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g a n z 1 9 1 2 thomas dequincey los últimos ' dias dekant la navedelos locos gan zl912 Thomas DeQuincey los últimos diasdekant La nave de los locos Premia editora s.a. México 1980 Título original: The last days o f lmmanuel Kant Traducción: fo sé M. Borras Diseño de la colección: Pedro Tanagra R- ganzl912 Primera edición en Premia editora: 1978 Segunda edición en Premia editora: 1980 ISBN 968—434— 021—4 Derechos reservados de edición, traducción, diseño y composición de textos, así como de la maqueta de colección, por PR EM IA editora, s.a. IM P R E SO Y H EC H O EN M E X IC O P R IN T E D A N D M A D E IN M E X IC O P R EM IA editora, s.a. - Tonalá 146 - 2. México 7. D. F. - M EX IC O . T H O M A S D E Q U IN C E Y (1785-1859) es una d e las figuras más curiosas del romanticismo inglés. Su prosa alcanza por lo general lo poético y, en cierta form a, se adelantó al decadentism o de textos como Las flores del mal de Baudelaire, quien era gran adm irador de D e Quince y. Los últimos días de Kant a pesar d e ser una obra m e nor d e l autor, es representativa d e la m ayor parte d e su labor literaria, labor que abarca más d e catorce tomos y que se distingue por su profun didad . A partir d e un testimonio inmediato sobre el gran filó so fo alemán, D e Quincey reelabora una biografía que se destaca por su penetración psicológica y fino humor. i ganzl912 Tengo por seguro que todas las personas cultas sentirán cierto interés por la historia intima y personal d e Enmanuel Kant, aun que sus aficiones y las circunstancias no les hayan puesto en contacto con la labor filosófica d e tan ilustre pensador. Un gran hombre, por impopular que sea su c a rrera, será siem pre objeto d e la curiosidad liberal. C onsiderar al lector por com pleto indiferente en eso, sería considerarle por com pleto inintelectual; y, por lo tanto, aun que en realidad no le interesara Kant, ha bría que tener con él la deferen cia d e supo ner que sí le interesaba. Sentado este principio, no he d e excusarme con el lector, sea filosófico o no lo sea, al o frecerle este esbozo d e la vida d e K ant y d e sus costum bres dom ésticas, sacadas d e los relatos au ténticos d e sus am igos y discípulos. E s cierto, sin que ello signifique falta d e cu riosidad por p arte d e l público, que las obras d e Kant no despiertan e l mismo interés que su persona, cosa que d ebe atribuirse a tres 9 i causas distintas: en primer lugar, el idioma en que están escritas: en segundo término, la supuesta obscuridad d e su filosofía , ya sea por ella misma, ya sea por el m odo especial d e ser expuesta; y. por último, lo impopular d e toda filosofía especulativa, en un país en que la estructura y la tenden cia d e la sociedad son de orden casi exclu sivam ente práctico. E sto no obstante, y cualquiera que sea la fortuna inmediata d e sus escritos, ningún hom bre d e curiosidad despierta considerará al autor mismo sin profundo interés. A juzgar por la cantidad d e libros escritos a favor o en contra d e sus doctrinas, y sin contar los que más o menos directam ente han sido influidos por ellas, lo cierto es que no hay ningún escri tor filosófico, exceptuando A ristóteles, D es cartes y L ocke, que se aproxim e a Kant en cuanto a la extensión y la profundidad d e la influencia ejercida sobre las inteligencias. Esta es, pues, la m ejor justificación d e lo que sigue, y repito que la menor deferencia que pueda tenerse con quien esto lea es la de suponerle lo suficientemente interesado en la vida y costumbres d e Kant, para re crearse con el presente esbozo. ★ ★ ★ Enmanuel Kant, el segundo d e seis hi jos, nació en Kónigsberg, en Prusia ( ciu dad que a la sazón contaba unos cincuenta mil habitantes) e l 22 d e abril d e 1724. Sus padres eran personas humildes y nada ri cos, aun para su posición social: pero les fue posible (con alguna ayuda d e un pa- 10 tiente y también con la d e un caballero que estimaba su p iedad y sus virtudes dom és ticas) dar a su hijo Enmanuel una educa ción liberal. Cuando niño, le enviaron a la escuela pública; p ero ya en 1732 fue tras ladado a la R eal A cadem ia (o F ed er ica ) , en donde estudió los clásicos griegos y la tinos, e intimó con uno d e sus com pañeros llam ado D avid Ruhnken ( tan conocido después d e los hom bres doctos por su nom bre latinizado d e Ruhnkenius) durando su amistad hasta la muerte de éste. En el año 1737, K ant perdió a su m adre, que era mu jer d e carácter exaltado y d e alcance inte lectual superior al de su posición, la cual contribuyó, sin duda alguna, a la futura eminencia d e su ilustre hijo por la d irec ción que imprimió a su pensamiento juvenil y la elevada moral en que le educó. H asta el fin d e su vida, Kant no habló d e ella sino con la mayor ternura y reconociendo viva mente sus m aternales cuidados. En 1740, para San M iguel, K ant ingresó en la U niversidad d e Kónigsberg. En 1742, a los veintidós años, escribió su primera obra sobre una materia en parte m atem á tica y en parte filosófica , o sea la valuación d e las fuerzas vivas. E sta cuestión había sido ya planteada por Leibnitz, en oposi ción a los cartesianos: éste había presenta d o una nueva ‘ley ” d e la valuación , y no simplemente una nueva valuación; y la cuestión se consideró definitivamente zanja da, después d e haber ocupado a la mayor parte d e los grandes matemáticos euro peos, durante más d e m edio siglo. La “Di sertación” d e Kant fue dedicada al rey d e 11 L Prusia, pero no llegó a él: en realidad no se publicó, aunque tengo entendido que fu e impresa. D esde aquella época hasta 1770, K ant se ganó la vida com o maestro particular en diversas fam ilias, o bien dan d o lecciones privadas en K ónigsberg, e sp e cialmente a los militares, sobre el arte d e la fortificación. En el citado año fu e desig nado para ocupar la cátedra d e M atem áti cas, que cam bió, poco después, por la d e L ógica y M etafísica. Con tal m otivo pro nunció un discurso inaugural (de Mundi Sensibilis atque Intelligibilis Forma et Prin- cipiis), que es notable por contener los pri meros gérm enes d e su F ilosofía T rascen dental. En 1781 publicó una obra magna, la Kritik der Reinen Vernunft o " Investi gación crítica d e la Razón Pura". E l 12 d e feb rero d e 1804, murió. T a l es, a grandes trazos, la vida d e Kant; pero su existencia fu e notable no ya por sus incidentes, sino por la pureza y la d ig nidad filosófica d e su diario tenor; y esta es la m ejor impresión que puede sacarse d e las memorias d e W asianski, com pulsadas y confrontadas con los testimonios con tem poráneos d e fachm an, R ink, Borow s- ki y oíros. En ellos le vem os luchando con la miseria d e sus decadentes facu ltades y con los dolores, la agitación y la d ep re sión ocasionados por dos afecciones distin tas, la d e l estóm ago y la d e la cabeza; d e todas las cuales salió vencedora la nobleza y benevolencia d e su carácter. E l d e fecto principal d e esas y d e otras memorias re feren tes a K ant es lo poco que nos cuentan d e su conversación y d e sus opiniones. A ca 12 so al lector le parecerá también que algu nas d e esas referencias son dem asiado mi nuciosas y circunstanciadas, y unas veces carecen d e d ignidad y otras d e sensibili dad. R especto d e lo primero, direm os que es achaqu e de los biográficos menesteres ese indagar p oco caballeroso en la vida pri vada de un individuo, y que si bien un hom bre d e honor no daría todos estos d e talles a la publicidad, no hay mal alguno en leerlos; antes bien, cuando de un gran hombre se trata, es posible sacar provecho de la lectura. P or lo que se refiere a la se gunda objeción, difícilmente sabría excu sar a W asianski por arrodillarsejunto al lecho d e su amigo moribundo a fin d e re gistrar, con la precisión d e un taquígrafo, el último latido d el pulso de Kant, y la lu cha eterna d e la naturaleza; a menos d e su pon er que su concepto idealizado d e aquel hom bre ilustre, com o perteneciente ya a to dos los tiem pos, se impusiera a su inteligen cia ahogando todo impulso d e humana sen sibilidad. D em os, pues, comienzo a nuestra narración, advirtiendo que casi siem pre es W asianski quien habla. Mi reconocimiento del profesor Kant corresponde a un período muy anterior al que se refieren principalmente estas senci llas memorias. Por los años 1773 ó 1774, no puedo precisarlo con exactitud, seguí sus cursos. Después actué con él de ama nuense, ocupación que me permitió tratarle con mayor intimidad que los demás es tudiantes, de tal manera que, sin yo pedír selo, me concedió un privilegio general de 13 libre acceso a sus clases. En 1780 recibí órdenes sagradas y me alejé de la Univer sidad. Seguí, no obstante, residiendo en Kónigsberg; mas por completo olvidado, o por lo menos separado de Kant. Diez años más tarde, o sea en 1790, le encontré casualmente en una alegre fiesta, en la bo da de un profesor de Kónigsberg. En la mesa Kant conversó con todos, y con to dos tuvo graciosas atenciones; pero, termi nada la fiesta, cuando los comensales se separaron en grupos, vino y se sentó ama blemente a mi lado. Por aquel tiempo yo era floricultor, aficionado, quiero decir, pues sentía verdadera pasión por las flores; y él, al enterarse, me habló de mi ocupa ción predilecta, demostrando poseer exten sos conocimientos en la materia. En el cur so de nuestra conversación me sorprendió ver que estaba enterado de todas las cir cunstancias de mi situación. Recordó nues tras antiguas relaciones, manifestó su sa tisfacción por encontrarme dichoso y su bondad llegó al extremo de expresar el de seo de que, si mis asuntos lo permitían, fuese a comer con él. Poco después se le vantó y se despidió; pero, como nuestros respectivos caminos coincidían, me propuso que le acompañara