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Vida de San Pedro - Marcos Vidal

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Dios en Jesús
Ensayo de cristología
Serafín Béjar
2
Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com
comunicacion@sanpablo.com
ISBN: 9788428532860
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
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Introducción
La propuesta 
de una cristología 
con Dios en el centro
El 20 de marzo de 2003 comienza la guerra contra Irak. El inicio de la misma está
precedido por declaraciones dirigidas a toda la nación tanto de G. W. Bush como de S.
Huseim. Es significativo constatar cómo ambos discursos acababan invocando el nombre
de Dios; en este caso, el nombre del Dios cristiano y del Dios islámico. Quizá en este
hecho pueda ser reconocida una verdadera metáfora de nuestro tiempo, que, lejos de los
pronósticos de emancipación del programa ilustrado, se está desvelando, con todas sus
posibles ambigüedades, como un comienzo de milenio religioso.
Ahora bien, la Europa hija de la Ilustración mira con recelo tal desenvolvimiento de la
historia, constatando en las distintas religiones históricas particulares una peligrosa
pretensión de universalidad que ha cobrado especial fuerza después de los
acontecimientos del 11S en Nueva York, del 11M en Madrid y del 7J en Londres. Si
hasta hace poco los puntos candentes de confrontación entre religión y Estado se
situaban principalmente en el campo de la bioética (aborto, células madre, clonación…),
ahora se ha producido un desplazamiento al trágico debate sobre el terrorismo
internacional. Aquí han encontrado nuevos motivos de fundamentación los acérrimos
defensores del laicismo: la religión sólo conduce a la barbarie. Es decir, si el terrorismo
se alimenta del fanatismo religioso: ¿no debemos ver la religión como un factor arcaico,
mitológico, irracional e intolerante?, ¿no debería obligarse a lo religioso a asumir la
tutela de la razón universal?, ¿cuál es el balance que se puede hacer de la presencia de
las religiones en la faz de la tierra?, ¿no sería tal vez su supresión el alba de un nuevo
comienzo más humanizador? De esta manera, algunos llegan a ontologizar la raíz de la
perversión: la religión es una realidad que nos arrastra al oscurantismo y a la barbarie.
No obstante, y por seguir acrecentando las contradicciones y las ambigüedades, sería
importante que el laicismo militante nunca olvidara tener cierto cuidado con las nuevas
divinizaciones. El tema de la religión es muy complejo y está inserto en lo más profundo
de la condición humana. De hecho, cuando se ha intentado programáticamente barrer a
Dios del horizonte de sentido del hombre, nuevos ídolos han hecho su aparición en
escena. Ídolos divinizados que no son privativos de un solo bando, sino que tienen
evidentes expresiones tanto en los movimientos burgueses de derecha como en los
revolucionarios de izquierda. El largo siglo ideológico y burgués (1789-1914) ha
evidenciado la prometeica tarea de un hombre divinizado que pretendía, sólo con sus
manos, construir las más variadas Torres de Babel que pudieran alcanzar los umbrales
del cielo. Así, como afirman M. Horkheimer y Th. W. Adorno en su Dialéctica de la
Ilustración, la Ilustración se vuelve totalitaria cuando, desde la dictadura de la idea («lo
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ideal es lo real y lo real es lo ideal»), violenta a la realidad a doblegarse a sus dictados.
Por ello, desde el archipiélago Gulag hasta los campos de exterminio nazi, pasando por
la evolución de un feroz capitalismo que reduce instrumentalmente al hombre, «la tierra
enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura»[1].
O de otro modo, el siglo de las luces ha dado paso a un siglo breve (1914-1991) que
ha puesto de manifiesto todas las contradicciones inherentes al proyecto de
emancipación ilustrado y que, para muchos, puede ser calificado como el siglo más
sanguinario de la historia[2]. Parece que se hace cierta la frase de Goya de que «el sueño
de la razón produce monstruos» y, con un trazo excesivamente grueso, también aquí
podemos llegar a una pretendida ontologización de la raíz de la perversión: la
autodivinización de la razón a la que llevó el proyecto ilustrado ha conducido a la
humanidad, en no pocas ocasiones, a demasiados callejones sin salida y ahora sólo
tenemos entre las manos un mundo desencantado que habita un nihilismo rastrero.
Por ello, ubicados en los escenarios de la historia, al teólogo le toca la sagrada tarea
de pensar a Dios a la altura del tiempo, salvar a Dios de la continua tentación de
manipulación por parte del hombre, mostrar cómo la confrontación con el misterio es
capaz de producir una humanización que sólo es posible en relación con lo divino. En
definitiva, evidenciar cómo la gloria de Dios nunca se alcanza a costa de la gloria del
hombre ni viceversa; no, al menos, cuando hablamos del Dios de Jesucristo.
Así pues, al hablar del Dios de Jesucristo, la teología cristiana está posicionándose en
su más profundo centro. En efecto, la muerte de la religión, que en gran parte viene
determinada por el fanatismo y el fundamentalismo, sólo puede ser evitada, en lenguaje
cristiano, con una adecuada articulación del binomio Dios y Jesús. Y esto porque «la
pregunta cristológica central del Nuevo Testamento es precisar cuál es la relación de
Jesús con Dios»[3]. De esta manera, creemos encontrar el principio formal que unifica la
entera reflexión que ahora presentamos y que pretende dar lugar a una cristología
teocéntrica. En efecto, el verdadero rostro de Dios sólo puede ser reconocido en Jesús de
Nazaret; al mismo tiempo que las profundidades de conciencia de este judío del siglo I
sólo se agotan si las relacionamos con Dios de quien vivió y al que sirvió a lo largo de su
existencia terrena. Dios en Jesús y Jesús en Dios es la óptica formal que nos ayudará, a
lo largo de los distintos capítulos, a evangelizar nuestras imágenes de Dios; conscientes
de que la comunidad cristiana tiene que definirse permanentemente ante una alternativa:
servir al Dios vivo y verdadero barruntado en el rostro de Jesús o servirse de un Dios
fabricado a imagen de nuestros deseos y proyectos, un Dios humano, demasiado
humano. 
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Capítulo 1
El problema de la cristología contemporánea: el Jesús de la historia y el
Cristo de la fe
Para comprender este primer capítulo debemos ubicar el problema en su contexto
histórico. La Ilustración, como fue definida por I. Kant, supone el emerger de un tiempo
nuevo que se propone liberar al hombre de su incapacidad para pensar por sí mismo.
Esto tiene su expresión más evidente en el desarrollo de la filosofía crítica. La historia de
la filosofía había puesto de manifiesto la búsqueda y la pregunta por el ser, por el
principio último de lo real. Ahora, si bien no se obvia dicha pregunta, se la sitúa en una
cuestión previa: ¿está el hombre capacitado para esta empresa?, ¿su sistema intelectivo
responde a la pretensión de poder conocer la realidad y sus implicaciones últimas? Se
trata de una radicalización de la propuesta cartesiana al poner en duda no sólo aquello
que se ha dado comúnmente por cierto a lo largo de la historia del pensamiento, sino la
misma pretensión de que el hombre esté suficientemente capacitado incluso para el
conocimiento. Así, el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para
detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad.
Este punto de arranque nos ayuda a establecer una analogía con el tema que nos
interesa. Simplificando mucho, podemos decir que durante prácticamente dieciocho
siglos prevaleció en la Iglesia la consideración de los evangelios como reportajes
biográficos fidedignos de lo que Jesús enseñó e hizo. Su historicidad estaba fuera de toda
duda y el trabajo teológico y exegético consistía en desentrañar su contenido doctrinal.
Así, las evidentes aporías de los evangelios eran solucionadas de modo concordista sin
atender siquiera a la posibilidad de que hubiera distintas fuentes o tradiciones literarias.
El ejemplo más significativode esta visión historicista es el esfuerzo realizado con los
evangelios concordados, donde la vida de Jesús es reconstruida cronológicamente
integrando, con una fusión forzada, las peculiaridades de las cuatro narraciones
evangélicas.
Sin embargo, el nuevo tiempo reseñado va a significar una forma diversa de
aproximación a los relatos evangélicos, partiendo de la actitud crítica antes descrita.
Ahora, el protagonista absoluto es el texto escrito y a él, no sólo desde una actitud
reverente de respeto a un texto considerado sagrado, se aplicarán todo tipo de cribas y
filtros que pretenden establecer la historicidad de lo allí narrado. Así comienza el
problema del Jesús histórico y el Cristo de la fe[4]. 
Ahora bien, la reflexión que ofrecemos a continuación tiene la pretensión de
reconstruir no sólo el desarrollo de la investigación histórico-crítica, sino, especialmente,
los presupuestos hermenéuticos de la misma. De esta manera, queremos poner de
manifiesto los prejuicios teoréticos que, respondiendo a posicionamientos filosóficos
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previos, han marcado el desarrollo de una pretendida investigación objetiva. Por ello,
este es un primer gran tema de la cristología donde constatamos, como en un icono de
todo el transcurso de la historia del pensamiento moderno y contemporáneo, el
progresivo desplazamiento desde la idea de un Dios cristiano hasta la fabricación de
dioses de razón que van a determinar el discurso filosófico y teológico. Al mismo
tiempo, delinear los trazos que dan identidad a estos dioses será esencial para descubrir
cómo la imagen que cada generación tiene de Jesús viene reconfigurada desde estas
creaciones. Así, la reconstrucción de esta historia nos ofrece un binomio inseparable que
se determina recíprocamente: Dios y Jesús.
1. Los inicios del problema: H. S. Reimarus
En 1778, G. E. Lessing publica una serie de manuscritos inéditos de su maestro H. S.
Reimarus (1694-1768) que él mismo no se había atrevido a publicar en vida. El último
de ellos, La intención de Jesús y de sus discípulos, levanta una enorme polvareda y da
origen a un problema aún hoy inacabado: la identidad o diferencia entre el Jesús de la
historia y el Cristo de la fe.
