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Revista Chilena de Literatura
ISSN: 0048-7651
rchilite@gmail.com
Universidad de Chile
Chile
Soto Vega, Andrés
José Kozer. Lindes: Antología poética. Santiago de Chile: LOM, 2014. 308 pp.
Revista Chilena de Literatura, núm. 89, abril-, 2015, pp. 359-369
Universidad de Chile
Santiago, Chile
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REVISTA CHILENA dE LITERATuRA
Abril 2015, Número 89, 359-369
José Kozer. Lindes: Antología poética. Santiago de Chile: LOM, 2014. 308 pp.
La publicación en Chile de esta antología del poeta cubano José Kozer (La Habana, 
1940) viene a reafirmar el reconocimiento que recibiera el año anterior, también en 
nuestro país, mediante la obtención del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. 
La selección y el prólogo los ha realizado Pablo de Cuba Soria, quien advierte desde el 
primer momento la dificultad de escoger poemas dentro de un corpus que abarca más 
de cincuenta títulos. El antologador estableció un criterio temático para agrupar los 
poemas en cuatro secciones: Cuba, Lenguaje, Oriente y Senectud. dichas secciones 
son, evidentemente, concomitantes entre sí y puede darse que un poema corresponda 
a dos o más secciones. Pero esto, que podría parecer obvio para cualquier antología, 
es especialmente importante en este caso, puesto que Kozer, al reconocer sus temas y 
problemáticas recurrentes, las escribe y reescribe constantemente, agregando entre los 
poemas seleccionados y reordenados por el antologador, otros varios inéditos que vienen 
a borronear los límites de una cronología y de un discurso. Pareciera que Kozer en sus 
sucesivas antologías va escribiendo un mismo libro, en constante mutación, de empeño 
y riesgos similares a los de Whitman.
Este gesto de replantearse es, acaso, el que inspira el título de la antología: lindes, 
según la etimología, es la versión popular de límite (limes, -itis), es decir, camino de 
tierra que separa dos campos, o simplemente, frontera, umbral. La ansiedad de Kozer por 
hacer poemas (diariamente, según afirma), de rebuscar un lenguaje y nuevas imágenes, 
de mover sus referentes culturales de Parra a Vallejo, de Pound a Li Po, es la búsqueda 
de toda poesía viva, deviniente y que tiene como correlato estético el sentimiento de lo 
sublime: para Jean-Luc Nancy la imaginación experimenta lo sub-lime en el instante en 
que el límite es tocado, en su impulso, en su tensión, en el síncope. uno de los poemas 
inéditos, titulado “Actividad del Azogue”, declara este impulso y lo vincula a la tensión 
que implica tocar el límite, similar a la de sístole y diástole, o de su suspensión, el síncope: 
“¿Yo? La capacidad/ de bogar, contracción,/ distensión, está en mí:/ permanecer horas 
inmóvil/ constituye un esfuerzo casi/ sobrehumano”. Se percibe cómo la oración se quiebra 
y el predicado (‘está en mí’) puede atribuirse a dos enunciados distintos, mediante los 
correspondientes hipérbatos; pero no solo eso: desde el título (ser un azogue implica, 
coloquialmente, ser muy inquieto) el constante bogar, ir y venir, lo que a propósito de lo 
sublime Kant llamaba progressus y regressus, está reactualizando tanto el “yo persigo 
una forma” de Darío, como también la huida, en cuanto motivo barroco (piénsese en 
Galatea huyendo) tan recurrente en Lezama, en poemas como “Ah, que tú escapes”, “La 
llamada del deseoso” o “Recuerdo de lo semejante”, poema este último donde al sujeto 
deseante se le llama “poseso”, por ser quien “recibe aquella sobreabundancia oscura e 
indual”. El poema de Kozer se ubica entre lo múltiple y lo singular, lo inabarcable y lo 
tangible, entre la sed y el desborde, el cansancio y el entusiasmo: “deltas, inanición,/ 
sed de agua me alzo/ apoyando en los codos/ (esfuerzo sobrehumano)/ el brazo extiendo 
rumbo/ (agua, agua) al velador,/ toco, retrocedo, del vaso/ la reverberación”.
La inquietud está dada, además, por la situación biográfica que ubica la obra de Kozer 
dentro de lo que Deleuze y Guattari llaman “literatura menor”, término acuñado en torno 
a la figura de Kafka y que implica ejercer la escritura a pesar de tres imposibilidades: 
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escribir en la lengua materna, no escribir en la lengua oficial y la prohibición misma de 
acceder a la escritura. Estas tres imposibilidades determinan la desterritorialización de 
la voz y la obligada politización y colectivización de la escritura. Así como Kafka es el 
judío de Praga que debe escribir en alemán, Kozer (el “esposo judío”, lo llama Tamara 
Kamenszain) escribe en español, después de haberlo olvidado y lo hace mientras vive en 
Estados Unidos. Dicha situación es, encima, continuación de la diáspora, que en este caso 
particular llevó a sus padres (polaco y checa, respectivamente) hasta La Habana, para 
tras el triunfo de la Revolución cubana llevarlos a un nuevo exilio. De esta situación dan 
cuenta, sobre todo –aunque no exclusivamente–, los poemas de la primera sección. En 
el primer poema del libro, el peso espectral de los antepasados pesa sobre el poeta, que 
se desdobla en ellos: “soy un rabino que un Zar enorme hace danzar/ ante los bastiones 
de la muerte,/ soy el abuelo Leizer que bailó ceñido/ ceremoniosamente al/ talle de la 
abuela Sara,/ yo soy una doncella que llega toda lúbrica a/ dilatar las fronteras de/ esta 
danza (…) y son mis pies como un bramido grande de/ cuatro generaciones de/ muertos”. 
