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Vida publica de Jesus 2 y 3 año - J E Bolzan

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Copyright J.E. Bolzán © 1999-2017 - El texto y los mapas del presente libro ha sido
registrado y está protegido por las leyes de Copyright y Derechos de Autor. Todos los
derechos reservados.
 
Nihil Obstat:
José Carlos A. D’Andrea, Pbro.
Censor ad hoc
 
Imprimatur:
Mons. Nicolás Baisi
Obispo Auxiliar de La Plata - Argentina
La Plata, 4 de junio de 2012
 
Imagen Tapa: Nelly Bolzán, "Las barcas" (óleo), detalle.
Diseño de tapa e interior: Gerardo E. Bolzán
 
ASIN: B0747S3BPR
Distribuido por: Amazon Digital Services LLC
Primera edición: 1999
Segunda edición: 2012
Segunda reimpresión – 2013
Tercera reimpresión – 2017
Tercera edición (en cinco tomos) – 2017
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Sobre el autor
El Dr. Juan Enrique Bolzán (1926-2017), científico y filósofo a la vez, ingresó a la
Carrera de Investigador Científico del CONICET en 1961, llevando a cabo estudios de
cinética química. Reingresó a la misma institución en 1973, para dedicarse a la filosofía
de la naturaleza. En 1983 alcanzó la categoría máxima de Investigador Superior; presidió
en varias oportunidades la Comisión Asesora de Filosofía, y formó parte de la Junta de
Calificación de la Carrera del Investigador.
Es autor de varios libros (El tiempo de las cosas y el hombre, 1965; Qué es la
Filosofía de la Naturaleza, 1967; Le Temps et la mort dans la philosophie
contemporaine d’Amerique latine, antología (en pp. 141-166 aparece una selección del
El tiempo de las cosas y el hombre), Toulouse 1971; Roberto Grosseteste: Suma de los
ocho libros de la Física de Aristóteles, en colab. con Celina Lértora Mendoza, 1971;
Continuidad de la materia. Ensayo de interpretación cósmica, 1973; Qué es la
Educación, 1984; La ciencia en Aristóteles, 1984; La matemagia del laberinto, en
colab. con A. R. Palacios, P. L. Barcia, J. E. Clemente, y E. Anderson, 1997; Física,
Química y Filosofía Natural en Aristóteles, 2005) y de más de cien trabajos de una u
otra de sus especialidades, publicados en nuestro país (Argentina) y en Alemania,
Inglaterra, Méjico, Estados Unidos, España, Italia, Grecia, etc. Recientemente se han
publicado cuatro obras póstumas: Fundamentos de una ontología de la naturaleza
(2017), Apostillas (2017), Gropos (2017), y Big Bang y Filosofía (2017).
Ha sido profesor ordinario en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad
Católica Argentina (1959-1979); Director del Centro de Investigaciones Filosófico-
Naturales (1976-1986); ha dictado cursos de postgrado en las Universidades de La Plata,
Córdoba, etc. Su temprana y providencial amistad con Mons. Juan Straubinger –
conocido traductor y comentador de la Biblia– lo orientó hacia los estudios bíblicos y
teológicos, uno de cuyos frutos es la obra que presentamos.
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A mi amada esposa Elba Nelly.
A nuestros queridos hijos:
María Cristina,
Agustín Eduardo,
Pablo Esteban,
Andrés Guillermo,
Alejandro Daniel,
Gerardo Emilio;
sus esposas e hijos
“Este es mi Hijo muy amado.
Escuchadlo” 
(Mt. 4,22)
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Tabla de Contenidos
Sobre el autor
Prefacio a la Primera Edición
Prefacio a la Segunda Edición
SEGUNDO AÑO DE PREDICACIÓN-29 d. C. / 783 ab U. c.
CAPITULO I: El endemoniado de Gerasa [Mc 5,1-20]
Hacia Cafarnaúm
La hemorroisa - La hija de Jairo [Mc 5,21-43]
En Cafarnaúm : El tributo al templo [Mt 17,24-27]
Rechazado en Nazaret [Mc 6,1-3 / Lc 4,23-30]
Nuevo recorrido misional por Galilea [Mt 13,58; 9,35-38]
Primera misión de los apóstoles [Mc 6,7;12-13 / Mt 10,5b-25;40-42]
Degollación del Bautista [Mc 6,143-29 / Lc 9,9]
Retornan los apóstoles [Mc 6,30-34 / Lc 9,10-11]
CAPITULO II: En Betsaida
Primera multiplicación de panes [Jn 6,4-12 / Mc 6,35-37 / Mt 14,19;21]
Pretenden hacerlo rey [Jn 6,14-17 / Mt 14,22]
Jesús camina sobre las aguas [Mt 14,24-36 / Jn 6,19-23]
En Cafarnaúm - El pan de vida [Jn 6,24-59]
Crisis entre los discípulos [Jn 6,60-66]
Confesión de Pedro [Jn 6,67-71]
Hacia Jerusalén - Pascua del 29 El paralitico de Betesda [Jn 5,1-14]
El Padre y El Hijo obran conjuntamente [Jn 5,15-47;7,15-24]
CAPITULO III: Por Galilea
Tradiciones de los fariseos [Mc 7,1-23 / Mt 15,12-14]
Por Tiro y Sidón .La mujer sirofenicia [Mc 7,24;27-30 / Mt 15,22-25]
Por la Decápolis Curación de un sordo tartamudo [Mc 7,31-37]
Curaciones varias [Mt 15,29-31]
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Segunda multiplicación de panes [Mt 15,32-38]
Hacia Magdala . Nuevamente, los fariseos [Mt 15,39;16,1-4]
Hacia Betsaida El fermento farisaico [Mc 8,14-21 / Mt 16,12]
El ciego de Betsaida [Mc 8,22-26]
Viaje hacia el Norte En Cesarea de Filipo [Lc 9,18 / Mt 16,14-20]
Retorno a Galilea Primer anuncio de la Pasión [Mt 16,21-23]
Renunciamiento [Lc 9,23 / Mc 8,35-38 / Mt 16,28]
CAPITULO IV: Hacia el sur de Galilea
La Transfiguración [Lc 9,28-33 / Mt 17,5-8]
Hacia Cafarnaúm Juan y Elías [Mt 17,9-113 / Mc 9,10]
El niño endemoniado [Mc 9,14-29 / Lc 9,38;42-43 / Mt 17,20]
Segundo anuncio de la Pasión [Mc 9,30-31 / Lc 9,44-45 / Mt 17,23]
En Cafarnaúm : ¿Quién es el mayor?...[Lc 9,47 / Mc 9,33-37 / Mt 18,2-5]
Por y contra vosotros [Lc 9,49-50 / Mc 9,39-41]
¡Ay de quien escandalice!...[Mt 18,6-7;10;18 / Mc 9,48-50]
Perdón de las ofensas [Lc 17,3b-4]
La corrección fraterna [Mt 18,15-18]
El siervo implacable [Mt 18,21-35]
De Galilea a Jerusalén [Jn 7,2-13]
CAPITULO V: Hacia Judea
Los samaritanos, hostiles [Lc 9,51-56]
Llegada a Judea - Seguir a Jesús [Lc 9,57-62]
Misión de los setenta y dos [Lc 10,1-11]
Las ciudades impenitentes [Lc 10,12-16]
Retorno de los discípulos [Lc 10,17-20]
Gozo de Jesús [Lc 10, 21-24]
Mi yugo es liviano [Mt 11,28-30]..
Paso por Jericó - El buen samaritano [Lc 10,25-37]
En Betania - Marta y María [Lc 10,38-42]
CAPITULO VI: En Jerusalén Fiesta de los tabernáculos del 29
Jesús, legado divino [Jn 76,14;25-30]
Conato de prendimiento [Jn 7,31-36]
El agua viva [Jn 7,37-43]
8
Otro intento de prendimiento [Jn 7,44-53]
La adúltera [Lc 21,37-38 / Jn 8,2-11]
Jesús, luz del mundo [Jn 8,12-20]
Nuevamente anuncia su partida [Jn 8,21-30]
La verdad que libera [Jn 8,31-59]
El ciego de nacimiento [Jn 9,1-41;10,19-21]
CAPITULO VII: Excursiones por Judea y Perea
“Señor: enséñanos a orar” [Lc 11,1-4]
El amigo inoportuno [Lc 11,5-13]
Curación de dos ciegos [Mt 9,27-31]
Curación de un poseso ciego y mudo [Mt 12,22-29]
Estrategia de Satanás [Mt 12,43-45]
El pecado contra el Espíritu [Mt 12,30-37 / Jn 8,44]
La verdadera familia de Jesús [Mt 12,46-50]
¡Guardad la palabra!...[Lc 11,27-28]
La señal de Jonás [Mt 12,38-42]
La luz y el ojo [Lc 11,33-36]
La purificación interior [Lc 11,37-45;52]
Contra la hipocresía [Lc 11,53-54;12,1]
El santo temor [Lc 12,4-9]
El rico insensato [Lc 12,13-21;32-34]
Los servidores vigilantes [Lc 12,35-48]
El fuego de Jesús [Lc 12,49-56 / Mt 10,34]
Tiempo de conversión [Lc 13,1-9]
La mujer encorvada [Lc 13,10-17]
Últimas actividades en Perea - La puerta angosta [Lc 13,22-30]
De nuevo, Herodes [Lc 13,31-35]
CAPITULO VIII: Retorno a Jerusalén
Fiesta de la Dedicación [Jn 10,22-28]
El Buen Pastor [Jn 10,1-18;10,29-39]
Hacia Perea [Jn 10,40-42]
Comida en casa de un fariseo [Lc 14,1-24]
El Amor Total [Lc 14,25-33]
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Las Parábolas de la Misericordia [Lc 15,1-32]
El administrador sagaz [Lc 16,1-13]
El rico epulón y el pobre lázaro [Lc 16,14-31]
La fe operativa [Lc 17,5-10]
TERCER AÑO DE PREDICACIÓN 30 d. C. / 783 ab U. c.
CAPITULO IX: Nuevamente hacia Jerusalén [Lc 17,11]
Los diez leprosos [Lc 17,12-19]
Advenimiento del Reino [Lc 17,20-21]
La Parusía [Lc 17,22-37]
El juez inicuo [Lc 18,1-8]
El fariseo y el publicano [Lc 18,9-14]
Cruza el Jordán hacia Perea - matrimonio y divorcio [Mt 19,1-9 / Mc 10,11-12 / Lc
16,18]
La virginidad [Mt 19,10-12]
Niñez espiritual [Mt 10,13-16] 
El rico entusiasta [Mc 10,17-22]
Peligro de las riquezas [Mc 10,223-27]
Pero, de quienes todo lo dejan, ¿qué?...[Mc 10,28-31]
Los obreros de la viña [Mt 20,1-6]
CAPITULO X: Lázaro de Betania [Jn 11,1-5 y 44]
Profecía de Caifás [Jn 11,45-52]
Hacia Efraím [Jn 11,54-57]
Retorno final a Jerusalén .Tercer anuncio de la Pasión [Mc 10,32-34;39-45 / Mt 20,20-
21]
Paso por Jericó.Zaqueo, el jefe de publicanos [Lc 19,1-10]
Bartimeo [Mc 10,46b-52]
Parábola de las diez minas [Lc 19,11-27]
Banquete en Betania [Jn 12,1-6 / Mc 14,6-9]
ABREVIATURAS BÍBLICAS
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
 
