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ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD ANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2/1 L L U Í S D U C H y J O A N - C A R L E S M È L I C H E D I T O R I A L T R O T T A Escenarios de la corporeidad Escenarios de la corporeidad Antropología de la vida cotidiana 2/1 Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich Traducción de Enrique Anrubia Aparici E D I T O R I A L T R O T T A © Editorial Trotta, S.A., 2005, 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: editorial@trotta.es http://www.trotta.es © Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich, 2005 © Enrique Anrubia Aparici, 2005 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-346-8 COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Antropología 7 I N T R O D U C C I Ó N G E N E R A L A L S E G U N D O V O L U M E N CONTENIDO Introducción general al segundo volumen ....................................... 11 Introducción a la primera parte: el cuerpo ...................................... 17 1. El cuerpo en Grecia ................................................................. 35 2. El cuerpo en Israel .................................................................. 61 3. El cuerpo en la tradición cristiana ........................................... 85 4. Breves pinceladas en torno a la reflexión moderna sobre el cuerpo ................................................................................. 131 5. El cuerpo y las «estructuras de acogida» .................................. 153 6. La reflexión antropológica sobre el cuerpo ............................. 227 7. Conclusión de la primera parte ............................................... 373 Bibliografía .................................................................................... 379 Índice de nombres .......................................................................... 385 Índice general ................................................................................. 389 «El Verbo se hizo carne» (Evangelio de san Juan 1,14) 11 I N T R O D U C C I Ó N G E N E R A L A L S E G U N D O V O L U M E N INTRODUCCIÓN GENERAL AL SEGUNDO VOLUMEN El segundo volumen de esta Antropología de la vida cotidiana está dedicado a la primera «estructura de acogida», la codescendencia, la familia. Debido a la importancia decisiva de la problemática y tam- bién por su enorme complejidad, ha sido del todo imposible exponer, ni tan siquiera de manera breve, algunos de sus aspectos más relevan- tes en un solo volumen. No se debe olvidar que la familia constituye el centro primordial de cualquier tipo de reflexión antropológica, sobre todo si, tal y como es nuestro parecer, sus transmisiones y la relacio- nalidad que tendría que instituir son consideradas como el eje estruc- turador y el fundamento imprescindible de la constitución histórico- cultural del ser humano. Por otra parte, es una evidencia incontestable que, desde antiguo, desde numerosos puntos de vista y con metodologías diversas, todo aquello que se encuentra relacionado, cercana o lejanamente, con la realidad familiar ha sido descrito, valorado e interpretado de las más diversas maneras. Acerca del entorno de la familia, y sobre los temas más dispares, existen numerosos y valiosos estudios y monografías fácilmente accesibles al lector interesado. Por eso mismo, en el pre- sente estudio, solamente nos hemos limitado a considerar algunos aspectos puntuales de la problemática que, desde la opción ideológica y metodológica adoptada en esta Antropología de la vida cotidiana, resultaban no sólo interesantes, sino decisivos y fundamentales para una adecuada comprensión de la familia. En consecuencia, hay que advertir al lector que no encontrará en esta exposición algunos de los temas que habitualmente —también desde la etnología, la sociología o la psicología— acostumbran a tratarse en las antropologías de la 12 A N T R O P O L O G Í A D E L A V I D A C O T I D I A N A 2 familia. Lo que particularmente nos interesaba era continuar el ritmo expositivo que se había adoptado en el volumen anterior de la Antropología, la cual tiene como centro neurálgico esa relacionalidad y esas transmisiones (y recepciones) que, desde el nacimiento hasta la muerte, son imprescindibles para la constitución y el despliegue del ser humano en su trayecto histórico. Ya desde el principio de este volumen se evidenciará la necesidad ineludible de llevar a cabo una aproximación, que necesariamente tendrá que ser muy concisa y limitada en algunas cuestiones puntua- les, acerca de la problemática del cuerpo humano. De alguna manera, podría haber sido más lógico y operativo haberla incluido en el vo- lumen introductorio (Simbolismo y salud), en el que consideramos con una cierta amplitud la cuestión del símbolo en relación con la temática de la salud/enfermedad. En cualquier caso, sin embargo, a medida que el texto iba concretándose éramos más y más conscientes de la enorme importancia que tenía este asunto, no sólo en relación con la codescendencia —que, evidentemente, era extraordinaria—, sino también en relación con las otras dos «estructuras de acogida» (corresidencia y cotranscendencia) y, en realidad, para todos los otros aspectos de la praxis antropológica. Por todo ello, decidimos dedicar al cuerpo humano la primera parte de este volumen. A pesar de todo, no hay duda de que, vistas las cosas desde otra perspectiva, la inclusión del tema del cuerpo humano como una primera parte del volumen dedicado a la familia también puede estar plenamente justificada. En efecto, tal y como veremos en la exposi- ción que sigue, la codescendencia es el lugar inicial y decisivo del encuentro del cuerpo humano con la realidad mundana, es decir, con la multitud de historias y vicisitudes de todo tipo que siempre acom- pañan su paso por este mundo. Eso implica que, de manera eminente, la familia, mediante las transmisiones que tiene que llevar a cabo a través de los sentidos corporales, establece el ámbito privilegiado e irrenunciable para la configuración cultural y cultual de la corporei- dad humana. En este sentido, por tanto, posee una innegable con- gruencia ideológica y metodológica el que se sitúe este volumen sobre el cuerpo como una introducción de aquel otro que, más adelante, estará dedicado a la familia en sentido estricto. Por razones editoriales, ha parecido más oportuno publicar la reflexión antropológica sobre el cuerpo humano como un libro inde- pendiente (2, 1), dedicando un segundo volumen (2, 2) a la reflexión sobre la familia. De todos modos, hay que insistir en el hecho de que, por lo menos desde la perspectiva adoptada en el conjunto de esta Antropología, una gran mayoría de cuestiones desarrolladas en el 13 I N T R O D U C C I Ó N G E N E R A L A L S E G U N D O V O L U M E N texto que ahora ve la luz pública son imprescindibles para una adecuada comprensión de la codescendencia en un sentido estricto. Hay que tener presente que la familia —y lo mismo podría afirmarse de las otras dos «estructuras de acogida»— es, por encima de todo y en primer lugar, un cuerpo, una realidad corporal, que nunca, positiva y negativamente, deja de comportarse y de interactuar corporativa- mente. Por eso, cuando uno se refiere a las «técnicas corporales», al «cuerpo situado», al morir y al moribundo, al cuerpo atlético, al cuerpo envejecido, etc., en realidad se está aludiendo de una manera muy directa a funciones muy específicas de la realidad familiar como cuerpo polifacético y políglota. Conviene señalar que en las referencias al cuerpo humano siem- pre hay que tener en cuenta, por un lado, que el ser humano, justa- mente porque es un espíritu encarnado, en todo espacio y tiempo tie- ne la necesidad de transmisiones (como receptor y como emisor). Por otro, constantemente, su presencia en el mundo es la de un ser que no sólo es capax symbolorum, sino que, en la sucesión de espacios y tiem- pos, realmente se constituye como humano por mediación del irre- nunciable «trabajo con los símbolos». O,dicho de otra forma: el ser humano, con el «trabajo de los símbolos», desarrollado con la ayuda imprescindible de sus sentidos corporales, irá identificándose median- te las historias vividas por y con su cuerpo. Éste es el encargado de la identificación —preferimos hablar de «procesos de identificación»— del ser humano en la vida cotidiana y, al mismo tiempo, constituye el instrumento para alcanzar la instalación en su espacio y en su tiempo. Resulta bastante evidente que esta reflexión sobre el cuerpo humano es plenamente aplicable a la familia y, en el fondo, a las otras «estruc- turas de acogida», las cuales, cada una a su manera, con las formas y las fórmulas que les son propias, acogen al cuerpo humano mediante su incesante labor de transmisión y de orientación. De esta manera llega a constituirse el ser humano como alguien cuya característica fundamental es la relacionalidad, el intercambio efectivo y afectivo de ideas, de acciones y de sentimientos en el marco de unas historias y de unas peripecias siempre móviles y fluctuantes, y, además, constante- mente afectadas por la contingencia como un insuperable «estado de naturaleza» del ser humano. Muy insistentemente, y quizás de un modo muy justificado, se ha puesto de relieve que, a partir del 11 de septiembre de 2001, nuestro mundo y las relaciones que en él tienen vigencia han experimentado un cambio de rumbo muy importante e incierto. No hay duda de que este cambio, que, como todos los cambios, posee unos inconfundibles precedentes en el pasado de nuestra cultura, afectará, de aquí en ade- 14 A N T R O P O L O G Í A D E L A V I D A C O T I D I A N A 2 lante, a la constitución histórica de las «estructuras de acogida». Inevi- tablemente, así ha de ser. Con la firme voluntad de no ser excesiva- mente pesimistas, resulta bastante evidente que no sólo el futuro se nos aparece como problemático (el futuro, cualquier futuro, siempre lo ha sido), sino que, más bien, se