Logo Studenta

Tener un hijo con autismo_ Una visión optimista y realista de lo que es tener un niño con discapacidad - Melisa Tuya

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Tener un hijo con autismo
Melisa Tuya
2
Primera edición en esta colección: marzo de 2017
© Melisa Tuya Sánchez, 2017
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2017
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
www.plataformaeditorial.com
info@plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-17002-03-9
Realización de cubierta y fotocomposición:
Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares
del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o
reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
3
http://www.plataformaeditorial.com
mailto:info@plataformaeditorial.com
http://www.cedro.org
A Jaime.
Sin ti no habría aprendido a cabalgar al dragón, 
a reír al notar el viento azotándome en la cara.
Sin ti yo no sería yo.
4
Índice
 
Una bienvenida
Una declaración de intenciones
 
La negación
¿Sospechas que tiene autismo? No esperes más, corre
Cuestión de etiqueta (el diagnóstico)
Salir del armario
¿Cómo es Jaime?
Buscando el sol
Paso a paso, como una maratón
Adiós a los pensamientos que nos intoxican
Apartar a las personas tóxicas
Cuidarse
Seguir cuidándose
Los otros
La gente que nos quiere
Pedir ayuda, dejarse ayudar
¿Qué es lo realmente importante?
Ser literal, quedarse con el fondo
Si tú estás relajado y feliz, es más probable que tu hijo también lo esté
Hay malas rachas
Nunca se tendrá todo
Uno no es más por hacer de menos a los otros
5
Compartimentar
No se puede vivir encerrado en casa, encarcelado por el autismo
La botella medio llena
Siempre hay que estar dispuesto a aprender
Amar
Otras voces que buscan el sol
Una visión positiva del autismo
Vivir el autismo con naturalidad
La felicidad de tener un hijo
El autismo, la mente y la evolución
No te puede pasar a ti, pero te pasa
Vuestro hijo es único y no lo va a definir una etiqueta
El autismo es una putada
Los falsos mitos
No tienen superpoderes
Tampoco quieren estar solos
No es una enfermedad
No son ángeles
Retos e injusticias
La inclusión no existe, son los padres
Somos los guardianes de nuestros hijos
 
Una promesa
Una carta
Una despedida
 
Bibliografía
6
Una bienvenida
Si habeis mostrado interés por leer este libro es porque probablemente amáis al menos a
una persona con autismo. Esa persona tiene suerte por teneros; ya parte con ventaja en
una carrera muy larga y llena de desigualdades porque cuenta contigo a su lado.
Estoy convencida de que atesoráis más fuerza de la que creéis para recorrer, e incluso
disfrutar haciéndolo, esta maratón en la que tantos participamos.
Somos muy distintos, tanto como las personas con autismo entre sí, pero no estamos
solos.
No olvidéis nunca que ellos dependen en gran medida de su buena o mala suerte, pero
también de nosotros, de nuestra capacidad de lucha, de nuestro buen humor y de nuestro
amor incondicional.
7
Una declaración de intenciones
Escribir sobre mi experiencia como madre de dos niños, uno de ellos con autismo.
Escribir para dar una visión normalizada, mi visión optimista y realista de lo que es tener
un niño con discapacidad en la familia. Escribir para ayudar a otros, al menos para
intentarlo.
Demasiado ambicioso. ¿Cómo voy yo a ayudar a nadie? Yo no soy una terapeuta
especializada en niños con autismo, uno de esos profesionales con los que me he cruzado
con una larga experiencia en el trato con personas afectadas y con sus familias. Tampoco
soy una neuróloga o psiquiatra al tanto de las últimas investigaciones. No soy capaz de
dar un diagnóstico certero y aconsejar modelos de intervención.
Soy simplemente una madre que un día se encontró que su precioso niño dorado de
dos años tenía algo desconocido y aterrador, como casi todo lo desconocido, llamado
autismo. Algo que rompía la foto de familia que había dibujado en mi cabeza, que nos
enfrentaba a un camino largo y umbrío, en el que nadie te daba certezas ni te guiaba de
la mano.
Pese a lo que he leído, lo que he vivido, lo que he reflexionado a lo largo de los
últimos ocho años, no soy una experta en autismo o discapacidad social o intelectual.
Solo soy una experta en mi hijo. Hay tantas manifestaciones de autismo como personas
afectadas, es algo que escuchamos y leemos con frecuencia. Y es así. Es tan frecuente
toparnos con ello porque es completamente cierto. No hay dos personas con autismo
iguales, pero es que, sencillamente, no hay dos personas iguales.
Al principio, cuando nos dejaron en la oscuridad, huérfanos salvo por muchas
incertidumbres y un diagnóstico nacido de la observación y que podía variar con el
tiempo, leí mucho en foros de Internet, en libros, mantuve largas conversaciones por
correo electrónico, charlas con otros padres de distintas salas de espera, buscando en las
historias de otros niños, en sus características y evolución, alguna pista de cómo iba a
8
desarrollarse mi hijo, qué potencial podría alcanzar, qué podría esperar, hasta dónde
llegaría. Buscaba no solo cómo ayudar a Jaime, también qué destino le esperaba, cómo
iría evolucionando. Buscaba respuestas.
Ridículo, absurdo. Ahora lo sé. Solo sirve para caer en comparaciones perjudiciales
para todos, para construir expectativas que son espejismos. Lo que sí me sirvió de hablar
con otros padres y madres que habían recorrido ya un camino que yo intuía que tendría
que transitar de forma similar fue hallar gente asertiva (y de ahí mi propia asertividad),
que tropezaba mirando al frente y reía contra el viento. Personas que sabían que esto era
una larga travesía en la que no desfondarse. Padres y madres que relativizaban, que
lloraban y caían, pero que se levantaban, negándose a vivir en la desesperación o la
lástima. Personas que afrontaban los retos sin engañarse, sin mirar a otro lado,
trabajando y buscando en pleno invierno el lugar donde más calentaba el sol.
Anabel, Daniel, Inma, María José, Virginia, Ana, Beatriz…, compartiendo nuestras
vivencias, reflexiones, preocupaciones, aprendizajes y alegrías cotidianas, hicieron
mucho por mí.
¿Superhéroes? Para nada. Solo padres y madres que hacen lo que mejor saben y
pueden por sus hijos y por procurarles a ellos y a sí mismos una vida feliz y plena al
mismo tiempo.
Yo solo soy una madre que aprendió de ellos y de mi hijo. Una madre que también
tropieza mirando al frente, que busca refugio en la risa, reserva fuerzas, ama a los suyos
y hará por ellos y por su felicidad y la mía todo lo que esté en mi mano.
Bueno. Una madre que escribe.
Escribir para mí es tan necesario como respirar. Es un bálsamo, una manera de poner
en orden lo que siento, de sincerarme conmigo misma, de desnudarme para sentirme más
fuerte. Sí, cuando uno se acepta desnudo, cuando uno acepta las realidades desnudas, se
fortalece, aunque nadie se hace nunca irrompible, eso es imposible y es peligroso
creerlo.
Escribir es mi oficio. Soy periodista. Escribir es mi pasión. Por eso tengo varias
novelas terminadas y dos publicadas. Escribir es una necesidad. Por eso, además de lo
anterior, tengo varios blogs.
Muy pocas personas conocen la existencia de uno de esos blogs. Crearlo fue casi lo
primero que hice cuando me dieron el diagnóstico de autismo de mi hijo, con mi marido
a mi lado y mi hija de apenas un mes en mi pecho. Era un blog secreto, anónimo, que los
9
buscadores no encuentran, en el que iba contando a diario lo que sentía, cómo eran los
días de Jaime, qué habíamos hecho, en qué había mejorado. Me acompañó el primer año
tras el diagnóstico y fue como un bálsamo. Me sirvió tan bien para digerirlo todo mejor
que llegué a recomendar a algunas personas que hicieran algo similar, un diario de los
logros de sus hijos, de los traspiés, de los miedos y los aciertos.
En la cabecerade ese blog puse una cita de Pío Baroja, extraída de La lucha por la
vida, que dice lo siguiente:
Hazme caso, porque es verdad. Si quieres hacer algo en la vida, no creas en la
palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad enérgica. Si tratas de
disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto que puedas; cuanto más alto
apuntes, más lejos irá.
Nunca he dejado de apuntar al cielo en muchos aspectos de mi vida.
Este es uno de los últimos contenidos que publiqué en ese blog oculto, solo para mí:
Hace un año no sabía qué le pasaba a mi hijo. Aún me engañaba diciéndome que
simplemente evolucionaba más despacio y era muy independiente. Estaba, además,
en mi tercer trimestre de embarazo, con una barrigota enorme.
Este año celebraré el año nuevo comiendo las uvas y sabiendo que mi hijo tiene
autismo. Que aún no habla, aún tiene muchos ratos de desconexión, aún queda
muchísimo camino por andar, pero empieza a entender que los sonidos que salen
de su boca nos mueven, come como un campeón, camina de la mano
estupendamente, va aprendiendo signos mejor de lo que su terapeuta esperaba…
El camino es largo. Pero caminamos en la dirección correcta. No estamos en
medio de la nada sin avanzar y felices en nuestra peligrosa ignorancia.
Y este año, además, tengo a mi hermosa niña, con sus nueve meses largos, hecha
todo un bichejo.
¿El propósito para 2010? Simplemente ser felices con nuestros hijos.
Tengo otro blog desde hace casi una década, un blog de maternidad muy conocido, con
centenares de miles de lectores al estar alojado en uno de los medios de comunicación
más leídos del mundo, que nació a petición del director del periódico en el que trabajo
cuando mi hijo era un bebé, mucho antes de sospechar que algo pasaba.
10
En ese blog he hablado de lactancia, de embarazos, de partos, de los miedos de una
madre primeriza, de las visitas de los primeros días, de los carritos que me
horrorizaban… Últimamente, de las actividades que llevo a cabo con mis hijos, de las
reivindicaciones de las personas con discapacidad, de las películas y los cuentos que nos
gustan, de actividades extraescolares, de si deberes sí o deberes no, inclusión y
educación especial. De todo.
