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Odd Arne Westad La Guerra Fría Una historia mundial Traducción de Alejandro Pradera e Irene Cifuentes También disponible en eBook Edición al cuidado de María Cifuentes Título de la edición original: The Cold War: A World History Traducción del inglés: Irene Cifuentes de Castro y Alejandro Pradera Sánchez Publicado por: Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª 08037-Barcelona info@galaxiagutenberg.com www.galaxiagutenberg.com Primera edición: noviembre de 2018 © Odd Arne Westad, 2017 Reservados todos los derechos © de la traducción: Irene Cifuentes de Castro y Alejandro Pradera Sánchez, 2018 © Galaxia Gutenberg, S.L., 2018 Preimpresión: Maria Garcia Impresión y encuadernación: Sagrafic Depósito legal: B. 21216-2018 ISBN: 978-84-17355-55-5 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte de las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45) A la memoria de Oddbjørg Westad (1924-2013) y Arne Westad (1920-2015) Índice Un mundo por hacer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 1. Puntos de partida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 2. Las pruebas de la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 3. Las asimetrías de Europa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 4. Reconstrucciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 5. La nueva Asia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 6. Tragedia coreana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 7. Esferas orientales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 8. La creación de Occidente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227 9. El azote de China . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251 10. Imperios rotos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279 11. Las contingencias de Kennedy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307 12. Encuentro con Vietnam. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333 13. La Guerra Fría y América Latina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 359 14. La era de Brézhnev . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385 15. Nixon en Beijing . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 415 16. La Guerra Fría e India . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 443 17. Vorágines en Oriente Medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 469 18. El fracaso de la distensión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 495 19. Malos presagios en Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 521 20. Gorbachov . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 547 21. Transformaciones globales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 573 22. Realidades europeas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 599 El mundo que nos dejó la Guerra Fría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 635 Criterios y agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 649 Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 655 Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 699 Un mundo por hacer A mediados de la década de 1960, en Noruega, cuando yo era niño, el mundo en el que crecí estaba delimitado por la Guerra Fría. La Guerra Fría dividía familias, ciudades, regiones y países. Propagaba el miedo y no poca confusión: ¿podía uno estar seguro de que la catástrofe nu- clear no fuera a ocurrir mañana? ¿Qué podría desencadenarla? Los comunistas –que eran un grupo minúsculo en mi ciudad natal– pade- cían la desconfianza de los demás por tener un punto de vista diferente y acaso –como se repetía bastante a menudo– una lealtad distinta, no a nuestro propio país, sino a la Unión Soviética. En un lugar que había sido ocupado por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mun- dial, la segunda cuestión era un asunto grave: implicaba traición, en una región que era muy recelosa de los traidores. Mi país limitaba con la Unión Soviética por el norte, y ante el mínimo aumento de la tempe- ratura de los asuntos internacionales, también escalaba la tensión a lo largo del río, helado casi en su totalidad, donde se había delimitado la frontera. Incluso en la apacible Noruega el mundo estaba dividido, y a veces cuesta recordar lo intensos que eran sus conflictos. La Guerra Fría fue una confrontación entre el capitalismo y el so- cialismo que alcanzó su punto álgido entre 1945 y 1989, aunque sus orígenes se remontan a una época muy anterior, y sus consecuencias aún pueden sentirse hoy en día. En su apogeo, la Guerra Fría llegó a constituir un sistema internacional, en el sentido de que las principales potencias del mundo basaban su política exterior en algún tipo de re- lación con ella. Los pensamientos y las ideas antagónicos que conte- nía dominaban la mayor parte de los discursos de ámbito nacional. No obstante, incluso en los momentos de máxima confrontación, la Gue- rra Fría no era el único juego de moda –aunque sí era el predominante; durante los últimos años del siglo xx asistimos a muchos aconteci- mientos históricos que no habían sido ni creados ni determinados por ella. La Guerra Fría no lo decidía todo, pero influía en la mayoría de 12 La Guerra Fría las cosas, y a menudo a peor: la confrontación contribuía a consolidar un mundo dominado por las superpotencias, un mundo donde el po- derío y la violencia –o la amenaza de violencia– eran las varas de medir de las relaciones internacionales, y donde las creencias tendían a lo absoluto: el único sistema bueno era el de uno. El otro sistema era in- trínsecamente maligno. Gran parte del legado de la Guerra Fría se centra en ese tipo de ab- solutos. En su peor vertiente pueden reconocerse en las guerras de Es- tados Unidos en Irak y Afganistán: las certezas morales, la evitación del diálogo, la fe en las soluciones puramente militares. Pero también pueden apreciarse en la creencia doctrinaria de los mensajes sobre el libre mercado, o en el enfoque que pretende solucionar