manifiesta como cargado de unas poderosas fuerzas de deshumanización, de «caotización» y de reduc- ción de la singularidad humana a unos esquemas política y socialmen- te «correctos». No hace mucho, Shlomo Trigano escribía que «con las técnicas de la clonación se llegará a producir lo idéntico, lo que puede incluir en la condición humana una dimensión radicalmente nueva: el individuo ya no será nunca más un ‘acontecimiento’»1. Lo idéntico deviene lo ideal, la (auto)crítica se considera una reliquia insignifican- te del pasado, la política se identifica con un cálculo de ganancias y beneficios, la moral contempla los hechos desde una mera casuística mecánica, la religión o bien aparece como un asunto insignificante o bien vuelve a aspirar al establecimiento de una nueva alianza con el trono. Ésta es una parte de la «nueva historia» que se afianza después del mencionado 11 de septiembre, de la guerra de Irak y de los san- grientos conflictos del Oriente Próximo. Otra parte, no menos impor- tante, es, como lo anuncia André Glucksmann, el recurso al nihilismo (el viejo nihilismo tan profundamente analizado por la literatura rusa: Dostoievski, Turgueniev, Pushkin) como «forma normal» para regu- larizar las relaciones humanas2. Tal y como ha sucedido durante todos los períodos críticos de la humanidad, creemos que es bastante evi- dente que, por parte de los hombres y las mujeres particulares, las posibilidades de plantear alternativas realmente humanas y humani- zadoras a esta peligrosa situación se encuentran justamente en la reac- tivación y el rearme de las «estructuras de acogida» (sobre todo de la primera, la «codescendencia»). Sería necesario que, en un mismo movimiento, fuesen capaces de reinventar su capacidad sapiencial y crítica con el fin de que, en nuestro aquí y ahora, sus transmisiones estuviesen en condiciones de superar la «crisis gramatical» que afecta a todos los ámbitos de la existencia humana y a toda la relacionalidad que debería de establecer, fundamentar y fortalecer. Este volumen contiene una breve bibliografía que, seguramente, permitirá al lector interesado ampliar y contemplar todas aquellas cuestiones —incluso aquellas que no están directamente mencionadas 1. S. Trigano, Le monothéisme est un humanisme, Paris, Odile Jacob, 2000, p. 11. 2. Véase A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Madrid, Taurus, 2002. 15 I N T R O D U C C I Ó N G E N E R A L A L S E G U N D O V O L U M E N en el texto— que solamente quedan mínimamente insinuadas. Somos de la opinión de que una adecuada exposición sobre cualquier tema no sólo ha de ofrecer una orientación intelectual, sino que además —mediante notas y referencias bibliográficas— ha de posibilitar que el lector tenga acceso a otras perspectivas y posiciones ideológicas. Ya que, en el fondo, una aproximación antropológica solamente puede pretender ofrecer una determinada panorámica del hombre, que debe complementarse con otras posturas y tomas de posición. En parte, la redacción de este volumen ha sido hecha a cuatro manos (la introducción y algunos aspectos del cap. 6); lo que supone una forma expositiva diferente a la que se ha adoptado en los restantes volúmenes de esta reflexión antropológica. De todas formas cabe reseñar que, en líneas generales y con las ventajas y las limitaciones que eso implica, tanto la metodología como las tomas de posición básicas se mantienen. Por tanto, las premisas ideológicas y metodoló- gicas apuntadas en el volumen introductorio a esta Antropología también continúan siendo las referencias obligadas de este estudio sobre el cuerpo humano. Queremos expresar nuestro agradecimiento a todas las personas que, de las más diversas maneras, nos han acompañado en nuestro trabajo. Queremos mencionar muy en primer lugar a las/los alumnos/ as de doctorado de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona. También agradecer al doctor Jaume Vizcarra sus valiosas sugerencias sobre algunos aspectos del cap. 6. De una manera especial nos es muy grato manifestar nuestro profundo agradecimiento al doctor Enrique Anrubia Aparici, que ha contribuido generosamente a la traducción de este volumen al español. Montserrat/Barcelona, agosto de 2002 L. DUCH Y J.-C. MÈLICH 17 I N T R O D U C C I Ó N G E N E R A L A L S E G U N D O V O L U M E N INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA PARTE: EL CUERPO Cualquier tipo de aproximación a las «estructuras de acogida» —y especialmente a la segunda: «codescendencia», la familia— exige un tratamiento, aunque sea breve y esquemático, de la problemática histórica e ideológica que se ha planteado alrededor del cuerpo huma- no, que a su vez, por otra parte y como es sabido, es la misma condición de la presencia del ser humano en su mundo1. Hay que dejar bien claro desde el principio que la familia, toda familia —pro- longando con más o menos cumplimiento las pautas marcadas por la tradición cultural en la que se encuentra inscrita— posee y desarrolla unas relaciones muy específicas con el cuerpo (unas «técnicas corpo- rales» en forma de, por ejemplo, «costumbres en la mesa»). Por eso, la encarnación (la «in-corporación») de los individuos en un determina- do tejido social, religioso y cultural constituye su misión primordial y la piedra miliar para determinar la cualidad intrínseca de sus transmi- 1. La bibliografía sobre esta temática es inmensa. Solamente reseñamos algunas obras que creemos fundamentales. P. Bourdieu, Esquise d’une théorie de la pratique. Précédé de trois études d’ethnologie kanyle, Genève/Paris, Droz, 1972; íd., Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997; M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975; M. Bernard, Le corps, Paris, Jean-Pierre Delarge, 41976; P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid, Espasa Calpe, 1989; B. S. Turner, The Body & Society. Explorations in Social Theory, London, Sage, 21996; J. P. Wills, «Ästhetische Güte». Philosophisch-theologi- sche Studien zu Mythosund Leiblichkeit im Verhältnis von Ethik und Ästhetik, Mün- chen, Fink, 1990; F. Tindland, La différence anthropologique. Essai sur les rapports de la nature et de l’artifice, Paris, Aubier-Montaigne, 1997; D. Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, Paris, PUF, 41998, passim. 18 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D siones2. No hay duda, pues, de que la relacionalidad más propiamente humana o se establece en el espacio familiar (que es también un cuerpo)* o, por el contrario, permanece para siempre en el mutismo y la inexpresividad más completa. Por el hecho de que la encarnación, la «in-corporación», constituye la característica más distintiva de la singularidad humana, cabrá tener muy presente que el cuerpo consti- tuye el ámbito más próximo y más importante de la relacionalidad propia del ser humano. Es por esa razón por lo que ésta pertenece constitutivamente a cualquier clase de análisis antropológico; y es que se trata de una evidencia que se impone por su propio peso el hecho de que «sin el cuerpo que le da un rostro, el hombre no existiría»3. A principios del siglo XVII, Paracelso, desde su peculiar visión del mun- do, escribía que todo el hombre es cuerpo. Su cuerpo es una luz, y sus ojos se encuentran en correspondencia con el sol. En el cuerpo, todo respira; nuestros pulmones se convierten en socios del mundo. El hombre también es estómago porque tenemos la capacidad de incorporarnos todas las cosas del mundo4. Por otra parte, no hay duda de que Benedict Ashley tenía toda la razón del mundo cuando afirmaba: «El rompecabezas (puzzle) que es mi cuerpo es una cuestión universal, que condiciona todas las otras cuestiones que me pueda plantear»5. A partir de su conocida posición antropológica, Helmuth Plessner ponía de relieve que «el ser humano habitaba en un cuerpo y, al mismo tiempo, era un cuerpo». Resulta bastante evidente, por tanto, que el cuerpo humano, que, a nivel individual y colectivo, se encuentra en el mismo centro neurálgico del pensamiento, de la acción y de los sentimientos de los hombres, 2. En el cap. 3 («El cuerpo en la tradición cristiana») de esta exposición lleva- mos a cabo una aproximación antropológica de la cuestión de la encarnación. * Los autores juegan con la afinidad lingüística catalana entre clos (cercado, vallado) y cos (cuerpo) (N. del T.). 3. Le Breton, o.c., p. 7. Una vez más hay que subrayar que lo que establece las auténticas dimensiones del hombre o la mujer concretos es la relacionalidad. Lo que somos en cada instante y en cada lugar depende directamente de la cualidad de nues- tras relaciones con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con Dios. 4. Paracelso, cit. O. Betz, Der Leib als sichtbare Seele, Stuttgart, Kreuz, 1991, p. 12. Paracelso consideraba que el cuerpo, el alma y el espíritu constituían una unidad indivisible que era, propiamente, la expresión óptima de la vida. Véanse en Antropolo- gía de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, Madrid, Trotta, 2002, pp. 358-366, las páginas que dedicamos a la exposición de la visión (médica) del mundo de Paracelso. 