10
 
Prefacio a la Primera Edición
“...Cristo, que es poder
y sabiduría de Dios”.
SAN PABLO, ICo 1,24
Escribimos para gente de fe; o, al menos, de buena voluntad. Por lo tanto allá van los
hechos y dichos del Señor coordinados cronológicamente y brevemente comentados para
ayudar a la intelección de lo actuado y a su consiguiente meditación. Porque la vida de
Jesucristo no es la de un simple hombre importante, con su cronología de batallas,
descubrimientos, y dichos más o menos destacables: se trata aquí nada menos que del
Verbo encarnado que vino a darnos la Vida, a enseñarnos la Verdad, a prepararnos el
Camino.
Lo seguimos en su paso por la tierra ajustándonos a los textos evangélicos; para lo
cual los coordinamos, esto es, los disponemos cronológicamente, sin repetir lo que en
ellos se repite: toda vez que más de un evangelista refiere el mismo hecho, seleccionamos
el que estimamos más adecuado a nuestros fines. Quiere esto decir que si bien se hallarán
aquí todos los actos y dichos de Nuestro Señor, no se encontrarán los textos completos
de los cuatro Evangelios. En cuanto a la cronología detallada de tales hechos, el tema es
sumamente complejo y discutido por los eruditos; basaremos nuestro desarrollo teniendo
en cuenta la bibliografía existente al caso; muy útiles han sido las sinopsis de Leal,
Castellani, y Benoit-Boismard; así como las cronologías que aparecen en Ricciotti,
Schnackenburg, Wikenhauser y otros. Por razones de claridad cronológica hemos
aceptado —bajo la autoridad de Lagrange, Prat, Ricciotti, Wikenhauser, Schnackenburg
y otros— la transposición de los CC. 5 y 6 de San Juan, tal como lo decimos en su
lugar[1]; y en contadas ocasiones nos hemos permitido alterar la posición de algunos
versículos siguiendo nuestro propio criterio, sin necesidad de advertirlo en cada caso: el
perito ya lo notará; y el lector nos agradecerá que lo eximamos de un recargo de
erudición.
El texto sagrado aparece siempre en “letra destacada y entre comillas”, a fin de que
se distinga claramente de todo otro enunciado. Utilizamos la traducción castellana que de
toda la Biblia llevara a cabo, por largos años, Mons. Dr. Juan Straubinger, pretendiendo
con ello rendir módico pero cordial homenaje a la memoria de quien nos despertara al
amor por tales temas durante nuestras visitas a su estudio en el Seminario Mayor “San
José”, de La Plata (Argentina); sin embargo introducimos algunas pequeñas alteraciones
gramaticales, y disponemos el texto en forma de diálogo cuando este ocurre.
Para comodidad del lector dividiremos cronológicamente nuestro relato de acuerdo a
11
los años de nuestra era, de enero a diciembre en cada caso (véase Excursus III, tomo V).
Los textos bíblicos se citan según abreviaturas convencionales, al margen del cuerpo de
la obra, y los Salmos se indican según la numeración de la Neo-vulgata. La “Bibliografía
general” se ha reducido a obras que el lector puede hallar fácilmente.
Finalmente, tres consejos para mejor aprovechar la lectura de los textos evangélicos
que aquí aparecen:
Primer consejo: Llevar la lectura del texto evangélico con seso, corazón, y sentido del
misterio, pues allí está el Espíritu Santo, “soplo eterno de Dios”. Pedir luces y ponerse en
clima, representándose al protagonista de esta historia: planta recia sin empaque; rasgos
finos y varoniles; mirada penetrante sin dureza; firme y reposada voz.
Segundo consejo: Seguir los desplazamientos del Señor con un mapa de Palestina y de
la ciudad santa a la vista, para mejor apreciar la extensión de su labor; en nuestro Índice
hemos escrito en letra destacada los diversos itinerarios, de modo que se tenga con él una
suerte de “hoja de ruta”. Pero, sobre todo, situarse vivamente en cada escena,
acompañando imaginativamente la acción; como aconseja S. Agustín: “Escuchemos el
Evangelio como si estuviera presente el Señor” [2], hablándonos singularmente a ti, a mí,
sin escudarnos en un plural aparentemente in-comprometedor; te sorprenderá el resultado
de tu lectura si cambias mentalmente el “vosotros” o “a vosotros”, por “tú” o “a ti”. En
algunas ocasiones haremos juntos esta experiencia, a modo de ejemplo.
Tercer consejo: Una vez leída esta obrita, desecharla y continuar el resto de la vida
bebiendo la Sabiduría generosamente repartida por el Espíritu Santo en los cuatro
Evangelios: cada evangelista tiene sus propios detalles, sus inagotables y misteriosos
pormenores como para enamorarnos de ese Dios que nos eligió —a ti y a mí, caro lector
— y nos llamó por nuestro nombre a la vida (Is 43, 1), “desde antes de la creación del
mundo” (Ef 1,4) y para toda la eternidad; y que por ti y por mí, y porque nos quiere
con Él, no vaciló en enviar a Su Hijo como Cordero expiatorio.
 
J. E. B.
 
12
Prefacio a la Segunda Edición[3]
“...con tal de que concluya mi carrera dando
testimonio del Evangelio de la gracia de Dios”.
Ac., 20, 24
Esta segunda edición es substancialmente igual a la anterior; hemos corregido las faltas
tipográficas que allí se habían deslizado, redistribuido algunos versículos para mejorar en
lo posible el orden de los hechos (especialmente en los CC. 10, 13, 15 y 17);
reemplazado algunas de ellos por textos equivalentes de otros evangelistas; agregado
nuevos comentarios aquí y allá; y sobre ello, un poco de lima que haga la obra del autor
algo menos indigna de los textos que se comentan.
Nos permitimos insistir en vivir la lectura con espíritu de misterio y en presencia de
Jesús, de modo tal que con el correr del tiempo el subtítulo de la obra vaya
transformándose, paulatinamente, en “Mi vida en la Vida de N. S. Jesucristo según los
Evangelios concordados”. No sea que tras las parábolas, milagros, alegorías y frases
luminosas con las cuales quiere el Señor llevarnos consigo, perdamos de vista que se
trata no de un interesante libro de espiritualidad ni de un rabí muy agudo en sus dichos y
portentoso en sus hechos, sino del mismo Dios que nos habla desde su Hijo, “en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Cl 2,3);
perla finísima por la cual hay que darlo todo (Mt 13,45).
Por ello mismo es la nuestra una “crónica pedagógica”, destinada a facilitar al lector
más bien la doctrina que las “fechas” en detalle de todos los acontecimientos; obra por
otra parte imposible pues la vida de Jesús transcurrió en tiempos poco interesados en
cronología, como lo reconocen los estudiosos del denominado “Jesús histórico”; y los
mismos evangelistas no han hecho tarea de historiadores sino de predicadores, dejando
en sus relatos una suerte de ayuda-memoria, resumen suficiente para la obra de
predicación ordenada por Jesús. En otras palabras, aquí nos interesamos por el Jesús real
y su mensaje para nosotros.
 
 
J. E. B.
 
 
13
Nota del editor a la Tercera Edición
Esta tercera edición en cinco tomos contiene el mismo texto de la segunda edición en
un solo tomo. Por sugerencia de algunas personas, hemos decidido dividir el texto
original y darles más opciones a los lectores, no sólo para adquirir separadamente el tomo
que deseen leer sino también para que, aquellos que estén interesados en la colección
completa, puedan disponer de los textos de una manera más cómoda, debido a que se
trata de un volumen muy extenso.
Tanto los capítulos como las notas al pie de cada tomo tendrán su propia numeración,
sin seguir una correlación con la edición en un solo volumen. Cuando se cita solamente el
nombre del autor, el título de la obra se hallará en la Bibliografía General, al final del
libro.
Lamentablemente el autor falleció pocos meses antes de que saliera a la luz esta nueva
edición. Nos sentimos honrados de haber podido contribuir a la versión final de esta gran
obra, que forma parte central de su testamento espiritual.
 
 
G.E.B.
 
 
 
14
 
 
 