En julio de 2008, cuando Jaime aún no tenía los dos años y el autismo no se había
manifestado, escribí lo siguiente:
Tengo un amigo, sin hijos y con pocos visos de tenerlos, que me dijo que es
imposible no depositar un buen puñado de expectativas en tus hijos y que, como
casi con toda probabilidad no consigan cumplirlas, lo más seguro es que acabes
sintiéndote defraudado.
Probablemente sea así en muchos casos, pero no en todos. Me da igual lo que mi
hijo estudie, no me importa la profesión que elija, cómo se vista, su orientación
sexual, dónde quiera vivir, si decide formar una familia o no…
«Lo único que le pido es que sea feliz y buena gente», le contesté yo.
«¿Y te parece poco?», me dijo él.
Pues recapacitando y siendo sincera, la verdad es que no.
En mayo de 2009, aún digiriendo la noticia de que Jaime tenía autismo, busqué este
texto y fue para mí como la tabla de salvación de un náufrago. Tenía que ser consecuente
conmigo misma. Feliz y buena gente. Un año atrás había asegurado convencida que eso
me bastaba y que no era poco. Y no lo era en absoluto. Lo importante no había
cambiado. Mi hijo era exactamente el mismo que antes de recibir el diagnóstico. Mi hijo
seguía estando ahí para mí, igual que antes, lo que se había desvanecido era el sueño que
yo había construido. Mis lágrimas caían por el espejismo que yo me había creado. El
niño de carne y hueso que dormía a mi lado mientras yo leía mis propias palabras tenía
el mismo potencial de ser feliz y bondadoso; tal vez ahora esos dos objetivos estuvieran
más fácilmente a su alcance.
Leer mis propias palabras me ayudó. Y desde entonces algunas de mis reflexiones,
esas que escribo desde las tripas, abriéndome en canal, han ayudado a otros. Lo sé
porque me lo han dicho. Muchos se han sentido identificados con lo que siento, con lo
11
que creo, con lo que opino, agradeciéndome el haber trasladado a palabras lo que ellos
sentían, creían y opinaban.
No todos, por supuesto. Eso sí que sería imposible. No se puede gustar a todo el
mundo. Es absurdo vivir intentándolo. Tampoco se puede ayudar a todo el mundo.
No lo pretendo.
Así que soy una madre que escribe. Y tal vez, sin pretensiones y consciente de que
cada persona con autismo y cada persona que ama a alguien con autismo son diferentes,
este libro sí que pueda ayudar, o al menos acompañar un rato.
Con ese ánimo y con toda la humildad del mundo, escribo. Y escribo despojándome
de disfraces, con el corazón como timonel, para buscar mi fuerza, porque me niego a no
ser feliz.
Ser feliz no te lo garantiza ser multimillonario como Cristiano Ronaldo, tampoco tener
una vida de cuento de hadas sin problemas de ningún tipo. La única posibilidad de ser
feliz es que querer serlo forme parte de tu personalidad, de tu manera de ver la vida.
Así que soy feliz. Con días mejores y peores, con momentos buenos, malos y
regulares. Pero lo soy.
¿Cómo no serlo? ¿Es que hay otra opción más inteligente?
Y sí, soy consciente del dolor que hay en el mundo, y cuando me paro a pensarlo me
parte el alma. También sé que mi vida podría ser mejor en muchos aspectos, pero
también mucho peor.
No tiene que ver con conformarse, tiene que ver con no compararse. Me niego a no ser
feliz porque no sé vivir de otra manera.
Cuando abandone este barco con destino a ninguna parte, no quiero otra reflexión
final que el haber disfrutado del calor del sol y no haber causado mal a nadie.
Me niego a no ser feliz. Así que lo soy. Por todo y pese a todo.
Me niego a menospreciar la felicidad y la bondad. Estoy convencida, además, de que
la búsqueda de la verdadera felicidad está ligada a la bondad. Y va siendo hora de
reivindicarlas a ambas.
La bondad está tristemente infravalorada. Cuando vas por la vida procurando ser
bondadoso, te encuentras que muchos confunden eso con estulticia. Te toman por bobo,
no parece una virtud que te haga brillar o avanzar. Incluso los que dicen apreciar la
bondad en primer lugar luego, en el día a día, quedan deslumbrados y admiran otras
características como la ambición, el estilo, la competitividad, el conocimiento
12
intelectual, el encanto, la delgadez, etcétera. Ninguna tan importante, alguna
completamente innecesaria para una vida plena.
Si además vas intentando ser feliz, reconociendo que estás avanzando por ese camino
con éxito, más motivos tendrán muchos para considerarte bobo de nuevo. Con la que
está cayendo en el mundo, con los políticos robando, con tus desgracias personales, con
mis desgracias personales. Si vas tranquilamente contento por la vida es que debe faltarte
un tornillo o que eres un simple.
Va a ser que no. Tener éxito en ser feliz en esta vida es algo que cuesta más o menos
trabajo en función de cada cual (hay quien lo tiene más fácil de serie, es cierto), pero
lleva su aprendizaje y su esfuerzo, va ligado a la aceptación de lo que uno tiene, a
querernos como somos, a no compararse con los demás, a no frustrarse deseando lo
inalcanzable, a no querer sentirnos bien a costa de los demás, a mantener toda la vida
algunas características ligadas a la infancia, como la curiosidad, la capacidad de sorpresa
y el gusto por el juego, a aprender a identificar y apartar a las personas tóxicas y rodearse
de otras que también busquen la bondad en los demás, a cultivar unos valores y no
venderlos ni siquiera a buen precio…
13
La negación
Nunca fui de esas mujeres que habían tenido siempre claro, desde niñas, que querían ser
madres. En absoluto. Es probable que si mi pareja no hubiera querido ser padre, jamás lo
hubiera sido. No lo sé. Es difícil discernir lo que uno habría hecho de haber elegido otro
camino. El que yo decidí transitar me llevó a buscar mi primer embarazo a los
veintinueve años, porque nunca antes tuve claro si deseaba tener hijos, pero sí que, de
querer hacerlo, lo haría joven. ¿Por qué? Muchas razones.Una, muy particular, es que en
mi familia sobrevuela la sombra de la menopausia precoz. Mi madre comenzó con
desarreglos antes de los cuarenta años y, sinceramente, tenía miedo de encontrarme con
que, por esperar unos años, acabara siendo de esas mujeres que querían y no podían
tener hijos. Por otro lado, soy hija única de hijos mayores, lo que me permitió que mis
abuelos me acompañaran hasta la edad adulta. Mis cuatro abuelos estaban vivos cuando
nació Jaime. Uno de ellos sigue aún con nosotros, el que me construyó un fuerte de
madera para mis indios y vaqueros de plástico y que identifico con mis veranos
asturianos, verdes y en libertad. Quería algo así para mis hijos. Un tercer motivo: la
distancia generacional con mis padres no fue mucha y vi cómo ellos pronto pudieron
volver a ser dueños de sus vidas y entrar y salir a su antojo, al tener una hija adulta a una
edad a la que aún se los podía considerar jóvenes. Pensar en repetir aquello me
complacía. Por supuesto, estaba, además, el hecho de que podía ser madre, las cuentas
nos salían. Y, sobre todo, a mi lado tenía al hombre junto al que siempre he sabido que
quiero envejecer. Nunca he sido especialmente romántica, pero doy fe de que los
flechazos existen. Aún recuerdo experimentar una sensación muy semejante a ser
arrollada por un tren al ver por primera vez a aquel chico alto, delgado y moreno de
diecisiete años que venía de jugar al baloncesto junto al novio recién estrenado y poco
después olvidado de mi mejor amiga. Al final, no obstante, fue una decisión tomada con
las tripas más que con la cabeza. Si la decisión de quedarte embarazada se tomara solo
14
ponderando razones objetivas, poniendo en la balanza únicamente la conveniencia o no
de lanzarse a la piscina de la maternidad en ese momento, nacerían aún menos niños. Tal
vez por eso se habla más del deseo de ser madre que de la decisión de ser madre.
Deseo o decisión, jamás me arrepentí, y me transformó por completo. Sé a ciencia
cierta que hoy día no sería la misma persona si Jaime y Julia no estuvieran conmigo. No
concibo un mundo sin ellos.
Cómo soy, lo que pienso, lo que siento, mis valores…, todo se vio trastocado por la
maternidad. Entiendo que hay una esencia en nosotros siempre inalterable, pero ser
madre me cambió como nada lo había hecho antes. Y también me ha cambiado el ser
madre de un niño con autismo. Mis hijos y cómo son ellos me han construido a mí tanto
o más que yo a ellos.
Entre la decisión de ser padres y el momento de saber que estaba embarazada
transcurrieron unos nueve meses. La experiencia física del embarazo me fascinó, ver
cómo mi cuerpo cambiaba, sentir a mi hijo moverse, presenciar las ecografías… Sé que
hay mujeres que no están a gusto con su imagen, que notan su cuerpo alienado. No fue
mi caso. Me sentía encantada y, sobre todo, asombrada por la magia cotidiana que se
estaba produciendo en mí.
Mi embarazo, que transcurrió sin sobresaltos y recuerdo que sin molestias, dio paso a
una cesárea programada pasadas las 38 semanas porque Jaime era grande y venía de
nalgas. Tampoco la cesárea fue algo traumático. Me recuerdo tranquila y despierta,
saludando a mi hijo nada más nacer el 11 de agosto de 2006. Ojalá no se lo hubieran
llevado mientras estaba en reanimación, ojalá hubiera sido un parto como el de su
hermana, con una recuperación más liviana. Ojalá…
La experiencia me dice que los «ojalá» no llevan más que a angustiosos callejones sin
salida.
Tampoco importaba mucho nada de todo aquello al tenerlo a mi lado, precioso,
diferente a cualquier otro, único, la prueba hecha carne dulce de que había alguien en el
mundo que me importaba mucho más que yo misma, por quien daría mi vida sin
dudarlo.
Me gustaría poder plasmar lo que era tener a mi primer hijo junto a mí, sentí que
jamás nada de lo que yo pudiera hacer, escribir o fabricar sería comparable a haberle
dado vida. Una vez que tuve a Jaime conmigo jamás dudé del camino que había elegido.
15
Mi existencia empezó a orbitar en torno a aquel bebé cuyo cuerpo crecía de mi leche,
que encajaba en mis brazos como si siempre hubiera faltado su peso en ellos.
