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Dalhaus - Fundamentos De La Historia De La Musica

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Música/Historia
Cari Dahlhaus
FUNDAMENTOS DE LA HISTORIA 
DE LA MÚSICA
Serle: CLA»DE»MA 
M ú s ic a / H is t o r ia
FUNDAMENTOS DE 
LA HISTORIA 
DE LA MÚSICA
Cari Dahlhaus
gedisa
C - / ed itoria l
Título del original en alemán: Grundlagen der Musikgeschichte 
© 1997 Musikverlag Hans Geríg Koln
Traducción: Nélida Machain
Diseño de cubierta: Edgardo Carosia
Primera edición, octubre de 1997, Barcelona 
Primera reimpresión, febrero del 2003, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Paseo Bonanova, 9 Io-Ia 
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04 
Fax 93 253 09 05
Correo electrónico: gedisa@gedisa.com 
http:yywww.gedisa.com
ISBN: 84-7432-620-6 
Depósito legal: B. 9697-2003
Impreso por: Carvigraf 
Cot, 31 -Ripollet
Impreso en España 
Printed in Spain
mailto:gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
Indice
P r ó l o g o ................................................................................................................;..............9
1. ¿Pérdida de la historia?....................................................... 11
2. Historicidad y carácter artístico ........................................29
3. ¿Qué es un hecho en historia de la música?..................... 45
4. Sobre el problema del sujeto en la historia
de la m úsica.......................................................................... 57
5. Historicismo y tradición......................................................69
6. Hermenéutica histórica....................................................... 91
7. El juicio de valor como objeto y como prem isa.............. 107
8. Sobre la “relativa autonomía” de la historia
de la m úsica........................................................................ 133
9. Ideas acerca de la música estructural............................ 159
10. Problemas de la historia de la recepción........................185
I n d ic e d e n o m b r e s p r o p io s .................................................... 203
Prólogo
El título, Fundamentos de la historia de la música, resulta 
de por sí algo altisonante. Y para compensar —o por lo menos 
hacerme perdonar— la incapacidad de encontrar una formula­
ción más precisa y menos rimbombante, sólo me queda un 
remedio: prevenir al lector —antes de que éste inicie la lectu­
ra— de que no se tra ta de una introducción a hechos fundamen­
tales de la historia de la música ni de un texto sobre el método 
histórico, al estilo Bernheim. Tampoco es filosofía de la historia 
o crítica ideológica según la tradición de Hegel o Marx. Son 
reflexiones sobre historiografía a las cuales el autor se sintió 
llamado o incitado en razón del notable desequilibrio existente 
entre la falta de trabajos teóricos dentro de su propia disciplina 
periférica y la casi superabundante producción teórica de la 
investigación histórica en general, de la sociología y de la 
filosofía (abroquelada en el campo de la teoría científica). Si se 
busca un modelo, habría que pensar, más bien, en la —nunca 
superada— Historik de Johann Gustav Droysen, de 1857.
Resulta difícil trazar los límites netos de la crítica ideoló­
gica. En su ámbito —o en el ámbito que pretende abarcar—, la 
elección de un tem a ha aparecido siempre entrelazada con la 
decisión a favor de una de las posiciones en litigio. Supongamos 
que se afirma —aparentem ente sin segundas intenciones— que 
el asunto en discusión no es la sociología de la historia, sino su 
lógica. En otras palabras: supongamos que se insiste en estable­
cer una diferencia entre la sociología del conocimiento, que 
investiga las relaciones externas, y la teoría de la historia, que 
estudia relaciones internas. Un m arxista, que ve en el partidis­
mo disimulado la única alternativa de apertura, sospechará 
que los argumentos formales ocultan una m entalidad conserva­
9
dora. No es posible evitar la desconfianza; es preciso tolerarla. 
A lo sumo se podrá argumentar ante ella que, hasta el momento, 
no se han logrado descubrir, en la práctica científica, relaciones 
tan evidentes como lo afirma la teoría. El concepto de que la 
historia estructural es, a priori, más “progresista” que la histo­
ria narrativa, resulta absurdo si se tiene en cuenta a Jacob 
Burckhardt o a Wilhelm Heinrich Riehl. La tesis del carácter 
“reaccionario” del formalismo ruso o del estructuralismo checo 
ha demostrado ser una falsificación de la historia. De la misma 
manera, el método del “comprender”, que tan ta desconfianza ha 
despertado, no puede vincularse sólo con una actitud de anti­
cuario, que olvida el mundo para sumergirse en un trozo del 
pasado. También es identificable con una posición de distancia- 
miento, que —al comprender cada vez mejor el pasado— reco­
noce su diferencia, cada vez más enigmática, y experimenta la 
creciente proximidad como creciente distancia, para expresarlo 
de una manera paradójica.
La crisis del pensamiento histórico, de la cual se habla 
desde hace décadas, no fue interpretada ni censurada al comien­
zo —desde Ernst Troeltsch (Der Historismus und seine Probleme, 
1922) hasta Alfred Heuss (Verlust de¡r Geschichte?, 1959)— 
como un peligro que amenazaba a la historiografía desde dentro, 
como inseguridad de las premisas de las cuales partía, de las 
metas que se había fijado y de los caminos que señalaba para 
alcanzar dichas metas. Se la vio como una descomposición de las 
funciones que cumplía en la conciencia general. Sin embargo, 
durante los últimos años se ha ido comprobando, cada vez con 
mayor claridad, que las dificultades de principio, en las cuales 
se veía envuelta la historiografía, no dejaban tan indemne a la 
praxis científica cotidiana, como se creyó o se quiso creer en un 
comienzo, confiando en la diferencia entre métier, de cuya 
posesión se estaba seguro, y la Weltanschauung, que era cosa 
privada. Si se me permite una digresión personal a título 
ilustrativo, los capítulos que siguen, acerca de la historia de la 
musicología —que constituyen reflexiones de alguien directa­
mente afectado y no de un filósofo que está “por encima de la 
cosa”—, no son el producto de una ambición teórica abstracta 
sino el resultado de las dificultades en las que se vio envuelto el 
autor al concebir una historia de la música del siglo xix.
10
¿Pérdida de la historia?
1
Desde hace algunas décadas, los historiadores se sienten 
amenazados por una pérdida de interés en la historia y, a veces, 
hasta ven peligrar su existencia institucionalizada. Es como si 
la historia, el recuerdo científicamente formulado, no constitu­
yera ya la instancia primaria, según la cual uno se orienta y de 
la cual se espera un respaldo, cuando uno pretende asegurarse 
acerca de sí mismo y del mundo en el cual vive. La máxima 
según la cual es preciso conocer el origen de una cosa para llegar 
a su esencia, dista mucho de ser acatada con la unanimidad con 
que todavía se la aceptaba en el siglo xix y a comienzos del xx.
Predomina un juicio o prejuicio sobre la utilidad o la 
inconveniencia de la historiografía política (que constituye el 
objeto principal de la discusión). Por supuesto, la historia de la 
música, que se basa o aparenta basarse en otras condiciones, no 
parece verse directamente afectada. No obstante, tampoco ella 
ha podido sustraerse a un “espíritu de la época” según el cual la 
historia está a la sombra de la sociología. La función de la 
historiografía musical fue siempre ambigua. El hecho de que, 
con frecuencia, los escritos sobre historia de la música no se 
enfoquen como descripción de un fragmento del pasado, sino 
como comentarios históricos de obras musicales —es decir, 
directamente, como guías de concierto y de ópera— no debe 
interpretarse como simple uso indebido. Ese hecho puede verse 
como ’un signo del carácter especial de la historiografía de la 
música. En la medida en que el tema principal —aunque no 
exclusivo— de la historia de la música esté constituido por 
obras importantes que han perdurado en la culturamusical del 
presente; en la medida, pues, en que la presencia estética de las 
obras incida en la exposición del pasado histórico —como
11
criterio de selección y como factor determinante en las metas 
del conocimiento—, la descripción de una historia del surgi­
miento y del efecto cumple la función de proporcionar una visión 
de las condiciones en que apareció la obra y de las implicaciones 
de la relación entre ésta y el oyente de hoy. (La historia del 
efecto causado por una obra representa la prehistoria de su 
recepción en el presente.) Se entiende mejor una cosa —tanto la 
obra como la propia relación con ella— cuando se conocen las 
circunstancias históricas sobre las cuales se basa.
“Aquello que fue no nos interesa porque fue sino porque, en 
cierto sentido, sigue sréndo7dádo que aún produce eféctó”, dice 
Johann Gustav Droysen en suHistorik (5® ed., Darmstadt 1967, 
275). De acuerdo con esto, el tipo de historiografía, para ser 
adecuado, depende de la manera en que el objeto de la exposi­
ción “en cierto sentido sigue siendo”: ya sea por su simple 
actualidad en materia de normas de conducta e instituciones 
actuales, como obra en la sala de conciertos o como pieza de 
museo. Si no quiere ejercer violencia sobre su objeto, la historia 
de la música no puede prescindir de la actualidad estética de las 
obras cuyo contexto histórico describe. Sería una abstracción 
errónea y en extremo absurda el hablar del pasado musical 
como si estuviera —como en el caso del pasado político— sólo 
contenido en forma indirecta, como prehistoria, en los sucesos 
y circunstancias del presente., Las obras musicales, más o 
menos antiguas, pertenecen al presente como obras y no como 
simples documentos. Eso significa, nada menos, qué Ia'fíinción 
dFTaTíTstoria de la música no depende exclusivamente del 
inestable juicio sobre el valor del recuerdo de lo pasado, en tanto 
instancia de orientación en el fárrago de sucesos y estados 
presentes. La historiografía musical se legitima de manera 
distinta que la política. Se diferencia de ésta en que los relictos 
esenciales del pasado, las obras musicales, son, en primer 
lugar, objetos estéticos que, como tales, representan un frag­
mento de|ípresénté.T3ólo secundariamente, constituyen fuentes 
dé Tas cusfe-ieípúeden extraer conclusiones sobre sucesos y 
estados de un pasado. Una historia de la música que se atuviera 
estrictamente al modelo de la historiografía política —por 
ejemplo, una descripción en la cual se tra tara la partitura de la 
Novena Sinfonía exclusivamente como documento que, junto 
con otros testimonios, permite una reconstrucción de los suce­
12
sos de la primera ejecución o de alguna posterior— sería, a todas 
luces, una caricatura. Y no porque los “sucesos” sean indiferen­
tes. Pero ocurre que el acento recae sobre la comprensión de las 
obras, las cuales —en contraste con los relictos de la historia 
política— representan la meta y no el simple punto de partida 
de la investigación histórica. El concepto de obra y no el de 
acontecimiento constituye la categoría central de la historia de 
la mSsicá,_cüyoobjeto —paraíSpresaiToen términos aristotéli­
cos— é̂sTapoiesis, la creación de obras, y no la praxis, la acción 
social.