La tesis fundamental de estos escritos establece la diferencia esencial entre la
predicación de Jesús y lo que de él enseñaron posteriormente sus apóstoles. Jesús habría
tenido en su vida una pretensión mesiánica de carácter político, el centro de su mensaje
estaría constituido por la irrupción inminente del reinado de Dios (Mc 1,14-15) sobre el
fondo de las expectativas en torno a un libertador de Israel, y su pretensión terrena de ser
reconocido como Mesías en Jerusalén explicaría el fracaso que lo llevó a una muerte
inevitable. Ahora bien, sus discípulos son los que realizan el fraude de dar un sentido
salvífico universal a su muerte en cruz. Para ello, roban su cuerpo y anuncian su
resurrección, proclamándolo así maestro espiritual.
No obstante, aunque estas tesis no aguantan hoy la misma crítica que Reimarus aplica
por primera vez, en su reflexión se individualizan los principales problemas que tratará
la consiguiente investigación crítica. Así lo reconoce W. Kasper:
«De esta forma, el “colosal preludio” (A. Schweitzer) de Reimarus deja percibir ya todos los aspectos de la
futura investigación sobre Jesús: la diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, el carácter
escatológico del mensaje de Jesús y el consecuente problema del retraso de la parusía, el motivo del Jesús
político y el problema de la espiritualización tardía de su mensaje»[5].
Detrás del planteamiento de Reimarus se dejan ver los rasgos más sobresalientes del
universo religioso de la ilustración, especialmente caracterizado por el deísmo. En
efecto, Reimarus permanece hombre religioso, pero su fe no tiene ya por objeto al Dios
de Jesús. El cristianismo tiene una pretensión que resulta ilógica a la nueva mentalidad
ilustrada: la de que el Absoluto se pueda mediar en el tiempo. Además, lo ilógico de esta
pretensión, a los ojos ilustrados, queda demostrado por la reciente historia de Europa.
Después de los desencuentros entre las distintas confesiones cristianas que acontecen
con los cismas del siglo XVI y las guerras de religión, esta pretensión ha evidenciado
suficientemente su potencial destructor. A esto se une la lectura interesada de la Edad
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media como una época tenebrosa al amparo de la tenue luz de la fe, al mismo tiempo que
el descubrimiento de América demuestra cómo el cristianismo, lejos de alcanzar
implantación universal, tiene que verse confrontado con nuevas tradiciones religiosas
particulares hasta entonces desconocidas.
El amanecer de un nuevo tiempo señala el camino a seguir: sobrepasar los
particularismos históricos de las distintas religiones para lograr que los hombres se
encuentren bajo el amparo común de la colectiva luz de la razón. De hecho, Windelband
define la Ilustración como el proceso de la razón contra la historia, y «naturaleza»
comienza a ser la palabra mágica desde la que se intenta reconstruir la realidad toda:
religión natural, Dios natural (deísmo), culto natural, derecho natural, ley natural,
hombre natural, sociedad natural[6]… Desde aquí podemos entender cómo surge el
convencimiento de que la era de la fe ha pasado y que los hombres, con la potente luz
solar de la razón, pueden construir un futuro en el que nos encontremos a salvo de las
arbitrariedades a las que ha conducido la mezcla de particularismo histórico y pretensión
universal de las religiones.
La Ilustración, entendida como el salto desde la historia hasta la naturaleza, implica
inevitablemente una nueva concepción de «verdad». La filosofía kantiana evidencia el
foso que se va dibujando y que distancia inevitablemente la potencia universalizable de
la razón con la particularidad de los hechos acontecidos en las coordenadas espacio-
temporales. Poco a poco se va estableciendo una nueva percepción de la religión que se
mueve sólo en el ámbito de la mera razón, o de otro modo, que busca el consenso en
aquello que es común a todos los hombres más allá de revelaciones positivas con
pretensión de universalidad. En el fondo, el problema que subyace, como hemos
afirmado anteriormente, es el de la posibilidad de que el Absoluto medie en la historia.
G. E. Lessing es el que formaliza para la posteridad esta nueva concepción de verdad
en su conocida distinción entre verités de fait y verités de raison. Las primeras, las
verdades de hecho, son historizables y constituyen la esencia del cristianismo, sobre todo
en la inaudita afirmación de que Dios se ha hecho hombre en un tiempo y lugar
concretos. Las segundas, las verdades de razón, engendran evidencia, pueden ser, por
tanto, aceptadas por todos los hombres en el ejercicio compartido de la racionalidad.
Después de una Europa asolada por las guerras de religión, la nueva recomposición
política buscará el consenso en estas últimas que, en caso de necesidad, incluso el Estado
puede imponer a los ciudadanos.
Desde aquí se hace comprensible «el terrible foso»[7] que se ha abierto entre hechos
particulares y verdades universales, entre fe e historia, entre Iglesia y ciencia, entre el
judío Jesús y el personaje confesado como Cristo e Hijo de Dios, del cual habla Lessing,
y que, desde una mínima honestidad intelectual, es imposible saltar. Aunque es verdad
que no se puede alegar ningún argumento histórico serio en contra de la resurrección de
Jesucristo, no se puede pedir el salto desde este hecho histórico hasta toda una
cosmovisión metafísica de alcance universal. Ahora entendemos con más nitidez la
denuncia que Reimarus hace del fraude de los discípulos de Jesús: universalizar con
valor de salvación la muerte del hombre Jesús en cruz.
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No obstante, este inicio no supone una evolución homogénea de la problemática del
Jesús histórico. El Jesús ilustrado, que ha sido rescatado del revestimiento dogmático de
la Iglesia, no será una realidad serenamente poseída, sino que dará lugar a sucesivas
investigacionesque irán dando bandazos en un sentido u otro. Junto al Jesús de la
ilustración, nos vamos a detener en el Jesús romántico, en el Jesús fideísta y en el Jesús
de la teología liberal. Es una forma de profundizar en la historia de la investigación a lo
largo del siglo XIX y de comienzos del siglo XX.
En primer lugar, la reacción romántica ante la investigación crítica de los evangelios
intenta ofrecer una solución mediada entre el racionalismo ilustrado y el tradicionalismo
sobrenaturalista más conservador. D. F. Strauss (1808-1874) en su obra La vida de Jesús
críticamente elaborada propone un acercamiento al problema desde la categoría de mito.
Las esperanzas mesiánicas judías, amasadas en la personalidad y el destino trágico de
Jesús, serían el caldo de cultivo para toda una reelaboración mítica de la figura de Jesús
convertida en un arquetipo ideal de humanidad. Strauss no niega que exista un fondo
histórico de verdad, incluso reconoce el progresivo avance en la conciencia de Jesús de
su carácter mesiánico, pero distingue entre este fondo histórico y todo el revestimiento
mítico posterior. O de otro modo, uno sería el personaje histórico y otro la
reconstrucción mítica de la comunidad que proyecta en él una imagen ideal de hombre,
imagen existente en la razón humana. De ahí que Strauss deba reconocer una diferencia
fundamental entre la religión de Cristo y la de la humanidad y así responda de manera
negativa a la pregunta sobre si seguimos siendo cristianos. Reproducimos sus palabras:
«Habrá que pensar en una comunidad joven que, entusiasmada con su fundador, tanto más lo honra cuanto
más inesperada y trágicamente le ha sido arrebatado, una comunidad llena de nuevas ideas…, que no se las
adueña ni las expresa como ideas abstractas o conceptos, sino sólo en forma de fantasías concretas: en tales
circunstancias tuvo que surgir lo que surgió, una serie de narraciones sacras, a través de las cuales una gran
cantidad de nuevas ideas, unas alimentadas por Jesús, otras más antiguas, le fueron atribuidas como momentos
de su vida»[8].
También aquí podemos individuar los presupuestos filosóficos que subyacen a tal
postura. El siglo XIX, como respuesta a un racionalismo que tiene el peligro de reducir
la verdad integral del hombre, reacciona con el movimiento romántico. El Romanticismo
descubre el pasado de los pueblos en sus leyendas y tradiciones y aporta una
comprensión de la realidad que el racionalismo había olvidado: las sagas y narraciones
populares transmiten un conocimiento de la realidad que hace referencia a experiencias
humanas dignas de ser revividas. La constatación de que existe en todo pueblo un
espíritu creativo poético que se manifiesta en las fábulas y en las canciones populares
empieza a proyectarse en Jesús como resultado espontáneo anónimo de este espíritu de
la humanidad. Así, el mito concentra e ilustra la verdad eterna a través de una figura
concreta porque el absoluto no se puede encarnar en una persona singular, sino sólo en la
historia como totalidad. Sólo ahí se puede encontrar a Dios. 
O de otra manera, Jesús es esa figura concreta donde la comunidad ha proyectado y
depositado los sueños acumulados en la historia del espíritu humano como
9
correspondientes a la verdad más honda del hombre. En este sentido, Jesús es el lugar
donde se encuentran los deseos más puros que habitan en el corazón de los hombres,
pueblos y culturas de todos los tiempos.
De esta manera, Strauss se presenta aquí como un deudor de F. W. G. Hegel ya que,
como hemos afirmado, para el filósofo idealista sólo la historia como totalidad es
manifestación del absoluto. En efecto, el proceso de desenvolvimiento de la idea es el
generador de la entera historia de la humanidad y en esa historia, como calvario del
espíritu absoluto, cada momento particular del proceso se presenta como necesario para
la reapropiación en una síntesis final[9]. Esta postura romántica niega la radicación en la
historia del acontecimiento Cristo aunque no niega que Jesús existiera en una época
concreta. La verdad histórica de Jesús consiste en que todo es un mito donde se
proyectan los sueños de la humanidad.