a su casa. Así lo hice, y entonces me invitó para la semana si guiente, haciendo extensiva la invitación a todas las semanas sucesivas y dejándome escoger el día que me conviniese. Al prin cipio no me explicaba la distinción de que Kant me hacía objeto; pensé que algún buen amigo le hubiese hablado de mí; pero luego me convencí de que siempre se in 14 formaba de cuanto pudiera ocurrirle a sus antiguos discípulos y cordialmente se ale graba de su prosperidad. Así, pues, juz gué mal al pensar que se había olvidado de mí. Esa reanudación de mi intimidad con Kant coincidió, o poco menos, con un cam bio radical en su ordenación doméstica. Hasta entonces había sido costumbre suya comer en la table d ’hote. Pero ahora comen zó a hacerlo en casa y a invitar a algunos amigos a comer con él. fijando el número de comensales, incluyéndose a él mismo, en tres como mínimo y nueve como máxi mo. Era. pues, fiel observador de la regla de lord Chesterfield, según la cual el nú mero total de comensales no debe ser in ferior al de las Gracias ni exceder al de las Musas. En toda la disposición casera, y especialmente en la ordenación de las co midas de Kant, había algo especial, distin to de los usos sociales corrientes; pero no se observaba falta alguna de decoro, como suele ocurrir en las casas donde no hay señoras que pongan freno a los excesos. La costumbre, que en manera alguna se al teraba, era la siguiente: cuando la comida estaba lista. Lampt, antiguo lacayo de Kant, se presentaba en el estudio con aire circuns pecto y la anunciaba. La indicación era obedecida a paso rápido. Camino del co medor, Kant hablaba invariablemente del tiempo, tema que ocupaba asimismo la pri mera parte de la comida, pues los asuntos más importantes, tales como los sucesos políticos del día, no se tocaban jamás an tes de comer, ni siquiera en el estudio. Una 15 vez había tomado asiento y desdoblado la servilleta, Kant abría la sesión con esta fórmula: ¡Y bien, pues, caballeros! Estas palabras, en sí. mismas, nada significan, pe ro el tono con que las decía proclamaba de manera indudable el alejamiento de las preocupaciones de la mañana y la entrega completa a los goces de la sociedad y de la buena compañía. La mesa se hallaba hospi talariamente provista: había en ella canti dad suficiente de platos para satisfacer los gustos más diversos, y las ampollas de vi no no estaban situadas en un aparador dis tante ni bajo la guardia desagradable de un sirviente, sino muy anacrónicamente en cima de la mesa y al alcance de todos los comensales. Estos se servían ellos mismos, y toda dilación nacida de un cumplido exce sivo, era tan desagradable a Kant, que rara vez dejaba de manifestar su disgusto, aun que desde luego sin encolerizarse. Ese odio a la lentitud tenia en Kant una excusa, pues se levantaba muy temprano y no tomaba alimento alguno hasta la hora de comer. Por este motivo, al final de su vida, más acaso por la fuerza de la costumbre o por un desasosiego periódico del estómago que por sentir verdadera hambre, le faltaba la paciencia para esperar al último invitado. No había amigo ninguno de Kant que no considerase el día en que comía con él como un Verdadero regalo. Sin darse tono de instructor, Kant lo era en grado sumo. Toda la comida estaba sazonada con la facundia de su elevada inteligencia, que se vertía con naturalidad y sin afectación sobre todos los temas sugeridos por el azar 16 de la conversación; y así pasaba el tiempo, desde la una hasta las cuatro o las cinco, y aun más tarde, de la manera más deli ciosa y provechosa. Kant, no toleraba si lencios ni pausas en la conversación; siem pre encontraba la manera de despertar el interés, y demostraba exquisito tacto al ha cer hablar a cada cual de sus gustos espe ciales o de su especial actividad; y, sobre lo que fuera, siempre estaba documentado y siempre demostraba el interés de un ob servador original. Los asuntos locales de Kónigsberg debían ser de bastante alcan ce para que merecieran ser tratados en su mesa; y lo que es más singular, nunca, o casi nunca, hacía versar la conversación hacia ninguna de las ramas filosóficas por él fundadas. Estaba perfectamente libre del defecto que aqueja a muchos savans y literari o sea la animadversión por aquellos cuya actividad no merece su aprobación o su simpatía. El estilo de su conversación era de lo más corriente y no tenía nada de escolástico; de modo que un extranjero que hubiese leído sus obras, pero no le conocie ra personalmente, se hubiese resistido a creer que aquel delicioso y genial compañe ro fuese el profundo autor de la Filosofía Trascendental. La conversación en la mesa de Kant versaba principalmente sobre filosofía na tural, química, meteorología, historia natu ral. y principalmente sobre política. Las noticias del día que publicaban los perió dicos eran discutidas con especial atención. Respecto de los sucesos en los que no se mencionaba fecha y lugar, por muy vero 17 símiles que fuesen, mostrábase inexorable mente escéptico y los consideraba indig nos de ser repetidos. Tan aguda era su penetración en los acontecimientos políti cos y su intuición de los hilos secretos que los determinan, que hablaba de ellos más con la autoridad de un diplomático que tie ne libre entrada en los gabinetes, que como simple espectador de las grandiosas esce nas que entonces se desarrollaban en Euro pa, Durante la Revolución Francesa aven turó muchas conjeturas, v lo que parecían pronósticos paradójicos, especialmente en lo que atañe a operaciones militares, se vio puntualmente realizado. Lo mismo ocurrió con su memorable conjetura sobre el vacío aparente en el sistema planetario, entre Marte y Venus, y cuya confirmación alcan zó a ver con el descubrimiento de Ceres por Piazzi y de Pallas por el Dr. Olbers.Estos descubrimientos, naturalmente, le impresionaron mucho, proporcionándole un tema del que siempre hablaba con placer; si bien, con su natural modestia, no decía ja más una palabra de su perspicacia al haber los pronosticado. Kant era, no sólo un excelente compa ñero, sino que también un anfitrión cor tés y liberal, cuyo mayor placer era ver a sus huéspedes dichosos y alegres, y obser var que acababan de saborear con ánimo jovial los placeres a la vez intelectuales y sensuales de sus platónicos banquetes. Sin duda con la finalidad de mantener alegre el espíritu, mostraba ser un artista en la agrupación de sus comensales; y para ello observaba casi invariablemente dos reglas. 18 La primera, que la sociedad fuese hetero génea, a fin de conservar la variedad nece saria en la conversación; por lo que en sus reuniones se observaba toda la diversidad social de Kónigsberg: hombres de carrera, profesores, médicos, sacerdotes y mercade res ilustrados. La segunda regla, era la de invitar, como contrapeso, a varios jóvenes, a veces de muy pocos años, escogidos en tre los estudiantes de la Universidad, para que comunicasen a la conversación la ale gría y el bullicio juveniles. Tengo motivos para creer que había además otro motivo, y era el de alejar de su ánimo la tristeza que a veces le embargaba por la temprana muerte de algunos de sus jóvenes amigos a quienes más estimaba. Esto me lleva a mencionar la singular manera con que Kant expresaba su afecto a sus amigos gravemente enfermos. Mien tras el peligro era inminente, demostraba continua ansiedad, inquiría a cada momen to, esperaba con impaciencia la crisis y a veces no podía proseguir su trabajo acos tumbrado, por faltarle la tranquilidad de ánimo. Pero, no bien le anunciaban la muer te del paciente, recobraba su compostura habitual y adoptaba un aire de severa tran quilidad, casi de indiferencia. El motivo de ello era que consideraba la vida en gene ral, y, por consiguiente, esa afección de la vida que llamamos enfermedad, como un estado de continuo cambio y oscilación, con los consiguientes sentimientos de temor y de esperanza; al paso que la muerte es un estado permanente, que no permite el más y el menos, que pone fin a toda an- 19 siedad. La consideraba, pues, como algo incompatible con el sentimiento, por su ca rácter perdurable e incambiable. No obs tante, todo este filosófico heroísmo se vino abajo en una ocasión; pues muchas perso nas recordarán la pena que manifestó al morir Mr. Ehrenboth, joven de muy claro juicio y de gran porvenir, por el que sen tía entrañable afecto. Ocurrió, natural mente, dada su larga vida, y a pesar de escoger sus compañeros, en lo posible, en tre los jóvenes, que sufrió más de una pér dida dolorosa, que hubiera podido serle ahorrada. Volviendo a las diarias costumbres de Kant, diremos que así que terminaba la co mida, salía a caminar para hacer ejercicio; mas entonces no iba nunca acompañado. Esto, en parte, era debido a que sin duda juzgaba conveniente, después del solaz del convite y de la conversación, proseguir sus meditaciones; pero, también, según me en teré, al especial motivo de que deseaba respirar exclusivamente por la nariz, cosa que no hubiese podido hacer de verse obli gado continuamente a abrir la boca para hablar. La razón que daba era que el aire atmosférico, al pasar así por un circuito más largo antes de alcanzar a los pulmo nes, llega, por lo mismo, desprovisto de su crudeza y a una temperatura sensiblemente más elevada, por lo que no es tan fácil que los irrite. Gracias a su perseverancia en esta práctica, que recomendaba continua mente a sus amigos, se vanagloriaba de verse libre de resfriados, toses y catarros y toda clase de afecciones pulmonares; y lo 20 cierto es que en su larga vida los sufrió muy raras veces. Al regresar del paseo, Kant sentábase ante su mesa de trabajo y leía hasta el cre púsculo. Durante este período de media luz, tan propenso a la meditación, perma necía pensando tranquilamente en lo que había leído, siempre que el libro lo mere ciera; si no, preparaba su lectura para el día siguiente o trabajaba en la obra que tenía entre manos. Durante ese reposo, ins talábase, tanto en invierno como en verano, junto a la estufa, mirando por la ven tana a la vieja torre de Lobenicht; no al canzaba propiamente a verla, pero la torre descansaba en su mirada como una música distante en el oído, obscuramente, y sólo a medias revelada por la conciencia. No hay palabras que expresen la complacencia que experimentaba al contemplar a la vieja torre a media luz y en plena ensoñación. El tiempo demostró cuán importante había llegado a ser para su bienestar; pues ha biendo crecido unos álamos del jardín ve cino hasta el punto de ocultar por complete la torre, Kant se tornó inquieto y des asosegado y acabó por ser incapaz de pro seguir sus meditaciones crepusculares. Por fortuna, el dueño del jardín era persona muy considerada, y además gran admira dor de Kant; por lo que, habiéndose ente rado de lo que ocurría, dio orden de que se podaran los árboles. Así lo hicieron; la vie ja torre de Lobenicht fue nuevamente per ceptible, y Kant recobró su ecuanimidad y pudo entregarse en paz a sus meditacio nes del atardecer. 