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Seminario Medico
Año
2005
Volumen
57
Numero
3
Instituto de Estudios Giennenses
DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE JAÉN
Contenido
Presentación.
Introducción.
I. Sufrimiento y muerte.
II. Plagas
III. Plagas quinta y sexta: La peste y 
las ulceras.
IV. Lepra.
V. Lepra. Otras citas bíblicas.
VI. Muerte.
VII. Peste en Israel.
VIII. Úlcera
IX. Posesión demoníaca.
X. Polipatología: Tisis. Calentura y 
frío. Ardor y sequedad. Ulceras 
de Egipto. Almorranas. Sarna y 
comezón.
XI. Gonorrea.
XII. Llagas en partes secretas.
XIII. Hidropesía.
XIV. Parálisis.
XV. Mano desecada.
XVI. Ceguera.
XVII. Flujo de sangre.
XVIII. Muerte y resurrección.
XIX. Gangrena.
XX. El gran simulador.
XXL Tullidos.
XXII. Crisis cardíaca vs. apoplejía.
XXIII. Otros disturbios psíquicos.
XXIV. Sordera.
XXV. Carcoma de los huesos.
XXVI. Alcohol.
XXVII. Gota.
XXVIII. ¿Cáncer?
XXIX. Bejel.
XXX. Aspectos terapéuticos: Agua. Plan­
tas. Triaca. Aceite. Vino. Circun­
cisión. Otras prácticas higiénicas. 
Saliva y tierra. Serpiente de bronce.
XXXI. Traumatismos y heridas.
XXXII. Vejez.
XXXIII. Clorosis.
XXXIV. La anemia de los mares.
XXXV. Pénfígo.
XXXVI. El dolor de Jesús.
Epílogo.
Agradecimientos.
Bibliografía: Citas bíblicas.
Referencias bíblicas.
Dti as referencias bibliográficas.
Apéndice.
Revista de la Sección Médica 
del Instituto de Estudios Giennenses
Seminario Medico
Año
2005
Volumen
57
Número
3
k V Ì J Ì '. Ì s
Instituto de Estudios Giennenses
DIPUTACIÓN PROVINCIAL DB JAÉN
Edita: © Diputación Provincial de Jaén
Instituto de Estudios Giennenses 
Diseño: Gabinete de Diseño de la Diputación Provincial de Jaén 
Imprime: Soproargra, S. A. Villatorres, 10 - Jaén 
Depósito Legal: J. 405 - 1993 
I.S.S.N.: 0488-2571
Seminario Médico
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Redactor Jefe:
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Antón, Felicitas (Madrid); Nieto Barrera, Manuel (Sevilla); Piédrola Angulo, 
Gonzalo (Granada); Quesada Marín, Pedro (Barcelona); Redondo Alvaro, 
Francisco L. (Madrid); Rico Irles, José (Granada); Rivera López, Ramiro 
(Madrid); Rodríguez Gómez, Manuel (Minnesota, USA); Vara Thórbeck, Ra­
fael (Granada).
Patología bíblica
J. Sillero F. de Cañete
Jaén, 2005
Sumario
11 Presentación
13 Introducción
15 I. Sufrimiento y muerte
17 II. Plagas
18 III. Plagas quinta y sexta: la peste y las úlceras
21 IY. Lepra
23 Y. Lepra. Otras citas bíblicas
26 VI. Muerte
27 VII. Peste en Israel
29 VIH. Úlcera
30 IX. Posesión demoníaca
32 X. Polipatología: Tisis. Calentura y frío. Ardor y se­
quedad. Ulceras de Egipto. Almorranas. Sarna y co­
mezón
37 XI. Gonorrea
39 XII. Llagas en partes secretas
40 XIII. Hidropesía
42 XIV. Parálisis
45 XV. Mano desecada
46 XVI. Ceguera
50 XVII. Flujo de sangre
52 XVIII. Muerte y resurrección
56 XIX. Gangrena
58 XX. El gran simulador
62 XXI. Tullidos
66 XXII. Crisis cardíaca vs. apoplejía
68 XXIII. Otros disturbios psíquicos
71 XXIV. Sordera
73 XXV. Carcoma de los huesos
74 XXVI. Alcohol
77 XXVII. Gota
80 XXVIII. ¿Cáncer?
83 XXIX. Bejel
85 XXX. Aspectos terapéuticos: Agua. Plantas. Triaca. Aceite. 
Vino. Circuncisión. Otras prácticas higiénicas. Sa­
liva y tierra. Serpiente de bronce
96 XXXI. Traumatismos y heridas
101 XXXII. Vejez
104 XXXIII. Clorosis
107 XXXIV. La anemia de los mares
111 XXXV. Pénfigo
113 XXXVI. El dolor de Jesús
116 Epílogo
120 Agradecimientos
121 Bibliografía: Citas bíblicas
123 Referencias bíblicas
125 Otras referencias bibliográficas
128 Apéndice
«Vanidad de vanidades, dijo el Eclesiastés; 
vanidad de vanidades, y todo vanidad. ¿Qué 
saca el hombre de todo el trabajo con que se 
afana sobre la tierra, o debajo de la capa del 
sol? Pasa una generación, y le sucede otra; 
mas la tierra queda siempre estable. (...).
No queda memoria de las cosas pasadas: 
mas tampoco de las que están por venir habrá 
memoria entre aquellos que vendrán después 
a lo último».
Eclesiastés (1, 2-11)
Presentación
Juan Higueras Maldonado
17
■ 1 l Dr. José María Sillero Fernández de Ca- 
ñete tiene publicados ya cuatro libros de 
MEDICINA Y VIDA, más otro ATALAYA MÉDICA, 
con ensayos de alta divulgación científica sobre 
temas médicos de actualidad, por él definidos como 
reflexiones de un médico giennense. Ahora, de nuevo, 
nos ofrece gratamente un amplio estudio acerca de la 
PATOLOGÍA BÍBLICA. Comprende XXXVI artículos, 
no muy extensos, en los cuales va estudiando —con 
método científico— las diversas enfermedades bí­
blicas, tal y como figuran constatadas en los sa­
grados libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. 
Aun cuando no pretende ser exhaustivo, al respecto, 
sin embargo ha logrado un ajnplio e interesante 
corpus de dichos temas.
Por lo general, desarrolla un esquema en cierto modo 
preconcebido: Primeramente, y tras el título del co­
rrespondiente apartado, inserta todo el texto escri­
turario bíblico, en el que aparece el caso patológico. 
A continuación lo analiza al detalle, con criterio mé­
dico, e incluso nos añade una especie de geografía 
patológica no sólo antigua sino actual; a veces, 
además, hasta incluye la oportuna terapia actual. 
El autor (con buen acierto) no se introduce en inne­
cesarias disquisiciones teológicas, en las que podía 
concluir le su análisis. No obstante, sobre todo en el 
último capítulo «El dolor de Jesús», aflor a traslúcida 
su honda formación religiosa, evidente secuela de 
sus vivencias cristianas. Por esto, en varios de los 
estudios, el curioso lector podrá atisbar ciertas apre­
ciaciones o apuntes teológico-rnorales a modo de 
acertados epifonemas.
Todos los ensayos aparecen cimentados en la sólida 
base de un análisis clínico científico y objetivo. Pero
(como cabía intuir, dada la gran profesionalidad del 
autor) surgen naturalmente valoraciones subjetivas, 
personales, fruto de su dilatada experiencia médica, 
si bien con algunas comprensivas reservas (XVIII: 
Muerte y Resurrección) o el prudente diagnóstico 
sobre el cáncer (XXVIII).
Concluye el ensayo con un interesante Epílogo, en 
el cual vemos también un cuadro con equivalencias 
lingüísticas entre el hebreo y el español de enfer­
medades, trastornos funcionales, defectos y malfor­
maciones. A continuación incluye una Tabula 
laudatoria y las obligadas Referencias bíblicas y bi­
bliográficas. En esta última puede advertirse (tal 
vez por razones de brevedad) la ausencia de algunas 
obras y autores, citados a lo largo del texto literario. 
Por último, en el Apéndice, se alude al material 
utilizado bibliográficamente, así como una breve 
reseña de algunos ejemplares más cualificados de 
Biblias, conservados en las bibliotecas del Instituto 
de Estudios Giennenses, del Seminario Diocesano y 
la Catedralicia de Jaén.
En definitiva: Un estudio de tal índole científico-li­
teraria merece el sincero agradecimiento a su autor 
José María Sillero Fernández de Cañete, benemérito 
e incansableinente eficaz actual director de nuestro 
I.E.G.; asimismo al propio Instituto, por decidir pu­
blicarlo íntegro en un monográfico de su Boletín del 
Seminario Médico; grata satisfacción para el futuro 
lector, que pudiere tener la oportuna suerte de su 
lectura.
Introducción
La Biblia es sin duda un libro magistral (¡3l- ¡3?íoQ. Lo es porque enseña, no solamente acerca de la vinculacióndel hombre con su Dios y Creador —es decir, posee un contenido religioso esen­
cial—, sino que asimismo nos ilustra sobre otros mu­
chos aspectos de la historia del pueblo elegido, de sus 
hombres, de sus sentimientos y costumbres, luchas, 
ilusiones y penosidades... y hasta de sus enferme­
dades.
Existe una Patología Bíblica, puesto que en ella se 
describen afecciones y procesos en los que el sentido 
de desviación de salud que la enfermedad entraña 
tiene no pocas veces un significado de castigo, de 
pena merecida por los pecados y ofensas al Altísimo, 
a Yahvé. Numerosos ejemplos nos vienen en este mo­
mento a la memoria. Pero pocos serán tan paradig­
máticos como la epilepsia, de la que trataremos en su 
momento, pero que ya conviene presentar como 
morbus sacer, un morbo cuya expresión más espec­
tacular y conocida, las crisis convulsivas, ha sido 
interpretada habitualmente bajo el prisma de la po­
sesión demoníaca.
Para el clínico de hoy, es atractiva una disquisición 
sobre las enfermedades de siempre, aquéllas histó­
ricamente importantes —pestilenciales, por ejemplo- 
pero asimismo otras de menor relevancia. Actua­
lizar la patología de un pueblo que ha sufrido y 
sufre afecciones cuasi-específicas (tromboangeitis 
obliteran te, por poner un ejemplo) y reflexionar con 
la dotación mental actual sobre las plagas que el 
hombre padecía entonces con impotencia, repre­
senta como mínimo un ejercicio de comprensión 
hacia un gran pueblo y, por extensión, a la huma­
nidad.
