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El Libro Negro de la Nueva Izquierda
Ideología de género o subversión cultural
 
 
 
 
 
 
 
Nicolás Márquez | Agustín Laje
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Unión Editorial | Centro de Estudios LIBRE
 
http://www.prensarepublicana.com
 
 
 
 
http://www.prensarepublicana.com
Índice
 
 
- Introducción
 
 
 
PARTE I: Postmarxismo y feminismo radical – Por Agustín Laje
 
- Capítulo 1: Del marxismo al postmarxismo
 I- Marx y Engels
 II- La excepción rusa y la hegemonía
 III- La revolución teórica de Antonio Gramsci
 IV- El post-marxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe
 V- Los pensadores del “socialismo del Siglo XXI”
 
- Capítulo 2: Feminismo e ideología de género
 I- La primera ola del feminismo
 II- La segunda ola del feminismo
 III- El feminismo del socialismo real
 IV- La tercera ola del feminismo
 V- La ideología “queer”
 VI- El Dr. Money, el niño sin pene y algunas consideraciones científicas
 VII- La mujer y el capitalismo
 VIII- De la teoría a la praxis
 XIX- Breve comentario final
 
 
 
PARTE II: Homosexualismo cultural – Por Nicolás Márquez
 
- Capítulo 1: Comunismo y sodomía
 La “homofobia” marxista
 Del exterminio a la utilización proselitista
 ¿Alianza nueva y eterna?
 
- Capítulo 2: Los pensadores de la perversión 
La primera generación
 El patriarca
 La herencia envenenada
 
- Capítulo 3: La batalla psico-política
 El diálogo como trampa de persuasión
 Por la razón o por la fuerza
 El “matrimonio” homosexual
 La adopción homosexual
 
 
 
- Capítulo 4: La confederación filicida
 Advertencia preliminar
 La pregunta de cabecera
 La ciencia por encima de las paparruchadas ideológicas
 El almanaque progresista
 Los métodos de “salud reproductiva” favoritos del derecho-humanismo
 El sentimentalismo abortista
 
- Capítulo 5: ¿Y en la Argentina cómo andamos?
 Un amor no correspondido
 Democracia y Peste Rosa
 El homosexualismo noventista
 Las causas del internismo
 El kirchnerismo y la estatización de la homosexualidad
 Los sindicalistas más presentables
 
- Capítulo 6: La autodestrucción homosexual
 Naturaleza de la relación sexual
 SIDA y autodestrucción
 La autodestrucción más allá del SIDA
 La homosexualidad como banderín comunizante
 
- Capítulo 7: Comentario final
 
- Bibliografía
 
 
 
Agradecimientos
 
 
Cuando uno escribe un libro, agradecer inevitablemente se convierte en un acto
de injusticia por cuanto es imposible abarcar a todas las personas que, de una u otra
forma, ayudan en cualquiera de los procesos involucrados en el trabajo: investigación,
redacción y/o publicación.
 
No obstante, y asumiendo el riesgo de caer en esa injusticia, no queremos dejar
de utilizar este breve espacio para agradecer especialmente a: Dr. Gerardo Palacio
Hardy, Dr. Bernardino Montejano, Dr. Roberto Castellano (Presidente PRO-VIDA
Argentina), Profesor Cristián Rodrigo Iturralde, Lic. en Psicología Andrés Irasuste, Lic.
en Economía Iván Carrino y a Fernando Romero (Área de Filosofía del Centro de
Estudios LIBE).
 
Finalmente, gracias a los aportes en la corrección brindados por María José
Montenegro en la Parte II del libro.
Introducción
 
 
Terminaban los años ´80, el imperio soviético tambaleaba y no sin sentida
preocupación, el tirano y propietario de la Cuba comunista Fidel Castro, anticipándose
a la muy posible implosión de su sponsor moscovita, el 26 de julio de 1989 en discurso
público espetó lo siguiente: “Porque si mañana o cualquier día, nos despertáramos con
la noticia de que se ha creado una gran contienda civil de la URSS o incluso nos
despertáramos con la noticia de que la URSS se desintegró, cosa que esperamos que no
ocurra jamás, aún en esas circunstancias Cuba y la revolución cubana seguirían
luchando y seguirían resistiendo”[1]. Mal olfato no tenía el locuaz tirano, pues cuatro
meses después caía el Muro de Berlín y esta histórica proclama suya no fue más que
una suerte de alocución pre-inaugural de lo que al año siguiente, él mismo junto con el
entonces joven trotskista Ignacio Lula Da Silva (líder del Partido de los Trabajadores
que se consagrara Presidente de Brasil en el 2002) fabricara como estructura paralela o
supletoria ante la evidente agonía del imperialismo ruso: nos referimos al cónclave
marxista conocido como Foro de Sao Paulo, creado en 1990 justamente en la ciudad de
Sao Paulo.
 
A la convocatoria del mentado Foro acudieron originalmente 68 fuerzas
políticas pertenecientes a 22 países latinoamericanos. Desde entonces dicha cofradía se
reuniría regularmente y apenas 6 años después de su fundación (en 1996 en la ciudad de
San Salvador), esta asamblea revolucionaria ya era integrada por 52 organizaciones
miembros, entre las que se encontraban estructuras criminales como el Ejército de
Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC)[2], siendo ésta última banda el principal productor mundial de cocaína: 600
toneladas métricas anuales[3], motivo por el cual con tan extraordinaria recaudación la
citada organización supo aportar ingentes recursos para impulsar el naciente
contubernio trasnacional.
 
Desde entonces, dicho Foro y organizaciones afines vienen reclutando,
aggiornando y reciclando a toda la izquierda regional por medio de calculadas sesiones
políticas e ideológicas que buscaron y buscan afanosamente darle nuevos impulsos a
viejas ideas. En efecto, el comienzo de los años ´90 fue clave para la reconversión y
reinvención de una ideología que ya no podía exhibir la “Hoz y el Martillo”, ni ofrecer
expropiación de latifundios, ni reformas agrarias, ni divagar con la plusvalía, ni
tampoco seducir a potenciales clientes con la trillada luchas de clases. Ya nada de todo
este discurso resultaba atractivo a la opinión pública occidental y además, sabía a
naftalina.
 
Pero hay un año en los comienzos de esta convulsionada y enrarecida década
que pareciera marcar un vertiginoso punto de inflexión: 1992. Fue entonces cuando una
serie de movimientos extraños, novedosos y aparentemente inconexos empezaron a
brotar en distintos lugares del mundo en general y de América Latina en particular. Al
amparo de 458 Ongs[4] creadas repentinamente para publicitar un ficcionario relato
precolombino, el 12 de octubre se llevó a cabo en Bolivia la primera gran marcha
“indigenista”[5], aprovechando la redonda fecha de los “500 años de sometimiento”
(en referencia a la llegada de Cristóbal Colón a las Américas en 1492)[6] en la cual, ya
destacaba la acción dirigente del joven Evo Morales[7] (que se consagraría Presidente
de Bolivia en el 2005). Un poco más al sur, en la Argentina democrática de 1992,
apareció en escena la “Primera marcha del orgullo Gay”[8], alentada en parte por el
creciente feminismo radical de inspiración lesbo-marxista, el cual desde hacía meses
venía influyendo mundialmente tras la publicación del libro El género en disputa:
Feminismo y la subversión de la identidad[9] de Judith Butler, texto abrazado desde
entonces como “biblia” por todos los movimientos promotores de la “ideología de
género”. Mientras tanto, también en 1992 pero en la colorida ciudad de Río de Janeiro,
se llevaron adelante las sesiones del “ecologismo popular”, el cual emergió con 1.500
organizaciones de todo el mundo que se reunieron para debatir y redefinir la estrategia,
incluyendo el reclamo de la llamada “deuda ecológica”[10]. Y fue en ese mismísimo
año cuando en Venezuela, un coronel hablantín de ideología desconocida llamado Hugo
Chávez Frías, encabezó dos intentos de golpe de Estado[11], en los cuales no sólo se
pretendiómatar al Presidente Carlos Andrés Pérez sino que los insurgentes mataron a
20 compatriotas[12]. La intentona golpista no fructificó, Chávez terminó preso por dos
años pero ganó fama y celebridad: siete años después asumiría como
Presidente/dictador en su país y el Foro se anotaría otro logro de proporciones.
 
¿Pero qué ocurrió en 1992 en el mundo que forjó tamaña promoción de
movimientos tan novedosos como heterogéneos? Si bien popularmente se reconoce a la
caída del Muro de Berlín (9 noviembre de 1989) como el hito histórico del derrumbe
de un sistema y una amenaza (el socialismo), la realidad es que aquello fue antesala de
lo que política y formalmente se materializaría tres años después, o sea en 1992,
cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética bajo el mando del entonces
Premier Borís Yeltsin dejó de existir formal y oficialmente como tal [13], y fue por ello
que todo el imperio comunista de Europa del Este quedó descuartizado y separado en
pequeños países o territorios tras una suerte de implosión geopolítica.
 