Mapas
 
15
Ilustración1: Mapa de Palestina en tiempos de N. S. Jesucristo
 
 
16
Ilustración 2: Mapa de Jerusalén
17
SEGUNDO AÑO DE PREDICACIÓN
29 d. C. / 783 ab U. c.
CAPITULO I
El endemoniado de Gerasa
La tormenta, con la cual finalizamos nuestro capítulo precedente (Cap. V, tomo II),
fue brava y parece que Jesús los dejó que se las hubieran con ella por bastante tiempo,
pues entre avances y retrocesos, tornos y retornos, arribaron a la otra orilla —al pueblo
de Gerasa[4]— cuando ya clareaba el día, tal como lo deja traslucir la inmediata aparición
del endemoniado; pues así que “llegaron a la otra orilla del mar, al país de los
gerasenos y apenas desembarcó, salióle al encuentro desde los sepulcros un
hombre poseído de un espíritu inmundo, el cual tenía su morada en los sepulcros y
ni con cadenas podía ya nadie sujetarle pues muchas veces lo habían amarrado
con grillos y cadenas pero él había roto las cadenas y hecho pedazos los grillos y
nadie era capaz de sujetarlo. Y todo el tiempo, de noche y de día, se estaba en los
sepulcros y en las montañas, gritando e hiriéndose con piedras” [Mc 5,1-5]. Ya nos
hemos topado con un endemoniado en Cafarnaúm (Mc 1,23), cuyo mal espíritu también
maltrataba a su huésped; pero este aparece más feroz, no soportando cadenas y viviendo
en zona impura, entre sepulcros; absolutamente intratable, pues. Pero ahora, “divisando
a Jesús desde lejos vino corriendo, se prosternó delante de Él y gritando a gran
voz dijo:
—¿Qué tengo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Te conjuro por
Dios: no me atormentes.
Porque Él le estaba diciendo:
—Sal de este hombre, inmundo espíritu” [Mc 5,6-8].
Ante Jesús no le queda a ese espíritu más remedio que doblegarse hasta ir, impotente,
hacia Él obligado por el poder de quien —bien sabe— lo tiene ya vencido. Podría
parecer gracioso que el demonio se ampare en el nombre de Dios pero esa exclamación
expresa, en buena cuenta, toda su tragedia (es, propiamente, una tragedia del diablo) de
la cual no nos hacemos cargo suficientemente; pues “también los demonios creen y
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tiemblan” [St 2,19], porque el demonio posee inteligencia angélica y sabe; pero su
voluntad es perversa: debiendo amar, odia. Y nada hay más desolador que el odio pues al
primero que destruye es al que odia (repárese en que aquí el demonio aparece
maltratando fieramente a su huésped). El demonio sabe esto mejor que el hombre más
sabio pero, réprobo al fin, en su odio a Dios se derrota a sí mismo mientras construye su
mísero reino. No es el mero saber lo que salva, sino el saber amar. Así, mientras el
demonio se resiste, en vano intento, a obedecer el Señor “le preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
Respondióle:
—Mi nombre es Legión, porque somos muchos.
Y le rogó con ahínco que no los echara fuera del país” [Mc 5,9-10].
Evidentemente se trataba de un gran número de demonios pues una legión romana se
componía de unos cinco a seis mil hombres, lo que bien habían aprendido los judíos
sufriéndolo en cabeza propia. Curioso aquí es el ruego de no ser enviado fuera de la
región; según Lucas, piden “que no les mandase ir al abismo” [Lc 8, 31]; y en Mateo se
hace aun más urgente y angustiosa la demanda: “¿Viniste aquí para atormentarnos
antes de tiempo?” [Mt 9,29][5]. Parece que el sentido de las tres diferentes demandas es
uno y el mismo, queriendo significar los demonios que Jesús ha adelantado el tiempo de
la condena definitiva “al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” [Mt
25,41] que acontecerá en el juicio final, “cuando el Hijo del hombre vuelva en su
gloria” [Mt 25,31]. Por ahora ese demonio pretende al menos negociar su estado actual:
“Ahora bien: había allí, junto a la montaña, una gran piara de puercos paciendo.
Le suplicaron diciendo:
—Envíanos a los puercos para que entremos en ellos.
Se los permitió. Entonces los espíritus inmundos salieron y entraron en los
puercos; y la piara, como unos dos mil, se despeñó precipitadamente en el mar y se
ahogó en el agua” [Mc 5,11-13].
No es extraño hallar cerdos en esa zona del país, pues si bien estaba prohibida su cría
entre los judíos (al menos lo estaba su ingestión como alimento: Lv 11,7), se trata aquí
de una región semi-pagana. Pero les salió mal la elección a los demonios, dado el efecto
catastrófico provocado en los cerdos, que los dejó sin morada. Y a los gerasenos, en un
instante, sin dos mil cerdos (eran, pues, muchos los demonios). ¡Ingrata sorpresa! Así las
cosas, “los porqueros huyeron a toda prisa y llevaron la nueva a la ciudad y a las
granjas; y vino gente a cerciorarse de lo que había pasado. Mas llegados a Jesús
vieron al endemoniado, al mismo que había estado poseído por la legión, sentado,
vestido y en su sano juicio; y quedaron espantados. Y los que habían presenciado
el hecho les explicaron cómo había sucedido con el endemoniado y con los
puercos” [Mc 5,14-16]. Ver ahora juiciosamente “sentado a los pies de Jesús” [Lc 8,35] —
con esa actitud del discípulo que intentará ser— al otrora poseído por una “legión” de
demonios, atemoriza a estos gerasenos, probablemente politeístas por tratarse de una
zona helenística y así más acostumbrados a temer que a amar a sus dioses. Por ello no se
maravillan sino que se espantan del poder de Jesús; y con mayor aprecio por los bienes
19
materiales que por los espirituales, “comenzaron a rogarle que se retirase de su
territorio” [Mc 5,17]. ¿No encoge el corazón la actitud de esa gente que... ¡ruega para que
Jesús se aleje!? “Mas cuando Jesús se reembarcaba, le pidió el endemoniado andar
con Él; pero no se lo permitió sino que le dijo:
—Vuelve a tu casa, junto a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor te ha
hecho y cómo tuvo misericordia de ti.
Fuese y se puso a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho por
él, y todos se maravillaban” [Mc 5,18-20].
Existía al menos un agradecido: el liberado. Jesús no le permite que lo siga; tal vez se
tratara de un entusiasta y, por ello mismo, era de esperar poca constancia; tal vez el
Señor consideró imprudente tener un pagano en su equipo. Pero lo cierto es que a este
pagano no sólo no le prohibió, como en otros casos, que relatara lo sucedido sino que
cabalmente le encomendó esa tarea; en tal región no había peligro de malentender el
oficio del Mesías y, por otra parte, era bueno que estos duros gerasenos y el resto de la
Decápolis se fueran enterando de la Verdad. Y otro personaje misterioso, innominado
este, que pasa y se pierde para la historia. Pero su obediencia dio como fruto ese
maravillarse de cuantos le escuchaban.
Que no es poco.
Hacia Cafarnaúm
La hemorroisa - La hija de Jairo
Finalizado este breve y un tanto insólito viaje “a la otra orilla”, retorna Jesús “a la
otra orilla” (la vereda de enfrente es siempre la otra) esto es: a la ribera occidental,
concretamente “a su ciudad” [Mt 9,1]: Cafarnaúm.
Allí, “habiendo Jesús regresado en la barca a la otra orilla, una gran
muchedumbre se juntó alrededor de Él. Y Él estaba a la orilla del mar cuando
llegó el jefe de la sinagoga llamado Jairo el cual, al verlo, se echó a sus pies, le
rogó encarecidamente y le dijo:
—Mi hija está en las últimas; ven a poner tus manos sobre ella para que sane y
viva [Mc 5,21-24].
Era su única hija, como de doce años. Se fue [Jesús] con él y numerosa gente lo
seguía, apretándolo” [Lc 8,42].
La norma habitual: aparece el Señor; se corre inmediatamente la voz; brota la
multitud. De ella surge ahora un angustiado padre, jefe de la sinagoga local, con su
pedido de salud para la hija. Y allá va, mansamente, el taumaturgo y con Él la
muchedumbre, a los empellones, atropelladamente, dificultando la marcha. Entre ellos
“había una mujer atormentada por un flujo de sangre desde hacía doce años.
Mucho había tenido que sufrir por numerosos médicos y había gastado todo su
haber sin experimentar mejoría; antes, por el contrario, iba de mal en peor.
Habiendo oído lo que se decía de Jesús, vino entre la turba por detrás y tocó su
vestido pues se decía: «Con sólo tocar sus vestidos quedaré sana»” [Mc 5,25-28].
20“Mucho había tenido que sufrir...”. Para tener siquiera una idea de lo que había
sufrido la mujer, citemos un par de ejemplos de tratamiento de su dolencia tomados del
Talmud: “«Tomad el peso de un denario de goma de Alejandría, el peso de un denario de
azafrán de jardín; machacadlos juntos y dadlos con vino a la mujer hemorroisa». Si esto
no da remedio, se le ofrecen otros procedimientos semejantes. Y llegan hasta darle gritos
diciendo que está curada [...] y también se ponen en juego recetas en las que intervienen
cenizas de huevo de avestruz o excrementos de animales” [6]. Esta pobre mujer estaba,
por la naturaleza de su enfermedad (metrorragia), excluida del trato con los demás pues
no sólo era ella impura según la Ley sino que además impurificaba a todo el que tocare
(Lv 15,19ss); por eso quería pasar inadvertida en esa acción suya tan humilde y
confiada. Tentó, pues, el manto del Rabí “y al instante la fuente de su sangre se secó
y sintió en su cuerpo que estaba sana de su mal” [Mc 5,29]. Otra de esas curaciones
por simple contacto (cfr. Mc 3,10 y 6,56). Y aquí, ¡qué alegría! ¡Después de doce
años...! Pero con su acción se puso en evidencia inmediatamente para el Maestro, pues
“en el acto Jesús, conociendo en sí mismo que una virtud había salido de Él, se
volvió entre la turba y dijo:
—¿Quién ha tocado mis vestidos?” [Mc 5,30].
¡Vaya pregunta, en medio de esa multitud apretujada! De allí que, no sin cierta
perplejidad y un tanto amoscados, “respondiéronle sus discípulos:
—Bien ves que la turba te oprime y preguntas: «¿Quién me ha tocado?»” [Mc
5,31].
Así, no le dan importancia; “pero Él miraba en su torno para ver la persona que
había hecho eso” [Mc 5,32]. Todos se detienen; mientras el Rabí busca con su mirada, el
silencio va cundiendo entre la gente expectante. “Entonces la mujer, azorada y
temblando, sabiendo bien lo que le había acontecido, vino a postrarse delante de
Él y le dijo toda la verdad” [Mc 5,33]. Esta mujer, alegre al principio por sentirse tan
repentinamente curada, se alarma ahora por su atrevimiento puesto que estaba “fuera de
la Ley” pero así y todo afronta la situación, tal vez aguardando una reprimenda. “Mas Él
le dijo:
—¡Hija! Tu fe te ha salvado. Vete hacia la paz y queda libre de tu mal” [Mc 5,34].
Bien sabía el Señor quien lo había tocado, pero aquella pregunta y la consiguiente
aparición en concreto de la mujer hizo posible que esta recibiera las palabras de seguridad
sobre lo acontecido; no fue un caso de convencimiento psicológico de una persona
desesperada sino una real curación gracias a su fe y no por una suerte de “toque
mágico”. Todo acaba bien: la mujer, curada; la multitud, sobrecogida; y nosotros,