desde arriba los males sociales o los problemas generacionales. Algunos regímenes to- davía reivindican modalidades autoritarias de legitimidad que se re- montan a la Guerra Fría: China, por supuesto, es el mejor ejemplo, y Corea del Norte el más pavoroso, pero también hay docenas de países, desde Vietnam y Cuba hasta Marruecos y Malasia, que incorporan en sus sistemas de Gobierno elementos significativos de la Guerra Fría. Muchas regiones del mundo siguen viviendo con amenazas medioam- bientales, con divisiones sociales o con conflictos étnicos fomentados por el último gran sistema internacional. Algunos críticos afirman que el concepto de crecimiento económico indefinido, que a largo plazo podría poner en riesgo el bienestar de la Humanidad, o incluso su su- pervivencia, fue –en su forma moderna– una creación de las rivalida- des de la Guerra Fría. Para ser justos (por una vez) con un sistema internacional, la Gue- rra Fría, o al menos la manera en que se terminó el conflicto, también tuvo otros aspectos menos perjudiciales. Muy pocos europeos occiden- tales o asiáticos del sudeste habrían preferido vivir en el tipo de Esta- dos comunistas quese crearon en las regiones orientales de sus respec- tivos vecindarios continentales. Y, aunque habitualmente se condena rotundamente el legado de las intervenciones estadounidenses en Asia, una mayoría de europeos estaba y está convencida de que la presencia militar de Estados Unidos dentro de sus fronteras contribuyó al man- tenimiento de la paz y al desarrollo de las democracias. Y por supues- to, el hecho mismo de que la confrontación de la Guerra Fría entre las superpotencias concluyera pacíficamente fue de suma importancia. Con un arsenal de armas nucleares suficiente para destruir el mundo varias veces, todos dependíamos de la moderación y la sabiduría para Un mundo por hacer 13 evitar un apocalipsis atómico. Puede que la Guerra Fría no fuera la larga paz que algunos historiadores han querido ver en ella.1 Pero en los niveles superiores del sistema internacional –entre Estados Unidos y la Unión Soviética– se evitó la guerra durante el tiempo suficiente para que se produjeran cambios. Para nuestra supervivencia todos de- pendíamos de ese largo aplazamiento. Así pues, ¿cuán especial fue la Guerra Fría como sistema internacio- nal en comparación con otros sistemas de ese tipo a lo largo de la his- toria? Aunque la mayoría de los órdenes mundiales suelen ser multipo- lares –están formados por muchas potencias rivales– hay algunas comparaciones posibles. Por ejemplo, la política europea entre media- dos del siglo xvi y principios del xvii estuvo profundamente condicio- nada por una rivalidad bipolar entre España e Inglaterra, que tenía algunas características en común con la Guerra Fría. Sus orígenes eran profundamente ideológicos, ya que los monarcas de España estaban convencidos de que representaban al catolicismo, y los de Inglaterra, al protestantismo. Cada uno de ellos formaba alianzas con sus hermanos ideológicos, y las guerras tenían lugar lejos de los centros de los impe- rios. La diplomacia y las negociaciones eran limitadas –cada potencia consideraba a la otra como su enemigo natural y reconocido. Las élites de cada uno de los países creían fervientemente en su causa, y estaban convencidas de que el curso de los siglos venideros dependía de quién ganara la contienda. El descubrimiento de América y el avance de las ciencias en el siglo de Kepler, Tycho Brahe y Giordano Bruno elevaron mucho la apuesta; existía la convicción de que quien saliera vencedor no solo iba a dominar el futuro, sino a tomar posesión de él para sus propios fines. Sin embargo, al margen de la Europa del siglo xvi, la China del si- glo xi (el conflicto entre los Estados de las dinastías Song y Liao) y, por supuesto, la muy estudiada rivalidad entre Atenas y Esparta en la An- tigüedad griega, los ejemplos de sistemas bipolares son bastante esca- sos. A lo largo del tiempo, la mayoría de las regiones han tendido a lo multipolar o, aunque con bastante menor frecuencia, a lo unipolar. Por ejemplo, en Europa, predominó la multipolaridad en la mayoría de las épocas tras el hundimiento del Imperio carolingio a finales del siglo ix. En Asia oriental, el Imperio chino fue predominante desde la dinastía Yuan, en el siglo xiii, hasta la dinastía Qing, en el xix. Tal vez la relati- 14 La Guerra Fría va ausencia de sistemas bipolares no sea difícil de explicar. Como exi- gen alguna forma de equilibrio, resultaban más difíciles de mantener que los sistemas unipolares, basados en los imperios, o que los multi- polares, de amplio espectro. Además, en la mayoría de los casos, los sistemas bipolares dependían de otros estados que no estaban directa- mente bajo el control de las superpotencias, pero que a pesar de todo participaban de alguna forma en el sistema, normalmente a través de la identificación ideológica. Y en todos los casos, salvo en la Guerra Fría, acabaron en conflictos bélicos catastróficos: la guerra de los Treinta años, el hundimiento de la dinastía Liao, o las guerras del Pelo- poneso. No cabe duda de que el fervor de la confrontación de ideas contri- buyó sensiblemente a la bipolaridad de la Guerra Fría. La ideología predominante en Estados Unidos, que hacía hincapié en los mercados, la movilidad y la mutabilidad, era universalista y teleológica, y llevaba incorporada la convicción de que todas las sociedades de extracción europea avanzaban necesariamente en la misma dirección general que Estados Unidos. Desde el primer momento, el comunismo –la peculiar modalidad de socialismo que se desarrolló en la Unión Soviética– se creó como la antítesis de la ideología capitalista que representaba Esta- dos Unidos: un futuro alternativo, por así decirlo, que los pueblos de todo el mundo podían alcanzar por sí mismos. Al igual que muchos estadounidenses, los dirigentes soviéticos estaban convencidos de que las «viejas» sociedades, basadas en las identificaciones locales, en la deferencia