5. B. Ashley, cit. M. T. Prokes, Towards a Theology of the Body, Edinburgh, Clark, 1996, IX. 19 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E constituye el «polo simbólico» que organiza, articula e interpreta, más allá de las simples evidencias «físicas», la vida cotidiana de los indivi- duos y de las colectividades6. También resulta bastante evidente que, en cada tiempo y espacio concretos, la interpretación que se le ha hecho es la manera más adecuada para conocer cuáles han sido los valores, las referencias últimas, los deseos implícitos y explícitos de una determinada sociedad, porque es una obviedad afirmar que, en y a través del cuerpo, el ser humano articula las metas sociales, religio- sas y políticas que se propone, y que de esta manera configura simbólicamente los anhelos que anidan en las profundidades de su corazón. La primera parte del segundo volumen de esta Antropología de la vida cotidiana tiene como título «Escenarios de la corporeidad». Ahora, muy brevemente, llevaremos a cabo una aproximación al contenido de este título porque no hay ninguna duda de que, con claridad meridiana, expresa los puntos de vista fundamentales sobre el cuerpo humano que se propondrán en la exposición que sigue. Como ya se argumentó en el volumen introductorio de esta pro- puesta antropológica (Simbolismo y salud), el punto de partida de la reflexión es el hecho de que los seres humanos son, irrenunciablemen- te, seres culturales. Eso quiere decir que su existencia siempre se ins- cribe dentro de los límites y las posibilidades de una cultura concreta, lo que implica que uno se halla en un tiempo y un espacio que se en- cuentran ubicados en un momento determinado de la historia. En se- gundo lugar, y pese a ser una evidencia indiscutible que posee un enor- me alcance antropológico, no existe ningún ser humano que pueda escoger el lugar o el momento de su nacimiento. Desde el primer momento, nos encontramos en el mundo, que siempre es «un» mundo ya constituido y normalizado, el cual nos es dado por medio de trans- misiones; y además, correlativamente, tan sólo tenemos la capacidad para cambiarlo dentro de unos límites bastantes estrechos. Por otra parte, hay que tener bien presente que, en toda existencia humana, tanto a nivel individual como colectivo, siempre existe algo que es in- disponible, que se encuentra al margen de nuestras «lógicas», de nues- tros intereses y de nuestra voluntad. Con Odo Marquard, llamamos a esta dimensión contingencia y, al mismo tiempo, bajo esa denomina- ción se muestra este horizonte de radical indisponibilidad que, de una u otra manera, nunca deja de incidir en toda vida humana. Finalmen- 6. Véase lo que se expondrá en el cap. 6 sobre la relación entre el cuerpo huma- no y el simbolismo o, quizás expresándolo de mejor manera, la comprensión del cuer- po como base del «trabajo del símbolo» del ser humano. 20 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D te, y en tercer lugar, es algo muy representativo de esta propuesta an- tropológica el hecho de considerar que los seres humanos son, por encima de todo, seres relacionales. La relacionalidad ha de ser enten- dida no sólo en un sentido ontológico, es decir, como la condición de posibilidad del ser humano en el mundo (Heidegger), sino, por enci- ma de todo, en un sentido ético. Dicho de otra manera: la ética no viene dada por la atención a un deber de carácter transcendente (Kant), sino por la calidad concreta de las relaciones que, en nuestro mundo cotidiano, responsablemente —como respuesta— establecemos con los otros. El énfasis que ponemos en la relacionalidad nos permite subra- yar el hecho de que el ser humano no es estructuralmente ni bueno ni malo, sino ambiguo. O, por decirlo de forma más precisa: inevitable- mente, el hombre y la mujer concretos, en su espacio y en su tiempo, tienen que resolver la ambigüedad que nunca deja de acompañarles en su existencia, esto es, deben resituarse siempre de nuevo en su mundo cotidiano, tienen que tomar una posición concreta, responder y res- ponsabilizarse. Por tanto, y en correlación con esto, la bondad o la maldad de un ser humano concreto será la consecuencia que se deri- vará de sus relaciones con la alteridad, con el «otro». De los tres aspectos fundamentales de la praxis antropológica que han sido mencionados se sigue una concepción de la vida humana como representación. De hecho, esta idea no es muy novedosa. Hay una larga tradición cultural que ha entendido la existencia humana como un «juego teatral», como una teatralización del conjunto de reflexiones, movimientos, pasiones y acciones de que consta cualquier trayecto biográfico de un hombre o una mujer. Inexcusablemente, y al margen de la «importancia» social, religiosa o política atribuida al rol de cada uno, vivimos, nos movemos, amamos, odiamos y morimos sobre el escenario del gran teatro del mundo; y nunca dejamos de ser, mal quenos pese, los actores y las actrices de ese teatro. Entonces, resulta congruente la conclusión según la cual, dondequiera y cuando sea, los hombres somos seres dramáticos, que protagonizamos una existencia dramática justamente porque tan sólo disponemos de cier- ta cantidad de espacio y de tiempo, lo que significa que el enigma de la muerte y de todas las formas de negatividad, antes o después, se nos hará presente. Y allí donde hay muerte, mal, trayecto biográfico, secuencia temporal, deseo de salvación, fugacidad, también hay, ciertamente, drama. Asimismo, también debemos poner explícita- mente de relieve lo que no significa la afirmación precedente. No significa, de ninguna manera, que la vida humana se ha de limitar a ser trágica o sombría o desesperada como si se redujese a un tipo de «destino» a la griega o de «necesidad» inexorable. Más bien al contra- 21 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E rio: el hecho que la vida del ser humano sobre esta tierra sea dramáti- ca quiere decir que su existencia acontece en un tiempo y un espacio concretos con posibilidades éticas, responsoriales (responsables, por tanto); que, en este tiempo y espacio concretos, la vida pueda ser compartida con los otros —«llorar con los que lloran, gozar con los que están contentos», decía san Pablo—; y que la espaciotemporali- dad humana es el marco en el que puede tomar cuerpo la relacionali- dad en forma de solidaridad, que es la suprema forma de presencia del ser humano en su mundo. Porque, como decía el «Pequeño Príncipe» de Antoine de Saint-Exupéry, vivir humanamente es tener y cultivar vínculos. Sin embargo, hay que tener presente que todo vínculo, toda relación humana, siempre comparece en un ámbito escénico y escenográfico. De ahí que pueda afirmarse sin vacilaciones que el mundo humano es un «mundo representacional», es decir, un escenario7. No es la vida humana la que imita el teatro, sino que, propiamente, el teatro es un trasunto de la vida humana. Desde el mismo momento de su nacimiento, el ser humano entra a formar parte de una actividad escénica en la que cada uno tiene un rol asignado, «recita» un papel que, si las transmisiones efectuadas por las «estructuras de acogida» han sido realizadas competentemente, se podrá convertir en una obra abierta para que la «improvisación», es decir, la facultad de pensar, sentir y actuar con libertad, acontezca como una realidad cotidiana. Por otro lado, no hay duda de que, en este escenario que es el mundo, el ser humano —el actor o la actriz por excelencia— hará uso de diversas máscaras que irá usando y modificando en el transcurso de su vida. Unas máscaras, cabe añadir, que irán plasmando en un incesante tanteo —a menudo como un murmullo casi incoherente— su identidad personal en la variedad de las épocas y los lugares. Con su ayuda, para bien o para mal, y tomando como punto de partida las mil historias que conforman la trama de su trayecto biográfico, la mujer o el hombre concretos in- tentarán dar respuesta a la interrogante antropológica fundamental —que siempre es una interrogante formulada y respondida en térmi- nos de representación— «aquí y ahora, ¿quién soy yo?». Obviamente, porque toda vida humana es una «vida en escenas», cada mujer y cada hombre, es decir, cada «personaje humano» sobre el escenario que es 7. Véase las interesantes aportaciones de J. Tischner, Das menschliche Drama. Phänomenologische Studien zur Philosophie des Dramas, München, Wilhelm Fink, 1989, p. 22. En el cap. 5 de esta exposición abordaremos algunos aspectos concretos de la teatralidad que se encuentra implícita en el ejercicio del «oficio del hombre y la mujer». 22 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D la vida cotidiana, tendrá que entrar en relación con otros personajes que, como él mismo, también enmascarados y con un «papel» asigna- do, intentarán configurar, animar y representar eso que llamamos el drama humano: la existencia humana como un manantial de relacio- nes variables corriendo en zigzag. En relación con la comprensión de la vida cotidiana como «esce- narios de la corporeidad», la novedad de este estudio es, en primer lugar, mostrar de qué manera el cuerpo humano —o aquello que llamamos «corporeidad»— permite situarnos e instalarnos como acto- res o actrices en el mundo (en la cultura, en la historia). No hace falta decir que esta instalación en el mundo siempre tendrá un acusado carácter provisional, que se hará evidente a través del cinetismo perceptivo propio de cada uno de los sentidos corpóreos humanos8. Considérese que una reflexión antropológica sobre la vida cotidiana que tiene como protagonistas a los hombres y las mujeres como seres inevitablemente culturales (simbólicos), contingentes y relacionales, debe tener como premisa ineludible el tratamiento de la cuestión del cuerpo, precisamente porque el ser humano no sólo tiene un cuerpo, sino que, propiamente, es cuerpo. Y, además, un cuerpo que no es simplemente un artefacto objetivado y objetivable, sino una forma de presencia que, de mejor o peor forma, afecta radicalmente a todos los momentos y todas las situaciones de su existencia, y que, en el transcurso del trayecto biográfico de cada persona, tendrá que expre- sarse simbólicamente. A partir de aquí el cuerpo humano se revela (se «va metamorfoseando» en) corporeidad. Entonces, se impone la bús- queda de las múltiples maneras desde las que la corporeidad se expresa, se da a conocer, se insinúa, en y a través del mundo. Aquí es donde, de nuevo, interviene el escenario o, mejor, la mise-en-scène del cuerpo humano que es, de hecho, la misma corporeidad, el es- cenario privilegiado del hombre. De una forma que ciertamente no compartimos, a menudo se habla del cuerpo humano como de una porción de espacio que es exactamente equivalente a aquella que ocupan los objetos del mundo en el ámbito geométrico. De esa manera, el «espacio del cuerpo» se asimila a un cuerpo humano que ha sido limitado, constreñido o encarcelado dentro de los límites de la mera exterioridad, esto es, se ha reducido el cuerpo humano a un objeto amorfo o a un cantidad de masa que se encuentra absolutamente predeterminada por las leyes de la física o por la biología (instintividad). Sin embargo, desde el punto 8. Véase la exposición del cap. 5 (5.3) («El cuerpo humano y los sentidos»). 