La voz desterritorializada del poeta tiene el mandato de vencer el olvido que sufre la 
madre: “En mayo, qué ave era/ la que amó mamá: o habló de las mimosas./ Dice que 
no recuerda el nombre de los ríos que/ circunscribían su/ pueblo natal”. Es evidente 
que la madre es la imagen del origen, en cuanto proto-salto (Heidegger), fundación 
y devenir tanto del lenguaje perdido y reencontrado como del vivir y pertenecer a un 
lugar: el “esmerado castellano” del exiliado da lugar a una gramática propia, de allí el 
título del poema “Gramática de Mamá” que tiene su correspondiente paterno, donde 
la confusión y la densa filigrana que afronta el que habla una lengua ajena se vuelven 
motivos y elementos centrales de una poética: “Había que ver a este emigrante balbucir 
verbos de/ yiddish a español,/ había que verlo entre esquelas y planas y bolcheviques/ 
historias naufragar/ frente a sus hijos”, “se desplomaba contundente entre los andrajos 
de/ sus dislocadas/ conjugaciones,/ decía va por voy, ponga por pongo, se zumbaba las/ 
preposiciones”. Inclusive, la sobreabundancia del frangollo que podríamos identificar 
en ciertos poemas de Kozer tiene origen aquí, en el balbuceo del padre: “el emigrante se 
enredaba con los verbos,/ descargaba furibunda acumulación de escollos en/ la penuria 
de los/ trabalenguas”; el español se hace múltiple en la progenie del judío: “sus hijos se 
marchaban hilvanando castellanos,/ ligerísimo sus hijos redactando una sintaxis purísima”. 
Este poema da cuenta de una paradoja central para el barroco, ya que la lengua de Kozer 
deambula entre el coloquialismo, el cubanismo y el arcaísmo (rasgo americano muchas 
veces, por cierto), y pasa de una dicción solemne a una escatológica, cambia de un registro 
claro (en los poemas de la tercera sección se evidencia la relación con la poesía china y 
japonesa) a uno enrevesado, es decir, carece de estilo o, como afirma Echavarren ensu 
prólogo a Medusario, es una mezcla de estilos que no se resuelve nunca.
En varios poemas, Kozer se cita a sí mismo y se burla de su ansia de lenguaje; su 
perdición: la literatura, el vocabulario, el diccionario y las metáforas. El poema Babel 
reincide, aparentemente, sobre lo expuesto arriba: “Mi idioma/ natural y materno/ es 
el enrevesado,/ le sigue el castellano muy de cerca, luego/ un ciempiés (el inglés)/ y 
luego, ya veremos”; sin embargo, el final agrega la nota irónica, la consciencia de la 
que sobreabundancia se agota y se vacía, aquel ejercicio artificioso del lenguaje es puro 
simulacro (“escribo simulacro” dice en otro poema) y pura apariencia: “a estribor han 
Reseñas 361
dejado/ estela ubérrima, Poesía, un túmulo vacío,/ un catafalco deshabitado (pueril) 
(pueril)/ y de regreso, cortejo fúnebre del lenguaje, su cero utópico multiplicando 
indócil/ la extremaunción (mil y una noches, con/ sus días) de mis poemas en extinción”.
En “Naturaleza muerta de Franz Kafka” se da un retrato del sujeto descentrado y su 
imaginación y voz desterritorializadas, pero también del sino trágico y absurdo de hombres 
contemplativos, obsesivos y oscuros: “Porque era un hombre abundante y detestable/ 
quiso creerse oscuro como/ si fuera un habitante de la/ ciudad de Viena condenado/ 
a inspeccionar el mundo/ desde los ventanales que/ Stalin concibió en el/ Kremlin”; 
más que hablar de Kafka parece hacerlo de sí mismo. La imagen del sobreabundante 
vuelve a aparecer y se hace explícito su carácter paradojal: “Vasto en exceso, conoció 
momentáneamente las/ desdichas de la ambigüedad”. Finalmente, en la universalización 
del retrato, se hace legítima la exigencia hecha por Deleuze y Guattari de que no solo 
el miembro de una minoría debe desterritorializar su voz, sino que el desafío es hacerlo 
todos, como gesto rebelde que deja su huella en la escritura: “Lo empezaron a buscar por 
Praga o en la incesante/ garúa de Lima/ pero solo desenterraban el veredicto que dejó en/ 
la bibliotecas./ Nadie entre tantísimos documentos lo quiso consolar”.