21 Cuando'se traían las velas, Kant prose guía sus estudios hasta casi las diez. Un cuarto de hora antes de retirarse para dor mir, procuraba apartarse en lo posible de toda clase de pensamientos que requiriesen un esfuerzo de la atención, por considerar que, al excitarle, aquellas preocupaciones le desvelarían; pues la menor dilación en la hora a que acostumbraba quedar se dormido era para él muy desagrada ble. Por fortuna, esto le ocurría muy raras veces. Se desvestía sin el auxilio de su cria do; pero, con tal orden y con tal decoro, que en todo momento estaba dispuesto a aparecer ante los demás sin avergonzarlos ni avergonzarse. Después se echaba sobre un colchón y se envolvía en una manta, que en verano era siempre de algodón, y en otoño de lana. En el invierno empleaba juntamente las dos y cuando el frío era muy intenso se protegía asimismo con un edredón, cuya parte que le envolvía los hombros no estaba rellena de pluma sino forrada, o mejor dicho acolchada, con ca pas de lana. Una larga práctica le había enseñado una manera muy ingeniosa de en volverse en la ropa de cama. Primero, sen tábase en un lado del lecho; con ágil mo vimiento, daba oblicuamente media vuelta en el aire, colocaba un ángulo de las ropas bajo el hombro izquierdo y pasándoselo por la espalda, lo llevaba hasta el hombro dere cho; después, con un especial tour d'adres- se hacia la misma operación con el otro án gulo; finalmente, se envolvía todo él. Así fajado como una momia, o como él solía decir, empaquetado como un gusano de se- 22 da en su capullo, esperaba la llegada del sueño, que no solía tardar. Porque la sa lud de Kant era perfecta; pero no era esa salud negativa que consiste en la ausencia de dolor y de irritación, sino un estado de positiva delicia nacido de la posesión cons ciente de todas sus actividades vitales. No es de extrañar, pues, que una vez enrolla do para pasar la noche en la forma ya des crita, se dijera a menudo lo que nos repe tía muchas veces en la mesa: ¿Es posible concebir un ser humano que goce d e salud tan perfecta com o yo? Eran tales, en ver dad, la pureza de su vida y las felices con diciones de su situación, que no habia pa sión que le atormentase, ni cuidado que le inquietase, ni dolor que lo mantuviese en vela. Ni siquiera en el rigor del invierno había en su dormitorio fuego alguno, y só lo en los últimos años y a instancias de sus amigos consintió en que se encendiera uno pequeño. Kant no admitía cuidados ni se permitía ninguna infracción a su regla; y a los cinco minutos de acostado, aunque el frió fuese muy intenso, había vencido los escalofríos y el calor se difundíapor todo su cuerpo. Si tenía necesidad de levantar se por la noche y salir de su habitación, que siempre, día y noche, en invierno y en verano, estaba a obscuras, tenía para guiar se una cuerda, que se ataba cada noche a uno de los barrotes de la cama y condu cía a la habitación contigua. Kant no sudaba nunca, ni de día ni de noche. Es asombroso el calor que sopor taba en su estudio, y que no podía bajar de un solo grado sin que se sintiera moles- 23 to. Setenta y cinco grados Fahrenheit era la temperatura invariable de la habitación en que pasaba el día, y si bajaba de este puntó, fuese cual fuese la estación del año, la ele vaba artificialmente, hasta alcanzar el ni vel deseado. En los calores del verano iba ligeramente vestido y llevaba medias de seda; no obstante, como ni siquiera de es te modo se aseguraba de que no sudaría si se entregaba a un ejercicio activo, tenía un ingenioso recurso. Se retiraba a un lu gar sombreado y permanecía inmóvil, en la actitud de una persona que está escuchan do, hasta que recobraba su habitual “se quedad” . Hasta en el rigor del verano, si la más ligera huella de sudor manchaba su camisa de noche, hablaba de ello como de algo fuera de lo usual. Con ocasión de explicar las ideas que te nía Kant sobre la economía animal, aña diré que por temor a dificultar la circula ción de la sangre no usaba ligas; mas como sin ellas es imposible sostener tirantes las medias, había ideado un complicado substitutivo que voy a describir. En unos bolsillos pequeños, algo más reducidos que un bolsillo de reloj y situados, como éstos, en la parte del pantalón correspondiente a cada muslo, colocaba sendas cajitas, tam bién como de reloj, dentro de las cuales había un muelle y una ruedecita a cuyo al rededor iba una cinta elástica. En ambos extremos de la cinta había unos ganchos, que pasaban por unas aberturas de los bol sillos y se prendían de unas presillas que llevaba a cada lado de las medias. Como es de suponer, tan complicado aparato fa- 24 liaba de vez en cuando; mas, por fortuna, tuvo la dicha de poner fácil remedio a una pequeñez que amenazaba la comodidad y hasta la serenidad del gran hombre. ★ * + Precisamente cinco minutos antes de las cinco de la mañana, lo mismo en verano que en invierno, Lampe, el lacayo de Kant, que había servido en el ejército, se encaminaba a la habitación de su amo con aspecto de un centinela que cumple con su deber, y en alta voz, con tono militar, gritaba: /Se ñor profesor, es la hora! Kant obedecía a este aviso sin vacilar un instante, como sol dado que ejecuta una orden, no permitién dose jamás la menor dilación, aunque por rara casualidad hubiese pasado mala no che. Y cuando el reloj daba las cinco, Kant estaba ya sentado a la mesa y se desayu naba con lo que él decía una taza de té. Yo no dudo de que él así lo creyera, pero lo cierto es que, ya fuese porque estaba dis traído con sus pensamientos, ya fuese por que tuviera sed, el caso es que llenaba la taza dos, tres y más veces. Inmediatamen te después fumaba una pipa de tabaco (la única que se permitía en todo el día), pero lo hacía tan rápidamente que buena parte quedaba sin consumir. A las siete solía ir al gabinete de lectura, y de allí se volvía a su mesa de escritorio. A la una menos cuarto en punto levantábase de su sillón y decía en voz alta al cocinero: Han d ad o los tres cuartos. La finalidad de este aviso era la siguiente: al momento de haber comido 25 la sopa, Kant tomaba lo que él decía un trago, y era una copa de vino de Hungría o del Rin, o un cordial, y, en su defecto, el compuesto inglés llamado Bishop. Al aviso de la hora, el cocinero le entregaba a Kant una ampolla o frasco de dicha bebi da y con ella iba el filósofo al comedor, se vertía su poción y la dejaba en reposo (cu briéndola con un papel para evitar que per diese el aroma) y luego regresaba a su estudio en espera de la llegada de sus hués pedes, a quienes en el último periodo de su vida sólo recibía vestido de etiqueta. Así, pues, llegamos otra vez a la hora de la comida, y con ello el lector tiene una idea completa del dia de Kant. Para él, esa monotonía no era pesada, y probablemente contribuyó, con la uniformidad de su die ta, a prolongar su vida. No es de extrañar, por consiguiente, que llegase a considerar su salud y su ancianidad como el producto, en gran parte, de sus propios y continuos esfuerzos. Hablaba de esto como un artis ta gimnasta que durante ochenta años hu biese pasado con el balancín la cuerda floja de la vida, conservando siempre el equi librio entre uno y otro lado. Y lo cierto es que, a pesar de las enfermedades a que su constitución le exponía, mantuvo triun falmente su posición en la vida. Esa preocupación por su salud explica el interés que sentía por los nuevos descu brimientos en medicina y por las nuevas formas según las cuales se consideraban los antiguos. Como obra de gran alcance en ambos aspectos, consideraba la obra del físico escocés Brown, o sea la teoría 26 brulloniana, según se denominaba latini zando el nombre del autor. No bien W ei- kard la adoptó y la popularizó en Alema nia. Kant se familiarizó con sus detalles. Considerábala no sólo como un gran avance en medicina sino en el aspecto humano en general, y veía en ello un proceso análogo al seguido por la naturaleza humana en otras cuestiones importantes, o sea una as censión continua hacia lo más trabajado y complejo, para volver luego atrás sobre sus pasos en busca de lo más sencillo y ele mental. Los "Ensayos” del Dr, Beddoe so bre la curación de la tuberculosis pulmonar y el método curativo de Reich para las fie bres, hicieron también en él impresión pro funda; impresión que decayó, no obstante, cuando esas novedades comenzaron a per der crédito, especialmente la última. Por lo que se refiere al descubrimiento de Jenner sobre la vacuna, no estaba tan bien dis puesto en su favor, pues temía peligrosas consecuencias de la absorción de un mias ma tan virulento por la