Así fue como yo, que nunca tuve claro si quería ser madre, quedé hechizada por la
maternidad. Y eso que Jaime no fue un bebé fácil. He conocido a recién nacidos que se
limitaban a comer y dormir; ese nunca fue su caso. Hasta los tres meses sufrió cólicos
del lactante casi a diario, esos llantos inconsolables que no sabes hacer parar y que
desesperan, que nos tuvieron largos ratos bajo la campana extractora de la cocina para
que se calmara dentro de casa y dando vueltas alrededor de las fuentes si aparecían en la
calle. Los cólicos se aplacaron, pero siempre fue altamente demandante. Necesitaba estar
en brazos, que lo durmieras tras largo rato caminando y cantando, pedía pecho
constantemente.
En cualquier caso, nada durante el embarazo o el puerperio dio a entender que algo le
pasara a mi precioso bebé. El autismo tarda en dar la cara, a veces muchos años. Otras
discapacidades son obvias desde las primeras ecografías, desde el momento del
nacimiento. Además, suelen ser profesionales de la salud los que te dan la noticia. En el
autismo no hay nada obvio. Uno tarda más en darse cuenta, a veces mucho, demasiado.
Con frecuencia son los padres o uno de ellos los primeros en acumular sospechas de que
algo no va bien, también algún familiar o amigo cercano. Lo descartan, te lo sugieren, lo
niegas, dudas, crees que sí, restas importancia a los indicios que ves, quieres creer que
no pasa nada, sabes que pasa algo y no te creen… Los tramos del camino son siempre
empinados y tortuosos.
En otoño de 2007 fue cuando comencé a escribir un blog en el periódico en el que
trabajo. Por aquel entonces tenía poco más de treinta años y un bebé de quince meses, un
niño de hilo de oro, ojos negros y risa de cristal. Dejaba atrás el descubrimiento
eminentemente físico y sensorial del embarazo, el parto y la lactancia y me adentraba
verdaderamente en mi maternidad, porque hay tantas maternidades como madres e hijos.
Vivía deslumbrada por mi hijo, pese a que, como decía antes, Jaime fue un bebé que no
ponía siempre las cosas fáciles.
Con un año y medio ya andaba, regalaba sonrisas a todo el que se cruzara con su
carrito, balbuceaba, imitaba a los adultos dando palmitas, señalaba y reclamaba mi pecho
con la misma insistencia del primer día.
¿Sospechábamos ya entonces que le pasaba algo, que no era un niño como cualquier
otro? Ni por asomo. Sé que hay padres que han sabido que sus niños no se desarrollaban,
16
no interactuaban con ellos, con los demás o con su entorno como correspondía desde que
eran bebés muy pequeños, incluso de ocho o nueve meses. Padres que comenzaron su
lucha muy pronto.
Nosotros no imaginábamos que pasara nada malo. Jaime devolvía tus sonrisas y las
buscaba, te miraba completamente conectado, le gustaba ver cuentos, pasar las páginas
imitando los sonidos de los animales, se fijaba y le hacían gracia otros niños a los que
llamaba «nene», pedía «agua» y «teta» y decía adiós con la mano.
Hay vídeos y fotos en los que se le puede ver y comprobar lo que os cuento. Vídeos y
fotos que durante mucho tiempo me resultó doloroso ver. Era como observar al hijo que
perdí, un hijo que creí tener y resultó no ser, uno que habría hablado, jugado con otros
niños, aprendido a leer y escribir y se habría peleado con su hermana.
Es curioso que muchos padres de niños con discapacidad comentemos algo similar. Es
necesario despedirse de ese niño que vimos y aceptar a este nuevo hijo, al que amamos,
pero que, de repente, es un extraño. Solo con mucho tiempo, tras aceptar de verdad lo
que sucede, entendemos que siempre ha sido el mismo niño, que lo único de lo que hay
que despedirse es de lo que nosotros, sus padres, habíamos proyectado sobre él. A veces
imagino una sala de cine en la que un operador está poniendo una película mientras
nosotros, desde nuestras butacas, nos empeñamos en que se vea otra diferente encima.
Dos juegos de imágenes y voces superpuestos quesolo generan confusión. Dos historias
que merece la pena ver, pero que no vamos a poder disfrutar mientras no entendamos
que la primera película, la original, siempre está ahí queriendo prevalecer y debemos
centrarnos en ella e intentar disfrutarla.
Pero tengo que ser del todo sincera. Me lo he prometido a mí misma. Realmente con
un año y medio hacía todo eso que os cuento, pronunciaba sus primeras palabras, tenía
imitación motórica (daba palmitas o decía adiós como los adultos), veía cuentos,
señalaba…, pero con la experiencia que ahora tengo reconozco algunas pistas que
teníamos delante de las narices y que fuimos incapaces de ver: pequeños aleteos que yo
identificaba con la alegría pura de un bebé que no controla sus movimientos; la emisión
de algunos sonidos peculiares, a medio camino entre unas vocales sostenidas y una
pedorreta; no tenía juego simbólico, jamás fingía dar de comer a un muñeco o que un
coche circulaba haciendo runrún.
Tal vez si Jaime no hubiera sido el primer hijo, el primer nieto, el primer sobrino…, el
primer niño en llegar a dos familias en mucho tiempo, tal vez si hubiéramos tenido más
17
niños cerca y una experiencia más cercana con ellos habríamos reaccionado antes.
Los «tal vez», los «si» y los «hubiera» son primos cercanos de los «ojalá» y llevan al
mismo callejón sin salida.
La cuestión es que entre el año y medio y los dos años Jaime empezó a perder
paulatinamente las habilidades que había ido adquiriendo. No sabría decir en qué orden,
de qué manera, pero dejó de señalar, dejó de pronunciar las pocas palabras que ya sabía
y comenzó a chupar y morder los libros en lugar de pasar sus páginas fijándose en los
dibujos.
«El bebé mariposa, de alas color de rosa. El bebé león es un campeón. El bebé
canguro viaja seguro.»
Aún recuerdo los cuentos que me pedía que le leyera una y otra vez y a los que dejó
gradualmente de hacer caso.
Ahora sé que cualquier paso atrás en el desarrollo de un niño es motivo sobrado para
salir corriendo y exigir ayuda, de pegarse con quién haga falta para que examinen bien a
tu hijo, para que se aseguren de que todo va bien.
Sí, toca pegarse con demasiada frecuencia y no debería ser así. Es común que los
padres, a los que les ha costado mucho dejar de engañarse, reconocer que a su hijo le
pasa algo y reunir el valor de plantearlo en una consulta, se encuentren con profesionales
que quitan importancia a lo que les preocupa: son inseguridades de padres primerizos,
nos dicen, o somos padres histéricos que queremos hijos perfectos, nos dan a entender. Y
lo hacen sin apenas mirarlos, sin ser especialistas en valorar retrasos del desarrollo, sin
dedicar tiempo suficiente a evaluarlos o careciendo de los conocimientos necesarios para
hacerlo.
Sucede muchísimo, un tiempo precioso de intervención perdido porque un pediatra o
un enfermero de pediatría, que nos habrían mandado corriendo al hospital con nuestro
hijo a hacernos pruebas de la alergia si le hubieran salido tres granos comiendo nueces,
no derivan a ninguna parte o lo hacen tarde a esos niños que no hablan o dejan de hablar,
que no juegan normalmente o que a los dos años siguen comiendo purés y no mastican
nada.
No nos engañemos, eso es precisamente lo que muchos padres queremos oír, al menos
al principio de nuestras sospechas. Nos vamos a casa tranquilos porque nos han dicho
que no pasa nada, que todo va bien, que es cuestión de esperar, que cada niño tiene su
ritmo.
18
Y no solo nos aferramos a lo que nos diga el pediatra, si la panadera nos cuenta que su
hermano no habló hasta los cuatro años y nuestro compañero de trabajo nos dice que él
no lo hizo hasta los tres, pues tenemos más munición para permanecer atrincherados en
la negación.
Porque a nuestro niño no puede pasarle nada malo. Claro que no.
A nosotros la ignorancia y el deseo de que no pasara nada nos hizo creer que eso solo
era un paso atrás para tomar carrerilla; que si habló, volvería a hacerlo. Lo achacamos a
una mudanza. Luego he conocido muchas excusas diferentes: empezar la guardería, la
llegada de un hermanito, un viaje… Más munición, más tiempo agazapados en la
trinchera.
Alguna amiga, madre menos reciente que yo, me había hablado de cómo un niño
que ya domina un superpoder, de repente parece volver sobre sus pasos. Pues bien.
Ha ocurrido.
El peque era, cuando comencé con este blog en noviembre, todo un charlatán. El
9 de enero repasaba la lista de palabras que ya dominaba con 16 meses, y era
bastante extensa: agua, papá, mamá, teta, no, sí, nene, caca, guau guau, peces…
Pues ahora, a punto de cumplir 22 meses, no dice nada comprensible. Parlotea
mucho, pero en su propio idioma. Que se pueda entender, apenas dice «pa» y
«ma».
Está más ocupado en practicar el superpoder de la movilidad que el del lenguaje:
corre por todas partes, trepa, salta, se tira por los suelos, se lanza contra la gente…
No me preocupa, ya acabará hablando. Pero me resulta curioso ese mecanismo
de marcha atrás para tomar carrerilla en el aprendizaje.
¿Cómo pude ser tan idiota? ¿Cómo pude no ver lo que tenía ante mis narices? Incluso
dejaba constancia de ello en el blog, tomándomelo a broma.
Mi marido y yo hemos desarrollado nuestra propia teoría sobre los bebés: hay
bebés-perro y bebés-gato.
En casa convivimos desde hace años tanto con perros como con gatos, así que
conocemos bien las diferencias primordiales de carácter y comportamiento entre
unos y otros.
19
Un bebé-gato tiende a ser pasota e independiente. Se entretiene la mar de bien
solito, te busca para recibir cariño y jugar cuando a él le apetece, pero pasa
completamente la mayor parte de las veces si eres tú quien lo busca. No es
especialmente zalamero, aunque sí encantador cuando quiere serlo. Si ve que te
marchas, ya sea de la habitación o de la casa, pues adiós muy buenas.
Un bebé-perro te recibiría cuando llegas a casa moviendo la colita si pudiera,
busca constantemente tu contacto, siempre está dispuesto a jugar y darte cariñitos,
no solo cuando él quiere, te sigue por toda la casa y no se permite alejarse mucho
de ti en la calle.