Cuestión insoslayable en estos poemas es el uso de paréntesis: en ciertos poemas 
el ansia de lenguaje pone entre paréntesis palabras prescindibles, desechables, una 
excrecencia de epítetos y verbos que el escritor deja allí casi siempre con consciencia de 
su posible derogación y tachadura. En “Testimonio del Sastre”, los paréntesis repiten o 
espejean el contenido que los circunda: “todos los pájaros, grulla/ (trillan) en la comarca 
(está)/ sobre una silla sin barnizar/ (no es trono) (no es corcel/ no es aljaba su triunfo) 
por/ una brecha beso la yema de/ sus dedos (rozo) el lienzo/ de estopa que lo ciñe”; aquí 
se acentúa la vocación rítmica y la musicalidad del poema. En la inquietud del azogue 
(deseoso, poseso), el escritor no borra el borrador de su poema, nos expone dos versiones, 
lo que a veces puede resultar farragoso, pero exhibe grandes aciertos verbales, donde 
la sobreabundancia comunica y el paréntesis ayuda a ofrecer dos versiones de la frase 
dislocada, donde los predicados se desplazan constantemente, en constantes hipérbatos 
y anacolutos, figura esta última sobre la cual Kozer ha cifrado el mecanismo neobarroco 
de cierta poesía actual. En el mismo poema se acerca el signo del ojo y el del libro en 
el gesto de cerrarse y recibir un corte: “(labraduras de Dios, que/ es señal) por su ojo 
nacimos/ (nacimos) por la hendidura/ bajo el párpado (cerrado)/ (una incisión) su ojo./ 
El libro (imposible de subrayar) se ha cerrado”. Al respecto, Kamenszain recuerda una 
alusión de Lacan a la lectura del Talmud como corte, como escisión del ser con respecto 
al otro y al idioma; por otro lado, y con otro sentido, Perlongher afirmaba que la escritura 
de Sarduy y Osvaldo Lamborghini era, respectivamente, tatuaje o tajo y hendidura.
Es evidente que, aunque Kozer afirme ser incapaz de leer a Derrida, lo que hay 
en estas palabras encerradas es la noción de suplemento: no están ni afuera ni adentro 
del poema, son parasitarias, ni faltan ni sobran, están, diferidas, junto y en contra de, 
finalmente, una lectura unívoca, horizontal, autoritaria. Cuando las palabras entre paréntesis 
definitivamente no podrían borrarse, porque están puestas en pausa, en esa síncopa o 
aturdimiento sublime que implica estar en el límite y bajo el límite, el poema alcanza su 
mayor profundidad y fuerza; uno de los poemas titulado “Ánima” (son varios, muchos 
inéditos, los que con ese título pueblan la antología, como heterogéneos soplos o hálitos 
362 Revista Chilena de liteRatuRa Nº 89, 2015
entre poemas viejos) señala nuevamente el lugar problemático del origen: “máxima altura 
de una/ persiana que por seguro/ habrá instaurado mi madre,/ aparece el comienzo de 
un/ viaje de aquí (mosca) a/ ahí (mosca) plana figura/ o figura del espacio/ (¿Cuba?) 
(¿raudalmatrio?)/ la interrupción”.
Uno de los aspectos más relevantes de esta antología, a pesar de lo sucinta, es entregar 
ciertos destellos, más allá del plano temático (Cuba, el Zen, los homenajes a amigos como 
Eduardo Espina, o a autores admirados como Tu Fu y Oppen), que van a mostrar la veta 
más reflexiva de Kozer, allí donde ese paréntesis o interrupción constituye, en palabras 
de Sergio Rojas, el “estallido monadológico” del tiempo y la lectura lineal, recurriendo 
sin ironías vulgares al tema de la muerte, la borradura, la tachadura, el devenir carroña 
y ceniza, cuya tradición poética en español ha de vincularse con Góngora y Quevedo. 
Así, el arduo comentarista y poeta ensaya su epitafio en otra “Ánima”que anuncia: “Está 
ahí en la sustitución, piel a piel del borrón:/ la tachadura posee la/ forma taciturna de la/ 
lagartija en sí misma retenida y de repente/ latigazo./ Me tachan y musitan debajo de 
las piedras”. La escritura se vuelca en sí misma, sin solipsismo, y es el mismo azogue 
quien inscribe con caracteres castellanos, las letras de su “Tumba”: “abriendo sus filosas/ 
cuñas (en firme) a/ lo largo de la piel/ recién fallecida/ detrás del/ estupefacto/ azogue 
de/ los/ espejismos”.
samuel espíndola heRnández
universidad de Chile
samuel.espindola@ug.uchile.cl
Reseñas 363
david Wallace (editor). Libertad bajo palabra. Ensayos de crítica literaria en la 
Universidad de Chile. Santiago: Editorial universitaria, 2014. 420 pp.