Quien parte de la presencia estética de las obras musicales 
no tiene por qué olvidar o suprimir su distancia histórica, como 
se le ha reprochado al New Criticism. A partir de Schleierma- 
cher, el axioma fundamental de la hermenéutica histórica es, 
más bien, que los textos tradicionales —tanto los musicales 
como los idiomáticos— permanezcan (en la ingenuidad del 
enfoque inmediato) parcialmente no entendidos y que, por lo 
tanto, deban ser descubiertos a través de una interpretación 
que busque las condiciones e implicaciones históricas. Por eso, 
la hermenéutica histórica, que procura entender lo desconoci­
do, lo alejado desde el punto de vista temporal, étnico y social, 
no niega la distancia externa e interna. En lugar de alejar el 
objeto por medio de una captación histórica, lo convierte en un 
factor parcial de la captación dentro del contexto del presente. 
En otras palabras: la conciencia de la alteridad (Andersheit) no 
se agota en una presencia estética, tras la cual hay comprensión 
histórica, sino que pasa a formar parte de ella. Si bien es cierto 
que los resultados de una interpretación histórica nunca pue­
den diluirse por completo en el enfoque estético, es perfecta­
mente factible transm itirla en forma parcial. En cualquier caso, 
es menos difícil de lo que suponen los partidarios de una estética 
que exige lo “directo” y considera como divagaciones los rodeos 
impuestos por la historiografía. (Olvidan que la inmediatez 
estética, en la cual insisten, puede representar una segunda 
inmediatez e, incluso, debe serlo en el caso de obras complejas 
o distantes desde el punto de vista histórico.) La conciencia de 
los dos siglos y medio que nos separan del instante de gestación 
de la Pasión según San Mateo, en nada perturba la contempla­
ción estética y, más bien, forma parte de ella. (Dicho sea de paso, 
no se debe confundir o equiparar la comprensión histórica que
13
pasa a ser comprensión estética, con ese sentimiento vago de 
distancia en el tiempo, que suele filtrarse e imponer su tonali­
dad a la recepción de música antigua. La sensibilidad que sueña 
con retrotraerse puede ser una condición para el interés histó­
rico; pero también puede representar un obstáculo, cuando 
considera las precisiones logradas por la investigación como 
algo superfluo y perturbador.)
La diferencia de principio que se ha bosquejado entre la 
historia de la música y la historia política —la diferencia entre 
la interpretación histórica de un objeto que es, en primer lugar, 
una presencia estética, y la reconstrucción de un pasado que 
sólo ha trascendido en suposiciones— no impidió que, también 
en musicología, se advirtiera una falta de entusiasmo por la 
historia, una desconfiada irritación con respecto a la tradición 
de concebir la musicología sobre todo como historia de la 
música. No está de más rastrear los motivos de ese cambio de 
actitud y los argumentos en los cuales se manifestó. Un intento 
por esbozar los fundamentos de la historiografía de la música 
debe enfocar, precisamente, las dificultades con que tropieza.
1. La premisa de que el concepto de obrá es la categoría 
central de la música —por lo tanto, también de la historiografía 
musical— se ve expuesta a crecientes dudas que surgen, por un 
lado, de las experiencias con la música más reciente y, por otro 
lado, por una difundida tendencia a la crítica ideológica. El 
contacto con “formas abiertas” —que el oyente mismo constru­
ye, en lugar de recibirlas aceptando y entendiendo el modelo— 
y la cada vez más difundida desconfianza respecto de los 
fenómenos de cosificación y de alienación, convergen en el 
concepto de que, en la música, la “letra escrita”, pasible de ser 
transmitida, es menos importante que el proceso musical en sí. 
Ese proceso se traduce en la relación entre el proyecto de 
composición que se ejecuta y la audición que le otorga categoría. 
Esa relación pretende ser una interacción y no un sometimiento 
del intérprete y el oyente a los dictados del compositor. (La 
“autoridad” de la obra despierta desconfianza porque se la 
considera signo de una “falsa conciencia”.)
De mantenerse sin reservas (lo cual, por el momento, es 
imposible) la disolución del concepto de obra, las consecuencias 
para la historiografía de la música serían imprevisibles. Pero no 
es difícil señalar algunos puntos débiles de esta tesis de la
14
primacía del proceso musical respecto de la obra entendida 
como máxima de la historiografía musical. En primer lugar es 
fatal, desde el punto de vista filosófico, equiparar objetivación 
—la realización de una intención composicional en una obra o 
texto— con alienación, cuando lo importante sería señalar la 
diferencia decisiva entre objetivización y cosifícación. En se­
gundo lugar, resultadifícil imaginar cómo un historiador puede 
lograr la reconstrucción de un suceso musical del pasado —en 
tanto interacción de texto, ejecución y recepción— en forma tan 
diferenciada como para que el resultado no sea más pobre y 
pálido que los resultados de un análisis de la obra. En tércer 
lugar, podría argum entarse que la “forma abierta” es tan poco 
apta como la “cerrada” para ser elevada a la categoría de 
principio que abarque y regule la totalidad de la historia de la 
música. Es indiscutible que la música no ha sido siempre “obra”, 
en un sentido enfático. Pero no hay razón para menospreciar la 
música artificial europea de la Edad Moderna —cuyo carácter 
de obra y texto es indiscutible— y para acusar de provincialismo 
a un historiador que ve en ella —partiendo de la experiencia de 
la presencia estética de las obras— un objeto central de la 
historia de la música. La “obra” musical, que el oyente recibe 
“como modelo”, es una forma legítima de existencia, no se tra ta 
de un deficiente modus, del “proceso” musical, basado en la 
abstracción.
2. La falta de interés en la historia no significa, o no 
siempre significa, que la “conciencia histórica” —como forma de 
pensar imperante en el siglo xix— haya quedado suspendida. 
Más bien, la convicción de que los fenómenos espirituales y 
sociales “son totalmente históricos” ha permanecido inaltera­
ble aun entre algunos que desprecian la historiografía por 
considerarla una ciencia “anticuaría”. Incluso podría hablarse 
de un historicismo sin investigación histórica. Con el concepto 
de historicidad se está apuntando, unilateralmente, hacia el 
factor de mutabilidad. Se sacrifica, en cambio, la premisa que 
sustenta a la historiografía tradicional: la máxima de que la 
comprensión de lo que es surge del conocimiento de cómo se 
gestó. En lugar del factor de confirmación contenido en la 
categoría de historicidad (en el concepto de historicidad como 
fundamento y sostén del presente), se coloca en primer plano el 
factor crítico: está implícito que las situaciones permiten que se
15
las transforme y se las revolucione, en la medida en que son de 
origen histórico y no son producto de la naturaleza.
I La mirada hacia el pasado, la comprobación de que “lo que 
es” “ha ido deviniendo así”, debe ser suplantada —siempre en 
nombre de la conciencia histórica en tanto conciencia de la 
mutabilidad— por la orientación de acuerdo a un futuro utópi­
co, un futuro “utópico real” como diría Ernst Bloch. La suprema 
máxima de la historiografía tradicional está inspirada en la 
antítesis según la cual una cosa no “es” tanto un resultado de su 
origen (que ya ha quedado atrás) como la esencia de las posibi­
lidades que ella misma encierra. Lo decisivo no debe ser lo que 
ha sido de ella, lo que es, sino lo que puede llegar a ser. \
De acuerdo con eso —y mientras no se la deje de lado como 
algo superñuo— la historiografía se convierte en una búsqueda 
de anticipaciones del futuro al cual se aspira, cuyos vagos con­
tornos ya se cree percibir en el presente. Se revuelve el arsenal 
de la historia en busca de elementos que parezcan apropiados 
para apoyar o ilustrar un proyecto de futuro. No bien la concien­
cia utópica se apodera de alguno que yacía olvidado en un rincón, 
ese algo adquiere, imprevistamente, una nueva importancia. 
Introducciones, transiciones y apéndices poco llamativos —es 
decir, formas musicales que se manteníán a la sombra— figuran 
tanto en el sueño de una música sin trabas, esbozada por 
Ferruccio Busoni en su Ensayo de una nueva estética de la 
composición (Entwurf einer neuenÁsthetik der Tonkunst, 1907; 
reimpreso en 1974), como también en la teoría de la prosodia 
musical señalada por Amold Schónberg, en el tratado Brahms 
the Progressive, como anticipación de un futuro estado en el cual 
la música, en lugar de sujetarse a reglas heterónomas, llega a sí 
misma, a su verdadera esencia. (Los revolucionarios contempo­
ráneos son “historicistas”, en la medida en que consideran a la 
historia “como algo que puede fabricarse” y en que extraen de las 
“tres potencias” de Jacob Burckhardt—Estado, religión y cultu­
ra—la consecuencia de que la mutabilidad, de la cual hablan los 
historiadores, es practicable. Eso los diferencia de los rebeldes 
de siglos anteriores. El polo opuesto del “historicismo” de los 
revolucionarios está representado por el tradicionalismo de los 
conservadores: ese aferrarrse a la “antigua verdad”, que no sólo 
les parece valedera porque es antigua, sino porque consideran 
que siempre fue válida por ser verdad.)