edificados y aprendiendo el grande valor de la fe por la cual Dios llega hasta dejarse
arrebatar la gracia.
Así las cosas, “estaba [Jesús] todavía hablando cuando vinieron de la casa del
jefe de la sinagoga a decirle [a este]:
—Tu hija ha muerto. ¿Con qué objeto incomodas más al Maestro?” [Mc 5,35].
¡Cómo se habrá entristecido ese padre! Todos allí, detenidos por esa mujer, y su hija
muriendo... “Mas Jesús, desoyendo lo que hablaban, dijo al jefe de la sinagoga:
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—No temas: únicamente cree.
Y no permitió que nadie lo acompañara sino Pedro, Santiago y Juan, hermano
de Santiago” [Mc 5,36-37].
Va el Señor solamente con ellos, los mismos que serán también testigos privilegiados
de su Transfiguración y de su agonía en Getsemaní; la turba se queda: no es cuestión de
irrumpir bulliciosamente en la casa de duelo donde, al estilo judío, ya se estaba en la
tarea de amortajar el cuerpo. “Cuando hubieron llegado a la casa del jefe de la
sinagoga, vio [Jesús] el tumulto y a los que estaban llorando y daban grandes
alaridos. Entró y les dijo:
—¿Por qué este tumulto y estas lamentaciones? La niña no ha muerto sino que
duerme” [Mc 5,38-39].
La costumbre hacía que en esos velatorios, de pocas horas, se exageraran las
lamentaciones, rasgándose los deudos las vestiduras y arrojándose tierra sobre la cabeza;
incluso se acostumbraba alquilar plañideras y flautistas que acompañaran el cortejo
posteriormente. El Señor les reconviene, afirmando no haber motivo de aflicción. Pero
los que estaban allí bien sabían que la niña llevaba algún tiempo muerta (el transcurrido
desde la partida de la comitiva para avisar al padre) “y se burlaban de Él. Entonces
hizo salir a todos, tomó consigo al padre de la niña y a la madre y a los que lo
acompañaban, y entró donde estaba la niña. Tomó la mano de la niña y le dijo:
—¡Talitha kum! — que se traduce: «Niñita: Yo te lo mando: levántate»” [Mc 5,40-
41].
La imperiosa frase (aramea, la lengua común que conserva aquí Mc) da su fruto “y al
instante la niña se levantó y se puso a caminar, pues era de doce años. Y al punto
quedaron todos poseídos de gran estupor. Y les recomendó con insistencia que
nadie lo supiese; y dijo que a ella le diesen de comer” [Mc 5,42-43].
Dos recomendaciones: no hablar del milagro, dar de comer a la muchachita. Y es este
último consejo el que nos embelesa al demostrarnos toda la ternura del Maestro para con
la débil niña. De paso: buen gambito para sacar a los padres del estupor en que habían
caído.
En Cafarnaúm
El tributo al templo
Continuando la ruta, “Cuando llegaron a Cafarnaúm acercáronse a Pedro los que
cobraban las didracmas y dijeron:
—¿No paga vuestro Maestro las dos dracmas?” [Mt 17,24].
Cuando Moisés, por orden de Yahvé, procedió a hacer un censo, el mismo Dios le
indicó fijar un impuesto de medio siclo (aproximadamente dos dracmas) por todo varón
de veinte años en más (Ex 30,11ss); pero en la época más pobre de la Restauración,
después del cautiverio y según el decreto liberador de Ciro (538 a.C.), hicieron que
Nehemías dispusiera el pago de un impuesto anual de sólo un tercio de siclo (Nh 10,33)
para proveer a las necesidades del Templo y el culto[7]. Dicho impuesto estaba aún en
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vigencia y por lo visto había vuelto al valor primero, cobrándose todos los años durante
el mes de Adar (nuestro febrero-marzo), cercana ya la Pascua (marzo-abril)[8], y la
colecta se hacía tanto en Palestina cuanto en la diáspora, a ricos y a pobres, pues todos
debían acudir a los gastos del Templo. La pregunta de los recaudadores a Pedro se
explica porque no todos admitían tal impuesto; y así, mientras los fariseos lo
consideraban correcto, los saduceos y galileos estaban en desacuerdo. Pero el Rabí,
¿pagaba? Pedro “respondió:
—Sí.
Y cuando llegó a la casa, Jesús se anticipó a decirle:
—¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quién cobran las tasas o
tributo: de sus hijos o de los extraños?
Respondió:
—De los extraños” [Mt 17,25-26a].
Jesús demuestra a Pedro que sabe lo de los recaudadores y va con su pregunta: si el
tributo era para el Templo —para honrar a Dios— Él, el Hijo de Dios, estaba exento de
pagar, ¿verdad? ¿Entonces? “Entonces Jesús le dijo:
—Así, pues, libres son los hijos. Sin embargo, para que no los escandalicemos,
ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que suba sácalo y abriéndole la boca
encontrarás un estatero. Tómalo y dáselo por Mí y por ti” [Mt 17,26b-27].
El Señor quiere evitar el escándalo que supondría, a los ojos de ese pueblo que en su
inmensa mayoría seguía a los fariseos, despreciar la Ley y el culto pero, al mismo
tiempo, quería mostrarle a Pedro que Él no estaba obligado; y así, salda
salomónicamente la cuestión no pagando de su bolsillo sino a través de un milagro como
expresión de su independencia de la Ley; y apuntalando, de paso, la fe de Pedro.
Rechazado en Nazaret
Ahora, “saliendo de allí, vino a su tierra y sus discípulos lo acompañaban” [Mc
6,1].
Continúa el Señor su viaje, tomando rumbo SO, nuevamente hacia Nazaret, la aldea
donde se había criado y donde había aprendido y ejercido su oficio bajo la enseñanza de
José. “Llegado el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y la numerosa
concurrencia que lo escuchaba estaba llena de admiración y decía: «¿De dónde le
viene esto?» Y, «¿qué es esta sabiduría que le ha sido dada? ¿Y estos grandes
milagrosobrados por sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, el
hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? Y sus hermanas, ¿no están
aquí, entre nosotros?». Y se escandalizaban de Él” [Mc 6,2-3][9].
Llega, pues, Jesús rodeado de sus discípulos y, lo que es más, de la fama lograda tras
su actividad en Cafarnaúm y alrededores; pero de allí a poco surge entre los pueblerinos
el desprecio y la envidia: “Y este, ¿qué se ha creído? ¡Como si no lo conociéramos!
¿Acaso no nos arreglaba los muebles? ¡Buena viruta la que se ha comido! ¡Si le ha dado
al martillo y la sierra! Y ahora, ¡con esas ínfulas! Porque, ¡vaya uno a saber cómo
engatusó a la gente por allá!”. En fin: ¡Vaya con los vecinos! Pero Jesús les salió al paso
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“y les dijo:
—Sin duda me aplicaréis aquel refrán: «Médico: cúrate a ti mismo. Lo que
hemos oído que has hecho en Cafarnaúm hazlo aquí también, en tu pueblo».
Y dijo:
—En verdad, en verdad os digo: ningún profeta es acogido en su tierra” [Lc 4,23-
24].
Echa mano el Señor a dos refranes que aun hoy continúan en uso y con los cuales
está significando (especialmente con el segundo) conocer el mal espíritu de sus
conciudadanos. Y para que no les quepa duda de que Yahvé —y, por lo tanto, Jesús— es
libre de proceder como quiera, pasa a fundamentar esto con hechos bien conocidos de la
historia bíblica:
“—En verdad os digo: había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías,
cuando el cielo quedó cerrado durante tres años y seis meses y hubo hambre
grande en toda la tierra; mas a ninguna de aquellas fue enviado Elías sino a una
viuda de Sarepta, en el país de Sidón. Y había muchos leprosos en Israel en
tiempos del profeta Eliseo; mas ninguno fue curado sino Naamán, el sirio” [Lc 4,25-
27].
En efecto: la viuda de Sarepta creyó a Elías al punto de cederle lo único que tenían
para comer ella y su hijo (I Ry 17,7ss); Naamán, tras una primera rebeldía por lo que
consideró inicialmente una burla, acabó por creer en las palabras de Eliseo (II Ry 5,1ss);
y ambos tuvieron sus respectivos premios. Valiente es el discurso del Señor para dicho
precisamente en la reunión oficial de la sinagoga, donde los oyentes esperaban ser
edificados por las lecturas de la Ley. Pero Jesús sabe cuándo hay que sacudir al auditorio
para llevarlo a la verdad y evitarles una soberbia colectiva de pueblo elegido. Si a
profetas de la categorías de Elías y Eliseo les fue encomendado por Dios, a pesar de las
urgentes necesidades de Israel, atender a sendos paganos, es claro que no existe en modo
alguno un derecho de Israel que obligue al Señor; y bien puede quedar Nazaret sin
milagros, a favor de otras ciudades. Fue esta una enseñanza justa pero recia y dolorosa
para el orgullo de esa gente: nada menos que ese ex-carpintero, a quien más de uno de
ellos ha dado órdenes y hasta tal vez maltratado de palabra urgiendo el trabajo
encargado, aparece ahora como humillándolos. Se comprende entonces que “al oír esto,
se llenaron de cólera todos en la sinagoga; se levantaron y, echándolo fuera de la
ciudad, lo llevaron hasta la cima del monte sobre la cual estaba edificada la
ciudad, para despeñarlo” [Lc 4,28-29].
A poco que se tenga cierto conocimiento del actuar irracional del hombre en multitud
—las turbas, esa masa que va descontrolándose a medida que se envalentona— es fácil
comprender lo sucedido. Lo que Jesús les ha dicho no es más que la verdad, está en los
libros santos, es indiscutible. Pero a menudo la verdad duele y aflora la irracionalidad.
Ahora, desde un: “¿Por quién nos ha tomado?” y “¡Es inaudito!”, a “¡Esto no puede
quedar así!” y” ¡Démosle una lección que no olvide!”; con el agregado de que algún
cabecilla erudito absolviera tal vez las conciencias recordándoles Dt 13,24 según el cual
texto todo profeta que pretenda desviar del culto a Yahvé debe morir apedreado; todo
24
ello alimentó el furor hasta intentar el crimen. Pero... “Pero Él pasó por en medio de
ellos y se fue” [Lc 4,30].
Este es el milagro moral más formidable del Señor, junto al de la expulsión de los
mercaderes y la negativa a dar razón de su autoridad. Ser llevado a empellones por una
turba furente (que por ser tal, cuando se enoja se altera aceleradamente pues cada uno
quiere mostrarse más furibundo que sus vecinos) hasta llegar al borde mismo de la sima,
cuando ya no falta sino el empujón final... Dejarles hacer hasta allí, volverse, clavar en
ellos su mirada (¡esas miradas de Jesús!) y retornar, abriéndole camino la masa que lo
observa sobrecogida, es una situación humanamente imposible. En el instante en que el
Señor decide detener a esos energúmenos la acción debe de haberse congelado;
enseguida, y como hipnotizados y apartados lenta pero autoritariamente por la presencia
de ese Rabí que avanza sin mirarlos siquiera, los hombres se desplazan a los lados para
dejar camino expedito, sin atinar ya a nada. Imponente.
Nuevo recorrido misional por Galilea
El Señor se retira así de su “patria chica”: si no lo quieren, Él no los forzará. Aquí
agrega Mateo una curiosa aclaración: “Y no hizo allí muchos milagros a causa de la
falta de fe [de ellos]” [Mt 13,58]; pues los milagros no son “pruebas de magia” para
entretener ocios ni “avisos publicitarios” u “obligaciones” de Dios para con el hombre
sino, en todo caso, manifestaciones de Su gracia para almas de buena voluntad: a escasez