A nosotros nos ha tocado un bebé-gato.
La cosa ha cuajado tanto que cuando últimamente alguien decide practicar el
deporte favorito con los bebés: el de encontrarles parecido con mamá o con papá,
lo zanjamos diciendo: «Ni a papá ni a mamá, en realidad el peque ha salido al
gato».
¿Tú que tienes, un bebé-perro o un bebé-gato?
Escribir un blog de maternidad casi a diario sirve para muchas cosas. He dejado
constancia del momento en el que mis hijos comenzaron a hablar, qué palabras dijeron,
cuándo se les cayeron los dientes, cuáles eran sus dibujos animados favoritos… Pocas
cosas quedan en duda porque me falle la memoria. La otra cara es que también deja
constancia de opiniones que sostuve y ahora ya no mantengo, de ideas que defendí y
ahora me parecen equivocadas, en casos como los de arriba, directamente de mi
ignorancia y estupidez.
Tampoco sirve de nada fustigarse. Darse de cabezazos por lo que se pudo haber hecho
y no se hizo, por lo que uno hizo que no debía haber hecho, es completamente inútil. Los
«¡cómo no pude verlo!» y los «fui una idiota» están en el mismo cajón que los «tal vez»,
los «si», los «hubiera» y los «ojalá». Un cajón que conviene no airear. La experiencia me
dice que aquello que no puedes cambiar, aquello que no tiene más utilidad que hacerte
sentir mal, que te frena y te entristece, es algo que ignorar. Eso no quiere decir que no
debamos aprender la lección y que, a título personal, crea de corazón que el ser humano
que no se haya llamado «imbécil» a sí mismo en alguna ocasión es que realmente lo es.
Volviendo a nuestra ceguera, quiero insistir en que no siempre es así. En primer lugar,
no siempre en el autismo hay un aparente retroceso en el desarrollo en torno al año y
20
medio. Pasa con relativa frecuencia y, en parte por ello, se culpó erróneamente en su
momento a las vacunas como detonante del autismo. Y luego es cierto que a veces los
padres saben bien desde el primer momento que algo pasa y elautoengaño es más
liviano, incluso inexistente. No obstante, mi experiencia me dice que muchos, tal vez la
mayoría, pasamos por ello, antes o después de encontrarnos con los términos autismo,
TEA o TGD, e incluso con otras etiquetas como retraso madurativo o TEL. Etiquetas
confusas, volubles, variables en el tiempo y que es lógico que lleve un tiempo digerir.
Un tiempo mucho más largo de lo que pueda parecer.
Sucede mucho también que son otros los que se dan cuenta de que a ese niño le pasa
algo y no saben qué puede ser o cómo decírselo a los padres. Pueden ser amigos de la
familia que también tienen niños pequeños, algún cuñado, algún compañero de trabajo.
La mayoría de las consultas que yo he recibido en estos últimos años relacionadas con el
autismo, tanto de conocidos como de perfectos desconocidos que me contactan por el
blog o las redes sociales, van en esta línea. Sospechan que el hijo de algún amigo o
familiar tiene algún problema, ¿cómo saber que están en lo cierto? ¿Cómo decírselo a los
padres?
Es difícil, pero hay que hacerlo. Con toda la mano izquierda del mundo, con las
mejores palabras que encontremos, suavizándolo, pero si creemos que un niño no se está
desarrollando como debería y los padres parecen no reaccionar, por el bien del pequeño
tenemos la obligación moral de dar la voz de alarma y no mirar a otro lado. Cuanto antes
comiencen a estimular a ese niño, más posibilidades tendrá. No es nada que nadie quiera
escuchar, pero los verdaderos amigos no están ahí solo para regalarte la oreja.
Si lo comparase de nuevo con la alergia a las nueces, no supondría mayor problema
decir: «He visto que a tu hijo le han salido unos granitos tras comer un trozo de brownie,
tal vez deberías llevarlo al pediatra. Si luego no es nada, pues estupendo, pero yo haría
que lo mirasen».
Efectivamente, aquí el terreno que se pisa es más frágil, porque hay más miedos
agazapados, pero solo pisándolo con delicadeza y sin miedo lo afianzaremos.
Nosotros vivíamos engañándonos. Tras el diagnóstico vimos que había en nuestro
entorno familiares que ya albergaban sospechas, antes incluso que nosotros. Ojalá nos
hubieran puesto sobre aviso antes. Aunque no se lo recrimino en absoluto, por supuesto
que no. ¿Cómo podría echarles en cara algo que yo tampoco supe ver y afrontar desde el
primer momento?
21
Y ha vuelto a escapárseme un ojalá. No se puede bajar la guardia.
Me recuerdo embarazada de Julia consultando en Internet los motivos que podían
causar un retraso en la aparición del lenguaje. No había compartido aún con nadie mi
preocupación; de hecho, le quitaba hierro si hablaba de ello con mi familia, mis amigos e
incluso mi marido, les ponía ejemplos de personas que conocía que tardaron en hablar
buscando tranquilizarlos a ellos y a mí misma. Le quitaba hierro y luego, sola en casa,
miraba detenidamente las características del autismo y me decía: «Jaime no es así, no
puede ser esto. Él mira a los ojos, es un niño flexible al que los cambios no le importan,
adora el contacto físico, tiene sonrisa social, no alinea juguetes…». No sabía todavía que
ningún niño con autismo encaja del todo en las descripciones oficiales, en esas tablas de
diagnóstico disponibles en Google. No sabía aún que entre las personas con TEA hay
una variedad ingente, que no hay dos personas con autismo iguales. Sí sabía, en el fondo,
que yo no tenía la capacidad ni la distancia suficientes como para valorar qué le pasaba a
mi hijo; sí sabía que eran ojos expertos los únicos que podían descartar o confirmar mis
sospechas soterradas; sí intuía que, aunque le pasara algo leve, sería mejor ponerse a
trabajar en ello cuanto antes.
Pero estaba en la fase final de mi segundo embarazo y creo que no me sentía con
fuerzas para afrontar algo así. Eso sí, una vez que tuve a Julia algo en mí se rompió y
corrí a buscar la verdad. ¿Dónde? De nuevo a la consulta de mi pediatra, que me derivó
rápidamente al centro de atención temprana de mi ciudad para que valorasen a mi hijo.
Tuve suerte. Una vez que decidí gritar me escucharon rápido. Muchos se desgañitan
largo rato antes de lograr que les hagan verdadero caso. Y una vez que me quité la venda
de los ojos, me lancé con todas mis fuerzas a conseguir las mejores intervenciones que
estuvieran a mi alcance para mi hijo.
Hubo en ese momento una breve fase en la que reinaron los «porqués». ¿Por qué a mi
hijo? ¿Por qué a mi niño precioso? ¿Por qué a nosotros?
Más callejones sin salida de los que escapar rápido.
¡Qué complicada de manejar es la negación! Con frecuencia, cuando al fin nos hemos
quitado la pesada venda de encima, con esfuerzo y desgarrándonos en el proceso, nos
encontramos que la gente que nos rodea y debería apoyarnos es ahora la que la lleva a
cuestas. Parejas, abuelos, hermanos, compañeros de trabajo… quitan importancia a lo
que tiene el niño, ponen en duda el diagnóstico que tanto nos ha costado conseguir y
digerir, asumen que el niño acabará hablando y siendo «normal», aunque hayan pasado
22
los suficientes años como para que tú seas plenamente consciente de que, aunque mejore
a lo largo de toda su vida, será siempre dependiente.
Es desolador, frustrante, irritante…, las reacciones varían mucho en función del
momento, de la persona que tú seas y la que tengas delante, de cómo haya quitado
importancia o negado lo que le pasa a tu hijo.
Eres la madre, el padre, has peleado contigo mismo, con los profesionales que tenían
que darte el diagnóstico, has empezado a asumir lo que le pasa a tu hijo, estás buscando
cómo escolarizarlo, qué terapias pueden ser las mejores, cómo pagarlas, cómo
compatibilizar las atenciones que requiere con tu trabajo, estás de papeleos constantes
para solicitar la discapacidad y la dependencia, no paras de leer artículos, manuales e
incluso novelas relacionadas con el autismo…, andas ahí enfangado, pero al fin con la
cabeza por encima del agua y comenzando a ver claro, y te encuentras que los que
deberían estar a tu lado, luchando codo con codo contigo por el bien del niño, son los
que ahora están cegados y de espaldas a la realidad.
Se necesita mucha paciencia, mucha asertividad, mucho explicar, mucho dejar pasar
sin dar importancia, cuando te encuentras en tu entorno esa reacción.
Aunque en realidad se necesita mucha paciencia, mucha asertividad, mucho explicar,
mucho dejar pasar sin dar importancia en muchos aspectos de la vida, tengas o no un
hijo con discapacidad.
El tiempo dirá si esa gente acabará asumiéndolo o no. No siempre entenderán algo tan
intangible y complejo como el autismo, no siempre aceptarán que el sobrino, el nieto o el
bisnieto nunca hablará, nunca jugará con otros niños, siempre será dependiente.
Tampoco podemos exigir a los demás el grado de comprensión, de aceptación y de
implicación que los padres tenemos. No es justo con ellos. Si ni siquiera para nosotros es
un camino sencillo.
23
¿Sospechas que tiene autismo? 
No esperes más, corre
Un inciso a modo de breve capítulo. Tal vez algún lector haya llegado a este libro porque
sospecha que alguien a quien ama tiene autismo. Lo creo porque las consultas que con
más frecuencia me llegan desde el blog y mis redes sociales son de personas que saben
que algo pasa, que buscan confirmar o descartar sus sospechas y una guía sobre qué
pasos seguir.
Tengo una mala noticia si es tu caso. Sí, ahora te hablo directamente a ti. Nadie, y
mucho menos yo, que no dejo de ser simplemente la madre de Jaime y Julia, por mucho
que tenga un altavoz en un periódico y ahora en este libro, puede asegurar si alguien
tiene o no autismo por lo que le cuenten. Da igual que le expliquen pormenorizadamente
en qué va retrasado respecto a otros niños de su edad, cómo se relaciona, si tiene juego
simbólico, si señala con el dedo compartiendo intereses, si se obsesiona con jugar de
determinada manera o si es muy rígido en sus costumbres… Solo un profesional
formado y con experiencia puede dar diagnósticos.