El libro reúne nueve textos, cuyos autores tienen en común el haber sido estudiantes en 
seminarios de grado cursados en el programa de Licenciatura en Lengua y Literatura 
de la Universidad de Chile por el profesor David Wallace. De hecho, estos textos nacen 
precisamente de los informes finales que ellos entregaron en sus respectivos seminarios. 
Habiendo aceptado con gran interés presentar este libro, mi pregunta fue: ¿cómo leer 
esta reunión de escritos sin obedecer al convencional objetivo de resumir lo en cada caso 
propuesto por cada una de estas firmas? Me dispuse, pues, encontrar una pregunta que 
me permitieras ingresar en el libro como un todo.
En la Introducción al libro, Wallace señala que se trata de “jóvenes que recién se 
inician en el ámbito académico y que sí tienen que decir algo”. Casi inmediatamente me 
percaté de que allí estaba contenida la pregunta que buscaba. ¿Cómo se ingresa en los 
circuitos de la academia? ¿Cómo se hacen lugar en la institución universitaria aquellos 
que desde su juventud se inician en la exigencia de someter su pensamiento y su escritura 
a las formas de la academia? Porque de lo que se trataba para esas firmas en proceso era, 
al menos en principio, de acreditar ante la institución que se posee lo que se denomina 
“formación académica”. Megumi Andrade abre su texto explicitando la conciencia de 
que se encontraba en ese momento en una “escena argumental que debiera dar cuenta, 
concluir y legitimar un trayecto de formación académica” (233). En efecto, exponer las 
propias competencias adquiridas es un imperativo a priori en la escena de una escritura que 
será examinada, para acreditar el ingreso en la agonísticaque es inherente a la institución 
académica. Bourdieu ha señalado como propio del campo (en este caso académico-
literario) no solo la existencia de determinados problemas que esbozan el horizonte de 
sentido en el que han de desplegarse los conflictos teóricos, discursivos y políticos de 
sus protagonistas, sino también un conflicto generacional. Los jóvenes ingresan, pues, 
a disputar un territorio cuyas reglas han sido sancionadas por la generación anterior.
La situación es inevitablemente paradójica, porque la institución universitaria 
encarga a los aspirantes la producción de originalidad, pues de ello depende la vida de 
la institución, la apertura que expone su marco formal y normativo hacia lo porvenir. 
Pero entonces lo que sucede es que la institución exige su propio cuestionamiento. 
Alejandro Sayeg se pregunta: “¿Cuando se aísla el marco qué queda? ¿Hay obra en el 
marco, sólo por sí mismo? Si el marco que porta una obra rodea una [obra], según la 
primera acepción del DRAE, sin aquello que rodea nos deja tan sólo con una pieza de 
una ausencia de obra. Pero la obra es también una ausencia (…) ausencia de marco” 
(22). El marco es la institución, y opera no solo como aparato de producción, sino 
también (como señala Kant respecto al ostentoso marco de una pintura), como sistema 
de recomendación. Por eso es que la obra en sentido estricto, debido precisamente a que 
no quiere ni ha de contar con “recomendaciones”, no nace en la institución, no puede ser 
simplemente fruto de ésta. Pero al mismo tiempo, si dar lugar a la obra implica el trabajo 
de “desmarcarse”, entonces la institución no deja de ser un lugar propicio, acaso incluso 
privilegiado, necesario. Y la inteligencia de la institución habrá de consistir entonces 
en hacer lugar a una especie de “afuera” que acaece al interior de sus propios aparatos 
364 Revista Chilena de liteRatuRa Nº 89, 2015
de control, de exigencia y de acreditación. Esa suerte de afuera-interior es la escena de 
la escritura. Matías Tolchinsky señala explícitamente que, al intentar prescindir de esa 
poderosa brújula en la que consiste el lenguaje académico, “mi escritura en torno a El 
mundo alucinante [de Reinaldo Arenas] ha sido antes que todo un naufragio” (341). En 
todos estos autores, la escritura es el momento decisivo, instancia de expectativa, pero 
también de riesgo, en donde se trata de desconocer a la institución, pero llevando a cabo 
(conduciendo a su fin) un texto en cierto sentido dedicado a ella.