Sin intención de ser exhaustivos, iremos espigando di­
versas citas bíblicas concernientes con problemas 
patológicos y discutiendo brevemente su significado 
clínico y su simbolismo. También contemplaremos 
tratamientos que allí se cuentan, así como algunas 
curaciones que Jesucristo, por encima o más allá de 
las tendencias de la naturaleza y como prueba de 
su misión divina, consigue.
I. Sufrimiento y muerte
Génesis 3 ,16 -19
Dijo (Yahvé) asimismo a la mujer: «Multiplicaré tus trabajos en las pre­
ñeces; con dolor parirás los hijos y estarás bajo la potestad del marido y él te 
dominará». Y a Adán le dijo: «Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer, y co­
mido del árbol de que te mandé no comieses, maldita sea la tierra por tu causa: 
con grandes fatigas sacarás de ella el alimento en todo el discurrir de tu vida. Es­
pinas y abrojos te producirá, y comerás las hierbas del campo. Mediante el 
sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de que fuiste for­
mado: puesto que polvo eres y en polvo tornarás».
La desobediencia al Supremo Hacedor dibuja un castigo bíblico en el que 
se conjugan trabajo esforzado, dolor y muerte. El dolor se concreta aquí a la 
labor del parto, pero hay que considerar que se iniciaba según el texto bíblico 
una nueva época en la que se oficializaban como el peor azote del hombre la sen­
saciones nociceptivas. Mucho se ha escrito sobre el dolor, incluso sobre su uti­
lidad como mecanismo de defensa de la integridad del organismo humano: un 
dolor que nos defiende de una quemadura incipiente; una crisis anginosa que 
nos denuncia la grave patología coronaria... Tan es así, que la ausencia patológica 
de este tipo de sensibilidad (la rara eventualidad denominada painless disease) 
conlleva un acortamiento de la esperanza de vida.
La medicina, consciente del sufrimiento que el dolor entraña, superior a 
cualquier otro tipo de disconfort, ha centrado en su terapia el máximo es­
fuerzo. En nuestro país, por ejemplo, cada año se gastan más de 10.000 millones 
de euros en analgésicos. La lucha contra el dolor insoslayable se ha convertido 
en una verdadera especialidad, y en la fase final de punto sin retorno, la se­
dación terminal representa uno de los pilares que se integran dentro del con­
texto global de los cuidados paliativos.
El dolor se entronca aquí al trabajo del parto, un hecho tan grabado en la 
mente de la gestante como para rechazar —al menos durante no pocos años— la 
analgesia obstétrica, pensando que el hijo de sus entrañas era algo preciado que 
no se merece sin soportar estoicamente o quizá esperanzadamente el dardo 
del dolor. Desde luego, al menos en nuestro medio, las parturientas han mos­
trado mucha mayor dignidad que la que se refleja en el celuloide...
Al final la muerte se impone: pulvis eris et in pulverem reverteris, reza la 
sentencia con la que nos confirmaron hace ya mucho tiempo, tomada como
vemos de estos versículos del Génesis. La muerte es consustancial a la vida: el 
morir es, de acuerdo con nuestra comprensión actual, el último acto vital y uno 
de los más trascendentes. Sólo puede desorganizarse con muerte aquello que es­
taba vivo, organizado, en pujante crecimiento y con capacidad de reproducción, 
es decir, el ser vivo. En la concepción judeo-cristiana, la muerte tiene un sen­
tido de tránsito al más allá que mitiga en buena parte su penosidad.
Una maldición bíblica más, aún tiene cierta vigencia: aquélla en la que se 
conmina a la mujer a someterse al dominio del marido; un castigo que en alguna 
manera pervive, aunque sea mitigado, en el Nuevo Testamento. Recuérdese la 
famosa carta de San Pablo (Efesios 5, 22-24): «Las casadas estén sujetas a sus 
maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo 
es cabeza de la Iglesia». El movimiento feminista actual de reivindicación de 
la mujer es justo hasta el punto en que defiende su propia personaHdad, su iden­
tidad y sus diferencias con el hombre, no más allá. Todos estamos de acuerdo 
en aceptar la liberación femenina, porque entraña la desaparición de una 
injusticia... mientras la mujer no pretenda recuperar para ella las ventajas in­
deseables de su pareja.
II. Plagas
Génesis 12, 17-19
Pero Dios castigó a Faraón y a su corte con plagas grandísimas, por causa 
de Saray, la mujer de Abram. Por lo cual Faraón hizo llamar a Abram, y díjole: 
«¿Qué es esto que has hecho conmigo? ¿Cómo no me declaraste que era tu 
mujer? ¿Por qué motivo dijiste ser hermana tuya, poniéndome en ocasión de ca­
sarme con ella? Ahora, pues, ahí tienes a tu mujer, tómala y anda enhorabuena».
Algunas apostillas caben hacer a este pasaje del Génesis. La primera es que 
se habla de plagas, pero sin especificar en qué consistieron, a diferencia de las 
que, también los egipcios, sufrieron en tiempos de Moisés. El término plaga no 
indica necesariamente enfermedades; pero si lo fueron, debieron extenderse a 
un muy buen número de súbditos para tener la categoría de tales. En el pará­
grafo siguiente nos extenderemos en comentarios más concretos.
El segundo dato que llama la atención es el castigo al rey egipcio cuando 
la falacia era de Abraham que, para evitar el riesgo de su propia muerte, hizo 
pasar a Saray como hermana y no esposa, convirtiendo así el matrimonio del 
Faraón en un acto lícito, que sin embargo recibió un severo castigo. En su des­
cargo, se suele argumentar que Saray era hija de Aram, hermano de Abram, y 
por tanto sobrina suya, subrayando que era costumbre en arameo llamar her­
manos a los parientes más cercanos, como ocurriría luego con el mismo Jesús.
Y el tercer punto digno de mención es el nombre del propio protagonista, 
que entonces se llamaba efectivamente Abram y no Abraham. Fue más tarde, 
con motivo del gran pacto de Yahvé con el hebreo, cuando aquél le dijo: «Ni de 
hoy más será tu nombre Abram: sino que serás llamado Abraham, porque te 
tengo destinado por padre de muchas naciones» (Gn 17, 5). El primer nombre 
se traduce como padre excelso, en tanto que el segundo implica paternidad de 
muchedumbre excelsa, es decir, de muchos pueblos. Por su parte, Saray (señora 
mía) es Sara (señora).
III. Plagas quinta y sexta: la peste y las úlceras
Éxodo, 9, 1-3 y 8 -11
(9,1-3) Y dijo Yahvé a Moisés: «Anda, ve a Faraón y dile: Esto dice Yahvé, 
Dios de los hebreos; deja salir a mi pueblo para que me ofrezca sacrificios. 
Porque si lo resistes aún y le detienes, mira que mi mano descargará sobre tus 
campos; y enviaré sobre caballos, y asnos, y camellos,y bueyes, y ovejas, una 
cruel peste».
(9, 8-11) Dijo entonces Yahvé a Moisés y a Aarón: «Coged puñados de ceniza 
de un fogón y espárzala Moisés hacia el cielo en presencia de Faraón; y extién­
dase este polvo por todo Egipto y produzca úlceras y tumores apostemados en 
hombres y animales por todo el país de Egipto». Cogieron, pues, ceniza de un 
fogón, y se presentaron a Faraón; y Moisés la esparció hasta el cielo; y luego so­
brevinieron úlceras y tumores apostemados en hombres y animales. Ni los he­
chiceros podían comparecer delante de Moisés, a causa de las úlceras que pade­
cían, igualmente que todos los demás egipcios.
Dejamos para ulterior consideración (II Samuel, 24, 15) el comentario 
sobre la peste, ya que en la plaga quinta se limitó a los animales que estaban en 
el campo, respetando a los humanos.
Hay acuerdo en considerar que ésta es una de las primeras referencias a 
lo que hoy conocemos como carbunco o ántrax maligtio. La alusión textual a 
úlceras y tumores apostemados conviene bien al carbunco, afección cuya lesión 
cutánea, en principio vesículo-pustular, pronto se ulcera e incrusta; y a justo 
título se define como una epizootia, ya que afecta de modo primario al ganado 
y colateralmente a los humanos.
La historia científica de esta enfermedad se inicia no obstante cuando, a 
mediados del siglo XIX (1850 a 1865), Davaine —veterinario militar francés—junto 
con sus colaboradores Rayer y Bortet, detallaron el papel causal de la por 
ellos denominada bacteridia carbuncosa, que poco antes (1849) ya había 
descubierto Pollander a modo de bastoncitos alargados en las lesiones de ani­
males enfermos. Estos hallazgos se anticiparon a las investigaciones bacte­
riológicas fundamentales de otro galo, Louis Pasteur, quien no obstante hizo 
aportaciones epidemiológicas esenciales, cuando explicó los mecanismos de 
contagio del ganado vacuno en los célebres champs maudits de Beauce.
La ulterior reconsideración de la bacteridia como bacillus anthracis jus­
tifica el apelativo de ántrax que en la literatura anglosajona recibe la enfer­
medad. En nuestro medio, eso es aceptable si se adjetiva como maligno; así se 
distingue del ántrax común, infección necrosante de piel y tejido celular sub­
cutáneo integrada por un conglomerado foruncular provisto de diversas fistu- 
lizaciones de drenaje, causada por el estafilococo piogénico. La acepción 
carbunco procede del latín carbunculus (carboncillo), en atención a la escara 
negruzca que cubre la úlcera, rodeada de un brillante halo eritematoso.
Puede decirse que esta historia no ha concluido y que ha cobrado re­
ciente actualidad, cuando el bioterrorismo se ha convertido en una auténtica 
amenaza, con la pretensión de dominar el mundo y sembrar el pánico me­
diante la difusión de microorganismos altamente contaminantes y virulentos. De 
acuerdo con Fauci, existen una serie de gérmenes que cumplen estas condiciones: 
junto al agente del carbunco, el virus varioloso (viruela), yersinia pestis (peste 
bubónica), franciscella tularensis (neumonía tularémica), chlostridium botu- 
linum (cuya toxina paralizante causa el botulismo) y determinados virus (Ebola, 
Marburg y Lassa) responsables de temibles fiebres hemorrágicas.
Los temores sobre el carbunco se han hecho pronto realidad en EE.UU.; 
el drama se inició en Florida, cuando un fotógrafo aspiró inadvertidamente 
polvo que contenía esporas carbuncosas, introducido en una carta. A través de 
la dispersión epistolar de esporas de bacteridia, capaces de mantener su acti­
vidad por mucho tiempo en ambiente desfavorable, se indujeron mortíferas neu­
monías y lesiones cutáneas, contabilizándose un total de 23 víctimas en varios 
estados americanos (además de Florida, Nueva York, N. Jersey y Washigton DC). 