de éstas, escasez de milagros. Tendremos ocasión de volver más de una vez sobre la
naturaleza y condiciones de los milagros de Jesús. Por ahora, finalizado este episodio,
“Jesús recorría todas las ciudades y las aldeas, enseñando en sus sinagogas y
proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda
dolencia” [Mt 9,35]. Pero ya comienza a dejarse vislumbrar que no todo podrá
concretarse a su acción personal pues la tarea se irá ampliando hasta la imposibilidad
material de llegar personalmente a cada caso. Y así, “viendo a las muchedumbres,
tuvo compasión de ellas porque estaban como ovejas que no tienen pastor,
esquilmadas y abatidas. Entonces dijo a sus discípulos:
—La mies es grande mas los obreros son pocos. Rogad, pues, al Dueño de la
mies que envíe obreros a su mies” [Mt 9,36-38].
Ovejas desprotegidas; mies que no se recoge...Roguemos, hermano, porque aun
estamos en las mismas.
Primera misión de los apóstoles
Así las cosas, consideró el Señor que era hora ya de poner en funciones a sus
discípulos, a quienes con tanto esmero preparaba, para que hicieran sus primeras
prácticas.
“Entonces, llamando a los doce comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles
poder sobre los espíritus inmundos” [Mc 6,7]; con claras indicaciones acerca del campo
de actividades:
“—No vayáis hacia los gentiles y no entréis en ninguna ciudad de samaritanos
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sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y de camino predicad
diciendo: «El reino de los cielos se ha acercado»” [Mt 10,5b-7].
En esta misión primera quiere el Señor que tal como Él ha venido para atender
primordialmente las necesidades de Israel (Mt 15,24), así lo hagan ahora los apóstoles;
ya les pondrá a cargo de todo el mundo después de su Resurrección, una vez finalizada
su actividad temporal y su obra redentora (Mt 28,19). El tema de predicación ha de ser
siempre el mismo: a prepararse, que el reino viene, tal como lo anunciara Juan (Mt 3,2) y
constituyó precisamente el primer mensaje al iniciar Jesús su vida pública (Mc 1,14). Y
junto a la palabra, la acción:
“—Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad fuera
demonios. Recibisteis gratuitamente, dad gratuitamente. No tengáis ni oro ni plata
ni cobre en vuestros cintos ni alforja para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni
bastón; porque el obrero es acreedor de su sustento” [Mt 10,8-10].
Les otorga así eficacia en la predicación y aun el poder de hacer los mismos milagros
que Él; pero exige el Señor la máxima sobriedad en ellos como muestra de la total
confianza en la Providencia: deben vivir y amar la pobreza, sin llevar dinero o bastón de
defensa (bordón) ni ropa de repuesto o por ostentación(como lo era vestir dos túnicas) y
aún ni calzado[10], ocupándose exclusivamente de predicar la Palabra; todo lo necesario
les será dado por añadidura.
“—Llegados a una ciudad o aldea, informaos de quien en ella es digno y
quedaos allí hasta vuestra partida” [Mt 10,11].
El apóstol no debe descuidar su honra y la prudencia exige cerciorarse previamente de
la buena fama (no de la riqueza o dignidades mundanas) de la familia donde se aloje.
“—Al entrar a una casa decidle el saludo [de paz]. Si la casa es digna, venga
vuestra paz a ella; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si alguno
no quiere recibiros ni escuchar vuestras palabras, salid de aquella casa o de aquella
ciudad y sacudid el polvo de vuestros pies. En verdad os digo que en el día del
juicio [el destino] será más tolerable para la tierra de Sodoma y Gomorra que para
aquella ciudad” [Mt 10,12-15].
El saludo verdaderamente cristiano no es tanto desear “la salud” —no “basta la
salud”, ni es “lo principal”, contra lo que se dice habitualmente— cuanto la paz del alma
que en sólo Cristo podemos hallar (Jn 16,33), bien diferente de la que el mundo puede
dar (Jn 14,27); al cabo, desearles a los demás la paz es ser pacificadores, los cuales (lo
hemos visto en el Sermón de la Montaña) “serán llamados hijos de Dios” [Mt 5,9].
Ahora bien: si aquella predicación no es aceptada por los habitantes de la casa o de la
ciudad, deben retirarse, sin más, dando testimonio de no tener nada que ver con ellos
ante esa actitud de rechazo de la Palabra de Dios; y así, han de sacudirse hasta el polvo
adherido a ellos, tal como hacían los judíos a la vuelta de algún viaje por ciudades
paganas, antes de ingresar a Israel. Sodoma y Gomorra, consideradas ciudades pecadoras
por excelencia, sucumbieron bajo terrible castigo; sin embargo mayor lo merecerán
quienes no acepten la Palabra. Grave cosa es el pecado, sí, como oposición que es a la
voluntad de Dios; pero incomparablemente más grave es rechazar al mismo Dios: esto es
26
impiedad que cierra toda posibilidad de arrepentimiento (pecado contra el Espíritu
Santo). Y para evitar todo entusiasmo desmedido o sentimiento “triunfalista” inmediato,
va la admonición:
“—Mirad que Yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes
como las serpientes y sencillos como las palomas” [Mt 10,16].
No todo va a ser miel sobre hojuelas y el Señor quiere alertarlos sobre un futuro de
envidias, incomprensiones, malquerencias, persecuciones; no sea que todo ello los
acobarde por imprevisión. Les será necesario apelar a la prudencia, virtud propia del
obrar sensatamente —la serpiente era símbolo corriente de prudencia; como de la
sencillez, la paloma— para evitar malos entendidos e insidias que afecten
innecesariamente la predicación; pero, asimismo, han de proceder con la sencillez o
simplicidad propia de la unidad de vida en la verdad, que equivale a rectitud de intención,
a pureza de corazón, evitando, como consecuencia, que aquella prudencia degenere en
cobardía o en el “maquiavelismo” de un cálculo puramente oportunista: al fin de cuentas,
es Él quien los envía y confiados definitivamente en Su palabra han de echar las redes;
pero deberán hacerlo en medio de un mundo poco propicio a la conversión y la
penitencia[11]. Brevemente: han de ser “sabios para lo que es bueno y simples para lo
que es malo” [Rm 16,19].
“—Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y os
azotarán en las sinagogas, y por causa de Mí seréis llevados ante los gobernadores
y reyes, en testimonio para ellos y para las naciones. Mas cuando os entregaren no
os preocupéis de cómo o de qué hablaréis: lo que habréis de decir os será dado en
aquella misma hora. Porque no seréis vosotros los que hablareis sino que el
Espíritu de vuestro Padre es quien hablará por vosotros. Y entregará a la muerte
hermano a hermano, y padre a hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y
los harán morir. Y seréis odiados de todos por causa de mi Nombre; pero el que
perseverare hasta el fin, ése será salvo. Cuando os persiguieren de una ciudad huid
a otra. En verdad os digo que no acabaréis [de predicar en] las ciudades de Israel
antes de que venga el Hijo del Hombre. El discípulo no es mejor que su maestro ni
el siervo mejor que su amo. Basta al discípulo ser como su maestro y al siervo ser
como su amo. Si al dueño de casa llamaron Beelzebul, ¿cuánto más a los de su
casa?” [Mt 10, 17-25].
Estas advertencias de los vv. 16 a 25 apuntan especialmente hacia un futuro histórico
posterior a este envío de los apóstoles, ya que predice sucesos que acontecerán cuando
ellos extiendan su labor a otras naciones; son reglas, pues, a tener en cuenta para el
tiempo ulterior a la Ascensión del Señor y revelan muy escuetamente lo que será la
historia de la Iglesia. Para entonces les promete la particular asistencia del Espíritu Santo,
pues lo que digan y cómo lo digan ante sus acusadores no dependerá de la inteligencia o
el discurso habilidoso de cada uno, tan aparentemente desvalidos ellos como lo estarían
ante las argucias jurídicas o teológicas de los acusadores. Asimismo, insiste Jesús en que
Él será siempre un “signo de contradicción”, al punto de llegar al enfrentamiento entre
padres e hijos, hijos y padres. Pero ante todo ello han de perseverar en la Verdad “hasta
27
el fin”. El v.23: “no acabaréis [de predicar en] las ciudades de Israel...”, bastante
difícil de interpretar, suelen admitirlo los comentaristas como referido a esa manifestación
de la justicia divina que fue la ruina de Jerusalén del año 70, a manos de los romanos[12].
Sin embargo —nos permitimos opinar— en el contexto escatológico en que se desarrolla
la escena tal vez se refiera a la conversión final de Israel, al fin de los tiempos, pues
cuando “la plenitud de los gentiles haya entrado, todo Israel será salvo” [Rm 11,25],
culminando la Parusía.
Mas si es grave el peligro, grande es la dignidad que les confiere el Señor a sus
enviados, al punto tal que:
“—Quien a vosotros recibe a Mí me recibe; y quien me recibe a Mí, recibe a
Aquel que me envió. Quien recibe a un profeta a título de profeta recibirá
recompensa de profeta; quien recibe a un justo a título de justo recibirá la
recompensa del justo. Y quienquiera diere de beber tan sólo un vaso de agua fresca
a uno de estos pequeños a título de discípulo, en verdad os digo: no perderá su
recompensa” [Mt 10,40-42].
Todo discípulo que viene en tal categoría a nosotros es embajador del Señor y
representa al Señor mismo; de allí las recompensas. Y de tal modo nos ama el Señor que
quiere a toda costa retribuirnos hasta por el mínimo favor que hagamos a sus enviados: lo
único necesario es obrar porque es Él quien nos los envía. Todo ha de hacerse por amor
de Dios.
Y bien: tras esto los apóstoles “partieron, pues, y predicaron el arrepentimiento.
Expulsaban también a muchos demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y
los sanaban” [Mc 6,12-13]. De paso, destaquemos el escaso número de los apóstoles de
los cuales se habla nominalmente; el Reino de los cielos no es para lucimiento, no
comporta gloria humana alguna: es tarea, la “carga de Yahvé” de que hablan los
profetas: “anda a dondequiera que Yo te enviare y habla todo cuanto Yo te dijere”
[Jr, 1,7]. Luego declara: “siervo inútil he sido; lo que debía hacer, eso hice” [Lc 17,10].
Y reposa en el Señor.
Degollación del Bautista
Mientras tanto, “el rey Herodes oyó hablar [de Jesús] porque su nombre se había
hecho célebre, y dijo:
—Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso las virtudes
obran en Él.
Otros decían:
—Es Elías.
Otros:
—Es un profeta, tal como uno de los [antiguos] profetas” [Mc 6,14-16].
Pero a Herodes le remordía su conciencia y no se convencía y así, “no obstante esos
rumores, Herodes decía:
—A Juan yo lo hice decapitar. ¿Quién es, pues, éste de quien oigo decir tales
maravillas? Y procuraba verlo” [Lc 9,9].
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Porque “Herodes, en efecto, había mandado arrestar a Juan y lo había
encadenado en la cárcel a causa de Herodías, [mujerde Filipo, su hermano], a quien
[Herodes] había desposado. Porque Juan decía a Herodes:
