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G. W. Leibniz
Filosofía para princesas
Nueva edición a cargo de Javier Echeverría
Epílogo de Concha Roldán
Primera edición: 1989
Segunda edición: 2019
Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto 
Turégano y Lynda Bozarth
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Ilustración de cubierta: Hans Holbein el Joven: Retrato de Ana de Cléveris (detalle).
Museo del Louvre, París.
© AGE / Bridgeman
Selección de imagen: Carlos Caranci Sáez
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas 
de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para 
quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una 
obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en 
cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
© del epílogo: Concha Roldán Panadero, 2019
© de la traducción, notas y prólogos: Javier Echeverría Ezponda, 1989, 2019
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1989, 2019
 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
 28027 Madrid
 www.alianzaeditorial.es
ISBN: 978-84-9181-521-1
Depósito legal: M. 9.680-2019
Printed in Spain
Si quiere recibir información periódica sobre las novedades de Alianza Editorial, 
envíe un correo electrónico a la dirección: alianzaeditorial@anaya.es
7
Índice
 9 Prólogo a la segunda edición, por Javier Echeverría
 25 Prólogo a la primera edición. Carta-dedicatoria, por 
Javier Echeverría
 75 Carta 1. Leibniz a la princesa Elisabeth
 85 Carta 2. Leibniz a la duquesa Sofía
 92 Carta 3. La duquesa Sofía a Leibniz
 93 Carta 4. La duquesa Sofía a Leibniz
 95 Carta 5. Leibniz a la duquesa Sofía
 101 Carta 6. Leibniz a la princesa electora Sofía
 107 Carta 7. Memoria para las electoras de Braun-
schweig y de Brandenburgo
 111 Carta 8. Leibniz a la electora Sofía
 119 Carta 9. Leibniz a la electora Sofía
 131 Carta 10. Leibniz a la electora Sofía
 139 Carta 11. Leibniz a la electora Sofía
 140 Carta 12. Leibniz a la electora Sofía
 143 Carta 13. Leibniz a la electora Sofía
 150 Carta 14. Leibniz a la duquesa viuda de Orleans 
para serle comunicada al duque de Orleans, su hijo
 157 Carta 15. Billete del Sr. duque de Orleans
 159 Carta 16. La electora Sofía Carlota a Leibniz
 160 Carta 17. Leibniz a la reina Sofía Carlota
8
Filosofía para princesas
 175 Carta 18. La reina Sofía Carlota a Leibniz
 177 Carta 19. Leibniz a la reina Sofía Carlota
 182 Carta 20. Leibniz a la reina Sofía Carlota
 191 Carta 21. Leibniz a la reina de Prusia
 192 Carta 22. Respuesta de la reina
 193 Carta 23. Leibniz a Milady Masham
 197 Carta 24. Leibniz a la princesa Carolina de Ans-
pach
 202 Carta 25. Leibniz a la princesa electoral
 204 Carta 26. Leibniz a la princesa electoral Carolina
 206 Carta 27. La princesa electoral a Leibniz
 208 Carta 28. La princesa de Gales a Leibniz
 209 Carta 29. Leibniz a la princesa de Gales
 211 Carta 30. La princesa de Gales a Leibniz
 212 Carta 31. La Srta. de Pollniz a Leibniz
 213 Carta 32. Leibniz a la princesa de Gales
 218 Carta 33. La princesa de Gales a Leibniz
 220 Carta 34. Leibniz a la princesa de Gales
 222 Carta 35. La princesa de Gales a Leibniz
 225 Epílogo: Leibniz y su reconocimiento del papel de 
las mujeres en la República de las letras, por Con-
cha Roldán.
 233 Notas
 253 Bibliografía
9
Prólogo a la segunda edición
Han pasado treinta años desde la primera edición de 
esta obra, que apareció en 1989. Desde entonces, Leib­
niz ha cambiado mucho. Ha evolucionado. En cuanto 
autor, sigue vivo. Año tras año se publican nuevos es­
critos suyos, hasta ahora inéditos. Su pensamiento si­
gue desplegándose. Recientemente se han transcrito re­
flexiones suyas sobre economía y ciencias sociales: se­
guros, contabilidad, atención a la pobreza... Notables, 
como siempre. Algunas, sobresalientes. Leibniz sigue 
siendo un autor que inspira y aporta ideas innovadoras. 