23 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E de vista que nosotros adoptamos, el cuerpo humano es primordial- mente un cuerpo simbólico, es decir, corporeidad. La corporeidad es, fundamentalmente, cinética y, por eso mismo, se significa por el hecho de que no se reduce a ser un espacio geométricamente definido, sino que se trata de un espacio atravesado por el dinamismo vital, por el deseo que «permanece siempre deseo» (Bloch) y por la energía que, incesantemente, se desprende de la espaciotemporalidad humana. Se trata, en definitiva, de un espacio temporalizado en el que, en la sucesión —a menudo monótona— de las horas y los días, se va concretando la forma de darse a conocer, de aparecer y de relacionar- se que es característica del ser humano. Justamente por eso, este volumen ha sido titulado Escenarios de la corporeidad, ya que un escenario es un «espacio-tiempo» sobre el que suceden cosas, se concreta el mundo de la relacionalidad humana y, por encima de todo, el ser humano, cotidianamente, se muestra «capaz de símbolos». De ahí que se pueda afirmar que, entre el nacimiento y la muerte, la corporeidad es el conjunto móvil de los diversos escenarios simbólicos sobre los que se expresa la espaciotemporalidad. Todo ello permite avanzar una idea que reiteradamente aparecerá en este estudio: la corporeidad como un escenario de la contingencia; un escenario que, ciertamente, nunca deja de ser flexible, plural e imprevisible; un escenario donde cada momento presente de los actores y las actrices humanas implica una referencia, implícita o explícita, a «lo ausente» pasado y futuro. Es conveniente advertir que hablamos de escenarios, en plural,porque la vida humana no es una vida sino muchas, como muchas son las expresiones que emplea para empalabrarse ella misma y empala- brar la realidad; también son diversos sus escenas, sus máscaras, sus gestos, sus intereses, sus afecciones. De ello se sigue que la identidad de cada uno de nosotros no es una, sino variada y secuencial, con tra- mas biográficas que no siempre son compatibles entre sí: en la mayo- ría de los seres humanos, la doble y triple vida constituye la «normali- dad cotidiana», porque vivir como una mujer o como un hombre implica siempre una forma u otra de «enmascaramiento» y de «cons- trucción» de múltiples personajes —a menudo propiciados por el au- toengaño del mismo constructor— para servirse de ellos de acuerdo con las urgencias de cada momento. No hay duda de que, con mucha frecuencia, la representación teatral que es nuestra vida tiene como espectador privilegiado a cada uno de nosotros mismos. Tal es así que un rasgo específico de nuestra condición de seres teatrales consiste en el hecho de que somos, al mismo tiempo, actores y espectadores de nosotros mismos y de los demás. Compartimos, por tanto, aquella idea 24 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D de Paul Ricoeur que expresa en Soi-même comme un autre y en Temps et récit: la identidad humana es una identidad narrativa, una identi- dad que se configura y se manifiesta en el tiempo mediante toda una retahíla de formas diversas, contrastadas y, a veces, incluso contradic- torias. Ya lo hemos sugerido con anterioridad: un escenario humano es un espacio y un tiempo en constante transformación, en régimen secuencial, «con un argumento». Es impensable e improbable un escenario estático, substancial, sin acción, mudo a las constantes «remisiones» propias del símbolo. Puede ser que, en el escenario, se mantenga el mismo decorado, pero nunca será del todo el mismo escenario porque la «acción escénica» —ese «entre» que se dilata desde el nacimiento hasta la muerte de los humanos— cambia ince- santemente, nunca deja de transformarse, de ganar y de perder, de vivir y de morir, de soñar más allá de toda «realidad» tangible y verificable. La transformación, la metamorfosis —como Elias Canetti lo mostró de manera insuperable— es algo coextensivo a la vida de los cuerpos humanos9. Eso nos lleva a la conclusión de que, desde el punto de vista de una antropología de la corporeidad, el cuerpo humano, porque siempre es, activa o reactivamente, un realidad vinculada a una forma u otra de «acción escénica», nunca es una realidad inmutable, sino una dimensión simbólica —los «sueños diur- nos» de Ernst Bloch— que, incansablemente, apunta a algo situado más allá de cualquier más allá. En contra de una comprensión biologi- cista o materialista, cabe reconocer que el cuerpo humano no es una mera colección de órganos dispuestos según las leyes de la anatomía o de la fisiología, sino que, por encima de todo, es una estructura simbólica, una configuración siempre in fieri de lo posible10. Los diversos escenarios de la corporeidad no son nada más que los cambios de escena producidos por las inacabables metamorfosis a las que, consciente o inconscientemente, siempre se encuentra sometida toda existencia humana. Ahora bien, cuando hablamos de «metamor- fosis» no nos referimos preferentemente a las mutaciones físicas, sino, sobre todo, a la problematización como una forma de presencia del ser humano en el mundo; ya que, en realidad, el cuestionamiento —el no dar nada por supuesto— es su propia respiración (Edmond Jabès). 9. En Masa y poder Elias Canetti dedica todo un apasionado capítulo a la cues- tión de las transformaciones («metamorfosis»). Véase E. Canetti, Masa y poder. Obras completas 1, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, pp. 431-494. Ya que constantemente nos encontramos en «situación de despedirnos» (Rilke), los humanos somos seres provisionales, en estado de éxodo. 10. Véase D. Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, p. 67. 25 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E Realmente, la problematización constituye el síntoma más tangible de que aún vivimos. A causa de su condición eminentemente simbólica (que es otra manera de expresar la ambigüedad congénita de los hombres como un «estado de remisión a»), la corporeidad siempre implica cierta desorientación acompañada de una falta de puntos de referencia infalibles y definitivamente consolidados. En todo espacio y tiempo, la ineludible dimensión histórica de los humanos los expone a las imprevisibles interpelaciones de los otros, sin que sean posibles unos acuerdos o unos contratos definitivos, estabilizados y asegurados de una vez por siempre. Como escribió Rainer M. Rilke en la segunda elegía de Duino, las casas son, los árboles son, «solamente nosotros transitamos por delante de todo como el aire que cambia». El lector observará que, con cierta frecuencia, se ilustra el texto de esta exposi- ción con algunos fragmentos literarios. Eso no tiene que ser entendi- do como un simple recurso de carácter estético o literario. Al contra- rio, una adecuada descripción e interpretación de los escenarios de la corporeidad nunca podrá prescindir de las palabras literarias, máxime de aquellas de carácter narrativo. En efecto, tan sólo la literatura (de ahí la enorme importancia de los clásicos que forman parte del canon) está en condiciones de comprender el fluir del tiempo y del espacio en su mismo devenir, descubriendo de una manera ejemplar los enigmas que nunca dejan de asaltar la existencia humana en su espaciotempo- ralidad concreta. A todas horas y en todos los sitios, tendría que estar muy presente aquella magnífica frase de Jean-Paul Sartre: «La litera- tura existe para que la protesta humana sobreviva al naufragio de los destinos individuales». En la medida en que la corporeidad es un escenario vivo y en movimiento, implanta un juego de relaciones y de interpretaciones, de referencias y de alusiones, de rememoraciones y de anticipaciones. En efecto, en el teatro de la vida nunca aparece un solo actor en el escenario, puesto que siempre nos presentamos y nos representamos delante de otros, en relación o en oposición a ellos. Incluso, de un modo u otro, los «difuntos» también comparecen, porque, como ya se ha dicho en otros lugares, en el presente, en cada presente, el ser humano, para configurar los «pasos» sucesivos de la trama narrativa y teatral de su existencia, nunca puede prescindir de «lo ausente» y de «los ausentes», sino que, imperiosamente, le son necesarios. Por eso, constituye una evidencia incuestionable que los escenarios de la cor- poreidad muestren la ineludible condición relacional de los seres humanos, en la que, como más tarde se pondrá de relieve con más detalle, poseen una importancia insustituible las transmisiones pro- 26 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D pias de las «estructuras de acogida», muy especialmente las de la codescendencia (familia). Inexcusablemente, la corporeidad humana necesita de la corporeidad de los demás y, porque es eminentemente dialogal, nunca puede representarse ni desplegarse en la soledad y el mutismo. Máscaras, rituales, símbolos, gestos, gritos, lloros, alegrías, tris- tezas, imprecaciones, desfilan a través de los diversos escenarios de la corporeidad. El cuerpo humano es infinitamente variable, modu- lable y, por eso mismo, muy fácilmente pervertible. No existe algo así como una naturaleza del cuerpo humano definida a priori, inmune al cinetismo propio del ser humano, sino que la condición de su existencia es, por un lado, el incansable movimiento instaurado por su espaciotemporalidad («la condición adverbial» y, por otra, la íntima exigencia de su respuesta (responsabilidad) ética. Justamente el condicionamiento histórico de la corporeidad humana, que impone siempre un tipo u otro de respuesta ética, expresa lo que es común a todos los seres humanos: la finitud. Se trata de una condicionalidad histórica que siempre y en todo lugar seconcretiza