Luego, ante la ausencia de la contención soviética y la consiguiente necesidad
de solucionar ese vacío, todas las estructuras de izquierda tuvieron que fabricar Ongs y
armazones de variada índole acomodando no sólo su libreto sino su militancia, sus
estandartes, sus clientes y sus fuentes de financiación. Por lo tanto, al comenzar la
última década del Siglo XX, un sinfín de dirigentes, escritores, pandillas juveniles y
organizaciones varias quedaron desparramadas, sin soporte discursivo y sin revolución
que defender o enaltecer, en torno a lo cual estas corrientes advirtieron la necesidad de
maquillarse y encolumnarse detrás de nuevos argumentos y banderines que oxigenaran
sus envilecidas y desacreditadas consignas. Silenciosamente, la izquierda reemplazó
así las balas guerrilleras por papeletas electorales, suplantó su discurso clasista por
aforismos igualitarios que coparon el extenso territorio cultural, dejó de reclutar
“obreros explotados” y comenzó a capturar almas atormentadas o marginales a fin de
programarlas y lanzarlas a la provocación de conflictos bajo excusas de apariencia
noble, las cuales prima facie poco o nada tendrían que ver con el stalinismo ni mucho
menos con el terrorismo subversivo, sino con la “inclusión” y la “igualdad” entre los
hombres: indigenismo, ambientalismo, derecho-humanismo, garanto-abolicionismo e
ideología de género (esta última a su vez subdividida por el feminismo, el abortismo y
el homosexualismo cultural) comenzaron a ser sus modernizados cartelones de protesta
y vanguardia.
 
¿Y mientras tanto qué hacían los sectores del anticomunismo capitalista ante la
creciente fabricación y proliferación de renovadas conflagraciones que pululaban?
Lejos de tomar nota de estas súbitas rebeliones, se encontraban despreocupados y
festivos no sólo celebrando la caída “definitiva” del comunismo, sino leyendo con
distendido triunfalismo el publicitado best seller de notable fama mundial El fin de la
historia y el último hombre, de Francis Fukuyama[14] (publicado en el insistente año
1992), el cual sentenciaba el triunfo irreversible de la democracia capitalista como
hecho lineal e inalterable, suerte de agradable determinismo histórico pero ahora
vaticinado por la derecha liberal, lo cual constituyó un gravísimo error de
subestimación del enemigo. El comunismo no murió con la caída formal de sus Estados
porque justamente lo más importantes son las organizaciones colaterales, y éstas ya
existían desde mucho antes de la creación de la URSS: y siguieron existiendo después
de la extinción de la misma.
 
Lo cierto es que fuimos muy pocos los que le prestamos atención a esta
metamorfosis y, 25 años después, la izquierda no sólo se apoderó políticamente de gran
parte de Latinoamérica sino lo que es muchísimo más grave: hegemonizó las aulas, las
cátedras, las letras, las artes, la comunicación, el periodismo y, en suma, secuestró la
cultura y con ello modificó en mucho la mentalidad de la opinión pública: la revolución
dejó de expropiar cuentas bancarias para expropiar la manera de pensar.
 
Tras tomar nota de la inadvertencia social que hay en torno a este peligro y peor
aún, de la vergonzosa concesión que el acobardado centrismo ideológico y el
correctivismo político le viene haciendo a esta disolvente embestida del progresismo
cultural, es que quienes esto escribimos, hemos decidido desarrollar y publicar este
trabajo. En primera instancia, nuestra ambición pretendía elaborar un ensayo que
desenmascarara todas y cada una de las caretas de esta izquierda engañosamente
“amable y moderna”, pero advertimos que por la complejidad del asunto sería
imposible abordarla en un solo tomo. Decidimos por lo tanto trabajar en esta primera
instancia en la máscara que más influye en la Argentina y en Europa: nos referimos a la
ideología de género, una de las principales pantallas del neo-marxismo hoy en boga. Es
nuestra intención, no obstante, trabajar sobre las demás banderas de la nueva izquierda
en próximas publicaciones.
 
¿Qué es?, ¿cuándo nace?, ¿en qué consiste?, ¿cómo nos afecta?, ¿quién la
financia? ¿cuáles son sus vertientes y quiénes promueven la ideología de género? Son
sólo algunos de los muchísimos interrogantes que intentaremos responder a lo largo de
este trabajo, el cual se divide en dos partes bien diferenciadas aunque entrelazadas, que
obran como ramas del mismo tronco del género: el feminismo radical y el
homosexualismo ideológico.
 
Respecto de lo primero (es decir del feminismo), este tema abarca la primera
mitad del libro y decidimos que sea la pluma de Agustín Laje quien con su tono
facultativo, pausado y pedagógico, explique y desarme de manera exhaustiva ésta
deletérea corriente político/cultural. Luego, en cuanto a la segunda mitad del presente
ensayo (referido al lobby homosexualista), es Nicolás Márquez el encargado de trazar
una provocativa radiografía de todo el movimiento sodomítico con su característico
modo polémico, enérgico y muchas veces sarcástico.
 
Esta distribución de tareas a la hora de escribir el presente ensayo fue diseñado
así para que cada uno de los autores exponga su trabajo con su impronta, su formación y
su narrativa personal de la manera más auténtica y espontánea posible, a fin de darle al
lector una obra frontal de características inéditas en Argentina y para la cual, ambos
escritores no escatimaron en estudiar y consultar una apabullante diversidad de fuentes
bibliográficas y así, suministrarle al lector el trabajo más serio e intelectualmente
honesto que hayamos podido brindarle. En efecto, con no poco orgullo sabemos que
quizás este sea el primer libro publicado en éstas playas que ataque de lleno a estas
corrientes ideológicas.
 
¿Qué nosotros somos discriminadores?, ¿machistas?, ¿homofóbicos?, ¿pro-
femicidas?, ¿macartistas? y ¿antediluvianos?. Probablemente esta sea la prejuiciosa e
inexacta caracterización que tanto socialistas (con deliberada intención) como
bienpensantes de centro (con funcional ignorancia) nos endilgarán de antemano y aun
sin conocer todo lo mucho que tenemos para exponer a lo largo y ancho de este trabajo
que, a pesar de ser mediano en su extensión, nos costó incontables horas de estudio,
investigación, lectura, consultas, debates, reflexión y análisis.
 
Finalmente, huelga decir que hemos decidido publicar este libro a sabiendas del
amontonamiento de ataques que recibiremos puesto que, parafraseando a José
Ingenieros, nunca pretendimos presentarnos como imparciales ante lectores que no lo
son y por lo demás, “toda imparcialidad no deja de ser artificial” según sentenciaba
Julius Menken, y no hemos puesto tamaña energía y esfuerzo para agradar a los
usurpadores del monopolio de la corrección y la bondad sino precisamente para
cuestionarlos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PARTE I: Postmarxismo y feminismo radical
Por Agustín Laje
 
Capítulo 1: Del marxismo al postmarxismo
 
Por Agustín Laje
 
 
 
Los cambios que la izquierda, en términos de su práctica políticafue
registrando a lo largo de la historia, fueron acompañados por transformaciones
producidas al nivel de las teorías que ella misma barajaba para delinear sus estrategias
revolucionarias. Es la eterna dialéctica entre teoría y praxis. De tal suerte que
preguntarse qué fue primero, si la teoría o la praxis, es una pregunta incorrecta o, por lo
menos, reduccionista, de encarar la cuestión. Lo cierto es que los hechos brindan al
intelectual la materia prima para delinear sus teorías, del mismo modo que el
intelectual a menudo –y con especial importancia en los grupos marxistas− le brinda al
hombre de acción o al militante la base sobre la cual entender “mejor” el marco que lo
rodea y, por consiguiente, conducir sus acciones de manera de lograr mejores
resultados.
 
En este capítulo es nuestra intención hacer un breve recorrido teórico que
muestre el camino que tomó la teoría marxista hasta desembocar en lo que hoy se llama
“post-marxismo”, y que es precisamente el marco teórico del cual se alimenta la nueva
izquierda o “neomarxismo”. En dicho recorrido pondremos el acento en la cuestión de
la llamada “hegemonía”, concepto que hace las veces de puente entre el marxismo y el
post-marxismo, habiendo permitido el paso de una “lucha de clases” hacia una “batalla
cultural”.
 
 
 
I- Marx y Engels
 
Hay que comenzar desde el origen de la teoría marxista. En Karl Marx y
Friedrich Engels encontramos la génesis. Hombres alemanes del Siglo XIX, ambos
tienen el mérito intelectual de haber sentado las bases de un pretendido “socialismo
científico” frente a los diversos socialismos utópicos y anarquismos que en aquellos
tiempos predominaban en la izquierda.
 
Hasta Marx y Engels, todo lo que se había escrito para la causa socialista según
la perspectiva de ellos mismos, había estado impregnado de una estrechez que
terminaba siendo involuntariamente funcional a los sectores que deseaban frenar la
revolución del proletariado. Todo el tercer capítulo nada menos que de El manifiesto
comunista —obra clave en la divulgación marxista— está dedicado a refutar las
teorías socialistas previas al marxismo: Saint-Simon, Fourier, Owen y otros escritores
socialistas anteriores a los autores del Manifiesto, no habían logrado, según Marx y
Engels, darle al socialismo una guía científica para la realización de su revolución.
 
El proyecto marxista era —o pretendía ser— muy distinto que el de sus
antecesores socialistas: Marx y Engels introducirían las bondades de la ciencia en el
estudio de las sociedades frente a las “fantasías” utópicas de sus colegas que aquéllos
pretendían dejar atrás. No haría falta mencionar que la historia, empero, terminó dando
por tierra con semejantes pretensiones: las leyes de la historia marxistas —que decían
poder predecir la evolución de la historia— jamás se comprobaron sino que todo lo
contrario —la Revolución Rusa, como veremos, fue la gran y paradójica excepción— y
la visión de un mundo comunista, sin clases y sin Estado, fue tan utópica como las
mismísimas utopías de las que Marx y Engels renegaban: de forma tal que las disputas
ideológicas entre los socialistas no dejaba de ser una delirante riña entre utopistas.
 