16
3. Estrechamente ligada con la acentuación del futuro, en 
lugar del pasado, como categoría básica de la “conciencia histó­
rica” —un cambio de acento que parece signo de un sometimiento 
de la historia a la política— está esa desconfianza hacia los 
fenómenos que constituyen lo que “pertenece a la historia”, 
según coinciden los antiguos historiadores. La mala voluntad 
hacia los “grandes hombres”, hacia aquellos de quienes antes se 
decía que “hacían la historia”, es la otra cara de la simpatía 
hacia las masas, que permanecían en la sombra y debían cargar 
con el peso de la historia.
En historia de la música, el cambio de punto de vista 
significa que no sólo las “grandes obras” —que se destacan entre 
la multitud de lo producido— sino también las inabarcables 
masas de “música trivial” —por las cuales está constituida gran 
parte de la realidad musical cotidiana— pertenecen a la “histo­
ria” en un sentido total, en lugar de formar la escoria que resta 
al constituirse la historia. Según se opina, una pieza de música 
trivial no debería enfocarse y juzgarse como “obra” (un análisis 
estético-técnico de la composición incluiría, desde el punto de 
partida mismo, un error acerca de la esencia del género) sino 
como hecho social, como factor parcial de un proceso o estado 
social. Para expresarlo de otra manera: la historia musical de 
la obra o la composición, que se apoya en el concepto moderno 
de arte, debe ser reemplazada (o complementada, según los más 
conciliadores) por una historia social que haga comprensible un 
producto musical sobre la base de su función.
Dicho sea de paso, no resulta muy convincente el argumen­
to de que la “grandeza” musical sea tan ilusoria y dudosa como 
la política, cuyo precio debe ser pagado por los objetos de la 
historia. (Nadie debió soportar una carga por el hecho de que 
Beethoven irradiara autoridad musical.) La argumentación 
cuya punta de lanza está dirigida contra los “grandes hombres” 
pierde agudeza cuando se la traslada de la historia política a la 
historia de la música. Por añadidura, desde el punto de vista 
metodológico es peligroso mezclar o confundir lo normativo y lo 
descriptivo: los postulados acerca de lo que debe ser y el 
conocimiento de lo que ha sido. En el aspecto moral, puede ser 
más razonable y hasta inevitable penetrar más en una cultura 
musical masiva, que merezca el título de cultura, que buscarlos 
compositores destacados; pero es un hecho indiscutible el que la
17
historia de la música de la Edad Moderna está bajo el signo de 
lo que Alfred Einstein designó como “grandeza en la música”, en 
el título de uno de sus libros.
Pero la decisión metodológica por la historia de las obras y 
de las técnicas o por la historiasoRÍal y de la función no depende 
sólo deT~“m terés del conocimiento” —un interés que queda 
libradora la elección del historiador, aunque con bastante 
frecuencia experimente la influencia de motivos extracien- 
tíficos—, sino que está, por lo menos parcialmente, predetermi­
nada en la cosa misma, en los hechos musicales. La medida en 
que resulta adecuado aplicar a un trozo de realidad musical una 
historia de la obra o una historia social (o un procedimiento 
intermedio que, sin embargo, no podrá eludir una determinada 
acentuación) varía según las épocas, ámbitos y géneros. Es 
verdad que, en principio, nada puede sustraerse a la interven­
ción de uno u otro método. Con la suficiente dosis de insensibi­lidad se puede aplicar a una canción de moda un “análisis 
inm anente” y reducir una cantata de Bach a su significado 
litúrgico, es decir insistir en que la primera es un texto y la otra 
ha cumplido una función. Pero la experiencia científica nos 
demuestra que casi siempre se está .de acuerdo sobre si un 
resultado es interesante y serio o si es pobre y falto de funda­
mentos. Es difícil encarar el problema por el cual las pocas 
trivialidades que tienen éxito se distinguen de las innum era­
bles piezas atacadas por la “furia de la desaparición” desde el 
momento mismo en que surgen, recurriendo a argumentos de 
técnica de la composición, abstraídos de la música artificial o de 
escuela. A su vez, una interpretación exclusivamente funcional 
de una cantata de Bach se estrellaría contra un hecho concreto 
de la historia del efecto, que no puede ser ignorado ni por un 
historiador con tendencia a la reconstrucción anticuaría;. Por­
que las obras de Bach no sólo admitieron ser interpretadas, en 
el siglo xix, como esencia y paradigma de la música absoluta, 
sino que esa interpretación las elevó a una grandeza histórica 
que no tenían en el siglo x v i i i para la conciencia de sus contem­
poráneos. Sólo merced al profundo cambio de significado al que 
fueron sometidas, llegaron a ser —en cierta m anera— “descu­
biertas”. Un historiador que eluda el dogmatismo histórico- 
filosófico no puede decidir lo que, “en realidad”, eran o no eran.
La disputa en tomo a los métodos puede suavizarse, así,
18
probando los enfoques opuestos, en diferentes proporciones, 
sobre situaciones históricas dadas, en lugar de pretender un 
reconocimiento universal, hostilizándose en abstracto y 
desconfiándose recíprocamente desde el punto de vista ideoló­
gico, al acusarse de “elitistas” o de “ajenos al arte”. No es 
cuestión de hacer desaparecer el enfrentamiento de fondo. El 
intento de acallarlo, de hacer desaparecer las diferencias, no 
sólo sería un error sino un imposible. Pero el enfrentamiento 
sólo tendrá sentido si se puede apoyar en ejemplos y experien­
cias científicas prácticas, sin los cuales un proyecto científico 
teórico permanece vacío y el simple empirismo, ciego. Por el 
momento, los partidarios de una historiografía musical socio- 
histórica continúan disfrutando de la injusta ventaja de poder 
criticar las fallas de la historia tradicional de las obras, en lugar 
de abocarse a justificar los propios resultados, que siguen 
siendo pocos. Los triunfos de los historiadores programáticos 
sobre los historiadores en acción pocas veces son duraderos.
4. El concepto de continuidad, la categoría básica de la 
historiografía, ha entrado en la penumbra del escepticismo de 
la filosofía de la historia. No se tra ta de que el problema 
presente en la idea de historia como contexto relatable haya 
sido ignorado en algún momento por los historiadores que 
reflexionan sobre su m étier. Droysen fue quien_señaló con 
mayor decisión lá¡ imposibilidájple reconstruir, sin íagurias'el 
encadenamiento"'3elos procesos, ta jc uai se dio é n lá realidad. 
Reprochaba á la historia "narrativa”, representada^orR anEé, 
el crear una “ilusión”: “es como si en las cosas históricas 
tuviéramos ante nosotros una cadena cerrada de sucesos, 
motivos y objetivos” (Historik, 144). Pero la ficción estética, 
inspirada en la novela —a pesar de ser conscientes de su 
inransisíencia—, noíue el fáHor decisivo. Eos historiadores del 
siglo xix (tanto Droysen como Ranke) establecían una distinción 
entre la “realidad” —que siempre permanecía parcialmente 
inconexa, por ímprobos que fueran los esfuerzos de reconstruc­
ción— y la “verdad” de la historia, a cuya luz adquiere sentido 
y estructura la acumulación de hechos. Si se reconoce la idea de 
la humanidad o la del espíritu del pueblo como principio motor 
de la historia, los hechos se agrupan casi por sí mismos, para 
brindar la imagen de una evolución. La consistencia de esa 
imagen se debe más al “vínculo interior” entre los significados
19
que están por detrás de los hechos, que a la coincidencia de 
detalles concretos. De manera que un fragmento del pasado, 
ofrecido como historia relatable —en el sentido tradicional, aun 
sin la influencia de Proust y Joyce—, puede aparecer de dos 
formas. Una de ellas sería como ilusión estética de una conca­
tenación —sin lagunas— de los sucesos. La segunda forma sería 
la basada en una decisión previa del historiador a favor de una 
idea, a la luz de la cual se destaca lo importante de lo secundario, 
y la confusión de la realidad empírica adquiere forma. (Cuando 
Arthur C. Danto habla de un “esquema organizador” según el 
cual se orienta el historiador, está reemplazando la idea creída 
—la “verdad” de la historia— por un bosquejo heurístico. La 
utilidad de ese esquema está dada por la medida en que los 
hechos se ordenan fluidamente hasta constituir algo compren­
sible: la metafísica se reduce a una simple metodología.)
Pero si se sacrifican las ideas a través de cuya realización 
la historia se hacía comprensible, se desarma la continuidad, la 
coherencia interna de los sucesos, y no se puede establecer qué 
“pertenece a la historia” y qué no. Pero parecería que la 
controversia puede suavizarse —no evitarse— si se reduce la 
validez de los principios fundamentales y en lugar de conside­
rarla absoluta se la ve como relativa*. Además, en la misma 
medida en que se reducen las exigencias, se debería buscar 
asidero en el empirismo.