Lo hizo en vida, pero también ocurre tras su fallecimien­
to (1716). Y quedan muchos documentos suyos por pu­
blicar. Por ejemplo: la gran mayoría de los relacionados 
con la filología, la lingüística, la semiótica, la psicología y 
la teoría de la mente. Es probable que dentro de unos 
años sea considerado como uno de los precursores de la 
teoría de la gramática universal. En suma: su obra inte­
10
Javier Echeverría
lectual sigue teniendo desarrollo, aceptación y noveda­
des trescientos años después de su muerte corporal. Y 
eso sin comentar lo que otras personas escribimos sobre 
sus obras.
Algo similar ocurre con las princesas con las que man­
tuvo extensas correspondencias. También en este caso ha 
habido publicaciones importantes en los últimos años; 
por ejemplo, el libro de Sofía de Hannover que incluye 
sus Memorias y Cartas de Viaje (París, 1990). El manus­
crito autógrafo de las Memorias de Sofía, por cierto, se ha 
perdido. Por suerte, Leibniz había hecho una copia y 
gracias a eso se han podido publicar esas Memorias. El 
texto está en francés, muy bien escrito. Leibniz lo copió 
íntegramente, quizá para sus estudios sobre la historia 
de  la casa de Braunschweig­Lüneburg, dado que Sofía 
aporta muchos datos sobre sus períodos en La Haya 
(1630­1650), Heidelberg (1650­1658), Hannover (1658­
1664), sus viajes a Italia (1664­1665) y Francia (1679), así 
como sobre cuestiones familiares hasta febrero de 1681, 
fecha del último escrito de la princesa Sofía de Brauns­
chweig­Lüneburg. Son datos históricamente importan­
tes sobre varias cortes europeas, dada la gran relevancia 
que tenía Sofía como descendiente de los Estuardo in­
gleses. En suma, Leibniz no sólo intercambiaba cartas y 
 adjuntaba memorias a sus amigas princesas. Llegado el 
caso, copiaba los documentos que ellas escribían, cosa 
que también hizo con Pascal y con Descartes durante su 
estancia en París (1672­1676), justo antes de instalarse 
definitivamente en Hannover.
Esta edición versa sobre un modo singular de hacer 
 filosofía: la filosofía cortesana. Durante su vida, Leib­
11
Prólogo a la segunda edición
niz  desempeñó numerosas profesiones y oficios. Fue 
juez, diplomático, filósofo, teólogo natural, consejero 
 áulico, bibliotecario, archivero, matemático, físico, quí­
mico, biólogo, geólogo, inventor, ingeniero, empresario, 
his toriador, filólogo, organizador de sociedades científi­
cas, estratega geopolítico y militar, etc., etc. Además, tuvo 
múltiples aficiones, que no ha lugar enumerar aquí: una 
de ellas fueron los juegos, incluido el ajedrez. Sin embar­
go, si se estimase a qué actividades dedicó más tiempo, 
además de dormir, sobresaldrían tres: leer, escribir y ha­
cer la corte.
Leibniz leyó muchísimo. A los 8 años empezó a apren­
der latín de forma autodidacta: comparaba un libro de 
Tito Livio en latín con imágenes con su traducción al ale­
mán e iba entendiendo el contenido progresivamente. 