En segundo lugar, queremos poner de manifiesto una reacción conservadora opuesta
que tiende al fideísmo y que tendrá una importancia determinante en la teología de R.
Bultmann. En 1892, M. Kähler da una conferencia con el significativo título de El
pretendido Jesús de la historia y el Cristo real de la Biblia. Ya el título ofrece
certeramente la orientación de esta reflexión al distinguir entre un pretendido Jesús
histórico y el Cristo real de la Biblia. Comienza esta obra con el interrogante acerca de
qué puede ser considerado algo histórico. Así, una persona histórica es una persona
influyente para alguien, es decir, el sujeto determinante que produce una serie de efectos
e interviene en el curso de las cosas. Para Kähler, desde el punto de vista histórico, se
trata de una figura significativa que tiene un valor real en su hacer y que, por tanto,
continua perceptible. El efecto determinante de Jesús es la fe de sus discípulos, la
convicción de que él ha lavado el pecado y ha vencido a la muerte, expresado en la
afirmación «Jesús es el Señor». Jesús es un alguien histórico porque ha conquistado la fe
de sus discípulos y esta fe continua siendo profesada. De esta manera, para Kähler, el
Cristo real es justamente el Cristo predicado.
Esta visión es interesante porque, según él, lo histórico no es un evento puntual del
pasado, sino los efectos que ha tenido este acontecimiento a lo largo de la historia. El
evento no puede ser reconocido de modo estático, sino sólo en el efecto que ha tenido.
También se puede decir esto de hechos profanos. El paso de un río, cosa bastante
anodina, en el caso de César pasando el Rubicón tiene efectos enormes para toda la
historia de Roma y de Europa.
Por tanto, no puedo encontrar al verdadero Jesús histórico si no lo considero desde el
efecto que ha producido en la historia. Y este efecto es la Iglesia que da testimonio. Así,
el Cristo verdadero es el de la Sagrada Escritura donde se contiene el anuncio de la
comunidad, es decir, el Cristo de la Iglesia. En consecuencia, Kähler considera inútil
toda la investigación histórica y su fe en Jesús se fundamenta a sí misma de manera
tendente al fideísmo.
En tercer lugar, otro desenvolvimiento del problema toma cuerpo en la respuesta de la
imagen liberal de Jesús. La teología liberal pone el dedo en la llaga al denunciar que la
reducción racionalista ilustrada del problema partía más de prejuicios antidogmáticos
10
que de un serio y detallado análisis de los textos. El programa ilustrado tenía su objetivo
marcado en el ideal de la emancipación de toda autoridad y aquí la Iglesia, con su pesada
historia y su batería de dogmas y creencias, era uno de los principales enemigos a batir.
Así pues, el escepticismo histórico y las precomprensiones teóricas son sustituidas por el
trabajo directo sobre los evangelios como obras literarias y fuentes históricas
documentales.
Ahora, el problema sinóptico alcanza el protagonismo absoluto y, después de las
investigaciones de Ch. G. Wilke y Ch. H. Weisse, J. Holtzmann (1832-1910) eleva a
axioma la hipótesis de la teoría de las dos fuentes en su obra Los evangelios sinópticos.
Su origen y su carácter histórico. Con esta herramienta se confía poder reconstruir con
seguridad la vida de Jesús más allá de los ropajes dogmáticos con que fue revestida por
la Iglesia primitiva.
Los máximos artífices de esta nueva orientación son F. Schleiermacher y A. Harnack,
que, valiéndose de la investigación histórica, no pretenden anular los dogmas eclesiales,
sino hacerlos comprensibles al espíritu del tiempo. De esta manera y casi de modo
imperceptible, se va produciendo un progresivo desplazamiento desde la ontología de
Cristo hasta su psicología. La vida anímica y el vigor de Jesús son una transparencia del
amor infinito de Dios y de su religación con el hombre. Lo que en el fondo realizan estos
autores es una reducción dela especificidad cristiana y de su escándalo a los límites que
imponen los nuevos tiempos. Así, una deshistorización de la vida de Jesús junto a una
pretendida desescatologización de su mensaje nos transmiten a un Jesús inofensivo,
reducido a maestro de moral y entendido desde una relación intimista entre Dios y el
alma. Esta visión toma cuerpo en una obra cumbre de la historia de la teología: La
esencia del cristianismo (1901) de Harnack. Así la sintetiza J. J. Bartolomé:
«Jesús sería un maestro de religión y un eximio moralizador, que predicó la paternidad universal de Dios, el
amor fraterno como justicia mayor y el valor inalienable de la persona humana; su evangelio, que tenía al
Padre como tema y no al Hijo, se separaba netamente del mundo del A. T., cuya exclusión del canon eclesial
postulaba; el reino por él anunciado poco tenía que ver con las expectativas de Israel, pues se resolvía en una
íntima relación con Dios Padre y la renovación espiritual del creyente»[10].
Los presupuestos de una teología tal encuentran también en el pensamiento hegeliano
su clave de comprensión. Una empresa como la del idealismo alemán había llegado a un
esclarecimiento total de la dinámica histórica en su continuo hacerse. La filosofía de
Hegel es llamada, con razón, filosofía absoluta porque, donde las leyes del
desenvolvimiento de la historia se han hecho totalmente claras al entendimiento humano,
no cabe ya nada nuevo que esperar. La empresa hegeliana da lugar a una época de
euforia ideológica, tanto en el siglo XIX como a comienzos del XX. Así, los más
variados paraísos ideológicos, en su versión tanto burguesa como revolucionaria, ponen
al alcance de un hombre engrandecido con sus solas fuerzas el futuro de la humanidad.
Este optimismo histórico contamina también la reflexión teológica en la consideración
de un cristianismo que ha disuelto la paradoja del «ya… pero todavía no» en la serenidad
del cumplimiento, creando una sociedad tan satisfecha de sí misma como para alentar
11
esperanzas que la trasciendan[11]. En palabras de A. Harnack:
«Jesús abre la perspectiva sobre un vínculo entre los hombres, que no sea regulado por ordenamientos
jurídicos, sino dirigido desde el amor y en el cual el enemigo sea vencido con la mansedumbre. Es un ideal
elevado y digno, al cual estamos unidos desde la fundación de nuestra religión, un ideal que debe acompañar
todo nuestro desarrollo histórico como el objetivo y la estrella que nos guía. ¿Quién puede decir si la
humanidad lo alcanzará alguna vez? Pero nosotros podemos y debemos acercarnos a él y hoy sentimos
(distintamente de hace doscientos o trescientos años) un empeño moral en este sentido. Aquellos de nosotros
que están dotados de una sensibilidad más aguda y, por tanto, profética no miran ya al reino de la paz y del
amor como a una estéril utopía»[12].
2. Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann
El breve recorrido realizado por la historia de la investigación crítica acerca del Jesús
histórico exige una primera valoración global. Y no somos nosotros quienes vamos a
realizarla, sino que seguimos queriendo escuchar a los protagonistas de dicha historia.
Más de un siglo de búsqueda del Jesús histórico trascendiendo ropajes dogmáticos,
confesionales y literarios va dejando paso a una época que se entiende a sí misma desde
un esencial cambio de óptica que manifiesta un escepticismo generalizado. La teoría de
las dos fuentes, que partía de la certeza de haber encontrado documentos fidedignos no
contaminados, empieza a ser matizada. Será W. Wrede (1859-1906) quien realice una
inteligente crítica al poner de manifiesto que el Evangelio de Marcos, al contrario de lo
que se postulaba, estaba viciado por presupuestos de fe. La visión teológica de la
primitiva comunidad es detectada, sobre todo, en la inclusión del secreto mesiánico, que
habría sido elaborado después de pascua y que pondría de manifiesto que la conciencia
mesiánica de Jesús no era sino una elaboración de la Iglesia antigua. Así, la predicación
del Jesús histórico y la predicación de la comunidad primitiva comienzan a valorarse
desde la consideración de un foso insalvable.
El punto de inflexión definitivo en el camino iniciado por Reimarus se alcanza con la
publicación en 1906 de la obra de A. Schweitzer (1875-1965) De Reimarus a Wrede.
Una historia de la investigación sobre la vida de Jesús. En esta obra se llega a dos
conclusiones esenciales. La primera constata que la búsqueda del Jesús histórico ha
tenido un prejuicio y posicionamiento teórico al considerar que esta indagación tenía
como condición de posibilidad liberar del ropaje dogmático, entendido como una
esencial falsificación de la historia. La segunda evidencia que la pretensión de escribir
una biografía o vida de Jesús ha tenido como resultado múltiples retratos de Jesús a
imagen y semejanza de quien los creó. Este último pensamiento coincide con Kähler,
quien afirmaba que «el biógrafo que describe la vida de Jesús es siempre, en cierta
manera, un dogmático en el sentido sospechoso de la palabra»[13]. Una excelente síntesis
del fracaso de una empresa que partía de prejuicios teoréticos, muchas veces
pseudocientíficos y personalistas, la ofrece J. Jeremias:
«Los racionalistas pintan a Jesús como predicador moralista, los idealistas como personificación de la
humanidad, los estetas lo alaban como el genial artista de la palabra, los socialistas lo ven como el amigo de
12
los pobres y el reformador social, y los incontables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela»[14].
Así pues, A. Schweitzer define esta búsqueda como la empresa más grande de la
teología alemana y pone fin a la misma porque para él todas las épocas han proyectado
sobre Jesús sus ideas y cada uno lo ha creado a su propia imagen. Al centro de la vida y
del mensaje de Jesús está sólo la parusía y el fin del mundo. Jesús espera el reino de
Dios como el fin de todo, de manera inminente. El mensaje de Jesús tenía la pretensión
de preparar al hombre para este fin. Por ello, toda búsqueda de la vida de Jesús que ve en
él al hombre ejemplar ha usado un camino errado. No es posible actualizar a Jesús,
transportarlo a este tiempo porque Él se había equivocado y nadie considera ya el fin del
mundo. El que intenta acercarse al Jesús de la historia termina sólo con palabras de sí
mismo. Jesús es totalmente otro que no puede ser trasladado a este tiempo.