El asesino —aún no descubierto— se convirtió en un nuevo Moisés, aunque esta 
vez dispersó cenizas letales a ciudadanos inocentes. En todo caso, de acuerdo 
con las investigaciones realizadas, se sabe que la bacteridia en cuestión perte­
necía a una cepa americana (Ames), procedente de una vaca que murió de 
carbunco 21 años antes; material probablemente substraído en alguno de los la­
boratorios americanos que tienen cultivos de b. anthracis.
Hasta diez veces las amenazas de Moisés golpearon duramente a los egip­
cios y a su obstinado Faraón: la plaga primera, convirtiendo el agua del río en 
sangre; la segunda, con la invasión de las ranas; tercera, de los mosquitos; 
cuarta, de las moscas; quinta y sexta, antes descritas; séptima, del granizo; 
octava, de la langosta; novena o de las tinieblas que envolvieron la tierra de 
Egipto. La última se refiere a la muerte de los primogénitos, que había de ex­
tenderse desde el primer hijo de Faraón hasta el primogénito de la última 
esclava. «Mas Yahvé endureció el corazón de Faraón, quien no dejó salir de su 
tierra a los hijos de Israel» (Ex. 11, 10).
He aquí la consecuencia:
Exodo 12, 20-22.—En medio de la noche mató Yahvé a todos los primogénitos 
de la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón, que se sienta sobre su 
trono, hasta el primogénito del preso en la cárcel, y a todos los primogénitos de 
los animales. El Faraón se levantó de noche, él, todos sus servidores y todos los
egipcios, y resonó en Egipto un gran clamor, pues no había casa donde no hubiera 
un muerto. Aquella noche llamó Faraón a Moisés y Aarón y les dijo: «Id, salid de 
en medio de nosotros, vosotros y los hijos de Israel, e id a sacrificar a Yahvé, como 
habéis dicho. Llevad vuestras ovejas y vuestros bueyes, como habéis pedido; 
idos y dejadme».
Así concluyeron las plagas y se inició la vuelta del pueblo israelí a sus an­
tiguos lares.
IV. Lepra
Números 12, 9 -15
Y airado (Yahvé) contra ellos, se retiró. Se apartó también la nube que estaba 
sobre el Cenáculo, y he aquí que María se vio cubierta de lepra blanca como la 
nieve. Y como Aarón la mirase y viese toda cubierta de lepra, dijo a Moisés: «Su­
plicóte, señor mío, que no nos imputes este pecado que neciamente hemos co­
metido, y que no quede ésta como muerta y como un aborto que es arrojado del 
vientre de su madre: mira cómo la lepra ha consumido ya la mitad de su carne».
El castigo de Yahvé por la maledicencia de María y Aarón contra su mujer 
etíope fue terrible: aquélla fue presa de una forma de lepra especialmente 
grave, la lepromatosa mutilante, altamente fagedénica (consumidora de la 
carne), capaz de destruir hasta la mitad de su cuerpo. La calificación de lepra 
blanca, ¿acaso significaba presencia en la piel de áreas discrómicas, seudovi- 
tiliginosas?
Aceptemos que la lepra era tal, advirtiendo en todo caso que muy diversas 
afecciones pestilenciales (sífilis, epiteliomas, lupus tuberculoso) eran confundidas 
fácilmente en cuanto a sus manifestaciones cutáneas y aisladas en mescolanza 
en áreas ajenas a las comunidades. Se trataba de una época en la que la pato­
logía externa de estos procesos predominaba ampliamente sobre las lesiones de 
órganos internos, que ulteriormente se tornaron cada vez más conspicuas.
Puede ser curioso rememorar algunas de las acepciones de este mal: lepra 
de los árabes, lepra de los judíos, elefantiasis de los griegos, elefancia, mal de 
San Lázaro, morbus phoenicius, tzarahat, etc. Fueron llamativos los equívocos 
surgidos entre lepra y elefantiasis: así, la elefantiasis de los árabes podía ser una 
forma paquidérmica de lepra con acusado componente infiltrativo-tuberoso, que 
daba a los miembros ese aspecto y grosor de piel de elefante; en cambio, la lepra 
graecorum era en realidad un psoriasis vulgar; en tanto que la elefantiasis 
itábca era auténtica lepra, la lepra itálica era pelagra, etc. La palabra lepra pro­
cede del griego (XeftpoQ, que significa escamoso o descamado y áspero.
Puede afirmarse tópicamente que los orígenes de la lepra se pierden en la 
noche de los tiempos: es muy probable que Egipto fuese justamente su cuna (o 
unos de los focos más antiguos, junto a la India y China), y que los fenicios, tan 
asiduos navegantes, difundieranampliamente esta plaga desde las Columnas de 
Hércules hasta Britania y Escandinavia. Así, la justificación de morbus phoe­
nicius.
El pueblo judío la transportó a su retorno del éxodo a Palestina, donde el 
impacto hanseniano fue sin duda oneroso. No puede extrañarnos por ello que 
el mismo Moisés dejara escritas en sus libros hasta ocho variedades; en ellos se 
lee la denominación tzarahat, que alude a la característica insensibilidad en las 
formas máculo-anestésicas. Sabemos que Job, víctima del mal, se raía sus llagas 
con un trozo de teja. Naainán, general de los ejércitos del rey de Siria, obede­
ciendo las órdenjes del profeta Eliseo, purificó su cuerpo leproso qn aguas del 
Jordán; estos hechos quedan relatados con extensión más adelante. En todo caso, 
de las dos formas polares de la lepra (lepromatosa y tuberculoide o maculoa- 
nestésica) es lógico que la primera fuera, por su aspecto tan llamativo, la más 
frecuentemente diagnosticada en tiempos bíblicos, en especial cuando adoptaba 
un sesgo úlcero-mutilante.
La contaminación hispánica pudo emanar de los emporios fenicios insta­
lados en la península, aunque en el año 70 de nuestra era la diseminarían de 
nuevo los judíos inmigrados desde Jerusalén bajo la dominación romana. Tam­
bién hay que contar con la transferencia de lepra a través del Camino de San­
tiago hacia Galicia. Los primeros leprosoriums o lazaretos se establecieron en 
Europa en el siglo VII en Alemania, Francia y España, para aislar a los en­
fermos, que eran privados de todos sus derechos civiles. Allí permanecían de 
por vida los gafos, plagados y malatos (Alfonso X el Sabio).
No puede olvidarse en esta síntesis histórica la figura del noruego Ar- 
mauer Hansen, descubridor del bacilo en 1868. Parece por tanto plenamente 
justificado designar la lepra con el epónimo enfermedad de Hansen.
Se conocen diversos pasajes evangélicos en los que se habla de curaciones 
milagrosas de lepra por Jesucristo; es notable en particular el de los diez 
leprosos que halló entre Samaria y Galilea:
Lucas 17, 11-14.—Ocurrió que al ir a Jerusalén pasaba entre Samaria y Ga­
lilea. Al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez hombres leprosos, que 
se detuvieron a distancia, diciendo a gritos: «Jesús, Maestro, compadécete de no­
sotros». Al verles, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que 
mientras iban quedaron limpios.
V. Lepra
Otras citas bíblicas
Las citas a la lepra se multiplican en realidad a lo largo de los textos bí­
blicos; he aquí otras muestras:
Levítico 14, l-32.-Habló Yahvé a Moisés, diciendo: «Este es el rito para la pu­
rificación del leproso: Será llevado al sacerdote, y, saliendo fuera del campamento, 
luego que hallare que la lepra está curada, mandará al que debe purificarse 
que ofrezca por sí dos pájaros vivos, de los que se permite comer, y un palo de 
cedro, y grana con hisopo; y a uno de los pájaros le mandará degollar en una va­
sija de barro sobre agua viva; y al otro que ha dejado vivo, le mojará con el palo 
de cedro, la grana y el hisopo en la sangre del degollado, y con ella rociará siete 
veces al que debe ser purificado para que lo sea legítimamente; y soltará el pá­
jaro vivo para que vuele en el campo» (...).
La lepra se curaba (?); al menos, el infectado podía, una vez limpio, 
volver a la comunidad tras la correspondiente, curiosa y complicada puri­
ficación.
Números 5, 1 -4.—Y habló Yahvé a Moisés, diciendo: «Da orden a los hijos de 
Israel, que echen fuera del campamento a todo leproso, y al que adolece de go­
norrea y al manchado por causa de algún muerto. Así a los hombres como a las 
mujeres echadlos fuera del campamento, para que no lo contaminen, pues que ha­
bito yo en medio de vosotros».
Una vez más, se pone de manifiesto el auténtico terror al contagio, presente 
en el pueblo judío como en otros muchos; hoy sabemos que la lepra en sí es poco 
contagiosa, que sólo la vida en íntima promiscuidad transfiere la enfermedad. 
Lo que sí resulta evidente es que, como la tisis, no encontró remedio eficaz cu­
rativo por muchos siglos. Justamente, las afinidades entre los bacilos de Koch 
y Hansen ha procurado similitud en las terapias de lepra y tuberculosis. ¡Cuán 
lejos estamos hoy del tratamiento con aceite de chaulmoogra, único recurso hasta 
mediados del siglo pasado! Sulfonas, clofacimina, rifampicina, talidomida... 
son fármacos de primera línea en el presente.
II Reyes 5, 1-10.—Naamán, general de los ejércitos del rey de Siria, era un 
hombre de gran consideración y estima para con su amo; pues por su medio había 
Yahvé salvado la Siria; y era un varón esforzado y rico, pero leproso. (...) Llegó, 
pues, Naamán con sus caballos y carrozas, y paróse a la puerta de la casa de 
Elíseo. Y envióle a decir Elíseo por tercera persona: «Anda y lávate siete veces 
en el Jordán, y tu carne recobrará la sanidad y quedarás limpio».
Parece bastante lógico que un personaje tan importante se sintiese enojado 
y decepcionado cuando, llegado a la puerta de la morada del profeta, éste no le 
recibiese y le tocase incluso para curarlo. Pienso que ello no debería inter­
pretarse como señal de repulsión y temor de Eliseo, un mensajero de Dios que 
fue capaz de aplicar su boca sobre la boca y sus ojos sobre los ojos del hijo 
muerto de la sunamí para resucitarlo, consiguiendo que, tras bostezar siete 
veces, abriera los ojos y volviera a la vida. La muerte del muchacho pudo obe­
decer a un accidente cerebrovascular (aneurisma roto?), pero también es ad­
misible la hipótesis de una meningitis fulminante. 0 acaso un golpe de calor. La 
descripción que se hace en el segundo libro de los Reyes es muy expresiva: 
Cuando el chico abordó a su padre, que estaba con los segadores, le dijo que 
le dolía la cabeza; para mediodía, el pequeño moría en las rodillas de su madre 
(ver más adelante).