La desmesurada pretensión “científica” del marxismo precisaba de un método
no menos monumental para estudiar el “curso de la historia” e intentar, a la postre,
predecir las transformaciones sociales y, más importante todavía, las condiciones de
las transformaciones revolucionarias. Es en este sentido que Marx y Engels son
“hegelianos”, esto es, que toman del filósofo alemán Georg Hegel su célebre método: la
dialéctica. ¿Qué es la dialéctica?[15] En términos lo más simples posible, se trata de un
método que supone que en la historia surgen fuerzas opuestas que, en su contradicción,
generan una nueva fase que a su vez genera otra instancia contradictoria, y así
sucesivamente. En términos filosóficos, se dirá que a toda tesis corresponde una
antítesis, las cuales resultan superadas por una síntesis. La historia avanza, pues, en
función de las contradicciones que se generan en su seno. El método de la dialéctica
había sido utilizado por Hegel para descubrir el movimiento de las ideas en el mundo;
para Hegel, las ideas de los hombres resultan centrales para explicar los cambios en la
historia. En el marxismo será lo opuesto: dialéctica, pero aplicada al descubrimiento
del mundo de la materia, y a eso en la jerga marxista se le llama materialismo
dialéctico.
 
Pasemos esto en limpio. El motor de la historia es hallado por el marxismo en
el mundo material y, más concretamente, en la dimensión de las fuerzas productivas. ¿Y
qué son las fuerzas productivas? Para decirlo de forma sintética, son las distintas
tecnologías y modos de producción sobre las cuales se apoya la producción
propiamente dicha. Sus modificaciones entrañan y explican los cambios profundos en la
historia. Así, el taller corporativo resultó superado por la manufactura con su división
del trabajo; y ésta a su vez fue reemplazada al poco tiempo por la gran industria
moderna, hija de la máquina a vapor. Tal es el sentido material de la revolución
productiva que sepulta a la sociedad feudal y abre el paso a la sociedad moderna,
industrial y, utilizando terminología marxista, a la “sociedad burguesa”. La idea central
del razonamiento en cuestión es que las fuerzas productivas se hallan en permanente
avance, y generan para sí “relaciones de producción” (empleador-empleado), que se
traducen jurídicamente en relaciones de propiedad y que generan clases sociales
específicas —definidas por su relación con los medios de producción— en pugna. Pero
el problema sobreviene cuando la evolución de las fuerzas productivas —es decir, el
desarrollo de las nuevas tecnologías y maneras de producir— llega a un punto en el
cual las formas de propiedad privada terminan frenando la productividad; en esa
instancia las sociedades se conmueven y se dan las condiciones materiales para una
revolución. De ahí que se pensara que el capitalismo se conduciría a sí mismo hacia su
propia crisis, pues llegaría el día en que la propiedad privada sería un estorbo para el
propio sistema: la revolución comunista, en virtud de todo ello, sería inexorable
suponían sus cultores.
 
Ahora bien, y por otro lado, lo que en la jerga marxista se conoce como
“materialismo histórico” ha quedado resumido por Engels en el prefacio a la edición
alemana de 1883 del Manifiesto Comunista que aquél redactara tras la muerte de su
socio y colega Karl Marx: “Toda la historia (…) ha sido una historia de la lucha de
clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las
diferentes fases del desarrollo social; y que ahora esta lucha ha llegado a una fase en
que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la
clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar, al mismo tiempo y para
siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y la lucha de clases”.[16]
 
Hay que destacar que el denominado materialismo histórico ofrece una sucesión
de etapas necesarias en el desarrollo de la historia que culminaría según sus autores
con la revolución del proletariado, pero que pasan, antes de llegar a ella, por las
revoluciones burguesas como la que el mundo había visto en la Francia de 1789, apenas
veintinueve años antes del nacimiento del propio Marx. El mismísimo Manifiesto
Comunista que ya hemos citado dice que “la burguesía ha desempeñado en la historia
un papel altamente revolucionario”.[17] La burguesía, en efecto, poseyó una tarea
histórica concreta: la de desmantelar las formas de organización feudales. Pero además,
el “capitalismo burgués” es necesario para la historia, en tanto que, al tiempo que
acelera de manera impresionante las fuerzas productivas[18], simplifica las
contradicciones existentes en la sociedad en dos grupos antagónicos fáciles de
identificar: el burgués y el proletariado.[19]
 
La llamada “burguesía” ha sido sin lugar a dudas una clase revolucionaria para
Marxy Engels, aunque hoy nos suene extraño. ¿En qué sentido revolucionaria? En el
sentido de que es la clase que destruye el mundo feudal, rompiendo con los estrechos
marcos nacionales de la antigua industria, generando un mercado mundial,
revolucionando las comunicaciones e introduciendo el cosmopolitismo. En otras
palabras, la burguesía sería funcional durante una etapa de la historia para obrar como
antesala de lo que luego sería la vaticinada revolución proletaria.
 
En efecto, según fantaseaban los marxistas, la burguesía desarrollaría
impresionantes fuerzas productivas que terminarían acabando con la propia “sociedad
burguesa”. ¿Por qué razón? Porque los marxistas suponen que el desarrollo de esas
fuerzas productivas empieza a ser frenado por el régimen de propiedad privada y
terminan generando las condiciones para romper con éste. La misma rebelión de las
fuerzas productivas que acabó con la sociedad feudal debería ahora, en función de la
misma “necesidad dialéctica”, acabar con la burguesía en provecho del proletariado. Y
esto es lo que creían estar viendo Marx y Engels mientras escribían su profecía con
pretensiones científicas: “Ante nuestros ojos se está produciendo un movimiento
análogo [al de la destrucción del feudalismo]. Las relaciones burguesas de producción
y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa
moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de
cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que
ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la
industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas
productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las
relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su
dominación”.[20] Todo estaba dicho para Marx y Engels, y creían haber descubierto el
movimiento necesario de la historia y, por consiguiente, predecir el porvenir político y
social: “Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven
ahora contra la propia burguesía. Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas
que deben darle muerte, ha producido también los hombres que empuñarán esas armas:
los obreros modernos, los proletarios”.[21]
 
Los proletarios son entonces la clase social que tiene en sus manos la más
importante misión histórica: impulsar una revolución que, al destruir la propiedad
privada que fundamenta la división en clases, destruirá las clases sociales como tales y
su liberación será la liberación de toda la humanidad.[22] Si toda la historia ha sido la
historia de la lucha de clases, el marxismo anuncia una última revolución en la historia:
la revolución del proletariado, que abrirá las puertas de un paraíso llamado
“comunismo”, que se realizará tras un período indeterminado de “dictadura del
proletariado”. En efecto, tras la revolución, la clase obrera deberá poner a su
disposición el poder político para acabar con las relaciones de producción existentes,
socializando los medios de producción (es decir, aboliendo la propiedad privada).[23]
 
Y aquí es cuando la dialéctica produce su último movimiento: así como la
burguesía como “clase dominante” supuestamente había engendrado al proletariado
como “clase dominada”, cuando esta última se transforme en clase dominante
engendrará la síntesis que coronará el movimiento dialéctico y constituirá el fin de la
historia, el advenimiento del paraíso comunista: la sociedad sin clases, sin política, sin
Estado, sin religión. Esto es lo que, en pocas palabras, Marx decía que iba a suceder
con arreglo a “leyes históricas” basadas en la “ciencia”.
 
Extraigamos para concluir lo más importante para nuestro análisis que sigue. El
marxismo analiza a la sociedad de manera topográfica o, metafóricamente hablando,
con la forma de un “edificio”. En la base o “estructura” de la sociedad, el marxismo
coloca las fuerzas productivas y sus relaciones de producción —es decir, las
tecnologías para producir y las relaciones de propiedad existentes—. En la
“superestructura” que se levanta a partir de esta base de carácter económico, los
marxistas ubican al Estado, la ideología, la religión, la cultura, etcétera. Siguiendo con
la metáfora edilicia, va de suyo que la manera más fácil de demoler un edificio consiste
en reventar los pilares sobre los que éste se apoya, y en esto se ha basado precisamente
el marxismo tradicional: las verdaderas revoluciones se pergeñan al nivel de las
relaciones económicas, pues todo lo demás —ideología, Estado, cultura, etcétera— es
apenas un reflejo de aquéllas. Lo que hay que hacer es transformar el sistema
económico, y lo otro se va dando por añadidura. ¿Qué quiere decir esto? Que no existe
revolución propiamente dicha si no se acaba con el régimen de propiedad privada
existente de manera tajante. Tratar de dar una lucha al nivel de la “superestructura”, es
decir, por ejemplo, a nivel ideológico o jurídico, sería lo mismo que pelearse con una
sombra para el marxismo clásico.
 
En el prefacio de su obra Una contribución a la crítica de la economía
política, Marx asevera: “Siempre es necesario distinguir entre la revolución material
en las condiciones económicas de producción, que caen dentro del radio de la
determinación científica exacta, y la jurídica, política, religiosa, estética o filosófica, es
decir, en una palabra, las formas ideológicas de la apariencia”. El análisis que Karl
Popper (filósofo alemán detractor del marxismo) hace de este pasaje es interesante para
entender lo que sigue, es decir, las modificaciones estratégicas y teóricas que sufrió el
marxismo clásico a través del tiempo: “En opinión de Marx, es vana la esperanza de
lograr algún cambio importante mediante el solo uso de recursos jurídicos o políticos;
una revolución política sólo puede desembocar en la transmisión del mando de un
grupo de gobernadores a otro (…). Sólo la evolución de la esencia subyacente, la
realidad económica, puede producir transformaciones esenciales o reales, esto es, una
revolución social”.[24]
 
Pero todo este castillo de arena empezó a caerse más temprano que tarde, con la
mismísima revolución marxista por excelencia: la rusa.
 