—No te es lícito tener a la mujer de tu hermano.
Herodías le guardaba rencor y quería hacerlo morir mas no podía porque
Herodes tenía respeto por Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y lo
amparaba; al oírlo se quedaba muy perplejo y sin embargo lo escuchaba con
gusto” [Mc 6,17-20].
Si aceptamos la noticia del historiador judío Flavio Josefo, este episodio aconteció en
la fortaleza de Maqueronte, al sud-este del Mar Muerto, donde el tetrarca[13] Herodes
(Antipas) poseía un suntuoso palacio. Juan se había hecho respetable a Herodes; pero al
tomar éste la mujer de su medio hermano —mujer que era, además, sobrina de Herodes
— comenzó Juan sin temor, cual otro decidido Jeremías, a reprocharle su desvergonzada
acción[14]: “Ciñe, pues, tus lomos, yérguete, y diles todo cuanto Yo te mandare; no
les tengas miedo” [Jr 1,17]. Pero del texto de Marcos es claro que para Juan el peligro
estaba de parte de la mujer y no de Herodes quien, aun dentro de su tibieza, lo defendía.
“Llegó, empero, una ocasión favorable [para Herodías] cuando Herodes, en su
cumpleaños, dio un festín a sus grandes, a los oficiales y a los personajes de
Galilea. Entró [en esta ocasión] la hija de Herodías y se congració por sus danzas
con Herodes y sus convidados” [Mc 6,21-22]. La astuta Herodías sabe dónde le aprieta el
zapato al sensual monarca y no vacila en utilizar a su hija —de nombre Salomé según
datos de Flavio Josefo y habida en un matrimonio anterior— en danzas que si bien eran
usuales en tales fiestas, estaban en general a cargo de mujeres de dudosa moral (que en
estos casos es lo menos dudoso). Esta muchacha, Salomé, era de armas llevar y la danza
habrá sido condigna, a juzgar por los resultados. Pues atrapado ya Herodes entre Eros y
Dionisos, apretado por su sensualidad y el entusiasmo de sus convidados quienes, a la
vista de la exaltación del soberano, pretenden sobrepasarse unos a otros en el elogio,
alcanza su frenesí y jactanciosamente va la promesa: “Dijo entonces el rey a la
muchacha:
—Pídeme lo que quieras, yo te lo daré.
Y le juró:
—Todo lo que me pidas te lo daré; aunque sea la mitad de mi reino” [Mc 6,22b-
23].
Lo excesivo de la oferta muestra ya la pítima de Herodes; la muchacha debió de
haberse quedado lela ante tal propuesta: ¡una danza procaz y el porvenir asegurado! Mas
como hijita modosa y obediente, “ella salió y preguntó a su madre:
—¿Qué he de pedir?
Esta dijo:
—La cabeza de Juan el Bautista” [Mc 6,24].
¡Ay, Herodías, Herodías! ¡Y cómo el odio te hace despreciar hasta la mitad de un
reino! Se puede sentir, tras esa rápida respuesta, la acritud, el deseo de venganza, la
maldad de ese acto soberbio de triunfar (?) sobre Juan que campa por sus respetos en el
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corazón de Herodías. Bien decían los antiguos que la corrupción de lo óptimo es pésima.
Cuando la mujer, hecha verdaderamente para el amor, la ternura, la grandeza de alma, la
compasión... odia, su odio es extremado, sin concesiones; aquí, verdaderamente tajante.
Ahora es la nena quien, sin vacilación, “entrando luego a prisa ante el rey, le hizo su
petición:
—Quiero que al instante me des, sobre un plato, la cabeza de Juan el Bautista”
[Mc 6,25].
La petición ha sido verdaderamente inesperada para el rey y perturbadora para la
concurrencia; se oyen murmullos de admiración y expectativa por la actitud que tomará
el rey, hacia quien convergen las miradas: ¿tendrá el coraje de sustentar su juramento?
Mas la suerte de Juan está echada: “Se afligió mucho el rey; pero en atención a su
juramento y a los convidados no quiso rechazarla. Acto continuo envió, pues, el
rey un verdugo ordenándole traer la cabeza de Juan. Este [verdugo] fue, lo
decapitó en la prisión y trajo sobre un plato la cabeza, que entregó a la muchacha
y la muchacha se la dio a su madre” [Mc 6,26-28]. La fuerza del odio y de unos respetos
humanos consentidos hasta el extremo pecado de tomar una vida contra toda justicia,
han acabado con Juan[15]; la sordidez de la escena: ese verdaderamente hórrido plato que
pasa de mano en mano, con la cabeza sangrante, hasta llegar a una Herodías
diabólicamente regocijada, es digno complemento de esa trágica función. Todo finaliza
cuando “sus discípulos, luego que lo supieron, vinieron a llevarse el cuerpo y lo
pusieron en un sepulcro” [Mc 6,29].
La danza de Salomé...el mayor precio que se haya pagado jamás por una procacidad.
Retornan los apóstoles
Tras este triste interludio volvamos la atención a aquellos apóstoles que en el ínterin
han estado haciendo lo suyo. Finalizada la tarea, retornan y “nuevamente reunidos con
Jesús, le refirieron los apóstoles todo cuanto habían hecho y enseñado. Entonces
les dijo:
—Venid vosotros aparte, a un lugar desierto, para que descanséis un poco.
Porque muchos eran los que venían e iban y ellos no tenían siquiera tiempo
para comer. Partieron, pues, en una barca hacia un lugar desierto y apartado” [Mc
6,30-32].
Gozoso relato de esos enviados como avanzada de la futura Iglesia; pero Jesús sabe
que entre el entusiasmo y el cansancio se hace necesario un tiempo de reposo material y
espiritual, un retiro que serene los ánimos y aclare la perspectiva. Se van, pues, en la
barca a un lugar aislado, no especificado por Marcos pero sí algo por Juan: Jesús fue “al
otro lado del mar de Galilea, o de Tiberíades” [Jn 6,1]; y Lucas acaba por declararlo:
“a un lugar apartado de una ciudad llamada Betsaida” [Lc 9,10], situada en la
Gaulanítis, sobre la margen oriental, en la desembocadura del Jordán en el mar de
Tiberíades. “Pero los vieron cuando se iban y muchos los reconocieron y acudieron
allí, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos” [Mc 6,33].Conmueve
comprobar cómo es el amor capaz de prever, de abandonar cuanto se tiene entre manos,
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y de adelantarse a los acontecimientos. Pues si esa gente partió desde Cafarnaúm y
alrededores hasta la llanura de Betsaida, debieron recorrer unos 6-7 km circundando el
lago y a buen paso pues “llegaron antes que ellos”; y aun así, con peligro de
equivocarse con respecto al destino de la barca. La corazonada fue exitosa pues “al
desembarcar vio [Jesús] una gran muchedumbre y tuvo compasión de ellos, porque
eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas” [Mc 6.34];
especialmente “les habló del reino de Dios, y curó a cuantos tenían necesidad de
ello” [Lc 9,11]. Frustrado queda el retiro y descanso que el Señor quiere brindar a los
suyos: ¡es tanta la necesidad que tenemos los hombres de salud en cuerpo y alma! Y Él,
venido a la tierra por amor de nosotros, no podrá dejar de atender aquí y ahora a
aquellos, sin dudas conmovido ante esa fe demostrada en el esfuerzo por alcanzarlo, por
adelantársele... Nuevamente, nos sentimos un tanto frustrados al no saber de esas
“muchas cosas” de que habló el Señor en la ocasión. Pero es bueno constatar que
siempre hay mucho más en Dios de lo que sabemos.
31
CAPITULO II
En Betsaida
Primera multiplicación de panes
Llegados a esta altura del segundo año de vida pública del Maestro, “estaba próxima
la Pascua, la fiesta de los judíos” [Jn 6,4]; se trata, pues, de principios de Nisán del 29
d.C. Su intento de retiro, señalado al fin de nuestro capítulo anterior, se ha malogrado: el
buen pastor, que es capaz de dar hasta la vida por las ovejas, no deja de conmoverse por
la diligencia de esa gente y les enseña “muchas cosas”, tantas que, atardeciendo ya y
“siendo la hora muy avanzada, sus discípulos se acercaron a Él y le dijeron:
—Este lugar es desierto y ya es muy tarde. Despídelos para que vayan a las
granjas y aldeas del contorno a comprarse qué comer” [Mc 6,35-37].
El espíritu práctico de los apóstoles parece querer volver a la realidad a un Jesús
absorto en esas almas que tan confiadamente se acogían a Él: “Jesús, pues, levantando
los ojos y viendo que venía hacia Él una gran multitud, dijo a Felipe:
—¿Dónde compraremos pan para que estos tengan qué comer?
Decía esto para ponerlo a prueba pues Él, por suparte, bien sabía lo que iba a
hacer” [Jn 6,5].
Felipe era un hombre práctico y sereno (ya se mostró así cuando a las reticencias de
Natanael respondió con un lacónico pero efectivo: “Ven y ve”); y de una rápida mirada a
esa multitud, “Felipe le respondió:
—Doscientos denarios de pan no les bastarían para que cada uno tuviera un
poco” [Jn 6,7].
Esos doscientos denarios representaban una cantidad de dinero no desdeñable,
teniendo en cuenta que un obrero común ganaba aproximadamente un denario diario
(moneda romana) equivalente a una dracma (moneda judía). “Uno de sus discípulos:
Andrés, el hermano de Pedro, le dijo:
—Hay aquí un muchachito que tiene cinco panes de cebada y dos peces. Pero,
¿qué es esto para tanta gente?” [Jn 6,8].
En efecto: ¿Qué podía hacerse con esos pocos panes ya que, como veremos, se
habían reunido allí unos cinco mil hombres (más las mujeres, y los niños, que
habitualmente no se contaban pero... ¡vaya si comían!)? “Mas Jesús dijo:
—Haced que los hombres se sienten [Jn 6,10].
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Había mucha hierba en aquel lugar. Se acomodaron, pues, los varones, en
número como de cinco mil, en cuadros de a ciento y de a cincuenta” [Mc 6,40].
Ese dato de la abundancia de hierba (adonde los conduce el buen Pastor del S 23)
junto a aquel otro de la proximidad de la Pascua, nos permite reafirmar el dato
cronológico dado más arriba: tiempo de primavera y mes de Nisán (marzo-abril del año
29 d. C.)[16]. Bien: dispuesta así la escena y ante la expectativa de los discípulos y de la
muchedumbre, “tomó los cinco panes y los dos peces, mirando al cielo los bendijo
y habiendo partido los panes, diólos a los discípulos; y los discípulos, a la gente”
[Mt 14,19]. He aquí la trascendencia de las pequeñas cosas: esa madre que, previsora,
procuró a su hijo el alimento (pan de cebada = pan de pobres, y peces ahumados) antes
de dejarlo seguir en pos del Maestro, acaba por suministrar impensadamente el material
sobre el cual hará el Rabí su milagro. Más de dos mil años hace que la venimos
recordando. Así las cosas, como en cualquier convite, el paterfamilias reza la oración
inicial y bendice el pan. Pero ahora se producirá el milagro pues el alimento no se acaba a
medida que se reparte sino que se multiplica en manos de Jesús, quien, “cuando se
hubieron hartado, dijo a sus discípulos:
—Recoged los trozos que sobraron para que nada se pierda.
Los recogieron, y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes que
sobraron a los que habían comido [Jn 6,12]. Y eran los que comieron cinco mil
varones, sin contar mujeres y niños” [Mt 14,21]
Finalizada la comida y siguiendo una piadosa costumbre judía, se recuperaron las
sobras. De paso, el resultado de ese rescate (¿un canasto por cada apóstol?) sirvió para