sangre, o, por lo menos, por la linfa humana; y en todo caso, consideraba que, como garantía contra la infección variolosa, requería un largo pe ríodo de prueba. Por muy faltas de base que estuviesen todas estas consideraciones, era muy agradable oír la abundancia de argumentos y de analogías que sacaba en su apoyo. Una de las materias que más le ocuparon en las postrimerías de su vida, fue la teoría y los fenómenos del galvanis mo, que nunca, sin embargo, dominó por completo. El libro de Augustín sobre este asunto fue el último que leyó, y el ejem- 27 piar que utilizó conserva todavía las notas marginales que le puso, y en las que expo nía dudas, preguntas y sugerencias. Los achaques de la edad comenzaron a manifestarse en diversas formas. Kant, al mismo tiempo que poseía una retentiva pro digiosa para todo lo intelectual, desde su juventud había demostrado ser muy des memoriado en todo lo concerniente a la vi da ordinaria. Se recordaban de ello varios ejemplos desde su infancia, y ahora, al co menzar su infancia postrera, esta debilidad fue en aumento de una manera sensible. Uno de los primeros síntomas consistió en referir la misma historia varias veces du rante el día. Esta falta de memoria se acen tuó de tal modo que no escapó a su pers picacia, y para remediarlo anotó índices, o relación de temas para la conversación dia ria, en tarjetas, sobres y pedazos de papel que encontraba a mano. Pero estos recor datorios se acumularon en tal grado y se perdían tan fácilmente y no se encontraban en el momento preciso, que le aconsejé se proporcionara un cuaderno que aún se conserva y registra algunas pruebas con movedoras de su consciente debilidad. Co mo suele ocurrir en muchos casos pareci dos, guardaba vivo el recuerdo de remotos sucesos de su vida, y era capaz de repetir largos pasajes de poemas alemanes y lati nos, especialmente de la E n eida, mientrasque las palabras que acababa de pronun ciar momentos antes se habían borrado de su memoria. Lo pasado se presentaba con 28 la limpidez y la viveza de una cosa actual, y, en cambio, lo presente se borraba y per día en la obscuridad de la lontananza. Otra prueba de su decadencia mental fue la forma en que comenzó a teorizar. Todo lo atribuía a la electricidad. Por ^quel tiempo hubo una extraña mortalidad entre los gatos de Viena, Basilea, Copen hague y diversas localidades muy apartadas unas de otras. Como los gatos son ani males muy eléctricos, atribuyó naturalmen te la epidemia a la electricidad. Al mismo tiempo le pareció que prevalecía una for mación determinada de nubes y lo consi deró como otra prueba de su teoría eléctri ca. También achacó a esto sus dolores de cabeza, que, sin duda, eran debidos a la ancianidad. Sus amigos no tuvieron inte rés en quitarle estas manías, pues como el carácter del tiempo (y por consiguiente el de la distribución general de la energía eléctrica) prevalece durante un ciclo de años, con el término de dicho ciclo hubie ra cabido esperar un alivio de sus males, y él se hubiese desilusionado al no ver con firmadas sus esperanzas. No vaya a creer el lector que al acha car, en este caso especial, su estado deca dente al de la atmósfra, Kant lo hiciese por vanidad o por resistirse a reconocer la rea lidad. Nada de eso: conocía perfectamen te su condición, y, ya en 1799, le oí decir en una reunión de amigos: C aballeros, soy viejo, y débil, e infantil, y d ebéis tratarme como a un niño. Tampoco hay que suponer que temía la proximidad de la muerte, ya que parecía acecharle la apoplejía, a juz- 29 gar por sus dolores de cabeza. No era este el caso, pues vivía en un estado continuo de resignación y dispuesto a aceptar cual quier designio de la Providencia. C aballe ros, les dijo un día a sus huéspedes, no temo morir. Os aseguro, com o si estuviése mos en la presencia d e D ios, que si esta noche me llegara repentinamente la am ena za d e muerte, la oiría con calma, levanta ría las manos al cielo g exclam aría: ‘‘¡Ala bado sea Dios!” Pero, si hubiese la menor probabilidad d e que alguien me dijera: “Has vivido ochenta años y en ese tiempo has hecho muchos daños a tus compatrio tas”, mi actitud sería probablem ente muy distinta. Quien le haya oído hablar a Kant de su muerte será testigo del tono de gran sinceridad que en tales ocasiones daba a sus palabras y a sus gestos. Otro síntoma de la decadencia de sus facultades era que había perdido por com pleto la exacta medida del tiempo. Un mi nuto, o sin exagerar, un espacio de tiempo aún más corto, tenía, en su aprehensión de las cosas, una duración excesiva. De ello puedo dar un ejemplo curioso, que se re petía con frecuencia. Al comenzar el últi mo año de su vida dió en la costumbre de tomar, en acabando de comer, una taza de café, especialmente los días en que yo for maba parte de sus comensales; y era tal la importancia que concedía a este pequeño placer, que incluso anotaba en un memo rándum que al día siguiente me correspon día comer con él y que, por consiguiente, habría café. Ocurría a veces que el inte rés de la conversación hacía que pasara 30 el tiempo en que habitualmente sentía ne cesidad de tomarlo, cosa que yo prefería, por temer que esa bebida, a la que no estaba acostumbrado, le perturbase por la noche. Pero no ocurría así, y pronto comenzaba la comedia. El café debía ser traído en el mismo instante, frase que continuamente tenía en los labios en sus últimos años; y las expresiones de impaciencia eran tan vi vas, aunque por costumbre correctas, y de tal ingenuidad, que no podíamos menos de sonreímos. Previniendo lo que había de ocurrir, yo había tomado de antemano todas las medidas: el café estaba moli do, el agua hirviendo, y al momento de ser avisado, el sirviente debía echar como una flecha el café en el agua. Sólo había que esperar unos instantes para darle el tiem po de hervir; pero esa breve espera se le hacía a Kant interminable. Todas nuestras frases tenían la réplica adecuada, Si le de cíamos: Q uerido profesor, van a traer el café al momento. ¡Van a traer! E so es lo malo, que van a traerlo. Al decirle otro: E l ca fé viene en seguida. Si, replicaba, d e aqui a una hora; eso es lo que vamos a e s perar. Luego adoptaba un aire estoico y exclamaba: ¡Bah! al fin y a l cabo hemos d e morir, no hay m ás remedio, y en el otro mundo, ¡a D ios gracias!, no se toma café y, por lo mismo, no hay que aguardarlo. Otras veces se levantaba del sillón, abría la puerta y gritaba con voz débil, como si hi ciese un llamamiento a los últimos huma nos: ¡Café, café! Y cuando, por fin, se oían los pasos del criado que subía las escale ras, se volvía hacia nosotros, y con la ale- 31 gría de un marinero encaramado en el palo mayor, exclamaba: ¡Tierra, tierra! Am igos míos, ¡veo tierra! Esa decadencia general de las faculta des de Kant, tanto activas como pasivas, determinó gradualmente una revolución en sus costumbres. Hasta entonces, según ten go dicho, se acostaba a las diez para le vantarse antes de las cinco. Siguió levan tándose a la misma hora, pero se metía en cama a las nueve y a veces antes. Le fue tan bien esa adición a las horas de descan so, que le pareció haber encontrado la ma nera de restaurar la naturaleza humana; pero luego, aunque siguió ampliándola, no consiguió lo que esperaba. Sus paseos se limitaban ahora a dar vueltas por los Jar dines del Rey. que no distaban mucho de su casa. Para caminar con más firmeza, adoptó una manera especial de dar el paso; avanzaba el pie, no adelante y oblicuamen te, sino perpendicularmente y dando una especie de golpe, para asegurarse una ma yor base. A pesar de esta precaución, una vez se cayó en la calle. No le fue posible levantarse, y dos señoritas que presencia ron el accidente corrieron a ayudarle. Con su habitual cortesía les dio calurosamente las gracias, y le ofreció a una de ellas una rosa que por casualidad llevaba en la mano. Aquella joven no conocía personalmente a Kant, pero quedó encantada con el ob sequio y conservó la rosa como un frágil recuerdo de su breve relación con el gran filósofo. Supongo que este accidente fue la causa de que renunciase en lo sucesivo a todo 32 ejercicio. Todos los trabajos, incluso la lec tura, hacíalos ahora con lentitud y con es fuerzo manifiesto; y los que requerían un esfuerzo físico considerable se le hicieron fatigosísimos. Los pies se negaban de más en más a cumplir su cometido; se caía mu chas veces, tanto al caminar por la habita ción como estando simplemente en pie; sin embargo, rara vez se hacía daño en estas caídas, y las tomaba a risa, diiciendo que le era imposible herirse a causa de la lige reza extrema de su persona, que, en ver dad. era entonces la sombra de un hombre. Con frecuencia, y sobre todo por la maña na, se caía dormido en su sillón, de puro cansado y agotado; y en tales ocasiones corría el peligro de caerse al suelo, del que era incapaz de levantarse por sí mismo, permaneciendo en él hasta que entrara en la habitación un sirviente o un amigo. Pos teriormente se evitaron esas caídas colo cando en el sillón como un soporte o ba randilla circular que se cerraba por su parte central. Tan inoportuna somnolencia le exponía asimismo a otro peligro. Repetidas veces, mientras leía, se le caía la cabeza sobre las velas, y el gorro de dormir de algodón que llevaba ardía al momento. Siempre que esto ocurría, Kant demostraba gran presencia de ánimo. Sin temer el dolor, cogía el go rro en llamas, se lo quitaba de la cabeza y lo arrojaba al suelo para pisotearlo. Sin embargo, como al hacerlo corría peligro de que se le prendiese el fuego a la bata, le hice cambiar la forma del gorro, le con vencí de que colocara las velas de otra 33 manera e hice que tuviera siempre un va so grande de agua al alcancede la mano. Así logré alejar un peligro que muy pro bablemente hubiese sido fatal para