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Odd Arne Westad
La Guerra Fría
Una historia mundial
Traducción de 
Alejandro Pradera e Irene Cifuentes
También disponible en eBook
Edición al cuidado de María Cifuentes
Título de la edición original: The	Cold	War:	A	World	History
Traducción del inglés: Irene Cifuentes de Castro y Alejandro Pradera Sánchez
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Primera edición: noviembre de 2018
© Odd Arne Westad, 2017
Reservados todos los derechos
© de la traducción: Irene Cifuentes de Castro y Alejandro Pradera Sánchez, 2018
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2018
Preimpresión: Maria Garcia
Impresión y encuadernación: Sagrafic
Depósito legal: B. 21216-2018
ISBN: 978-84-17355-55-5
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública 
o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización 
de sus titulares, aparte de las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO 
(Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear 
fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
	
A	la	memoria	de	Oddbjørg	Westad	(1924-2013)		
y	Arne	Westad	(1920-2015)
	
Índice
Un mundo por hacer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
1. Puntos de partida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
2. Las pruebas de la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
3. Las asimetrías de Europa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
4. Reconstrucciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
5. La nueva Asia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
6. Tragedia coreana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
7. Esferas orientales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
8. La creación de Occidente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227
9. El azote de China . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
10. Imperios rotos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
11. Las contingencias de Kennedy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307
12. Encuentro con Vietnam. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333
13. La Guerra Fría y América Latina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 359
14. La era de Brézhnev . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
15. Nixon en Beijing . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 415
16. La Guerra Fría e India . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 443
17. Vorágines en Oriente Medio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 469
18. El fracaso de la distensión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 495
19. Malos presagios en Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 521
20. Gorbachov . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 547
21. Transformaciones globales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 573
22. Realidades europeas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 599
El mundo que nos dejó la Guerra Fría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 635
Criterios y agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 649
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 655
Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 699
	
Un mundo por hacer
A mediados de la década de 1960, en Noruega, cuando yo era niño, el 
mundo en el que crecí estaba delimitado por la Guerra Fría. La Guerra 
Fría dividía familias, ciudades, regiones y países. Propagaba el miedo y 
no poca confusión: ¿podía uno estar seguro de que la catástrofe nu-
clear no fuera a ocurrir mañana? ¿Qué podría desencadenarla? Los 
comunistas –‍que eran un grupo minúsculo en mi ciudad natal–‍ pade-
cían la desconfianza de los demás por tener un punto de vista diferente 
y acaso –‍como se repetía bastante a menudo–‍ una lealtad distinta, no 
a nuestro propio país, sino a la Unión Soviética. En un lugar que había 
sido ocupado por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mun-
dial, la segunda cuestión era un asunto grave: implicaba traición, en 
una región que era muy recelosa de los traidores. Mi país limitaba con 
la Unión Soviética por el norte, y ante el mínimo aumento de la tempe-
ratura de los asuntos internacionales, también escalaba la tensión a lo 
largo del río, helado casi en su totalidad, donde se había delimitado la 
frontera. Incluso en la apacible Noruega el mundo estaba dividido, y a 
veces cuesta recordar lo intensos que eran sus conflictos.
La Guerra Fría fue una confrontación entre el capitalismo y el so-
cialismo que alcanzó su punto álgido entre 1945 y 1989, aunque sus 
orígenes se remontan a una época muy anterior, y sus consecuencias 
aún pueden sentirse hoy en día. En su apogeo, la Guerra Fría llegó a 
constituir un sistema internacional, en el sentido de que las principales 
potencias del mundo basaban su política exterior en algún tipo de re-
lación con ella. Los pensamientos y las ideas antagónicos que conte- 
nía dominaban la mayor parte de los discursos de ámbito nacional. No 
obstante, incluso en los momentos de máxima confrontación, la Gue-
rra Fría no era el único juego de moda –‍aunque sí era el predominante; 
durante los últimos años del siglo xx asistimos a muchos aconteci-
mientos históricos que no habían sido ni creados ni determinados por 
ella. La Guerra Fría no lo decidía todo, pero influía en la mayoría de 
12	 La	Guerra	Fría	
las cosas, y a menudo a peor: la confrontación contribuía a consolidar 
un mundo dominado por las superpotencias, un mundo donde el po-
derío y la violencia –‍o la amenaza de violencia–‍ eran las varas de medir 
de las relaciones internacionales, y donde las creencias tendían a lo 
absoluto: el único sistema bueno era el de uno. El otro sistema era in-
trínsecamente maligno.
Gran parte del legado de la Guerra Fría se centra en ese tipo de ab-
solutos. En su peor vertiente pueden reconocerse en las guerras de Es-
tados Unidos en Irak y Afganistán: las certezas morales, la evitación 
del diálogo, la fe en las soluciones puramente militares. Pero también 
pueden apreciarse en la creencia doctrinaria de los mensajes sobre el 
libre mercado, o en el enfoque que pretende solucionar desde arriba los 
males sociales o los problemas generacionales. Algunos regímenes to-
davía reivindican modalidades autoritarias de legitimidad que se re-
montan a la Guerra Fría: China, por supuesto, es el mejor ejemplo, y 
Corea del Norte el más pavoroso, pero también hay docenas de países, 
desde Vietnam y Cuba hasta Marruecos y Malasia, que incorporan en 
sus sistemas de Gobierno elementos significativos de la Guerra Fría. 
Muchas regiones del mundo siguen viviendo con amenazas medioam-
bientales, con divisiones sociales o con conflictos étnicos fomentados 
por el último gran sistema internacional. Algunos críticos afirman que 
el concepto de crecimiento económico indefinido, que a largo plazo 
podría poner en riesgo el bienestar de la Humanidad, o incluso su su-
pervivencia, fue –‍en su forma moderna–‍ una creación de las rivalida-
des de la Guerra Fría.