Entiendo por lo que estás pasando. Ya has visto en las páginas anteriores que yo
estuve ahí mismo. Conesa preocupación a la que muchos quitaban importancia. Y que
yo me aferraba a que no pasaba nada porque era lo que quería escuchar.
Mi único consejo válido es que no esperes. Si tú crees que hay algo en su desarrollo
que no está bien, que no encaja con lo que se considera la normalidad, da igual si acaba
siendo autismo, cualquier otra cosa o nada en absoluto, hay que ponerse manos a la obra.
La estimulación temprana le va a venir bien, nunca le va a hacer daño. Cuanto antes se
empiece a trabajar con él, mejor. En general salimos corriendo al médico cuando hay
algo físico, pero con estas cosas tardamos en buscar ayuda, en parte porque no está claro
24
a quién acudir, cómo hacerlo o porque en el fondo nos da mucho más miedo que una
alergia a las fresas.
¿Cómo hacerlo? Mi consejo es siempre buscar a un buen especialista. Consultar con
alguna asociación de padres de niños con autismo de la zona para saber a quién dirigirse,
insistir al pediatra para que te derive, aunque estén saturados y con lista de espera, o a
una unidad de neurología o psiquiatría infantil de algún hospital cercano. Si encuentras a
un profesional que le quita importancia sin apenas mirarlo, sin experiencia en estos
casos, que te trata de padre histérico que quiere que su hijo sea brillante, busca otra
opinión.
No voy a engañarte, es más rápido y suele ser más efectivo ir por la vía privada, pero
no es barato. Tampoco la vía privada, ya sea en terapias o diagnósticos, es incompatible
con lo público. A partir de ahora el gasto que soporta la familia se incrementará de
muchas maneras diferentes.
Y visita al trabajador social más cercano, que te informe de las ayudas a las que
puedes aspirar, de los procesos para obtener la discapacidad, la movilidad reducida o la
dependencia si es que procede, de si hay clases especiales de música o natación a las que
tu hijo pueda acceder.
En cualquier caso, por mucho que pueda parecer que estás solo con tu hijo, no es así.
Hay gente en tu entorno que te arropará si dejas que lo haga, hay magníficos
profesionales luchando por estos niños, hay asociaciones haciendo mucho, hay otros
padres con los que podrás hablar y encontrar recursos y comprensión. Lo que no harán es
decidir por ti qué hacer, no podrán marcarte otros el rumbo. Toca asumir la
responsabilidad de que estarás tomando continuamente decisiones buscando el bien de tu
hijo y que no siempre acertarás.
Hay también muchas personas de las que conviene salir huyendo, gente que querrá
aprovecharse y sacarte el dinero o vampirizarte emocionalmente. Déjate guiar por tu
instinto, sé cauteloso; debes saber que nadie que prometa una cura o resultados
garantizados es de fiar. Sobre todo, ten claro que el bienestar y la felicidad de tu hijo es
la prioridad y no te creas de entrada lo que cualquiera te cuente, por bien que lo vista.
Mientras tanto y durante, lee muchos cuentos, cántale mucho, hazle muchas
cosquillas, no lo dejes enganchado a la tele o a juguetes él solo. Disfruta a su lado. Él es
el mismo niño de antes, es solo tu percepción la que ha cambiado.
25
Entiendo por lo que estás pasando, yo estuve ahí, pero si sospechas que tu hijo tiene
autismo, no esperes más, corre.
Y lee sobre autismo. Libros y webs fiables, que no prometan tampoco curas ni
milagros. Al final de este libro te dejaré un listado de sugerencias. Conoce mejor a ese
desconocido para todo aquel al que no le toque de cerca que es el autismo.
Pero también lee novelas que disfrutes, ve al cine, cuida tu relación de pareja, al resto
de los hijos si los tienes, reserva tiempo para ti. No se puede vivir solo por y para el
autismo.
Claro que de eso hablaremos más adelante.
26
Cuestión de etiqueta 
(el diagnóstico)
No hay dos personas iguales, con las mismas circunstancias, con familias semejantes…
Tengan o no autismo. Claro que con el autismo la cosa es todavía más compleja.
Hay que entender que el amplísimo espectro autista es, en realidad, un enorme cajón
de sastre en el que acaban todos los niños cuyo desarrollo no transcurre como era de
esperar. Por eso están ahí dentro desde niños que no hablan nada en absoluto a otros que
se expresan incluso con demasiada corrección; chicos altamente dependientes y otros
que podrán perfectamente ser adultos autónomos; chavales rígidos en sus costumbres y
otros tremendamente flexibles; con importantes trastornos sensoriales y sin ellos;
algunos que son pensadores visuales y otros no; tranquilos y activos; que miran
perfectamente a los ojos o los huyen; con y sin sonrisa social; torpes físicamente y ágiles
como lémures…
No se le ha llamado «trastorno generalizado del desarrollo» durante mucho tiempo por
nada. De hecho, ahí están las siglas TGD, que tanto abundan en el universo relacionado
con el autismo, más leña que alimenta la confusión («Mi hijo no tiene autismo, tiene
TGD», escuché en su momento, hace años, varias veces).
Es un abanico tremendamente heterogéneo, lo que no contribuye a clarificar lo que la
gente que nos rodea espera de nuestros chavales cuando los conocen y tampoco nos
ayuda a nosotros a reaccionar a tiempo buscando ayuda, a entender y asumir el
diagnóstico.
Volvemos al diagnóstico. Una palabra que he repetido mucho y que también conviene
aclarar.
No existe una prueba médica que diagnostique a ciencia cierta que una persona tiene
autismo. Bueno, desde hace pocos años hay aproximadamente algunos niños con
27
autismo que sí que dan positivo a un marcador genético. Poca diferencia supone, es más
una prueba de que se están esforzando mucho por hallar aquello que hay físico y que está
involucrado en el autismo (o en los autismos).
Si un niño parece tener diabetes, un médico encontrará sus niveles de glucosa en
sangre disparados. Si un niño tiene celiaquía, también habrá análisis que lo corroboren.
Igual que si tiene algún tipo de cáncer, X frágil, Rett o una lesión cerebral provocada en
el parto.
Lo del diagnóstico así es muy fácil. Una prueba fiable indica sin posibilidad de error
que tu hijo tiene tal cosa: diabetes, celiaquía, lesión cerebral…, lo que sea. Y a
continuación, normalmente, los médicos te toman figuradamente de la mano y lo que
debes hacer es dejarte llevar, dejarte guiar por ellos, tragarte las lágrimas y ponerte a
trabajar, aprender sobre ingesta de hidratos de carbono, bombas de insulina,
contaminaciones cruzadas, cereales con y sin gluten, medicamentos, crisis epilépticas y
cómo tratarlas…
No pretendo que suene a que todo esto que describo en el párrafo anterior es un
camino sencillo. No lo es en absoluto. Es duro, es frustrante, es esforzado, pero al menos
es un camino lleno de certezas, aunque también haya mucha niebla por delante. Hay que
escalar el Everest, vale, es una proeza lograr llegar a la cima y tal vez pierdas algún dedo
por congelación en el ascenso, pero tienes sherpas que te ayudarán, mapas que te indican
por dónde subir, un campamento base, predicciones meteorológicas… Que sí, que hay
imprevistos, que las predicciones del tiempo se equivocan y los sherpas pueden tener
accidentes y la ruta tampoco es que esté señalizada como una autovía de circunvalación.
Pero al menos hay una prueba diagnóstica fiable que te indica más o menos qué esperar
y una mínima guía.
El autismo no es así. Con el autismo no hay una prueba que te diga a ciencia cierta lo
que tiene tu hijo. Lo que hay son profesionales que observan su comportamiento y
competencias y, basándose en lo que ven y los padres les cuentan, te dan el diagnóstico.
Un diagnóstico que puede variar. Un niño al que con tres años le han dicho que tiene
TEA lo mismo evoluciona de tal manera que en otros tres años pasa a tener un TEL, un
retraso madurativo o nada en absoluto. Y al revés, un niño que parece tener un pequeño
retraso madurativo puede acabar dentro del espectro. Incluso dentro del mismo espectro
autista hay esos vaivenes: un niño que parecía tener autismo de alto funcionamiento
puede acabar siendo muy dependiente. Y lo contrario. Es más, a veces el mismo niño en
28
el mismo momento y con el mismo comportamientopuede recibir diferentes
diagnósticos de distintos profesionales.
No hablo por hablar, he visto de primera mano ejemplos de todo esto que os estoy
contando.
Divertido, ¿eh?
Por eso no hay que obsesionarse con las etiquetas. El diagnóstico es un instrumento
útil y como tal hay que tomárselo, es una llave que abre las puertas a las terapias, a
ciertas ayudas, a una vía de escolarización con apoyos o distinta… Muchas veces, sobre
todo al comienzo de la asunción de lo que nuestro niño tiene, ayuda a su asimilación y a
ponerse manos a la obra para que desarrolle su máximo potencial.
E igual que no hay diagnóstico, nadie va a asegurarte cómo evolucionará tu hijo, qué
podrá hacer, hasta qué punto será independiente.
«Estos niños son como cajitas de sorpresas», me dijo la psicóloga que pronunció la
palabra autismo por primera vez delante de nosotros. Era en un centro de atención
temprana, durante una de esas hermosas y breves primaveras madrileñas, y tenía a mi
hija pequeña, que apenas tenía un mes de vida, al pecho. Mi pequeña tabla de salvación,
mi anclaje al mundo mientras escuchaba todo aquello sin saber aún lo que implicaba. Me
confirmaban mis temores, me rompían la foto de familia que había fabricado, pero las
palabras se derramaban a mi alrededor sin calarme. «A mi hijo lo han visto un rato y con
eso ya me están diciendo que tiene autismo y que no saben qué potencial puede alcanzar,
que hay que ponerse a trabajar ya con él. Yo llevo viviendo con él más de dos años y he
sido incapaz de ver nada.» Con eso me quedé, con eso y con un comentario suelto,
bienintencionado y probablemente muy desafortunado: «Estos niños son los casos más
difíciles, preferiría mil veces un síndrome de Down, no se sabe qué va a ser de ellos».