La historia de la música, en tanto historia de obras (en 
tanto historia cuyo armazón está constituido por obras musica­
les, aunque se ocupe más de los compositores —en cuyas 
biografías se buscan explicaciones— que de la obra en sí 
misma), se basa en la idea del arte autónomo (que funciona 
como “esquema organizador”, al igual que la idea del espíritu 
del pueblo en la historia política). Al orientarse de acuerdo con 
el principio de la novedad y la originalidad —cosa considerada 
tan natural, que ni siquiera se reflexiona sobre ella— los 
historiadores de la música describen la evolución de ésta como 
historia original de la obra de arte autónoma, individual, 
irrepetible, basada en sí misma y existente por sí misma. Y el 
equivalente de la historia de las obras es una historia de la 
composición o de las técnicas musicales. Como historia de la 
“lógica musical” (del trabajo sobre temas y motivos, de la 
evolución de la variación y de la construcción de contextos
20
armónico-tonales diferenciados y, al mismo tiempo, difundi­
dos), la historia de la música es una descripción de la formación 
de medios con los cuales la música justifica su autonomía, es 
decir su pretensión dé ser éscúchádánpor sí misma.
Exíste"uria máxima pocas veces formulada pero perma­
nentemente puesta en práctica, según la cual una obra musical 
“pertenece a la historia” por ser nueva desde el punto de vista 
cualitativo. Pertenece a una historia concebida como una cade­
na de modificaciones. Los enemigos de la historiografía tradi­
cional, con formación en m ateria de filosofía de la historia, 
señalan que por ese camino se está elevando, irreflexivamente, 
a la categoría de principio de toda la historia de la música, algo 
que fuera una premisa de los siglos xvm y xix: la convicción de 
que una obra debía ser original, para ser auténtica. Argumen­
tan que la realidad musical del Medioevo resulta distorsionada 
y colocada en un falsa perspectiva, a través de una historiogra­
fía que declara sustancia histórica prim aria de una década o de 
un siglo a lo nuevo en cada caso, para luego construir una 
historia narrable sobre la base de la sucesión de cambios. Es 
verdad que la participación de lo nuevo en la cultura musical de 
los siglos xn y x i i i — que no puede describirse, adecuadamente, 
como “cultura musical”, porque nada justifica extraer y resumir 
de ella los fenómenos que consideramos como “musicales”—, de 
ninguna m anera puede negarse. Sin embargo, esa participa­
ción no habría sido tan decisiva como se lapresenta en la 
historiografía que parte de las ideas de la filosofía de la historia 
del siglo xix. En un intento por colocar el acento en una 
exposición histórica, tal como lo estaba en la conciencia de los 
contemporáneos —mejor dicho: de los grupos influyentes con­
temporáneos—, habría sido necesario reemplazar la habitual 
descripción de una concatenación de sucesos o de obras por 
descripciones de situaciones separadas, coexistentes o que se 
iban transformando unas en.otras. La historia de las obras — 
que sólo puede aislarse por su orientación según el principio de 
la novedad— habría sido desplazada por una historia de la 
cultura en la cual lo antiguo y lo nuevo se agrupan en imágenes 
que rescatan del pasado determinadas configuraciones de es­
tructuras de conciencia e ideas, instituciones y creaciones, 
consideradas como características.
La historia de la composición y de la técnica es objeto de
21
críticas similares a las que se oponen a la historia de las obras, 
estrechamente ligada a ella. Aquéllas se orientarían de acuerdo 
con la creación de una “lógica musical”, para lograr un principio 
de elección y vinculación de los hechos. Ese sería el medio por 
el cual una música conscientemente artificial justificaría, desde 
el punto de vista estético, sus pretensiones de autonomía, su 
emancipación de fines extramusicales. El hecho de que en la 
música de los siglos xvm y xix, el proceso de aparición y 
diferenciación de la tonalidad armónica, que confiere forma, y 
del trabajo sobre el tema y motivo parecen ser el proceso 
histórico central, cuya acentuación se fundamenta en la estéti­
ca de obra de la época, no admite mucha discusión. Pero no se 
puede establecer en qué medida es posible declararla evolución 
de estructuras y medios artísticos de épocas anteriores, como lo 
más importante para el historiador. Una historiografía que 
partiera de las premisas del siglo xv no debería, quizá, subrayar 
los medios por los cuales una misa polifónica adquiría la 
integridad cíclica que la hacía sobresalir, como obra de arte, del 
contexto litúrgico, sino aquellos factores por los cuales una 
determinada relación entre función extramusical y procedi­
mientos musicales la constituían y l^afirm aban como norma 
de un género (excluyendo algunas obras cuya finalidad repre­
sentativa mereció el calificativo de ostentatio ingenii, que 
Heinrich Glarean [1488-1536] aplicó a Josquin).
Pero la medida en que un historiador debería adaptarse a 
las formas de pensar y a los hábitos de juzgar de la era que 
describe, continúa siendo incierta. Y lo será en tanto el historia­
dor se vea forzado, en un caso extremo, a extraer la ilusoria 
consecuencia de excluir de la historiografía épocas sin concien­
cia histórica —es decir, tiempos de ininterrumpido tradiciona­
lismo, en los cuales el ahora no era más que una repetición del 
ayer—, basándose en el argumento hegeliano según el cual las 
res gestae sólo ascienden a “historia” en el sentido real, cuando 
se reflejan en un historia rerumgestarum. (De acuerdo con esto, 
una historia de fundamentos arqueológicos, que se remite a los 
simples relictos —en lugar de remitirse a los informes—, sería 
tan sólo una prehistoria.)
Aparte de las dificultades generales esbozadas como ame­
nazas a la historiografía en general, existen otras, evidente­
mente referidas a la historia de la música. Sin que se haya
22
llegado a controversias espectaculares, en las últimas décadas, 
tanto el concepto de estilo como el método historiográfico, cuya 
categoría central estaba representada por aquél, han empalide­
cido y se han vaciado en una medida tal que, de las ideas 
reunidas a principios de siglo en torno a la palabra “estilo”, casi 
no restan más que cáscaras huecas. Pero m ientras la conciencia 
histórica incluya también la conciencia de la historicidad mis­
ma y de los procedimientos en los que ésta se objetiva, no está 
de más investigar los motivos de la decadencia de la historio­
grafía del estilo, por un lado, y reconstruir los problemas como 
solución de los cuales la concibieron Guido Adler y . Hugo 
Riemann. Pues se supone que los problemas corresponden a 
interrogantes que no envejecen tan rápidamente como las 
respuestas, que cambian de una época a otra.
Se puede tom ar conciencia de algunos de los motivos que 
condujeron a la desintegración del concepto de historiografía 
del estilo, sin introducirse en la m araña de definiciones del 
concepto de estilo en sí. Evidentemente, la dificultad decisiva 
consiste en conciliar —sin forzar las cosas— el postulado de una 
relación interna de las características del estilo, y el método de 
determinar un estilo por comparación con otros, es decir, el de 
considerar las características distintivas como esenciales. Ve­
remos, pues, las causas de esa descomposición —por lo menos 
esquemáticamente—, sin detenernos en los problemas funda­
mentales. De modo que no se hablará del concepto de estilo en 
sí mismo, sino de las ideas historiográficas vinculadas a él.
1. En su esquema de una teoría del concepto musicológico 
de estilo (1911), Guido Adler partió del modelo al cual, más 
tarde, Erich Rothacker denominaría modelo del organismo. 
Pero el enfoque dem uestra ser engañoso, por más que parezca 
casi inevitable si se intenta ajustar la historiografía a una 
determinación de los hechos musicales a través de la crítica de 
estilo. (Todavía en 1965, en el artículo “Stil” (Estilo) de la 
enciclopedia Musik in Geschichte und Gegenwart XII, 1317, 
Edward A. Lippman hablaba primero de una “sorprendente 
analogía entre la historia de un estilo y la historia de la vida de 
un organismo”, para luego subrayar la diferencia sustancial y 
señalar que las semejanzas formales no debían considerarse 
como premisa, sino como objeto de investigación.) De acuerdo 
con Adler, “el estilo de una época, de una escuela, de un artista,
23
de una obra, no surge por casualidad, como expresión de una 
voluntad artística casual, sino que se basa en leyes de la 
formación, desarrollo y decadencia del proceso orgánico” (Der 
Stil in der Musik, 2- edición, 1929,13). Adler está elevando a la 
categoría de “ley” que regula la historia de la música una sim­
ple analogía, admisible como metáfora, pero cuestionable como 
teorema de la filosofía de la historia. Si se la considera desde el 
punto de vista de su función metodológica, la ingenua metafísi­
ca no pasa de ser una falla casual que podría corregirse sin 
afectar, en su sustancia, el concepto de la historiografía del 
estilo. La analogía es esencial, en todo caso, porque las defini­
ciones de estilo —ya se trate de una obra aislada, de la obra 
completa de un compositor o de la producción de toda una 
época— son, fundamentalmente, construcciones cerradas en sí 
mismas y complejos separados entre sí, que deben ser relacio­
nados “desde fuera” —precisamente a través del modelo del 
organismo— para manifestarse como etapas de un proceso 
evolutivo. Es verdad que, desde el punto de vista de la crítica del 
estilo, se puede captar una unidad más amplia, que ligue los 
complejos yuxtapuestos; pero la pirámide de conceptos de estilo 
que resultaría de esto distaría mucho <¿e representar la marcha 
de un proceso evolutivo. Por eso, cuando Adler hablaba de 
“disjecta membra de una pseudohistoria” al referirse a la 
yuxtaposición de estilos de obras (239), estaba dando un nom­
bre a la debilidad de su propia concepción. No advertía que el 
problema, tan claro en detalle, se repetía en los estilos de las 
épocas; idéntico en esencia aunque en otro orden de m agnitu­
des.