Para ser justos (por una vez) con un sistema internacional, la Gue-
rra Fría, o al menos la manera en que se terminó el conflicto, también 
tuvo otros aspectos menos perjudiciales. Muy pocos europeos occiden-
tales o asiáticos del sudeste habrían preferido vivir en el tipo de Esta-
dos comunistas quese crearon en las regiones orientales de sus respec-
tivos vecindarios continentales. Y, aunque habitualmente se condena 
rotundamente el legado de las intervenciones estadounidenses en Asia, 
una mayoría de europeos estaba y está convencida de que la presencia 
militar de Estados Unidos dentro de sus fronteras contribuyó al man-
tenimiento de la paz y al desarrollo de las democracias. Y por supues-
to, el hecho mismo de que la confrontación de la Guerra Fría entre las 
superpotencias concluyera pacíficamente fue de suma importancia. 
Con un arsenal de armas nucleares suficiente para destruir el mundo 
varias veces, todos dependíamos de la moderación y la sabiduría para 
	 Un	mundo	por	hacer	 13
evitar un apocalipsis atómico. Puede que la Guerra Fría no fuera la 
larga paz que algunos historiadores han querido ver en ella.1 Pero en 
los niveles superiores del sistema internacional –‍entre Estados Unidos 
y la Unión Soviética–‍ se evitó la guerra durante el tiempo suficiente 
para que se produjeran cambios. Para nuestra supervivencia todos de-
pendíamos de ese largo aplazamiento.
Así pues, ¿cuán especial fue la Guerra Fría como sistema internacio- 
nal en comparación con otros sistemas de ese tipo a lo largo de la his-
toria? Aunque la mayoría de los órdenes mundiales suelen ser multipo-
lares –‍están formados por muchas potencias rivales–‍ hay algunas 
comparaciones posibles. Por ejemplo, la política europea entre media-
dos del siglo xvi y principios del xvii estuvo profundamente condicio-
nada por una rivalidad bipolar entre España e Inglaterra, que tenía 
algunas características en común con la Guerra Fría. Sus orígenes eran 
profundamente ideológicos, ya que los monarcas de España estaban 
convencidos de que representaban al catolicismo, y los de Inglaterra, al 
protestantismo. Cada uno de ellos formaba alianzas con sus hermanos 
ideológicos, y las guerras tenían lugar lejos de los centros de los impe-
rios. La diplomacia y las negociaciones eran limitadas –‍cada potencia 
consideraba a la otra como su enemigo natural y reconocido. Las élites 
de cada uno de los países creían fervientemente en su causa, y estaban 
convencidas de que el curso de los siglos venideros dependía de quién 
ganara la contienda. El descubrimiento de América y el avance de las 
ciencias en el siglo de Kepler, Tycho Brahe y Giordano Bruno elevaron 
mucho la apuesta; existía la convicción de que quien saliera vencedor 
no solo iba a dominar el futuro, sino a tomar posesión de él para sus 
propios fines.
Sin embargo, al margen de la Europa del siglo xvi, la China del si-
glo xi (el conflicto entre los Estados de las dinastías Song y Liao) y, por 
supuesto, la muy estudiada rivalidad entre Atenas y Esparta en la An-
tigüedad griega, los ejemplos de sistemas bipolares son bastante esca-
sos. A lo largo del tiempo, la mayoría de las regiones han tendido a lo 
multipolar o, aunque con bastante menor frecuencia, a lo unipolar. Por 
ejemplo, en Europa, predominó la multipolaridad en la mayoría de las 
épocas tras el hundimiento del Imperio carolingio a finales del siglo ix. 
En Asia oriental, el Imperio chino fue predominante desde la dinastía 
Yuan, en el siglo xiii, hasta la dinastía Qing, en el xix. Tal vez la relati-
14	 La	Guerra	Fría	
va ausencia de sistemas bipolares no sea difícil de explicar. Como exi-
gen alguna forma de equilibrio, resultaban más difíciles de mantener 
que los sistemas unipolares, basados en los imperios, o que los multi-
polares, de amplio espectro. Además, en la mayoría de los casos, los 
sistemas bipolares dependían de otros estados que no estaban directa-
mente bajo el control de las superpotencias, pero que a pesar de todo 
participaban de alguna forma en el sistema, normalmente a través de 
la identificación ideológica. Y en todos los casos, salvo en la Guerra 
Fría, acabaron en conflictos bélicos catastróficos: la guerra de los 
Treinta años, el hundimiento de la dinastía Liao, o las guerras del Pelo-
poneso.
No cabe duda de que el fervor de la confrontación de ideas contri-
buyó sensiblemente a la bipolaridad de la Guerra Fría. La ideología 
predominante en Estados Unidos, que hacía hincapié en los mercados, 
la movilidad y la mutabilidad, era universalista y teleológica, y llevaba 
incorporada la convicción de que todas las sociedades de extracción 
europea avanzaban necesariamente en la misma dirección general que 
Estados Unidos. Desde el primer momento, el comunismo –‍la peculiar 
modalidad de socialismo que se desarrolló en la Unión Soviética–‍ se 
creó como la antítesis de la ideología capitalista que representaba Esta-
dos Unidos: un futuro alternativo, por así decirlo, que los pueblos de 
todo el mundo podían alcanzar por sí mismos. Al igual que muchos 
estadounidenses, los dirigentes soviéticos estaban convencidos de que 
las «viejas» sociedades, basadas en las identificaciones locales, en la 
deferencia social y en la justificación del pasado, estaban muertas. Se 
competía por la sociedad del futuro, que únicamente tenía dos versio-
nes plenamente modernas: el mercado, con todas sus imperfecciones e 
injusticias, y la planificación, que era racional e integral. La ideología 
soviética hizo del Estado una máquina que funcionaba para la mejora 
de la humanidad, mientras que la mayoría de estadounidenses veían 
con desagrado el poder estatal centralizado, y tenían miedo de sus con-
secuencias. El escenario estaba preparado para una intensa rivalidad, 
donde daba la impresión de que lo que estaba en juego no era ni más ni 
menos que la supervivencia del mundo.