Durante la última década he seguido encontrando expresiones similares, aunque
afortunadamente sin entrar en comparaciones, en gente sobradamente cualificada, con
experiencia de años: «Los niños con autismo son un misterio», «No a todos les
benefician las mismas intervenciones, hay que esperar», «A veces nos sorprenden, de
repente pegan saltos increíbles, ¿quién sabe?»…
Mal va quien busque que le den un norte claro. Tienes un hijo, te han soltado una
etiqueta que tal vez sea errónea, nadie va a darte una brújula.
Volviendo al símil de la montaña, es como si unos cuantos sherpas dubitativos, que a
veces no se ponen de acuerdo entre ellos, te dijeran: «Mira, creemos que esa es la cima
29
que tienes que escalar. Pero no estamos seguros. Tú tira para arriba, a ver qué te vas
encontrando. Lo mismo pierdes el tiempo y toca dar la vuelta. ¿Que por qué lado? No sé,
parece que la cara este tiene mejor pinta, ¿tú qué crees? Hum… ¿ese será el este?
Predicciones meteorológicas no tenemos, lo siento. Mapas tampoco. Ala, majete, mete
en la mochila lo que creas que vas a necesitar y suerte».
Y ahí te ves, con tu hijo, del que acaban de decirte que tiene autismo, que tal vez tenga
que entrar al colegio el año siguiente, o que ya esté escolarizado pero en un centro poco
adecuado, teniendo que buscarte la vida para estimularlo. Empiezas a leer y a hablar con
gente que ya ha pasado por esto, tal vez un amigo de la familia que es orientador o
trabaja en un colegio especial, tal vez el amigo de un amigo que tiene un niño con
autismo, buscas en Internet… y encuentras de todo. Mientras tanto vas comprobando que
las terapias en atención temprana no siempre están disponibles, por la edad o sistema de
escolarización del niño, por haber lista de espera, por distancia, o que no son en absoluto
la panacea por la poca especialización y calidad que tienen, algo que con frecuencia tiene
como causa la saturación y no la calidad humana de los profesionales que trabajan en
ellas, que atienden a un niño tras otro con diferentes problemáticas y sin descanso.
Investigas terapias privadas, que son carísimas y te cuesta discriminar cuál vale la pena.
Intentas enterarte de cuál es el mejor colegio para él y de nuevo te topas con la
saturación del sistema, las largas esperas para que el niño sea evaluado, las pocas plazas,
una realidad frustrante que poco tiene que ver con la inclusión y que es fuente de muchos
quebraderos de cabeza, disgustos y peleas…
Al final acabas dándote cuenta de que la etiqueta es casi lo de menos, que no es algo
que cambie lo que es tu hijo. Es una herramienta.
Es igual que el grado de discapacidad.
Discapacidad, la artista no invitada anteriormente conocida como minusvalía. Suena
como una sentencia, duele escuchar que tu hijo pueda tener una discapacidad. Si el grado
es alto, más aún.
Pero es que no es más que otra etiqueta, otro instrumento. En los niños es algo que
también se va revisando y puede acabar variando mucho. Es una manera de lograr
terapias, solicitar la dependencia con todo lo que implica (pese a retrasos y recortes),
acceder a actividades (Jaime lleva acudiendo a la piscina municipal con un profesor para
él solo desde hace seis años) y a ayudas que contribuyan a amortiguar el hecho de que el
30
sistema público no está bien preparado para dar respuesta a las necesidades de nuestros
niños.
A nosotros una de las personas que más nos ayudó los primeros años fue una
trabajadora social. Tal vez fuera la segunda persona que vimos, tras sentarnos frente a las
dos psicólogas del centro de atención temprana que fueron las primeras en darle un
nombre a lo que tenía nuestro hijo. Se llamaba Carmen, y su ayuda no fue por el apoyo
emocional que nos diera o porque nos dijera qué hacer con Jaime, sino por lo que nos
facilitó todo el tema de trámites y papeleos.
Vale, puede que médicos y terapeutas te dejen en gran medida huérfano y no sea fácil
solventarlo, pero en su escolarización las cosas irían mejor si hubiera voluntad política
en forma de recursos. Y más sencillo aún sería que con los trámites burocráticos te
ayudaran desde un primer momento, ese primer momento en el que estás saturado
asimilando la nueva foto de familia. He conocido padres que no sabían, o supieron tarde,
cosas como que un niño con discapacidad cuenta por dos y que si ya tienes otro, puedes
reclamar el carné de familia numerosa, que puedes solicitar la movilidad reducida para
poder aparcar en las plazas azules y evitar así llevar a rastras a un niño que puede ser
difícilmente manejable y dado a las rabietas, cómo y de qué manera comenzar a solicitar
la dependencia o una plaza en el curso de musicoterapia municipal…
La labor de un buen trabajador social ahí es imprescindible; yo he recomendado con
frecuencia a los padres de niños con autismo acercarse a los que les corresponda por
zona. También sé que no todo el mundo encuentra tan buenos profesionales como la
persona que a nosotros nos atendió.
Y necesitamos imperiosamente buenos profesionales en muy distintos ámbitos, con
vocación y deseo de hacer bien su trabajo en beneficio de todos, pero sobre todo de los
niños. Estamos vendidos si nos topamos con alguien que es justo lo contrario.
Por suerte hay muchos profesionales magníficos, que trabajan en la sombra y mucho
por nuestros chicos. Son esos que no prometerán nunca milagros, solo trabajo duro.
Los docentes que tengo en mente cuando hablo de trabajo duro sin caer en cantos de
sirenas son Ana, Ruth, Fran, Antonio, María, Merche…, y sus alumnos son niños como
mi hijo, pero también con parálisis cerebral, con síndrome de Down, con X frágil… a los
que hay que ayudar a ser lo más autónomos y felices posible en un mundo aún poco
adaptado a la diversidad. Docentes que tienen que ser aún más flexibles, capaces y
sensibles para adaptarse a alumnos que son únicos, con retos y necesidades diferentes.
31
Niños a los que con frecuencia hay que enseñar a asearse, a regular su conducta, a
comunicarse por los medios que sea, a alcanzar todo el potencial que encierran para
encararse a esa sociedad a la que tanto le cuesta aceptar la diferencia.
Maestros que no se pueden permitir los escrúpulos, la rigidez o que les fallen las
fuerzas, que desarrollan su labor en colegios especiales, específicos, ordinarios, encentros de atención temprana, incluso acudiendo a las casas de sus alumnos. Maestros
que, igual que muchos padres, se enfrentan al «no sé cómo lo haces» cuando cuentan a
qué se dedican, a días complicados, a problemas inesperados.
Es imprescindible, imperativo, aprender a reconocerlos y valorar su trabajo, procurar
trabajar codo con codo con ellos, entender que todos cometemos errores y tenemos días
malos. Es tan importante como evitar a aquellos que solo buscan aprovecharse de
nosotros.
Y también es lo ideal coordinarnos con ellos: que nos escuchen y atiendan a nuestras
necesidades, pero también que lo que hagamos en casa sume y no reste. No significa
necesariamente que nosotros nos convirtamos en terapeutas de nuestros hijos. Somos sus
padres y eso debemos seguir siendo, aunque conozco padres que se han formado de tal
manera que cuentan con mayores conocimientos que maestros de educación especial con
varios niños a su cargo, y bien está si ellos lo han querido así.
Durante varios años, antes de que Jaime entrase en centros de educación especial
especializados en chavales con autismo, yo misma dedicaba bastante tiempo a trabajar
con él en una mesa, estimulándolo como me habían enseñado. Ahora no es así, pero sigo
procurando trabajar objetivos parejos a los que persiguen en el colegio, detener el
columpio para que pida «ma», pararnos ante una puerta para que diga «abe»…
Son muy peligrosos, en cambio, aquellos que no se involucran, los incompetentes, los
que aparcan al niño, los que si entraña más dificultades de las que están dispuestos a
manejar intentan apartarlo, los desactualizados, los que van de carril… No obstante, yo
creo que son más peligrosos aún los que prometen milagros, los que aseguran que se
puede superar el autismo o que en sus manos se lograrán progresos increíbles. Los hay
con mucha caradura que incluso hablan de curas, cuando no es una enfermedad que se
contraiga o se pueda curar. Nuestro hijo es así y cuanto antes lo aceptemos, mejor.
Claro que hay niños con evoluciones fantásticas, que pasan de no comunicarse apenas
a manejar varios idiomas, que progresan hasta demostrar que tienen una capacidad
cognitiva normal, incluso superior. El mérito de que esos chicos mejoren tanto no es de
32
los curanderos y vendemotos, que los usarán rápidamente como ejemplo para refrendar
sus técnicas y modelos de intervención y que, en los peores casos, incluyen a veces
prácticas que pueden incluso ser peligrosas para su salud, como dietas extremadamente
restrictivas e innecesarias o quelaciones para eliminar supuestas intoxicaciones por
metales pesados del organismo.
En general, yo soy de la idea de que las vías rápidas, los caminos fáciles, no existen en
la vida. La constancia, el trabajo, la perseverancia, son las claves que nos ayudan a
cumplir los objetivos que nos marcamos. Y tenemos que marcarnos objetivos
realizables.
Si quieres adelgazar, lo mejor es cambiar tu estilo de vida para comer sano y hacer
deporte. Es la mejor solución, la más duradera y recomendable. También es la más lenta
y difícil. No existe la pastilla mágica que te haga parecer una estrella de cine sin
esfuerzo. De hecho, muy probablemente nada en absoluto te haga parecer una estrella de
cine independientemente del tiempo y el esfuerzo que le dediques. Pero si perder unos
kilos va a hacerte sentir más feliz contigo misma y, sobre todo, con más energía y salud,
hay que hacer los deberes a diario.
Si deseas escribir un libro, igual. Hay que ponerse todos los días un ratito, aunque no
se tengan ganas, aunque se esté agotado, sin esperar a que nos venga un vendaval de
inspiración. Un párrafo casi cada noche es una novela entera antes de lo que parece. Así
es como se disparan flechas a lo alto, siguiendo el consejo de Baroja.
Recapitulemos. El autismo no tiene cura. Los fármacos no curan el autismo, como
mucho combaten algunos problemas de conducta o atención asociados. Tampoco se
opera ni se trata. No existe el tratamiento infalible. A los padres de niños con autismo los
médicos nos dejan a nuestra suerte, probablemente muy a su pesar. Estamos en manos,
sobre todo, de los terapeutas, psicólogos, logopedas, psiquiatras y educadores especiales.