Una vez más, el cabalístico número siete se reitera en estos pasajes: siete 
veces se rocía el purificado con la sangre del ave degollada; siete veces había de 
sumergirse Naamán en las aguas del Jordán para curarse; siete bostezos (algún 
autor habla de estornudos) se provocan en el niño antes de su resurrección.
Finalmente, Naamán se pregunta por qué razón ha de lavarse en las aguas 
del Jordán, cuando los ríos de Damasco (Abaná y Parpar) son superiores a todos 
los de Israel. En cualquier caso fue obediente, y sus abluciones repetidas siete 
veces le limpiaron de la lepra.
Lucas 5, 12-14.-Y ocurrió que hallándose El en una de las ciudades, había 
un hombre lleno de lepra: al ver a Jesús, postrado de cara al suelo, le rogó di­
ciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Y extendiendo la mano, le tocó y 
le dijo «Quiero, sé limpio». Y en seguida la lepra le dejó. El le ordenó no decirlo 
a nadie, pero: «Vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación, como 
ordenó Moisés, en testimonio a ellos».
El rito de la purificación mosaica, anteriormente mencionado, es aceptado 
por Jesús, que sí toca al contaminado, a diferencia de Eliseo. Subyace aquí, como 
tantas veces, la impresión de enfermedad-pecado, impureza que no sólo afecta 
al cuerpo sino también al espíritu, y que justifica que, una vez limpio somáti­
camente, vaya al templo y se presente ante el sacerdote.
Marcos i, 40-44.—Y viene a El un leproso, suplicándole de rodillas y le dice: 
«Si quieres, puedes limpiarme». Lleno de compasión, extendió la mano, le tocó 
y le dijo: «Quiero, cúrate». Y en seguida le desapareció la lepra, y quedó limpio. 
Y Jesús, advirtiéndole severamente, le despidió y le dijo: «Mira que no se lo digas 
a nadie, sino vete a presentarte al sacerdote y ofrece por tu curación lo que 
mandó Moisés, para que esto sirva de testimonio».
No hay duda de la identidad del relato con el inmediato anterior de Lucas; 
una coincidencia verdaderamente llamativa, que nos indica una misma fuente 
de información de ambos evangelistas.
Levítico 13, 42-43.—Mas si en la calva o en la media calva le salen pecas 
blancas o rojas, y el sacerdote las viere, sindudar le dará por infecto de lepra, 
nacida en la calva.
Esta cita del Levítico podría muy bien referirse a otra afección cutánea: la 
psoriasis. Su nombre procede del término griego \|/(í)p(X (sarna); es una erup­
ción eritematoescamosa que forma placas blancas nacaradas muy adherentes a 
la piel, que al ser desprendidas dejan un fondo rojo algo sangrante (rocío he- 
morrágico). Se localiza con predilección en la cara de extensión de codos y ro­
dillas, cuero cabelludo y en otras áreas de piel lampiña. Se trata de una en­
fermedad cutánea muy frecuente, calculándose que la soporta entre el 2 y el 3% 
de la población; también lo era hace muchos siglos.
Histopatológicamente, se caracteriza por un crecimiento incontrolado de 
los queratinocitos, disqueratosis y reacción inflamatoria subyacente. Parece 
un buen modelo cutáneo de enfermedad antoinmune, y los agentes inmunosu- 
presivos han demostrado utilidad en su manejo: corticoides, ciclosporina, me- 
thotrexato, y más recientemente alefacept (agente bloqueador de coestimuladores 
necesarios para la respuesta de linfocitos T4 autorreactivos).
También se han utilizado con beneficio alquitrán, PUVA (psoralenos + 
rayos ultravioleta A) y retinoides (derivados de la vitamina A). En el Mar 
Muerto resulta clásica la aglomeración de pacientes psoriásicos, que se ex­
ponen al sol en estas aguas tan saladas a fin de beneficiarse de los rayos ultra­
violeta.
Pese a todo este armamentario terapéutico, habida cuenta su rebeldía en 
no pocos casos, de la psoriasis se ha dicho con razón que «es la más incurable 
de las enfermedades» (Audry); y un investigador en este campo (Schuppli) 
apostillaba que: las grandes afecciones de la piel, tal como la psoriasis, «no 
matan, pero no dejan vivir».
VI. Muerte
II Samuel 12, 13-18
Dijo David a Natán: «Pequé contra Yahvé». Respondióle Natán: «También 
Yahvé te ha perdonado el pecado. No morirás. Pero como tú has sido causa de que 
los enemigos de Yahvé hayan blasfemado contra El, el hijo que te ha nacido mo­
rirá irremisiblemente». Dicho esto, se retiró Natán a su casa.
En efecto, Yahvé hirió al niño que la mujer de Urías había parido de David, 
y fue desahuciado. No obstante, David rogó a Yahvé por el niño, y ayunó con rigor 
extremado, y, retirándose aparte, se estuvo postrado en tierra. Fueron a él los más 
ancianos de sus domésticos, para obligarle a que se levantase del suelo, mas él no 
quiso hacerlo, ni tomar con ellos alimento. Murió el infante el día séptimo, y los 
criados de David temían darle la noticia de la muerte, porque decían: «Si cuando 
aún el niño vivía, le hablábamos, y no quería escucharnos, ¿cuánto más se afli­
girá ahora si le decimos que el niño ha muerto?».
La descripción que antecede es desgarradora. Principalmente, porque en 
mi criterio nos hallamos ante un Dios severo que se decanta por la justicia y no 
por la misericordia. Perdona al fin el pecado del israelita, pero no la blas­
femia de sus enemigos.
Es cierto que el pecado de David fue abominable: un hombre que había 
sido colmado de todos los bienes, ungido rey de Israel en detrimento de Saúl y 
al que le prometió Yahvé toda suerte de dichas, comete la felonía de apro­
piarse de la mujer de Urías, el hittita, tras dar muerte a su esposo con espada 
de los hijos de Ammón. Pero no es menos verdad que el arrepentimiento de 
David fue sincero: se humilló, postrándose en la tierra, como señal de su in­
dignidad; dejó el alimento, ayunando con rigor extremado, para lacerar su 
cuerpo preso por la pasión ... todo fue inútil: de acuerdo con la profecía de 
Natán, Yahvé hirió al niño, que murió al séptimo día. Es de resaltar que se habla 
de herida, y no de enfermedad, aunque el relator no explica cómo se generó la 
injuria. Y también, que el intervalo hasta la muerte justamente fue de siete días; 
este número clave se reitera una vez más.
Admitiendo que los designios de Dios son inexcrutables, a uno se le parte 
el corazón pensando el castigo irreversible que sufrió una víctima inocente.
Por último, conviene examinar la postura de David al enterarse de la 
muerte de su hijo: no puede restituirle a la vida, ya no caben los sacrificios, 
aunque tiene la convicción de que él mismo irá a reunirse con el pequeño. 
Hay en su conducta realismo y conformidad; la fe permanece incólume.
VII. Peste en Israel
II Samuel 24, 15-16
Envió, pues, Yahvé la peste a Israel desde aquella mañana hasta el tiempo se­
ñalado, y murieron del pueblo, desde Dan hasta Bersabee, setenta mil hombres. 
Y habiendo extendido el ángel de Yahvé su mano sobre Jerusalén para desolarla, 
Yahvé se apiadó de su angustia y dijo al ángel exterminador del pueblo: «Basta, 
detén ya tu mano».
La peste es el ejemplo prototípico de castigo bíblico. La mortandad que la 
epidemia relatada produjo entre el pueblo elegido se cuenta por decenas de 
miles: siete en concreto.
Se conocen epidemias terribles tanto antes como y después de Cristo. La 
norma epidemiológica característica de esta afección ha sido su acantonamiento 
en forma de focos endémicos en Oriente, a partir de los cuales el proceso se ha 
extendido hacia Occidente, tantas veces a través de la navegación. Puntuali­
zando, se señalan cuatro áreas primarias importantes: una ubicada al este de 
la cordillera del Himalaya, en la región regada por el Yunan; otra aparece lo­
calizada al oeste del referido sistema montañoso; una tercera se sitúa en Egipto; 
la cuarta, señalada ya por Koch, tiene su asiento en Uganda. A partir de ellas 
se han originado las más cruentas epidemias conocidas, tales como la de Hong- 
Kong de 1894 y la de Bombay dos años después.
Precisamente en Hong-Kong confluyen dos insignes investigadores: Yersin, 
procedente del Instituto Pasteur parisino, y Kitasato, enviado oficial del go­
bierno japonés; aunque ambos por separado anunciaron la detección del mi­
croorganismo causante de la enfermedad, fue el francés quien por primera 
vez logró aislar y cultivar del pus bubónico ese bacilo rechoncho que hoy co­
nocemos como Yersinia pestis, en su honor.
Dos rasgos característicos han concitado general acuerdo respecto a la 
peste: su alta contagiosidad y la gravedad notable del cuadro que produce. Las 
epidemias son explosivas, y la mortandad se produce en un corto plazo. En el 
episodio bíblico que glosamos, Yahvé dijo a Gad —vidente y profeta de David— 
para que lo transmitiera a su rey: «O a lo menos por tres días habrá peste en 
tu reino» (II Sm 24, 13). Es de suponer que el plazo fuera algo más prolongado, 
como para acabar con la vida de tantos hebreos. O, acaso, la letalidad fue 
desorbitada.
El aforismo epidemiológico de una Comisión inglesa ad hoc se demostró ple­
namente certero: «La peste es una enfermedad infecciosa de la rata, que 
puede transmitirse al hombre por intermedio de las pulgas». Como sucede en 
la novela de Albert Camus La peste, que describe maravillosamente un brote 
pestoso en Orán, primero son víctimas las ratas y luego los hombres. Tres tipos 
de ratas se han descrito como reservorio: mus ratus (rata negra); mus decu- 
manus (rata gris) y mus alexandrinus (variante de la primera). El vector que 
trasfiere el proceso desde el múrido al humano, la pulga, ofrece a su vez varias 
especies: principalmente se trata de xenopsilla cheopis, más accesoriamente 
pulex irritans, pulex canis, pulex felix, etc. La picadura de la pulga, al perforar 
la piel del hombre, abre una puerta de entrada al bacilo, que es expulsado si­
multáneamente por el insecto con las deyecciones. Pero la contaminación directa 
desde las ratas, y en especial por su heces muy parasitadas, es otro mecanismo 
de fácil contagio.