Como podemos ver, esta acentuación de la «escatología consecuente»[15] pone de
relieve la crisis de esta empresa y nos interroga acerca de la significación que la figura
de Jesús pueda seguir teniendo para nuestro presente. Para Schweitzer, 
queda un mínimo de significado porque Jesús es una figura de la historia universal de la
cual parten impulsos éticos, un empeño por la vida y la dignidad del hombre. Estos
impulsos éticos han tenido significado para el hombre hasta el día de hoy y pueden
seguir teniéndolos en un futuro. Schweitzer expresa así la constatación del fracaso:
«A la investigación sobre la vida de Jesús le ha ocurrido una cosa curiosa. Nació con el ánimo de encontrar
al Jesús histórico y creyó que podría restituirlo a nuestro tiempo como Él fue, como maestro y Salvador.
Desató los lazos que le ligaban desde hacía siglos a la roca de la doctrina de la Iglesia y se alegró cuando su
figura volvió a cobrar movimiento y vida mientras parecía que el Jesús histórico se le acercaba. Pero este Jesús
no se detuvo, sino que pasó de largo por nuestra época y volvió a la suya… Se perdió en las sombras de la
antigüedad, y hoy nos aparece tal como se presentó en el lago a aquellos hombres que no sabían quién era,
como el Desconocido e Innominado que dice: Sígueme»[16].
El escepticismo en la búsqueda del Jesús histórico se ve acrecentado con los
progresivos avances de la exégesis. La historia de las formas, que tiene en M. Dibelius
(1883-1947) uno de sus principales representantes con su obra Historia de las formas del
Evangelio (1919), va a poner de relieve que los evangelios no son fuentes unitarias para
el conocimientode Jesús, sino un conjunto de unidades de la predicación primera, fruto
de la tradición y transidas de intereses teológicos de la comunidad creyente. Esto tiene
una consecuencia importantísima en la búsqueda del Jesús histórico porque si sólo
podemos acceder de forma histórico-crítica a la predicación primera, el objetivo de la
exégesis no puede ser llegar a la historia de Jesús, sino sólo trazar la historia de la
primera predicación. De ahí que el objetivo no sea ahora el Jesús histórico, sino la
búsqueda y captura de esas primeras formas originales independientes, el contexto en el
que surgieron y la comprensión de las mismas. Así, M. Dibelius afirma que «en el
principio existía la predicación», no el Jesús de la historia que, poco a poco, se va
haciendo más irrelevante para la fe:
«No existió nunca un testimonio “puramente” histórico sobre Jesús. Los relatos de sus palabras y hechos
13
eran, desde el principio, testimonios de fe para la predicación y la exhortación, para ganar a los no creyentes y
confirmar a los fieles»[17].
Las constataciones históricas del escepticismo acerca de la búsqueda crítica del Jesús
histórico alcanzan rango teológico en el programa de R. Bultmann (1884-1976)[18]. El
protagonismo absoluto de la propuesta teológica existencial reside en el kerygma, único
elemento cierto que podemos asir con nuestro saber. Si poco o nada podemos conocer
del Jesús histórico, sí es posible exponernos a su influjo a través de la corriente
testimonial que desplegó en sus discípulos y la Iglesia primitiva. Aquí encontramos una
conexión con Kähler, pero radicalizada ya que, si este encuentra continuidad entre el
Jesús de la historia y el Cristo de la fe, para Bultmann tal continuidad es irrelevante. Para
la fe no interesa el Jesús en sí, sino el Jesús para mí; y este es el Jesús del kerygma[19]. 
Todo este planteamiento tiene como trasfondo una meditada hermenéutica
heideggeriana que trasciende la historia considerada como hechos brutos (historisch) y la
abre a un significado más hondo como historia humana (geschichtlich), cargada de
significado para el presente aun cuando se trate de un evento pasado. Por ello, no
interesa el Jesús de Nazaret, el judío mediterráneo, sino el evento del misterio pascual
que se recoge en el kerygma y que es capaz de seguir provocando a la existencia,
instando al hombre a tomar una decisión vital y personal. De esta manera, el
existencialismo de Heidegger es transportado a la teología desde una antropología que
no considera al hombre, al igual que la metafísica griega, como una esencia cerrada,
hecha, acabada, ahistórica, sino como un ser ahí (dasein) que se está haciendo
constantemente desde su posicionamiento en la realidad. La investigación de la vida de
Jesús pretendía trascender el kerygma para alcanzar al Jesús conocido según la carne,
pero este no tiene relevancia para la fe, ni siquiera este Jesús es todavía cristiano porque
pertenece irremediablemente al pasado y a la muerte. Sin embargo, en el kerygma, el
hecho bruto se transforma en evento y el Cristo resucitado, anunciado por la Iglesia,
tiene el valor de provocar al hombre contemporáneo a optar y tomar una decisión
existencial en pro o en contra de la salvación. No obstante, esto no indica que para
Bultmann el kerygma sea independiente del Jesús histórico. El teólogo alemán reconoce
que el hecho Jesús de Nazaret, indudablemente histórico, es el fundamento del kerygma,
pero no es este hecho en sus contenidos y modalidad el dato relevante para la fe, sino el
potencial que el Cristo del kerygma tiene para engendrar una vida nueva. En este sentido
afirma J. Jeremías:
«La historia de Jesús pertenece para Bultmann a la historia del judaísmo, no del cristianismo. Este gran
profeta judío tiene ciertamente un interés histórico para la Teología del Nuevo Testamento, pero no tiene
ninguna significación, ni puede tenerla, para la fe cristiana, pues (y esta es la tesis sorprendente) el cristianismo
comenzó por primera vez en Pascua»[20].
La labor fundamental de la teología será pues establecer el significado que tiene la
salvación de Cristo para el hombre contemporáneo. Para ello, Bultmann plantea un
instrumental determinado que ha pasado a la historia de la teología con el nombre de
14
«desmitologización». Este programa de desmitologización se plantea la tarea de eliminar
del Nuevo Testamento todo aquello que pertenece al pasado de una mentalidad mítica y
que, por ende, se hace inaceptable para el hombre contemporáneo[21]. Así, la
interpretación existencial, antes apuntada, y la desmitologización son pues
respectivamente el momento positivo y negativo de un mismo proceso.
En este recorrido no podemos dejar de tener la impresión de que existe un terrible
foso entre lo que Jesús ha sido en la historia y aquello que es para nosotros. Si los
teólogos liberales afirmaban la discontinuidad de «Jesús es Señor» a favor del primer
término de la frase (Jesús), en Bultmann encontramos una acentuación unilateral del
segundo término de la misma (Señor). La consecuencia manifiesta de este planteamiento
es que se opera una especie de vaciamiento del kerygma en la medida en que se despoja
al mensaje del Nuevo Testamento de su intencionalidad más palmaria: aquel judío
concreto de la Galilea del siglo I que muere dramáticamente en una cruz es el Dios vivo
venido en carne. El contenido mismo del kerygma, en el contexto de la Iglesia primitiva,
posee esta inaudita pretensión de una identidad en la contradicción, de una continuidad
en la discontinuidad: el Crucificado, por querer revelar el rostro del Dios padre y la
venida de su reinado al mundo, es el Resucitado, en el que se patentiza la salvación plena
de Dios para el hombre.
3. El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann
La discontinuidad operada con la teología bultmaniana consagró un período de ausencia
de interés por el Jesús histórico que exigía ser superado. De hecho, esta superación
crítica va a llegar en la década de los 50 de la mano de los mismos discípulos de
Bultmann. El momento esencial del resurgimiento del interés por el Jesús histórico, que
sea capaz de relacionar coherentemente los dos términos de la confesión «Jesús es
Señor», tiene lugar en 1953 con una conferencia en Marburgo de E. Käsemann (1906-
1980) titulada El problema del Jesús histórico. La línea de investigación apuntada por el
discípulo de Bultmann va a tener dos frentes fundamentales. En primer lugar, se pone fin
a la época de escepticismo histórico al constatar que la investigación crítica tiene de
hecho instrumentos suficientes para alcanzar un núcleo veraz significativo perteneciente
al Jesús histórico. En segundo lugar, no sólo se constata esta posibilidad científica, sino
que se subraya su pertinencia para la fe. El kerygma no surge de la nada, sino que se
sustenta en un anuncio de los apóstoles que ha conservado evidentemente palabras y
hechos de Jesús (cristología implícita pre-pascual). Es decir, sin el fundamento de los
ipsissima verba y los ipsissima facta de Jesús hubiera sido impensable el anuncio
apostólico porque la fe cristiana se define siempre en relación a Cristo. O de otro modo,
el Jesús histórico no es simplemente un presupuesto del kerygma, sino su contenido
esencial y su criterio de autenticidad.
Detrás de esta constatación de los discípulos de Bultmann hay una preocupación
protestante por la centralidad que la Iglesia ocupa. En efecto, si mi fe es pura
referencialidad al kerygma, la Iglesia acaba identificándose con la palabra de Dios ya
15
que ella es el sujeto de dicho anuncio[22]. El protagonismo que adopta la Iglesia en la
cosmovisión bultmaniana es tal que algún discípulo, como es H. Schlierl, acaba
convirtiéndose al catolicismo e incluso llega a esperar la conversión del maestro. Así,
esta nueva búsqueda pretende rescatar dichos y hechos del Jesús histórico que sirvan de
confrontación para una Iglesia que, desde la postura mencionada, alcanza una autoridad
que puede llevarla a generar autónomamente la palabra de Dios. De esta postura van a
participartambién teólogos católicos tales como H. Küng y E. Schillebeeckx. Por tanto,
la época posbultmaniana puede ser definida con la constatación que G. Bornkamm hace
en 1956 con su obra Jesús de Nazaret:
«Si la parte de experiencia subjetiva y de imaginación poética es indiscutible, queda el que, por su
fundamento y su origen, la tradición, nacida de la fe de la comunidad, no es un simple producto de la
imaginación sino una respuesta a Jesús, a su persona y a su misión en su conjunto. La tradición se interesa, más
allá de ella misma, por aquel que la comunidad ha encontrado en su condición terrestre y que le manifiesta su
presencia de Señor resucitado y glorificado. Así en cada capa, en cada elemento de los evangelios, la tradición
da testimonio de la realidad de la historia de Jesús y de la realidad de la resurrección. He aquí por qué nuestra
tarea consiste en buscar la historia en el kerygma de los evangelios, como también el kerygma en esta
historia»[23].