2. El modelo del organismo —entendido como condición 
para que la crítica de estilo dé origen a la historiografía— se 
vincula en Adler (y no por casualidad) con el prejuicio estético 
de la superioridad de los estilos clásicos. “Al seguir la aparición, 
florecimiento y decadencia de una orientación estilística, el 
término medio dentro del período se constituirá en principal 
factor de comparación. Los criterios de estilo seránfijados por 
ese grupo intermedio, tal como ocurre en la evolución del coral, 
desde el estilo de los siglos x y xi hasta la música polifónica o 
cappella de las modalidades estilísticas que alcanzan su plena 
madurez en los siglos xv y xvi. Pueden y deben ser tomados en 
cuenta el significado y la importancia histórica de etapas
24
previas y de derivaciones, aun cuando se aparten, individual­
mente, de los criterios de estilo determinantes. Así los tipos de 
coral de los primeros tiempos que, con su intercalación de 
tonalidades intermedias, se apartan del coral de carácter 
diatónico del término medio, o el coral que tiende a una equi­
paración rítmica en los períodos finales del género; otro tanto 
ocurre con los de las etapas iniciales, que se apartan de la 
estricta polifonía vocal de la época de florecimiento, para 
recurrir a medios instrum entales accesorios y con los ripieni 
instrum entales de la etapa de decadencia” (Methode der Musik- 
geschichte, 1919, 20-21). El lenguaje empleado por el historia­
dor Adler revela su predilección estética por el clasicismo. Por 
otra parte, en el fondo se adivina la intención de “salvar” la 
construcción histórica, al reformular el esquema metafísico y de 
filosofía de la historia en un esquema heurístico. Pero si la 
premisa estética de Adler resulta insostenible (me refiero a la 
idea de que un contrapunto imitativo representa la culminación 
clásica del estilo polifónico, m ientras que un conjunto armónico 
en relación con la melodía (monodia) —y, por consiguiente, 
distintas desde el punto de vista melódico— se consideran como 
pertenecientes a etapas iniciales o de un manierismo decaden­
te) el bosquejo histórico pierde su sentido y su capacidad de 
sustentación aunque se lo interprete heurísticamente y no con 
un enfoque metafísico. En lugar de etapas de una evolución, 
sólo puede hablarse de un cambio de ideal en el estilo, y la 
motivación del cambio (del paso de un contrapunto con voces 
funcionalmente graduadas a una polifonía con voces de igual 
valor o viceversa) queda sin explicación no bien se renuncia a la 
solución del problema propuesta por Adler, que consiste en la 
idea de una “regularidad en la evolución orgánica” —que va de 
la etapa estilística arcaica a la manierística, pasando por la 
clásica—, por considerársela como hipóstasis de una metáfora 
que se convierte así en ley de la historia.
T 3. La palabra “barroco” fue liberada, a más tardar en la 
historiografía de la década del veinte, de la mácula de represen­
ta r el nombre de una época de decadencia estilística. Simultá­
neamente surgió la tendencia —que aún no se ha impuesto por 
completo— a neutralizar la idea de que el concepto de clásico, 
en lugar de ser una categoría normativa, es la etiqueta del estilo 
de una época. (Sigue siendo difícil incluir, sin vacilaciones, a
25
compositores como Pleyel o Koz“eluch dentro del concepto de 
clásicos, si bien el lenguaje científico corriente, cuyas conven­
ciones revelan el espíritu de una disciplina, permite designar a 
Pleyel como compositor del clasicismo, pero no como clásico.) 
Pero el modelo del organismo de la historia de los estilos no 
permanece intacto al desaparecer las implicaciones normativas 
contenidas en las categorías de estilo.^ Porque mientras “el 
término medio del período”, como lo define Adler, constituya el 
“principal factor de comparación”, la historia del estilo se 
orientará, inequívocamente, hacia la idea según la cual lo 
clásico es lo perfecto y paradigmático, y el concepto de clásico se 
reducirá a una categoría descriptiva y el modelo del organismo 
—en el cual el estadio intermedio de un estilo fue siempre el más 
prominente— conservará vigencia. (Es curioso que ni siquiera 
en las épocas en que la ancianidad gozaba de prestigio, se haya 
considerado la etapa final de un estilo como su culminación.) 
Pero no bien se distiende la relación entre la metáfora o 
analogía biológica y la idea reguladora de lo clásico como 
culminación de un proceso estilístico, los intentos por entender 
un estilo o complejo de características musicales “desde den­
tro”, como unidad, y por diferenciarle de los estilos vecinos 
tienden —involuntariamente y casi por la fuerza— a construir 
conceptos antitéticos que se nutren de lugares comunes. Recor­
demos las discusiones sobre clasicismo y Romanticismo. La 
descripción de una transición, de un cambio de estilo, que no se 
cumple de manera abrupta,- sino como un movimiento perma­
nente (los “saltos cualitativos” marcan una “muesca” en la 
continuidad, pero no la quiebran y, más bien, la dan por sentada) 
parece un problema casi insoluble en cuanto se cede a las ten­
taciones de la antitética. Y no se tra ta de que los historiadores 
del estilo nieguen la continuidad del proceso evolutivo. Pero esa 
continuidad apenas si podrá ser descripta mientras “barroco”, 
“clásico” y “romántico” se entiendan como complejos de caracte­
rísticas, cuya relación interna se basa en una idea —o configu­
ración de ideas— central, que permanece invariable dentro de 
una era. En otras palabras, la continuidad no se hará evidente 
m ientras los historiadores se sometan a la necesidad, surgida 
del método, de descubrir una mayor afinidad entre el final del 
clasicismo y su-comienzo, que entre el final del clasicismo y el 
comienzo del Romanticismo. La yuxtaposición de bloques no es
26
historiografía. Y parecería ser que el historiador del estilo se 
encuentra ante la desafortunada alternativa de elegir entre la 
dudosa metafísica del modelo del organismo, cargado de impli­
caciones normativas, y la descripción de estilos de época aisla­
dos entre sí como una especie de historiografía que casi equivale 
a un renunciamiento a la historiografía.
4. El método de la historia de los estilos se estableció a 
comienzos de siglo, como una reacción al procedimiento, propio 
de los anticuarios, de acumular los escombros de los hechos, así 
como al principio de explicar las obras musicales recurriendo a 
la biografía del compositor, principio dictado por una despres­
tigiada estética de la expresión:, (Se pretendía alcanzar el 
cientificismo de las ciencias naturales mediante una imitación 
del principio de causalidad, lo cual terminó por ser una carica­
tura.) En contraposición con el positivismo, la historia de los 
estilos intentó solucionar un problema que representa un per­
manente desafío. Me refiero al problema de esbozar una histo­
ria del arte, que sea realmente historia y no una colección de 
análisis de obras, apenas conectados entre sí; pero una historia 
cuyo objeto sea realmente el arte y no sólo sus elementos 
biográficos o sociales, una historia, pues, cuyo principio 
historiográfico esté fundado en el arte en tanto arte. El estilo 
—entendido como carácter impuesto “desde dentro” y no como 
forma de escribir modificable, como lo entendía la teoría del arte 
del siglo xviii— fue concebido por los científicos del arte —que 
procuraban conciliar su conciencia estética con su conciencia 
historiográfica— como esencia de lo que imprime su carácter 
artístico a una obra y, por otra parte, como una entidad que se 
modificaba con la historia. La crítica de estilo tenía la misión de 
reunir la historicidad y el carácter artístico de la música en un 
único concepto. Pero el objetivo de buscar una mediación entre 
estética e historia, sin forzar a ninguna de las dos, se fue 
perdiendo de vista, insensiblemente, en el camino elegido para 
alcanzarlo. Porque, en la medida en que la investigación del 
estilo de la obra aislada —cuya descripción puede formularse 
perfectamente como exposición del carácter artístico— y la 
investigación del estilo personal, que también converge con el 
carácter artístico de las obras, dando por sentada la estética de 
la originalidad —es decir la equiparación de lo artificial con lo 
poético y expresivo—; repetimos: en la medida en que esas
27
investigaciones avanzan hacía el estilo temporal o nacional y, 
por consiguiente, se aproximan a la historiapropiamente di­
cha, la configuración musical de una obra de arte (que es “un 
mundo aislado en sí”, según la definición de Ludwig Tieck) se 
transforma en un simple ejemplo de ideas, procesos o estruc­
turas, cuyo centro de gravedad se encuentra fuera del arte. En 
otras palabras, se convierte en un documento sobre el espíritu 
o la organización social de una época o de una nación. La 
ruptura entre estética e historia vuelve, pues, a producirse 
dentro del concepto de estilo, como ruptura entre el estilo de la 
obra o el estilo personal, y el estilo temporal o nacional. La 
individualidad del compositor es esencial para el carácter 
artístico, entre cuyos criterios figura el factor de originalidad. 
Pero es difícil afirmar que el espíritu de la época o del pueblo 
determine el carácter del arte como arte (y no como simple 
documento). (Salvo cuando se está de acuerdo con Hegel —y 
luego con el marxismo— en que el contenido del arte es lo 
verdaderamente sustancial y se pasa por alto la estética más 
nueva, según la cual es más bien la forma lo que determina el 
contenido, y no el contenido a la forma.)