Un amigo de la familia le recomendó a su madre que le 
abriera al niño la biblioteca de su padre, quien había fa­
llecido dos años antes. Fue un momento clave en la for­
mación de Leibniz. Empezó a leer libros en latín por sí 
mismo, y luego en griego. A los 10 años conocía a los clá­
sicos latinos y los padres de la Iglesia. A los 12 había leí­
do a Platón, Aristóteles y Virgilio. A los 13 empezó con 
los escolásticos (Tomás de Aquino, Suárez –como una 
novela–, Zabarella...). A los 15 pasó a los «modernos»: 
Bacon, Kepler, Galileo, Descartes, Campanella... Poste­
riormente siguió leyendo todo tipo de libros a lo largo de 
su vida, además de ojear y controlar muchos más como 
bibliotecario. En cuanto a la escritura, Albert Rivaud 
calculó en 1905 que Leibniz había dejado en su archivo 
personal unas 200.000 páginas manuscritas: a razón de 
10 diarias desde 1660, cuando cumplió 14 años. Entre 
12
Javier Echeverría
ellas, abundan las cartas, puesto que tuvo más de 1.100 
corresponsales en Europa, y algunos en Asia, dado su 
graninterés por otras culturas, empezando por China y 
siguiendo por Rusia. Ello no le impidió convertirse en el 
filósofo europeo por antonomasia, además de ser el crea­
dor de la filosofía alemana moderna.
Sin embargo, desde que llegó a Hannover y hasta el fi­
nal de su vida, una de sus principales ocupaciones fue 
hacer la corte a príncipes, princesas, zares, emperadores, 
y nobles en general. Pues bien, los intercambios episto­
lares con las diversas princesas a las cuales escribió tie­
nen la virtud de juntar en una misma relación esas tres 
actividades: leer, escribir y hacer la corte. Leibniz dedicó 
muchísimo tiempo a intercambiar cartas con princesas, 
damas nobles y mujeres inteligentes, a las que admiró y 
trató durante largos períodos, sin que se sepa si de ver­
dad amó a alguna. Por mi parte, no entraré en especu­
laciones sobre la vida privada de Leibniz, pero sí voy a 
aventurarme a lanzar una hipótesis que me parece muy 
plausible: Leibniz amó intensamente a una divinidad, 
que era omnipotente, omnisciente, infinitamente buena 
y perfectamente justa. Ésta fue la adición de Leibniz a los 
teólogos escolásticos y la desarrolló en su Teodicea (que 
significa: justificación de Dios). Dicho libro afronta la 
difícil y comprometida cuestión de si la creación divina 
fue justa o no. Él argumentó que sí, que la distribución 
de bienes y males ha sido, es y será, a fin de cuentas, jus­
ta. En varias de sus obras usó el pseudónimo de «Teófi­
lo» (amante de Dios). Y aunque el Dios cristiano aparen­
temente no tiene género, lo cierto es que las tres personas 
que componen la Trinidad suelen ser tratadas en los tex­
13
Prólogo a la segunda edición
tos sagrados usando el género masculino. En un contex­
to así, mi hipótesis consiste en sugerir que Leibniz amó 
a  la divinidad cristiana sobre todas las cosas. Dios fue 
la persona principal en su vida, y por ende príncipe y 
princesa.
Leibniz denominó «Filaletes» (amante de la verdad) al 
interlocutor de «Teófilo» en los Nuevos ensayos sobre el 
entendimiento humano. De esta manera, atribuía a Lo­
cke un pseudónimo digno y elogioso. No en vano quería 
simular un diálogo de guante blanco con el filósofo in­
glés, que pudiese gustar a las princesas de Hannover, las 
cuales habían leído por su cuenta a Locke y querían sa­
ber lo que Leibniz pensaba sobre su Ensayo sobre el en-
tendimiento humano. Para satisfacer la curiosidad inte­
lectual de Sofía, Sofía Carlota y otras damas de corte, 
Leibniz escribió una obra filosófica que, pese a su pu­
blicación muy tardía (1675), se ha convertido en todo 
un clásico del pensamiento filosófico. En su origen, sin 
 embargo, los Nuevos Ensayos fueron filosofía cortesana 
pura, al igual que la Teodicea, o luego la Monadología. En 
su excelente libro, Le pli (‘El pliegue’), Gilles Deleuze ha 
afirmado que Leibniz es el filósofo barroco por antono­
masia, incluso más que su admirado Spinoza. En efecto, 
ese apelativo de «filósofo barroco», así como la expre­
sión «filósofo del Barroco», se adecúa muy bien a Leib­
niz, a su concepción de Dios y de la naturaleza, y a las 
hipótesis del mejor de los mundos posibles y de la armo­
nía preestablecida.