Ahora bien, esta nueva búsqueda requiere un instrumental científico que sea capaz de
asegurar núcleos de tradición jesuánica en el análisis de los textos evangélicos[24]. Aquí
nos encontramos con el problema de establecer criterios de historicidad que sean capaces
de asegurarnos esta importante tarea para la fe. De otra manera, si el Jesús histórico es
necesario: ¿cómo llegar a Él?
Por tanto, el nuevo momento no sólo requiere una clarificación conceptual del
problema, sino un instrumental riguroso para alcanzar los objetivos propuestos. Así,
cobra una especial relevancia el criterio de desemejanza o de doble discontinuidad. Este
pone de relieve cómo deben considerarse auténticos aquellos elementos evangélicos que
sea imposible deducir del contexto judío en que vivió Jesús, así como aquellos otros que
no sean fácilmente derivables de la reflexión teológica del cristianismo primitivo
inmediatamente posterior a Él. Por ejemplo, una expresión del tipo «venid detrás de mí y
os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17) difícilmente se puede derivar del contexto
vital de Jesús, ya que en el judaísmo de la época era el discípulo el que elegía a su
maestro y no al revés. Del mismo modo, esta expresión está también en discontinuidad
con el ambiente de la Iglesia primitiva porque seguir a Jesús no tiene sentido sin
referencia al Jesús histórico, ni tampoco expresa una confesión de fe en Cristo.
Igualmente, la invocación de Dios como Abbá es única en labios de Jesús, ya que en
ninguna parte en la literatura de las oraciones del antiguo judaísmo se encuentra esa
invocación para tratar con Dios. También, el hecho de la muerte de Jesús de la manera
más ignominiosa, indicando así su fracaso, o el episodio de las tentaciones son
elementos difícilmente creados por una comunidad cristiana primitiva que más bien
tendería no a remarcar los aspectos «débiles» del maestro cuanto su condición
glorificada.
16
No obstante, este criterio de historicidad, que dio un serio impulso a la investigación,
ha evidenciado, con el paso del tiempo, sus propios límites. Dos son las objeciones
fundamentales que se realizan a nivel metodológico. La primera manifiesta un
presupuesto del criterio de desemejanza o doble discontinuidad: el conocimiento seguro
y completo de cómo era el judaísmo en tiempos de Jesús y el cristianismo primitivo. El
avance en la investigación ha revelado que el judaísmo del siglo I es lo suficientemente
complejo y pluriforme como para que seamos humildes en nuestras apreciaciones. Del
mismo modo, el nacimiento del cristianismo, la estructuración de la primera Iglesia y su
rápida propagación por el mundo pertenecen a una historia que se está empezando a
escribir. De aquí, la primera constatación crítica nos recuerda la saludable modestia que
debe emplear el estudioso de los dichos y hechos de Jesús.
En segundo lugar, y con un tono más serio, el criterio de desemejanza tiene el peligro
de acabar haciendo de Jesús un extraño a su propio tiempo porque parte de un a priori
que es dogmática encubierta: la inderivabilidad de Jesús. En efecto, este criterio de
historicidad pretende mostrar la singularidad de Jesús en contraste con todo un contexto
histórico-vital que tiene rasgos religiosos, sociales, económicos y políticos. Así, el
peligro de una completa ruptura con el contexto inmediatamente anterior y posterior
puede hacer de Jesús una caricatura de su persona, un extraterrestre que cae
equivocadamente a nuestro mundo. Esta crítica se ve reforzada al poner de relieve el
argumento de que un Jesús tal nunca hubiera inquietado a sus contemporáneos y nunca
hubiera suscitado la ira de aquellos que lo escuchaban porque, apartado del flujo de la
historia, hubiera resultado ininteligible a sus contemporáneos. Si Jesús quería transmitir
un mensaje y pretendía que este tuviera una significatividad en aquellos que lo rodeaban,
el maestro tuvo que someterse a los imperativos de la comunicación, los imperativos de
su situación histórica. Por ello, «trazar una imagen de Jesús completamente al margen o
en contra del judaísmo y el cristianismo del siglo I equivale a colocarlo fuera de la
historia»[25].
4. El Jesús histórico en la actualidad: J. Meier
La constatación de los límites del criterio de desemejanza ha dado lugar a una nueva
etapa en el proceso de búsqueda del Jesús histórico; es lo que se conoce con el nombre
de «tercera búsqueda». Si en la etapa anteriormente mencionada se corría el riesgo de
aislar a Jesús de su contexto, ahora se intenta subsanar esta deficiencia haciendo de Jesús
un judío del siglo I, enraizado en la cultura mediterránea, perteneciente a una sociedad
agraria y con una población eminentemente rural. Esta nueva orientación, que presupone
el convencimiento de que nadie puede ser conocido de modo real sin la reconstrucción
de su contexto histórico-social, tiene evidentes consecuencias de orden metodológico.
Así pues, se va a dar una importancia primordial a las investigaciones de tipo
sociológico, se va a ampliar el contexto de estudio a fuentes extracanónicas como el
Evangelio Copto de Tomás, el Evangelio de Pedro o el Protoevangelio de Santiago y,
por primera vez en la historia de este proceso de reconstrucción crítica del Jesús de la
17
historia, se va a establecer un debate que ya no es eminentemente teológico y que ha
quedado desplazado del ámbito germano al angloamericano. 
Este viraje metodológico toma carta de ciudadanía en el nuevo criterio de historicidad
de la plausibilidad histórica. En este sentido reconoce Theissen:
«El criterio de desemejanza debe sustituirse por el criterio de plausibilidad histórica, que admite la
influencia de Jesús en el cristianismo primitivo y su inserción en un contexto judío. Es histórico en las fuentes
lo que cabe entender como influencia de Jesús y, al mismo tiempo, sólo puede haber surgido en un contexto
judío»[26].
El nuevo criterio viene determinado por aquello que es plausible en el contexto judío
y hace comprensible el cristianismo de los orígenes como verdadero. O de otro modo, se
trata de encontrar lo típico judío que en Jesús asume una forma peculiar. En este sentido,
la auténtica singularidad de Jesús no es vista en la diferenciación, sino en la
particularidad ligada a un contexto. Por ejemplo, el discurso de la montaña con la
afirmación «pero yo os digo...». Esta fórmula era utilizada por los rabinos para
diferenciar su propia doctrina de otras pero nunca para diferenciar, como hace Jesús, la
propia doctrina de la Torá. Aquí se cumple el criterio: contexto judío con una
peculiaridad inédita hasta el momento. O también, el mandato del amor es propio del
contexto judío pero en Jesús se hace específico el que este se extienda especialmente
para los extranjeros, enemigos y pecadores de la religión.
El criterio de plausibilidad, justamente porque sitúa a Jesús en su contexto, ayuda
también a ubicar al Jesús de la historia en continuidad con el Cristo predicado, es decir,
armoniza historia y kerygma. Esta continuidad se puede argumentar desde un doble
aspecto:
«La primera, de tipo sociológico,la origina un hecho innegable: del grupo de discípulos galileos que
siguieron a Jesús surgió el núcleo de los primeros cristianos; la segunda es de naturaleza conceptual: el
misterio personal del Resucitado pudo ser expresado recurriendo a la memoria de una convivencia compartida
previamente y fue explicado con modelos de interpretación que la tradición bíblica ofrecía»[27].
No obstante, también este nuevo criterio de historicidad tiene sus límites y puede
desvelar inconscientes posicionamientos hermenéuticos. En efecto, la inserción de Jesús
en su contexto vital tiene la ventaja de poner rostro judío a Jesús pero puede tener el
serio inconveniente de desdibujar su especificidad, la singularidad que aporta al
judaísmo de la época. Es decir, el problema aquí es hacer insignificante a Jesús
desdibujando su originalidad. De hecho, la Third Quest ha ayudado a que Jesús vuelva a
ser motivo de interés para judíos que, viendo en Él a uno de los suyos, han intentado
devolverlo a su hogar. Pero también es cierto que la investigación judía sobre Jesús
tiende a empequeñecer el conflicto con la ley y a buscar otras posibles explicaciones
para entender su vida y su muerte[28]. Por ello, el enraizamiento judío de Jesús en la
Palestina del siglo I tiene que ser completado con importantes diferencias que nos dan
una medida más acorde con la historia:
18
«…el amor al enemigo no encuentra paralelo auténtico en el judaísmo; la inaudita autoridad con que explica
la voluntad de Dios, donde la ley escrita no es ya el criterio último y que en la observancia del sábado, la
pureza cultual y el divorcio encuentran su más neto contraste; la fe de Jesús en un Dios que adelanta su gracia a
la obediencia, ofrece su perdón a quien se arrepienta y no vincula su experiencia al cumplimiento de la ley no
es asimilable en el judaísmo. La ruptura con el judaísmo no surge, pues, en el Cristo de la fe, helenizado por
Pablo y Juan, sino en Jesús de Nazaret»[29].