28
Historicidad y carácter artístico
2
En el apéndice de un texto de historia de la música, de 
enorme difusión, A History o f Western Music, de Donald Jay 
Grout (1960), encontramos una cronología cuyo sentido es “to 
provide a background for the history o f music, and to enable the 
reader to see the individual works and composers in relation to 
their times” (699) [proporcionar un contexto a la historia de la 
música y perm itir que el lector vea las obras y los compositores 
en relación con sus épocas]. Así, por ejemplo, el año 1843 está 
representado por El holandés errante de W agner, Don Pasquale 
de Donizetti y Temor y temblor de Kierkegaard; 1845, por Les 
préludes de Liszt, Tannhauser de Wagner y El conde de 
Montecristo de Dumas; 1852, por el golpe de Estado de Luis 
Napoleón y por La cabaña del Tío Tom; 1853, por La traviata y 
la guerra de Crimea. Lo que no se sabe muy bien es qué se 
pretende demostrar al lector. ¿La analogía oculta entre la obra 
de Wagner y la de Kierkegaard? ¿O, por el contrario, la falta de 
contemporaneidad interna de obras contemporáneas? Esto 
último resulta casi grotescamente evidente cuando se procura 
ilustrar, por medio de tablas cronológicas, la frase según la cual 
la unidad de espíritu de la época se filtra en la totalidad de los 
campos. ¿Qué es la música? ¿Un reflejo de la realidad que rodea 
al compositor o el esbozo de un mundo contrario a esa realidad? 
¿Está vinculada por raíces comunes con los sucesos políticos y 
las ideas filosóficas? ¿O acaso la música surge por haber existido 
una música anterior y no —o sólo en menor medida— porque el 
compositor se mueve en un mundo al cual in tenta responder a 
través de la música?
El problema de la relación entre el arte y la historia —pro­
blema fundamental de la investigación histórica científica—
29
permanecerá sin solución mientras se insista en un dogmatismo 
estético y en un dogmatismo historiográfico. En otras palabras: 
m ientras se sostenga la máxima de que el arte se m uestra como 
realmente es, en la observación aislada de obras autónomas, 
por un lado, y por el otro, se parta de la premisa de que la 
historia consiste exclusivamente en la relación de causa y 
efecto, objetivo y manifestación. La historia de la música, en 
tanto historia de un arte, parece una empresa imposible si se la 
enfoca partiendo de la premisa de un estética autónoma, por 
una parte, y de una teoría de la historia que se aferra al concepto 
de continuidad, por otra parte. Y esa imposibilidad se debe a 
que, o bien no es una historia del arte sino una colección de 
análisis estructurales de obras aisladas, o bien no es una 
historia del arte sino un enfoque de las obras musicales como 
procesos dentro de la historia de las ideas o de la historia social, 
cuya vinculación brinda coherencia al relato histórico. Pero el 
concepto de arte del formalismo —que tiene sus orígenes en el 
siglo xix y debe su pathos al hermético modernismo— no es el 
único del cual puede partir un historiador en su intento por 
justificar la historiografía de la música ante sus detractores 
versados en filosofía del arte. Adenjás, la antinomia entre 
estudio de la función y estética autónoma —en torno a la cual 
se ha encendido, en los últimos años, una violenta controversia, 
no siempre “desinteresada”— no basta para brindar un funda­
mento teórico a las investigaciones históricas científicas. Aun 
cuando no se tema simplificar —en la medida en que la simpli­
ficación sea aceptable— uno se ve obligado a distinguir, por lo 
menos, cinco enfoques teóricos, cuyas consecuencias historio- 
gráficas sería necesario investigar, antes de emitir un juicio 
sobre la relación entre historicidad y carácter artístico.
La relación entre historia y estética tiene una estructura 
circular: las premisas de la teoría del arte, sobre las cuales se 
puede basar la historiografía de la música, son, por su parte, de 
carácter histórico. (La fijación de normas que estén por encima 
del tiempo sería dogmática en el sentido más dudoso de la , 
expresión.) A grandes rasgos se puede afirmar que la teoría del / 
arte de los siglos xvi y x v i i partió de la relación entre funciones 
sociales y técnicas de composición; la de los siglos xvn y xvm se 
basó en los obj-etos de la exposición musical: las emociones; la 
del siglo xvm al xix, en la persona del compositor, y la del siglo
30
xix al xx, en la estructura de las obras por separado. Desde hace 
unas dos décadas, se difunde la tendencia a considerar las obras 
como documentos. “H asta el arte del presente se percibe, cada 
vez más, desde una distancia inmediata, en forma crítica y 
documental” (O. K. Werckmeister, Ideologie und Kunst bei 
Marx, 1974, 33).
La teoría funcional del arte del siglo xvn fue, en primer 
lugar, una teoría de los géneros musicales, que se constituían 
como correlaciones concretas y reguladas por normas entre las 
finalidades sociales que debían cumplirse y los medios musica­
les que se consideraban aptos para ello. El hecho de que 
Christoph Bernhard establezca una distinción entre el reperto­
rio musical del estilo sacro, de cámara y de teatro, demuestra 
que, desde el punto de vista de la teoría del arte, los medios 
musicales se vinculan más con los objetivos prácticos que con 
las etapas históricas que representan. No debe interpretarse 
mal la coincidencia entre estilo sacro y prim a prattica y entre 
estilo teatral y secondaprattica. La música sacra no se conside­
ra un estilo de “música antigua”, en el sentido de una conciencia 
histórica distante, sino que, como forma de componer acorde 
con la liturgia, surgió antes, y la antigüedad que la distingue es 
un sello de su legitimidad. (Monteverdi no consideraba la 
seconda prattica como progreso; la declaraba restitución de una 
verdad más antigua aún —del concepto de música antigua— y 
la honraba como tal.)
La teoría de las emociones de los siglos x v t i y xvm, el 
segundo “paradigma” de la estética musical, no es una teoría de 
la expresión, sino una teoría expositiva de orientación objetiva. 
Lo que presenta musicalmente un compositor es su medida de 
comprensión de la naturaleza de una emoción humana. Es decir 
que no se entiende una obra musical como expresión de las 
emociones del compositor, sino como la verdad objetiva formu­
lada musicalmente por éste, y la exposición de las emociones es 
tanto imitatio naturae como pintura musical. H asta mediados 
del siglo x v i i i no se planteó el problema de cómo se podía captar 
el espíritu ajeno musicalmente documentado. La comprensión 
musical significaba acuerdo sobre el contenido objetivo de la 
música.
Para la estética expresiva surgida en la era de la sensibi­
lidad y del Sturm und Drang, en cambio, el compositor consti­
31
tuye el objeto primordial, que habla de sí misino^ De m anera que 
lo decisivo, desde el punto de vista estético, no es el tema 
expuesto—el sentido de un texto o una emoción— sino la forma 
de exposición, en la medida en que permite extraer una conclu­
sión acerca de la individualidad del compositor.1 (El estilo 
aparece como la expresión de una personalidad que “está por 
detrás de la obra” y no como simple manera de escribir adoptada 
por un compositor, que puede ser cambiada por otra si así lo 
exigieran el tema o las circunstancias.) No se tra ta de que la 
referencia al compositor se diluya en curiosidad biográfica y 
anecdótica (aunque eso ocurría con bastante frecuencia en el 
siglo xix): la individualidad que se debe captar para entender 
una obra musical desde dentro es un “yo inteligible”, que está 
por encima de un chato empirismo. Pero el hecho de que el 
compositor se concibiera como instancia estética central en su 
carácter de autor y no en función de su existencia privada, no 
altera el principio de que se haya buscado en una persona, en 
una individualidad, la sustancia estética de una obra. El factor 
“poético” que otorga su carácter artístico a la música se vincula 
con el reconocimiento de una individualidad que “está por 
detrás de la obra”. En la estética d e ja expresión, el carácter 
artístico y el carácter documental —la concepción de una obra 
como testimonio de una persona— no se excluyen mutuamente 
sino que están ligados entre sí.
La polémica desatada en el siglo xx contra la preponde­
rancia del autor sobre la obra tiene diferentes motivaciones. En 
primer lugar significa qué, en la relación del compositor con la 
obra, algo ha cambiado: la desconfianza de Stravinsky hacia 
Beethoven y Wagner era, en gran parte, un rechazo de la es­
tética de los compositores románticos. En el siglo xx aparece 
—para expresarlo en forma sintética— el compositor en función 
de la obra y no la obra en función del compositor. Y, estrecha­
mente vinculado con el cambio histórico real, se produce un 
cambio en la historia de las ideas, una transformación de los 
métodos de interpretación. En el siglo xx se interpreta a 
Beethoven o a Wagner en relación con su propia obra, de modo 
diferente que en el siglo xix. (¿La concepción de Tristón fue 
motivada por el amor a Mathilde Wesendonck o fue a la inversa, 
como supone Paul Bekker?) Por otra parte, nunca se sabrá “lo 
que realmente ocurrió”, porque es imposible reconstruir la
32
“verdadera” situación psíquica, más allá de la transformación 
que experimentó en la conciencia de las personas en cuestión, 
por influencia de las ideas estéticas de la época. (Las ideas 
reflejan las realidades; pero también ocurre lo inverso: que las 
realidades reflejen las ideas.)
La diferencia de las máximas estéticas es lo decisivo. No se 
tra ta de la opinión de que los factores biográficos ejerzan menos 
influencia de lo que se suponía en el siglo xix. Se tra ta de un 
juicio de valores: desde el punto de vista estético, la influencia 
no tiene importancia en lo que se refiere al carácter artístico de 
las obras musicales. Esa es la profunda diferencia que separa la 
m anera de pensar del siglo xx de la del siglo xix. La concepción 
de una obra de arte como documento sobre el autor ya no se 
combate: se la descarta por considerársela ajena al arte. (Ya en 
la polémica de Eduard Hanslick contra la “antediluviana estéti­
ca de los sentimientos” no se trata, en primer lugar, de un 
ataque al contenido de la realidad psíquica de la estética de los 
sentimientos, sino a su irrelevancia estética, cosa que no siem­
pre se reconoció.)