 
 
II- La excepción rusa y la hegemonía
 
Una revolución en Rusia a principios del Siglo XX introducirá, por paradójico
que parezca, un grave problema teórico para el marxismo tradicional y su filosofía de
la historia. El problema puede resumirse en una simple pregunta: ¿Cómo podía darse
una revolución proletaria en aquella Rusia que todavía no había tenido su revolución
democrático-burguesa? Vale decir, la Rusia zarista de 1905 y 1917 —años en los que
se experimentaron luchas revolucionarias—, a diferencia de la Francia de 1789 —que
tenía una importante burguesía que pujaba por reemplazar el sistema monárquico-feudal
vigente— contaba con una situación política en la cual había zares pero no una
burguesía latente que pudiera afectarlos. Entonces, según el razonamiento marxista,
faltaba una burguesía que hiciera ese trabajo para que a su vez, posteriormente, ésta
fuera desplazada por otra clase social: el proletariado. Pero el problema que ponía en
jaque las predicciones marxistas fue que la revolución comunista se produjo “saltando
etapas”, puesto que se pasó de una situación feudal directamente al socialismo, sin
pasar en el medio por una “revolución burguesa”. Se habría saltado desde la planta
baja al segundo piso sin haber construido el primero, siguiendo el ritmo de las
metáforas edilicias.
 
Marx y Engels habían establecido un orden progresivo en el proceso
revolucionario; tenían, en una palabra, una concepción “etapista” de la historia (un
desarrollo por etapas), bajo la cual las distintas clases tenían tareas que les eran
“connaturales”. Para ellos, las primeras revoluciones del proletariado tenían que
suceder en los países capitalistas más avanzados en virtud de la propia dinámica de las
fuerzas materiales que ya hemosvisto. La revolución que se dio en la Rusia de
1905[25] estaba ilustrando para sus espectadores, pues, un desajuste magnánimo: el
desajuste de las etapas de la historia predichas por Marx, y el desajuste de las tareas
históricas que cada clase debía asumir conforme a las leyes sociológicas inventadas
por el marxismo. Y frente a este problema, dentro de la socialdemocracia rusa
estuvieron quienes afirmaron que el proletariado no debía participar como fuerza
dirigente del proceso revolucionario (los “mencheviques”[26]), pero también surgieron
voces más radicalizadas que reivindicaron la posibilidad de constituir a la clase obrera
rusa en cabeza de una revolución (los “bolcheviques”[27]).
 
Años después, Antonio Gramsci (célebre filósofo italiano marxista de la
primera mitad del Siglo XX) haciendo tambalear la rigidez ideológica del marxismo
tradicional, escribirá un texto titulado “La revolución contra «El Capital»”, en el que
ironiza: “El Capital, de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los
proletarios. Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia se
formara una burguesía, empezara una era capitalista, se instaurase una civilización de
tipo occidental, antes de que el proletariado pudiera pensar siquiera en su ofensiva, en
sus reivindicaciones de clase, en su revolución. (…) Los hechos han provocado la
explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la historia de Rusia habría tenido que
desarrollarse según los cánones del materialismo histórico”.[28]
 
Como vemos, en opinión de Gramsci, nada menos que los hechos rusos —valga
la paradoja— hicieron volar en pedazos los esquemas “etapistas” del materialismo
histórico del marxismo puro. Pero no debemos adelantarnos tanto; la teorización de
Gramsci es un tanto posterior a la revolución —de modo que él analizaba en base a los
hechos ya consumados—, y ya llegaremos a ella. La pregunta que debemos hacernos
ahora es: ¿Cómo hicieron por entonces los teóricos que estaban observando estos
desajustes para explicar el salto de etapas que se dio en Rusia y, aún más, justificar la
praxis revolucionaria de la clase obrera en el marco de una revolución que debía ser
burguesa?
 
Del seno de la Segunda Internacional Socialista[29] —la cual funcionó entre
1889 y 1923— se recurrirá a un concepto que vendrá a suturar la teoría marxista: ese
concepto fue el de hegemonía.
 
¿A qué refería la hegemonía en un inicio? Como ya hemos visto, las clases
sociales para la teoría marxista tienen “tareas históricas” bien precisas: la burguesía
debe barrer con la sociedad feudal, y el proletariado barrer a su vez con la sociedad
burguesa (capitalista). La hegemonía será el concepto utilizado por el teórico Gueorgui
Plejanov —uno de los fundadores de la Segunda Internacional— para describir y
justificar el hecho de que en Rusia la clase proletaria asumiera la tarea burguesa de
sepultar la sociedad feudal. En efecto, el estadio del desarrollo económico ruso estaba
tan poco maduro que una débil burguesía no podía hacerse cargo de sus obligaciones
históricas —hacer la revolución contra el feudalismo zarista— y, a la postre, la clase
obrera debía hegemonizar, es decir, asumir tareas que no eran propias a su naturaleza
de clase —hacer la revolución contra el capitalismo burgués—.
 
Este es el marco del surgimiento del concepto de hegemonía que, en su propio
origen, no puede despojarse del determinismo económico del marxismo tradicional.
¿Por qué? Porque se continúan concibiendo a las clases sociales como grupos con
tareas históricas bien definidas, “naturales”, y la hegemonía es apenas el nombre
otorgado al hecho excepcional dado por la asunción por parte de una clase social de
una tarea que en teoría no le es propia. En el caso ruso, como se dijo, esa tarea fue la
de hacer una revolución proletaria contra un régimen feudal.
 
Algunos cambios ligeros a la idea de “hegemonía” sobrevendrán con Vladímir
Ilich Lenin, el teórico bolchevique por antonomasia y fundador de la Tercera
Internacional Socialista. Su lucha teórica se enmarca en su controversia contra el ala de
los mencheviques, los cuales siguiendo el esquema etapista argumentaban que en Rusia,
“por ser un país atrasado con régimen feudal, la revolución sería realizada en dos
etapas. Una primera, en que el proletariado, el campesinado, la intelectualidad se
unirían con la burguesía liberal para derrotar a la monarquía e instaurar un régimen
democrático burgués, en donde el proletariado ganaría espacios para luchar por el
socialismo. (…) Esa lucha por el socialismo abriría la segunda etapa de la
revolución”.[30] Lenin, al contrario, subrayaba desde un inicio el carácter
“reaccionario” de la burguesía rusa y estimaba que la revolución debía desde sus
orígenes plantear una lucha contra ella, en una alianza de la clase obrera con el
campesinado y sin esperar etapa previa alguna.
 
En este punto surge, pues, el concepto de “hegemonía” leninista como
“dirección política en el seno de una alianza de clases”.[31] La clase proletaria rusa,
a pesar de su pequeño número en relación al conjunto de la población, se erige en clase
dirigente de las demás clases subalternas —fundamentalmente el campesinado— y
establece con ellas una alianza política para hacer la revolución.[32] Pero dicha
alianza no modifica la identidad de las clases aliadas: “Golpear juntos, marchar
separados” es una de las máximas más elocuentes de Lenin, que resume precisamente su
concepto de hegemonía.
 
 
 
III- La revolución teórica de Antonio Gramsci
 
El gran paso cualitativo en lo que refiere al concepto de “hegemonía” lo dará no
un ruso sino un italiano: Antonio Gramsci (1891-1937), a quien ya hemos citado
anteriormente y a quien seguiremos mencionando en este trabajo. La primera vez que
éste habló de “hegemonía” fue en el marco de su escrito “Algunos temas de la cuestión
meridional”, y su deuda teórica para con Lenin es admitida en varios pasajes de sus
Cuadernos de la cárcel, compilación de anotaciones que el italiano hizo mientras se
encontraba encarcelado por el régimen de Benito Mussolini. En el texto antedicho,
Gramsci aborda el problema de la división existente entre la Italia industrial del norte y
la Italia agraria del sur, y el rol hegemónico que debe asumir la clase obrera frente al
campesinado que, en términos leninistas, significa el problema de generar una alianza
de clases entre el obrerismo y el campesinado en la cual el primero lleve la
conducción. Gramsci describe la hegemonía en estos términos prácticos: “El
proletariado puede convertirse en clase dirigente y dominante en la medida en que
consigue crear un sistema de alianzas de clase que le permita movilizar contra el
capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de la población trabajadora, (…) en la
medida en que consigue obtener el consenso de las amplias masas campesinas. (…)
Conquistar la mayoría de las masas campesinas significa (…) comprender las
exigencias de clase que representan, incorporar esas exigencias a su programa
revolucionario de transición, plantear esas exigencias entre sus reivindicaciones de
lucha”.[33]
 
Hasta aquí, la hegemonía continúa siendo una “alianza de clases” como
pregonaba Lenin, aunque empieza a ponerse de relieve la necesidad de “comprender”,
“incorporar” y “plantear” —tal las palabras de Gramsci— las exigencias de los grupos
campesinos, que parece ir más allá de una simple alianza pasajera. Las consideraciones
del pensador italiano no se asemejan en ningún sentido al “golpear juntos, marchar
separados” de su camarada Lenin. Lo que Gramsci empieza a plantear es la necesidad
de generar un vínculo mucho más fuerte con la clase campesina en el marco de una
lucha común contra el capitalismo.
 