Después de apuntar las líneas comunes que configuran este nuevo y joven
movimiento, sobre todo de origen angloamericano, es importante subrayar que no existe
un resultado homogéneo en las investigaciones realizadas, sino más bien una gran
pluralidad de teologías. Del mismo modo, el hecho de que este movimiento de búsqueda
del Jesús histórico haya saltado las barreras intraeclesiales manifiesta que el interés ya no
es estrictamente teológico cuanto histórico-social. De ahí que muchas de las imágenes
que se derivan del judío Jesús no sean conciliables con la fe cristiana. Para una
clarificación en este sentido, queremos apuntar dos líneas básicas de investigación: el
foro de discusión conocido como el Jesus Seminar y la obra magna Un judío marginal,
aún por acabar, del sacerdote católico neoyorquino J. P. Meier.
El Jesus Seminar, como foro de investigación y discusión, fue fundado en 1985 en
EE. UU por J. D. Crossan y se proponía como meta, a realizar en cinco años, un
ambicioso proyecto: la realización de una criba en los Evangelios a la búsqueda de las
ipsissima verba Iesu. Este seminario de trabajo tiene una curiosa metodología que
consiste en la votación, después de la correspondiente discusión científica, de la
autenticidad de todos los dichos de Jesús. El fruto más importante de este movimiento,
que aúna a un nutrido grupo de especialistas, ha sido la publicación de los Cinco
Evangelios[30]. Hablamos de cinco evangelios porque esta corriente, aconfesional y ajena
a los problemas de canonicidad, usa el Evangelio Copto de Tomás como una fuente
fidedigna fundamental para el conocimiento del Jesús histórico. Este quinto evangelio es
un apócrifo de tinte gnóstico encontrado en 1945 por un campesino de Nag Hammadi
(alto Egipto) que los miembros del seminario consideran una fuente extrasinóptica
datada, al igual que la fuente Q, en el 50-70 d.C[31].
Ahora bien, lo realmente interesante, más allá de los aspectos puramente
metodológicos, es descubrir el retrato que este seminario de investigación hace del Jesús
histórico. El aspecto fundamental a destacar, volviendo curiosamente a las antiguas tesis
de Reimarus, es la insistencia en un Jesús «no escatológico». La escatologización del
mensaje de Jesús sería una contaminación de los evangelios provocada por la torpe
interpretación de la primitiva comunidad cristiana. Jesús no proclamó la inminente
intervención de Dios en la historia, ni un juicio final, ni siquiera su pretensión mesiánica.
Así pues, el retrato de Jesús, acorde con la coloración gnóstica del Evangelio de Tomás,
perfila los rasgos de un filósofo cínico itinerante que comerciaba en sabiduría. Esta
exposición de la sabiduría de Jesús queda plasmada en la selección que el Jesus Seminar
ha hecho de los dichos evangélicos auténticos de este maestro itinerante. Jesús nunca
enciende los debates, sino que se manifiesta pasivo hasta que es requerido para diversas
cuestiones. Entonces inicia una conversación que es rica en imágenes, parábolas,
19
aforismos, hipérboles, etc… De esta manera, tenemos ante nuestra mirada, más que a un
judío del siglo I, a un californiano de nuestra época:
«La distorsión está más en lo que se niega que en lo que se afirma. La descripción de Jesús como un
filósofo cínico sin ningún interés por el destino de Israel, sin ninguna conexión con los intereses y esperanzas
que animaban a sus contemporáneos judíos, sin ningún interés por la interpretación de la Escritura y sin ningún
mensaje sobre el futuro juicio de Dios escatológico es –simple y llanamente– una ficción ahistórica,
conseguida mediante la extirpación quirúrgica de Jesús de su contexto judío»[32].
Esta imagen de Jesús tiene un serio y definitivo inconveniente: no ser capaz de dar
una explicación convincente del dramático desenlace de la vida de Jesús. En efecto,
según el criterio de plausibilidad histórica se hace difícil entender cómo la forma de vida
de un filósofo cínico itinerante es capaz de generar un desenlace de muerte en cruz. Un
Jesús tal hubiera sido visto, más que como una amenaza al sistema político y religioso
vigente, como un poeta romántico que encantaba a las gentes con una sabiduría
inofensiva:
«Un poetastro informal que se pasara el tiempo pronunciando parábolas y cuentos japoneses, un esteta
literario que se opusiera a los movimientos del siglo I o un Jesús blandengue que simplemente invitase a la
gente a contemplar los lirios del campo no habría supuesto una amenaza para nadie, como tampoco son una
amenaza los profesores de la universidad que crean esa imagen de él. El Jesús histórico amenazó, molestó,
irritó a mucha gente: desde los intérpretes de la ley hasta la aristocracia sacerdotal, pasando por el prefecto
romano, que finalmente lo procesó y crucificó. Este énfasis en el violento final de Jesús no es simplemente una
perspectiva impuesta a los datos por la teología cristiana. Para autores no cristianos como Josefo, Tácito y
Luciano de Samosata, una de las cosas más llamativas en torno a Jesús fue su crucifixión o ejecución por
Roma. Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraran rechazo, sobre todo entre los poderosos, no es el Jesús
histórico»[33].
Sin embargo, una imagen muy distinta de este Jesús es la que nos ofrece la
investigación histórico-crítica más amplia hasta ahora conocida, a cargo del profesor de
la Universidad Católica de América J. P. Meier. Este sacerdote católico explícitamente
quiere hacer una reflexión exclusivamente histórica que pueda ser compartida por
cualquier científico independientemente de su credo religioso. Para explicar esta
pretensión, nos ofrece la imagen del «cónclave no papal». Este cónclave estaría formado
por un católico, un protestante, un judío y un agnóstico, que tendrían que reunir como
requisito indispensable su profesionalidad en materia histórica, especialmente en los
movimientos religiosos del siglo I. 
Pues bien, la pretensión de esta obra magna es ofrecer algo así como el consenso al que,
por motivos estrictamente históricos, tendrían que llegar estos científicos acerca de la
imagen de un judío del sigloI llamado Jesús de Nazaret[34].
El título global de la obra, que en castellano conoce ya sus cuatro primeros
volúmenes[35], es lo suficientemente elocuente: Un judío marginal. Nueva visión del Jesús
histórico. Ya en el título aparece la orientación metodológica fundamental de la Third
Quest que, como hemos visto, cristaliza en el criterio de plausibilidad histórica. En
efecto, este criterio, que era entendido como el de una particularidad ligada a un
20
contexto, queda perfectamente plasmado en el título. Cuando hablamos de Jesús estamos
hablando de un judío del siglo I pero, al mismo tiempo, no se trata de un judío más, sino
de un hombre que presenta su peculiaridad, es decir, en Jesús encontramos a un judío
marginal. Esta marginalidad será determinante para poder entender tanto la pretensión de
Jesús como el desenlace trágico de su vida porque evidencia, en el personaje a estudiar,
que se encuentra en camino entre dos lugares, dos mundos, dos cosmovisiones, dos
realidades existenciales. 
Así pues, Meier tematiza esta marginalidad en tres aspectos fundamentales que dan
razón del principio formal que unifica su entera obra[36]:
Primero, la marginalidad de Jesús viene fundamentada por el dato objetivo de su insignificancia para la
historia tanto universal como de Israel. En efecto, para los historiadores del siglo I y II la existencia de Jesús es
simplemente un punto intrascendente dentro del devenir de acontecimientos del Imperio romano, así como de
la historia nacional judía.
Segundo, una marginalidad que tiene en la forma ignominiosa de su muerte su más
palmaria expresión. La muerte en cruz es una metáfora perfecta de la pobreza y
marginalidad máximas; una muerte de esclavos y rebeldes a los ojos de los romanos y
una muerte que evidencia la maldición de Dios a los ojos judíos: «Dios maldice al que
está colgado de un árbol» (Dt 21,23).
Tercero, y esto es fundamental para entender la pretensión de Jesús, una marginalidad
no sólo fruto del desprecio de los otros, sino autogenerada. En efecto, Jesús se marginó
primero a sí mismo. En este sentido afirma Meier:
«Por la razón que fuera, abandonó su medio de vida y lugar de origen, se convirtió en “desocupado” e
itinerante a fin de asumir un ministerio profético y, no sorprendentemente, se encontró con la incredulidad y el
rechazo cuando regresó a su pueblo a enseñar en la sinagoga. En lugar de la “honra” de que antaño gozaba, se
encontró ahora expuesto a la “vergüenza” en una sociedad que pivotaba sobre la honra-deshonra, donde la
estima de los demás determinaba la propia existencia en mucha mayor medida que hoy»[37].
Esta presentación de Jesús, más en sus rasgos generales que en el detalle, evidencia la
discreta confianza que la investigación de Meier tiene en la posibilidad de conocer al
Jesús histórico. Nos situamos ahora lejos del optimismo desbordante de la Old Quest,
beligerantes con el pesimismo fideísta de la No Quest y críticos con la imagen
desencarnada de la New Quest. Los criterios de historicidad no son absolutos y nos
ofrecen juicios históricos que tienen un mayor o menor grado de certeza, pero usados a
la manera de una argumentación convergente pueden ofrecer un armazón lo
suficientemente sólido para mostrar sobradamente que la fe cristiana no está fundada en
un mito, sino en acontecimientos históricos. Del mismo modo, es importante apuntar que
no podemos confundir criterios de historicidad con pruebas. En este sentido, asumimos
como propios los criterios de historicidad que ofrece Meier[38]. Estos cinco criterios son:
Criterio de dificultad o contradicción: Afirma que podemos considerar proveniente
de Jesús aquellos hechos o dichos que hubieran creado dificultades en la Iglesia
primitiva, ya que es inverosímil que la comunidad creara la causa de su propio
21
embarazo. Así, por ejemplo, el bautismo de Jesús de manos del Bautista, el
desconocimiento de Jesús del día y la hora finales, la traición de Judas o las negaciones
de Pedro, la crucifixión en manos de los romanos… son muestras evidentes de este
criterio.