Este libro pretende encuadrar la Guerra Fría como un fenómeno glo-
bal, con una perspectiva de cien años. Arranca en la década de 1890, 
con la primera crisis capitalista global, con la radicalización del movi-
	 Un	mundo	por	hacer	 15
miento obrero europeo, y con la expansión de Estados Unidos y Rusia 
como imperios transcontinentales. Concluye en torno a 1990, con la 
caída del Muro de Berlín, con el derrumbe de la Unión Soviética, y con 
el triunfo final de Estados Unidos como verdadera potencia hegemóni-
ca mundial
Mi intención, al adoptar una perspectiva de cien años para exami-
nar la Guerra Fría, no es subsumir otros acontecimientos trascenden-
tales –‍las guerras mundiales, el colapso colonial, los cambios económi-
cos y tecnológicos, el deterioro medioambiental–‍ en un marco 
pulcramente ordenado. Por el contrario, mi propósito es comprender 
cómo el conflicto entre el socialismo y el capitalismo influyó en, y fue 
influido por, los acontecimientos mundiales a gran escala. Pero tam-
bién aspiro a comprender por qué una serie de conflictos se repitieron 
una y otra vez a lo largo de todo el siglo, y por qué todos los demás 
aspirantes al poder –‍material o ideológico–‍ tuvieron que ceñirse a ella. 
La Guerra Fría se desarrolló a lo largo de las líneas de falla de los con-
flictos, a partir de finales del siglo xix, en el momento en que la moder-
nidad europea parecía estar llegando a su apogeo.
Mi argumento, si cabe hablar de un argumento en un libro tan ex-
tenso, es que la Guerra Fría nació de las transformaciones mundiales 
de finales del siglo xix, y pasó a mejor vida cien años después, a raíz de 
unos cambios increíblemente rápidos. Por consiguiente, tan solo es po-
sible entender la Guerra Fría como conflicto ideológico y al mismo 
tiempo como sistema internacional en términos de los cambios econó-
micos, sociales y políticos que son mucho más amplios y profundos 
que los acontecimientos que provocó la Guerra Fría en sí. Su principal 
relevancia puede entenderse de distintas formas. En un libro anterior, 
yo argumentaba que los cambios profundos y a menudo violentos en 
Asia, África y América Latina tras el periodo colonial fueron una con-
secuencia primordial de la Guerra Fría.2 Pero el conflicto también tenía 
otros significados. Puede concebirse como una etapa en el ascenso 
de la hegemonía mundial de Estados Unidos. Puede contemplarse 
como la (lenta) derrota de la izquierda socialista, sobretodo en la mo-
dalidad que adoptó Lenin. Y puede describirse como una fase aguda y 
peligrosa de las rivalidades internacionales, que surgió de los desastres 
de dos guerras mundiales, y que posteriormente se vio desbordada por 
nuevas líneas divisorias mundiales en las décadas de 1970 y 1980.
Cualquiera que sea el aspecto de la Guerra Fría que uno desee des-
tacar, es esencial reconocer la intensidad de las transformaciones eco-
16	 La	Guerra	Fría	
nómicas, sociales y tecnológicas en las que tuvo lugar el conflicto. Du-
rante los cien años transcurridos entre las décadas de 1890 y 1990, se 
asistió a la creación (y destrucción) de los mercados mundiales a un 
ritmo vertiginoso. Se asistió al nacimiento de unas tecnologías con las 
que las generaciones anteriores ni siquiera podrían haber soñado, al-
gunas de las cuales se utilizaron a fin de incrementar la capacidad del 
género humano para dominar y explotar a los demás. Y durante esos 
cien años se experimentó un rápido cambio en las pautas de vida en 
todo el mundo, con un ascenso de la movilidad y de la urbanización 
casi por doquier. Todas las formas del pensamiento político, tanto de 
izquierdas como de derechas, se vieron influidas por la rapidez y la 
voracidad de dichos cambios.
Además de la importancia de las ideologías, la tecnología fue una 
de las principales razones de la longevidad de la Guerra Fría como 
sistema internacional. Durante las décadas posteriores a 1945, se asis-
tió a la acumulación de unos arsenales tan inmensos de armas nuclea-
res que –‍por supuesto la paradoja no dejará de advertirla el lector–‍ 
para poder garantizar el futuro del mundo, ambas superpotencias se 
preparaban para destruirlo. El armamento nuclear, como le gustaba 
decir al dirigente soviético Iósif Stalin, fue «un armamento de un nue-
vo tipo»: no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de ar-
mas para borrar del mapa ciudades enteras, como hizo Estados Unidos 
con las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Pero 
únicamente las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviéti-
ca, poseían suficiente armamento nuclear como para amenazar al 
mundo con la aniquilación total.
Como siempre ocurre en la historia, durante el siglo xx se asistió al 
desarrollo más o menos paralelo de múltiples historias importantes. El 
conflicto entre el capitalismo y el socialismo influyó en casi todas esas 
historias, como es el caso de las dos guerras mundiales y de la Gran 
Depresión de la década de 1930. Hacia el final del siglo, algunos de 
esos acontecimientos contribuyeron a que la Guerra Fría quedara ob-
soleta como sistema internacional, pero también como el conflicto 
ideológico predominante. Por consiguiente, es bastante posible que los 
historiadores del futuro resten importancia a la Guerra Fría, ya que, 
desde su punto de vista, concederán mayor relevancia a los orígenes 
del poderío económico de Asia, o al comienzo de la exploración espa-
cial, o a la erradicación de la viruela. La historia siempre ha sido una 
intrincada telaraña de significado y de relevancia, donde resulta pri-
	 Un	mundo	por	hacer	 17
mordial el punto de vista del historiador que la escribe. A mí me obse-
siona el papel que desempeñó la Guerra Fría a la hora de crear el mun-
do que conocemos hoy en día. Pero eso, por supuesto, no es lo mismo 
que conceder prioridad a la crónica de la Guerra Fría respecto a todas 
las demás. Equivale, simplemente, a afirmar que durante un largo pe-
riodo de tiempo, el conflicto entre el socialismo y el capitalismo influyó 
profundamente en la forma de vivir de la gente, y en lo que pensaba 
sobre la política, tanto a escala local como mundial. 