él. ★ ★ ★ A juzgar por los prontos de impaciencia que he mencionado referentes al café, había motivos para suponer que, a medida que aumentasen los achaques y dolencias de Kant, fuesen asimismo en aumento su vo luntariedad y la obstinación natural de su carácter. Por mi parte, me tracé, en con secuencia, una norma de conducta futura en aquella casa; y fue la de no consentir jamás que mi veneración por él influyera lo más mínimo en lo que yo considerase conveniente para su salud. En los asuntos de importancia no había de acatar su espe cial humor, sino resolverlos en la práctica puramente según mi particular y leal pun to de vista. En caso de no lograrlo así, es taba decidido a marcharme al instante y declinar toda responsabilidad acerca del bienestar de una persona sobre la que no tenía ascendiente alguno. Con esta deter minación mía fue precisamente como me gané la confianza de Kant; pues no había nada que le disgustase tanto como la adu lación y la complacencia nacidas del enco gimiento de ánimo. A medida que aumen taba su chochez, era más propenso a las ilusiones mentales, y especialmente incu rrió en las más fantásticas interpretacio nes de la conducta de sus servidores, tra tándolos, por lo mismo, de la manera más 34 desconsiderada. En estos casos, yo solía guardar profundo silencio; pero, de vez en cuando, me preguntaba mi opinión, y en tonces no tenía empacho en decirle: Since- ramente. señor profesor , creo que estáis equivocado. ¿Lo creéis así?, replicaba con calma, y al mismo tiempo me preguntaba las razones, que escuchaba con gran pa ciencia y buena voluntad. Era evidente que una oposición firme, siempre que descansa ra en terreno firme y en principios sólidos, había de hacer impresión en él. Y también lo era, al mismo tiempo, que su nobleza de carácter tenía aún fuerza bastante para hacerle ver con disgusto la conformidad tímida y parcial con sus opiniones, incluso en los momentos en que sus dolencias po dían inclinarle a lo contrario. Desde su juventud Kant no estaba bien dispuesto en favor de la contradicción. Su magnífica inteligencia; la brillantez de su conversación, fundada en parte en la vive za, y a veces en la causticidad de su inge nio, y en parte en sus prodigiosos cono cimientos; el aire de noble confianza que la posesión de estas cualidades daba a sus maneras; la severa pureza de su vida; todo ello contribuía a darle sobre los demás una superioridad tan grande, que excluía la contradicción abierta y declarada. Si algu na vez tropezaba con una oposición bullan guera e intemperada, apoyada en preten siones de ingenio, solía evitar con calma toda clase de altercado inútil y hacía des viar la conversación hasta lograr la aquies cencia de todos los presentes y hacer callar al controversista más osado. Y tratándo- 35 se, como se ve, de una persona tan poco familiarizada con la oposición, no era de esperar que sus deseos cediesen ante los míos, ya que no sin discusión, por lo me nos sin disgusto. Sin embargo, así fue. Pues no había hábito arraigado al que no renun ciase, si así lo exigía su salud. En todo ca so, tenía una costumbre excelente, y era que se decidía sin vacilar, ya fuese en fa vor de su propia opinión ya fuese de la ajena, y obraba sin reservas ni dobleces, Un plan cualquiera, por insignificante que fuese, adoptado según el consejo de un amigo, no era desvirtuado jamás por la in terposición importuna de su propio humor. Y así, en el período mismo de su decaden cia, reveló rasgos tan nobles y encantado res, que diariamente aumentaba mi afecto y mi veneración a su persona. M e he referido no ha mucho a los servi dores de Kant, y aprovecharé la oportuni dad para decir algo de su ayuda de cáma ra Lampe. Fue una desgracia para Kant. con sus años y sus achaques, que este hom bre, al envejecer a su vez, cayera en diver sas debilidades. Lampe había servido en el ejército prusiano, y al licenciarse entró al servicio de Kant. En esta situación perma neció unos cuarenta años, y aunque siem pre fue torpe y estúpido, por lo menos en sus primeros tiempos desempeñó su come tido con cierta fidelidad. Pero, después, considerándose indispensable, por conocer perfectamente todas las costumbres domés- 36 ticas, y al ver la debilidad de su amo, se había vuelto negligente, incurriendo en graves irregularidades. Kant, por consi guiente, se vio obligado repetidas veces a amenazarle con despedirlo; y yo, que sa bía que Kant, si bien el más comprensivo de los hombres era asimismo el más firme en sus decisiones, tenía la seguridad de que, una vez dictada la sentencia, sería irrevo cable; pues la palabra de Kant era tan sa grada como el juramento de otro cualquie ra. Yo no perdía ocasión para reconvenir a Lampe por su conducta, y también la mu jer de éste uníase a mis admoniciones. Pe ro llegó el momento en que fue indispensa ble tomar una determinación, porque era ya peligroso dejar a Kant, que constantemente se caía de debilidad, al cuidado de un vie jo bergante, que estaba expuesto a su vez a caerse borracho. Lo cierto es que desde que me encargué de los asuntos de Kant, Lampe comprendió que habían terminado sus abusos en cuestión de dinero y todas las demás ventajas que le proporcionaba el estado decadente de su amo. Esto le exas peró y se volvió cada vez peor, hasta que una mañana, en enero de 1802, Kant me manifestó que, por humillante que conside rara su confesión, lo cierto era que Lampe le había tratado en una forma que sería vergonzoso explicar. Por mi parte, estaba demasiado asombrado para inquirir deta lles. Y el resultado fue que Kant insistió, de manera moderada pero firme, en el des pido de Lampe. Por consiguiente, fue con tratado sin demora un nuevo servidor, lla mado Kaufmann, y al día siguiente Lampe 37 recibió los despidos, señalándosele una buena pensión vitalicia. Aquí debo mencionar una circunstancia que hace honor a la benevolencia de Kant. En su último testamento, considerando que Lampe seguiría a su servicio hasta su muer te, le dejó un importante legado; pero, al concederle la pensión, que tenía efectos in mediatos, fue necesario revocar aquella cláusula de su última voluntad, lo que hizo en un codicilo que comenzaba así: A con secuencia d e l mal comportamiento d e mi servidor Lam pe , creo conveniente . . . Mas a poco, considerando que tan clara y so lemne declaración perjudicaría gravemente los intereses de aquél, suprimió este pa saje y lo expresó de manera que no que dara rastro de su descontento. El natural benévolo de Kant quedó satisfecho al sa ber que. enmendada esta cláusula, en nin guno de sus escritos, públicos o privados, podía encontrarse manifestación alguna de enfado, ni nada que hiciese sospechar que había muerto abrigando algún sentimiento de hostilidad. Sin embargo, la petición que le hizo Lampe de un informe por escrito le puso en un aprieto evidente; y en aque lla ocasión lucharon su firmísimo e inexo rable amor a la verdad y los impulsos de su buen corazón. Durante largo tiempo per maneció vacilante con el certificado ante él, dudando en qué forma lo llenaría. Y o estaba presente, pero no juzgué que había de influir sobre su decisión en lo más mí nimo. Por último, cogió la pluma y lo re dactó en esta forma: . , . me ha serv ido lar go tiempo con fidelidad ( pues Kant no 38 tenía idea de que le robara) pero no ha dem ostrado p oseer las cualidades especia les que son necesarias para cuidar a un inválido com o yo. Una vez transcurridas estas escenas, que le causaron a Kant, tan amante de la paz y la tranquilidad, un disgusto que pudiera haberse ahorrado, nada parecido ocurrió afortunadamente, en el resto de su vida. Kaufmann, el sucesor de Lampe, resultó ser un hombre muy recto y respetable, que le tomó pronto gran cariño a su amo. En adelante lascosas tuvieron otro aspecto en el interior de Kant; eliminado uno de los beligerantes, volvió a reinar la paz entre los servidores, pues en la lucha entre Lampe y el cocinero no había tregua. Unas veces era Lampe quien llevaba una guerra de agresión a los dominios del cocinero; otras, el cocinero quien se vengaba de Lampe en el territorio neutral del vestíbulo y hasta en el santuario de la despensa. El alboroto era continuo, y suerte tenía el filósofo de que le fallara el oído, pues así ignoraba muchas escenas violentas que fastidiaban a sus huéspedes y amigos. Pero ya habían cambiado las cosas; el silencio reinaba en la despensa; en la cocina no resonaban ya los gritos marciales y el vestíbulo no era ya teatro de escaramuzas. No es de extra ñar. sin embargo, que a los setenta y ocho años, los cambios, aunque fuese para me jorar, le desagradasen a Kant; había sido tal la uniformidad de su vida, que el menor cambio en la colocación de una pluma o de unas tijeras significaba para él una pertur bación, y no sólo que se hallasen dos o tres 39 pulgadas más allá de su lugar acostum brado, sino que estuviesen ligeramente ses gadas. Por lo que se refiere a la colocación de objetos de mayor tamaño, por ejemplo las sillas, cualquier alteración le sacaba de tino, y su mirada estaba fija en el desven turado objeto fuera de lugar, no sosegán dose hasta que se restablecía el orden. Dada esta manera de ser, fácilmente se compren derá qué desconcertante había de resultar para él, máxime en su período de decaden cia, adaptarse a un nuevo servidor, una nueva voz, una nueva forma de andar y de moverse. En previsión de esto, el día antes de que el nuevo criado entrara en funciones, le di por escrito toda la rutina de la vida dia ria de Kant, hasta en sus más triviales de talles y circunstancias; y todo lo aprendió con mucha rapidez. Para mayor seguridad hice con él un ensayo general; mas, con to do, yo estaba intranquilo; no quise dejar a la discreción del "debutante” la resolución de las dificultades que pudieran presen tarse; y