Desde tiempo inmemorial, la peste se califica como bubónica, porque en 
su clínica resalta la aparición de varias tumefacciones ganglionares muy exu­
berantes y dolorosas, que inmediatamente llaman la atención del paciente y su 
entorno. Estas bubas se ubican en los grupos externos más importantes, por este 
orden de frecuencia: inguinal, axilar y cervical. La piel suprayacente setorna 
eritematosa, y la evolución de la adenopatía unas veces se orienta hacia la 
lenta regresión pero otras muchas concluye con la fistulización supurativa. 
Pueden aparecer lesiones cutáneas a modo de flictenas más o menos difusas, de 
contenido seroso o sanguinolento, y en este último caso se habla con propiedad 
de peste negra, una variante grave de la que trató por primera vez Guy de 
Chaulioc.
Otras formas clínicas de especial severidad son la neumonía pestosa (que 
puede ser primaria por inhalación de un inoculo significativo) y la sepsis de igual 
naturaleza. Los casos de neumonía pestosa no suelen predominar, aunque hubo 
brotes como el de Manchuria de 1911 en los que se registraron muchos casos.
VIH. Ulcera
Job 2, 6 -8
Dijo, pues, Yalivé a Satanás: «Ahora bien, en tu mano está; pero consérvale 
la vida». Con eso, partiendo Satanás de la presencia de Yahvé, hirió a Job con una 
úlcera horrible desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza; de suerte 
que, sentado en un estercolero, se raía la podredumbre con un casco de teja.
Hemos anticipado nuestra creencia de que el mal de Job fue la lepra (vid. 
título IV), con una extensión de sus llagas en verdad universal, descrita sin ta­
pujos en el relato bíblico. No vamos a insistir sobre los aspectos clínicos del pro­
ceso, pero sí sobre su famosa paciencia, capaz de soportar la pérdida de sus 
bienes, servidores e incluso sus hijos, para finalmente ser víctima de la más des­
preciable y horrenda de las enfermedades, la lepra.
El demonio equivocó su predicción; aunque, cuando Job recibió la visita 
de tres jefes amigos (Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamá) y man­
tuvo con ellos un diálogo que se prolongó siete días y siete noches, no pudo por 
menos que lamentarse, maldiciendo el día de su nacimiento: «Perezca, el día en 
que nací, y la noche en que se dijo: «Ha sido concebido un varón». (...) «¿Por 
qué no morí yo en las entrañas de mi madre, o salido a la luz no perecí 
luego?» (Jb 3, 3 y 11).
En todo caso, al final Job reconoce que ha hablado indiscretamente, se 
acusa a sí mismo y hace penitencia en polvo y ceniza; Yahvé reconviene a los 
«amigos» (que tan mal lo habían juzgado) y bendice a Job multiplicando sus 
bienes y dándole siete hijos y tres hijas, amén de una longevidad notable (ciento 
cuarenta años -20 veces siete-... de los de entonces).
Hay otras muchas referencias a las úlceras. Pero aquí nos limitaremos a re­
ferir otro relato: el de la curación del rey de Judá Ezequías por el profeta Isaías. 
Tuvo Ezequías un reinado muy prolongado (29 años), y fue un hombre bueno 
y agradable a los ojos de Yahvé, imitando en todo a su padre David. He aquí en 
breve lo que se cuenta en II Reyes (20, 6-7):
(Dijo Yahvé) «Y alargaré quince años tu vida; además de eso te libraré del 
poder del rey de los asirios a ti y a esta ciudad; a la cual protegeré por amor mío 
y por amor a David, mi siervo». Y dijo Isaías: «Traedme una masa de higos»; 
traída y aplicada sobre la úlcera del rey quedó éste curado.
IX. Posesión demoníaca
Mt 4, 24 ; Me 1, 3 2 -3 4 ; Le 9, 3 7 -43 ; Me 9, 14-29
Mateo.—Y su fama (de Jesús) se extendió por toda Siria; y le presentaron a 
todos los que se encontraban mal aquejados de diferentes enfermedades y su­
frimientos, endemoniados, lunáticos, tullidos, y El los curó.
Marcos.-Al anochecer, puesto ya el sol, le trajeron todos los enfermos y 
endemoniados, y la ciudad entera se reunió a la puerta (de la casa de Simón y 
Andrés). Él curó a muchos que estaban malos con diversas enfermedades, y 
echó muchos demonios, pero no les permitía hablar, porque le conocían.
Lucas.-Pasó al día siguiente que, habiendo bajado ellos del monte, vino a su 
encuentro una gran muchedumbre. Y entonces un hombre entre la gente gritó: 
«Maestro, pido que te fijes en mi hijo, que es el único que tengo: mira, un espí­
ritu se apodera de él, y de repente grita, sacudiéndole con espumarajos y a 
duras penas se va de él, dejándole magullado. He pedido a tus discípulos que le 
echaran, y no han podido». Jesús le contestó: «¡Oh generación descreída y per­
vertida! ¿hasta cuándo estaré con vosotros y os soportaré? Trae acá a tu hijo». 
Pero cuando se acercaba, le derribó el demonio contra el suelo, sacudiéndole. 
Jesús conminó al espíritu inmundo, y curó al muchacho y se lo devolvió a su 
padre. Y todos quedaban atónitos por la grandeza de Dios.
Marcos.-Y viniendo junto a los discípulos, vio a mucha gente alrededor de 
ellos y unos escribas discutían con ellos. Entonces, al verle, toda la gente se 
quedó sorprendida, corrió a saludarle. Él les preguntó: «¿De qué discutís con 
éstos?». Le contestó uno entre la gente: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene 
un espíritu mudo. Y cuando se apodera de él, le tira por tierra y le hace echar 
espumarajos y rechinar los dientes y se va secando. Y le he dicho a tus discípulos 
que lo echen y no han podido». El, respondiendo, les dice: «¡Oh generación in­
crédula! ¿hasta cuándo estaré con vosotros? Traédmelo». Se lo trajeron; y al mi­
rarle el demonio le agitó convulsivamente y, caído en tierra, se revolcaba echando 
espumarajos. El preguntó a su padre: «Cuánto tiempo hace que le pasa esto?» El 
le dijo: «Desde niño. Y muchas veces también le echa al fuego y al agua para ter­
minar con él. Pero si puedes hacer algo, ayúdanos por compasión de nosotros». 
Jesús dijo: «¡Que si puedes...! Para el que cree, todo es posible». Entonces gritó 
el padre del muchacho: «Creo: ¡ayúdame en mi incredulidad!». Jesús, viendo que 
acudía gente, conminó al demonio inmundo, diciéndole: «Espíritu mudo y sordo, 
yo te mando: sal de éste y no entres más en él». Salió gritando y agitándose, y él 
quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que había muerto. Pero 
Jesús, tomándole de la mano, le levantó, y él se puso en pie. Al entrar en casa, sus 
discípulos le preguntaron a solas: «¿Cómo no pudimos echarle nosotros?». El les 
dijo: «Esta especie con nada puede salir sino con oración».
Hemos reunido cuatro citas, que por pares coinciden en relatar el mismo 
evento. Las dos primeras hablan de los endemoniados que curó Jesús sin dar 
ningún detalle de su cuadro clínico; pero los dos últimos relatos de Lucas y 
Marcos son desde el punto de vista médico una de las mejores descripciones con­
tenidas en los libros santos.
Aunque no se puede rebatir de modo definitivo la cualificación de posesión 
demoníaca en este último paciente, visto con nuestra óptica actual se trata de 
una crisis epiléptica típica. Hay un inicio del ataque con un grito (el clásico eri 
initial), a seguida del cual el sujeto en forma brusca queda inconsciente y cae 
al suelo, donde sufre convulsiones tónico-clónicas espectaculares; se produce 
abundante sialorrea, y el paciente expulsa por ello espuma por la boca; hay 
trismo, que puede provocar mordeduras de la lengua. La caída es indiscrimi­
nada, y puede caer en el fuego, sufriendo quemaduras (o ahogarse en un charco 
de agua tras una caída en prono, como ocurrió en uno de nuestros enfermos). 
Al final, el paciente queda en un profundo sopor, en el que apenas son discer- 
nibles los movimientos respiratorios: como si estuviera muerto. Por ende, el mu­
chacho padecía de este proceso desde niño, como ocurre en la epilepsia idio­
pàtica genuina, no secundaria o sintomática de otra afección convulsivante.
Desde luego, se descarta cualquier tipo de simulación o síndrome histérico, 
así como otras causas de pérdida de conocimiento. Ya apuntamos al inicio de este 
trabajo, que los especiales características del acceso epiléptico tipo grand mal 
le han valido desde antiguo la denominación de morbus sacer.
¿Hubo entonces influencia de Jesús en cuanto al beneficio en el paciente? 
¿No fue acaso la evolución natural de una crisis corniciai, con su recuperación 
espontánea y sin influencia exógena? Hemos destacado en el texto de Lucas esta 
frase: Jesús curó al muchacho, se entiende que de un modo definitivo.
X. Polipatología
Deuteronomio 28, 22; 28, 27-28 ; 28, 35
...Pero si no quieres escuchar la voz de Yahvé, tu Dios, observando y prac­
ticando todos sus mandamientos y las ceremonias que hoy te prescribo, ven­
drán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones...
(28, 22) Hará Yahvé que se te pegue la peste, hasta que acabe contigo, en la 
tierra en cuya posesión entrares. Yahvé te castigará con la tisis, la calentura y el 
frío, el ardor y la sequedad, con la corrupción del aire y la podredumbre, y te 
perseguirá hasta que perezcas.
(28, 27-28) Te herirá Yahvé con las úlceras de Egipto, y con las almorranas, 
y también con la sarna y comezón; de tal manera que no tengas cura. Te casti­
gará Yahvé con la locura, con la ceguedad y con frenesí: de suerte que andarás 
a tientas en medio del día; y así no acertarás en ninguna cosa que emprendas.
(28, 35) Te herirá Yahvé con úlceras malignísimas en las rodillas y panto­
rrillas, y de un mal incurable desde la planta del pie hasta la coronilla.
Estas maldiciones con las que Yahvé amenaza a los israelitas —escogidos con 
la intermediación de Moisés como pueblo de Dios— en caso de no cumplir sus 
mandamientos, compendian muchas enfermedades, algunas ciertamente no 
bien precisadas; en ocasiones incluso se trata sólo de síntomas. Se comentan aquí 
aquellos procesos que no reciben enfoque en otros apartados.