El formalismo o estructuralismo que se impuso en el siglo 
xx —aunque no sin resistencias— como estética predominante, 
subraya la distinción entre las obras autónomas, centradas en 
sí mismas, y los documentos cuyo punto de referencia está fuera 
del texto. El verdadero objeto de la comprensión musical no está 
representado por el compositor, que “está detrás de la obra”, 
sino por la obra misma como relación funcional cerrada de 
factores de forma y contenido. La penetración psicológica en 
una individualidad es reemplazada por el análisis estructural 
de una creación. (El concepto de estructura, en el sentido de un 
estructuralismo estético, incluye factores de contenido, sin por 
eso dañar los principios del “formalismo” —la etiqueta no es 
muy feliz—: lo decisivo es que una obra sea captada “a partir de 
sí misma” en lugar de ser captada “desde fuera”.)
La estética del siglo xx, cuya categoría central está repre­
sentada por la obra autónoma, cerrada sobre sí misma, peligra 
en cuanto a su existencia y a su importancia. En el mismo 
instante en que pareció que la concepción de las obras musica­
les, como “biografía sonora”, decaía y quedaba descartada, 
desde otro ángulo se volvió a desplazar, hacia el centro, el 
carácter documental de las obras de arte y a retirárselo del
33
antepatio de la estética. Desde el final de la Segunda Guerra 
Mundial, es característico de la recepción de la música nueva 
que el interés por la tendencia representada por una obra 
desplace el interés por la obra en sí. En casos extremos, las 
obras se convierten en informaciones sobre el estado de la 
técnica musical que ellas representan. No se las considera 
estéticamente como creaciones autónomas, sino históricamen­
te como documentos de un proceso histórico del cual forman 
parte. La contemplación, el sumergirse en el contenido objetivo 
de verdad de la música, con olvido de sí mismo y del mundo, es 
sacrificado en aras de la información. Es la actitud del iniciado, 
que ha aprendido a ver el presente y la existencia de la obra 
desde la distancia del historiador.
La relación entre las máximas de la teoría del arte, aquí 
apenas esbozadas, es más compleja en la realidad histórica que 
en el esquema somero. Por un lado, la teoría de los géneros fue 
desplazada, como concepción vigente, por la teoría de las emo­
ciones; la teoría de las emociones, por la estética de la expresión, 
y la estética de la expresión, por el estructuralismo. Por otra 
parte, lo antiguo subsiste junto a lo moderno, aunque en forma 
periférica. Y el hecho de que una convicción sea “predominante” 
—es decir, que sea aceptada por el grupo de aquellos indicados 
para em itir un juicio con el consenso social— no siempre 
significa que tenga mayor difusión que otras.
Por eso, si el esquema de máximas estéticas es más un “tipo 
ideal” —que puede constituir el punto de partida de una 
investigación histórica— que un resultado de esa investigación, 
no se puede pretender que exista un ordenamiento simple y fijo 
entre las premisas estéticas y las históricas. El apartarse de la 
historia es una consecuencia posible y hasta probable del 
estructuralismo; pero no una consecuencia necesaria. Además, 
el hecho de declararse a favor del principio de la expresión no 
impide que ciertos historiadores dividan la historia de la músi­
ca del siglo xix, principalmente, de acuerdo con los géneros 
musicales, como si las relaciones entre funciones sociales y 
técnicas de composición, concretadas como normas del género 
—y no la expresión “poética” de una individualidad— fueran la 
verdadera sustancia de la música.
I Por añadidura, los historiadores de la música —al igual 
que los historiadores de la política— m uestran una tendencia al
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eclecticismo metodológico (que se sabe dudoso en el aspecto 
filosófico, pero que no se sabe bien si es inútil en el aspecto 
historiográfico). Tienden a un procedimiento que consiste en 
yuxtaponer, sin mayor rigor, monografías sobre compositores, 
análisis estructurales de fragmentos de obras, esbozos de his­
toria de los géneros y panoramas de historia de la cultura, de las 
ideas o de Jas sociedades, sin profundizar en el problema de lo 
que es, en realidad, el objeto de la historia que están escribien­
do. (Es innegable que todos los hechos que toman en cuenta 
están más o menos estrecha o lejanamente vinculados con “la” 
música —cuyo concepto permanece indefinido—; pero no pro­
porcionan, por cierto, información suficiente.)
Si, a pesar de todo, se procura esbozaralgunas conexiones 
entre las máximas estéticas y los métodos historiográficos, se 
verá que se tra ta más de relaciones “ideales”, basadas en la 
lógica del tema, que de vínculos “reales” aplicados regularm en­
te por los historiadores de la música.
La consecuencia extrema de la tesis estructuralista, según 
la cual la obra aislada y autónoma es la realidad del arte, 
consiste en renunciar a la historiografía. El hecho de que, desde 
hace algunas décadas, los historiadores de la música dejen en 
manos de los publicistas las exposiciones resumidas y trazadas 
a grandes rasgos, no se debe sólo a la creciente especialización 
y al consiguiente temor a la incompetencia parcial. También se 
basa en convicciones estéticas que convierten a la historiografía 
en algo precario. Si se considera a las obras musicales, en tanto 
eslabones de una cadena, como algo ajeno al arte —como una 
violación del carácter artístico de las obras—, sólo tiene sentido 
una sola forma de exponer la historia. Estrictam ente hablando, 
no se tra ta de una forma. Es la recopilación de monografías, que 
se pueden disponer de diferentes maneras, según el aspecto que 
se pretenda destacar mediante la proximidad de las unas con 
las otras. (Y nada impide dejar de lado la cronología si con eso 
resaltan las relaciones que se cree descubrir en el imaginario 
museo de arte. El método “aislante”, característico de la estética 
estructuralista, no implica, en ese caso, que el analista renuncie 
a establecer relaciones. Significa, exclusivamente, por una 
parte, que un determinado tipo de relaciones —la histórico- 
cronológica— no pueda considerarse sustancial y, por otra 
parte, que el interés por las vinculaciones se dirija a la obra en
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la cual éstas confluyen y no a las vinculaciones, dejando de lado 
la obra.)
Otra consecuencia de la misma premisa estética sería una 
historiografía que parte de una distinción resignada y, al mismo 
tiempo, tajante entre importancia estética e importancia histó­
rica. En otras palabras, parte de la idea —casi siempre implí­
cita— de que la música es historificable —abordable, en su 
sustancia, por la historiografía— en la medida en que no 
participe, justam ente, de la idea de arte. El arte que es elevado 
al rango de clásico está, por su esencia, apartado de la historia, 
de la intervención del conocimiento histórico. El que se pueda 
afirmar algo decisivo acerca de una obra si se la ubica históri­
camente, se considera como una mácula estética. (En esta tesis 
se entrelazan diversos conceptos de “historicidad”. Por un lado 
está la idea de que la concatenación histórica de obras de arte 
las daña en su esencia. Por otro lado está la contraposición de 
la “actualidad”, en tanto presencia estética, y la “historia”, en 
tanto pasado estéticamente muerto. Este hecho diferencia la 
posición descripta, pero no la descompone.)
El extremo opuesto a la convicción de que la historia del 
arte es una empresa contradictoria en sí misma —sólo realiza­
ble como historia de lo que no es arte dentro del arte— está 
representado por el procedimiento, surgido en el siglo xix, de 
vincular los compositores y las obras, registrando las influen­
cias de unos sobre otros. (Para que el método no se convierta en 
una caricatura de sí mismo, pocas veces se lo pone en práctica 
en forma pura. Casi siempre se intercalan esbozos biográficos, 
observaciones sobre la estructura de las obras e “imágenes del 
pasado”, referidas a la historia de la cultura. Nada de eso 
modifica el hecho de que la vinculación por las influencias 
constituya el esquema básico, con ayuda del cual se convierte la 
yuxtaposición de hechos musicales en una narración coheren­
te.) El procedimiento de escribir la historia de la música como 
si su sustancia verdaderamente histórica estuviera constituida 
por influencias ejercidas por los compositores entre sí, es el 
resultado de la conjunción de una estética romántica —que 
reconocía la esencia “poética” de la música, su carácter artístico, 
en la individualidad musicalmente expresada de los composito­
res—, con el positivismo historíográfico. Este último descompo­
nía las obras musicales en partes aislables, para llegar a hechos
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comprensibles, con los que, por otra parte, podían construirse 
series históricas. No cabe duda de que se percibía la contradic­
ción entre la descomposición de las obras en elementos y la 
máxima estética de que el carácter artístico de la música se 
fundaba en la indivisible individualidad del compositor. Para 
neutralizar esa contradicción se la declaró una característica de 
la cosa en sí: la diferencia metodológica entre el “ser” estético y 
el “devenir” histórico, entre contemplación e investigación 
empírica debía adquirir así validez como dicotomía metafísica, 
Una variante del positivismo es el método biográfico, que 
parte de la suposición de que una obra musical sólo resulta 
comprensible cuando se conoce la vida del compositor expre­
sada por ella en sonidos. La búsqueda de motivos biográficos 
—como la de influgncias de los compositores entre sí— se basa 
en la fusión de la estética romántica de la expresión con la 
necesidad de encontrar hechos concretos que garanticen el 
carácter científico de la historiografía musical. De acuerdo con 
los criterios del siglo xix, el método biográfico quedaba justifica­
do por la estética imperante. En segundo lugar, cumplía con el 
requisito de que la historia se ajustara al modelo de las ciencias 
naturales y utilizara métodos estrictam ente empíricos, En 
tercer lugar, se presentaba como una narración coherente, pues 
la continuidad de la vida del compositor parecía fundam entar 
la de la obra. Pero la confiabilidad empírica del procedimiento 
obligó a concesiones desde el punto de vista estético. En la 
medida en que se iba imponiendo la exigencia de hechos 
concretos, la figura del compositor —quien, desde el enfoque 
estético, funcionaba como sujeto parlante de la música— iba 
descendiendo de las alturas de lo inteligible a los llanos del yo 
empírico. La diferencia entre la biografía interna, cuyo testimo­
nio era la obra, y la biografía externa, que podía reconstruirse 
sobre la base de informes y documentos, se iba reduciendo cada 
vez más. El método biográfico comenzó a experimentar dificul­
tades. Debía sacrificar el enfoque estético en aras de la solidez- 
empírica o, a la inversa, la solidez empírica en aras del enfoque 
estético. Ese desconcierto se tradujo en la controversia sobre 
biografía idealista y biografía realista. Si se acusaba a la 
idealista de embellecer los hechos, la realista debía soportar el 
reproche de ser ajena al arte.