mostrar la magnificencia del Señor pues hasta las sobras superan en mucho los cinco
panes originales. Los canastos a que se refiere el Evangelio eran una suerte de carteras de
viaje en las cuales acostumbraban llevar los judíos sus alimentos, especialmente si debían
atravesar por territorio pagano, para evitar las dificultades que supondría la oferta de
alimentos legalmente impuros.
Pretenden hacerlo rey
No es necesario majarse los sesos para imaginar el asombro y la alegría de esas
personas que veían sacar y sacar comida de una pequeña canasta “sin fondo”. ¡Sí que es
poderoso este Rabí! Porque tal vez recordaron ellos en ese momento la multiplicación
que aconteció cuando Eliseo, el gran taumaturgo entre los profetas, dio de comer a cien
hombres con los veinte panes de cebada que le trajeron, ordenando a su criado los
repartiera; y cuando éste le objetó:
“—¿Cómo? ¿Esto he de servir a cien hombres?
Replicóle él:
—Dáselo a la gente para que coma, porque así dice Yahvé: «Comerán y aun
sobrará»” [IIRy 4,43].
Ahora la escena era evocadora pero de mayor calado: “Entonces aquellos hombres,
a la vista del milagro que acababa de hacer, dijeron:
—¡Este es verdaderamente el Profeta, el que ha de venir al mundo!” [Jn 6,14].
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Pero “Jesús, sabiendo que vendrían a apoderarse de Él para hacerlo rey, se alejó
de nuevo a la montaña, Él solo” [Jn 6,15].
Esa buena gente equivocó el camino llevada por el entusiasmo y los aires mesiánicos
que saturaban el ambiente; no era proselitismo político lo que Jesús pretendía con esa
demostración de poder sobre la materia sino concretar una aplicación del “Buscad, pues,
el Reino de Dios y su justicia y todo [la comida aquí] se os dará por añadidura” [Mt
6,33], realizada en pro de quienes lo habían seguido tan espontánea cuanto
confiadamente.
Ahora bien: antes de alejarse “obligó a sus discípulos a reembarcarse,
precediéndole, a la ribera opuesta mientras Él despedía a la muchedumbre.
Despedido que hubo a las multitudes subió a la montaña para orar aparte; y caída
ya la tarde estaba allí, solo” [Mt 14,22]. De este modo, mientras declina el día Jesús se
retira a orar al amparo de las primeras sombras. Llama la atención que tanto Mateo
cuanto Marcos digan que “obligó” a los discípulos a tornar a la barca, lo cual permite
barruntar algún conato de contagio en ese medio exaltado. Sea de ello lo que fuere,
obedeciendo “bajaron los discípulos al mar; y subiendo a la barca se fueron al otro
lado del mar, hacia Cafarnaúm, porque ya se había hecho oscuro y Jesús no había
venido aun a ellos” [Jn 6,16-17].
Jesús camina sobre las aguas
En los veranos de Palestina no era raro que al fresco de la noche se desatara una
borrasca debida a los vientos fríos que descendían preferentemente del NO (véase el
episodio de la tempestad apaciguada, Capítulo V, tomo II, fin, Mc 4,35); eso les
acontecerá, precisamente ahora, a los discípulos ya que “estando la barca muchos
estadios lejos de la orilla, era combatida por las olas pues el viento era contrario.
Y a la cuarta vigilia de la noche [Mt 14,24-25], después de haber avanzado veinticinco
o treinta estadios, vieron a Jesús que caminaba sobre el mar, aproximándose a la
barca; y se asustaron” [Jn 6,19]. Según el cómputo romano, la cuarta vigilia de la noche
corresponde al período comprendido entre las tres y las seis de la madrugada[17]. A esa
hora, con la borrasca zarandeando la barca, una figura caminando tranquilamente sobre
esas agitadas aguas no era asunto que tranquilizara a nadie y menos a esos hombres
rudos, duros de mollera; razón por la cual “los discípulos, viéndolo andar sobre el
mar, se turbaron diciendo:
—¡Es un fantasma!
Y en su miedo se pusieron a gritar. Pero enseguida les habló Jesús y dijo:
—¡Animo! Soy Yo. No temáis” [Mt 14,26-27].
Esta declaración los calma un poco; pero sólo un poco. ¡Vaya uno a saber qué es esto,
en verdad! La voz parece conocida, mas en el fragor de la tormenta y ajetreados como lo
estaban la cosa no sería tan llevadera. Al animoso Pedro se le ocurre, en la circunstancia,
intentar una contraprueba razonando que si en verdad se trata del Señor nada le costará
hacer que él, Pedro, también camine sobre el agua. “Entonces respondió Pedro y le
dijo:
34
—Señor: si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas.
Él le dijo:
—¡Ven!
Y Pedro, saliendo de la barca y andando sobre las aguas, caminó hacia Jesús.
Pero viendo la violencia del viento se amedrentó y como comenzara a hundirse,
gritó:
—¡Señor, sálvame!” [Mt 14,28-30].
Habitualmente los predicadores ponen el énfasis en la falta de fe de Pedro, como lo
hará notar el Señor al cabo; mas la verdad es que asimismo hay que admitir su valentía:
no cualquiera estaría dispuesto, en medio de una tormenta, a salirse de una barca y
ensayar, por primera vez en la historia, apoyar sus plantas sobre esa superficie
embravecida —tan reconocidamente poco apta como para afirmarse sobre ella— y
comenzar a caminar a seguido de ese simple imperativo. ¿Qué habrías hecho tú, lector?
Mejor será que no intentes responder. Admiremos el corazón generoso de Pedro, fuerte,
decidido...pero humano al fin. El hombre se hunde en la misma medida en que la fe
flaquea; o en mayor medida, si se admite nuestra propuesta de la progresión geométrica
dicha (Capítulo V, tomo II, Mc 4,21-25y comentario). Ahora la rápida apelación al
Señor restablece la situación pues “al punto tendió Jesús la mano y asió de él,
diciéndole:
—¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?”.
Y cuando subieron a la barca el viento se calmó. Entonces los que estaban en la
barca se prosternaron ante Él diciendo:
—Tú eres verdaderamente el Hijo de Dios” [Mt 14,31-33].
Esos rudos pescadores, que saben lo suyo de aguas y de tormentas, han visto ahora
algo más que calmarse la tempestad; y ya no se preguntan: “¿Quién es, entonces, Éste
que aun el viento y el mar le obedecen?” [Mc 4,41]; han aprendido mucho más tras la
multiplicación de panes y peces y de esta marcha sobre el agua con la cual Jesús se les
muestra Señor de la naturaleza para prepararlos a lo que seguirá inmediatamente en la
sinagoga de Cafarnaúm. Por ahora la paciente instrucción del Maestro va dando sus
resultados. Con Jesús en ella, “enseguida la barca llegó a la orilla, adonde querían
ir” [Jn 6,21]. Habían recorrido esos 25-30 estadios = 5-6 km y si bien poco les faltara para
la orilla, ya acallado el temporal y con el Señor embarcado, sorpresivamente llegan a
destino inmediatamente. Ahora bien: según Marcos la barca se dirige “hacia la otra
orilla, en dirección a Betsaida” [Mc 6,45]; pero de acuerdo con Mateo, “habiendo
hecho la travesía, llegaron a la tierra de Genesaret” [Mt 14,34]. ¿Dónde desembarcó,
pues, Jesús? Si consideramos Betsaida sólo como la dirección que originalmente tomara
la barca a partir de algún punto en la costa de la zona desértica y para recoger a Jesús,
pero no como necesario destino; y tenemos en cuenta que la tormenta los desvió
decididamente de la derrota, y que Genesaret es la antigua Kinneret (citada, por ejemplo,
en Nm 34,11 y Jo 12,3) situada donde luego se edificó Cafarnaúm, la barca atracó en
tierras de Genesaret y muy cerca de Cafarnaúm, donde al cabo hallaremos a Jesús[18]. Allí
“los hombres del lugar, apenas lo reconocieron, enviaron mensajes por toda la
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comarca y le trajeron todos los enfermos. Y le suplicaban los dejara tocar tan
solamente la franja de su vestido y todos los que tocaron quedaron sanos” [Mt
14,35-36]. Esto de “hombres del lugar”, así imprecisamente nominados, parece
corroborar nuestra suposición geográfica: la barca arribó a una cierta región, no a una
determinada ciudad o aldea; y desde esa zona se dirigió el Señor a Cafarnaúm. ¿Qué ha
ocurrido, entre tanto, con aquella gente tan maravillosamente alimentada? Pues, “al día
siguiente, la muchedumbre que permaneció al otro lado del mar notó que había
allí una sola barca y que Jesús no había subido en ella con sus discípulos sino que
estos se habían ido solos. Otras barcas llegaron de Tiberíades junto al lugar donde
habían comido el pan, después de haber el Señor dado gracias” [Jn 6,22-23].
La luz del día pone de manifiesto el retiro del Rabí y los discípulos. Para hacer más
claro el texto, de sí un poco confuso por su concisión, debe interpretarse como que esa
gente se dio cuenta de que había habido allí una única barca, se enteraron de que Jesús
no había subido en ella y que tampoco lo hallaban en las inmediaciones; el oportuno
arribo de barcas partidas de Tiberíades (adonde, por lo visto, había llegado noticia de la
transitoria residencia de Jesús) allanará la situación, como se verá inmediatamente.
En Cafarnaúm - El pan de vida
Cuando los recién llegados de Tiberíades se hallaron con ese panorama, se llevaron un
chasco: después de tanta tarea, el Maestro ya no estaba allí. Mas para esa gente de
trabajo, práctica y resuelta, la cosa era de poca monta; y así, “cuando la muchedumbre
vio que Jesús no estaba allí ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y
fueron a Cafarnaúm, buscando a Jesús” [Jn 6,24]. Era ya suficientemente conocida la
actividad del Rabí como para poder suponer, fundadamente, el destino de su nuevo viaje;
y con eso les bastó. Tuvieron éxito, “y al encontrarlo del otro lado del mar, le
preguntaron:
—Rabí, ¿cuándo llegaste acá?” [Jn 6,25].
Tal vez ese impreciso “al otro lado del mar” quiera significar que lo hallaron de
camino a la sinagoga y así, peripatéticamente, comenzó un diálogo aparentemente trivial.
Pero Jesús desecha una pregunta puramente curiosa y, llegados a la sinagoga, encara a la
multitud tomando pie en aquella intención de consagrarlo Jefe temporal: “Jesús les
respondió y dijo:
—En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque visteis milagros sino
porque comisteis de los panes y os hartasteis” [Jn 6,26].
¡Y no era para menos! Piensa, lector, si tuviéramos hoy un ministro de economía que
así, tan rápida cuanto efectivamente, resolviera los problemas de alimentación: ¿Quién no
lo votaría? Pero Jesús no está para esos menesteres: sus milagros son para convencer de
su Persona y doctrina; son señales de esos tiempos que corren y no sustitutos del trabajo
franco y sostenido. De allí que, situándose como de costumbre en un punto de vista
sobrenatural, les aconseje:
“—Trabajad no por el manjar que pasa sino por el manjar que perdura para la
vida eterna y que os dará el Hijo del hombre, porque a Éste ha marcado con su
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sello el Padre, Dios” [Jn 6,27].
En el caso de la samaritana fue el agua; aquí, el pan. Pero siempre apuntando a la
vida eterna. Y siempre es Jesús el oferente, acreditado (sellado, por analogía con la
acreditación de documentos legales) por el Padre, quien lo puso de manifiesto en el