resolví estar presente durante todo el día. Cada vez que el criado vacilaba o se equivocaba, una mirada mía o una ligera indicación bastaron para ponerle en buen camino. Sin embargo, una parte del ceremonial ' diario lo desconocíamos por completo, pues no lo habían contemplado otros ojos mor tales que los de Lampe, y era el desayuno, Para que por mí no quedase, me presenté en la casa a las cuatro de la madrugada, Recuerdo muy bien que era el primero de febrero de 1802 ,A las cinco en punto apa- 40 reció Kant, y fue grande su asombro al en contrarme en la habitación. Acabado de levantarse y desconcertado a la vez por la vista del nuevo servidor, por la ausencia de Lampe y por mi presencia, no acertaba a comprender la finalidad de mi visita. En los casos difíciles se conoce a los buenos amigos, y yo hubiese dado cualquier cosa por saber qué debía hacerse entonces; pe ro Lampe se había llevado con él el secre to. Por fin, Kant se decidió, y al parecer, todo estaba en orden; pero le vi algo em barazado y violento. Le pedí permiso pa ra tomar con él una taza de té y después fumarnos una pipa, y aceptó con su habi tual cortesía; pero sin acabar de confor marse con la novedad de la situación. Yo estaba sentado frente a él, hasta que, por último, con la mayor amabilidad y excu sándose, me dijo que se veía precisado a decirme que me sentara fuera de su vista; que durante mucho más de medio siglo se había sentado solo para el desayuno, y que así, de repente, no se avenía a cambiar de costumbre; encontraba que su pensa miento se distraía de una manera sensible. Hice como él deseaba; el criado se retiró a la antecámara, en donde aguardó que le llamasen; y Kant recobró su compostura. La misma escena ocurrió algunos meses después cuando fui a visitarle en una her mosa mañana de verano. De aquí en adelante todo marchó bien; y si por casualidad se cometía algún ligero error, Kant se mostraba indulgente y con siderado, y decía espontáneamente que no era de esperar de un nuevo servidor que 41 conociese todos sus gustos y costumbres. En un aspecto, sin embargo el flamante criado se adaptó a los gustos académicos de Kant, en forma que a Lampe no le fue nunca posible. Kant era muy exigente en materia de pronunciación, y Kaufmann de mostró poseer gran facilidad para pronun ciar debidamente las palabras latinas, los títulos de los libros y los nombres de los amigos de Kant; nada de lo cual éste había conseguido de Lampe, que era un cabezo ta insufrible. En especial me han contado los antiguos amigos de Kant, que durante los treinta y ocho años que éste tuvo la costumbre de leer el periódico publicado por Hartung, Lampe se lo entregaba a su amo cometiendo invariablemente el mismo error. Señor pro/esor —d ecía— aquí está el periódico d e Hartmann. Entonces saltaba Kant: ¡Eh! ¿Cómo? ¿Qué d ice usted? ¿El periód ico d e Hartmann? ¿No le tengo dicho que no es d e Hartmann, sino d e Hartung. A ver, repítalo: N o Hartmann, sino H ar tung. Lampe, con aire arisco y poniéndose tieso como un centinela, y con el mismo to no monótono con que hubiese dado el quien vive, gruñía: N o Hartmann, sino Hartung. ¡O tra vez!, ordenaba Kant; y Lampe vol vía a gruñir: N o Hartmann, sino Hartung. ¡D ígalo por tercera vez! y por vez tercera, el bruto de Lampe se desgañitaba desespe rado: N o Hartmann, sino H artung. Tan extravagante escena se repetía invariable mente las dos veces semanales que apare cía la revista. El viejo zote incurría siempre en el mismo error, de modo que se vio pre cisado a repetir el N o Hartmann, sino 42 Hartung trescientas doce veces al año, du rante treinta y ocho años consecutivos. No obstante, a pesar de todas las ventajas de Kaufmann y de su indudable superiori dad sobre su predecesor, Kant era de na tural demasiado bueno, sensible e indul gente con los defectos ajenos, ya que no con los propios, que echaba en falta la voz y el “viejo rostro familiar” al que se había acostumbrado durante cuarenta años. Y encontré en su libro de notas una prueba ejemplar de los sentimientos de Kant para su infiel servidor; otras personas toman no ta de lo que deben recordar; pero Kant la tomó de lo que quería olvidar y escri bió: M em . F ebrero 1802: el nombre d e Lam pe ya no d ebe ser recordado más. En la primavera de 1802 aconsejé a Kant que saliera a tomar el aire. Hacía mucho tiempo que no había pasado la puer ta de su casa, y no había que pensar en que pasease; pero consideré que tal vez el vai vén del coche y el aire libre le reanimarían un poco. De las vistas y de los sonidos que trae consigo la primavera esperaba muy poco, pues habían dejado de afectarle. Pe ro sí había una manifestación primaveral que esperaba con tal ansiedad que casi re sultaba penoso verle, y era el regreso de un pajarillo, gorrión o jilguero, que piaba en el jardín y ante su ventana. Ese pájaro, siempre el mismo o de la misma generación, cantó durante muchos años en el mismo lugar, y Kant se impacientaba cuando el tiempo frío se prolongaba más de la cuen- 43 ta y retardaba su regreso. Como lord Ba- con, sentía un cariñó infantil por los pá jaros en general, y especialmente cuidaba de que los gorriones anidasen en las ven tanas de su estudio; cuando así ocurría (cosa frecuente, pues el silencio más pro fundo reinaba en la habitación) contempla ba sus idas y venidas con deleite y la ternu ra que otros conceden a los seres humanos. Volviendo a lo que decía, Kant no pareció al principio muy dispuesto a seguir mi con sejo de salir a la calle. “Me desplomaré en el coche, dijo, como un montón de tra pos viejos”. Pero insistí con cariñosa im portunidad, asegurándole que regresaría mos inmediatamente en el caso de que se fatigase. Así, pues, en un día bastante tem plado de principios de verano, junto con un antiguo amigo suyo, le acompañamosa una pequeña finca que yo tenía alquilada en el campo. Mientras rodábamos por las calles, Kant estaba encantado al ver que se man tenía erguido y soportaba muy bien los mo vimientos del coche, y pareció sentir un ju venil placer a la vista de las torres y otros edificios públicos que no había contempla do en muchos años. Llegamos al lugar de destino en excelente estado de espíritu. Kant tomó una taza de café e intentó fu mar un poco. Después se sentó a tomar el sol, escuchando embelesado el canto de las aves, que abundaban en aquel lugar. Co nocía a todos los pájaros por su canto y los designaba por su nombre. Al cabo de media hora emprendimos el regreso. Kant estaba aún animado, pero aparentemente cansado de la agitación del día. 44 En semejante ocasión, evité intencio- nalmente llevarle a un jardín público para no perturbar su diversión exponiéndole a la inoportunidad de la curiosidad general. No obstante, por todo Kónigsberg se corrió que Kant habia salido de paseo, y cuando al regreso pasaba el coche por las calles, la gente se precipitaba en aquel sentido. Al doblar la esquina de la calle donde vivía, la vimos abarrotada de público, y al bajar del coche frente a la casa tuvimos que pa sar entre dos murallas humanas, el amigo y yo sosteniéndole por ambos brazos. Al mi rar a la multitud, vi los rostros de varias personas distinguidas y de extranjeros de calidad, algunos de los cuales veían a Kant por primera vez y muchos por la última. Al aproximarse el invierno de 1802-3 se quejó más que nunca de su mal de estóma go, que ningún médico supo remediar, ni siquiera explicar. El invierno pasó entre lamentaciones: estaba cansado de la vida y deseaba llegase la hora de la liberación. N o le sirvo ya al mundo para nada , decía , y soy una carga para mí mismo. A menudo yo procuraba animarle con el proyecto de excursiones para el verano, y él lo consi deraba con tanto interés que las clasificó según una escala: l 9 paseos: 29 excursiones: 3 9 viajes. Kant esperaba con verdadera im paciencia la llegada de la primavera y el verano, no por sus especiales atractivos, sino porque son las estaciones propias para las salidas. En su libro de notas escribió: L os tres m eses d e verano son junio, julio y agosto, significando con ello que eran los más adecuados para viajar. Y en su con- 45 versación expresaba tan febrilmente sus deseos, que todos sentíamos por él profun da simpatía y hubiésemos deseado conocer algún medio mágico de anticipar la llegada de aquellas estaciones. Durante el invierno calentamos con fre cuencia su habitación. En ella era donde conservaba su reducida colección de libros, unos cuatrocientos cincuenta volúmenes, la mayor parte con dedicatorias de los auto res. Parace raro que Kant, que tanto leía, no tuviese una librería más extensa; pero en verdad no la necesitó, por haber sido en su juventud bibliotecario de la Bibliote ca Real del Castillo, y desde entonces ha bía gozado de la liberalidad de su editor Hartnoch ( quien a su vez se aprovechó de la generosidad con que Kant le cedió los derechos de sus obras) el cual le facilitaba la primera lectura de todos los libros que aparecían. Al finalizar el invierno de 1803 Kant empezó a quejarse de sueños desagradables, a veces terroríficas pesadillas que le des pertaban presa de gran agitación. Muchas veces, algunas melodías oídas en su juven tud en las calles de Kónigsberg resonaban en sus oídos con insistencia molesta y no podía desprenderse de ellas ni con un es fuerzo de abstracción. Por este motivo per manecía desvelado muchas horas, y cuando al cabo lograba conciliar el sueño, era para despertar a poco con sobresalto. Casi to das las noches el cordón de la campanilla situada en la habitación del piso de enci- 46 ma, en donde su criado dormía, era sacu dido violentamente; y por mucha prisa que aquél se diera, siempre llegaba tarde y encontraba a su amo fuera de la cama y a veces huyendo despavorido hacia otra habitación. La debilidad de sus piernas le exponía a tan