La escritura no es comunicación de información, tampoco opinión personal ni 
explicación. Pero entonces, ¿cómo saber de su justa medida? ¿Cómo escribir? Es decir, 
¿cómo terminar de escribir? ¿Cómo saber si se ha llegado a puerto? Especialmente 
cuando escribir es leer. ¿Cuándo se termina de leer? ¿Se termina de leer un poema 
cuando se lo ha “comprendido”, descifrado, solucionado? A propósito de su lectura de 
Los Sea Harrier, de Maquieira, Carlos Cordero declara: “los límites de este trabajo me 
obligaron a detenerme, como un barco ebrio en el mar que se atrapa en las rocas de una 
isla desierta. La lectura puede ser eterna, ¿dónde detenerme?” (120). Los límites esperan 
a quien escribe, desde antes que éste hubiese iniciado su trabajo. Acaso más poderoso 
que el tan mentado vértigo de “la página en blanco”, es el hecho de que el supuesto 
“blanco” tiene un marco y que por lo tanto el trabajo no solo ha de conducirse hacia un 
final, sino que debe conquistarlo de manera verosímil. En este sentido se entiende la 
metáfora de la escritura como “ebriedad”, porque se ha alterado la economía del “querer 
decir”, esa que se luce al subordinar adecuadamente el orden significante a la voluntad 
soberana de un logocéntrico “querer decir”. El hecho de la escritura pone en cuestión el 
lugar del autor y a todo el canon de sus “influencias”, y entonces opera de suyo como 
un cuestionamiento a la institución en todas sus formas.
Si la institución es administración de –y desde– las formas, entonces lo que ha de 
someterse, lo que habría sido “puesto en forma”, es el cuerpo. De aquí la relación interna 
que constatamos entre el cuerpo y la escritura. Pero no se escribe “desde el cuerpo” (inútil 
ilusión de que la conciencia pudiese operar como el médium de su otro), sino más bien 
hacia el cuerpo. La escritura prolifera buscando un cuerpo. Claudia Tornini en su texto, 
abocado al análisis de Impuesto a la carne de Diamela Eltit, reflexiona: “el sujeto se 
conforma en y por un lenguaje y (…) el desafío que se plantea esta escritura es concebir 
el cuerpo como texto, en tanto exhibición de la inmersión del sujeto dentro de un tejido 
cultural desde donde se proyectan las visiones de un concepto discursivo en disputa” 
(67). Dicho “desafío” implica poner en cuestión a la institución, pero es fundamental 
tener presente en todo momento que se trata del cuestionamiento que la misma institución 
encarga –bajo un cúmulo de exigencias “de forma”– a los jóvenes aspirantes: recuperar 
una y otra vez el cuerpo, esa viva materialidad que se avizora como extraña desde los 
inerciales mecanismos que la sostienen. La escritura es, como decíamos, el afuera-interno 
de la institución, y su asunto suele orientarse hacia lo que resuena bajo el significante 
“cuerpo”, precisamente porque así se nombra el irreductible afuera de la institución.
En cierto sentido, podría decirse que los estudiantes son también la exterioridad-
interna de la institución universitaria. Ésta se alimenta de itinerarios y derivas que tienen 
lugar en los extramuros de la academia. Así, muchas veces se exhibe ante la institución 
la condición de “afuerino”, el hecho de venir desde afuera, como si corresponder a las 
Reseñas 365
expectativas que pesan sobre el informe final en un seminario de grado, por ejemplo, 
consistiera antes que en exhibir lo que se ha aprendido, más bien en entregar lo que se 
había encontrado “afuera”. En su texto sobre la escritura en Wacquez, Víctor Quezada 
declara su “encuentro” con el libro Toda la luz del mediodía: “Pero la historia es así: 
día domingo, caminata céntrica; no es importante el trazado, el dibujo del camino, 
sino su fin, fin susceptible de otorgar su comienzo. Año 2004, Feria del Libro Usado 
(…)” (409). Debe disimular su interés para convencer a la vendedora de que se lo deje 
por los tres mil pesos que tiene en su bolsillo. Lo consigue. “Después vino lo otro, la 
universidad, último año: objeto de estudio” (410). La universidad… ¿lo otro? Lo que se 
nos sugiere aquí es que las expectativas de la institución hacia quien aspira a graduarse 
solo se pueden satisfacer si se ha llegado desde afuera, pero sobre todo si después de 
años de existir dentro de los escenarios y vericuetos de la academia, no se ha perdido 
la relación con ese afuera.
El afuera de la institución se hace sentir y saber de múltiples maneras. La universidad 
enseña a leer, instruye en la manera de descifrar escrituras, pero esto puede significar 
reprimir la escritura y su coeficiente de insubordinación, controlar la diseminación, porque 
se enseña a trabajar en los marcos. ¿Cómo no perder de vista el afuera? El individuo se 
pregunta ¿cómo llegué hasta aquí?... cómo llegué a este tema, a esta idea, a este libro… 
Respecto a su lectura de Cuadernos de Bárbara, de Bárbara Délano, José Urrutia nos 
cuenta: “Hace más o menos un año fui dado por el consejo de un buen amigo a la lectura 
de Bárbara. Si puedo ser más específico, diría que se trató de la lectura sorprendente –en 
un lugar muy poco ortodoxo– de algún poema de Baño de mujeres” (171). Memoria 
entonces de un afuera, lugar “poco ortodoxo” en donde se trazan itinerarios que recibirán 
forma en la academia. Y más adelante declara: “Después de una obra lo que nos viene 
es el silencio…” (202), quizás a causa de que en el después de la obra, el autor ya ha 
comenzado a respirar en la academia, en el hambre de exterioridad que se hace sentir 
en sus pasillos.