mediante frag- mentos —de ordinario comparables a unos simples «borradores»— temporales, históricos y culturales. Por eso, una vez más, se tiene que aludir aquí a un aspecto central de este método antropológico: la complementariedad como una característica básica del ser humano, que se manifiesta a través de una «tensión escénica», nunca resulta del todo, entre la persistencia y el cambio. De este modo, es posible visualizar el carácter propio de un ser que es, justamente debido a la teatralidad que siempre anima y conmueve su existencia, una dinámica coincidentia oppositorum de estilos, fragmentos, secuen- cias, disposiciones muy diversos que, vistas las cosas de manera «lógica», resultan a menudo totalmente incompatibles entre sí. Porque pasan, los escenarios de la corporeidad humana pertene- cen realmente al orden de los acontecimientos. El «pasar», sin embar- go, posee siempre las improntas de la finitud humana, que adopta, por el carácter teatral del ser humano, los roles, las máscaras y las modifi- caciones más dispares y, a veces, más paradójicas. Por eso, en este volumen se le ha dedicado una especial atención a las «unidades de cambio» del ser humano a través de su cuerpo, es decir, a la historia, al dolor, a las figuras del cuerpo postmoderno, al sufrimiento, al enveje- cimiento y a la muerte. En el siguiente volumen sobre la familia nos referiremos, entre otras cuestiones, al nacimiento, al erotismo, a la hospitalidad, a la comida, a la educación, que, en realidad, también son «formas de cambio» (metamorfosis) plenamente operativas en la existencia humana. Lo que resulta decisivo en este planteamiento es 27 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E que el trabajo del cuerpo (las «técnicas del cuerpo», por hablar como Marcel Mauss, o el «cuerpo situado», en referencia a Heinrich Rom- bach), como productor de la «acción escénica» sobre los diversos escenarios de la corporeidad, es fundamental para una correcta (salu- dable) instalación de hombres y mujeres en el mundo, en su mundo11. Y es que es un dato indiscutible que mediante la corporeidad nos instalamos en el mundo y «habitamos nuestra cabaña». Una instala- ción que, obviamente, reclama un sentido, pero que, a consecuencia de su carácter precario y provisional, nunca llega a ser el sentido definitivo porque paradójicamente, para el ser humano, el camino es la meta. De ahí que se tenga que aprender a vivir en la provisiona- lidad, lo que, en el sentido más genuino del término, equivale a «aprender a aprender». Se debe aprender a vivir (o mejor, a convivir) con preguntas que nunca tendrán una respuesta definitiva y conclu- yente. Se debe aprender a coexistir con interrogantes cuya respuesta será un nuevo interrogante. Nos es necesario un adiestramiento que nos permita convivir con los interrogantes que se refieren directamen- te a la contingencia: el sentido de la vida, del sufrimiento, del bien, del mal, de la muerte, de la bondad, de la beligerancia. Aquellos interro- gantes —con las respuestas en forma de tanteos a los que dan lugar— cuasi infundamentados que configuran la situación de éxodo que caracteriza la presencia del ser humano en su mundo. Afirmamos: «casi infundamentados»; pues cabe resaltar que, científicamente, se trata de unas preguntas que, porque, parafraseando a Heidegger, son «senderos de bosque», tan sólo los testimonios pueden fundamentarlas y darles una respuesta convincente con la substancia de su propia vida: se trata, en definitiva, de los que son sapiencialmente competentes. Convendría no olvidar que, más pronto o más tarde, todas las cuestiones que tienen algo que ver con la contingencia son, precisa- mente, tales cuestiones debido a nuestra naturaleza de seres corpó- reos. Tomar como punto de partida de la exposición el que los seres humanos no sólo tienen cuerpo, sino que, en realidad, son cuerpo sim- bólico12 —cuerpo, por tanto, que se hace y se deshace en el tiempo y en el espacio, cuerpo que hay que trabajar, representarlo delante de uno mismo y de los demás— implica aceptar una antropología de la 11. Véase L. Duch, Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, cit., pp. 313-380. 12. Este ser-cuerpo de la realidad humana implica también un «significar». El cuerpo significa. Y aquello que el cuerpo significa depende de los diferentes contextos en los que los seres humanos se encuentran. La corporeidad es cada uno de los diferen- tes significados que adopta el cuerpo humano no sólo en cada cultura concreta, sino también en todos los momentos de su propio trayecto biográfico. 28 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D contingencia, implica dirigir una crítica radical a aquellas «antropolo- gías substancialistas» que, porque se hacen la ilusión de tener las res- puestas antes de tener las preguntas, creen que el ser humano posee una esencia inmutable más allá o más acá del espacio y el tiempo. A consecuencia de la opción aquí adoptada, se deriva una praxis antro- pológica centrada en la ambigüedad que, a su vez, subraya con fuerza el hecho de que, por naturaleza, los seres humanos no son ni buenos ni malos, sino ambiguos, es decir, situados históricamente y, al tiem- po, éticamente responsables. Como corolario de la comprensión del ser humano como alguien que constantemente se ve constreñido a re- solver la ambigüedad que habita, cabe resaltar, como ya lo hemos hecho en otros numerosos lugares, que naturalmente el ser humano es un ser cultural. Los hombres y las mujeres son «naturalmente cultu- rales»13. Una antropología de la corporeidad no es una «antropología metafísica». En Occidente la metafísica tradicional ha intentado huir del tiempo y del espacio o, aquello que en la práctica era el equivalen- te exacto, ha procurado desterrar, poner entre paréntesis, el cuerpo de la teoría y de la praxis humanas. Esencia, origen, substancia, alma, son categorías que, ya desde el principio, excluyen la finitud, la vulnerabilidad, el carácter cinético del ser humano. En este sentido, una antropología como la que aquí se ofrece es una antropología «antimetafísica», precisamente, porque entiende que los seres huma- nos son seres corpóreos, inseparables de la fragilidad de sus «histo- rias» y del tiempo; un tiempo (Khronos, Saturno), cabe añadir, que, como en la impactante representación de Goya, nos acaba devoran- do. Como esperamos que quede suficientemente explícito en el texto que sigue, esta posición «antimetafísica» no significa que no se plantee las preguntas últimas (meta-physikè), las «cuestiones fundacionales», los dilemas que por siempre han constituido la originalidad del ser humano. En realidad, una antropología que no incluyera estos inte- rrogantes neurálgicos o, mejor aún, que no comenzara su reflexión a partir de ellos, en realidad no merecería el nombre de «antropología», ya que excluiría de entrada aquellas expresiones, relaciones y accio- nes que nos permiten plantear, con temor y temblor, en el mismo centro de la provisionalidad y teniendo en cuenta incluso la fragilidad constitutiva de todo aquello que es humano, la pregunta antropológi- ca por excelencia: ¿qué es el ser humano? 13. Véanse L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quoti- diana 3, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2000, y J.-C. Mèlich, Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, 2004. 29 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E No se puede pasar por alto el hecho de que, en todas las culturas humanas, la representación del cuerpo humano nunca ha sido un que- hacer descontextualizado, objetivo y aséptico. Es evidente que todas las representaciones que se han hecho de él, desde posiciones religio- sas, culturales y políticas bien determinadas, se han concretado, y aún siguen concretándose, por mediación del uso de mediaciones simbóli- cas y axiológicas que, en cada caso, se encontraban a disposición de una determinada cultura14. Casi no hay que insistir en el hecho de que el cuerpo humano, siempre y en todo lugar,se ha hecho presente en el ámbito del mundo mediante su extraordinaria plasticidad teatral y dialogal; lo que, por otra parte, se acomodaba a las posibilidades y a los límites, a las necesidades y a los deseos, a los retos y a las innova- ciones de todo tipo en los diversos ámbitos geográficos e históricos15. De ello se desprende que el cuerpo humano, por causa de la ineludible condición cultural del hombre, participa activamente en todas sus «his- torias», es cómplice, afectiva y efectivamente, de todas la vicisitudes, traduce sobre su piel el implacable paso del tiempo y también es capaz de mostrar, sobre todo a través del rostro y de la manos, las auténticas dimensiones de su esperanza (o desesperanza), de sus sentimientos más profundos y encontrados y también de sus opciones y decisiones, in- 14. En este contexto, la problemática sobre la «representación del cuerpo huma- no», sin excluir la cuestión de los «cánones estéticos», posee una importancia capital, que aquí sólo nos limitaremos a señalar sin poder exponerla con detenimiento. Sobre el tema antropológico de la representación del cuerpo, cf. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., cap. II y III. Una aproximación a la idea de la representación en general se ofrece en J. Goody, Representaciones y contradicciones. La ambivalencia hacia la imá- genes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Barcelona/Buenos Aires/Méxi- co, Paidós, 1999; C. Enaudeau, La paradoja de la representación, Buenos Aires/Barce- lona/México, Paidós, 1999. En relación con la representación (iconografía) del cuerpo de la infancia y de la familia, véase P. Ariès, L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime [1973], Paris, Seuil, 1997, passim. 