1. Tisis.-Palabra griega ((|)0Í0tQ que significa consunción, se aplica de 
modo más específico a tuberculosis. Era clásico que el paciente que desarrollaba 
esta enfermedad fuera de preferente hábito leptosómico, delgado, y que en el 
curso de su evolución invasiva la nutrición del enfermo se viera comprometida 
de modo paulatino e inexorable. Una evolución que la falta de terapia eficaz 
hacía previsible en la mayor parte de los casos. Al respecto, Areteo de Capa- 
docia, decía esto en el siglo I de nuestra era: «La tisis tiene por causa la ulce­
ración del pulmón debida a una tos prolongada o a hemoptisis, va acompa­
ñada de fiebre continua que por lo común es más elevada durante la noche; 
(...) se manifiesta por debilidad y enflaquecimiento; (...) el aspecto de estos en­
fermos se parece en todos sus pormenores al de los cadáveres». En reacción a 
esos rasgos, la sobrealimentación hasta el punto de obesidad fue norma tera­
péutica habitual, una tendencia que ha perdurado hasta épocas recientes. Sólo 
el descubrimiento de una terapia efectiva, primero la estreptomicina de 
Waksman y más tarde isoniazida, rifampicina, etc., cambió el panorama.
En el lenguaje común, por mucho tiempo se habló más de enfermo tísico 
que tuberculoso, acepción ésta que se impuso ulteriormente, cuando se co­
noció la anatomía patológica lesional, que constató la presencia de granulomas 
definidos como tubérculos. El rechazo social a la tisis fue radical, al contem­
plarse como enfermedad contagiosa, incurable y propia de estratos inferiores. 
Las palabras de Dickens aún resuenan: «Es una enfermedad que la medicina 
nunca cura, que la riqueza permite soslayar y que es patrimonio de la pobreza; 
unas veces se mueve a grandes zancadas, otras camina con paso tardo; pero, 
rápida o lenta, siempre es segura y cierta». No debe extrañar que, en estas cir­
cunstancias, la afección fuera celosamente ocultada como si de un baldón para 
el paciente y la familia se tratara.
La tuberculosis por mucho tiempo se entendió y trató como enfermedad 
pestilencial, primero recluyendo a los enfermos en lazaretos y luego en sana­
torios de mayor confortabilidad y cuidados. La existencia de sanatorios desti­
nados total o parcialmente a pacientes tuberculosos ha sido una realidad hasta 
nuestros días. La segunda mitad del siglo XX conoció su ocaso, cuando la terapia 
farmacológica convirtió la tuberculosis en una enfermedad las más de las veces 
de tratamiento ambulatorio y curable, sin necesidad de hospitalización ni re­
curso a la intervención quirúrgica.
Según anunciaba Areteo, la tuberculosis afecta de preferencia al pulmón, 
como que es proceso de preferente contagio por vía aérea (salvando los casos 
de contaminación por vía intestinal, por ingestión de leche procedente de vaca 
tuberculosa). La tuberculosis extrapulmonar, siempre en un segundo plano, 
ha ido retrogradando al ritmo del progreso terapéutico. Pero este panorama pró­
ximo a la erradicación —al menos en los países desarrollados— se ha oscurecido 
desde la aparición del SIDA, cuyo deterioro inmune ha facilitado un recrude­
cimiento del proceso, hasta el punto de categorizarla con justicia dentro de las 
enfermedades re-emergentes. La constatación de bastantes casos, con bacilos 
multirresistentes a los fármacos, ha agravado aún más el panorama. No debe ex­
trañarnos que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida haya sido visto por 
algunos a modo de auténtico castigo bíblico.
La tuberculosis como enfermedad externa tuvo su cénit en la antigüedad; 
ya hemos anticipado que el lupus vulgar de origen tuberculoso, con su clásica 
facies leotiina (hoy día excepcional) se confundía fácilmente con la lepra, sífilis, 
tumores malignos de la piel, etc.; y el lupus voraz (lupus vorax) resultaba tan 
fagedénico como la lepra mutilante. La mescolanza de estos enfermos en laza­
retos era una desgraciada realidad, incluso «con intercambio de bacilos».
Este fue el panorama de la tisis en los tiempos bíblicos.
Calentura y frío
Por mucho tiempo la fiebre ha sido conocida vulgarmente como calentura 
y categorizada casi al nivel de enfermedad. Este muchacho tiene fiebre, diag­
nosticaba el médico, limitándose a la prescripción de un febrífugo (en mis 
tiempos piramidón o aspirina; antes salicilatos o quinina; también hidrote­
rapia), sin profundizar mucho más en su etiología. Como la infección causal re­
sultaba en no pocas ocasiones efímera, la terapia antitérmica era todo lo que se 
requería para solventar el conflicto. También se aconsejaban limitaciones ali­
mentarias: especialmente cuando la fiebre era elevada, se procuraba una dieta 
líquida escasa, casi de ayuno, pensando que así se reduciría el grado de hiper- 
termia (cuando en realidad, tratándose de una situación claramente catabòlica, 
un aporte energético y proteico adecuado es más que recomendable); claro es 
que la concomitante anorexia era un colaborador de la baja ingesta.
La fiebre se consideraba siempre dañosa, y el objetivo era reducirla a su 
mínima expresión. Hoy sabemos que forma parte de la reacción del organismo 
frente a microorganismos invasores, y que existen pirógenos endógenos. In­
cluso la ausencia de reacción febril puede ser interpretada como señal de hi- 
poergia: por ejemplo, una neumonía en sujetos de edad avanzada puede cursar 
sin distermia; pero su pronóstico no por eso es mejor, ya que su resolución es 
mucho más lenta y la tasa de mortalidad superior.
Cuando en relatos bíblicos se habla de fiebre, uno colige que se alude a en­
fermedades de gran difusión que exhiben la elevación térmica como uno de sus 
rasgos más destacados: éste puede ser el caso del paludismo o malaria, una afec­
ción tan clásica que ya reconocieron Hipócrates y Celso, que se exterioriza 
por fiebre prolongada, en forma de accesos escarpados y críticos, calificados por 
ello de palustres (aunque en bastantes ocasiones esa aguja febril obedece a 
bacteriemias de muy diversa etiología). En esta línea también cabría consi­
derar el kala-azar, que justo en Arabia y Egipto ha presentado desde siempre 
importancia epidemiológica. Otro tanto puede decirse de la fiebre recurrente, 
brueelosis... y un sinnúmero de virasis.
Un caso de fiebre elevada, quizá palustre, se nos ofrece en la suegra de 
Pedro:
Lucas 4, 38-39.—Saliendo de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra 
de Simón estaba con una gran calentura, y le rogaron por ella. Acercándosele, 
mandó a la fiebre, y la fiebre la dejó. Al instante se levantó y les servía.
Ardor y sequedad
La interpretación de esta amenaza bíblica es dudosa. Al hablar de ardor 
puede referirse Yahvé a un cambio de temperatura ambiente, causante de se­
quedad; pero si se trata de un castigosomático endógeno (es decir de génesis 
interna), de nuevo se plantea la posibilidad de un aumento del calor corporal 
por fiebre, o quizá de una enfermedad con fuerte vasodilatación cutánea y 
piel caliente, tipo eritrodermia o similares.
También cabe una interpretación moderna del ardor, percibido no en la piel 
sino en profundidad: ardor como sinónimo de pirosis (7U)po ̂ = fuego), la clá­
sica rescoldera o sensación quemante restrosternal que asciende desde estómago, 
por reflujo acidopéptico, que puede irritar la encrucijada faringolaríngea, pro­
duciendo tos e incluso crisis asmáticas.
Insistimos en este síntoma, porque se repite en el Levítico cuando asi­
mismo Yahvé anuncia las consecuencias de una desobediencia en los manda­
mientos, en forma de innumerables desgracias:
Levítico 26, 16.-Ved aquí la manera con que yo me portaré con vosotros: Os 
castigaré prontamente con hambre y con un ardor que os abrasará los ojos y con­
sumirá vuestras vidas.
a
Ulceras de Egipto
El concepto de úlcera implica sistemáticamente una pérdida de sustancia, 
sea de la superficie cutáneo-inucosa (úlcera sifilítica, úlcera duodenal, colitis ul­
cerosa), sea de órganos profundos. En este último caso, ha de producirse pre­
viamente una significativa necrosis del parénquima afecto y, tras la eliminación 
del área mortificada resta en su lugar una cavitación o úlcera: eso sucede típi­
camente en la tuberculosis, en la que el bacilo de Koch, provisto de una gran 
capacidad de necrosis caseosante, provoca la aparición, en pulmón u otros ór­
ganos, de úlceras o cavernas, que son elemento importante en la progresión de 
la enfermedad, por su mayor resistencia a la curación y capacidad diseminadora 
de los microorganismos alojados en sus paredes.
El término úlcera de Egipto hace alusión, según nuestra personal opinión, 
a una leishmaniasis cutánea, entre nosotros conocida como Botón de Oriente. 
Esta lesión ha recibido diversas acepciones, de acuerdo con el punto geográfico 
de su detección: Rusell la estudió por primera vez en Alepo y la llamó botón de 
Alepo; luego se describió en Túnez (botón de Gafsa), Argelia (botón de Bisckra); 
la India (botón de Dehli), Italia, Grecia y también en España. En Egipto con­
cretamente se conoció como botón del Nilo. El término botón se justifica por 
el aspecto nodular y concreto de su lesión inicial. Como se puede apreciar, el 
contorno mediterráneo era un área en la que se prodigaban los casos.
Ese pequeño botón, rojizo, doloroso y pruritoso, que asienta en la cara con 
predilección pero también en otras áreas de piel descubierta, es en realidad un 
granuloma en cuyo seno abundan las leishmanias. En su evolución, primero se 
cubre de una costa, que al esfacelarse deja ver una úlcera plana, de bordes sobre 
elevados y cortados a pico; puede ofrecer en su centro una excrecencia más dura 
(signo de Montpellier) y emana una secreción serosa o sero-sanguinolenta. Su 
tamaño es pequeño, numular; pero no raramente sufre infecciones secundarias 
que la hacen agresiva e invasora de las áreas próximas. Al cabo de un plazo de 
meses, un año a lo más, lentamente se rellena y cura, dejando en su lugar una 
cicatriz estrellada y retráctil.
Las leishmanias son protozoos flagelados, que reciben este nombre en re­
cuerdo a Leishman; este investigador en Dum-dum y Donovan en Madrás 
fueron los primeros en evidenciar estos parásitos en el interior de células ma- 
crofágicas. El hallazgo se produjo en pacientes afectos de Kala-azar (etimoló­
gicamente, fiebre negra), una forma de leishmaniasis visceral producida por la 
Leishmania donovani o infantum-, más tarde, Wright informaría de la Leish- 
mania trópica como principal responsable del botón de Oriente, si bien la L. 
major asimismo juega un papel importante.