14
Javier Echeverría
Sin embargo, Leibniz es mucho más que un filósofo 
barroco (y del barroco). Ese atributo no conforma más 
que una de sus máscaras históricas. Habiéndolos leído 
desde pequeño, Leibniz intervino en la querella de los 
Antiguos y los Modernos, afirmando la validez y la vi­
gencia de ambos bandos, a los que puso a dialogar a lo 
largo de su propia obra. Muchos historiadores de la fi­
losofía le consideran como uno de los grandes conoce­
dores de la philosophia perennis, cosa que también es 
cierta. Incluso se interesó en la alquimia, aunque mu­
cho menos que Newton. También estuvo al tanto de los 
escritos sobre la cábala y sobre la teoría de la transmi­
gración de van Helmont; no en vano las princesas han­
noverianas se habían interesado por este autor, al que 
se alude más de una vez en la correspondencia que si­
gue. Desde otro punto de vista, Leibniz fue un rena­
centista de pro, comparable a Athanasius Kircher y a 
otros «hombres universales del Renacimiento». Las co­
medias italianas y las músicas barrocas le inspiraron 
mucho a la hora de elaborar su filosofía, como se verá 
en la carta 20 sobre el principio de Arlequín, que afir­
ma la uniformidad de la naturaleza, pero en lenguaje 
barroco. Obvio es decir que Leibniz fue un racionalis­
ta puro y duro, incluso más que Descartes y Spinoza: 
no en vano aplicó por doquier su principio de razón 
 su ficiente. Sin embargo, su racionalismo no le impi­
dió afirmar el empirismo, ni tampoco practicarlo, como 
muestran sus investigaciones en ciencias naturales y so­
ciales. Tampoco hay duda de que fue un claro precur­
sor de la Ilustración y de la Enciclopedia, reconocido 
como tal por Diderot, entre otros. Y podría comentar 
15
Prólogo a la segunda edición
otros calificativos generales que se le han aplicado a 
Leibniz: irenismo, eclecticismo, escepticismo, estoicis­
mo, progresismo, logicismo, etc. Todos ellos son ade­
cuados, ninguno es suficiente. Por mi parte, prefiero 
calificarlo de filósofo perspectivista, antecesor de Nietzs­
che y de Ortega. Pero ni eso vale para definirlo. La fi­
gura de Leibniz es muy plural y poliédrica, incluso ca­
leidoscópica: incluye todas esas caras, y otras más. Pero 
a la hora de publicar en nombre propio anduvo con 
mucho cuidado. Su primer gran libro publicado sobre 
filosofía y teología, la Teodicea (1710), apareció en su 
primera edición sin nombre de autor. Otro tanto ocu­
rrió con varios artículos suyos, aunque a veces gustaba 
autodenominarse «el autor del sistema de la armonía 
preestablecida».
Pues bien, en su proyectado diálogo filosófico con 
Locke, eligió dos pseudónimos muy bellos: el amante de 
la verdad (Locke) y el amante de Dios (el propio Leib­
niz). Leibniz meditó desde joven sobre el principio de 
individuación, y luego sobre su propia identidad metafí­
sica, negando la predestinación y afirmando la armonía 
preestablecida, que afirma la existencia de espíritus li­
bres, e incluso espontáneos. Sin embargo, a la hora de 
escribir y publicar se atuvo a las formas y costumbres 
de  su época. Por eso desempeñó con dedicación, va­
riedad y afición el oficio de cortesano. Fue lo que la pro­
videncia le deparó en 1676, ir a Hannover, aunque él hu­
biera preferido quedarse en París. Una vez en su nuevo 
point de vue, asumió las reglas del juego y por eso hacía 
la corte a diario a príncipes, princesas y, posteriormente, 
a emperadores, reyes y reinas. Este libro aborda esta fa­
16
Javier Echeverría
ceta de la figura de Leibniz, en la que también destacó, 
y mucho.