social y en la justificación del pasado, estaban muertas. Se competía por la sociedad del futuro, que únicamente tenía dos versio- nes plenamente modernas: el mercado, con todas sus imperfecciones e injusticias, y la planificación, que era racional e integral. La ideología soviética hizo del Estado una máquina que funcionaba para la mejora de la humanidad, mientras que la mayoría de estadounidenses veían con desagrado el poder estatal centralizado, y tenían miedo de sus con- secuencias. El escenario estaba preparado para una intensa rivalidad, donde daba la impresión de que lo que estaba en juego no era ni más ni menos que la supervivencia del mundo. Este libro pretende encuadrar la Guerra Fría como un fenómeno glo- bal, con una perspectiva de cien años. Arranca en la década de 1890, con la primera crisis capitalista global, con la radicalización del movi- Un mundo por hacer 15 miento obrero europeo, y con la expansión de Estados Unidos y Rusia como imperios transcontinentales. Concluye en torno a 1990, con la caída del Muro de Berlín, con el derrumbe de la Unión Soviética, y con el triunfo final de Estados Unidos como verdadera potencia hegemóni- ca mundial Mi intención, al adoptar una perspectiva de cien años para exami- nar la Guerra Fría, no es subsumir otros acontecimientos trascenden- tales –las guerras mundiales, el colapso colonial, los cambios económi- cos y tecnológicos, el deterioro medioambiental– en un marco pulcramente ordenado. Por el contrario, mi propósito es comprender cómo el conflicto entre el socialismo y el capitalismo influyó en, y fue influido por, los acontecimientos mundiales a gran escala. Pero tam- bién aspiro a comprender por qué una serie de conflictos se repitieron una y otra vez a lo largo de todo el siglo, y por qué todos los demás aspirantes al poder –material o ideológico– tuvieron que ceñirse a ella. La Guerra Fría se desarrolló a lo largo de las líneas de falla de los con- flictos, a partir de finales del siglo xix, en el momento en que la moder- nidad europea parecía estar llegando a su apogeo. Mi argumento, si cabe hablar de un argumento en un libro tan ex- tenso, es que la Guerra Fría nació de las transformaciones mundiales de finales del siglo xix, y pasó a mejor vida cien años después, a raíz de unos cambios increíblemente rápidos. Por consiguiente, tan solo es po- sible entender la Guerra Fría como conflicto ideológico y al mismo tiempo como sistema internacional en términos de los cambios econó- micos, sociales y políticos que son mucho más amplios y profundos que los acontecimientos que provocó la Guerra Fría en sí. Su principal relevancia puede entenderse de distintas formas. En un libro anterior, yo argumentaba que los cambios profundos y a menudo violentos en Asia, África y América Latina tras el periodo colonial fueron una con- secuencia primordial de la Guerra Fría.2 Pero el conflicto también tenía otros significados. Puede concebirse como una etapa en el ascenso de la hegemonía mundial de Estados Unidos. Puede contemplarse como la (lenta) derrota de la izquierda socialista, sobretodo en la mo- dalidad que adoptó Lenin. Y puede describirse como una fase aguda y peligrosa de las rivalidades internacionales, que surgió de los desastres de dos guerras mundiales, y que posteriormente se vio desbordada por nuevas líneas divisorias mundiales en las décadas de 1970 y 1980. Cualquiera que sea el aspecto de la Guerra Fría que uno desee des- tacar, es esencial reconocer la intensidad de las transformaciones eco- 16 La Guerra Fría nómicas, sociales y tecnológicas en las que tuvo lugar el conflicto. Du- rante los cien años transcurridos entre las décadas de 1890 y 1990, se asistió a la creación (y destrucción) de los mercados mundiales a un ritmo vertiginoso. Se asistió al nacimiento de unas tecnologías con las que las generaciones anteriores ni siquiera podrían haber soñado, al- gunas de las cuales se utilizaron a fin de incrementar la capacidad del género humano para dominar y explotar a los demás. Y durante esos cien años se experimentó un rápido cambio en las pautas de vida en todo el mundo, con un ascenso de la movilidad y de la urbanización casi por doquier. Todas las formas del pensamiento político, tanto de izquierdas como de derechas, se vieron influidas por la rapidez y la voracidad de dichos cambios. Además de la importancia de las ideologías, la tecnología fue una de las principales razones de la longevidad de la Guerra Fría como sistema internacional. Durante las décadas posteriores a 1945, se asis- tió a la acumulación de unos arsenales tan inmensos de armas nuclea- res que –por supuesto la paradoja no dejará de advertirla el lector– para poder garantizar el futuro del mundo, ambas superpotencias se preparaban para destruirlo. El armamento nuclear, como le gustaba decir al dirigente soviético Iósif Stalin, fue «un armamento de un nue- vo tipo»: no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de ar- mas para borrar del mapa ciudades enteras, como hizo Estados Unidos con las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Pero únicamente las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviéti- ca, poseían suficiente armamento nuclear como para amenazar al mundo con la aniquilación total. Como siempre ocurre en la historia, durante el siglo xx se asistió al desarrollo más o menos paralelo de múltiples historias importantes. El conflicto entre el capitalismo y el socialismo influyó en casi todas esas historias, como es el caso de las dos guerras mundiales y de la Gran Depresión de la década de 1930. Hacia el final del siglo, algunos de esos acontecimientos contribuyeron a que la Guerra Fría quedara ob- soleta como sistema internacional, pero también como el conflicto ideológico predominante. Por consiguiente, es bastante posible que los historiadores del futuro resten importancia a la Guerra Fría, ya que, desde su punto de vista, concederán mayor relevancia a los orígenes del poderío económico de Asia, o al comienzo de la exploración espa- cial, o