Ahora bien, en el mismo texto, pero poco más adelante, Gramsci da un nuevo
salto cuando advierte que la hegemonía sobre los campesinos del sur la mantiene la
“clase burguesa” gracias al influyente accionar de sus intelectuales sobre ese sector. El
campesinado está fuertemente dominado en términos culturalesy en su “visión del
mundo” por la burguesía, y eso es lo que quiere romper Gramsci. En particular, éste
menciona al filósofo liberal-conservador Benedetto Croce como uno de los
responsables de esta hegemonía burguesa por sobre el campesinado, para ejemplificar
de qué forma el accionar intelectual resulta vital: “Benedetto Croce ha cumplido una
altísima función «nacional»: ha separado los intelectuales radicales del sur de las
masas campesinas, permitiéndoles participar de la cultura nacional y europea, y a
través de esta cultura los ha hecho absorber por la burguesía nacional”.[34] Como
vemos, acá se produce un cambio de paradigmas: mientras que para el marxismo
clásico luchar en el plano cultural, político o jurídico era más o menos como luchar
“contra una sombra”, para Gramsci esta lucha era la realmente importante.
 
Existe un vínculo muy claro entre hegemonía y cultura para el pensamiento
gramsciano. La dominación cultural es el conducto a través del cual la burguesía
italiana logra hegemonizar al campesinado del sur. Y es por eso que Gramsci concluye
que es vital que proliferen intelectuales comunistas, pues ¿quién mejor que los
intelectuales para lograr cambios culturales?: “También es importante que en la masa
de los intelectuales se produzca (…) una tendencia de izquierda en el sentido moderno
de la palabra, o sea, orientada hacia el proletariado revolucionario. La alianza del
proletariado con las masas campesinas exige esta formación; aún más lo exige la
alianza del proletariado con las masas campesinas del sur”.[35]
 
La idea de “hegemonía” en Gramsci ha superado, en este orden, la mayor parte
del economicismo que aquélla contenía. ¿Por qué? Porque ahora la hegemonía
precisará en adelante de un accionar cultural que Gramsci llamará “intelectual-moral”:
la hegemonía se realiza generando cambios al nivel cultural, y no es una simple alianza
económico-política como pregonaba Lenin, ni es la asunción de tareas externas a la
propia clase como planteaba Plejanov. La hegemonía en Gramsci se da en un terreno de
gran trascendencia: el de los valores, creencias, identidades y, en definitiva, el de la
cultura: “Toda revolución —anota Gramsci— ha sido precedida por un intenso trabajo
de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados
humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y
para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con
los demás que se encontraban en las mismas condiciones”.[36]
 
Dicho de otra manera: la hegemonía ya no se da en la transacción de intereses
materiales, sino en el hecho de inyectar en el otro una misma “concepción del mundo”
que anude lazos de solidaridad orgánicos (hegemónicos) entre grupos que pertenecen a
distintas clases sociales —obreros por un lado, campesinos por el otro—. Es el vínculo
ideológico y no tanto el económico el que da sentido a la formación política
hegemónica en Gramsci. El éxito del proceso hegemónico (es decir de la fusión entre
grupos distintos acerca de la conciencia revolucionaria), depende de la confección de
una ideología de signo contrario respecto de la dominante, que cuestione su “sentido
común”, su forma de ver el mundo, su forma de organizar la sociedad, la economía, la
política, la cultura.
 
Pero en Gramsci la clase obrera continúa siendo una clase privilegiada en algún
sentido. En efecto, es la clase que tiene la posibilidad de llevar adelante procesos
hegemónicos que extiendan los límites de su voluntad a otros grupos sociales también
subalternos. La hegemonía parece ser una iniciativa exclusiva del proletariado en su
estrategia. Tanto es así, que en sus apuntes sobre El Príncipe de Maquiavelo, Gramsci
designa al partido de la clase obrera como “Nuevo Príncipe”. Y en estos términos
establece su misión: “Una parte importante del Príncipe moderno deberá estar dedicada
a la cuestión de una reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión religiosa o de
una concepción del mundo. (…) El Príncipe moderno debe ser, y no puede dejar de ser,
el abanderado y el organizador de una reforma intelectual y moral, lo cual significa
crear el terreno para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional
popular”.[37]
 
La importancia de la batalla cultural es a esta altura harto evidente en Gramsci,
toda vez que la revolución puede y debe darse a un nivel cultural. Recordemos que para
Lenin la revolución había de ser violenta y ésta implicaba tomar por fuerza el Estado,
imponer la “dictadura del proletariado”, abolir la propiedad privada, destruir el
Ejército y la burocracia, haciendo desaparecer a la postre el Estado mismo.[38] ¿Y qué
propone Gramsci? Pues que el Estado puede ser permeado desde la sociedad civil y
que, en todo caso, su destrucción como “organismo al servicio de la clase dominante”
no se agota en la destrucción del Ejército y de la burocracia al modo que Lenin
proponía, sino fundamentalmente en la destrucción de la “concepción del mundo” que
produce y reproduce el Estado para el mantenimiento de su hegemonía cultural, y su
reemplazo por una nueva. Gramsci está proponiendo, en una palabra, dar una lucha
cultural que socave la hegemonía ideológica de la “clase dominante” pertrechada en el
Estado.[39] Esta lucha, conectando con el inicio de nuestro análisis, debe ser
encabezada por la clase obrera pero habiendo hegemonizado a los demás grupos
subalternos, resultando de ello una “voluntad colectiva nacional-popular”. La cuestión
de la revolución violenta, tan distintiva del pensamiento marxista-leninista, queda
relegada e, incluso, Gramsci va a hablar de “revolución pasiva” como aquella en la
cual las “clases dominantes” se ven obligadas a ir absorbiendo los puntos de vista de
las voluntades colectivas nacional-populares.[40]
 
 
 
IV- El post-marxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe
 
Contemporáneos a nosotros, el argentino Ernesto Laclau y su mujer Chantal
Mouffe han generado otro salto importantísimo en la teoría marxista. Tan importante ha
sido este salto, que se les reconoce en el mundo académico un rol indiscutible como
dos de los mayores referentes del llamado “post-marxismo” o “posmarxismo”[41], una
corriente teórica muy reciente cuya característica fundamental es que se ha propuesto
revisar al marxismo para adecuarlo, teórica y estratégicamente, al nuevo mundo que
nació del fracaso del “socialismo real” de la Unión Soviética.
 
Sin embargo, Ernesto Laclau no ha trascendido sólo en el mundo académico,
sino que también su imagen ha llegado al mundo de la política en general en virtud de
habérsele reconocido un rol filosófico relevante en el proyecto del “socialismo del
Siglo XXI” en general, y en el caso del régimen kirchnerista en particular.
Prácticamente no ha existido medio de comunicación nacional e internacional que, al
mencionarlo, no le haya adjudicado el papel del “filósofo del kirchnerismo”.[42] Con
su muerte en abril de 2014, Cristina Kirchner brindó un discurso en el que dijo: "Laclau
era un filósofo muy controversial, un pensador con tres virtudes. La primera, pensar,
algo no muy habitual en los tiempos que corren. Segundo, hacerlo con inteligencia, y
tercero, hacerlo en abierta contradicción con las usinas culturales de los grandes
centros de poder" (como si la nueva izquierda no fuera uno de ellos).
 
Pero concentrémonos en su aporte teórico, que es lo que pretendemos
desentrañar en este capítulo. Y empecemos diciendo que el mundo en el que Laclau
vive es muy distinto del de Marx e incluso que el de Gramsci. Lo que Laclau ve cuando
escribe junto a Chantal Mouffe su obra Hegemonía y estrategia socialista, publicada
en 1985, es un mundo donde el capitalismo se ha expandido enormemente y, lejos de
agudizar los conflictos de clase, logró cada vez mejores condiciones de existencia para
el proletariado[43] frente a una inminente caída del bloque comunista; donde la
democracia pluralista también se ha extendido inconmensurablemente y ha hecho
aflorar nuevos puntos de conflicto políticoque no tienen su raíz en fundamentos
económicos; y donde el Estado de bienestar se encuentra en una brutal crisis y, en su
reemplazo, aquéllos ven venir con toda su fuerza el proyecto del “liberalismo
neoconservador”.
 
El citado trabajo de Laclau y Mouffe está dedicado a revisar y “deconstruir”
(desarmar y reemplazar) las teorías del marxismo tradicional, buscando desmontar el
economicismo[44] —idea según la cual, tal como ya vimos, lo verdaderamente
relevante es la dimensión económica— para luego proponer una nueva teoría y una
nueva estrategia para la izquierda, basada en la idea de hegemonía sobre la que nos
hemos referido anteriormente. En ello se resumen, precisamente, los esfuerzos de
Hegemonía y estrategia socialista, una de las obras más importantes de nuestra
renacida izquierda.
 
El post-marxismo de Laclau y Mouffe tiene centro en la supresión del concepto
de “clase social” como elemento teórico relevante para la izquierda. Este es el paso
crucial que ambos pensadores dan respecto de Gramsci en quien, por lo demás, basan
la mayor parte de su teoría. El proletariado ya no es el sujeto revolucionario
privilegiado en ningún sentido posible; la clase obrera en Laclau no tiene siquiera
privilegios en una estrategia hegemónica como en la teoría gramsciana. Pero además de
ello, tampoco hay ningún sentido en buscar otro sujeto privilegiado, como aconteció en
la década del ’60 en la cual se discutió, a partir especialmente de los teóricos de la
Escuela de Frankfurt, si el privilegio de la historia pasaba por los jóvenes, las mujeres,
etcétera.[45] Contra el intento desesperado por descubrir nuevos sujetos para la
revolución anticapitalista, Laclau y Mouffe ponen el acento en la construcción
discursiva de los sujetos. ¿Qué significa esto? Pues que los discursos ideológicos
pueden dar origen a nuevos agentes de la revolución (el discurso tiene carácter
performativo, diría el filósofo del lenguaje John Austin). Simplificando un poco: hay
que fabricar y difundir relatos que vayan generando conflictos funcionales a la causa de
la izquierda.
 