Criterio de discontinuidad, disimilitud, de originalidad o de irreductibilidad dual:
Tienen visos de mayor historicidad aquellos dichos y hechos de Jesús que no pueden
derivarse del judaísmo de la época ni de la Iglesia primitiva posterior a Él. Este es el
criterio estrella de la New Quest.
Criterio de testimonio múltiple: Hace referencia a aquellos materiales que están
atestiguados en más de una fuente literaria independiente (Mc, Q, M, L, Pablo, Juan) y
en más de una forma o género literario. Por ejemplo, no hay duda de que Jesús habló del
reino de Dios como tema fundamental de su predicación, algo que se encuentra
atestiguado en todas las fuentes.
Criterio de coherencia: Presupone los tres anteriores y afirma que otros dichos y
hechos de Jesús encuentran su veracidad histórica en la medida en que se manifiestan
conformes o encajan bien en la base de datos preliminar.
Criterio de rechazo y ejecución: No se encarga de establecer primariamente si tal o
cual dicho o hecho de Jesús es histórico, sino que dirige la reflexión al esencial punto del
desenlace violento de la vida de Jesús. Este criterio nos orienta hacia un determinante
fundamental del evangelio: el conflicto. Un Jesús que no provoque con su predicación y
forma de vida el rechazo, la irritación y la confrontación de las autoridades no es el Jesús
de la historia. 
 Por último, y como conclusión de todo lo expuesto acerca de esta tercera búsqueda,
queremos ofrecer los esenciales resultados a los que ha llegado la investigación y que
pueden ser compartidos por la fe cristiana. Este retrato robot de Jesús lo hacemos
inspirándonos en la reflexión de Theissen y Merz antes citada[39].
Según estos autores, Jesús es hijo de José y de su mujer María, nacido en Nazaret.
Tiene una elemental formación judía y familiaridad con la tradición religiosa de su
pueblo. En su actividad pública es llamado Rabí. Se encuentra unido al movimiento del
Bautista que llama a la conversión y propone el bautismo en el Jordán frente al juicio
inminente de Dios. El Bautista ofrece, mediante este bautismo, el perdón de los pecados
contra un judaísmo oficial que aparece como inútil. Jesús es bautizado por Juan, aunque
se presenta en escena de modo independiente al Bautista pero con un mensaje análogo
que acentúa de modo predominante la gracia y la misericordia divina. Jesús se muestra
como predicador itinerante que recorre toda Palestina y es seguido de gente sencilla del
pueblo, en la seguridad de que el fin del mundo es inminente. Junto a las gentes que lo
acompañan también aparecen mujeres, algo insólito para la época. María Magdalena
ocupa entre ellas una posición particular. Así, Jesús es considerado loco por su misma
familia.
Al centro del mensaje de Jesús está el Dios hebreo, con un fuerte acento ético en su
predicación. Cada uno debe elegir ante la oferta del Reino de los pobres, ganarse o
perderse. Jesús se encuentra en comunión con los publicanos y pecadores. Tiene tal
22
capacidad de persuasión que levanta la adhesión de las masas gracias a su manera de
hablar en parábolas, haciendo muy asequible su mensaje. Al mismo tiempo, es un
curandero carismático que realiza signos indicativos de la cercanía del reino de Dios.
Tiene una aproximación liberal a la Torá y acentúa sus grandes líneas, especialmente el
mandamiento del amor a Dios y a los demás, radicalizado con la invitación al amor
también a los enemigos y a los extranjeros. Relativiza el sábado y el reino de Dios
aparece abierto a judíos y paganos. Critica fuertemente el Templo, que ya había sido
deslegitimado indirectamente por el Bautista, con el agravante de que Jesús afirma que
Dios lo destruirá. De esta manera, provoca a la clase aristócrata. En los últimos días de
su vida sustituye el culto del Templo por la cena. En el huerto aparece un Jesús inseguro
que oscila entre la esperanza de que su Padre actúe y el miedo a la muerte. Judas, uno de
sus discípulos, lo delata y Jesús es arrestado por los aristócratasque arguyen como
acusación su crítica al Templo. Esta acusación, ante la autoridad romana, se convierte en
política. Frente a Pilato, Jesús no toma distancia de sus acusaciones y es condenado
como agitador político en abril del año 30. Sus discípulos lo abandonan, excepto algunos
que acuden a la crucifixión desde la lejanía. Después los discípulos aparecen
convencidos de que Jesús está vivo y refuerzan la esperaza de que Dios ha actuado. De
esta manera, los seguidores interpretan toda la historia anterior y ven en Él la
encarnación de un mesianismo de sufrimiento. Durante el primer siglo, este nuevo
movimiento se separa de la religión madre.
5. Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real?
La monumental obra de J. P. Meier, Un judío marginal, comienza su cabalgadura con
una constatación metodológica fundamental: «El Jesús histórico no es el Jesús real. El
Jesús real no es el Jesús histórico»[40]. La distinción entre «histórico» y «real» se presenta
al autor norteamericano como fundamental para establecer los límites por los que tiene
que discurrir el debate. El Jesús real nunca podrá quedar reducido al Jesús histórico
porque, como para cualquier individuo del pasado, la ciencia histórica está 
imposibilitada para agotar la riqueza de una persona. Esto se hace especialmente
dificultoso para un personaje que vivió en la Palestina del siglo I 
y que mantuvo la mayor parte de su vida en la cotidianidad de una aldea, innominada
para la historia universal, llamada Nazaret. De ahí que los pocos datos que nos son
conocidos de la vida pública de Jesús hagan de las sucesivas investigaciones histórico-
críticas reconstrucciones abstractas.
Ahora bien, aunque nos parece acertada la distinción entre histórico y real, Meier no
llega a establecer unas conclusiones que nos resulten enteramente satisfactorias. En
efecto, dicha distinción parece que se mueve en el ámbito cuantitativo, es decir, el Jesús
real no es accesible porque es imposible históricamente recomponer la totalidad de sus
dichos y obras. Sin embargo, el problema fundamental de toda la investigación histórica
sobre Jesús tiene su clave de bóveda no en el ámbito cuantitativo, sino específicamente
cualitativo. O de otra manera, la razón y los diversos instrumentales que ella reelabore
23
para su justo uso nunca podrán agotar la totalidad del conocimiento. En este sentido,
reivindicamos las posibilidades cognitivas del amor o de la fe[41]. Por ello, y al contrario
de lo que opina Meier[42], los evangelios sí pretenden presentarnos al Jesús real porque
ellos no interpretan esa realidad como acumulación cuantitativa de datos, sino como una
experiencia vital que ha ganado el corazón y que es reconocible sólo en la fe. Creemos
que aquí Meier confunde al Jesús real con el Jesús total. Indudablemente que el Jesús
real no equivale al Jesús total que, por estar inserto en el ámbito del misterio, siempre
mantendrá una infinita distancia del sujeto creyente.
Así pues, la polémica ilustrada acerca de la continuidad o discontinuidad entre el
Jesús de la historia y el Cristo de la fe sólo puede ser «superada» en la medida en que el
discurso teológico rechace las condiciones previas que se imponen a dicho debate. Desde
este presupuesto, la ciencia histórica no puede reducir la realidad en virtud del purismo
del método, sino que tendrá que estar continuamente en un tentativo de búsqueda que no
acabe reduciendo la inabarcable riqueza de la vida[43]. Por ejemplo, si preguntáramos si ha
existido alguna vez en la historia un hombre que haya amado sin reservas, de modo
incondicional y universal… el historiador se vería sobrepasado por la naturaleza misma
de la pregunta. Pero, al mismo tiempo, la certeza de un amor que se haya manifestado
realmente sólo podrá ser percibida a través de un hecho verificable en la historia y, en
este sentido, entra en el campo de los objetos propios de esta disciplina. Ahora bien, la
naturaleza del objeto propuesto impondrá a la ciencia histórica una reubicación de su
método. Así, la pregunta por la existencia de un amor incondicionado tropieza con la
imposibilidad de una verificación objetiva del mismo y empuja a la investigación
histórica a un cambio de perspectiva.
El amor sólo es reconocible a través de aquellos que se han visto provocados
existencialmente por él, que han sentido su influjo y han visto su vida envuelta en una
dinámica de amor que superaba sus propias expectativas y previsiones. O de otro modo,
hay acontecimientos vitales que sólo pueden ser objetivados o verificados en el interior
de una corriente de tradición que es capaz de mantener vivo el influjo primero de tal
evento. Y tal tradición se media inevitablemente en unos testigos que se han dejado
transfigurar por el influjo primero:
«Así también, en el campo del conocimiento histórico existen hechos de cuya realidad es imposible juzgar
acumulando probabilidades; se parecen a un relámpago que, independientemente de dónde se verifique, sacude
de modo incondicionado. Este carácter de no equiparabilidad con la restante experiencia empírica es el que
tiene el evento al que se refieren como fundamento de su propia existencia los que creen en Jesucristo»[44].
Desde esta óptica, el terrible foso del que hablaba Lessing tiene unas connotaciones
muy distintas. Porque el amor sólo es verificable en la medida en que la persona es
alcanzada por su influjo vital. O de otro modo, sólo se sabe del amor sintiéndose amado.
El problema del Jesús de la historia y el Cristo de la fe se redimensiona si la teología
reivindica la peculiaridad del objeto con el que trabaja y solicita métodos adecuados a
dicho objeto[45]. Así, «la perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la
24
persona y la causa de Jesús»[46].