a la erradicación de la viruela. La historia siempre ha sido una intrincada telaraña de significado y de relevancia, donde resulta pri- Un mundo por hacer 17 mordial el punto de vista del historiador que la escribe. A mí me obse- siona el papel que desempeñó la Guerra Fría a la hora de crear el mun- do que conocemos hoy en día. Pero eso, por supuesto, no es lo mismo que conceder prioridad a la crónica de la Guerra Fría respecto a todas las demás. Equivale, simplemente, a afirmar que durante un largo pe- riodo de tiempo, el conflicto entre el socialismo y el capitalismo influyó profundamente en la forma de vivir de la gente, y en lo que pensaba sobre la política, tanto a escala local como mundial. En términos generales, la Guerra Fría se produjo en el contexto de dos procesos de profundos cambios en la política internacional. El pri- mero fue la aparición de nuevos estados, creados más o menos confor- me a la pauta de los estados europeos del siglo xix. En 1900 había en el mundo menos de cincuenta estados independientes, de los que aproximadamente la mitad estaban en América Latina. Ahora hay casi doscientos, que en su mayoría se asemejan extraordinariamente en su forma de Gobierno y en su administración. El segundo cambio funda- mental fue el ascenso de Estados Unidos como la potencia mundial dominante. En 1900, el presupuesto de Defensa de Estados Unidos ascendía, en dólares estadounidenses de 2010, a aproximadamente 10.000 millones, un aumento extraordinario respecto a años ante- riores, gracias a la guerra hispano-estadounidense y a las operaciones contra la insurgencia en Filipinas y en Cuba. Hoy en día, ese gasto se ha multiplicado por cien, hasta alcanzar la cifra de un billón de dóla- res. En 1870, el producto interior bruto (PIB) de Estados Unidos supo- nía el 9 % del total mundial; en el momento de máximo apogeo de la Guerra Fría, estaba en torno al 28 %. Incluso hoy en día, tras años de supuesto declive de Estados Unidos, es de aproximadamente el 22 %. Por consiguiente, la Guerra Fría cobró forma en una era de prolifera- ción de nuevos estados y de ascenso del poder de Estados Unidos, y ambos factores iban a contribuir a determinar la dirección que asumió el conflicto. Además, esos cambios internacionales garantizaron que la Guerra Fría se desarrollara en un marco donde el nacionalismo era una fuerza duradera. Aunque aparentemente quienes creían en el socialismo o en el capitalismo como sistemas sociales y económicos siempre deplora- ban el nacionalismo, los llamamientos a algún tipo de identidad na- cional a veces podían imponerse a los planes mejor trazados para el progreso humano. Una y otra vez, los grandiosos planes de moderniza- ción, las alianzas o los movimientos transnacionales tropezaban con el 18 La Guerra Fría primer obstáculo que interponían en su camino el nacionalismo u otras modalidades de la política identitaria. Aunque el nacionalismo –por definición– también tenía claras limitaciones como marco mundial (como demuestran las derrotas de los estados ultranacionalistas de Alemania, Italia y Japón en la Segunda Guerra Mundial), siempre fue un impedimento para quienes pensaban que el futuro pertenecía a las ideologías universalistas. Por consiguiente, incluso en el apogeo de la Guerra Fría, entre 1945 y 1989, la bipolaridad siempre tuvo sus limitaciones. A pesar de su atractivo a escala mundial, ni el sistema soviético ni el estadounidense se replicaron del todo en otros países. Probablemente ese tipo de clona- ción no era posible, ni siquiera a juicio de sus más fervientes ideólogos. En términos de desarrollo social, el resultado fueron unas economías o bien capitalistas o bien socialistas con una fuerte influencia local. En algunos casos, esa mixtura no era vista con buenos ojos por los líderes políticos, que aspiraban a que se pusiera en práctica una forma no adulterada de sus ideales políticos. Pero –afortunadamente para la ma- yoría, cabría decir– era necesario transigir. Países como Polonia o Viet- nam suscribían un ideal de tipo soviético para su desarrollo, pero a todos los efectos siguieron siendo muy diferentes de la Unión Soviética, de la misma forma que Japón o la República Federal de Alemania –a pesar de la profunda influencia estadounidense– siempre fueron muy distintos de Estados Unidos. Un país como India, con su peculiar mez- cla de democracia parlamentaria y de minuciosa planificación econó- mica, estaba aún más lejos de cualquier tipo de ideal de la Guerra Fría. A ojos de sus propios dirigentes, y de sus más enérgicos partidarios en otros países, tan solo las dos superpotencias fueron siempre puras, como modelos a imitar en otras partes del mundo. En cierto sentido, eso no es de extrañar. Los conceptos de la moder- nidad en Estados Unidos y en la Unión Soviética tuvieron un punto de partida común a finales del siglo xix, y conservaron muchos elementos en común a lo largo de toda la Guerra Fría. Ambos conceptos tuvieron su origen en la expansión de Europa, y de lasformas de pensar euro- peas, a escala mundial a lo largo de los tres siglos anteriores. Por pri- mera vez en la historia, un centro –Europa y sus vástagos– había llega- do a dominar el mundo. Los europeos habían creado unos imperios que poco a poco se adueñaron de la mayor parte del planeta, y coloni- zaron con su propia gente tres continentes. Se trataba de un giro sin precedentes, que llevó a algunos europeos, y a la población de ascen- Un mundo por hacer 19 dencia europea, a creer que podían asumir el control del futuro del mundo entero a través de las ideas y las tecnologías que ellos habían desarrollado. Si bien esa forma de pensar tenía unas raíces históricas mucho más profundas, su apogeo llegó en el siglo xix. Una vez más, no debería extrañarnos: el siglo xix fue sin duda alguna la era en que la ventaja de los europeos sobre todos los demás culminó en términos de tecnología, producción y poderío militar. La confianza en, y la dedicación a, lo que algunos historiadores han denominado los «valores