Antes de empezar a leer la correspondencia entre Leib­
niz y las princesas conviene hacer una advertencia sobre 
el título: aunque no se note, «Leibniz» también está es­
crito en plural, no sólo «princesas». Leibniz hubo y hay 
varios, no uno solo. Princesas también. «Princesa» (o 
«príncipe») es una idea que puede ser investigada con­
ceptualmente, de modo que surjan verdades de razón re­
lacionadas con los principados y sus modos de ser prin­
cesa. Pero también hay verdades de hecho que atañen a 
las princesas empíricas, que son quienes encarnan la idea 
de ser princesa y han de atenerse a esa función durante 
toda su vida. En el caso de Leibniz, tres princesas desta­
caron sobremanera: Sofía, Sofía Carlota y Carolina. Otro 
tanto ocurre en el presente libro. Pero entre las tres hay 
diferencias significativas. Insistamos algo más en la dife­
rencia entre las verdades de hecho y las verdades de ra­
zón, tema muy leibniciano.
‘Leibniz’, según Leibniz, no es una idea, sino una sus­
tancia individual. Una mónada. Los personajes lla mados 
«Leibniz», «Teófilo», «Gottfried Wilhelm» o «el autor 
del sistema de la armonía preestablecida», en cambio, 
son otras tantas representaciones del «Leibniz mismo», 
al que sólo Dios conoce por completo. Al decir que 
«Teófilo» es una representaciónde la mónada «Leib­
niz» estoy pensando en términos barrocos: en represen-
taciones teatrales. El Consejero Leibniz practicó y es­
17
Prólogo a la segunda edición
cenificó diversos juegos cortesanos en los jardines de 
Herrenhausen (Hannover), en el palacio de Charlotten­
bourg (Berlín) o en la corte imperial de Viena. También 
ante el zar de Rusia y otros muchos nobles y reyes. Este 
libro, titulado Filosofía para princesas, evoca algunos de 
los escenarios teatrales en los que fue actor  empírica­
mente el propio Leibniz, puesto que usó su máscara de 
cortesano experimentado. En este sentido, aporta una 
representación leibniciana más, que se desarrolla en la 
escenografía de letras y párrafos compuesta por el autor 
del presente prólogo a la segunda edición de esta obra. 
Leibniz hay muchos. Tienen ustedes delante a uno de 
ellos. A modo de contrapunto, les aconsejo contrastar 
«este Leibniz» con el que ha presentado recien temente 
Eloy Rada en el libro titulado Obras filosóficas y científi-
cas: Correspondencia V (2016). Incluye una edición casi 
exhaustiva de su correspondencia con la princesa Caro­
lina de Anspach y muestra cómo ella fue cambiando 
conforme se transmutó en la princesa Carolina de Ga­
les. Cada uno de los personajes que encarnan empírica­
mente las ideas del filósofo y la princesa son en tidades 
relacionales, que cambian según estén vinculadas a unos 
u otras. Por eso «Leibniz» está escrito en plural, aunque 
no lo parezca.
A la sustancia «Leibniz» sólo la conoce Dios, según Leib­
niz. Nosotras, las princesas empíricas que leemos las misi­
vas leibnicianas, sólo podemos hacernos una idea aproxi­
mada y confusa de dicha sustancia. Una vez desaparecido 
18
Javier Echeverría
físicamente, quedan sus manuscritos, sus notas margina­
les a los libros que leyó, sus demostraciones y cálculos ma­
temáticos, sus cartas. Leibniz cambia, crece y evoluciona 
conforme esos manuscritos van siendo publicados, opera­
ción que lleva más de tres siglos, como si de una catedral 
del pensamiento se tratase. Leer a Leibniz es una forma de 
relacionarse con alguna de las representaciones que dejó 
de sí mismo y de su pensamiento.
Citemos una de ellas, muy breve. Aparece en la sexta 
carta de esta edición. El 4 de noviembre de 1696 Leibniz 
le escribió a la princesa Sofía, su gran protectora y amiga, 
lo siguiente: «La muerte no es sino un cambio de teatro». 