15. Sobre todo en relación con los infantes, pero aplicable a todos los seres hu- manos, F. Dolto, L’image inconsciente du corps, Paris, Seuil, 1984, esp. pp. 7-61, donde distingue entre «imagen del cuerpo» y «esquema corporal». El «esquema corpo- ral» especifica al individuo como representante de la especie humana, y, en principio, es idéntico a todo el mundo. La «imagen del cuerpo», en cambio, es propia de cada cual porque se encuentra vinculada al sujeto humana y a su historia. Desde su óptica psicoanalítica, Françoise Dolto considera la «imagen del cuerpo» como el soporte del narcisismo y también como la encarnación simbólica del sujeto como un «ser desean- do». Desde una perspectiva filosófica, sobre el «esquema corporal», véase F. Chirpaz, Le corps, Paris, PUF, 1963, pp. 25-32, donde señala que «el esquema corporal es esta ‘imagen’ vívida, dinámica y no estática, sobre la que convergen y se combinan elemen- tos táctiles, visuales, musculares; es esta sensibilidad difusa por la que nos sentimos vivos; esta sensibilidad que revela todos los movimientos de nuestros músculos y de nuestras articulaciones (la cinestesia y la quinestesia)» (ibid., p. 31). 30 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D cluso de las más alocadas, insólitas y disparatadas16. Por eso, creemos, que puede hablarse con toda la razón del mundo de diferentes histo- rias del cuerpo justamente porque el cuerpo «con-forma» —da forma, configura, transfigura, desfigura— la suprema e imprescindible visibi- lidad histórica, social y cultural de los seres humanos. David Le Bre- ton lo expresa a la perfección cuando escribe: [...] las representaciones del cuerpo y los saberes que se ocupan de ellas son tributarios de un estado social, de una visión del mundo, y en el interior de esta última de una definición de la persona. El cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí. De ahí la miríada de representaciones que buscan darle un sentido y también, de una sociedad a otra, su carácter heteróclito, insólito, contradictorio17. Aludiendo directamente a la tradición fenomenológica, Bernhard Waldenfels ha puesto de relieve que el cuerpo humano constituye, al mismo tiempo, un ámbito en el cual y sobre el cual confluyen todo un conjunto de relaciones, siendo también un lugar de intercambio entre las distintas dimensiones y los diversos roles de lo humano18. El polimorfismo del ser humano se manifiesta de una manera explosiva, sorprendente y maravillosa en la diferenciación sexual en «lo masculi- no» y «lo femenino». Resulta fácil observar que la mujer aparece en el rol de esposa, de madre, de hija, de hermana, etc., y el hombre, en el de esposo, de padre, de hijo, de hermano, etc. El cuerpo humano, como decía Merleau-Ponty, es una «matriz polimorfa» que narra y representa las historias más variadas y que, además, participa en toda clase de aventuras y desventuras. El cuerpo y su destino son las materializaciones de la «autocom- prensión civilizadora» (Elias) del ser humano: se manifiestan en la caída y en el levantamiento, la guerra y la paz, la degradación y la sublimación, el dolor y el gozo. El cuerpo humano se encuentra siempre abierto a todo tipo de empresas culturales, esto es, abierto al inmenso calidoscopio de formas y figuras que ha adoptado la vida humana sobre esta tierra. Así, en cada aquí y ahora particulares, los 16. Sobre este tema, véase el análisis que realizó H. Plessner, La risa y el llanto, Madrid, Revista de Occidente, 1960; y el interesante ensayo de P. L. Berger La rialla que salva. La dimensió còmica de l’experiència humana, Barcelona, La Campana, 1997, esp. el cap. VII. Ambas son unas excelentes aproximaciones a la expresión de los sentimientos más profundos del ser humano mediante el cuerpo (en este caso, del rostro). 17. Le Breton, o. c., pp. 13-14; cf. ibid., pp. 23-24, y todo el cap. 1 de esta obra. 18. Véase B. Waldenfels, Grenzen der Normalisierung. Studien zur Phänomeno- logie des Fremden 2, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1998, pp. 181-185. 31 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E sentidos del ser humano se abren dinámicamente al encuentro con una realidad —un entorno— cultivada, humanizada (deshumaniza- da), históricamente contextualizada. Con el nacimiento, el hombre y la mujer inician la historia de sus sentidos corporales, que son los medios esenciales para que se manifiesten como aptos para habitar su mundo, para plasmar su espacio y su tiempo. De todo ello se deriva que cualquier cuerpo humano contiene la virtualidad de muchos otros cuerpos, es plural, lo que implica que es capaz de manifestar, con un carácter más o menos constante, un número importante de identidades posibles el doctor Jekyll y Mr. Hyde son, somos, casi sin interrupción, la misma persona. Cuando el otro tiende a deshacerse del campo de la propia responsabilidad ética, debido a los efectos del individualismo, como lo pone de relieve David Le Breton, es entonces cuando el propio cuerpo se convierte en el único partner, siempre disponible y maleable, apto para escenificar numerosos roles en un torrente incontenible de historias, de representaciones y de máscaras, de ilusiones y de traumas19. Resulta bastante evidente que, como una construcción simbólica, social y cultural que es, la comprensión y la representación del cuerpo de un momento histórico concreto han intervenido decisivamente en la configuración no sólo de su modelo familiar, sino también en la formulación y la defensa (a menudo, incluso en su imposición agresi- va) de los valores que han estado vigentes. Por otra parte, es un dato incontestable que el cuerpo humano es polisémico20 y, por eso mismo, solamente puede ser abordado interdisciplinariamente21. A través de innumerables variaciones literarias, plásticas, populares, religiosas y políticas, la historia de todas las culturas humanas reseña abiertamen- te que el discurso sobre el cuerpo humano nunca se ha reducido a la formulación de una serie de afirmaciones abstractas y genéricas, pues, como escribe Michel Bernard, hablar sobre el cuerpo obliga a aclarar, más o menos, uno u otro de sus dos rostros. Por un lado, el rostro de su poder demiúrgico, a la vez prometeico y dinámico, y su ávido deseo de placer, y, por otro, el ros- tro trágico y penoso de su temporalidad, de su fragilidad,de su debilitamiento y deterioro. Toda reflexión sobre el cuerpo es, por tanto, se quiera o no, ética y metafísica. Proclama un valor, indica una 19. D. Le Breton, Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corpo- relles, Paris, Métailié, 2002, pp. 215-216. 20. Véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 22-28. 21. Véase Prokes, o. c., XI. 32 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D conducta a seguir y determina la realidad de nuestra condición hu- mana22. A partir de aquí resulta comprensible que la representación del cuerpo humano nunca haya sido, tal y como afirmábamos al comien- zo, un asunto «objetivo», sino que siempre ha poseído una forma u otras de «politización», lo que no hace sino confirmar que no son po- sibles ni una concepción ni una representación «naturales» del cuerpo humano; sencillamente porque el cuerpo siempre nace, piensa, actúa, vive y muere en una determinada sociedad histórica, con los «intereses creados» y el «imaginario colectivo» que le son propios23. No hace fal- ta insistir demasiado en que el hombre, fundamentalmente, ha sido, es —y será— un ser político porque nunca podrá dejar de ser una reali- dad corporal. Por eso, la «geografía del cuerpo» de una época concre- ta —la cual, por otra parte, nunca deja de incidir profundamente en la cualidad y la fisonomía de las relaciones que instauran los individuos que viven en ella— nos ofrece la pauta no sólo para la comprensión de la familia y de los otros sistemas sociales que, positiva o negativamen- te, tienen vigencia, sino que nos da las claves para el conocimiento de sus praxis (familiar, social, política y religiosa). Creemos que, en rela- ción con la comprensión del cuerpo propia de la modernidad occi- dental, tiene razón David Le Breton cuando afirma que nuestra concepción actual del cuerpo se encuentra estrechamente vinculada al despliegue del individualismo, a la emergencia de un pensamiento racional, positivo y laico, sobre la naturaleza, con el progresivo retroceso de las tradiciones populares locales. Además, esta concepción también está ligada de alguna manera a la historia de la medicina que encarna en nuestras sociedades un saber, de alguna manera, oficial sobre el cuerpo24. En la exposición que sigue, que por motivos obvios tendrá que ser muy concisa, cabrá presentar la descripción y la comprensión del cuerpo humano que ha tenido vigencia en algunos momentos estela- res y especialmente significativos de nuestra cultura. Es un dato indiscutible que, por acción y por reacción, esta comprensión (con la correspondiente evaluación ética que de ella se sigue) ha ejercido una 22. Bernard, o.c., p. 8. «Toda aproximación al cuerpo implica una elección filo- sófica e, incluso, teológica, y recíprocamente» (ibid.). 23. Véase Turner, o.c., XI-XII. 24. Le Breton, o.c., p. 8. 33 I N T R O D U C C I Ó N A L A P R I M E R A P A R T E notable y profunda influencia en la configuración de los modelos familiares, políticos y religiosos que han imperado en las diversas etapas de la cultura occidental. No puede causar ninguna extrañeza, pues, que, como consecuencia directa, subrayemos el papel central que ha tenido su comprensión en la configuración del espacio y del tiempo —privados y públicos, a nivel psicológico y sociológico— de las sociedades humanas del pasado y del presente. En efecto, como es suficientemente sabido, casi sin excepciones, los «sistemas sociales» (religiosos, familiares, escolares, políticos, etc.) han sido comprendi- dos como cuerpos. Eso significa que las configuraciones reales de las «estructuras de acogida» (y de las transmisiones que, peor o mejor, llevaban a cabo) eran consideradas como acciones realizadas por un organismo corporal. Los padres fundadores de la antropología (en el segundo tercio del siglo XIX) también se propusieron estudiar las sociedades como si fueran «organismos corporales», los cuales, debi- do sobre todo al prestigio que entonces tenía la biología como una «ciencia reina», desarrollaban unas funciones muy parecidas a las de los organismos vivos. De ahí que podamos concluir que, sea cual sea la valoración concreta que las distintas culturas humanas hayan hecho del cuerpo, no existe ninguna duda de que esta valoración ha sido históricamente decisiva para todo lo que, en la idiosincrasia de la vida diaria, han pensado, hecho y sentido los hombres y las mujeres que han vivido dicha valoración. Por esta razón, resulta interesante expo- ner brevemente las principales líneas de pensamiento que sobre el cuerpo se han hecho presentes en algunos momentos culturales parti- cularmente importantes e influyentes respecto a nuestra cultura. 