de la Ilustración» –la razón, la ciencia, el progreso, el desarrollo y la civilización como sistema– surgían evidentemente de la preponderancia del poder euro- peo, como ocurrió con la colonización de África, del sudeste asiático y con el sometimiento de China y de la mayor parte del mundo árabe. A finales del siglo xix, Europa y sus vástagos, incluidos Rusia y Estados Unidos, ya eran los amos absolutos, a pesar de sus divisiones internas, y por consiguiente también lo eran las ideas que proyectaban. Durante la época de predominio europeo, sus ideas fueron germi- nando poco a poco en otros lugares. La modernidad asumía distintas formas en las diferentes partes del mundo, pero las esperanzas de las élites locales en la creación de sus propias civilizaciones industriales se extendían desde China y Japón hasta Irán y Brasil. Los factores clave de la moderna transformación que dichos países aspiraban a emular eran la primacía de la fuerza de voluntad humana sobre la naturaleza, la capacidad de mecanizar la producción mediante nuevas formas de energía, y la creación de un Estado-nación con una masiva participa- ción del sector público. Irónicamente, esa difusión de unas ideas de origen europeo marcó el principio del fin de la era de predominio euro- peo; los pueblos de otras partes del mundo deseaban la modernidad para sí mismos, a fin de defenderse mejor de los imperios que los sojuz- gaban. Incluso en el núcleo de la modernidad europea, a lo largo del si- glo xix fueron desarrollándose rivalidades ideológicas que, al final, iban a provocar la voladura del concepto de una única modernidad. A medida que iba arraigando la sociedad industrial, fueron desarrollán- dose numerosas críticas que cuestionaban no tanto la modernidad en sí, sino más bien su finalidad última. Algunos afirmaban que la ex- traordinaria transformación de la producción y la sociedad que estaba teniendo lugar forzosamente tenía que consistir en algo más que enri- quecer a unas cuantas personas y que la expansión de unos pocos im- 20 La Guerra Fría perios europeos en África y Asia. Tenía que haber un propósito que compensara –por lo menos en términos históricos– la miseria humana generada por los procesos de industrialización. Algunos de aquellos críticos se aliaron con otros que afirmaban deplorar la industrializa- ción en su conjunto, y que en algunos casos idealizaban las sociedades preindustriales. Los disidentes exigían nuevos sistemas políticos y eco- nómicos, basados en el apoyo de los hombres y mujeres corrientes que estaban siendo arrojados a la centrifugadora del capitalismo. La más fundamental de esas críticas era el socialismo, un término que se popularizó en la década de 1830, pero cuyas raíces se remontan a la Revolución francesa. Sus ideas centrales son la propiedad pública, no la propiedad privada, de los bienes y los recursos, y la expansión de la democracia de masas. Para empezar, bastantes socialistas echaban la vista atrás en la misma medida que miraban al futuro. Celebraban el igualitarismo de las comunidades campesinas o, en algunos casos, la crítica religiosa al capitalismo, a menudo relacionada con el Sermón de Jesús en la Montaña: «Al que te pida, dale, y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues». Pero en la década de 1860 las primeras formas de pensamiento so- cialista empezaron a sentir la presión de las ideas de Karl Marx y de sus seguidores. A Marx, un alemán que quería organizar los principios socialistas en forma de una crítica radical del capitalismo, le preocupa- ba más el futuro que el pasado. Postulaba que el socialismo se desarro- llaría de forma natural a partir del caos de los cambios económicos y sociales de mediados del siglo xix. A juicio de Marx, ni el orden feudal de antaño ni el orden capitalista del presente podían afrontar los desa- fíos de la sociedad moderna. Ambos debían ser sustituidos por un or- den socialista basado en principios científicos para gestionar la econo- mía. Dicho orden se haría realidad a través de una revolución del proletariado, de los obreros industriales que carecían de propiedades. «El proletariado –decía Marx en su Manifiesto comunista–, se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la ma- yor rapidez posible las energías productivas.»3 Durante el siglo xix, los partidarios de Marx, que se autodenomi- naron comunistas tras su Manifiesto, nunca constituyeron más que pequeños grupos, pero tenían una influencia mucho mayor que su nú- Un mundo por hacer 21 mero. Lo que los caracterizaba era en gran medida la intensidad de sus convicciones y su internacionalismo radical. Allí donde otros movi- mientos de la clase trabajadora aspiraban a un progreso gradual y ha- cían hincapié en las reivindicaciones económicas de los desfavorecidos a los que representaban, los seguidores de Marx destacaban la necesi- dad de una lucha de clases implacable para la conquista del poder po- lítico a través de la revolución. Consideraban que los obreros no tenían patria ni rey. Pensaban que la lucha por un mundo nuevo no tenía fronteras, mientras que la mayoría de sus rivales eran nacionalistas y, en algunos casos, imperialistas. Su internacionalismo y su dogmatismo antidemocrático eran las principales razones de que los marxistas perdieran terreno frente a otros movimientos de la clase obrera a finales del siglo xix. Por ejem- plo, en la Alemania de Marx, el establecimiento de un nuevo Estado unitario fuerte en tiempos de Bismarck en la década de 1870 fue bien acogido por muchos obreros, que veían la construcción de la nación como algo preferible a la lucha de clases. Pero el propio Marx, entre- vistado en su cómodo exilio del barrio londinense de Haverstock Hill, condenaba el nuevo Estado alemán por considerarlo «la consolidación del despotismo militar y la opresión implacable de las masas producti- vas».4 En 1891, cuando el Partido Socialdemócrata alemán destacaba en su programa que el principal objetivo político era la lucha por la democracia, también fue rotundamente condenado