No obstante, queda una pregunta que no podemos obviar: ¿Cuál es la utilidad del
Jesús histórico para la vida creyente? En palabras de Meier:
«Mi respuesta es clara: ninguna, si se pregunta sólo por el objeto directo de la fe cristiana: Jesucristo,
crucificado, resucitado y ahora reinante en su Iglesia. Este Señor ahora reinante es accesible a todos los
creyentes, incluidos los que nunca, ni un solo día de su vida, estudiaran historia o teología. Sin embargo,
mantengo que la búsqueda del Jesús histórico puede ser muy útil si aquello por lo que se pregunta es la fe que
trata de entender; o sea, la teología, en un contexto contemporáneo»[47].
En efecto, la utilidad de la investigación crítica sobre el Jesús histórico tiene un
interés dialogal en el actual contexto posilustrado. De esta manera, la teología trata de
mostrar con credibilidad, ante los interrogantes del hombre contemporáneo, que el
fundamento del cristianismo no se cifra en un mito o en un arquetipo ideal de
humanidad. Al origen de la fe pascual encontramos la provocación de un hombre
concreto de carne y hueso, que vivió en la Palestina del siglo I y que, después de un
breve ministerio público, fue crucificado. Pero al mismo tiempo, y esto es determinante,
el objeto de la teología nunca podrá quedar reducido a este Jesús histórico, sino al
Jesucristo real que sólo podemos encontrar en la comunidad creyente. Porque el único
criterio normativo para nuestra fe son los textos neotestamentarios donde se ha
objetivado la revelación de Dios en Cristo.
Así, la intencionalidad de los evangelios es devolvernos una realidad que sólo es
accesible con los ojos de la fe; o de otra manera, los evangelios tienen la pretensión de
verdad de que el judío Jesús es el Hijo de Dios bendito[48]. Por tanto, la mirada de fe nos
ayuda a trascender lo empírico e inmediato para descubrir «lo que ni el ojo vio ni el oído
oyó, ni el corazón humano imaginó» (1Cor 2,9): 
«Nunca ninguna ciencia, ni veinte siglos de acreditación del cristianismo, harán manifiesto que un judío era
el Hijo de Dios, Dios en persona. La fe no es sólo la cualificación que Dios da a quienes no fuimos
contemporáneos de Jesús para que podamos creer en él sin haberle visto sino que es la cualificación ontológica
para quepodamos conocerle a él como Dios, en sí mismo y en su figura histórica. Dios, cuando se da a
conocer, crea la figura exterior proporcionada y la luz interior proporcionante»[49].
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Capítulo 2
El ministerio de Jesús 
o desvelar el rostro del Padre
La primera parte de este trabajo, el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, ha tenido
como objetivo pensar la fe a la altura del tiempo. En efecto, a comienzos del siglo XXI
no es posible la elaboración de una cristología ajena a la problemática desarrollada con
el inicio de la Ilustración y que supuso el abandono de la inocencia crítica que había
presidido la consideración de los textos neotestamentarios a lo largo de prácticamente
dieciocho siglos.
Sin embargo, nuestra reflexión creyente no está llamada a habitar ahí, es decir, la
cristología debe trascender la factualidad empírica de unos hechos para preguntarse por
su significación de fe. La cristología no es simplemente jesuología. O de otro modo, la
evocación de más de dos siglos de investigación histórico-crítica ha sido necesaria para
dar razón de nuestra fe, para evidenciar que el cristianismo tiene un suelo firme donde
apoyarse y no es un simple constructo mitológico que se fundamenta en la nada. Ahora
bien, una vez que ha quedado probado un evidente sustrato histórico de los relatos
neotestamentarios, trascendemos los determinantes de un debate preteológico y nos
centramos en la verdad de fe. De esta manera, sintonizamos con la naturaleza de unos
relatos que no pretenden hacer crónicas empírico-positivas de unos hechos, sino historia
teologizada, realidad descodificada con la mirada de fe.
Ahora, a partir de los relatos teológicos de los evangelios, queremos realizar una
fenomenología de la vida de Jesús. Por fenomenología entendemos el tentativo de dejar
hablar a los textos, que sean ellos quienes se expliquen a sí mismos, trascender el debate
sobre las condiciones de posibilidad para captar aquella verdad que los evangelios
quieren transmitir. De esta manera, ateniéndonos al texto escrito, queremos presenciar el
impacto existencial que unos relatos con veinte siglos de historia son capaces de
provocar en el hombre contemporáneo. Y a partir de esta fenomenología vamos a
descubrir la lógica interna del Nuevo Testamento, es decir, que su configuración y
estructuración no es casual, sino que responde a una meditada intencionalidad teológica.
En concreto, dicha intencionalidad pivota en un binomio fundamental que vamos a
descubrir y que nos dará el desarrollo del resto de nuestra reflexión. En efecto, la
fenomenología de la vida de Jesús será una puerta abierta, en primer lugar, a la idea de
Dios que tiene este profeta del siglo I y, en segundo lugar, a la conciencia que tiene de sí
mismo. La idea de Dios que tiene Jesús se llama «Reino» y la autoconciencia que lo
sostiene se llama «pretensión». O de otro modo, la explicitación externa de la misión de
Jesús será la condición de posibilidad para el descubrimiento de su cualificación interna
como profeta escatológico.
26
Ahora bien, ¿desde dónde podemos captar la vida de Jesús como totalidad?, ¿hay
algún elemento aglutinador que nos dé la instantánea de su vida interpretada
teológicamente? Pensamos que la categoría «ministerio» es un principio hermenéutico
que nos puede ayudar a ordenar la multiplicidad de acciones que vemos relatadas en el
conjunto de los evangelios. Por ello, si la palabra «ministerio» significa
etimológicamente servicio, encontramos una clave de interpretación para una vida que
ha sido considerada desde el comienzo como tal: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45). Al mismo tiempo,
la categoría ministerio puede ser desplegada en un triple momento que nos devuelve la
instantánea de la vida de Jesús considerada de un modo holístico; esto es, Jesús dice,
hace y reza. Así pues, el decir se llama anuncio del Reino, el hacer tiene el nombre de
praxis de liberación y el rezar de Jesús se expresa en una oración: Abbá.
De esta manera, tenemos ya esbozado el itinerario teológico que desarrollaremos en
las páginas que siguen. La fenomenología de la vida de Jesús nos desvela el rostro de su
Dios, es decir, toda la existencia de Jesús es un sacramento que nos remite a la vida
divina. Por esta razón, la contemplación de su ministerio es un ejercicio teológico que
nos revela las claves fundamentales de comprensión del Dios de Jesús. De ahí que el
presente capítulo tenga el título de «El ministerio de Jesús o desvelar el rostro del
Padre». Este primer momento nos va a conducir al apartado sobre la pretensión de Jesús
porque la visibilidad de sus palabras, de sus obras y de su oración serán determinantes a
la hora de poder decir algo del sujeto que hay detrás y que las unifica con su vida. En
efecto, la antropología nos enseña que el hombre se siente impelido a plasmar en todas
sus palabras y actos la autocomprensión que tiene de sí mismo, sus esperanzas y anhelos
más profundos. Por ello, y aun cuando sea muy difícil deslindar lo que los evangelios
dicen acerca de Jesús a la luz de la pascua y lo que Jesús pensó de sí mismo, la
contemplación de su ministerio será una humilde ventana abierta a las profundidades de
conciencia de este judío del siglo I que nos permitan entender su pretensión. De ahí que
el capítulo tercero lleve el nombre de «La pretensión de Jesús como misterio de
definitividad». Por último, descodificar la pretensión de Jesús será determinante para
comprender el porqué histórico de su condena a muerte, al mismo tiempo que la
recuperación de un Jesús humano nos desvelará cómo entendió su propia muerte y se
enfrentó a ella. Así, en la última parte de nuestra reflexión, vamos a barajar la historia
externa que se cifra en el juicio a Jesús y la historia interna que se centra en cómo vivió
Jesús los últimos momentos de su vida. Todo ello da lugar al capítulo «La muerte de
Jesús y el silencio de Dios», previo a la reflexión sobre la resurrección.
En conclusión, Dios y Jesús son los dos elementos fundamentales que queremos
articular en la presente reflexión. Dos realidades que, a la luz del Nuevo Testamento,
descubriremos inseparables, mutuamente relacionadas, recíprocamente interpretadas.
Jesús sin Dios es incomprensible, Dios sin Jesús es inalcanzable. Jesús en Dios y Dios en
Jesús es la clave hermenéutica que nos permite elaborar esta reflexión de fe como una
cristología teocéntrica.
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1. Los escenarios del tiempo
Antes de comenzar a desarrollar las claves fundamentales del ministerio de Jesús,
queremos ubicar al protagonista en su contexto. En efecto, la predicación, la praxis y la
oración de Jesús no se realizan en un ambiente neutro, sino en una realidad que está
preñada de expectativas religiosas, políticas, personales y apocalípticas. De ahí que estas
expectativas determinen la manera en la cual el proyecto vital de Jesús va a ser
descodificado. No obstante, este cúmulo de anhelos de la Palestina del siglo I adquiere
coloraciones distintas según el grupo socio-religioso de procedencia. Por ello, hemos
estimado conveniente reconstruir el contexto a partir de dichos grupos. En este sentido,
nos puede servir como mapa de viaje la valoración que realiza Flavio Josefo del
judaísmo contemporáneo de Jesús:
«Cuando tenía unos dieciséis años, decidí obtener experiencia de las sectas que existen entre nosotros. Son
tres: la primera, la de los fariseos; la segunda, la de los saduceos, y la tercera, la de los esenios, como he
repetido en tantas ocasiones. Creía que, si las conocía bien todas, podría elegir la mejor. Con una dura
disciplina y mucho esfuerzo pasé por las tres; pero después de comprobar que la experiencia obtenida en ellas
era insuficiente para mí, oí hablar de un tal Banus, que vivía en el desierto usando como vestido lo que le
proporcionaban los árboles y como alimento lo que producía la tierra espontáneamente, que se bañaba varias
veces, de día y de noche, en agua fría para purificarse, y me convertí en su discípulo. Viví con

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