El problema en este punto pasa a ser el de cómo explicar la construcción de
estas nuevas identidades. Y la respuesta vendrá dada, una vez más, por el concepto de
“hegemonía”. ¿Pero a qué llaman “hegemonía” Laclau y Mouffe? Para ponerlo en los
términos más claros posibles —algo no siempre fácil en razón del oscurantismo de
estos autores—, “hegemonía” es el nombre de un proceso bajo el cual fuerzas sociales
diferentes entre sí, se empiezan a articular y a la postre terminan modificando cada una
su identidad particular. Se da entre ellas un intercambio recíproco que los transforma.
El concepto de “articulación” es clave aquí, pues queda definido por los autores como
“toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos
resulta modificada como resultado de esa práctica”.[46] En otros términos más
prácticos, hay articulación política cuando dos frentes políticos entablan una alianza
que termina por modificar la identidad de ambos.
 
Pero una articulación, para ser hegemónica, debe generarse en el marco de un
antagonismo social, esto es, en un espacio dividido por el conflicto. La hegemonía es un
proceso a través del cual distintas fuerzas sociales se empiezan a unir para potenciarse
en el contexto de conflictos.
 
Pongamos un ejemplo para aclarar la idea: un grupo de trabajadores mantiene
demandas particulares como, por ejemplo, la necesidad de un aumento salarial; grupos
de mujeres, por otra parte, construyen demandas de protección para el sexo femenino
frente a los casos de violencia contra la mujer; grupos indígenas, por su lado, reclaman
porciones de tierras basándose en supuestas posesiones de sus antepasados remotos.
Estas demandas, separadamente, carecen de fuerza hegemónica. Pero la izquierda tiene
la misión de instituir un discurso que, sobre un terreno de conflicto mayor, articule estas
fuerzas en un proceso hegemónico que las haga equivalentes frente a un enemigo
común: el capitalismo liberal. Es decir, la izquierda debe crear una ideología en la cual
estas fuerzas puedan identificarse y unirse en una causa común; la nueva izquierda debe
ser el pegamento que unifique, invente y potencie a todos los pequeños conflictos
sociales, aunque estos no revistan naturaleza económica.
 
De tal suerte que la hegemonía se logra cuando una fuerza política determina el
complejo de significados y palabras —y por añadidura moldea la forma de pensar—
por los cuales han de conducirse quienes se encuentran bajo su dirección. Como Zanco
Panco asevera en su diálogo con Alicia en la célebre novela Alicia en el país de las
maravillas, de Lewis Carroll:
— Cuando yo uso una palabra —insistió Zanco Panco con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere
decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.
— La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
— La cuestión —zanjó Zanco Panco— es saber quién es el que manda…, eso es todo.
 
La hegemonía, según la teoría de Laclau y Mouffe, tiene sentido a partir de un
momento histórico bien concreto: el de la revolución democrática. En efecto, dicha
revolución —concretamente la francesa[47]— habría instaurado un discurso igualitario
que, al suplantar la doctrina teológico-política por aquella que declara que el poder
emana desde el seno del pueblo, deslegitimó una serie de subordinaciones,
transformándolas en opresiones, ampliando en su constante desarrollo la sede de los
antagonismos sociales. Así es que la revolución democrática es, para estos autores, el
terreno de una constante e ininterrumpida emergencia de antagonismos que en tiempos
precedentes estaban contenidos por otro tipo de discurso social.
 
Naturalmente, la estrategia que estos autores le proponen al socialismo, lejos de
tener por objetivo inmediato la destrucción de la “democracia burguesa” —al modo del
marxismo clásico—, tiene su eje en el hecho de entender la democracia como el terreno
sobre el cual el proyecto socialista puede y debe desenvolverse, aprovechando y
fomentando la multiplicidad de puntos de antagonismos que bajo aquélla es posible
hacer emerger. De lo que se trata es de abordar la democracia liberal y radicalizar su
componente igualitario a tal punto que aquélla termine siendo diezmada desde su propio
seno; que sea barrida por su propia lógica; destruir la democracia desde adentro, y no
desde afuera. Ese objetivo termina de evidenciarse en el subsiguiente libro de Laclau:
La razón populista[48].
 
Pero sigamos con Hegemonía y estrategia socialista. Sus autores no sólo hacen
explícitas las intenciones antedichas, sino que incluso las destacan con recursos
tipográficos (la letra cursiva o itálica pertenece a los propios autores): “…es evidente
que no se trata de romper con la ideología liberal democrática sino al contrario, de
profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al
liberalismo su articulación con el individualismo posesivo. La tarea de la izquierda no
puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal democrática sino al
contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia
radicalizada y plural. (…) No es en el abandono del terreno democrático sino, al
contrario, en la extensión del campo de las luchas democráticas al conjunto de la
sociedad civil y del Estado, donde reside la posibilidad de una estrategia hegemónica
de izquierda”.[49]
 
Digamos al respecto dos cosas. En primer lugar, surge de la propia pluma de
Laclau y Mouffe que la radicalización de la democracia no es un fin en sí mismo sino un
medio para alcanzar otro fin: la destrucción del “individualismo posesivo” típicamente
liberal, es decir, la destrucción de la noción de los derechos individuales y de la
propiedad privada. En segundo lugar, así como las dictaduras socialistas del siglo
pasado alegaban estar llevando adelante una “democracia sustancial” frente a la
“democracia burguesa” del mundo capitalista,en Laclau y Mouffe esta distinción se
mantiene vigente aunque con un nuevo nombre: democracia radical vs. democracia
liberal. Pero la supuesta “democracia radical” no es mucho más que el nombre dado a
un socialismo que ha incluido en su discurso una serie de demandas que exceden al
tradicional terreno de las clases. Y tan así es, que los propios autores concluyen su
libro de esta forma: “Todo proyecto de democracia radicalizada incluye
necesariamente, según dijimos, la dimensión socialista —es decir, la abolición de las
relaciones capitalistas de producción— (…). Por consiguiente, el descentramiento y la
autonomía de los distintos discursos y luchas, la multiplicación de los antagonismos y
la construcción de una pluralidad de espacios dentro de los cuales puedan afirmarse y
desenvolverse, son las condiciones sine qua non de posibilidad de que los distintos
componentes del ideal clásico del socialismo (…) puedan ser alcanzados”.[50]
 
No es exagerado decir que el objeto de toda la teoría de Laclau y Mouffe es la
construcción de un socialismo[51] adaptado a las condiciones del nuevo milenio que
ven venir, al cual le han puesto de manera simpática el apodo de “democracia radical”
para incluir demandas que no han tenido lugar con anterioridad en las teorías
socialistas. “El término poco satisfactorio de ‘nuevos movimientos sociales’ —
escriben los autores— amalgama una serie de luchas muy diversas: urbanas,
ecológicas, antiautoritarias, antiinstitucionales, feministas, antirracistas, de minorías
étnicas, regionales o sexuales. (…) Lo que nos interesa de estos nuevos movimientos
sociales no es (…) su arbitraria agrupación en una categoría que los opondría a los de
clase, sino la novedad de los mismos, en tanto que a través de ellos se articula esa
rápida difusión de la conflictuidad social a relaciones más y más numerosas, que es hoy
día característica de las sociedades industriales avanzadas”.[52] Aquí es donde
nosotros nos concentraremos en este libro: en desmantelar los discursos de estas nuevas
máscaras de la izquierda que sus teóricos hegemonizaron.
 
La relevancia y la autonomía de la política y la ideología aparecen con toda su
fuerza en el trazado la estrategia hegemónica que estamos describiendo.[53] Y bajo este
paraguas teórico, la izquierda ha terminado de traer, por fin, a primer plano, la
relevancia de una lucha ideológica que ha determinado la muerte de la lucha de clases y
el consiguiente nacimiento de la batalla cultural.
 
 
 
V- Los pensadores del “socialismo del Siglo XXI”
 
El “socialismo del Siglo XXI” es la expresión latinoamericana de la renacida
izquierda. Como proyecto, con nombre y apellido, aquél nació formalmente el 27 de
febrero de 2005 en Venezuela, oportunidad en la cual Hugo Chávez convocara a los
intelectuales orgánicos, desde su insufrible programa televisivo “Aló Presidente”, a
“inventar el socialismo del siglo XXI”. El socialismo no había muerto con la implosión
soviética; debía “reinventarse” con los ajustes necesarios de acuerdo a las condiciones
del nuevo siglo y a los nuevos postulados teóricos que los revisionistas del marxismo
habían confeccionado. De todo ello se habló con especial énfasis en los Foros
Internacionales de Filosofía de Venezuela que empezaron precisamente en ese año, y
que apuntaron a desempolvar ideas que se creían condenadas al museo de antigüedades
de una vez para siempre.
 
El proyecto del socialismo del Siglo XXI, en estos momentos, mientras estas
líneas se escriben, está siendo pensado y repensado por intelectuales orgánicos
dedicados a cumplimentar con la orden del difunto dictador venezolano y expandirlo a
toda la región. Aquí daremos apenas un vistazo a las ideas de algunos de ellos que, si
bien en muchas cosas presentan un pensamiento más o menos heterogéneo, coinciden a
pie juntillas en algo que no es nada menor para la tesis de nuestro trabajo: el carácter
cultural de la revolución izquierdista del nuevo siglo. Y es que aquéllos son deudores,
sin lugar a dudas, del pensamiento post-marxista que, tal como vimos, corrió su mirada
desde la agitación de la clase obrera hacia la construcción de nuevos antagonismos
sociales, culturales, étnicos, etarios, sexuales, etcétera.
 