Expresiones similares se encuentran en otros escritos su­
yos, y en particular en sus dos grandes obras filosóficas 
de 1714: la Monadología y los Principios de la naturaleza 
y la gracia fundados en razón. Ambas fueron escritas en 
Viena, la primera para Rémond de Montmort, la segun­
da para el Príncipe Imperial Eugenio. Leibniz, siempre 
emprendedor, pretendía convencer a la Emperatriz Eu­
genia y a su hijo de que se creara una Sociedad de Cien­
cias en Viena. Dicha Sociedad, además de desarrollar 
sus propias investigaciones, como la Royal Society ingle­
sa o la Académie du Roy francesa, podría coordinar a las 
 diversas Academias que ya se habían creado en algunos 
Principados del Imperio, incluida la que en 1700 había 
 fundado la Reina Sofía Carlota en Berlín, a instancias de 
Leibniz.
Pues bien, para favorecer ese proyecto y a petición del 
propio Eugenio, Leibniz le explicó brevemente y por es­
crito su filosofía en los Principios de la Naturaleza y de la 
Gracia. Repetía así un acto de filosofía cortesana que ya 
19
Prólogo a la segunda edición
había practicado previamente a partir de 1703, cuando a 
petición de Sofía Carlota había empezado a escribir la 
Teodicea, obra que Leibniz le dedicó tras la muerte de 
la Reina de Brandenburgo. En 1704, a invitación de So­
fía y de Sofía Carlota, redactó en Herrenhausen los Nue-
vos Ensayos sobre el Entendimiento Humano, obra que 
terminó en 1705. Y a instancias de la princesa Carolina 
Leibniz polemizó con Clarke al final de su vida (1715­
16) sobre el espacio, el tiempo, la física y la teología na­
tural. Por cierto, en esta polémica, que al final se centró 
en la cuestión de la relatividad del espacio y el tiempo, 
intervino bajo cuerda el propio Newton, escondido tras 
la máscara de su amigo, el obispo anglicano Clarke. La 
época barroca y los debates cortesanos tenían sus pro­
pias reglas de juego: las princesas eran mediadoras clave, 
puesto que desempeñaban el papel de árbitros. Leibniz 
asumió esas reglas –no en vano provenían en última ins­
tancia de la providencia divina– y las practicó con dedi­
cación, oficio y, en muchas ocasiones, también con amor. 
Amor intelectual, por supuesto: «Teófilo» es una de las 
máscaras de Leibniz. Como resultado, dejó a la posteri­
dad algunas de sus grandes obras filosóficas, todas ellas 
inéditas en vida, salvo la Teodicea. Y no hay que olvidar 
que, tras su defunción y deplorable entierro en noviem­
bre de 1716, el duque de Hannover y ya rey de Inglate­
rra, Jorge I, hijo mayor de la Princesa Sofía, prohibió la 
publicación de cualquier escrito de Leibniz, salvo auto­
rización expresa suya.
Valga como botón de muestra: Leibniz acertó al elegir 
a las princesas como sus interlocutoras y amigas. Con los 
príncipes le fue peor: eran menos generosos y, en el fon­
20
Javier Echeverría
do, no amaban la inteligencia tal y como ésta se manifies­
ta empíricamente en el mundo. La pasión de aquellos 
príncipes y reyes empíricos era el poder, no la «verdad» 
ni la justicia, ni el bien. El príncipe Eugenio, por ejem­
plo, cuando llegó a Emperador, no hizo nada de lo que 
Leibniz le había propuesto. ¡Quién sabe si de verdad 
leyó los Principios de la Naturaleza y de la Gracia, pese a 
que habían sido escritos a petición suya! Y eso que Lei­
bniz defendió «a capa y pluma» los derechos del Imperio 
vienés y de la Casa de Austria a la sucesión de la Corona 
Española tras la muerte de Carlos II el Hechizado. Para 
ello apeló a sus buenos oficios de jurista, historiador y bi­
bliotecario. Incluso intentó desesperadamente, como di­
plomático y hombre de paz, que el Imperio interviniera 
para impedir la destrucción de Barcelona. No tuvo éxito 
y Barcelona fue destruida por rebelarse contra la Casa de 
Borbón y apoyar a la Casa de Austria, como Leibniz. El 
botón de muestra ya ha quedado hilvanado.