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El método biográfico fue decayendo en el transcurso del 
siglo xx, junto con la estética de la expresión, y su terreno fue 
abandonado por la ciencia, para ser ocupado por un arte abierto 
a todo público. Su herencia quedó en manos del método de 
historia social y de historia del efecto, cuya premisa estética 
consiste en afirm ar que, para ser históricamente entendida, la 
música debe concebirse en su función social, es decir, como 
proceso que no sólo incluye el texto de la obra sino también su 
ejecución y recepción. Según este método, la música —como 
texto y obra— no tiene historia. La única que la tiene es la 
sociedad, a cuyo proceso de vida pertenece.
Pero la polémica en torno al principio de autonomía, contra 
el cual combaten, de modo incansable, los partidarios del método 
sociohistórico, casi siempre es pobre en sus argumentos. En 
primer lugar, el aislamiento de un objeto —que hace abstracción 
de algunas relaciones sin negar su realidad— puede estar 
perfectamente justificado desde el punto de vista metodológico 
(y es un simple recurso de argumentación el hablar de “deficien­
te abstracción”, y limitarse a señalar que hubo una abstracción 
—cosa que nadie niega— sin aclarar por qué es mala). El hecho 
de que el contexto social de las obras Musicales no sea tenido en 
cuenta, no quiere decir que se lo menosprecie; sólo indica que 
carecede importancia para el objetivo del estudio, que es la 
comprensión de la relación de funciones internas de una obra, lo 
cual determina su carácter artístico. En segundo lugar, el 
postulado de que la música debe reubicarse en el proceso social 
del cual formaba parte en la época en que fue compuesta, 
difícilmente pueda cumplirse en una forma capaz de competir 
con una historiografía centrada en torno a las obras. El enfoque 
histórico y social pierde fuerza no bien se deja la crítica del 
principio de autonomía para proponer un programa opuesto, 
pues los documentos de la historia de la recepción son pobres y 
estereotipados. El carácter concreto que pretende tener es débil. 
En tercer lugar, parecería que en la polémica contra la categoría 
de la obra autónoma se entrelazan tendencias difíciles de conci­
liar, Por ejemplo, la costumbre de concebir las obras como 
simples informaciones acerca del estadio de la evolución que 
ellas representan, y la de pasar de las obras a contextos sociales 
más amplios á los que éstas pertenecen. El interés documental 
no tiene otra cosa en común con el social que una tendencia
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negativa: el no admitir el enfoque estético de una obra como 
estructura autónoma. Por lo demás, está más allá de la diferen­
cia entre el principio de funcionalidad y el de autonomía, pues 
la información que busca puede obtenerse tanto en el contexto 
social como en las técnicas musicales. En cuarto lugar, la 
autonomía estética no es sólo un principio metodológico que un 
historiador acepta o rechaza; es también un hecho histórico que 
debe aceptar. (Los procesos de la conciencia no son simples 
reflejos de aquello que está sucediendo musicalmente; ellos 
mismos son los verdaderos hechos musicales, que no deben 
buscarse en el sustrato acústico, si uno no se quiere exponer, 
como historiador, al reproche de ser de una imperdonable 
ingenuidad estética.) El hecho de que la música artificial haya 
sido concebida desde fines del siglo xvm como texto, a cuya 
autoridad se sometía el auditorio, es tan indiscutible como el de 
que, en el proceso de autonomización de la música del siglo xix, 
también participaron obras que tenían un origen funcional. 
Precisamente una historiografía que pone la tónica sobre el 
proceso de recepción —y que no acepta el prejuicio de que la 
única recepción auténtica es la que se produce en el momento de 
la aparición de una obra—, no debe dejar de lado la mutación de 
formas musicales funcionales en obras autónomas. (Uno de los 
sucesos musicales más memorables del siglo xix fue el “renaci­
miento de Bach”: el proceso por el cual obras que originaria­
mente tenían un objetivo fuera de sí mismas, se entendieron 
como exempla classica de estructuras musicales autónomas y 
se pudo captar su sentido. La idea de la música absoluta va sur­
giendo ̂ a u n q u e resulte paradójico— de obras que sólo después 
de una reinterpretación, son colocadas en una categoría cuyo 
sentido más profundo se revela al siglo xix.)
Una historiografía de la música que permaneciera, a 
conciencia, a la zaga de las comprobaciones del siglo xx en 
m ateria de teoría del arte, para no hacer peligrar la forma del 
relato, sería una historiografía con mala conciencia, que repri­
m iría sus escrúpulos, pero que no lograría suprimirlos. No 
basta, con yuxtaponer las notas analíticas sobre obras de arte, 
como si se tra ta ra de las teselas de un mosaico, para lograr una 
imagen del pasado que merezca el nombre de historiografía. 
Igualmente inadecuada es una exposición sobre historia de la 
cultura, de las ideas o de la sociedad, que vincule los hechos y
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los reúna en una narración coherente, aunque al alto precio de 
reducir las obras a su valor documental.
La idea de que debería ser posible conciliar la historicidad 
y el carácter artístico de las obras musicales sin sacrificar ni la 
exposición histórica ni el concepto de arte, es decir, la idea de 
reconciliar la estética de la autonomía y la conciencia histórica, 
sólo puede concretarse mediante una interpretación que permi­
ta ver la obra aislada dentro del contexto de la historia y que, a 
su vez, permita comprender la historia a través de la obra 
aislada. (El concepto de arte empático ha sido cuestionado, pero 
aún no seriamente afectado por los intentos de las últimas 
décadas que procuran elevar el nivel de la concepción documen­
tal y convertir el enfoque externo, ligado a la historia de la 
cultura, en un enfoque estético interno, buscando una forma de 
acceso a través de la percepción musical directa.) Sólo en la 
medida en que el historiador alcance a comprender la esencia 
histórica de las obras a través de su composición interna, la 
historiografía, a la que así se llegue, será también estéticamen­
te sustancial, en lugar de seguir siendo una configuración ajena 
al arte, im puesta a las obras desde fuera.
La teoría literaria del formalismaruso parecería represen­
ta r un paradigma de conciliación exitosa, porque el criterio 
estético del cual parte —lo nuevo y llamativo de los medios 
artísticos— representa, al mismo tiempo, un elemento histori- 
zante que permite la construcción de series históricas sin 
lagunas. Por supuesto, se_puede dudar de que el concepto de 
innovación —entendido como lo opuesto a la percepción ru tina­
ria y superficial de estereotipos— baste para hacer justicia a la 
realidad estética y a la realidad histórica. Pero, por muy seria­
mente que se deba aceptar esa objeción, no podemos negar el 
hecho de que el formalismo ha acertado objetivamente, por lo 
menos, con una verdad parcial a la cual no debería renunciarse, 
y que es metodológicamente ejemplar como combinación de un 
enfoque estético y un enfoque historiográfico.
En la Teoría estética (1970), de Theodor W. Adorno, leemos 
lo siguiente: “El arte es histórico sólo por las obras individuales, 
autónomas, y no por la relación que éstas guardan entre sí ni por 
la influencia que se supone ejercen las unas sobre las otras” 
(263). Pero si confrontamos el postulado historiográfico conte­
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nido en esa frase con la práctica de la filosofía de la historia del 
propio Adorno (con el hecho de que en Filosofía de la nueva 
música, la tesis del movimiento histórico del material musical 
se ilustra más con construcciones de categorías abstractas como 
“acorde”, “disonancia” y “contrapunto”, que con análisis de 
obras), la contradicción es evidente y no puede hacerse desapa­
recer con la afirmación de que los análisis se dan por sentados. 
Pero no se tra ta de un error fortuito o de una falla del autor, sino 
de una dificultad de principio que parece casi insalvable. Es el 
problema de ponerse de acuerdo acerca de la medida de abstrac­
ción admisible; U na medida que, por una parte, perm ita una 
historiografía que no se asfixie en el detalle, pero que, pdr otra, 
no sé aleje tanto de las obras individuales como para que se 
pierda la noción del paso de la reflexión histórica a través de lo 
especial e irrepetible y de la permanencia en la individualidad, 
y que del intento de escribir una historia de la composición no 
quede otra cosa que una historia de la técnica musical.
La construcción dialéctica esbozada por Adorno en su 
Filosofía de la nueva música (1958, 53-55) para m ostrar el 
origen de la técnica dodecafónica en la historia de la composi­
ción, es un ejemplo del desconcierto al que se llega por la 
excesiva abstracción. “La música de la tradición debía manej ar- 
se con un limitadísimo número de combinaciones tonales, sobre 
todo en su sentido vertical. Debía conformarse con encontrar 
siempre lo específico a través de constelaciones de lo general 
que, paradójicamente, se presentan como idénticas a lo único... 
En contraste con ello, los acordes se adaptan hoy con perfección 
a las exigencias de su aplicación concreta. No hay convenus que 
prohíba al compositor el sonido que necesita aquí y solamente 
aquí... Junto con la liberación del m aterial surge la posibilidad 
de dominarlo técnicamente.” El “dominio técnico”

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