de confusión, saber cuál es el enemigo).
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EN LAS DIFICULTADES... ALEJARSE Y MIRAR
Hemos insistido en esta idea porque en estas situaciones podemos equivocarnos –y
nos equivocamos con facilidad– a la hora de declarar el enemigo; sobre todo cuando
vivimos circunstancias difíciles o, por lo menos, circunstancias que nos hacen sufrir.
Un ejemplo. Me decía un chaval: “mis padres son majos, pero bueno… tampoco es
que sean supermajos, de esos padres que te dejan hacer de todo; pero bueno... no están
mal”. Este es un caso sencillo en el que se sufre una confusión, por pensar que el amigo
es el que te deja hacer de todo y el enemigo el que te lo prohibe. Conclusión: mis
padres se comportan como mis enemigos cada vez que me prohiben hacer algo.
Alejándose un poco del problema concreto vemos con facilidad que se está equivocando
de enemigo. Es verdad que hay veces que no le dejan hacer lo que quiere, y en ese
momento, y considerándolo sólo desde ese punto de vista puede pensar que lo están
haciendo mal. Pero con una visión más amplia, más alejada del problema concreto y
menos interesada, es fácil ver con claridad qué está pasando y cuál es el verdadero
enemigo.
En nuestra historia de amor con Jesús también puede haber momentos en los que sea
necesario alejarse un poco del problema que nos agobia en ese momento, o que nos está
resultando especialmente costoso y mirar las cosas en su conjunto. No vaya a ser que
nos confundamos de enemigo.
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CONFUNDIRSE EN EL DIAGNÓSTICO... NOS LLEVA AL CAOS
Es triste equivocarse de enemigo. De hecho, un director de cine que quiera cargar la
mano de forma trágica en la típica película protagonizada por hombres en guerra, no
tiene más que provocar una confusión por la que un soldado mate a su amigo pensando
que era uno de los enemigos. Pues eso es lo que puede ocurrir a veces en la vida
espiritual.Confundimos el enemigo y nos enfrentamos a Jesús, o a las exigencias de
nuestro camino personal, cuando en el fondo el enemigo es nuestra pereza, nuestra
soberbia, nuestra falta de generosidad...
Es bueno alejarse… y mirar, pedir luces a Dios y ayuda a quien puede dárnosla…
para llevar a cabo un acertado diagnóstico de nuestra vida espiritual, de la forma en que
seguimos a Cristo y seguimos nuestro camino.
¡Qué Dios nos libre de caer en el caos… y echar la culpa a quien no la tiene!
Acabaríamos luchando contra quien más nos quiere, simplemente porque en medio de
la confusión nos hemos equivocado de enemigo!
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ALGUNOS EJEMPLOS DE CONFUSIÓN
Vale la pena que nos fijemos cómo solemos confundirnos. Lo de menos es el ejemplo
concreto que te cuento porque cada uno es cómo es y los problemas son distintos. Lo
interesante es darse cuenta de que muchas veces nos equivocamos al señalar el
enemigo.
Si me cuesta obedecer, puedo echar la culpa al modo en que me mandan, a lo
mandado o al sistema jerárquico –el que sea– en el que me encuentro. –¿Por qué
obedecer? Y entonces, la solución: quitar de en medio al enemigo, es decir, romper las
relaciones que me someten a obediencia.
Si me cuesta el trato con determinadas personas, puedo echar la culpa a la forma de
ser de ellas, al ambiente, a lo distintos que somos… y entonces el enemigo son ellas. Si
es así, la solución del problema es clara: cambiar de persona/s.
Si me cuesta cualquiera de las exigencias que lleva consigo mi camino de
seguimiento a Cristo o vocación, puedo echarle la culpa a mil cosas. Entonces, la
solución del problema la encuentro en la ruptura del compromiso que lleva consigo esas
exigencias.
Si me cuesta no enamorarme de otra persona –en el caso de haber comprometido ya
mi corazón– puedo echar la culpa a que la otra parte con la que me comprometí no
acaba de convencerme, o que no la conocía suficientemente cuando me decidí, o que no
lo pensé con todos los datos. Y entonces la solución la encontraría en la infidelidad.
La enumeración podría continuar, pero puede bastar para ejemplificar casos en los
que uno se confunde al designar al enemigo y también, como consecuencia, al formular
la solución de sus males. El problema es que muchas veces podemos estar convencidos
de que realmente ese es el enemigo, porque sin darnos cuenta nos hemos ido
enmarañando, acercando demasiado al problema concreto y hemos perdido visión de
conjunto: nos hemos vuelto a olvidar de nuestra historia de amor con Jesús. Y cuando
me olvido de que ya no cuento solo yo, sino que contamos “el y yo”, es difícil acertar
con el verdadero enemigo.
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ACLARANDO TÉRMINOS
En todos estos casos hay confusión. Para salir de ella, conviene aclarar los términos.
¿Qué es un enemigo? Enemigo es aquel que me causa un mal, y no necesariamente
quien me hace daño. Una circunstancia es mala cuando me destruye, no cuando me
hace sufrir. En la vida corporal es claro: un médico, una operación dolorosa... no se nos
ocurre pensar que la solución a mi mal está en acabar con el médico; sé que es bueno lo
que me hace, aunque me hace sufrir.