En términos generales, la Guerra Fría se produjo en el contexto de 
dos procesos de profundos cambios en la política internacional. El pri-
mero fue la aparición de nuevos estados, creados más o menos confor-
me a la pauta de los estados europeos del siglo xix. En 1900 había en 
el mundo menos de cincuenta estados independientes, de los que 
aproximadamente la mitad estaban en América Latina. Ahora hay casi 
doscientos, que en su mayoría se asemejan extraordinariamente en su 
forma de Gobierno y en su administración. El segundo cambio funda-
mental fue el ascenso de Estados Unidos como la potencia mundial 
dominante. En 1900, el presupuesto de Defensa de Estados Unidos 
ascendía, en dólares estadounidenses de 2010, a aproximadamente 
10.000 millones, un aumento extraordinario respecto a años ante-
riores, gracias a la guerra hispano-estadounidense y a las operaciones 
contra la insurgencia en Filipinas y en Cuba. Hoy en día, ese gasto se 
ha multiplicado por cien, hasta alcanzar la cifra de un billón de dóla-
res. En 1870, el producto interior bruto (PIB) de Estados Unidos supo-
nía el 9 % del total mundial; en el momento de máximo apogeo de la 
Guerra Fría, estaba en torno al 28 %. Incluso hoy en día, tras años de 
supuesto declive de Estados Unidos, es de aproximadamente el 22 %. 
Por consiguiente, la Guerra Fría cobró forma en una era de prolifera-
ción de nuevos estados y de ascenso del poder de Estados Unidos, y 
ambos factores iban a contribuir a determinar la dirección que asumió 
el conflicto.
Además, esos cambios internacionales garantizaron que la Guerra 
Fría se desarrollara en un marco donde el nacionalismo era una fuerza 
duradera. Aunque aparentemente quienes creían en el socialismo o en 
el capitalismo como sistemas sociales y económicos siempre deplora-
ban el nacionalismo, los llamamientos a algún tipo de identidad na- 
cional a veces podían imponerse a los planes mejor trazados para el 
progreso humano. Una y otra vez, los grandiosos planes de moderniza-
ción, las alianzas o los movimientos transnacionales tropezaban con el 
18	 La	Guerra	Fría	
primer obstáculo que interponían en su camino el nacionalismo u otras 
modalidades de la política identitaria. Aunque el nacionalismo –‍por 
definición–‍ también tenía claras limitaciones como marco mundial 
(como demuestran las derrotas de los estados ultranacionalistas de 
Alemania, Italia y Japón en la Segunda Guerra Mundial), siempre fue 
un impedimento para quienes pensaban que el futuro pertenecía a las 
ideologías universalistas.
Por consiguiente, incluso en el apogeo de la Guerra Fría, entre 1945 
y 1989, la bipolaridad siempre tuvo sus limitaciones. A pesar de su 
atractivo a escala mundial, ni el sistema soviético ni el estadounidense 
se replicaron del todo en otros países. Probablemente ese tipo de clona-
ción no era posible, ni siquiera a juicio de sus más fervientes ideólogos. 
En términos de desarrollo social, el resultado fueron unas economías o 
bien capitalistas o bien socialistas con una fuerte influencia local. En 
algunos casos, esa mixtura no era vista con buenos ojos por los líderes 
políticos, que aspiraban a que se pusiera en práctica una forma no 
adulterada de sus ideales políticos. Pero –‍afortunadamente para la ma-
yoría, cabría decir–‍ era necesario transigir. Países como Polonia o Viet-
nam suscribían un ideal de tipo soviético para su desarrollo, pero a 
todos los efectos siguieron siendo muy diferentes de la Unión Soviética, 
de la misma forma que Japón o la República Federal de Alemania –‍a 
pesar de la profunda influencia estadounidense–‍ siempre fueron muy 
distintos de Estados Unidos. Un país como India, con su peculiar mez-
cla de democracia parlamentaria y de minuciosa planificación econó-
mica, estaba aún más lejos de cualquier tipo de ideal de la Guerra Fría. 
A ojos de sus propios dirigentes, y de sus más enérgicos partidarios en 
otros países, tan solo las dos superpotencias fueron siempre puras, 
como modelos a imitar en otras partes del mundo.
En cierto sentido, eso no es de extrañar. Los conceptos de la moder-
nidad en Estados Unidos y en la Unión Soviética tuvieron un punto de 
partida común a finales del siglo xix, y conservaron muchos elementos 
en común a lo largo de toda la Guerra Fría. Ambos conceptos tuvieron 
su origen en la expansión de Europa, y de lasformas de pensar euro-
peas, a escala mundial a lo largo de los tres siglos anteriores. Por pri-
mera vez en la historia, un centro –‍Europa y sus vástagos–‍ había llega-
do a dominar el mundo. Los europeos habían creado unos imperios 
que poco a poco se adueñaron de la mayor parte del planeta, y coloni-
zaron con su propia gente tres continentes. Se trataba de un giro sin 
precedentes, que llevó a algunos europeos, y a la población de ascen-
	 Un	mundo	por	hacer	 19
dencia europea, a creer que podían asumir el control del futuro del 
mundo entero a través de las ideas y las tecnologías que ellos habían 
desarrollado.
Si bien esa forma de pensar tenía unas raíces históricas mucho más 
profundas, su apogeo llegó en el siglo xix. Una vez más, no debería 
extrañarnos: el siglo xix fue sin duda alguna la era en que la ventaja de 
los europeos sobre todos los demás culminó en términos de tecnología, 
producción y poderío militar. La confianza en, y la dedicación a, lo que 
algunos historiadores han denominado los «valores de la Ilustración» 
–‍la razón, la ciencia, el progreso, el desarrollo y la civilización como 
sistema–‍ surgían evidentemente de la preponderancia del poder euro-
peo, como ocurrió con la colonización de África, del sudeste asiático y 
con el sometimiento de China y de la mayor parte del mundo árabe. A 
finales del siglo xix, Europa y sus vástagos, incluidos Rusia y Estados 
Unidos, ya eran los amos absolutos, a pesar de sus divisiones internas, 
y por consiguiente también lo eran las ideas que proyectaban.