También Gabriel Acosta ensaya el gesto de provocar ala institución, a la ignorancia 
del canon: “Me referiré en el presente ensayo a un libro que de seguro aún no han 
leído, escrito por un autor que probablemente no conocen” (261). “No todo está en 
los catálogos”, precisa. Y Gonzalo Geraldo en su lectura de Sobre árboles y madres, 
de Patricio Marchant, señala: “No vamos a preguntarnos por el tema que desarregla 
la razones de este texto, hasta dónde se manejan sus hilos, puesto que, en su tejido y 
destejido, en su tira y afloja, se decide la seña de su ley” (205). La escritura provocando 
a la institución desde su afuera, recuperando la inmanencia del lenguaje allí en donde la 
institución inevitablemente reclama la trascendencia de los códigos. Con todo, libertad 
para escribir, sí, libertad bajo palabra.
seRgio Rojas
universidad de Chile
sergiorojas_s21@yahoo.com.ar
366 Revista Chilena de liteRatuRa Nº 89, 2015
Eduardo Espina. Quiero escribir, pero me sale Espina. Antología (1982-2012). Santiago 
de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2014. 316 pp.
Pues lo bello no es
más que el comienzo de lo terrible que aún
ahora soportamos
y admiramos tanto porque, impasible, desdeña
destruirnos. Todo ángel es terrible.
Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino, I.
Lezama Lima afirmaba que “sólo lo difícil es estimulante”, que solo las formas en 
devenir, aquellas que sabotean la fijación de una identidad única y definitiva, son 
capaces de desafiar su propia legibilidad y oponer resistencia a los aparatos de captura 
esencialistas o totalizantes, aparatos deseosos de agotar –inútilmente– la inagotable 
significación de la escritura. La expresión de Lezama es rotunda: estimular quiere decir 
‘incitar’ y ‘excitar’, pero también ‘aguijonear’, ‘picar’o ‘punzar’. En este sentido, lo que 
de estimulante hay en la escritura consiste, en primer lugar, en la carencia de centro o 
espina dorsal, es decir, en la caducidad de todo orden, a decir de Peter Bürger, orgánico 
y, a su vez, en la diseminación y proliferación de su médula por la multiplicidad de poros 
y terminaciones nerviosas, por sus aperturas agujereadas, bañando así de opacidad a la 
escritura y, simultáneamente, desplegando el abanico infinito de posibilidades de sentido.
La escritura estimulante, excediendo ahora a Lezama, conseguiría reflejar sobre su propia 
textura el goce de la laceración que incita al ser leída, coronándose a sí misma con espinas 
para sacrificar las determinaciones ontoteleológicas que violentan su materialidad con 
categorías ortopédicas: adoctrinadoras de un orden, un horizonte, un paradigma.
Quiero escribir, pero me sale Espina es la primera antología publicada del escritor 
uruguayo Eduardo Espina (Montevideo, 1954). Ésta reúne parcialmente treinta años de una 
escritura desconcertante, estimulante en el sentido lezamiano, por cuanto no se ofrece a la 
satisfacción de expectativas de lectura sino que, al contrario, le tiende permanentemente 
trampas a la lengua, como dijera Barthes, es decir, se enfrenta tenazmente a los propios 
códigos que permiten y regulan su producción, su resistencia. La poesía de Espina extrema 
sus recursos y excede sus significaciones. Seduce, en el sentido más fiel a su etimología, 
porque descarrila y, a la vez, inscribe su devenir en confines bien definidos: el rumbo 
de su escritura es el derrumbe de estas barreras y el simultáneo resguardo en ellas. Su 
trayectoria, entonces, dibuja intensas desviaciones respecto de toda trayectoria. Como 
señala Randolph D. Pope, académico de la Universidad de Virginia, en la introducción al 
texto, “es recomendable, […] al leer esta antología, ver los bruscos cambios de sentido, 
los callejones sin salida, los súbitos resplandores y apagones como una parte del ‘proceso 
Espina’, y reconocer la posible frustración de casi entender como bienvenida evidencia 
de haber dejado de lado las exigencias de la razón y haber entrado a un campo abierto, 
impredecible y rico en oportunidades” (11). de acuerdo con esta recomendación, los 
poemas aquí reunidos se resistirían a las identificaciones y reducciones ideológicas y 
teleológicas. Sin embargo, y a riesgo de eclipsar un sinfín de alternativas, podría afirmarse 
que esta antología no se constituye de poemas sino de poéticas, ya que su escritura es 
Reseñas 367
atravesada de principio a fin por una reflexión constante sobre su propia operación 
escritural: las imágenes y los enigmas de la poesía de Espina se derraman sobre el reflejo 
de la imagen de su poesía desbordando imágenes y enigmas sobre su reflejo, duplicándose 
así hasta una turbación ineluctable, cercana al (dis)placer del sublime kantiano, donde 
se conjugan atracción y repulsa. En la entrevista que suplementa la antología, Espina 
sostiene que “la poesía es una escritura especular” (295), una escritura que se abisma y 
alcanza velocidades inusitadas, ritmos indómitos. Se trata, en consecuencia, del exceso 
barroco del ideal romántico de pensar (en) el pensamiento, lo cual da cuenta de una 
hibridez capaz de desmantelar todo mecanismo taxonómico. Quizás el título de esta 
colección indague dicho problema: el deseo de escribir obstaculizado por la espina del 
nombre propio exhibe el carácter inacabado de su escritura, operando así una lógica del 
desastre que, según Blanchot, es constitutivo de todo cuanto se resista a las aprehensiones 
totalizantes. La escritura de esta antología quiere escribirse y rescribirse desmarcándose 
de todo telos para instalarse como puro deseo y no concreción o consumación. Valéry 
decía al respecto que “el escritor verdadero es un hombre que no encuentra sus palabras 
y entonces las busca”.