35 E L C U E R P O E N G R E C I A 1 EL CUERPO EN GRECIA 1.1. INTRODUCCIÓN El mundo griego, como también ocurre en el mundo de la Biblia y, en el fondo, en todos los demás universos culturales, no constituye una unidad monolítica, sino que la diferenciación, los matices e, incluso, las contradicciones aparecen de un modo indiscutible, ofreciendo perspectivas y soluciones a los problemas humanos que, en algunos casos, son totalmente incompatibles entre sí1. En contra de aquello que muy a menudo aparece en los libros de texto y en las obras de divulgación, hay que tener en cuenta que en Grecia —y, en general, en todas las culturas de la Antigüedad— existe una enorme variedad de enfoques intelectuales, axiológicos, religiosos y mitológicos, de visiones del mundo y de actitudes prácticas (políticas). La consecuen- cia de ello será la delimitación en nuestra exposición del cuerpo en Grecia a algunos aspectos concretos de la problemática que parecen especialmente interesantes para la praxis antropológica. Para marcar el ritmo de exposición de este capítulo querríamos comenzar estas breves referencias al cuerpo humano en el mundo 1. Merece la pena reseñar el estudio, ya algo antiguo, de J. Barr, Sémantique du langage biblique [1961], Paris, Cerf, 1988, y que, aún hoy, puede leerse con provecho, pues pone en guardia contra una comprensión monolítica del pensamiento griego y del pensamiento semita. Además, hoy en día, algunos investigadores como, por ejem- plo, M. L. West, J. Duchemin o B. Deforge ponen de relieve que «Grecia forma parte de Asia», y que la literatura griega es una literatura del Oriente Próximo (véase B. Deforge, Le commencement est un dieu. Un itinéraire mythologique, Paris, Les Belles Lettres, 1990). 36 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D griego con unas palabras de Maria Daraki, sacadas de su ejemplar estudio sobre los primeros estoicos: La cultura del cuerpo propia de la civilización helénica nunca ha presentado ningún obstáculo al desarrollo de la gran corriente dualis- ta que ha hecho posible las ambiciones más grandes de Grecia, sobre todo por parte de quienes han querido dar un sentido a su vida; sentido que no es la divinización. La razón griega no rechaza la idea de que un hombre, en vida, pueda convertirse en un dios; ahora bien, la empresa pasa invariablemente por la capacidad de «morir» en tanto que hombre ordinario, la cual, según una tradición del esfuerzo, sitúa al ideal agónico griego en el nivel más elevado2. Dualismo, fuerte ideal agónico, elitismo aristocrático, ascetismo, divinización, misticismo, elección libre de la muerte (del cuerpo): he aquí algunos de los temas primordiales y recurrentes que, de una forma u otra, aparecerán en las múltiples variaciones que experimen- tará la compleja historia del pensamiento griego. Términos recurren- tes que, a través de innombrables peripecias y circunloquios, recibirán las interpretaciones y las aplicaciones más contrastadas e incluso, a menudo, contradictorias. Valga como caso ejemplar de lo que acaba- mos de mencionar el mismo término «cuerpo», que aparecerá en los contextos más diversos y aludirá a las situaciones más contrastadas que uno se pueda imaginar. Marcel Detienne ha puesto de relieve que en los períodos arcai- cos el griego no conocía una distinción entre cuerpo y alma, y tampo-co establecía una discontinuidad radical entre lo natural y lo sobrena- tural3. Así, la realidad corporal del hombre incluía los aspectos 2. M. Daraki, Une religiosité sans Dieu. Essai sur les stoïciens d’Athènes et Saint Augustin, Paris, La Découverte, 1989, p. 110. Es una particularidad incuestionable que, en Grecia, la temática alrededor del cuerpo que, de una manera u otra, siempre incluye la del alma, no puede separarse del tema de la «salud-enfermedad» (véase Duch, Simbo- lismo y salud, cit., pp. 332-346, donde lo hemos indicado expresamente). 3. Sobre estas consideraciones, véase M. Detienne, Mortals and Inmortals. Co- llected Essays, Princeton (N. J.), Princeton Univeristy Press, 1991, pp. 27-49. El atrac- tivo y erudito estudio de J. Pigeaud La maladie de l’âme. Étude sur la relation de l’âme et du corps dans la tradiction médico-philosophique antique, Paris, Les Belles Lettres, 21989, ofrece, en relación con el mundo griego, una mina inagotable de datos y de puntos de vista sobre el cuerpo. La obra de M. Landmann De Homine. Der Mensch im Spiegel seines Gedankens, Freiburg/München, Karl Alber, 1972, 1.ª parte (pp. 3-130), dedicada a los griegos, brinda una aportación sumamente interesante sobre el pensa- miento antropológico de Grecia y, de una manera muy especial, sobre la diversidad de los modos de entender el cuerpo humano que allí se desarrollaron. Véase también el estudio de C. Tresmontant El problema del alma, Barcelona, Herder, 1974. Desde una 37 E L C U E R P O E N G R E C I A orgánicos, las fuerzas vitales, las actividades físicas, las inspiraciones y los influjos divinos. En aquel contexto arcaico la misma palabra grie- ga era usada para designar todos estos ámbitos tan diferenciados de la actividad de los hombres. Por otra parte, no existía un nombre especí- fico que sirviese para denominar el cuerpo como una unidad orgánica y completa que soportaba el individuo en la multiplicidad de sus funciones físicas y mentales. El término sôma, traducido como «cuer- po», originariamente indicaba el «cadáver», es decir, aquello que resulta de un individuo después de que «su vida encarnada y su vitali- dad física quedan detrás de él, reduciéndolo a una mera figura inerte: una efigie»4. Antes de desaparecer en la invisibilidad —por combus- tión o por enterramiento— este «cuerpo» es el objeto de exhibición para las lamentaciones de los demás5. No podemos entrar aquí en el estudio de la rica terminología griega que sirve para codificar las relaciones corporales del individuo consigo mismo, con los demás y con los dioses. Solamente querríamos insistir en la conclusión que extrae Detienne de estos análisis. En Grecia el cuerpo humano se encuentra marcado con unas imborrables señales de limitación, defi- ciencia y fragilidad6. Todo ello junto hace que, en realidad, pueda ser considerado como un «sub-cuerpo» (sub-body). Este «sub-cuerpo» sólo puede ser comprendido a través de la referencia a aquello que idealmente presupone: la plenitud corporal, una especie de «super- cuerpo», esto es, el cuerpo de los dioses. La comparación de la corpo- reidad del cuerpo humano con la de los dioses evidencia palpable- mente que todas las cualidades corporales que se atribuyen a los humanos (mortales) muestran el cuerpo de éstos como una forma disminuida, derivada, precaria. El cuerpo de los dioses (los inmorta- les), en cambio, ofrece unas características de plenitud, potencia, longevidad y belleza que superan infinitamente a las posibilidades de conocimiento y de acción de los humanos7. Existe otro aspecto de la problemática griega alrededor del cuer- po humano que cabe destacar. El hombre y su cuerpo se encuentran plenamente incorporados en el curso de la naturaleza, physis, lo que implica que todo aquello que ha nacido aquí abajo, en la tierra, si- perspectiva antropoteológica, se sacará gran provecho de F. P. Fiorenza y J. B. Metz, «El hombre como unidad de cuerpo y alma», en J. Feiner y M. Löhrer (eds.), Myste- rium Salutis II, 2, Madrid, Cristiandad, 1970, pp. 661-715. 4. Detienne, o.c., p. 30. 5. Ibid., pp. 30-31, lleva a cabo un interesante análisis de los términos griegos que servían para designar la realidad corporal del ser humano. 6. Ibid., p. 37. 7. Véase ibid., p. 31. 38 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D guiendo el ritmo de los días, las estaciones y los años, ha de desapare- cer8, es decir, inexorablemente, ha de volver a la naturaleza a la que pertenece9. Ello comporta que, durante toda su vida mortal, el hom- bre y su cuerpo, como si se tratase de un estigma, se ven obligados a soportar las consecuencias de su congénita finitud y evanescencia. Esta naturaleza evanescente del ser humano explica por qué los griegos otorgaron a los seres humanos las designación de «efímeros», en con- traposición a los seres divinos, que eran nombrados con la expresión «los que existen eternamente»10. En relación con el mundo griego, tal y como lo señala Jean-Pierre Vernant11, hay que ser consciente de la peculiar manera por la que los griegos tradujeron, mediante unas determinadas formas visibles (en este caso, el cuerpo humano), las realidades invisibles, imperceptibles a los sentidos. No hay duda de que la naturaleza de las potencias sa- gradas se encuentra vinculada con su modo de representación. El pen- samiento construye su objeto a través de las formas simbólicas que dispone. No hay duda de que, en el universo griego, el cuerpo huma- no sirve de soporte al cuerpo divino; prácticamente, aquél es la única representación posible de éste. El conocido helenista francés recalca que no se trata simplemente del hecho de que los griegos hubiesen concebido y representado los dioses a imagen de los hombres, sino que adquirieron la firme convicción de que el cuerpo humano, sobre todo cuando se encontraba en la flor de la juventud, era una imagen auténtica o un reflejo real de la misma divinidad. Como un atributo plenamente divino, la gracia (kharis) del cuerpo humano, principal- mente a través de la sonrisa y del vigor juveniles, en directa oposición a la horrible mueca de la Gorgona, constituía un espejo que transpa- rentaba el mundo de los dioses en todo aquello que, dicho mundo, tenía de luminosidad, fuerza, belleza y juventud eterna12. Por regla general, en el universo griego la imagen del cuerpo humano no sólo es una traducción en términos visibles de la invisibili- dad de los dioses, sino que también sirve para poner de relieve, en gran medida cuando reproduce la fragilidad propia del cuerpo de los 8. Véase ibid., pp. 31-32. Sobre el término physis, véase Ll. Duch, Llums i om- bres en la ciutat, cit., pp. 44-50. 