Durante la época de predominio europeo, sus ideas fueron germi-
nando poco a poco en otros lugares. La modernidad asumía distintas 
formas en las diferentes partes del mundo, pero las esperanzas de las 
élites locales en la creación de sus propias civilizaciones industriales se 
extendían desde China y Japón hasta Irán y Brasil. Los factores clave 
de la moderna transformación que dichos países aspiraban a emular 
eran la primacía de la fuerza de voluntad humana sobre la naturaleza, 
la capacidad de mecanizar la producción mediante nuevas formas de 
energía, y la creación de un Estado-nación con una masiva participa-
ción del sector público. Irónicamente, esa difusión de unas ideas de 
origen europeo marcó el principio del fin de la era de predominio euro-
peo; los pueblos de otras partes del mundo deseaban la modernidad 
para sí mismos, a fin de defenderse mejor de los imperios que los sojuz-
gaban.
Incluso en el núcleo de la modernidad europea, a lo largo del si- 
glo xix fueron desarrollándose rivalidades ideológicas que, al final, 
iban a provocar la voladura del concepto de una única modernidad. A 
medida que iba arraigando la sociedad industrial, fueron desarrollán-
dose numerosas críticas que cuestionaban no tanto la modernidad en 
sí, sino más bien su finalidad última. Algunos afirmaban que la ex-
traordinaria transformación de la producción y la sociedad que estaba 
teniendo lugar forzosamente tenía que consistir en algo más que enri-
quecer a unas cuantas personas y que la expansión de unos pocos im-
20	 La	Guerra	Fría	
perios europeos en África y Asia. Tenía que haber un propósito que 
compensara –‍por lo menos en términos históricos–‍ la miseria humana 
generada por los procesos de industrialización. Algunos de aquellos 
críticos se aliaron con otros que afirmaban deplorar la industrializa-
ción en su conjunto, y que en algunos casos idealizaban las sociedades 
preindustriales. Los disidentes exigían nuevos sistemas políticos y eco-
nómicos, basados en el apoyo de los hombres y mujeres corrientes que 
estaban siendo arrojados a la centrifugadora del capitalismo.
La más fundamental de esas críticas era el socialismo, un término 
que se popularizó en la década de 1830, pero cuyas raíces se remontan 
a la Revolución francesa. Sus ideas centrales son la propiedad pública, 
no la propiedad privada, de los bienes y los recursos, y la expansión de 
la democracia de masas. Para empezar, bastantes socialistas echaban la 
vista atrás en la misma medida que miraban al futuro. Celebraban el 
igualitarismo de las comunidades campesinas o, en algunos casos, la 
crítica religiosa al capitalismo, a menudo relacionada con el Sermón de 
Jesús en la Montaña: «Al que te pida, dale, y al que quiera tomar de ti 
prestado, no se lo niegues».
Pero en la década de 1860 las primeras formas de pensamiento so-
cialista empezaron a sentir la presión de las ideas de Karl Marx y de 
sus seguidores. A Marx, un alemán que quería organizar los principios 
socialistas en forma de una crítica radical del capitalismo, le preocupa-
ba más el futuro que el pasado. Postulaba que el socialismo se desarro-
llaría de forma natural a partir del caos de los cambios económicos y 
sociales de mediados del siglo xix. A juicio de Marx, ni el orden feudal 
de antaño ni el orden capitalista del presente podían afrontar los desa-
fíos de la sociedad moderna. Ambos debían ser sustituidos por un or-
den socialista basado en principios científicos para gestionar la econo-
mía. Dicho orden se haría realidad a través de una revolución del 
proletariado, de los obreros industriales que carecían de propiedades. 
«El proletariado –‍decía Marx en su Manifiesto	comunista–, se valdrá 
del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el 
capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos 
en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase 
gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la ma-
yor rapidez posible las energías productivas.»3
Durante el siglo xix, los partidarios de Marx, que se autodenomi-
naron comunistas tras su Manifiesto, nunca constituyeron más que 
pequeños grupos, pero tenían una influencia mucho mayor que su nú-
	 Un	mundo	por	hacer	 21
mero. Lo que los caracterizaba era en gran medida la intensidad de sus 
convicciones y su internacionalismo radical. Allí donde otros movi-
mientos de la clase trabajadora aspiraban a un progreso gradual y ha-
cían hincapié en las reivindicaciones económicas de los desfavorecidos 
a los que representaban, los seguidores de Marx destacaban la necesi-
dad de una lucha de clases implacable para la conquista del poder po-
lítico a través de la revolución. Consideraban que los obreros no tenían 
patria ni rey. Pensaban que la lucha por un mundo nuevo no tenía 
fronteras, mientras que la mayoría de sus rivales eran nacionalistas y, 
en algunos casos, imperialistas.
Su internacionalismo y su dogmatismo antidemocrático eran las 
principales razones de que los marxistas perdieran terreno frente a 
otros movimientos de la clase obrera a finales del siglo xix. Por ejem-
plo, en la Alemania de Marx, el establecimiento de un nuevo Estado 
unitario fuerte en tiempos de Bismarck en la década de 1870 fue bien 
acogido por muchos obreros, que veían la construcción de la nación 
como algo preferible a la lucha de clases. Pero el propio Marx, entre-
vistado en su cómodo exilio del barrio londinense de Haverstock Hill, 
condenaba el nuevo Estado alemán por considerarlo «la consolidación 
del despotismo militar y la opresión implacable de las masas producti-
vas».4 En 1891, cuando el Partido Socialdemócrata alemán destacaba 
en su programa que el principal objetivo político era la lucha por la 
democracia, también fue rotundamente condenado por los marxistas. 
Los socialdemócratas habían exigido el «sufragio universal, igual y 
directo, con votación secreta en todas las elecciones, para todos los 
ciudadanos».5 Friedrich Engels, el colaborador y sucesor de Marx, 
consideraba que eso equivalía a «quitar la hoja de parra al absolutismo 
y colocarse uno mismo como pantalla para encubrir la desnudez». 