Los textos de Valores personales (1982) manifiestan una búsqueda convulsa que 
remeció los circuitos literarios de Montevideo en un fenómeno análogo a la aparición en 
Buenos Aires de Austria-Hungría (1980) de Néstor Perlongher: curiosamente, ninguno 
de los dos tuvo noticia del otro al publicar sus libros. Tanto los poemas que integran 
este apartado como los que completan el volumen presentan un título acompañado de un 
subtítulo entre paréntesis que no lo explica ni complementa, sino que lo desafía disputándole 
su capitanía. Ya sea que se trate de escrituras bicéfalas o de réspedes bífidas, lo que se 
despliega con esta disposición es una tensión irresoluble, una dialéctica negativa. Así, 
los poemas reunidos se despliegan a la manera de panegíricos o diatribas –imposible 
definirlo– dedicadas a figuras que constituyen un corpus absolutamente heterogéneo: 
de Quevedo, pasando por el Marqués de Sade, Dostoyevski, Tanguy, Marilyn Monroe y 
Greta Garbo, hasta llegar al Titanic. Se conforma así un museo/mausoleo bañado de una 
opacidad oscilante: si bien el referente es identificable a partir de los títulos, la prosodia de 
los textos se encarga de extraviar las identidades en el retículo salvaje de la escritura. La 
poesía de Valores personales se hospeda en el mundo para distorsionar sus coordenadas y 
proyectar imágenes que desestabilizan la percepción e impiden la articulación de sentidos 
excluyentes: “Difícil hacer feliz a la forma acorazada que le hace bien al / sentido, y 
aún más al huevo frito que no tiene quien lo fría” (40). Lo embrionario, entonces, como 
proyecto, como mundo posible, es vaciado de esencialismos en la medida en que esta 
poesía no sirve a las pretensiones de certeza, sino a las formas desarmadas, entregadas 
a su propia suerte, a sus metamorfosis. En esto la escritura de Espina se acercaría a la 
desobediencia civil de Thoreau por cuanto no se ofrece a servilismos sino a una reflexión 
sobre su propia materialidad para que las direcciones sean infinitas: “Para qué escribir, 
cifra, lápiz, para qué la calma de aquel sol / a menudo oral, numen leído, y saber para 
quién, qué candor. / Para quién tal qué, iluminado untamiento, pero de alguien, / uno a 
uno los infinitos escalones hasta el primer principio, / qué difícil, para qué ley circular, al 
movimiento, si se llega, / medir los ascensos a la derrota ausente, la escalera absuelta / entorno al cielo, escaleras, solitario corazón sentimental” (39). Lo que dinamiza ascendente 
368 Revista Chilena de liteRatuRa Nº 89, 2015
o descendentemente a su poesía, en definitiva, es la pregunta por lo indefinible, lo sublime, 
que abre su cuerpo sin límites: un ápeiron que sospecha de las categorías, de las normas 
y los destinos. El subtítulo del poema citado es “(Leyendo a Sade en un dirigible)”: en 
la experiencia de la escritura, inseparable de la lectura, se disemina y a la vez se espesa 
la inminencia de la explosión del sentido.
El proyecto de derribar las determinaciones taxonómicas también está presente en 
los poemas eróticos de La caza nupcial (1992), pero a partir de una intensificación de la 
eufonía, una gramaticalización más evidente de la subjetividad y la adopción, a ratos, de 
un notable humor negro (véanse, entre otros, “La novia de Hitler” y “La vida por detrás”). 