Pero todos ellos, si son buenos profesionales, no crearán en ti falsas expectativas. Si te
dicen la verdad, te explicarán que empezarán a trabajar con él sin saber qué evolución
tendrá. Y es cierto. Hay que aprender a vivir sin certezas. El futuro se descubre andando.
Pasito a pasito y sin desfallecer. Esto es como una maratón, y una maratón se termina
más con la cabeza que con las piernas.
Pero asumirlo es complicado, verte huérfano, teniendo que buscarte la vida, con la
oscuridad frente a ti es duro. Quieres creer, necesitas creer que existe ese tratamiento
milagroso, esa cura que te devolverá a tu hijo libre de autismo. Eso que no existe.
33
¿Significa eso que hay que rendirse, que no hay que luchar y trabajar a diario para
lograr que nuestros hijos saquen a flote su máximo potencial? Por supuesto que no. Pero
no podemos dejarnos engañar. Hay que desconfiar de los que nos regalen los oídos, de
los que prometan milagros, de los que se apoyen en casos aislados. Con lo que hay que
quedarse es con que si algo es demasiado bonito para ser verdad, probablemente es que
no lo sea. Es aplicable en muchos aspectos de la vida.
Los padres somos los guardianes de nuestros hijos y debemos tener mucho cuidado
cuando elijamos quién queremos que nos guíe. Es preciso estar bien informados y tener
los pies en la tierra. También dejarnos llevar por nuestro instinto. Siempre tengo presente
que Temple Grandin, una mujer con autismo de alto funcionamiento y varios libros
escritos que ha llegado a tener una película inspirada en su vida, siempre agradeció que
su madre se dejara llevar por lo que sentía que era lo mejor para su hija, por su instinto.
34
Salir del armario
Está el asumirlo, pero también está la cuestión de contarlo. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿A quién?
El autismo es, con frecuencia, una discapacidad invisible, únicamente social. Sales de
casa a dar un paseo y no lo haces empujando una silla de ruedas, las personas con
autismo no tienen particularidades físicas, no se acompañan de un perro guía. Incluso en
las personas más afectadas, no es algo evidente a menos que hablen y se vea que no lo
hacen acorde con su edad o que no lo hacen en absoluto, o que se les pregunte y no
contesten, o que se comporten de manera chocante, tal vez dando rienda suelta a alguna
estereotipia, sacudiendo los brazos como si quisieran echar a volar o tapándose los oídos.
Cada vez más padres decimos con naturalidad lo que afecta a nuestros hijos.
Queremos normalizar nuestra situación. Existimos y hay muchas razones para hacernos
visibles, empezando por desterrar falsos mitos y acabando por luchar por los derechos de
las personas con autismo.
Yo tiendo a decir rápidamente lo que le pasa a mi hijo, obraba así incluso cuando era
muy pequeño y podía pasar desapercibido. Creo que la visibilización es necesaria, por
los demás y por uno mismo. ¿Cómo va a ser uno feliz fingiendo ser quien no es,
esforzándose por dar una imagen que no se corresponde con la realidad?
Prefiero dar la cara a las miradas extrañas, a las elucubraciones por la espalda cuando
su comportamiento no responde a las convenciones sociales.
Pero entiendo también que es una decisión personal.
Hay que tener en cuenta cómo es mi hijo: un niño dependiente de nosotros, incapaz de
comunicarse y relacionarse como él querría; un niño que cuando tenía dos o tres años
podía pasarse por alto, pero ahora que tiene diez las cosas son muy distintas: cualquiera
que se fije un par de minutos en él se dará pronto cuenta de que algo le pasa.
Hay muchas personas con autismo completamente autónomas o que no lo son por
muy poco, personas con autismo de alto funcionamiento o síndrome de Asperger.
35
Personas cuyo trastorno no es detectado cuando son niños pequeños, prácticamente
bebés, sino más mayores, incluso de adultos.
Su camino es distinto. Todos loscaminos marcados por el autismo lo son, porque hay
demasiados factores que influyen: el carácter, templanza y determinación de cada
miembro de la familia, los apoyos que se tengan, la situación económica, la
escolarización, el lugar en el que se viva… Pero cuando hablamos de autismo de alto
funcionamiento o Asperger es definitivamente una senda diferente a la que nosotros
recorremos.
En los casos de más alto funcionamiento, decidir contar que se tiene cualquier
manifestación del trastorno del espectro autista es para muchos lo más parecido que hay
a salir del armario.
Me contactan a veces padres que no quieren que se sepa. Y conozco de primera mano
a un par de ellos que lo mantienen oculto para la mayoría con la que trata. A veces
porque el diagnóstico es aún reciente, en otras ocasiones porque el grado de afectación
es leve y no quieren colocar a sus hijos etiquetas que puedan acompañarlos y pesarles de
por vida.
Comprensible por completo.
¿Y si resulta que lo de mi hijo no era autismo, y si cambia su diagnóstico a un
trastorno del lenguaje o a un retraso madurativo que pueda superar? Si yo he estado
contando a todo el mundo que tenía autismo, ya quedará señalado de por vida como
diferente por mucho que yo luego intente aclararlo.
¿Cómo no entenderlo? Yo tardé varios meses en admitirlo en mi blog, aunque mi
principal motivo es que primero necesitaba digerirlo yo para poder hablar de ello con
comodidad.
¿Y si resulta que mi hijo sí que tiene autismo pero en un grado muy leve, sin
discapacidad asociada? Tal vez no locontraten si saben que tiene autismo, tal vez sus
compañeros le hagan la vida imposible, tal vez le cueste más encontrar pareja.
A veces he conocido a personas que no quieren que se sepa para que no se asocie a su
hijo con las connotaciones negativas que arrastra la palabra autismo. En una ocasión, una
lectora, una madre de un niño de alto funcionamiento, me recriminó que todo eso de la
visibilidad le escocía mucho, que la visión que nos empeñábamos muchos en dar de las
personas con autismo que amamos, con importantes retos para adaptarse a lo que
consideramos la normalidad, con estereotipias, problemas para acceder a sitios
36
bulliciosos y cerrados, pocos intereses… suponían un impedimento para chavales como
su hijo, que, cuando se sabía que tenían autismo, quedaban marcados por todo eso. Esta
persona aseguraba que a su hijo la visibilidad le perjudicaba, porque cambiaba la mirada
que le dirigían los otros, así que se mantenían dentro del armario en lo posible.
Es algo muy delicado y no seré yo la que diga lo que otros deben hacer, entiendo el
miedo a encontrar obstáculos por ser considerado diferente, pero creo que negarse a uno
mismo o negar a los suyos no conduce a nada bueno.
Volvamos a mi infancia para que os ejemplifique por qué creo que hablar claramente
beneficia, aunque haya algún imbécil que lo malinterprete o dé rienda suelta a su
desconocimiento y sus prejuicios.
En mi cole, en los primeros años de EGB (podía tener unos 6 o 7 años), durante poco
tiempo vino una niña a la que le pasaba algo. ¿El qué? Nunca lo sabré. Ni siquiera
recuerdo su nombre.
Hablaba poco (no la recuerdo haciéndolo), no se relacionaba demasiado con nadie,
tenía algunos comportamientos extraños y tendencia a babear un poco. Era uno o dos
años mayor que las demás. Un día desapareció misteriosamente y nunca más se supo.
También eran otros tiempos, en mi colegio no tuvo ningún apoyo. De hecho,
probablemente querrían quitársela de en medio.
Además, tengo un familiar tirando a lejano que tenía dos hijos solo un poco más
pequeños que yo. Uno de ellos apenas hablaba y jamás se separaba de sus padres. Yo me
dedicaba a jugar con su hermano, él nunca participó. Tampoco sé lo que tiene ni lo
sabré, ya que hace muchos años que no tenemos ningún tipo de relación.
En ninguno de los casos los adultos se dignaron a explicarme qué pasaba ni a
animarme a jugar o relacionarme con ellos. No movieron un dedo, tal vez pensando que
una niña pequeña no se daría cuenta de que pasaba algo, tal vez por vergüenza, tal vez
por desconocimiento. Vete a saber…
Lo que sí sé es que los adultos tendrían que haber intervenido, explicando con
naturalidad la situación para que los niños supieran cómo manejarse entre ellos y
pudiéramos jugar y aprender juntos, velando, además, para que así fuera.
Otro ejemplo más reciente. Conozco a una persona que tiene síndrome de Asperger.
No supo lo que tenía hasta que le diagnosticaron con lo mismo a su hijo, de siete años.
Había sido alguien de trato complicado toda su vida, infeliz con demasiada frecuencia,
con tendencia a estar aislado en el trabajo y broncas frecuentes en casa. Saber que tenía
37
Asperger facilitó enormemente su relación de pareja, el trato con su familia y amigos
más cercanos y el poder explicarse a sí mismo, aceptarse y entenderse. Lo suyo no eran
malas contestaciones, no era un borde sin remedio, era su literalidad y su falta de
habilidades sociales. No obstante, pese a haber visto esas ventajas en su entorno más
cercano, se negaba a contarlo en su trabajo. Por el temor a ser malinterpretado, a
buscarse problemas, a verse aún más apartado.
En este asunto y en muchos otros que no ocupan este libro, me gustan las luces
encendidas, entiendo preferible luchar contra esas connotaciones negativas, pelear por
hacer entender a la gente que si conoces a una persona con autismo, solo conoces a esa
persona con autismo, que pretender ser lo que no se es o que otros no cuenten
abiertamente lo que son.
38
¿Cómo es Jaime?
A todo esto, me he dado cuenta de que aún no os he contado cómo es Jaime, mi niño de
oro hilado y risa de cristal.
Lo llamo mi niño de oro porque es dorado como el sol. En verano su pelo brilla de tal
manera que no me canso de mirarlo. La piel también es de oro y huele a pan caliente.
Tiene los ojos casi negros y una sonrisa que se refleja en ti como en un espejo.
Será alto y fuerte, como su padre. Ya lo es, siempre lo ha sido. Y tiene un carácter
dulce y flexible, igual que su hermana. Adora bucear en la piscina por encima de todas
las cosas, disfruta mucho con la música, con las cosquillas, el regaliz rojo, los viajes en
coche y los columpios.