«Este abandono del porvenir del movimiento, que se sacrifica en aras 
del presente, todo eso puede tener móviles “honestos” –‍decía Engels–‍, 
pero eso es y sigue siendo oportunismo, y el oportunismo “honesto” 
es, quizá, más peligroso que todos los demás.»6
En la década de 1890 los partidos socialdemócratas yase habían 
establecido por toda Europa y las Américas. Aunque a veces su crítica 
al sistema capitalista se inspiraba en el marxismo, la mayoría de ellos 
hacía hincapié en las reformas antes que en la revolución, y hacían 
campaña a favor de la extensión de la democracia, de los derechos de 
los trabajadores y de unos servicios sociales accesibles para todos. 
Unos cuantos ya se habían convertido en partidos de masas, vincula-
22	 La	Guerra	Fría	
dos a los movimientos sindicales de sus respectivos países. En Alema-
nia, el Partido Socialdemócrata consiguió un millón y medio de votos 
en las elecciones de 1890, casi el 20 % del total (aunque tan solo obtu-
vo un pequeño número de escaños parlamentarios debido a unas leyes 
electorales injustas). En los países nórdicos, las cifras eran similares. 
En Francia, la Federación de Trabajadores Socialistas ya había empe-
zado a hacerse con el control de los gobiernos municipales en la década 
de 1880. A pesar de las críticas de Engels y otros, la mayoría de los 
partidos socialdemócratas estaban impulsando la democracia, al tiem-
po que empezaban a beneficiarse de sus frutos.
La crisis económica mundial de la década de 1890 lo cambió todo. 
Al igual que la crisis de 2007-2008, empezó en 1890 con la práctica 
insolvencia de un banco importante, en este caso el Baring’s Bank bri-
tánico, provocada por una excesiva asunción de riesgos en los merca-
dos extranjeros. La City londinense había conocido crisis peores, pero 
en aquella ocasión la diferencia fue que el problema se propagó rápida-
mente debido a una mayor interdependencia económica, llegando a 
infectar a las economías de todo el mundo. Por consiguiente, a princi-
pios de la década de 1890 se asistió a la primera crisis económica mun-
dial, con altos índices de desempleo (que en un momento dado casi 
llegaron al 20 % en Estados Unidos), y un masivo descontento de los 
trabajadores. Muchos obreros, e incluso los jóvenes profesionales 
–‍que por primera vez afrontaban unas altas cifras de paro–‍ se pregun-
taban si el capitalismo estaba acabado. Incluso muchos miembros del 
establishment empezaban a hacerse la misma pregunta, a medida que 
cundía el descontento. Un sector de la extrema izquierda –‍principal-
mente los anarquistas–‍ iniciaron campañas terroristas contra el Esta-
do. Entre 1892 y 1894 se produjeron once atentados con bombas a 
gran escala en Francia, entre ellos uno en la Asamblea Nacional. A lo 
largo y ancho de Europa y Estados Unidos se producían atentados 
mortales contra los dirigentes políticos: el presidente de Francia en 1894, 
el presidente del Gobierno español en 1897, la emperatriz de Austria 
en 1898 y el rey de Italia en 1900. Al año siguiente, el presidente esta-
dounidense William McKinley fue asesinado en la Exposición Pana-
mericana de Buffalo, en el estado de Nueva York. Los mandatarios de 
todo el mundo estaban indignados y asustados.
La agitación de la década de 1890 provocó la escisión de los movi-
mientos socialdemócratas, al tiempo que eran objeto de ataques sin 
precedentes de los patronos y los gobiernos. Se aplastaban las huelgas, 
	 Un	mundo	por	hacer	 23
a menudo de forma violenta. Se encarcelaba a los socialistas y a los 
sindicalistas. Las secuelas de la primera crisis económica mundial 
constituyeron un revés para los avances democráticos de las décadas 
anteriores. Además, provocaron la revitalización de la extrema iz-
quierda entre los socialistas, que consideraban que la democracia no 
era más que un escaparate para la burguesía. Ese fue el ambiente que 
vivió el joven Vladímir Ilich Uliánov, que adoptó el nombre de Lenin, 
al igual que los muchos otros militantes que iban a imprimir un giro a 
la izquierda a los movimientos socialistas y obreros en Europa durante 
los primeros años del siglo xx.
En el seno de las organizaciones obreras, los distintos sectores saca-
ron diferentes conclusiones de la crisis. Muchos de ellos habían espera-
do que el capitalismo se derrumbara por sí solo a consecuencia del 
caos creado por los traumas financieros de principios de la década 
de 1890. Cuando vieron que eso no ocurría y que –‍por lo menos en 
algunas regiones–‍ la economía volvía a remontar durante los últimos 
años de la década, la corriente mayoritaria de los socialdemócratas 
tomó un nuevo impulso hacia la organización de los sindicatos y los 
procesos de negociación colectiva. Podían hacer uso de las lecciones 
que los trabajadores habían aprendido de la crisis: que únicamente un 
sindicato eficaz podía oponerse a los despidos esporádicos y al empeo-
ramiento de las condiciones de trabajo cuando se producía una crisis 
económica. En Alemania, en Francia, en Italia y en Gran Bretaña se 
disparó el número de afiliados a los sindicatos. En 1899, en Dinamar-
ca, el comité central de los sindicatos acordó un sistema de negociacio-
nes anuales con la asociación patronal sobre los salarios y las condi- 
ciones de trabajo. Ese acuerdo a largo plazo, el primero en todo el 
mundo, fue el comienzo de un modelo que poco a poco iba a extender-
se a otros países. Provocó que Dinamarca fuera uno de los países me-
nos polarizados del mundo durante la Guerra Fría.