El uruguayo Sirio López Velasco es un caso interesante. Este ha basado su
propuesta intelectual del socialismo del Siglo XXI en discusiones éticas que tienen su
fundamento en el famoso postulado de Marx que reza: “De cada uno según su
capacidad, a cada uno según su necesidad”. Pero admite, seguidamente, que la clase
obrera que supo ver Marx no es la de hoy y ello lo obliga a contemplar cambios
importantes: “En momentos en que la clase obrera ha disminuido cuantitativamente y se
ha modificado cualitativamente, con centrales sindicales que de hecho aceptan los
límites del capitalismo, ya suena a museo la invocación de cualquier ‘partido obrero de
vanguardia’; la tarea crítico-utópica ecomunitarista hoy es colocada en manos de un
bloque social heterogéneo, con forma de movimiento, que agrupa a los asalariados, los
excluidos de la economía capitalista formal, las llamadas ‘minorías’ (que a veces son
mayorías, como las mujeres, y algunas comunidades étnicas en algunos países), las
minorías activas (sobre todo en movimientos, partidos, sindicatos y organizaciones no
gubernamentales, y en especial muchas de carácter ambientalista), los pueblos
indígenas que sin asumir una postura identitaria a-histórica esencialista, quieren
permanecer y transformarse sin aceptar el dogma de los ‘valores’ capitalistas de la
ganancia y del individualismo, y los movimientos de liberación nacional que combaten
el recrudecido imperialismo yanqui-europeo”.[54]
 
El argentino Atilio Borón sigue esta misma línea, aunque hace hincapié en la
necesidad de “construir” —es decir, fogonear el conflicto— en lugar de “encontrar” al
sujeto de la nueva revolución socialista, con claras reminiscencias a Laclau: “No existe
un único sujeto —y mucho menos un único sujeto preconstituido— de la transformación
socialista. Si en el capitalismo del siglo XIX y comienzos del XX podía postularse la
centralidad excluyente del proletariado industrial, los datos del capitalismo
contemporáneo (...) demuestran el creciente protagonismo adquirido por masas
populares que en el pasado eran tenidas como incapaces de colaborar en —cuando no
claramente opuestas a— la instauración de un proyecto socialista. Campesinos,
indígenas, sectores marginales urbanos eran, en el mejor de los casos, acompañantes en
un discreto segundo plano de la presencia estelar de la clase obrera”.[55] Así pues, lo
que debe hacer el nuevo socialismo es recoger, impulsar y agitar “las reivindicaciones
de los vecinos de las barriadas populares, de las mujeres, de los jóvenes, de los
ecologistas, de los pacifistas y de los defensores de los derechos humanos”[56], a
través de la estrategia hegemónica, es decir mediante la unión de todos estos micro-
conflictos que hemos analizado anteriormente. “En conclusión —anota Boron—, la
construcción del ‘sujeto’ del socialismo del siglo XXI requiere reconocer, antes que
nada, que no hay uno sino varios sujetos. Que se trata de una construcción social y
política que debe crear una unidad allí donde existe una amplia diversidad y
heterogeneidad”.[57] Puesto en términos de la teoría post-marxista que ya hemos visto:
de lo que se trata es de lograr una hegemonía socialista que aglutine todos los
elementos de conflagración social posible.
 
Habíamos dicho antes que la hegemonía sólo tenía sentido en un marco social
donde el conflicto entre los distintos grupos fuera la regla. El marxismo tradicional
encontró un único conflicto fundamental que lo abarcaba todo: el de las clases sociales
—es decir, el conflicto económico—. Pero como el nuevo socialismo ha tenido que
minimizar —prácticamente abandonar— la visión estrictamente clasista, necesita hacer
irrumpir nuevos conflictos, de distintos tipos, que puedan encontrar su hilo conductor en
la oposición al orden capitalista y a los valores occidentales enlos que aquél se
sostiene. Esta generación permanente del conflicto es recomendada por el sociólogo
venezolano Rigoberto Lanz cuando anota que el socialismo del Siglo XXI sólo puede
tener éxito “apostando duro por el impulso de prácticas subversivas que propaguen el
efecto emancipatorio de las rupturas, de los conflictos, de las contradicciones”.[58]
 
Las coincidencias entre los autores llaman la atención y deben ser remarcadas a
riesgo de caer en la redundancia, pues es lo que nos da la pauta de que estamos ya no
frente a una “propuesta” sino frente a una clara estrategia en marcha. En efecto, el
teórico alemán Heinz Dieterich, ex asesor de Chávez y célebre académico del
“socialismo del Siglo XXI”, argumenta algo muy parecido a lo de sus colegas cuando
escribe que no se trata de la búsqueda de un mítico “sujeto de liberación
predeterminado, sino del reconocimiento de que los sujetos de liberación serán
multiclasistas, pluriétnicos y de ambos géneros”[59] y que “la clase obrera seguirá
siendo un destacamento fundamental (...) pero probablemente no constituirá su fuerza
hegemónica”.[60] Por su parte, el pensador neomarxista ruso Alexander Buzgalin[61]
también ha declarado que una premisa objetiva “del socialismo del siglo XXI es la
asociación de los trabajadores y ciudadanos en general (...) así se suman a los
sindicatos los diversos movimientos sociales (mujeres, etnias discriminadas por el
racismo, campesinos, ecologistas, etc.), las organizaciones no gubernamentales y las
asociaciones informales no permanentes y muy flexibles que agrupan a gentes movidas
puntualmente por causas comunes”.[62] Pero López Velasco se queja de una importante
omisión que el ruso hace en su trabajo: “nos llama la atención que Buzgalin omita (a no
ser que lo hayamos leído mal) a los movimientos homosexuales (gays y lesbianas) en el
arco iris de los movimientos asociativos que germinan como semillas del asociativismo
participativo-decisorio requerido por/en el socialismo del siglo XXI”.[63]
 
El filósofo y ex guerrillero[64] boliviano Álvaro García Linera, actual vice-
presidente de Evo Morales, hace especialmente hincapié en la cuestión indigenista en
concreto, y explica esta traslación del sujeto revolucionario dada entre el histórico
“obrero explotado” al actual “indígena colonizado” a través del hilo conductor del
marxismo: “Iniciamos así una relectura, o más bien una ampliación de nuestra mirada,
desde lo obrero muy centrado en Marx, o al menos en las obras clásicas de Marx y
Lenin, hacia la temática de lo nacional, de lo campesino, hacia la temática de lo que se
llama las identidades difusas. Ahí nace una etapa —hacia el año 1986— que se
mantiene hasta hoy, de preocupación en torno a la temática indígena… supe incorporar
la temática indígena en un esfuerzo por volverla comprensible y entendible a partir de
las categorías que yo tenía; mi autoformación era básicamente marxista. (...) Comienza
una obsesión, con distintas variantes, a fin de encontrar el hilo conductor sobre esa
temática indígena desde el marxismo”.[65] Y seguidamente realza el proyecto
hegemónico del nuevo socialismo en base a estos nuevos sujetos: “Toda revolución
implica un tipo de alianzas, aun la guerra de clases es exitosa si se logra aislar,
desmoralizar, debilitar al adversario y acoplar a potenciales aliados, esa es la idea de
una hegemonía”.[66]
 
Extraigamos como conclusión algo que a esta altura ya es evidente: si hay algún
acuerdo estratégico en el marco de la reconstrucción de una nueva izquierda para el
siglo XXI, es que ésta se tiene que apoyar con fuerza en nuevos “movimientos” que son
mencionados y repetidos hasta el hartazgo por todos los teóricos que hemos repasado
hasta aquí, incluidos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe que, como vimos en el
subcapítulo anterior, sentaron las bases teóricas post-marxistas para superar
definitivamente el economicismo que sólo permitía ver la lucha socialista como una
confrontación de clases sociales. Esos nuevos movimientos que el socialismo del Siglo
XXI debe hegemonizar son fundamentalmente los indigenistas, ecologistas,
derechohumanistas, y a los que en este primer tomo de esta obra les dedicaremos
especial atención: las feministas y los homosexualistas (de estos últimos se encargará
Nicolás Márquez en la segunda parte de la presente obra), eufemísticamente
representados por lo que se ha dado en conocer como la “ideología de género”.
 
Capítulo 2: Feminismo e ideología de género
 
Por Agustín Laje
 
 
 
I- La primera ola del feminismo
 
Dado que el feminismo no puede ser abordado como una ideología unívoca, sus
diversas expresiones suelen ser diferenciadas a través de “olas” que se van sucediendo
unas a otras a través de la historia, y que llevan consigo importantes cambios político-
teóricos respecto de sus predecesoras. De tal suerte que resulta necesario repasar
rápidamente las principales características de estas distintas manifestaciones de
feminismo, para escapar a los discursos reduccionistas que nos llevarían a
generalizaciones peligrosas. En efecto, el feminismo radical, sobre el cual aquí
concentramos nuestras críticas, nada tiene que ver con otros feminismos que la historia
ha registrado y que nosotros, lejos de criticarlos, creemos que representaron progresos
sociales importantes y necesarios.
 