por los marxistas. Los socialdemócratas habían exigido el «sufragio universal, igual y directo, con votación secreta en todas las elecciones, para todos los ciudadanos».5 Friedrich Engels, el colaborador y sucesor de Marx, consideraba que eso equivalía a «quitar la hoja de parra al absolutismo y colocarse uno mismo como pantalla para encubrir la desnudez». «Este abandono del porvenir del movimiento, que se sacrifica en aras del presente, todo eso puede tener móviles “honestos” –decía Engels–, pero eso es y sigue siendo oportunismo, y el oportunismo “honesto” es, quizá, más peligroso que todos los demás.»6 En la década de 1890 los partidos socialdemócratas yase habían establecido por toda Europa y las Américas. Aunque a veces su crítica al sistema capitalista se inspiraba en el marxismo, la mayoría de ellos hacía hincapié en las reformas antes que en la revolución, y hacían campaña a favor de la extensión de la democracia, de los derechos de los trabajadores y de unos servicios sociales accesibles para todos. Unos cuantos ya se habían convertido en partidos de masas, vincula- 22 La Guerra Fría dos a los movimientos sindicales de sus respectivos países. En Alema- nia, el Partido Socialdemócrata consiguió un millón y medio de votos en las elecciones de 1890, casi el 20 % del total (aunque tan solo obtu- vo un pequeño número de escaños parlamentarios debido a unas leyes electorales injustas). En los países nórdicos, las cifras eran similares. En Francia, la Federación de Trabajadores Socialistas ya había empe- zado a hacerse con el control de los gobiernos municipales en la década de 1880. A pesar de las críticas de Engels y otros, la mayoría de los partidos socialdemócratas estaban impulsando la democracia, al tiem- po que empezaban a beneficiarse de sus frutos. La crisis económica mundial de la década de 1890 lo cambió todo. Al igual que la crisis de 2007-2008, empezó en 1890 con la práctica insolvencia de un banco importante, en este caso el Baring’s Bank bri- tánico, provocada por una excesiva asunción de riesgos en los merca- dos extranjeros. La City londinense había conocido crisis peores, pero en aquella ocasión la diferencia fue que el problema se propagó rápida- mente debido a una mayor interdependencia económica, llegando a infectar a las economías de todo el mundo. Por consiguiente, a princi- pios de la década de 1890 se asistió a la primera crisis económica mun- dial, con altos índices de desempleo (que en un momento dado casi llegaron al 20 % en Estados Unidos), y un masivo descontento de los trabajadores. Muchos obreros, e incluso los jóvenes profesionales –que por primera vez afrontaban unas altas cifras de paro– se pregun- taban si el capitalismo estaba acabado. Incluso muchos miembros del establishment empezaban a hacerse la misma pregunta, a medida que cundía el descontento. Un sector de la extrema izquierda –principal- mente los anarquistas– iniciaron campañas terroristas contra el Esta- do. Entre 1892 y 1894 se produjeron once atentados con bombas a gran escala en Francia, entre ellos uno en la Asamblea Nacional. A lo largo y ancho de Europa y Estados Unidos se producían atentados mortales contra los dirigentes políticos: el presidente de Francia en 1894, el presidente del Gobierno español en 1897, la emperatriz de Austria en 1898 y el rey de Italia en 1900. Al año siguiente, el presidente esta- dounidense William McKinley fue asesinado en la Exposición Pana- mericana de Buffalo, en el estado de Nueva York. Los mandatarios de todo el mundo estaban indignados y asustados. La agitación de la década de 1890 provocó la escisión de los movi- mientos socialdemócratas, al tiempo que eran objeto de ataques sin precedentes de los patronos y los gobiernos. Se aplastaban las huelgas, Un mundo por hacer 23 a menudo de forma violenta. Se encarcelaba a los socialistas y a los sindicalistas. Las secuelas de la primera crisis económica mundial constituyeron un revés para los avances democráticos de las décadas anteriores. Además, provocaron la revitalización de la extrema iz- quierda entre los socialistas, que consideraban que la democracia no era más que un escaparate para la burguesía. Ese fue el ambiente que vivió el joven Vladímir Ilich Uliánov, que adoptó el nombre de Lenin, al igual que los muchos otros militantes que iban a imprimir un giro a la izquierda a los movimientos socialistas y obreros en Europa durante los primeros años del siglo xx. En el seno de las organizaciones obreras, los distintos sectores saca- ron diferentes conclusiones de la crisis. Muchos de ellos habían espera- do que el capitalismo se derrumbara por sí solo a consecuencia del caos creado por los traumas financieros de principios de la década de 1890. Cuando vieron que eso no ocurría y que –por lo menos en algunas regiones– la economía volvía a remontar durante los últimos años de la década, la corriente mayoritaria de los socialdemócratas tomó un nuevo impulso hacia la organización de los sindicatos y los procesos de negociación colectiva. Podían hacer uso de las lecciones que los trabajadores habían aprendido de la crisis: que únicamente un sindicato eficaz podía oponerse a los despidos esporádicos y al empeo- ramiento de las condiciones de trabajo cuando se producía una crisis económica. En Alemania, en Francia, en Italia y en Gran Bretaña se disparó el número de afiliados a los sindicatos. En 1899, en Dinamar- ca, el comité central de los sindicatos acordó un sistema de negociacio- nes anuales con la asociación patronal sobre los salarios y las condi- ciones de trabajo. Ese acuerdo a largo plazo, el primero en todo el mundo, fue el comienzo de un modelo que poco a poco iba a extender- se a otros países. Provocó que Dinamarca fuera uno de los países me- nos polarizados del mundo durante la Guerra Fría. Lo que más detestaba la izquierda radical de toda Europa era la «traición de clase» de que hizo gala el Partido Socialdemócrata danés en sus Acuerdos de Septiembre. Después del balón de oxígeno que su- puso para ellos