peligrosas caídas, que le con vencí, aunque con mucha dificultad, de que hiciese dormir al criado en su mismo cuarto. La afección del estómago, de la que pro cedían tan terribles sueños, se volvió más y más angustiosa. Kant ensayó varios re medios que antes había condenado tales como la nafta, unas gotas de ron en un te rrón de azúcar, etc. Pero esto no eran sino paliativos, pues su edad avanzada excluía la posibilidad de una curación radical. Sus sueños eran cada vez más terroríficos, y sólo algunas escenas de ellos hubiesen bas tado para componer terribles tragedias, siendo tan profunda la impresión que le causaban que le duraba muchas horas. En tre otros fantasmas más raros e inexplica bles, veía constantemente, en sueños, asesi nos que se aproximaban a su cama, y era tal su agitación, que al despertarse a me dias tomaba por un asesino al criado que acudía para aliviarle. Durante el día solía mos conversar acerca de esas ilusiones noc turnas, y Kant, con su estoica aversión a las debilidades nerviosas de toda clase, se reía de ellas. Para afirmarse en su resolu ción de combatirlas, anotó en su libro de memorias: N o amilanarse ante los pánicos nocturnos. Sin embargo, a sugerencia mía, encendió la luz en su habitación, de mane ra que no le diese en el rostro. Al principio 47 le causó gran molestia, pero luego se fue acostumbrando; y el mero hecho de que se acostumbrase demostró el gran trastorno que habían causado en él los sueños. Has ta entonces, la obscuridad más completa y el silencio más absoluto eran la base in dispensable de su descanso: ninguna pi sada debía aproximarse a su habitación, y por lo que hace a la claridad, el menor rayo de luz que penetrase por las rendijas de los postigos le causaba desasosiego. Por lo mismo, su habitación estaba herméticamen te cerrada, día y noche. Pero ahora la obs curidad le causaba terror y el silencio le oprimía. Además de la luz, puso en su dor mitorio un reloj de péndulo. Pero el sonido demasiado fuerte le molestaba, y lo amor tiguó poniéndole una funda al martillo. Después de esto, su tictac acompasado y las campanadas de las horas, constituyeron para él una compañía. Por aquel tiempo, o sea en la primavera de 1803. Kant empezó a perder el apetito, y yo lo consideré como un mal síntoma. Al gunos afirmaban que Kant comía demasia do para su edad. Y o no lo creía así, pues sólo hacía una comida al día y no bebía cerveza. De esta bebida, me refiero a la cerveza negra y fuerte, era enemigo acérri mo. Cuando alguno moría prematuramen te, Kant solía decir: Presum o que bebía dem asiada cerveza. Y cuando sabía de al guien que estaba indispuesto, preguntaba: Pero, ¿es que bebe cerveza? Y según se le contestase, hacía su pronóstico. La cerve- 48 za fuerte, desde lueqo, considerábala como un veneno lento. Voltaire, dicho sea de paso, le contestó una vez a un médico que calificaba también al café de veneno lento. T en éis razón, amigo mío, es un veneno lento, terriblemente lento, porque hace se tenta años que lo tomo y todavía no me ha m atado. Pero esta respuesta, tratándose de cerveza, no la hubiese admitido Kant. El aniversario de su nacimiento, el 22 de abril de 1803, el último que había de ver, fue celebrado en compañía de todos sus amigos. Esta fiesta la consideró desde mucho antes con gran expectación y se de leitaba al oír hablar de los preparativos. Pero, cuando llegó el día, la ansiedad y la tensión a que se había visto sometido le dejaron apabullado. Procuró parecer di choso, mas el bullicio de una sociedad nu merosa le fatigó y le mareó, y se veía que hacía un esfuerzo de espíritu. Pareció más satisfecho cuando se marcharon los invita dos y se desvestía en su habitación. Enton ces habló complacido de los presentes, que, según costumbre, hizo a los servidores con tal ocasión; pues Kant no era feliz si no veía dichosos a cuantosestaban a su alre dedor. Le gustaba mucho hacer regalos; pero, al mismo tiempo, no toleraba los efec tos teatrales estudiados, el acompañamien to de exagerados cumplidos y el aparato sentimental con que suelen hacerse en Ale mania los regalos de aniversario. En todo esto su gusto varonil encontraba algo de blandura y ridiculez. ★ ★ ★ 49 En esto llegó el verano de 1803, y un día, al hacerle a Kant mi visita acostum brada. me sorprendió en gran manera el ver que, con mucha seriedad, me encomen daba procurarme los fondos necesarios para un largo viaje al extranjero. No hice obje ción alguna; pero le pregunté cuáles eran los motivos que tenía para formar aquellos planes, a lo que contestó que era a causa de las sensaciones penosas que sentía en el estómago, las cuales se habían vuelto intolerables. Conociendo la influencia que siempre tuvo sobre Kant la cita de un poe ta latino me limité a contestarle: “Post equitem sedet altra cura”; y por el mo mento no dijo nada más. Pero la patética y conmovedora ansiedad con que de conti nuo suspiraba por el buen tiempo, me hizo pensar que sus deseos debían ser por lo menos en parte satisfechos; y en consecuen cia, le propuse repetir la pequeña excur sión que habíamos hecho el verano ante rior a mi casa de campo. V am os a cualquier parte, dijo, con tal que sea lejos. A fines de junio realizamos el proyecto. Al ocupar el coche, la orden del día que dio Kant fue ésta: Distancia, distancia. V am os lo m ás lejos posib le ; pero, no bien pasamos las puertas de la ciudad, la jornada empe zó a parecerle demasiado larga. Al llegar a la quinta, nos esperaba el café; y apenas lo hubo tomado, ordenó que avanzara el coche. El camino de regreso se le hizo inso portablemente largo, por más que lo reali zamos en menos de veinte minutos. ¿Esto no acabará nunca?, preguntaba a cada mo mento; y fue grande su alivio al verse nue- 50 vamente en su estudio y descansando en su lecho. Por aquella noche durmió muy tranquilo y sin pesadillas. Pronto, sin embargo, volvió a hablar de viajes a países remotos. Para darle gusto, repetimos varias veces aquella excursión; y aunque siempre regresaba desengañado, pues era mucho mayor el placer imaginado que el que en verdad experimentaba, lo cierto es, que, en resumen, las excursiones eran salutíferas para su espíritu. En par ticular, la quinta misma, situada al abrigo de altos alisos, en el fondo de un valle si lencioso y solitario por el que serpenteaba un arroyo cuyos murmullos recreaban el oído, encantaba a Kant. Una vez, a causa de la posición casual de las nubes y de la luz, aquel paisaje pastoral le trajo viva mente el recuerdo, por mucho tiempo dor mido, de una deliciosa mañana de verano de su juventud, pasada a orillas de un ria chuelo que discurría por las posesiones de un amigo querido, el general von Lossow. La fuerza de la impresión fue tal, que le pareció revivir aquella mañana, pensando lo que entonces pensaba y conversando con muy amados amigos que ya no exis tían. La última excursión de Kant fue en agosto de aquel año, no a mi quinta, sino al parque de un amigo. Aquel día manifes tó gran impaciencia. Habíamos convenido que nos encontraríamos con dicho amigo en la posesión de éste, y yo le acompañé con otros dos caballeros. Pero sucedió que nuestra comitiva llegó primero y tuvimos que esperar. Era tal, sin embargo, la impa- 51 ciencia de Kant, y tan erróneo su cálculo del tiempo que a los pocos minutos creyó que habían transcurrido varias horas, y quiso regresar sin esperar al amigo. Con esta mala impresión regresamos a casa; y tal fue el último viaje que hizo Kant en este mundo. Al principio del otoño empezó a fallarle la vista del ojo derecho, pues la del iz quierdo hacía ya tiempo que la tenía per dida. Por cierto que descubrió esta pérdi da por casualidad. Un día, yendo de paseo, sentóse a descansar en un banco, y se le ocurrió comparar la vista de ambos ojos; cogió un periódico que llevaba en el bol sillo y quedó sorprendido al percatarse de que con el ojo izquierdo no veía una sola letra. En los comienzos de su vida tuvo dos afecciones de los ojos; en una ocasión, al regresar de un paseo, vio los objetos dobles durante mucho tiempo; y por dos veces se quedó enteramente ciego. Los oculistas dirán si estos accidentes son co munes o no; lo cierto es que no le causa ron a Kant mayor perturbación, pues hasta que la ancianidad hizo bajar de tono sus facultades, siempre había vivido en una actitud de estoica resignación, dispuesto a aceptar lo peor que pudiese ocurrirle. En tonces me asustó pensar en el penoso gra do de dependencia en que se hallaría si dicha afección se agravaba, si llegaba a per der por completo la vista. Escribía ya con gran dificultad; y en realidad su escritura era parecida a los ensayos que se hacen 52 con los ojos cerrados. A causa de su cos tumbre de estudiar solo, no le gustaba oír leer a los demás; y diariamente me apesa dumbraba con sus patéticas súplicas de que le buscase unos lentes apropiados. Hice cuanto estaba en mi mano y mandé buscar a los mejores ópticos, pero todo fue inútil. En el último año de su vida. Kant no gustó recibir visitas de forasteros, y salvo circunstancias muy especiales, las declinó. Por mi parte, confieso que pasaba grandes apuros al ver a los viajeros que se desvia ban de su camino para visitarle. Si me ne gaba obstinadamente, parecía que trataba de darme importancia. Debo reconocer, sin embargo, que excepto en algunos casos de franca importunidad y de expresiones or dinarias de baja curiosidad, sólo presen cié el más delicado reconocimiento y la más sincera condolencia por las tristes condicio nes en que se hallaba el glorioso anciano. Al entregar sus tarjetas. los presuntos vi sitantes solían acompañarlas con algún mensaje en el que manifestaban que de buen grado renunciaban al placer de ver le, con tal de no causarle molestias. Las visitas, en verdad, le molestaban mucho, porque le dolía presentarse en tan lamen