Los orígenes de lo que podemos llamar la “primera ola” feminista han de
encontrarse en los tiempos del Renacimiento (Siglos XV y XVI), como período de
transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Mujeres de gran inteligencia
comienzan a reclamar el derecho a recibir educación de manera equitativa a la recibida
por los hombres, y empiezan a notar y a hacer notar el papel socialmente relegado que
juega la mujer de aquel entonces. Nuevos aires intelectuales se sienten
fundamentalmente en Europa; los clásicos son releídos sin los anteojos arquetípicos del
mundo medieval. Y así, a este momento de la historia corresponden obras tales como
La ciudad de las damas de Christine de Pizan, escrita en 1405, y La igualdad de los
sexos del sacerdote Poulain de la Barre, publicada en 1671. Entre medio de ellos,
Cornelius Agrippa publica la célebre obra De la nobleza y la preexcelencia del sexo
femenino en 1529. El padre Du Boscq escribe a favor de la educación abierta al
público femenino en La mujer honesta. Al término del Siglo XVII, el filósofo
Fontenelle publica sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. A la lista
se puede sumar La novia perfecta de Antoine Héroët, El discurso docto y sutil de
Margarita de Valois, entre otros ejemplos de los nuevos aires intelectuales
concentrados en el flamante reclamo de y por la mujer.
 
Pero la primera ola feminista no se va a expresar con toda su fuerza sino a causa
de las nuevas condiciones sociales, políticas y económicas que se derivaron de las
revoluciones de inspiración liberal del Siglo XVIII. Y no debe extrañar que así haya
sido, atendiendo al marco ideológico en el cual aquéllas se originaron y desarrollaron,
fundado en la igualdad natural entre los hombres y la libertad individual. Y ello sin
dejar de considerar, por supuesto, la importancia del factor económico: estas
revoluciones que traerán consigo el capitalismo liberal al mundo, crearán nuevas
condiciones de vida para la mujer, la cual ve frente de sí todo un nuevo universo lleno
de posibilidades fuera del hogar.
 
Este primer feminismo surgido de las entrañas de las revoluciones liberales
luchará, en términos generales, por el acceso a la ciudadanía por parte de la mujer: el
derecho a la participación política y el derecho a acceder a la educación que, hasta
entonces, había estado reservada para los hombres, estructuran el discurso del naciente
feminismo de carácter liberal. El contexto filosófico imperante es funcional a este
discurso. Voltaire postula la igualdad de mujeres y hombres, y llama a las primeras “el
bello sexo”. Diderot les dice a las mujeres “Os compadezco” y denuncia que a lo largo
de la historia “han sido tratadas como imbéciles”. Montesquieu determinaque la mujer
tiene todo lo que se necesita para poder tomar parte en la vida política. Condorcet
publica en 1790 el texto “Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía”,
donde concluye que los principios democráticos que se han inaugurado caben a todos
por igual independientemente del sexo. “¿Por qué unos seres expuestos a embarazos y a
indisposiciones pasajeras no podrían ejercer derechos de los que nunca se pensó privar
a la gente que tiene gota todos los inviernos o que se resfría fácilmente?”, ironiza este
último.
 
 
***
 
 
Es en este contexto en el que estas nuevas demandas, al compás de las nuevas
ideas, nacerán con especial relieve en el epicentro de las revoluciones de inspiración
liberal: Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
 
Suele tomarse como obra fundacional de la primera ola feminista al libro
Vindicación de los derechos de la mujer , de la inglesa Mary Wollstonecraft, centrado
en la igualdad de inteligencia entre hombres y mujeres y en una reivindicación de la
educación femenina. Nacida en 1759 y fallecida en 1797, Wollstonecraft trasciende
como una de las más importantes escritoras de su tiempo, a pesar de no haber gozado
de una educación que excediera el quehacer doméstico. Su carrera como escritora nace
cuando recibe el encargo de escribir Pensamientos acerca de la educación de las
niñas, donde ya empieza a formar sus ideas en defensa de una enseñanza que incluyera
al sexo femenino, y llega a la cima con el citado Vindicación de los derechos de la
mujer, redactado en apenas seis semanas de 1792, donde abroga por la participación
política de la mujer, el acceso a la ciudadanía, la independencia económica y la
inclusión en el sistema educativo.
 
Quien recogerá el legado de Wollstonecraft durante buena parte del Siglo XIX
en Inglaterra no será, sin embargo, una mujer, sino un hombre: John Stuart Mill. Su libro
La sujeción de la mujer, publicado en 1869, es su obra más importante en esta materia,
editada no sólo en su país de origen, sino también en Estados Unidos, Australia, Nueva
Zelanda, Alemania, Austria, Suecia, Italia, Polonia, Rusia, Dinamarca, entre otros
países.
 
Allí, Mill hace concreto hincapié en la desigualdad ante la ley entre hombres y
mujeres, criticando especialmente el régimen marital de su época, el cual concedía
derechos legales sobre los hijos solamente al padre (ni con la muerte del marido la
madre gozaba de custodia legal de los hijos), enajenaba cualquier propiedad que
pudiera tener la mujer en favor de su esposo, y hacía de ella prácticamente una
propiedad de aquél: “La mujer no puede hacer nada sin el permiso tácito, por lo menos,
de su esposo. No puede adquirir bienes más que para él; desde el instante en que
obtiene alguna propiedad, aunque sea por herencia, para él es ipso facto”[67] escribe
John Stuart Mill. No obstante —es justo subrayarlo— el suyo no fue sólo un trabajo
intelectual. También llevó, como diputado de la Cámara de los Comunes, estas
demandas a la arena política. Así, propuso (sin éxito) que, en el marco de una reforma
electoral que se trataba en sus días, se cambiase la palabra “hombre” por “persona”, de
modo que pudiera habilitar el voto femenino.
 
En este marco, en 1869 Inglaterra ve nacer la Sociedad Nacional del Sufragio
Femenino, y en 1903 la Unión Social y Política Femenina[68], cuyo lema “Voto para
las mujeres” —nombre también de su periódico semanal— presiona al Parlamento para
que incluya políticamente a las mujeres. El objetivo recién sería cumplido en 1918, tras
varios años de mucha tensión política y social.
 
En Francia, por su parte, la primera ola feminista tiene su origen en la polémica
Revolución de 1789. Durante esos días se genera una manifestación de feminismo de la
cual poco se conoce, cuando un grupo de mujeres entienden que han quedado excluidas
de la Asamblea General conformada tras la revolución, y hacen oír sus voces en los
llamados “Cuadernos de Quejas”.
 
Con el avance de la Revolución, la exclusión de las mujeres se acentúa: en
1793 los revolucionarios disuelven los clubes femeninos y establecen una normativa
según la cual, por ejemplo, no pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En
1795 se prohíbe expresamente a las mujeres la asistencia a las asambleas políticas. En
las llamadas “codificaciones napoleónicas” (las nuevas formas de derecho francés) se
consagra, entre otras cosas, la minoría de edad perpetua para las mujeres. El naciente
sistema educacional estatal excluye a la mujer del nivel medio y superior, aunque su
enseñanza primaria se declara graciable. Un dato pinta de cuerpo entero el clima de la
época: uno de los grupos más radicales de la Revolución Francesa, “Los Iguales”, saca
a la luz un panfleto titulado “Proyecto de una ley por la que se prohíba a las mujeres
aprender a leer”. El mismísimo Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento influyó de
manera determinante en la Revolución Francesa, escribe contra la inclusión educativa y
política de la mujer en el Emilio (es precisamente a éste a quien responde
Wollstonecraft en Vindicación…).
 
Muchas mujeres terminan siendo guillotinadas por los revolucionarios, como
Olimpia de Gouges, autora de la “Declaración de los Derechos de la Mujer y la
Ciudadana”, texto publicado en 1791 que buscaba equiparar jurídicamente a las
mujeres respecto de los hombres. De tal suerte que, como un calco de la “Declaración
de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, de Gouges había anotado que “La mujer
nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo
pueden estar fundadas en la utilidad común”, y que “La ley debe ser la expresión de la
voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben participar en su formación
personalmente o por medio de sus representantes”. Toda una reivindicación de
derechos civiles y políticos para su sexo. Años más tarde quien tomará la bandera de la
mujer, como en Inglaterra con Mill, será un hombre: León Richier, fundador del
periódico Los derechos de la mujer en 1869, y organizador del Congreso Internacional
de los Derechos de la Mujer en 1878. En 1909 se fundará la Unión Francesa para el
Sufragio Feminista, pero el derecho a votar recién será conquistado en 1945.
 
En Estados Unidos el año que se suele tomar como referencia del surgimiento
de la primera ola del feminismo es 1848, año en que se redacta la “Declaración de
Seneca Falls”, el texto fundacional del sufragismo estadounidense. Éste es el resultado
de una reunión que Elizabeth Cady Stanton, una activista del abolicionismo de la
esclavitud, convoca en una capilla metodista de Nueva York, a los fines de “estudiar
las condiciones y derechos sociales, civiles y religiosos de la mujer”, tal como rezaban
los anuncios que se distribuyeron.
 
Así como Olimpia de Gouges basó su Declaración de los Derechos de la Mujer
en la Declaración de los Derechos del Hombre, la Declaración de Seneca Falls se basa
en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. La filósofa Amelia Valcárcel
explica que la Declaración de Seneca Falls se erigió “desde postulados iusnaturalistas
y lockeanos, acompañados de la idea de que los seres humanos nacen libres e
iguales”.[69] Entre otras cosas, allí se anota que “todos los hombres y mujeres son
creados iguales; que están dotados por el creador de ciertos derechos inalienables,
entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la felicidad”. Se hace
especial hincapié en reivindicar los derechos de participación política para la mujer y
contra las restricciones de carácter económico imperantes en la época, como la
prohibición de tener propiedades y dedicarse a la actividad comercial.
 
Importantes políticos y pensadores norteamericanos como Abraham Lincoln y
Ralph Emerson apoyan la causa de las mujeres. En 1866, el Partido Republicano
presenta la Decimocuarta Enmienda a la Constitución, en la cual se concede el voto a
los esclavos, pero la mujer continúa excluida. Dos años más tarde, en 1868, Estados
Unidos ve nacer la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino,

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