bautismo con su Palabra y la aparición del Espíritu; y lo confirmará otorgándole, al fin de
su vida terrena, aquella gloria que eternamente goza el Verbo (Jn 17,5) quien, a su vez, la
dará a los suyos (Jn 17,22)[19]. Un tanto atónitos habrán quedado sus oyentes; mas,
reaccionando al fin, “le dijeron:
—¿Qué haremos, pues, para hacer las obras de Dios?” [Jn 6,28].
Las obras... pero al fin de cuentas existe sólo una obra originaria. Por eso “Jesús les
respondió y dijo:
—La obra de Dios es que creáis en Aquel a quien Él envió” [Jn 6,29].
Los oyentes piensan en hacer cosas pero Jesús sólo les habla de la obra, así, en
singular bien marcado; pues todo depende definitivamente de creer en Él y lo demás —
aquí también— vendrá dado por añadidura: quien cree en Él, si saca todas las
consecuencias de esa actitud fundamental, creerá en todo cuanto Él haga, proponga,
aconseje u ordene y con ello será dócil a la Palabra de Dios. Pero como bien entienden
que Jesús se hace enviado de Dios, vuelven a lo suyo pidiendo señales; y a pesar de
cuanto han presenciado hasta ahora y especialmente aquella reciente multiplicación de
panes y peces, a la que muchos de ellos han asistido, “le dijeron:
—¿Qué milagros haces Tú para que, viéndolos, creamos en Ti? ¿Qué obras
haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto como está escrito: «Les
dio a comer un pan del cielo»” [Jn 6,30-31].
Relacionan de este modo la prédica de Jesús con el caso de Moisés, el gran profeta y
conductor del pueblo hebreo, quien en momentos de hambre, cuando el pueblo en el
desierto de Sin clamaba por las “ollas de Egipto”, rogó a Yahvé; y Yahvé les respondió:
“—Mira: Yo haré llover sobre vosotros pan del cielo” [el maná] [Ex 16,4].
Cuando este maná apareció con el rocío de la mañana siguiente, “díjoles Moisés:
«Este es el pan que Yahvé os da por alimento»”, con el cual se sustentaron durante
cuarenta años “hasta que llegaron a tierra habitada” [Ex 16]. Es de este maná del cual
dice el Sabio: “Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles y le suministraste del
cielo un pan aparejado sin fatiga de ellos, que contenía en sí todo deleite y la
suavidad de todo sabor” [Sb 16,20]. Pero poniendo ahora las cosas en su justo punto:
“Jesús les dijo:
—En verdad, en verdad os digo: no os dio Moisés el pan del cielo. Es mi Padre
quien os da el verdadero pan del cielo” [Jn 6,32].
Debió de serles llamativo a algunos ese cambio de tiempo de verbo entre el pasado de
Moisés que “no os dio”, y el presente de su Padre que “os da”. E inmediatamente los
lleva Jesús adonde quiere tenerlos:
“—Porque el pan de Dios es Aquel que desciende del cielo y da lavida al
mundo” [Jn 6,33].
El verdadero pan del cielo es el mismo Jesús, enviado por el Padre para dar vida a
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todos y no solamente a los hebreos. Por ahora no se trata aquí, inmediatamente, del Pan
eucarístico sino del mismo Verbo encarnado, que trae la salvación al mundo con la
predicación de la Verdad. ¿Podían comprender esos oyentes lenguaje tal? Como en el
caso del agua para la samaritana, entienden mal lo de aquel pan de Moisés, que “venía
de lo alto”; mas, guardando todavía memoria inmediata del que comieron, “le dijeron:
—Señor: danos siempre este pan” [Jn 6,34].
Para acabar de disipar el equívoco los sacude el Señor con una pasmosa revelación:
“Respondióles Jesús:
—Yo soy el pan de vida; quien viene a Mí no tendrá más hambre; y quien cree
en Mí nunca más tendrá sed” [Jn 6,35].
Con esos dos símiles fundamentales: calmar para siempre hambre y sed, señala que
en Él se agotan todas las ansias espirituales... si aceptan la oferta.
“—Pero os lo he dicho: a pesar de que me habéis visto, no creéis” [Jn 6,36].
Señales, ya ha dado suficientes; doctrina, ha salido de Él profunda, sorprendente,
dicha con una autoridad que los asombra. Pero el corazón no acaba de asentir y no le
creen. Lo que va del ver y palpar, a la fe: se pudo haber convivido con Él entonces; se
puede hoy ser un gran erudito en cuestiones teológicas y escriturarias; se puede... y no
tener fe. Porque la fe es una virtud sobrenatural infundida gratuitamente por Dios, pero
exige del hombre un asentimiento vital, pleno, a lo propuesto: “El justo vivirá por la fe”
[Ha 2,4]: no con la fe, tal como si la llevara del brazo para exhibirla; no ante la fe,
estudiándola como si de un curioso caso psicológico se tratara; sino por o de la fe como
de ese alimento que busca y, encontrado, adereza con la oración, el estudio y la
mortificación. Así, goza de la fe y esa fe le acrece y le fortalece hasta hacerle irradiar luz
y vida. Pero, a mejoría con el alimento, es la fe una riqueza muy peculiar, pues tanto
más se incrementa cuanto más se comparte en obras de misericordia. Por el contrario: sin
obras, muere (St 2,17)[20].
“—Todo lo que me da el Padre vendrá a Mí y al que venga a Mí no lo echaré
fuera, ciertamente; porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad sino la
voluntad del que me envió” [Jn 6,37-38].
¡Cómo habría de rechazarlos Jesús si va a dar la vida por ellos! Ya, en esos mismos
momentos, les está dando sus fatigas y los dolores del desprecio y la desconfianza.
Desde el principio abandonó, haciéndose hombre por amor de nosotros, la absoluta Paz
y Felicidad de la vida trinitaria; muy pronto dejará de lado toda su imponente
personalidad, pendiente de la cruz; y acabará por abandonar toda apariencia bajo las
especies del pan y del vino, donde “se esconde también Su humanidad” (himno “Adoro
te devote”). Misterio de amor.
Y esto, ¿por qué?
“—Ahora bien: la voluntad del que me envió es que no pierda Yo nada de
cuanto Él me ha dado sino que lo resucite en el último día. Porque esta es la
voluntad del Padre: que todo aquel que contemple al Hijo y crea en Él, tenga vida
eterna; y Yo lo resucitaré en el último día” [Jn 6,39-40].
Sea por la negativa (no perder), sea por la positiva (resucitarlo), de todos cuida Jesús
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porque tal es la voluntad del Padre que a salvar lo envió; pero para ello hay que
“contemplar” al Hijo, enterarse de su Evangelio, tratarle y creer en Él para —llegados a
este punto— retornar a la contemplación y la acción en novedad de vida. ¿Negará
alguien que este entero discurso del Señor es un recio “poner las cartas sobre la mesa”?
Hasta aquí todo había sido milagros y doctrina, esto es: “señales” y conceptos nuevos y
sorprendentes; ahora... pues ahora se trata de la misma Persona reclamando la adhesión
a Él como a enviado del Padre y, por lo tanto, expresando toda verdad: Él es el Hijo de
Dios, “resplandor de Su gloria e impronta de Su substancia” [Hb 1,3].
Nuevamente, es comprensible la reacción del público: “Entonces los judíos se
pusieron a murmurar contra Él porque había dicho: «Yo soy el pan que bajó del
cielo»; y decían:
-«¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y cuya madre conocemos?
¿Cómo, pues, ahora dice: «Yo he bajado del cielo?»” [Jn 6,41-42].
Es, en efecto, tan inaudito el contraste entre lo ahora oído y lo que de ese hombre
saben “por vista de ojos”, que en las almas preparadas habrá comenzado ya a prender de
firme el elemento sobrenatural de todo esto; pues o se está frente a un colosal
despropósito que no parece llevar camino, o ante un hombre de Dios que viene a
proclamar una nunca escuchada verdad. Y por cuanto ese Rabí goza de muy amplia y
justa fama de santo de Dios, aquí debe haber algo profundo detrás de toda apariencia.
Ponte, como de costumbre, en el lugar, lector, y contéstate con la mano en el corazón:
comprenderás en gran parte la conmoción que pudo haber provocado todo ello en las
almas de buena voluntad. Pero aun ese esbozo de aceptación sólo puede constituir un
primer paso: lo decisivo es la acción de Dios, pues la fe es un don de Él venido; por eso,
“Jesús les respondió:
—No murmuréis entre vosotros. Ninguno puede venir a Mí si el Padre que me
envió no lo atrae y Yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas [Is
54,13]: «Serán todos enseñados por Dios». Todo el que escuchó al Padre y ha
aprendido viene a Mí. No es que alguien haya visto al Padre sino Aquel que viene
de Dios. Ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida
eterna” [Jn 6,43-47].
Tomando pie en la murmuración de quienes “sabían” (creían saberlo) quién era Jesús,
continúa ampliando el Maestro su enseñanza. Todos son “enseñados por Dios” —tal
como estaba profetizado que acontecería en los tiempos mesiánicos, esto es: ahora,
precisamente— y he aquí a Dios (Jesús) llevando a cabo la profecía; no se trata de “ver”
al Padre: eso sólo el Hijo puede hacerlo (con lo cual se declara Dios Él mismo), sino de
escuchar y aceptar lo del Padre que va por boca del Hijo, para tener vida eterna. Es
llamativo cómo insiste Jesús, a través de toda esta larga escena, en la vida eterna y la
resurrección, como machacando cerebros y corazones hasta que entiendan y se salven.
Retornando ahora al pan, va la declaración final:
“—Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y
murieron. He aquí el pan, el que baja del cielo para que uno coma de él y no
muera” [Jn 6,48-50].
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He aquí una aclaración de la mayor importancia pues hasta ahora el pan de vida era el
mismo Jesús, dado por el Padre (v.32), “Aquel que desciende del cielo y da la vida al
mundo” (v. 33); “pan de vida” al que hay que recurrir para no tener ya sed ni hambre
(v. 35); que bajó del cielo para hacer la voluntad del Padre (v. 38) que consiste en que
crean en el Hijo para tener vida eterna (v. 40). Pero si todo ello podía tal vez entenderse
de modo alegórico, ahora lo que el Señor está ofreciendo es... ¡comerlo a Él mismo!
Inaudito. Mas así queda claramente establecida la diferencia entre el maná, pan de
circunstancias, y el Pan de vida que habrán de comer, sí, y será alimento de
inmortalidad. Ellos ya sabían del primero y su resultado era historia bien conocida en
Israel; pero, ¿qué, de este segundo y su promesa? Pues... allí está. ¿Necesitan —
necesitamos— mayor insistencia? Allá va:
“—Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo. Si uno come de este pan vivirá
para siempre y el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo” [Jn 6,51].
El verdadero “pan vivo” ya no es sólo “el que bajó del cielo” sino un pan de tal
modo especialísimo que, en un futuro indefinido por ahora, resultará ser un verdadero
alimento espiritual; y tan vivo es que no se trata sino de su propia carne. ¿Sorpresa?
¿Admiración? ¿Indignación? (“Pero, ¿he oído bien? ¿«Eso» es lo que pretende
darnos?”). Tales eran, probablemente, los pensamientos de los oyentes quienes
“empezaron a discutir entre ellos y a decir: «¿Cómo puede éste darnos la carne a
comer?»” [Jn 6,52]. Con buena voluntad uno continúa explicándose

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