¿Dónde tienen origen las circunstancias que nos hacen sufrir? Lo que cuesta, las
situaciones que pueden causar una situación incómoda, en último término pueden tener
este triple origen:
a) en la carga de Cristo –mi camino o vocación concreta–;
b) en las circunstancias duras de la vida;
c) en mi hombre viejo.
¿En cuál de estas áreas se encuentra mi verdadero enemigo, contra quien debo
luchar?
Veamos una por una.
a) La carga de Cristo. Jesús dice: mi yugo es suave y mi carga ligera. Efectivamente.
Seguir a Cristo lleva consigo un yugo, una carga. Cristo no niega que seguirle supone
cargar con un peso. Toda vocación supone una carga. Si la vocación es una historia de
amor con Jesucristo, y queremos vivir la vida con él, no nos puede extrañar que
aparezca la Cruz en el camino. Si Jesús carga con la cruz, y queremos vivir con él, es
muy probable que nos encontremos con la cruz. Pero no se nos puede olvidar que Jesús
dice que la carga es ligera. Es ligera porque la llevamos con él, y si a veces nos parece
que no es tan ligera esa carga, que empieza a pesar mucho, es muy probable que sea
porque llevamos tiempo recorriendo ese camino sin Jesús, porque nos hemos olvidado
de él. Cuando llevamos la carga con él, pesa muy poco. Es ligera si se cuida el amor.
Es evidente que el enemigo no se encuentra en esta zona.
b) las circunstancias duras de la vida. Estas son así, y se dan siempre, en la vida de
toda persona, aunque no siga a Cristo. La ventaja que tengo, desde que empecé a vivir
esta historia de amor, es que ya no afronto solo esas situaciones difíciles, las vivo con
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Jesús y puedo tener la seguridad de que todo lo que me ocurre –incluso lo que me
resulta incomprensible– lo ha permitido él para hacerme más feliz.
También resulta evidente que aquí no se encuentra el enemigo de mi felicidad.
c) Mi hombre viejo. Es san Pablo quien, hablando de sí mismo y de su vida como
apóstol, nos dice que siente en sí dos fuerzas que tiran. Uno es el “hombre nuevo”, que
quiere ser santo y cumplir su misión. Otro es el “hombre viejo”, que se resiste y le
inclina a la muerte. En distintas ocasiones escribe sobre la fuerza con que siente las
inclinaciones de ese hombre viejo. Del hombre viejo nos vienen las reacciones de
soberbia –que hacen que me resista a obedecer y me llevan a chocar con los demás–. la
pereza, la ira, la tendencia al egoísmo y al capricho, etc.
Ahí se encuentra el verdadero enemigo: dentro de nosotros mismos. Mi “hombre
viejo” es lo único que puede hacer que fracase mi historia de amor con Jesucristo.
De vez en cuando es bueno alejarse… y mirar.
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SIN LIBERTAD... PARECES VIVO PERO ESTÁS
MUERTO
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AMOR Y LIBERTAD
En el mundo animal, la presencia de aire es condición de vida. En el mundo
espiritual, el papel del aire lo juega la libertad: la presencia de ésta es también
condición de vida. Sin libertad no hay vida espiritual, sin libertad no hay amor. Libertad
y amor, sin embargo, no se confunden: son realidades bien distintas, pero que se
acompañan. Si se le niega la presencia a la libertad, el amor muere.
Pareces viva, pero estás muerta. Con estas palabras describe el ángel de Sardes el
estado espiritual de su ciudad (Apoc. 3,1). Palabras que contraponen apariencia y
realidad: aparentemente muestras vida –hay movimiento, obras externas, asistencias y
cumplimientos...– pero en realidad no la tienes. Tu espíritu no se mueve, no respira, no
presenta síntomas de vida: estás muerto.
Pareces viva, pero estás muerta. Hay obras, pero no hay vida. Esto puede ocurrirnos.
Cuando uno comienza a vivir su historia personal de amor –su vocación–, ésta nace con
un trato pequeño, o pequeñísimo, no importa. Pero nace libre, espontánea o con
esfuerzo, pero con un deseo de buscarle, tratando de descubrirle, de saber más de él,
etc. Hay vida.
Puede ocurrir que, con el tiempo, me canse de buscarle, y me quede sin él. Las
obligaciones o actos externos que me impuse los mantengo, pero a él le pierdo de vista.
La rutina, el desinterés, el hacer maquinalmente lo referido a él, acaba matando esa
relación de amor.
¿Qué ha pasado? He dejado de querer. No es que ahora no quiera amarle, pero sí es
verdad que es un querer sin querer: un querer vago, muerto, sin fuerza, sin iniciativa,
sin espontaneidad, sin verdadera libertad.
Ejercitar todos los días la libertad es una buena cosa. “Señor, quiero quererte (o al
menos quiero querer quererte), quiero amarte, quiero hacer esto (aunque no tenga
ninguna gana), quiero... (aunque no me apetezca), quiero...”.
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DE QUÉ LIBERTAD HABLAMOS
Al hablar de libertad debemos estar prevenidos para no confundirnos. Es frecuente
oír hablar de una libertad utópica, no real en esta vida, más sueño que realidad.
Libertad es querer, simplemente querer. Ni sentir, ni tener ganas, ni apetecer, ni estar
atraído, ni tener inclinación, ni el hecho de no tener obligaciones, ni... Es querer. Basta
recordar la oración de Jesús

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