table estado, cuando se sentía incapaz de corresponder a las atenciones que se le te nían. Algunos visitantes, sin embargo, eran admitidos, según sus especiales condicio nes y el estado en que entonces se hallaba Kant. Entre éstos, recuerdo que estuvo muy complacido con la visita de M. Otto, que fue quien firmó el tratado de paz en tre Francia e Inglaterra, junto con lord 53 Liverpool. También se me viene a la memo ria un joven ruso, por el entusiasmo exce sivo (aunque yo creo que sincero) que demostró. Al ser introducido avanzó apre suradamente hacia Kant, le cogió ambas manos y las besó. Kant, que por su trato frecuente con sus amigos ingleses tenía mucho de reserva británica y detestaba las escenas, pareció encogerse ante un saludo tan expresivo y mostró cierto embarazo. Creo, no obstante, que los sentimientos de aquel joven eran verdaderos, pues al día siguiente volvió, se interesó por la salud de Kant, preguntó con insistencia si la vejez le era muy penosa, y mostró vivos deseos de llevarse algún recuerdo. Por casualidad el criado encontró un breve fragmento su primido del manuscrito original de Kant sobre “Antropología”, y se lo dio con mi consentimiento. El joven lo cogió con en tusiasmo, lo besó y le dio al criado un dó lar que llevaba encima; y no contento con esto se quitó el chaleco y la chaqueta y le obligó al sirviente a aceptarlos. Kant, que por su carácter sencillo no veía con agrado las extravagancias sentimentales, no pudo menos de sonreírse complacido al enterar se de la ingenuidad y el entusiasmo de su joven admirador. Llegamos ahora a un suceso de la vida de Kant, con el que se inicia la última eta pa. El día 8 de octubre de 1803, por la pri mera vez desde su juventud, cayó grave mente enfermo. Cuando estudiaba en la universidad, una vez sufrió calenturas in- 54 termitentes que cedieron, no obstante, con un régimen de ejercicio; y posteriormentetuvo algunos dolores a consecuencia de una contusión en la cabeza. Pero con estas dos excepciones (si es que pueden considerar se como tales) no había estado enfermo, propiamente hablando. La causa de su en fermedad actual era la siguiente: el apeti to era últimamente muy irregular, o mejor diría caprichoso, y sólo le gustaba el pan con mantequilla y el queso inglés. El 7 de octubre comió más que de costumbre, a pe sar de mis advertencias y de las de un ami go que comía con nosotros. Por primera vez, pareció molestarle mi interés y creí comprender que consideraba que yo me excedía en mis atribuciones. Afirmó que aquel queso jamás le había hecho daño, y que no se lo haría entonces tampoco. No me quedó otro remedio que callarme y de jar que hiciese su voluntad; pero las conse cuencias fueron las que yo presumía: una noche intranquila y una grave enfermedad. A la mañana siguiente todo ocurrió según costumbre, hasta las nueve, hora en que Kant, que iba apoyado del brazo de su hermana, se cayó repentinamente al suelo, sin sentido. Me enviaron, corriendo, un re cado y acudí a la casa. Le encontré en la cama (que ya no estaba en el estudio) mu do e insensible. Y o había avisado ya al médico; pero, antes de que éste llegase, los esfuerzos de la naturaleza hicieron que el enfermo se recobrase un tanto. Al cabo de una hora abrió los ojos y pronunció pala bras ininteligibles, hasta que al atardecer se reanimó un poco y empezó a hablar con 55 sentido . . . Por la primera vez en su vida estuvo durante unos días recluido en la ca ma y sin probar alimento. El día 12 de octubre, tomó algo. El quería comer sus manjares favoritos; pero yo me opuse termi nantemente, con riesgo de desagradarle. Le expuse las consecuencias de su último capricho, de lo cual afirmó no tener el me nor recuerdo. Escuchó muy atentamente cuanto le dije y con mucha calma me ma nifestó su convencimiento de que yo esta ba por completo equivocado; pero, por aquella vez, se sometió. Sin embargo, algu nos días después, me enteré de que había ofrecido un florín por un poco de queso, y luego un dólar y aún más. Al ver que se le negaba, se quejó amargamente; mas poco a poco se desacostumbró de pedirlo, si bien a veces daba a entender involuntariamente con qué afán lo deseaba. El 13 de octubre reanudó sus comidas acostumbradas y se consideró convalecien te; pero raras veces recobró la tranquilidad de espíritu que había conservado hasta el último ataque. Hasta entonces le habia gustado prolongar la sobremesa de la úni ca comida que tomaba, o según expresaba con clásica frase coenam ducere; mas ahora era dificil correr tanto como sus deseos. Después de la comida, que terminaba so bre las dos, se iba derechamente a la cama y de vez en cuando se adormilaba, si bien le despertaban las pesadillas y los sueños terríficos. A las siete de la tarde comenza ba un período de desesperación, el cual du raba hasta las cinco o las seis de la ma drugada, y aún más; y así terminaba la 56 noche, alternativamente levantado y acosta do, a ratos tranquilo, mas por lo general presa de gran agitación. Hízose ya necesario que alguien le ve lase, pues su sirviente llegaba a la noche fatigado por los trabajos del día; y nadie pareció más apropiado para esta misión que su propia hermana, tanto por haber re cibido de él una pensión espléndida como por ser su más próxima parienta y por con siderarse necesario que ella viese de cerca los cuidados y las comodidades proporcio nadas a su ilustre hermano en sus últimos tiempos, y que eran todo cuanto podía de searse. Por consiguiente, se acudió a ella, y aceptó velarle alternando con el criado. Se le puso mesa apárte y se le aumentó considerablemente la pensión. Resultó ser una señora de muy buen carácter, que no creó ningún conflicto con los sirvientes y que pronto se ganó la estima de su herma no con la modestia y discreción de sus ma neras. Y debo añadir que también con el afecto verdaderamente fraternal que le de mostró hasta sus últimos momentos. El percance del 8 de octubre afectó gra vemente las facultades de Kant, pero no las aniquiló. Durante breves intervalos las nubes parecían obscurecer aquella magní fica inteligencia, pero luego volvía a bri llar como antes. Durante esos momentos de recobro, su habitual bondad se mani festaba, y expresaba a todos en forma con movedora su gratitud por la pena que se daban y sus sentimientos por las molestias que les ocasionaba. Por lo que se refiere a su criado, demostró especial interés en que 57 se le remunerase con liberalidad y me instó para que no fuese mezquino con él. Lo cier to es que Kant fue siempre muy rumboso y no perdía ocasión de manifestar su dis gusto al comentar actos o hábitos de taca ñería. Los que sólo le veían en la calle creían que no era dadivoso porque, por principio, se negaba a socorrer a los po bres vulgares. Mas, por otra parte, era muy espléndido con las instituciones públicas de beneficencia; y también en secreto soco rría a sus conocidos indigentes, de una manera mucho más liberal que lo que de él podía esperarse. Nos enteramos enton ces de que eran muchos los pensionistas que tenía a su cargo, cosa que todos desco nocíamos hasta que lá ceguera y otras do lencias hicieron que yo me viese obligado a pagar esos socorros. Es preciso consig nar, asimismo, que la fortuna entera de Kant (la cual aparte de sus retribuciones oficiales no excedía de veinte mil dólares) era el producto de sus dignos trabajos por espacio de sesenta años, y que en su ju ventud había sufrido todas las penalidades de la escasez, si bien jamás le debió nada a nadie. Esta circunstancia, que excusaría su aprecio del dinero, realza más todavía el mérito de su munificencia. En diciembre de 1803 ya fue incapaz de firmar. La vista había disminuido tanto que en la mesa no encontraba la cuchara sin auxilio; y cuando yo comía con él le cor taba la comida en el plato y luego le guiaba la mano para que cogiese el cubierto. Sin embargo, su inhabilidad para firmar no pro cedía Unicamente de la ceguera: era que. 58 a causa de su falta de memoria, no recor daba las letras que componían su nombre, y cuando se le indicaban éstas, entonces lio acertaba a representarse en su imagi nación la figura de las letras. A fines de noviembre observé que esa incapacidad iba rápidamente en aumento, y en previ sión le hice firmar todos los recibos que pudiese necesitar hasta fin de año; y pos teriormente, por mi consejo, y en evitación de conflictos, me concedió poderes legales para que yo firmase en su nombre. A pesar del estado lamentable de Kant, había de vez en cuando en su casa momen tos de regocijo social. Su cumpleaños se había celebrado siempre con solemnidad. Algunas semanas antes de su muerte, está bamos calculando el tiempo que faltaba para el próximo, y para alegrarle con la esperan za de la fiesta que con tal motivo celebraría mos, le dije: T od os vuestros am igos se re unirán para beber una copa d e champaña a vuestra salud. E so , repuso, ha d e ser al momento; y no estuvo tranquilo hasta que nos juntamos todos. Bebió una copa de vino con nosotros, y con gran elevación de espíritu celebró por anticipado un cum pleaños que no tenía que presenciar. Sin embargo, en las últimas semanas de su vida se operó un cambio muy grande en el tono de su espíritu. En la mesa, en donde siempre reinaba la jovialidad, había ahora un melancólico silencio, pues le eno jaba que conversaran privadamente sus dos compañeros mientras él permanecía mudo; como un comparsa que no toma par te en el diálogo. Sin embargo, todavía hu- 59 biera sido peor interesarle en la conversa- ción, porque su oído era muy imperfecto y los esfuerzos que hacía para escuchar le resultaban muy penosos. Además, lo que decía, aunque fuesen precisos sus pensa mientos, resultaba casi ininteligible. Pero lo notable del caso es que hasta en sus peores
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