Hoy en día sería impensable que un autor, tras haber 
 escrito tanto, dejara sin publicar (y sin quemar) escri­
tos tan importantes como los ya mencionados. No pudo 
prever que sus obras iban a ser expropiadas y secuestra­
das por su propio Duque y Príncipe, Jorge I: razón por 
la cual el público se vio privado de lo mejor de Leibniz 
durante décadas. Leibniz debió creer muy firmemente 
en la providencia divina. Desde un punto de vista pura­
mente empírico, la publicación de su archivo y de sus 
documentos inéditos ha llevado ya tres siglos, y conti­
21
Prólogo a la segunda edición
nuará. Por eso Leibniz no es uno, sino varios. Sigue evo­
lucionando con la historia.
También resultaba impensable en aquella época que 
las principales interlocutoras de un filósofo fuesen unas 
cuantas mujeres, muy nobles, sin duda, pero sobre todo 
muy inteligentes. Ellas se mantuvieron en todo momento 
en su papel de princesas. Leibniz en el de cortesano. La 
correspondencia que se muestra en la presente edición, 
y que no es sino la punta del iceberg de la inmensa co­
rrespondencia entre las propias princesas, ilustra una de 
las maneras de hacer la corte en Alemania a finales del si­
glo xvii y principios del siglo xviii. Para entenderla en 
pleno siglo xxi conviene que nos pongamos en el lugar 
de Leibniz y de las princesas. Seamos, pues, princesas al 
leer, ya que Leibniz es sobreabundante. Se trata de un 
buen ejercicio mental, y desde luego filosófico.
Según Teófilo, ponerse en la place d’autruy (‘el lugar 
del otro’) es la base de la ética. Incluso Dios se puso en 
el lugar de sus criaturas y de sus mundos posibles al 
crear el mundo, siempre según Leibniz. Para nosotros, 
que difícilmente somos capaces de empatizar con nues­
tros contemporáneos, sobretodo si provienen de países 
«pobres» y de culturas donde «no hay princesas» (lo 
cual es imposible), resulta más complicado todavía saltar 
mentalmente de una época a otra, y de un teatro a otro. 
Pero en eso consiste la aventura de leer a los clásicos: en 
compartir con ellos y con ellas lo que escribieron, acaso 
para indagar qué sentido tienen esas cartas y escritos hoy 
en día. La «Carta­dedicatoria» que acompaña al presen­
te Prólogo sigue teniendo ese objetivo: presentar a las 
princesas y plantear el problema filosófico de la idea de 
22
Javier Echeverría
Princesa. Por eso se vuelve a publicar sin modificacio­
nes, salvo correcciones de detalle.
En cambio, en la presente edición se amplían las notas 
y la bibliografía, por la razón ya mencionada de que en 
estos treinta años los estudios leibnicianos han avan­
zado mucho. También las investigaciones sobre las prin­
cesas  leibnicianas, por cierto, como se verá en la bi­
bliografía. Ellas no son menos relevantes que los varios 
 Leibniz. Éste, sea como sea su sustancia, cambia conside­
rablemente según sus diversas interrelaciones empíricas: 
con la gran matriarca Sofía, con la reina­filósofa Sofía 
Carlota y con la ambiciosa Carolina de Anspach, que lle­
gó a ser princesa de Gales y luego Reina Consorte de 
Ingla terra.
Aquella carta­dedicatoria iba dirigida a una princesa 
desconocida. Acaso aparezca en esta segunda edición. 
¡Quién sabe! Pero no parece probable. La mítica desti­
nataria sigue siendo una princesa ideal, o para ser más 
exacto: esa carta tiene como destinataria la idea de Prin­
cesa, por eso no tendrá respuesta. Al final de dicho texto 
se sigue afirmando que tanto hombres como mujeres 
pueden ser princesas, en el sentido leibniciano del tér­
mino. Sin embargo, hoy en día la palabra «princesa» 
ha  adoptado nuevos significados, sin perder la fuerte 
connotación aristocrática y de género que siempre tuvo. 