9. Véase Detienne, o.c., p. 41. 10. Véase ibid., pp. 32-33. 11. Véase J.-P. Vernant, Mythe et pensée chez les grecs. Études de psychologie historique, Paris, La Découverte, 1990, pp. 325-350. No podemos entrar aquí en la cuestión del «doble», que tanta importancia ha tenido en la cultura occidental desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. 12. Véase ibid., pp. 348-349. 39 E L C U E R P O E N G R E C I A mortales, aquello que constituye el núcleo principal de la humanidad del hombre: la caducidad. Muy especialmente, relacionado con quie- nes morían en plena juventud, la belleza de la imagen de los difuntos era un intento por mantener su recuerdo, para prolongar, a pesar del trabajo disolvente del tiempo, la belleza y la plenitud corporales que, en vida, los distinguió13. 1.2. LAS DOS REPRESENTACIONES PRIMITIVAS DEL CUERPO En la Antigüedad —y, por tanto, también con numerosas variaciones en Grecia— pueden encontrarse dos representaciones básicas del cuerpo humano: 1) las representaciones basadas en el dualismo «cuerpo- alma»; 2) las representaciones que establecen una exacta homología entre el «microcosmos» y el «macrocosmos»14. Es un hecho muy documentado que la tradición semita no conoce el dualismo de tipo griego, sino que, decididamente, afirma la completa unidad orgánica del ser humano (el hombre es su cuerpo)15. De todos modos, no debe olvidarseque, en la narración de la creación (cf. Gn 2, 7), el cuerpo aparece claramente diferenciado del principio vital, que deriva direc- tamente del mismo Yahvé. Así pues, de una manera u otra, esta diferencia entre el cuerpo y el principio vital implica un tipo de devaluación del cuerpo en relación al principio vital. Por eso no es extraño que algunas interpretaciones posteriores hayan equiparado el cuerpo con lo «profano» y el principio vital con lo «sagrado». Históri- camente, además, la lógica de esta analogía exigió la configuración de una mitología, una cosmología y una metafísica que explicaran cómo y por qué el principio divino, trascendente e inmaterial, podía residir en un cuerpo material; y, a la inversa de lo que ocurrió en Grecia, cómo y por qué era, a su vez, un principio positivo, creador y abierto a nuevas posibilidades históricas. La correspondencia entre el cuerpo como un «microcosmos» y la totalidad como un «macrocosmos» es otra simbólica muy frecuente en los universos religioso-políticos de la Antigüedad. Si así es, la encarna- ción corporal del ser humano constituye meramente una fase de su 13. Véase ibid., pp. 350-351, donde reproduce, como confirmación de su tesis, el texto de distintas estelas griegas. 14. Véase B. Lincoln, «Human Body. Myths and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 409, 505. 15. Cf. lo que diremos en un capítulo posterior sobre el cuerpo en la tradición semita y el dualismo que lo caracteriza, netamente diferenciado del pensamiento griego. 40 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D existencia eterna, en la que la misma substancia material se mueve del cuerpo al cosmos, y vuelve de nuevo de éste al cuerpo, y así ad infinitum, siendo la muerte y el (re)nacimiento tan sólo unos simples momentos de la transición eterna. En este contexto el conocimiento del cuerpo equivale al conocimiento del universo, y el de éste propor- ciona una información precisa y segura sobre el cuerpo humano, ya que ambos se encuentran íntimamente coimplicados: uno es la pará- bola del otro, y a la inversa. A causa de la muerte del individuo, la materia corporal se transforma en su contrapartida macrocósmica, repitiéndose incansablemente de forma circular, podríamos decir, los grandes acontecimientos cósmicos de la muerte y la resurrección. El siguiente himno del período medio persa constituye una excelente ejemplificación de la correspondencia «microcosmos-macrocosmos». Hay cincos colectores o recipientes de la substancia corporal de quie- nes han muerto. Uno de ellos es la tierra, que es la guardiana de la carne, los huesos y los nervios. El segundo es el agua, que es la guardiana de la sangre. El tercero son las plantas, que preservan la cabellera corporal de la cabeza. El cuarto es la luz, el recipiente del fuego. El último es el viento, que es el aliento vital de la criaturas en el tiempo de la Renovación16. Con figuras muy variadas y diferenciadas, la persistencia de estos modelos corporales se mantendrá de forma muy efectiva en las distin- tas etapas históricas de la cultura occidental. Incluso en nuestros días, la sensibilidad que vagamente se denomina con la expresión new age también se hace eco de estas antiguas representaciones del cuerpo humano y, en el fondo, del conjunto de la realidad. 1.3. PLATÓN Con notables variaciones y modalidades, tanto la tradición platónica como la pitagórica consideran el cuerpo humano como el sepulcro del alma. Michael Landmann17 ha reiterado que para Protágoras o para Diógenes de Apolonia el hombre era una unidad corporal animada: los dos elementos (cuerpo y alma) se encontraban íntimamente unidos y coimplicados. Para Platón, en cambio, el hombre, el hombre verda- dero, se reduce exclusivamente al alma. Continuando con, de alguna manera, las formas de pensamiento y de representación más arcaicas, 16. Cit. Lincoln, o.c., p. 501. 17. Véase Landmann, o.c., p. 71. 41 E L C U E R P O E N G R E C I A a partir de la tradición platónica, la relación del cuerpo con el alma se convirtió en uno de los mayores problemas de la historia del pensa- miento occidental. El cuerpo, o bien es considerado como algo indife- rente (Empédocles, frag. 148, dirá de él que es «materia terrenal que envuelve al hombre»), o bien es algo que hay que combatir porque es el gran obstáculo del alma para la salvación. En cualquier caso, sin embargo, el ser humano se convierte en un homo duplex, en una dualidad, con aspectos interiores y exteriores, superiores e inferiores. Quizás la bifurcación que expresa Platón entre la «idea» y la «reali- dad» es solamente una proyección de la irreductible oposición antro- pológica que él ve entre el cuerpo y el alma. De la misma forma que el alma es aquello que nos hace hombres, la idea hace de cada cosa aquello que verdaderamente es. Lo demás —subraya Landmann— solamente consiste en el medio pasajero de su aparición. Umberto Galimberti mantiene la opinión de que la noción de «alma» fue introducida por Platón con la finalidad de fundar un lenguaje universal que ya no dependiese de la oscilaciones de sentido propias del lenguaje corporal, pues éste se mostraba incapaz de garan- tizar unas significaciones universales y estables18. Justamente por eso, el cuerpo no podía ser el órgano de la verdad, ya que aquello que es mutable ha de ser necesariamente imperfecto, caduco e, incluso, po- seedor, muy a menudo, de ciertas tendencias hacia la perversión19. Platón emancipa el alma con el fin de instaurarla como «órgano de la verdad». Al mismo tiempo, la pareja «alma-cuerpo» deja de ser un dispositivo antropológico para convertirse en un dispositivo epistemo- lógico. De esta manera puede distinguirse y aislarse la «verdad» (ale- theia), de la cual se ocupan aquellos filósofos que poseen la «medicina del alma» mediante la sabiduría (phronesis), separándola y contrapo- niéndola a la caducidad y la movilidad, esto es, a la «no-verdad», a la 18. U. Galimberti, Psiche e techne. L’uomo nell’età della tecnica, Milano, Feltri- nelli, 21999, p. 125. No hay duda de que es muy importante acercarse a la «historia del alma» en la tradición griega y en los diversos desarrollos de la cultura occidental, ya que este concepto ha poseído una decisiva influencia en todos los aspectos de la cultu- ra occidental. Véase íd., Gli equivoci dell’anima [1987], Milano, Feltrinelli, 2001, 1.ª parte («Storia dell’anima»), pp. 19-89, donde traza una narración sumamente intere- sante de las peripecias históricas de este concepto. 19. Véase L. Duch, Armes espirituals i materials: Religió. Antropologia de la vida quotidiana 4, 2, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, pp. 248- 252, donde hemos expuesto las enormes dificultades que tenían los griegos con todo aquello que se encontraba sometido al cambio. Esta idea se aplica perfectamente a su concepción del cuerpo (mortal, mutable, compuesto) en relación con el alma (inmor- tal, inmóvil, simple). 42 E S C E N A R I O S D E L A C O R P O R E I D A D «enfermedad crónica», expresada por el cuerpo20. Como fundamen- tación de esta opinión puede citarse el siguiente pasaje del diálogo Fedón: Los verdaderos filósofos tienen necesariamente que pensar. Éste es un sendero que puede engañarme en la indagación de la ciencia; mientras tengamos el cuerpo, mientras el alma nuestra esté asociada con este mal, no podremos alcanzar suficientemente el objeto de nuestros anhelos, es a saber, la verdad […] Y mientras estamos con vida estaremos más cerca del saber cuanto menos permitamos el comercio corporal, cuanto menos comuniquemos con el cuerpo, ex- cepto en casos de entera necesidad, y cuanto menos nos dejemos inficionar de su naturaleza hasta que de él nos libre el mismo dios. Así apartados de las pasiones del cuerpo y puros, es probable que estare- mos en compañía de hombres puros como nosotros y que conocere- mos por nosotros mismos la pura esencia de las cosas, que probable- mente no es otra que la verdad; porque no es
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