la crisis, los radicales estaban más convencidos que nunca de que el capitalismo muy pronto iba a tocar a su fin, tal y como había pronosticado Marx. Algunos estaban convencidos de que los propios obreros, a través de sus organizaciones políticas, podían con- tribuir a empujar poco a poco la historia hacia su destino lógico: las huelgas, los boicots y otras formas de protesta colectiva no eran solo 24 La Guerra Fría los medios para mejorar la suerte de la clase trabajadora. También podían contribuir a derrocar el Estado burgués. Por consiguiente, en la década de 1890 se asistió a la escisión final entre la corriente mayorita- ria de los socialdemócratas reformistas y los socialistas revolucionarios –que muy pronto volverían a denominarse comunistas–, una escisión que duraría hasta el final de la Guerra Fría. La confrontación entre ambas facciones iba a convertirse en una parte importante de la histo- ria del siglo xx. La aparición de movimientos obreros políticamente organizados supuso una auténtica conmoción para el sistema consolidado de esta- dos de finales del siglo xix. Sin embargo, en aquel momento se estaban gestando otras dos movilizaciones fundamentales, sin que ni el esta- blishment político ni sus adversarios socialistas hicieran gran cosa por afrontarlas. La primera eran las campañas de las mujeres a favor de la justicia política y social, que en parte se desarrolló como reacción a las primeras reivindicaciones del derecho al voto por parte de la clase obrera. Algunos se preguntaban por qué se les negaba el derecho al voto a las mujeres, incluso a las burguesas cultas, cuando los obreros varo- nes analfabetos sí gozaban de él. Otros veían cierto grado de solidari- dad entre las reivindicaciones de las mujeres –como por ejemplo los plenos derechos económicos y los derechos en el seno de la familia– y las reivindicaciones de la clase obrera, pero probablemente se trataba de una minoría durante la primera oleada de agitación feminista. Sin embargo, el activismo del movimiento resultaba llamativo, sobre todo en Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial. Después de que su aspiración a la plena emancipación política les hubiera sido denega- da reiteradamente, las sufragistas eran apaleadas por la policía, y pro- movían huelgas de hambre en las cárceles. En un caso particularmente impactante, una sufragista murió tras arrojarse a los pies de uno de los caballos del rey en el hipódromo. Las sufragistas británicas y sus her- manas acabaron cosechando victorias por doquier, pero no como par- te de la izquierda socialista. Al mismo tiempoque el feminismo, también iban en aumento las campañas anticoloniales. En la década de 1890 ya empezaba a disipar- se el trauma inicial de la ocupación y la colonización en algunas zonas de África y Asia. Armadas con las ideas y los conceptos adoptados de la metrópoli imperial, pero adaptándolos para un uso local, las élites cultas se debatían entre beneficiarse del sistema colonial y oponerse a él en nombre del autogobierno. Los movimientos campesinos también Un mundo por hacer 25 se opusieron a la influencia de Occidente: puede que los donghaks en Corea, los bóxers en China, o los yihadistas en el norte de África aspi- raran a un mundo distinto del que deseaban sus compatriotas cultos, pero también contribuyeron a plantar las semillas de la resistencia an- ticolonial. Cuando Estados Unidos se embarcó en su primera aventura colonial en Asia –en 1899, en Filipinas– el movimiento local que se opuso a ella estaba formado tanto por patricios como por campesinos. A principios del siglo xx, ya habían surgido las primeras organizacio- nes anticoloniales: el Congreso Nacional Indio, el Congreso Nacional Africano en Sudáfrica y los precursores del Partido Nacional de In- donesia. Al tiempo que los adversarios del capitalismo, del colonialismo y del patriarcado libraban sus batallas contra el establishment, tam- bién se estaba produciendo un cambio a nivel mundial en el sistema internacional de los estados. En Europa y Asia oriental, Alemania y Japón reforzaban sus posiciones. Pero el cambio más llamativo tenía lugar en la periferia europea. Europa –o más exactamente, una parte de Europa occidental– había gozado del predominio militar a escala mundial desde el siglo xvii. Además, a partir del siglo xviii, unas pocas regiones de Europa occidental habían adquirido una enorme relevancia económica mundial en términos de innovación, sobre todo Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos. Sin embargo, a finales del siglo xix, los gigantescos estados de la periferia de Europa –impe- rios de características especiales– estaban recuperando terreno, y en algunos casos superando a los principales países europeos. Rusia y Estados Unidos eran muy diferentes en términos de su política y su organización económica. Pero ambos se habían expandido a grandes distancias hasta arrebatarle enormes cantidades de territorio a los pueblos situados en sus fronteras. La superficie de Estados Unidos había aumentado diez veces respecto a su tamaño original de la déca- da de 1780, desde 975.000 hasta 9.880.000 kilómetros cuadrados. También Rusia había crecido rápidamente desde el comienzo de la dinastía Romanov en 1613, y a una escala todavía mayor: desde aproximadamente 5,2 millones de kilómetros cuadrados hasta 22,3 mi- llones. Por supuesto, Gran Bretaña y Francia también tenían inmen- sas posesiones coloniales. Pero no eran contiguas, y en su mayoría estaban habitadas por la población autóctona –de ahí que resultara mucho más difícil beneficiarse económicamente de ellas y mantener- las bajo control a largo plazo. 