Gracias al movimiento feminista, algo muy profundo 
está cambiando con relación a la idea de Princesa. Por 
eso tiene sentido reeditar el libro de 1989 modificándolo 
lo menos posible: pequeñas mejoras en el prólogo y en 
las traducciones de las cartas que entonces se incluyeron, 
la mayor parte de las cuales se referían a Sofía de Hanno­
23
Prólogo a la segunda edición
ver, Sofía Carlota de Berlín y Carolina de Anspach, y lue­
go de Gales.
Termino con una breve reflexión sobre Leibniz en len­
gua española, faceta ésta que Leibniz no conoció en vida, 
pero que en su evolución ha ocurrido. Los estudios leib­
nicianos han avanzado mucho en todo el mundo, y en 
particular en España. Leibniz nunca visitó la península 
ibérica y su simpatía por la Monarquía Católica y el Im­
perio Español era nula. Sin embargo, ahora que Leibniz 
no es una persona física, sino un autor clásico, y opera 
por tanto en otro teatro, conviene resaltar que, por fin, 
Leibniz se ha aposentado en la lengua española. Y sóli­
damente. Hubo muchos pioneros en la tarea, por ejem­
plo Patricio de Azcárate o José Ortega y Gasset. El libro 
de Ortega sobre Leibniz empezó siendo un prólogo a la 
edición de los artículos que éste publicó en revistas cien­
tíficas durante su vida y terminó siendo una obra incon­
clusa que iba a tener tres volúmenes, de los que Orte­
ga sólo escribió uno, publicado también póstumamente 
por Paulino Garagorri. Pasados los tiempos oscuros del 
franquismo, Quintín Racionero y Concha Roldán crea­
ron en 1995 la Sociedad Española Leibniz, luego refun­
dada en 2000 como Sociedad Española Leibniz para la 
Ilustración y el Barroco (SEL). Pues bien, tanto la SEL, 
presidida por Concha Roldán, como la Cátedra Leibniz 
de la Universidad de Granada, dirigida por Juan A. Ni­
colás, han impulsado durante la última década el proyec­
to «Leibniz en español», que está haciendo accesible el 
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Javier Echeverría
pensamiento de Leibniz a la comunidad hispanoparlante 
en ediciones rigurosas y muy bien presentadas. La actual 
reedición de esta Filosofía para Princesas es un modo in­
directo de colaborar con ese proyecto, cuyo objetivo úl­
timo consiste en implantar a Leibniz en España, y sobre 
todo en la lengua castellana, lo cual equivale a trasladar­
lo a un nuevo teatro conceptual, generando así otro Lei­
bniz: Leibniz en español. Los idiomas también son tea­
tros y en ellos se practican múltiples juegos de lenguaje, 
incluidos juegos cortesanos.
Están Vdes. invitadas a este juego filosófico en la Corte 
de las Letras. Siéntanse princesas al hacerlo. Practiquen 
los juegos de género, no sólo los de número. A la lengua 
española le hace falta inventar nuevos juegos gramatica­
les. Leibniz puede ser un buen inspirador. Formuló un 
método para ello: el Ars Inveniendi. Y lo practicó con las 
princesas de su época.
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Prólogo a la primera edición
Carta­dedicatoria del traductor
Princesa:
Indagar los primeros principios les atañe a los filóso­
fos, desde Platón y Aristóteles. Dichos principios fueron 
considerados durante muchos siglos como ideas y con­
ceptos máximamente generales, expresables por medio 
de palabras. Eran universales y comunes a todas las len­
guas: el número para la aritmética, la extensión para la 
física, la vida para la biología, la armonía para la música, 
el bien para la ética, la belleza para la estética... Cada sa­
ber particular poseía su principio propio: la teología se 
ocupaba de Dios, la geometría de las figuras, los milita­
res de la guerra, los gobernantes del gobierno. La filoso­
fía, en cambio, era puro deseo de saber. Su objeto y su 
utilidad eran todo y nada. Sin principio propio, la cien­
cia primera versaba sobre los conceptos más generales 
de las demás artes y ciencias. Sometiendo a crítica los lu­
gares comunes y las máximas vigentes, trataba de dis­
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