La mosca del desierto, con su picadura, inocula los proamastigotes en la piel 
del sujeto; la leishmania trópica queda allí almacenada, sin difundirse apenas 
más allá de los ganglios de drenaje del territorio afecto. Los parásitos ma­
duran hasta la fase adulta de amastigote en el interior de macrófagos.
Digamos por último que las leishmaniasis afectan muy electivamente a un 
animal doméstico, el perro, que por lo mismo se convierte en reservorio a 
partir del cual el insecto traslada la enfermedad al humano.
Almorranas
Las almorranas o hemorroides, como es bien sabido, son una forma de va­
rices referidas al plexo venoso liemorroidario interno. En general, son bien so­
portadas, aunque procuran molestias que llegan a ser notables cuando surgen 
complicaciones; tres de ellas son las más frecuentes: sangrado (que a veces 
conduce a anemización de grado importante); trombosis o tromboflebitis; y pro­
lapso. Todo ello quizá obligue a intervención quirúrgica, ligado y extirpación, 
impensables en los tiempos bíblicos, de manera que la maldición sin duda 
aludía a hemorroides complicadas.
Sarna y comezón
Poco comentario cabe hacer sobre la sarna, si no es significar su incardi- 
nación en la escasa higiene y promiscuidad característicos de pasadas épocas. 
Antiguas, pero también recientes: nuestra propia experiencia en los años que 
siguieron a la guerra civil fue importante. El sarcoptes scabiei hacía estragos, 
y el prurito que determinaban sus tunelizaciones intracutáneas impelía al ras­
cado enérgico y tenaz, con el riesgo de herida dérmica e infección secundaria 
bacteriana (sarna impetiginizada).
En la referencia bíblica se habla de sarna y comezón (prurito, picor), 
como si se tratara de dos procesos afines pero no intercambiables: en efecto, sa­
bemos que la sensación pruriginosa (un equivalente menor del dolor, recogida 
por las mismas terminaciones cutáneas) puede obedecer a un enorme abanico 
de otras posibilidades causales.
Aplazamos la glosa sobre locura y ceguera a apartados posteriores.
XI. Gonorrea
Levítico, 15, 1 -4 ; Números, 5, 1-2
Levítico 15, l-4.-Habló Yahvé a Moisés y Aarón, diciendo: «Dirigid la palabra 
a los hijos de Israel y decidles: «El hombre que padece gonorrea sea inmundo. 
Y entonces se juzgará que está sujeto a este achaque, cuando a cada instante el 
humor sucio se apegare a su carne y se condensare. Cualquier cama en que dur­
miere, y el sitio en que se sentare, quedarán inmundos».
Números 5,l-2.-Habló Yahvé a Moisés, diciendo: «Da orden a los hijos de Is­
rael, que echen fuera del campamento a todo leproso, y al que adolece de gono­
rrea. y al manchado por causa de algún muerto».
Está claro que el paciente con gonorrea es considerado manchado, y debe 
ser tratado como sujeto inmundo; incluso en Nm se señala que hay que expul­
sarlo del campamento para que no contamine.
La gonorrea es una de las enfermedades que antaño se decían venéreas 
(Venus = diosa del amor) y ahora se designan con las siglas ETS (enfermedades 
de transmisión sexual); hasta en este punto hemos perdido talante poético. 
Junto a la sífilis, chancro blando y linfogranuloma, integraban los procesos sus­
ceptibles de contagiarse por el coito.
Gonorrea alude aflujo procedente de órganos genitales. Eso se explicita 
de modo muy claro en Lv, cuando se señala que dicha secreción va a impregnar 
sus zonas pudendas y a condensarse, como suele ocurrir con el pus espeso. Otras 
acepciones bien conocidas de este proceso incluyen blenorragia y gonococia. Esta 
última indica su agente causal, el gonococo, un diplococo Gram (—), con apa­
riencia característica de granos de café, descrito por primera vez por Neisser; 
por eso se le designa también como Neisseria gonorrhoeae.
En la época preantibiótica, se señalaban cuatro posibles evoluciones de la 
gonorrea: la curación, tras una fase aguda (uretritis, prostatitis, epididimitis, 
etc) y subaguda; paso a la cronicidad y a la larga remisión; incurabilidad; y —de 
modo muy excepcional— muerte por complicaciones infectivas renales, endo- 
cárdicas, etc.).
Las perspectivas de la gonococia han evolucionado considerablemente en 
el pasado siglo, cuando se demostró muy vulnerable a nuestra terapia a partir 
de la introducción dela penicilina; en todo caso, el propio Fleming decía, en
punto a sus indicaciones y ante su relativa escasez: «que no se trate a ningún 
blenorrágico con penicilina en tanto exista un osteomielítico que la necesite».
En la actualidad, nuestra atención en el sexo femenino es preferencial 
hacia la llamada enfermedad inflamatoria pélvica. Este proceso (y posibles 
complicaciones: perihepatitis por ejemplo) obedecen a una flora bacteriana 
mucho más amplia y polimorfa, en la que Chlamydia tracomatis y el Urea- 
plasma urealyticum juegan un papel destacado. Es aterrador contemplar en nú­
mero de nuestras jovencitas que, carentes de sentido moral y de toda precau­
ción, contraen esta ETS con todas sus consecuencias.
XII. Llagas en partes secretas
I Samuel 5, 10-12
Y enviaron el Arca de Dios a Eqrón. Mas llegada allí, exclamaron los eqro- 
níes, diciendo: «Nos han traído el Arca del Dios de Israel para que nos mate a 
nosotros y a nuestro pueblo».
Por lo cual hicieron que se juntasen todos los sátrapas de los filisteos, los 
cuales dijeron: «Devolved el Arca del Dios de Israel, y restituyase a su lugar; a 
fin de que no acabe con nosotros y nuestro pueblo». Porque se difundía por todas 
las ciudades el terror de la muerte; y la mano de Dios descargaba terriblemente 
sobre ellas, pues aun los que no morían, estaban llagados en las partes más se­
cretas de las nalgas; y los alaridos de cada ciudad subían hasta el cielo.
El Arca de la Alianza, exhibida como emblema por los israelitas durante 
su lucha contra los filisteos, cayó en manos de éstos cuando consiguieron la vic­
toria:
I Samuel, 10,ll.-D ieron , pues, los filisteos la batalla, y quedó derrotado 
Israel; y todos huyeron a sus casas. El destrozo de los israelíes fue tan grande que 
quedaron muertos treinta mil infantes. Fue tomada el Arca de Dios y muertos los 
dos hijos de Eli, Jofní y Pinejás.
La venganza de Yahvé por la captura del Arca fue verdaderamente terrible. 
La muerte se cernió sobre el pueblo filisteo y brotaron esas úlceras tan penosas 
que despertaban grandes alaridos. Ulceras en el área pudenda, verosímilmente 
de índole venérea; dolorosas, lo que apunta más hacia un chancroide que al 
chancro duro e indolente sifilítico. Así orientamos nuestro comentario.
El chancro blando, venéreo o chancroide es resultado clínico de la infec­
ción por el estreptobacilo de Ducrey-Unna, hoy conocido como Haemophilus 
Ducreyi. Asienta de modo electivo en la región génito-anal: aparece en forma 
de pápulas rojas que prontamente se tornan pustulosas; al romperse dejan úl­
ceras o chancros múltiples, de bordes despegados y fondo sucio, no rara vez con 
tendencia invasiva fagedenizante, además de posible repercusión sobre el te­
rritorio linfático satélite, causando linfangitis y bubones fistulizantes. Cuadro 
ciertamente aparatoso, con visos de sanción divina severa.
XIII. Hidropesía
Lucas 14, 1-4
Ocurrió que en día de sábado entró a comer en casa de uno de los principales 
de los fariseos, y ellos le estaban observando. Precisamente, había un hombre hi­
drópico delante de El. Jesús, dirigiéndose a los doctores de la ley y los fariseos, 
dijo: ¿Es lícito curar en día de sábado o no? Pero ellos se quedaron callados. Y 
El, tomándole de la mano le curó y le despidió.
Evidentemente, el meollo del problema que este milagro de Jesús plantea 
estriba en la disyuntiva sobre si lia de prevalecer rigurosamente la ley mosaica, 
o si por encima o más allá de ella debe imponerse la caridad, el amor al prójimo. 
El comportamiento de Jesús dilucidó meridianamente el problema.
Pero nuestro comentario se centra, como es lógico, en el mal que aquejaba 
a aquél enfermo, calificado de hombre hidrópico. La palabra hidropesía pro­
viene del latín hydrops, es decir, agua; o, hablando más ampliamente, fluido. Sig­
nifica que se ha producido un notable acúmulo líquido en el cuerpo del paciente.
Precisando un poco más, el clínico del presente y del pasado no remoto se 
refiere a ella cuando el fluido almacenado patológicamente ofrece un carácter 
de trasudado, es decir, no es inflamatorio, y contiene poca albúmina y muy es­
casa representación celular. La ascitis (salvo que se infecte secundariamente) es 
un modelo de hidropesía, y no lo es en cambio la peritonitis tuberculosa, por 
poner un ejemplo (claro es, que en tiempos bíblicos esta distinción no se llevaba 
a cabo, y por tanto en esta acepción cabría cualquier tipo de colección, fuera 
trasudativa o exudativa...).
Además, en la definición se incluye el concepto de que el líquido en exceso 
puede estancarse en una cavidad serosa (pleural, pericárdica, peritoneal, etc.) 
o en el tejido celular subcutáneo. 0, de un modo difuso, en todos o la mayor 
parte de puntos a la vez, en cuyo caso hablamos de anasarca. En realidad, G. 
Marañón piensa que hidropesía es sinónimo de anasarca, y así lo señala en su 
Diagnóstico Etiológico.
Podemos ahora discutir si la hidropesía del pasaje relatado por Lucas 
tenía una u otra localización. Personalmente, estimamos que debería tratarse 
de una ascitis, por varias razones: es más llamativa, por la acusada distensión 
abdominal que provoca, fácil por tanto de diagnosticar; es la más frecuente,
fruto de una constelación causal amplia; y permite una supervivencia relati­
vamente prolongada, que un anasarca por ejemplo no consigue.