26 La Guerra Fría Como veremos a lo largo de este libro, las ideas y un sentido del des- tino desempeñaron un papel esencial en la expansión de Rusia y de Esta- dos Unidos. Las élites de ambos países estaban convencidas de que sus estados estaban expandiéndose por una razón, que las cualidades que poseían como pueblos les habían predestinado para la hegemonía en sus respectivas regiones y –en última instancia– a escala mundial. En su in- tento por alcanzar la hegemonía, ambas élites tenían la sensación de que estaban cumpliendo con una misión en nombre de Europa. Al descender de un linaje europeo, en cierto sentido ambas se habían involucrado en un proyecto para globalizar Europa, para extenderla hasta el Pacífico. Además, algunos de sus líderes intelectuales creían que, al hacerlo, sus propios pueblos iban a hacerse más europeos, que iban a estar más cen- trados en los valores europeos y más dispuestos a llevar la carga del im- perio en una era imperial. Pero al mismo tiempo, en ambos países algu- nos consideraban que su expansión era radicalmente distinta de la de los imperios europeos. Mientras que los británicos y los franceses iban en busca de recursos y de ventajas comerciales, los rusos y los estadouni- denses tenían unos móviles más elevados para expandirse: difundir las ideas de la iniciativa y la organización social, y salvar almas, tanto en la política como en la religión. El papel de la religión es importante tanto en el bando estadouni- dense como en el ruso.7 Si bien la posición de la fe organizada ya esta- ba en declive en Europa (y también en muchas otras partes del mundo) a finales del siglo xix, para los rusos y los estadounidenses la religión seguía ocupando un lugar central en sus vidas. En cierto sentido, había similitudes entre el protestantismo evangélico de Estados Unidos y el cristianismo ortodoxo de Rusia. Ambos hacían hincapié en la teleolo- gía, y la certidumbre de la fe estaba por encima de lo habitual entre otros grupos cristianos. Al no afectarles el concepto del pecado origi- nal, ambos creían en la perfectibilidad de la sociedad. Y lo más impor- tante, tanto los evangélicos como los ortodoxos creían que sus respec- tivas religiones eran la fuente de inspiración de sus políticas en un sentido directo. Ellos eran los únicos dispuestos a cumplir los planes de Dios para el hombre y con el hombre. De diferente manera, la entrada de Estados Unidos y de Rusia en los asuntos mundiales estaba teñida por la rivalidad que cada uno de ellos tenía con la potencia mundial dominante a finales del siglo xix, Gran Bretaña. A los estadounidenses les agraviaban los privilegios co- merciales británicos en ultramar, y consideraban que su proclamación Un mundo por hacer 27 del libre comercio y de la libertad de inversión era moralista e interesa- da. A pesar de la admiración que sentían muchos miembros de la élite estadounidense por las costumbres británicas, a finales de la década de 1890 los dos países rivalizaban cada vez más por la influencia, sobre todo en América del Sur, el primer continente donde se había asistido al aumento del poder mundial de Estados Unidos. También en Rusia, el sistema mundial británico se veía como el principal obstáculo para el ascenso ruso. Desde la guerra de Crimea, en la década de 1850, cuan- do una coalición encabezada por Gran Bretaña impidió que Rusia se hiciera con el control de la región del mar Negro, muchos rusos veían a Gran Bretaña como una potencia hegemónica antirrusa, decidida a frustrar el ascenso de su país. Los intereses británicos y rusos chocaban en Asia central y en los Balcanes, y en 1905 el apoyo británico se con- sideró un factor primordial para la victoria de Japón en su guerra contra Rusia. A diferencia de Estados Unidos, Rusia no gozaba del desarrollo económico que podía convertirla en Estado sucesor de Gran Bretaña como potencia hegemónica capitalista mundial. Pero el ger- men del ascenso de Rusia –en su modalidad marxista soviética– como potencia antisistémica global residía en su combinación de expansión territorial y de atraso económico. Aunque la Guerra Fría supuso el ascenso internacional de Estados Uni- dos como el sucesor de Gran Bretaña, sería totalmente erróneo consi- derar que dicha sucesión fue pacífica o suave. Durante la mayor parte del siglo xx, Estados Unidos supuso una influencia revolucionaria en la política mundial y en las sociedades de ultramar. Eso es igual de válido para sus efectos tanto en Europa (incluida Gran Bretaña) como en América Latina, Asia o África. Henry James no iba muy desencamina- do cuando, a finales de la década de 1870, consideraba que su héroe americano era «el gran bárbaro occidental, que avanza con su inocen- cia y su poderío, parándose un momento a contemplar este Viejo Mun- do decadente, para después abalanzarse sobre él».8 Estados Unidos era un alborotador internacional, que al principio se negabaa cumplir las normas que había establecido la hegemonía británica durante el siglo xix. Sus ideas eran revolucionarias, sus costumbres resultaban ofensi- vas, y su doctrinarismo era peligroso. La hegemonía estadounidense no empezó a asentarse cómodamente a escala mundial hasta que la Guerra Fría empezó a tocar a su fin. 28 La Guerra Fría Por consiguiente, la Guerra Fría tuvo sobre todo que ver con el as- censo y la consolidación del poder de Estados Unidos. Pero también tenía que ver con muchas otras cosas: con la derrota del comunismo de estilo soviético y con la victoria, en Europa, de una forma de consenso democrático que había llegado a institucionalizarse a través de la Unión Europea. En China, significó una revolución política y social que llevó a cabo el Partido Comunista de China. En América Latina su- puso el aumento de la polarización de las sociedades a ambos lados de las líneas divisorias ideológicas de la Guerra Fría. Este libro preten- de mostrar la relevancia de la Guerra Fría entre el capitalismo y el so- cialismo a escala mundial, en todas sus variedades, y en ocasiones con todas sus confusas incoherencias. Por tratarse de una historia en un solo tomo, este libro no puede hacer mucho más que arañar la superfi- cie de unos acontecimientos complicados. Pero habrá cumplido con su cometido si logra incitar al lector a explorar más a fondo la forma en que la Guerra Fría hizo del mundo lo que es hoy en día.
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