Poemas como “Leerás cosas peores” o “Léelo o destrúyelo” sostienen y extreman el 
carácter intransitivo del apartado anterior, instalando a la catáfora y la disyunción como 
principios (para)lógicos que amenazan –pero solo amenazan– con configurar la disposición 
textual a la manera de una jitanjáfora: elipsis, aliteraciones y paronomasias –será muy 
difícil encontrar una cacofonía– elevan al cuadrado el torrente significante y fónico para 
desbordar el soporte material aparentemente estable: “como lo innombrable de verla a la 
vera / del río que miro al revés del ojo y dada / al antojo, perdida por saber si mía sería 
/ mi ceguera de aperiá entre los pliegos / o plugo ojeras y doy por ti al que ablanda / el 
blasón del perfume en los terciopelos / ya sin acercar la cara a quien la acaricio / o sólo 
parte de una aparición en reposo / donde yo soy, y soy, tus ojos, y te miro” (59). La caza 
nupcial se excribe, diría Jean-Luc Nancy, en una cadencia y sintaxis alteradas en tanto 
que, a través de ellas, el sentido consigue derramarse y al mismo tiempo recomponerse 
en un vaivén extensa e intensamente sostenido.
Los textos de El cutis patrio (2006) abordan la pregunta por la identidad y el origen, por 
el desarraigo o la permanencia en estos conceptos y la posibilidad de restituir, mediante la 
escritura, los lazos ajados por el tiempo y la distancia. La porosidad de este cutis oblitera 
las resoluciones unívocas y, en consecuencia, los enigmas del yo se pliegan y repliegan 
caleidoscópicamente. “Lengua materna” y “La patria, un objeto reciente” darían cuenta 
del enrevesamiento de una identidad que se hibrida con una naturaleza metamórfica y 
una lengua inestable, impredecible o inaudita. Por otra parte, la noción de origen que 
sugieren los textos parece aproximarse a la manera en que Walter Benjamin concebía 
este concepto: como un torbellino que engulle a la génesis para convertirla, más allá del 
tiempo, en principio de todas sus posibilidades. “Habla la palabra antes de poder decir” 
(150), dice el poema: fabulare antes que dicere, entonces, lo fabuloso precede lo manifiesto. 
Una de las imágenes centrales para organizar una de las infinitas lecturas que admiten 
estos textos es la de un Narciso que deviene Proteo: “Si en la pleamar amaestrada / de 
una fuente vino a mirarse, / en un espejo hubiera nadado. / Náufrago del ego al augurar, 
/ atrapa espumas aunque más / no fuera poder hacerlo. (Oh tan cóncavo caído de la / 
difícil felicidad, delfín que / por lo desolado se solaza. // Si miró en un mar enceguecido, 
/ péndulo de apariencias para ser / siempre, tarde, mañana y noche, / menos un martes 
mientras pudo. / Rodeó su densidad los aledaños, / a la imagen posterior que le dan./ Días 
de salir en islas a la deriva. / Y la edad, ¿a partir de deidades, / o adivinaba la idea dónde 
lo es?” (168). La deriva y el naufragio de la yoidad, en lugar de negar la subjetividad, 
se acercan al ideal romántico de un yo absoluto, orlado y rizado por una multiplicidad 
barroca, por una saturación de alteridad cargada de oxímoros e incongruencias temporales.
Reseñas 369
De la selección de poemas pertenecientes al extenso conjunto inédito Mañana la 
mente puede cabe destacar, entre otros múltiples carices, la constante preocupación 
por postular (in)definiciones de poesía que desmantelen la idea de una suma orgánica 
y coherente –es decir, el concepto de obra erigido sobre la idea de totalidad– y, en 
cambio, parece proponer un (des)orden sinestésico que amplifica su estatura potencial: 
“Escribir poesía es poder oír a los / lirios y al mirlo morir de belleza” (196), “Eso es 
Poesía, lo demás también” (197). Por otra parte, los poemas del también amplísimo e 
inédito Todo lo que ha sido para siempre una sola vez (Poemas a partir de la muerte del 
padre y de la madre) marcarán un progresivo regreso a la intimidad que, sin embargo, 
elude los sentimentalismos clisados: “La mirada hace decir a las palabras hablándoles 
al oído. / Aquí descansan mi padre con mi madre, cada uno como / ahora son, países 
separados por cualquier razón a ciegas” (255). La muerte y el duelo cargarán de sentido 
a una poesía infatigable que no abandona su heurística neobarroca de formas proteicas 
y ritmos alterados, aun privilegiando el develamiento de una subjetividad expuesta y 
herida en la escritura.
No es fácil mantener una dicción imparcial frente a la poesía de Espina por la 
conmoción que me provoca. Ésta demanda toda la sensibilidad y soltura de su lector: la 
eufonía –mediante calambures, paronomasias, homofonías y aliteraciones– se despliega 
como principio de alteración del significado en función de un estallido paradójica y 
cuidadosamente medido de los significantes. Esta poesía exige voz y música. En última 
instancia, su belleza se acerca o mimetiza con el desconcierto por el sentido que no acaba 
nunca de configurarse. Los textos que componen la antología son habitados por un ángel 
terrible que amenaza con punzar o aguijonear las coordenadas del mundo, un ángel que 
incita –o más bien estimula– la inminencia de su despedazamiento y la consecuente 
diseminación en constelaciones metonímicas infinitas.
andRés soto vega
universidad de Chile
andres.soto.v@ug.uchile.cl

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