Aceptaremos pues que se trataba de una hidropesía en el abdomen, una as­
citis. Y pensando en su causalidad, nos inclinamos antes que nada por achacar 
su génesis a un proceso cansante de hipertensión portal, más probablemente he­
pático y de naturaleza cirròtica, sin excluir pileflebitis, patología cavai, etc. Es 
la cirrosis, con su fibrosis y formación de nodulos hepatocitarios desestructu­
rados, la que procura compresión postsinusoidal responsable de una hiper­
tensión portal, de la que esplenomegalia y varices esófago-gástricas son también 
una consecuencia temible y obligada. El consumo exagerado de alcohol u otros 
tóxicos, y diversas infecciones bacterianas, víricas o parasitarias, han sido de 
siempre las habituales etiologías de este tan común proceso; su carácter ubi- 
cuitario alcanza por supuesto al Oriente Próximo.
Claro es que otras muchas causas de retención de fluido podrían ser aquí 
consideradas: cardiopatías en fase de hiposistolia congestiva, síndrome nefró- 
tico, edema de hambre (poco probable que un hidrópico que estaba en casa de 
uno de los fariseos principales padeciera este cuadro carencial...).
La curación de un hidrópico de forma instantánea, simplemente porque fue 
tomado de la mano por el Maestro, es un hecho que rebasa, hoy como antaño, 
cualquier explicación natural, sigue calificándose de milagro en términos ri­
gurosos. Y tanto más milagro, cuanto que de su realización se derivó una tan 
hermosa enseñanza.
XIV. Parálisis
Mt 8, 5 -13 ; Mt 9, 2 -8 ; Me 2, 3 -12 ; Jn 5, 2 -4 ; Hch 9, 32-35
Mateo 8, 5-13.-Y habiendo entrado en Cafarnaum, un centurión romano se 
le acercó y rogándole y diciendo: «Señor, mi muchacho yace en casa paralítico, 
horriblemente atormentado». El le dijo: «Yo iré a curarle». Pero el centurión le 
contestó: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, sino dilo sólo de pa­
labra y se curará mi muchacho» (...) Cuando Jesús le oyó, se admiró y dijo a los 
que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en ninguno tanta fe». 
(...) y dijo Jesús al centurión: «Yete, que ocurra como has creído».
Mateo 9, 2-8.-A11Í le presentaron un paralítico tendido en una camilla. Y 
Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: «Ten confianza, hijo, tus pecados 
te son perdonados». Entonces algunos de los escriban decían para sí: «Éste blas­
fema». Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: «¿Porqué pensáis 
cosas malas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir se te perdonan los pe­
cados o decir levántate y anda? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene 
potestad sobre la tierra para perdonar los pecados», dijo entonces al paralítico 
«Levántate, tomatu camilla y vete a tu casa». Y él, levantándose, se fue a su casa. 
La gente, al verlo, se quedó llena de temor, alabando a Dios, que ha dado este 
poder a los hombres.
Marcos 2, 3-12.-Y vinieron a traerle un paralítico llevándolo entre cuatro. 
Pero no pudiendo presentárselo, por la mucha gente, levantaron la techumbre, 
por donde estaba El, y haciendo un agujero bajaron la camilla donde yacía el pa­
ralítico. Viendo Jesús su fe dijo al paralítico: «Hijo, son perdonados tus pe­
cados». Había allí sentados unos escribas, y pensaban en sus corazones: «¿Por 
qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino uno solo, 
Dios?». En ese mismo instante, Jesús, conociendo en su espíritu que discurrían 
así en su interior, les dijo: «¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Son perdonados 
tus pecados o decirle: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que veáis que 
el Hijo del Hombre tiene poder de perdonar pecados sobre la tierra», dijo al pa­
ralítico: «Yo te lo digo: levántate, toma tu camilla y vete a casa». Y se levantó, tomó 
en seguida la camilla y se fue delante de todos, de modo que todos quedaron ma­
ravillados y dieron gloria a Dios diciendo: «Nunca hemos visto cosa parecida».
Juan 5, 2-4.-Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, un estanque 
que se llama en hebreo Bethsada, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una 
multitud de enfermos, ciegos, cojos, tullidos y paralíticos, que aguardaban el mo­
vimiento del agua. Porque de tiempo en tiempo bajaba un ángel del Señor al es­
tanque y removía el agua: entonces el primero que entraba, después de la re­
moción del agua, quedaba sano, de cualquier enfermedad que le aquejase.
Hechos 9, 32-35.-Y aconteció que Pedro, atravesando todos aquellos lu­
gares, vino también a los santos que moraban en Lydda; y allí se encontró con un 
hombre llamado Lucas, que era paralítico desde hacía ocho años, tendido en una 
camilla. Y Pedro le dijo; «Eneas, Jesucristo te sana; levántate y hazte de la 
cama». Y al punto se levantó. Y viéronle todos los que moraban en Lydda y en 
Sarona, los cuales se convirtieron al Señor.
Estos testimonios son suficientes para nuestra glosa. Han sido recogidos en 
una cierta extensión, porque presentan matices que merecen ser destacados.
Lo primero que resalta en torno a la parálisis es ese concepto, tan repetitivo 
en el relato bíblico, de enfermedad como pecado. Antes de consumar los mila­
gros, Jesús concede a los enfermos el perdón de sus pecados, estableciendo así 
un nexo entre la patología somática y el daño moral. Más aún: este último pa­
rece en realidad el causante del primero, de manera que, una vez suprimido, 
no existe obstáculo a la curación.
Para que ésta se alcance, la fe es una exigencia: del paciente e incluso de 
sus afines, como en el caso del centurión, cuyas hermosísimas palabras se re­
piten en forma prácticamente textual durante el sacrificio de la Misa. Y es 
que, esa fe del centurión, el propio Jesús nunca la había hallado entre sus pai­
sanos.
El milagro de dar movimiento a un cuerpo paralizado es uno de los más es­
pectaculares y convincentes. La patología que Jesús sanaba había de ser en ge­
neral externa, porque de este modo probaba muy claramente su divinidad a los 
ojos de los circunstantes; nadie habría apreciado en su verdadero valor la 
remisión por ejemplo de una úlcera de duodeno, un cáncer de vesícula o una 
hipertensión arterial, problemas por entonces desconocidos. Este concepto se 
reiterará más adelante, cuando hablemos de las alteraciones de los órganos de 
los sentidos y los defectos físicos.
Podría esgrimirse como argumento contradictorio en algún caso el ca­
rácter histeriforme o pitiático, de la parálisis; es decir, una repuesta neurótica 
(provocada por una decisión de esa voluntad que los psiquiatras llaman hipo- 
búlica) capaz de exteriorizarse en un doble sentido: como tempestad de movi­
mientos o al contrario en forma de ausencia de los mismos. Esto es altamente 
improbable: se trata, de casos de pacientes que mantenían su disturbio motor 
por muchos años: ocho en el caso de Lucas, según se especifica en el texto se­
leccionado de Hechos de los Apóstoles.
Son muy notables las coincidencias en los relatos de Mateo (9) y Marcos (8), 
sin duda procedentes de la misma fuente. Un matiz del último es el esfuerzo muy 
notable desplegado por los cuatro portadores del paralítico, llegando a intro­
ducir al enfermo a través de un agujero labrado en el techo, toda vez que la mul­
titud les impedía acercarse al Señor. Eso se llama constancia.
Desde el punto de vista médico, poco se puede opinar sobre la índole del 
disturbio motor. Aunque las más de las veces el problema sea neurológico,
central (encefálico, por lesión en la protoneurona motora: p.e., accidente ce­
rebrovascular) o periférico (desde asta anterior medular o deuteroneurona a 
nervio: poliomielitis, Aran-Duchenne, polirradiculoneuritis), o mixto (escle­
rosis lateral amiotrófica: ELA), en modo alguno cabe descartar la posibilidad 
de miopatías primitivas. Asimismo hay que admitir las amiotrofias debidas a 
problemas somáticos invalidantes, que obligan a inmovilidad forzada y per­
manente; por ejemplo, una artritis reumatoide muy evolucionada. Es seguro que 
habría una casuística de muy variada estirpe, incluso patología congénita. Esto 
importa desde un punto de vista teológico mucho menos, ya que en cuales­
quiera de las opciones planteadas el proceso resultaría médicamente incurable.
En ello reincidiremos después, en el capítulo de la mano seca.
XV. Mano desecada
Marcos 3, 1-5
Entró otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano de­
secada. Y le acechaban a ver si le curaba en sábado, para poderle acusar. Él dijo 
al hombre que tenía la mano paralizada: «Ponte de pie en medio». Y les dijo: 
¿Está permitido en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matarla? 
Pero ellos callaron. Y mirando a su alrededor, entristecido por la dureza de su 
corazón, dijo al hombre: «Extiende la mano». Él la extendió, y quedó restable­
cida la mano.
La mano desecada era desde luego una mano amiotrófica, es decir, con una 
atrofia de la musculatura propia de la mano: eminencias tenar e hipoténar, in­
teróseos, etc. Se produce así una morfología que en fases avanzadas se parece 
a la del simio (mano simiesca o simia na), con el dedo pulgar al mismo nivel que 
los restantes, y al final remeda la de un cadáver (mano cadavérica).
La amiotrofia indica una lesión nerviosa que debe situarse en la neurona 
motora del asta anterior o más distalmente, ya que el trofismo muscular radica 
a este nivel y lesiones más altas cursan con respeto a la nutrición del músculo.
Esta evolución está presente en las amiotrofias espinales, de las que son 
ejemplo la enfermedad descrita por Aran y Duchenne, también reconocida 
como poliomielitis anterior crónica, y, sobre todo, la más frecuente y dramática 
esclerosis lateral amiotrófica. Pero en estas afecciones, lo habitual es una si­
metría lesional, es decir, afectación de ambas manos y no de una sola, como cla­
ramente se nos cuenta en el relato de Marcos: «extiende la mano, dice Jesús».
Hay que suponer en consecuencia una injuria más electiva en la inervación 
periférica de ese miembro: a nivel de plexo braquial o incluso más distalmente, 
de nervio mediano por ejemplo (compresiones o heridas contarían como causas 
más probables).
La curación de una tal amiotrofia es, desde luego, impresionante. Como lo 
es, en sentido opuesto, la innoble actitud de escribas y fariseos, acechando en 
el templo a fin de acusar a Jesús de hacer el bien en sábado...
XYI. Ceguera
Lv 21 , 16-22 ; Mt 11, 5 -15 ; 12, 22; 20, 29 -34 ; Me 10, 46-52 ; 
Le 7, 21 -22 ; Jn, 9, 1-7
Levítico 2 1 ,16-22.-Y habló Yahvé a Moisés, diciendo: «Dile a Aarón: Ninguna 
en las familias de tu estirpe que tuviere algún defecto ofrecerá los panes a su Dios; 
ni ejercerá su ministerio si fuere ciego, si cojo, si de nariz chica, o enorme, o tor­
cida; si de pie quebrado

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