Lo que más detestaba la izquierda radical de toda Europa era la 
«traición de clase» de que hizo gala el Partido Socialdemócrata danés 
en sus Acuerdos de Septiembre. Después del balón de oxígeno que su-
puso para ellos la crisis, los radicales estaban más convencidos que 
nunca de que el capitalismo muy pronto iba a tocar a su fin, tal y como 
había pronosticado Marx. Algunos estaban convencidos de que los 
propios obreros, a través de sus organizaciones políticas, podían con-
tribuir a empujar poco a poco la historia hacia su destino lógico: las 
huelgas, los boicots y otras formas de protesta colectiva no eran solo 
24	 La	Guerra	Fría	
los medios para mejorar la suerte de la clase trabajadora. También 
podían contribuir a derrocar el Estado burgués. Por consiguiente, en la 
década de 1890 se asistió a la escisión final entre la corriente mayorita-
ria de los socialdemócratas reformistas y los socialistas revolucionarios 
–‍que muy pronto volverían a denominarse comunistas–‍, una escisión 
que duraría hasta el final de la Guerra Fría. La confrontación entre 
ambas facciones iba a convertirse en una parte importante de la histo-
ria del siglo xx.
La aparición de movimientos obreros políticamente organizados 
supuso una auténtica conmoción para el sistema consolidado de esta-
dos de finales del siglo xix. Sin embargo, en aquel momento se estaban 
gestando otras dos movilizaciones fundamentales, sin que ni el esta-
blishment político ni sus adversarios socialistas hicieran gran cosa por 
afrontarlas. La primera eran las campañas de las mujeres a favor de la 
justicia política y social, que en parte se desarrolló como reacción a las 
primeras reivindicaciones del derecho al voto por parte de la clase 
obrera. Algunos se preguntaban por qué se les negaba el derecho al voto 
a las mujeres, incluso a las burguesas cultas, cuando los obreros varo-
nes analfabetos sí gozaban de él. Otros veían cierto grado de solidari-
dad entre las reivindicaciones de las mujeres –‍como por ejemplo los 
plenos derechos económicos y los derechos en el seno de la familia–‍ y 
las reivindicaciones de la clase obrera, pero probablemente se trataba 
de una minoría durante la primera oleada de agitación feminista. Sin 
embargo, el activismo del movimiento resultaba llamativo, sobre todo 
en Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial. Después de que 
su aspiración a la plena emancipación política les hubiera sido denega-
da reiteradamente, las sufragistas eran apaleadas por la policía, y pro-
movían huelgas de hambre en las cárceles. En un caso particularmente 
impactante, una sufragista murió tras arrojarse a los pies de uno de los 
caballos del rey en el hipódromo. Las sufragistas británicas y sus her-
manas acabaron cosechando victorias por doquier, pero no como par-
te de la izquierda socialista.
Al mismo tiempoque el feminismo, también iban en aumento las 
campañas anticoloniales. En la década de 1890 ya empezaba a disipar-
se el trauma inicial de la ocupación y la colonización en algunas zonas 
de África y Asia. Armadas con las ideas y los conceptos adoptados de 
la metrópoli imperial, pero adaptándolos para un uso local, las élites 
cultas se debatían entre beneficiarse del sistema colonial y oponerse a 
él en nombre del autogobierno. Los movimientos campesinos también 
	 Un	mundo	por	hacer	 25
se opusieron a la influencia de Occidente: puede que los donghaks en 
Corea, los bóxers en China, o los yihadistas en el norte de África aspi-
raran a un mundo distinto del que deseaban sus compatriotas cultos, 
pero también contribuyeron a plantar las semillas de la resistencia an-
ticolonial. Cuando Estados Unidos se embarcó en su primera aventura 
colonial en Asia –‍en 1899, en Filipinas–‍ el movimiento local que se 
opuso a ella estaba formado tanto por patricios como por campesinos. 
A principios del siglo xx, ya habían surgido las primeras organizacio-
nes anticoloniales: el Congreso Nacional Indio, el Congreso Nacional 
Africano en Sudáfrica y los precursores del Partido Nacional de In- 
donesia.
Al tiempo que los adversarios del capitalismo, del colonialismo y 
del patriarcado libraban sus batallas contra el establishment, tam-
bién se estaba produciendo un cambio a nivel mundial en el sistema 
internacional de los estados. En Europa y Asia oriental, Alemania y 
Japón reforzaban sus posiciones. Pero el cambio más llamativo tenía 
lugar en la periferia europea. Europa –‍o más exactamente, una parte 
de Europa occidental–‍ había gozado del predominio militar a escala 
mundial desde el siglo xvii. Además, a partir del siglo xviii, unas 
pocas regiones de Europa occidental habían adquirido una enorme 
relevancia económica mundial en términos de innovación, sobre 
todo Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos. Sin embargo, a finales 
del siglo xix, los gigantescos estados de la periferia de Europa –‍impe-
rios de características especiales–‍ estaban recuperando terreno, y en 
algunos casos superando a los principales países europeos. Rusia y 
Estados Unidos eran muy diferentes en términos de su política y su 
organización económica. Pero ambos se habían expandido a grandes 
distancias hasta arrebatarle enormes cantidades de territorio a los 
pueblos situados en sus fronteras. La superficie de Estados Unidos 
había aumentado diez veces respecto a su tamaño original de la déca-
da de 1780, desde 975.000 hasta 9.880.000 kilómetros cuadrados. 
También Rusia había crecido rápidamente desde el comienzo de la 
dinastía Romanov en 1613, y a una escala todavía mayor: desde 
aproximadamente 5,2 millones de kilómetros cuadrados hasta 22,3 mi-
llones. Por supuesto, Gran Bretaña y Francia también tenían inmen-
sas posesiones coloniales. Pero no eran contiguas, y en su mayoría 
estaban habitadas por la población autóctona –‍de ahí que resultara 
mucho más difícil beneficiarse económicamente de ellas y mantener-
las bajo control a largo plazo.
26	 La	Guerra	Fría	
Como veremos a lo largo de este libro, las ideas y un sentido del des-
tino desempeñaron un papel esencial en la expansión de Rusia y de Esta-
dos Unidos. Las élites de ambos países estaban convencidas de que sus 
estados estaban expandiéndose por una razón, que las cualidades que 
poseían como pueblos les habían predestinado para la hegemonía en sus 
respectivas regiones y –‍en última instancia–‍ a escala mundial. En su in-
tento por alcanzar la hegemonía, ambas élites tenían la sensación de que 
estaban cumpliendo con una misión en nombre de Europa. Al descender 
de un linaje europeo, en cierto sentido ambas se habían involucrado en 
un proyecto para globalizar Europa, para extenderla hasta el Pacífico. 