Las cosas le dan igual, no le importa lo más mínimo ningún juguete o cualquier otro
objeto. Ahí demuestra un tipo de sabiduría que debería hacernos reflexionar. Con su
hermana pequeña lo comento a veces: «Mira, para Jaime las cosas son solo cosas, no
están vivas, se pueden arreglar o sustituir, no sufren. No llores por algo que no puede
llorar por ti».
Pero eso no es lo más importante. Lo esencial es que es un niño feliz y no hay maldad
en él. A veces llora y no sabemos por qué, a veces nos las lía muy gordas y ponemos el
grito en el cielo, pero la mayor parte del tiempo vive contento y jamás hace daño a nadie
a conciencia, nunca envidia lo que otros tienen ni les desea ningún mal.
Recuerdo a una madre de un niño que tenía autismo de alto funcionamiento, hace
muchos años, comentando que tal vez los casos más severos lo tenían más fácil para
pasar por esta vida felices. Es probable que tenga razón, no son conscientes del rechazo,
no se comparan con otros, no les preocupa el futuro. Claro que a veces lo pasa mal por
no poder comunicarnos lo que quiere, se frustra y sufre. Por eso hay que darle
herramientas para que ese proceso mejore. Necesita también aprender a jugar, tener
39
entretenimientos, ser cada vez más autónomo, entender mejor el mundo que lo rodea y lo
que queremos de él.
Pero ver que crece así, disfrutando de la vida, es para mí lo más importante. Mi misión
como madre es precisamente esa, procurar su felicidad y bienestar mientras trabajamos
para que alcance su máximo potencial.
Si yo fuera de otra manera, podría haber comenzado hablando de él de una forma muy
distinta.
Podría haber dicho que es un niño que apenas habla, que solo dice unas pocas
aproximaciones a palabras como «agua» o «gelatina» y que solo los que lo conocemos
bien entendemos lo que quiere, pero incluso nosotros enmuchas ocasiones no sabemos
qué le duele cuando llora o lo que le apetece hacer. Podría haber contado que aún toca a
veces manejarlo tirando de fuerza bruta y que cada vez es más alto y fuerte, así que los
abuelos ya no son capaces de controlarlo si tiene una rabieta, se tira al suelo o sale
corriendo; es muy probable que en dos o tres años me pase en kilos y estatura y solo su
padre pueda hacerlo. Podría haber explicado que es un niño que hay que llevar de la
mano constantemente por la calle porque no mide los riesgos y bien podría lanzarse a un
coche, que tenemos todas las ventanas y la terraza enrejadas y que si vamos de visita a
una casa, debemos tenerlo bien controlado porque siente una peligrosa inclinación por
las alturas. Podría haber empezado por lo complicado que es conciliar y gestionar el
tener a dos hijos, cada uno en un colegio diferente, uno de ellos al que hay que
supervisar constantemente porque puede tener las ocurrencias de un niño de dos o tres
años con la fuerza de uno de diez. Podría haber seguido por el esfuerzo económico
extraordinario que supone en muchos aspectos: un campamento urbano de verano en el
que él esté bien cuesta cuatro o cinco veces más que el de un niño sin discapacidad, y así
todo. Podría haber narrado cómo tenemos que dividirnos con frecuencia para no privar a
nuestra hija de experiencias y momentos de ocio que para Jaime serían un mal trago.
Podría haber enumerado todo lo que ha ido rompiendo en casa: varias puertas de
muebles, la mampara de la ducha, el sofá, el cristal de la mesa del comedor…
Eso está ahí, claro que sí. Nos genera inquietudes, nos preocupa, con frecuencia nos
complica mucho la existencia, hay que trabajarlo, nos entristece puntualmente… No
seríamos humanos si no fuera así.
Todo eso está ahí, igual que están otros aspectos que podríamos pasar por alto porque
parecen muy básicos, pero, precisamente por ser tan básicos, si no se tienen, te resientes
40
especialmente. Por ejemplo, es un niño que come y duerme muy bien, lo que nos facilita
mucho la existencia. Aún recordamos con pavor lo que era no dormir en absoluto por sus
despertares constantes cuando tenía entre dos y tres años y que hasta los dos años y
medio no comenzó a masticar. Es, además, un niño sano que no pisa apenas el pediatra,
el ejemplo hecho carne de la expresión «estar sano como una pera».
Todos podemos decidir qué queremos ver, qué elegimos sentir, con qué deseamos
quedarnos en la memoria. Es cuestión de constancia y de ser conscientes de que nuestra
realidad y nuestro estado de ánimo, en gran medida, los conformamos nosotros mismos.
No hablo de engañarnos, de ignorar lo obvio, hablo de, teniendo los pies en la tierra,
decidir si queremos mirar hacia donde el sol despierta o hacia donde la noche se resiste a
desaparecer.
Yo elijo mirar hacia donde brilla el sol, tal vez porque mi niño dorado me lo recuerda.
Mucha gente me comenta lo guapo que es Jaime, a veces diciendo: «Qué pena que
tenga autismo, con lo guapo que es». Yo siempre me quedo preguntándome: «¿Es que si
fuera más feo no importaría tanto que tuviera autismo?». En fin… La cuestión es que no
son menos los que me dicen que «lo llevo muy bien», que me dicen aquello de «no sé
cómo lo haces».
¿Que lo llevo muy bien? Mi hijo no es ninguna carga; Jaime es un niño, no un drama.
Con más dificultades que muchos otros, pero también nos da muchas satisfacciones. No
tengo que llevarlo. Tengo que seguir mi objetivo de ser felices y de que alcance su
máximo potencial, aquel que él pueda darnos.
¿Que no saben cómo lo hago? De manera similar a como lo harían ellos. Pero es otra
pregunta que lleva implícita que tengo una desgracia con la que bregar, se está
asumiendo al hacerla que lo esperable sería encontrarme con ansiedad, amargada o
infeliz, al menos con cierta frecuencia.
Que no, que me niego, que nadie puede prejuzgar a mi familia y decidir que mi hijo es
digno de lástima o un lastre para nosotros. Aquel que lo haga se estará equivocando.
No tenemos demasiado control sobre lo que puede acontecernos, pero lo tenemos
absoluto de cómo vamos a vivirlo nosotros.
Probablemente estemos llegando al corazón del libro, al motivo principal por el que
me animé a escribirlo: compartir lo único que podemos tener en común, aquello que creo
que puede ayudarnos a todos.
41
Es cierto que no hay dos personas con discapacidad iguales, que nuestras experiencias,
necesidades y batallas varían, pero creo que lo que podemos hacer para buscar la
felicidad y una vida plena para nosotros y los nuestros sí que coincide.
Creo firmemente que solo hay algo aplicable a todos los que amamos a una persona
con autismo y es cómo afrontarlo de manera positiva.
42
Buscando el sol
Estoy convencida de que en el fondo todos somos capaces de ver qué es lo que hay que
hacer, qué actitudes adoptar, qué decisiones tomar para procurar avanzar buscando el sol.
No estoy descubriendo nada revolucionario con lo que voy a contar en este capítulo, lo
sé bien. Pero a veces necesitamos que alguien nos haga parar brevemente, apearnos de
esa rutina que nos tiene en una rueda constante, viendo pasar los días, las semanas y los
meses a una velocidad sorprendente una vez que echamos la vista atrás, para recapacitar
y plantearnos encarar ciertas cosas de otra manera que nos haga a todos más felices.
Yo llevo ocho años haciéndolo junto a mis hijos, tanteando caminos, metiendo la pata,
viendo en qué la he fastidiado, aprendiendo, redirigiéndome, equivocándome de nuevo.
He podido comprobar en mi persona que, con un trabajo constante, unas pocas cosas
claras y un objetivo definido, nuestra manera de afrontarlo todo puede mejorar igual que
lo hacen nuestros músculos si nos tomamos en serio el gimnasio. La asertividad también
se entrena, la felicidad no viene sola, tener una vida plena es una tarea que hay que
tomarse muy en serio. Porque el objetivo es ese: mi felicidad y la de los míos. Y el orden
no es relevante, una trae la otra y la otra no puede llegar sin la una.
No hay recetas mágicas, no hay caminos sin tropiezos, no hay verdades absolutas,
igual que no existe un estado de felicidad constante. Simplemente os cuento lo que a mí,
teniendo en cuenta cómo soy y mis circunstancias, me está funcionando. Como si
tuviéramos un café delante.
Vamos a ello.
43
Paso a paso, como una maratón
Da igual la fase en la que te encuentres, da igual si tienes un niño de dos años y acabas
de recibir el mazazo, si llevas más de una década lidiando con el autismo y ves que se
aproximan los retos de la adolescencia o si la etapa que empieza a preocuparte es la vida
como adulto de tu hijo y su futuro cuando faltes; hay que ir poco a poco. Esto no es una
carrera de velocidad, es una maratón y no hay que correr pensando en la meta, sino
poniendo un pie delante del otro y dosificando las fuerzas. El destino está muy lejos y no
sabemos qué nos encontraremos hasta llegar a él, no podemos desfondarnos.
Cualquiera que empieza a entrenar con sensatez para correr largas distancias sabe que
habrá días que disfrute y otros en los que le cueste horrores ponerse las zapatillas y salir
a la calle, que habrá agujetas, sobrecargas y tal vez lesiones por mucho que haya
intentado hacer bien las cosas, que hay que cuidarse, que se perderá planes con amigos,
que tendrá que comer más sano, que no se pueden saltar etapas del entrenamiento y que
hay que prepararse mentalmente, porque una maratón se corre más con la cabeza que con
las piernas.
Tener un hijo con discapacidad es exactamente igual.
Yo procuro no pensar demasiado en los retos o posibles problemas que me quedan aún
lejanos. Sé que están ahí, en un horizonte cada vez más próximo, viene bien preverlos,
estar preparado y anticiparse en lo posible, pero de poco me sirve ahora preocuparme por
algo que no sé si llegará o cómo lo hará cuando hay en el día a día tanto de lo que
ocuparse. Y ocuparse del día de hoy es la mejor manera de prepararse para el día de
mañana. Angustiarse ante el futuro sirve de bien poco.
Un ejemplo muy personal.

Continuar navegando