Además, algunos de sus líderes intelectuales creían que, al hacerlo, sus 
propios pueblos iban a hacerse más europeos, que iban a estar más cen-
trados en los valores europeos y más dispuestos a llevar la carga del im-
perio en una era imperial. Pero al mismo tiempo, en ambos países algu-
nos consideraban que su expansión era radicalmente distinta de la de los 
imperios europeos. Mientras que los británicos y los franceses iban en 
busca de recursos y de ventajas comerciales, los rusos y los estadouni-
denses tenían unos móviles más elevados para expandirse: difundir las 
ideas de la iniciativa y la organización social, y salvar almas, tanto en la 
política como en la religión.
El papel de la religión es importante tanto en el bando estadouni-
dense como en el ruso.7 Si bien la posición de la fe organizada ya esta-
ba en declive en Europa (y también en muchas otras partes del mundo) 
a finales del siglo xix, para los rusos y los estadounidenses la religión 
seguía ocupando un lugar central en sus vidas. En cierto sentido, había 
similitudes entre el protestantismo evangélico de Estados Unidos y el 
cristianismo ortodoxo de Rusia. Ambos hacían hincapié en la teleolo-
gía, y la certidumbre de la fe estaba por encima de lo habitual entre 
otros grupos cristianos. Al no afectarles el concepto del pecado origi-
nal, ambos creían en la perfectibilidad de la sociedad. Y lo más impor-
tante, tanto los evangélicos como los ortodoxos creían que sus respec-
tivas religiones eran la fuente de inspiración de sus políticas en un 
sentido directo. Ellos eran los únicos dispuestos a cumplir los planes de 
Dios para el hombre y con el hombre.
De diferente manera, la entrada de Estados Unidos y de Rusia en 
los asuntos mundiales estaba teñida por la rivalidad que cada uno de 
ellos tenía con la potencia mundial dominante a finales del siglo xix, 
Gran Bretaña. A los estadounidenses les agraviaban los privilegios co-
merciales británicos en ultramar, y consideraban que su proclamación 
	 Un	mundo	por	hacer	 27
del libre comercio y de la libertad de inversión era moralista e interesa-
da. A pesar de la admiración que sentían muchos miembros de la élite 
estadounidense por las costumbres británicas, a finales de la década 
de 1890 los dos países rivalizaban cada vez más por la influencia, sobre 
todo en América del Sur, el primer continente donde se había asistido 
al aumento del poder mundial de Estados Unidos. También en Rusia, 
el sistema mundial británico se veía como el principal obstáculo para el 
ascenso ruso. Desde la guerra de Crimea, en la década de 1850, cuan-
do una coalición encabezada por Gran Bretaña impidió que Rusia se 
hiciera con el control de la región del mar Negro, muchos rusos veían 
a Gran Bretaña como una potencia hegemónica antirrusa, decidida a 
frustrar el ascenso de su país. Los intereses británicos y rusos chocaban 
en Asia central y en los Balcanes, y en 1905 el apoyo británico se con-
sideró un factor primordial para la victoria de Japón en su guerra 
contra Rusia. A diferencia de Estados Unidos, Rusia no gozaba del 
desarrollo económico que podía convertirla en Estado sucesor de Gran 
Bretaña como potencia hegemónica capitalista mundial. Pero el ger-
men del ascenso de Rusia –‍en su modalidad marxista soviética–‍ como 
potencia antisistémica global residía en su combinación de expansión 
territorial y de atraso económico.
Aunque la Guerra Fría supuso el ascenso internacional de Estados Uni-
dos como el sucesor de Gran Bretaña, sería totalmente erróneo consi-
derar que dicha sucesión fue pacífica o suave. Durante la mayor parte 
del siglo xx, Estados Unidos supuso una influencia revolucionaria en la 
política mundial y en las sociedades de ultramar. Eso es igual de válido 
para sus efectos tanto en Europa (incluida Gran Bretaña) como en 
América Latina, Asia o África. Henry James no iba muy desencamina-
do cuando, a finales de la década de 1870, consideraba que su héroe 
americano era «el gran bárbaro occidental, que avanza con su inocen-
cia y su poderío, parándose un momento a contemplar este Viejo Mun-
do decadente, para después abalanzarse sobre él».8 Estados Unidos era 
un alborotador internacional, que al principio se negabaa cumplir las 
normas que había establecido la hegemonía británica durante el siglo 
xix. Sus ideas eran revolucionarias, sus costumbres resultaban ofensi-
vas, y su doctrinarismo era peligroso. La hegemonía estadounidense 
no empezó a asentarse cómodamente a escala mundial hasta que la 
Guerra Fría empezó a tocar a su fin.
28	 La	Guerra	Fría	
Por consiguiente, la Guerra Fría tuvo sobre todo que ver con el as-
censo y la consolidación del poder de Estados Unidos. Pero también 
tenía que ver con muchas otras cosas: con la derrota del comunismo de 
estilo soviético y con la victoria, en Europa, de una forma de consenso 
democrático que había llegado a institucionalizarse a través de la 
Unión Europea. En China, significó una revolución política y social 
que llevó a cabo el Partido Comunista de China. En América Latina su-
puso el aumento de la polarización de las sociedades a ambos lados de 
las líneas divisorias ideológicas de la Guerra Fría. Este libro preten- 
de mostrar la relevancia de la Guerra Fría entre el capitalismo y el so-
cialismo a escala mundial, en todas sus variedades, y en ocasiones con 
todas sus confusas incoherencias. Por tratarse de una historia en un 
solo tomo, este libro no puede hacer mucho más que arañar la superfi-
cie de unos acontecimientos complicados. Pero habrá cumplido con su 
cometido si logra incitar al lector a explorar más a fondo la forma en 
que la Guerra Fría hizo del mundo lo que es hoy en día.

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