Logo Studenta

de Quincey- Los Últimos Días de Kant

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

g a n z 1 9 1 2
thomas
dequincey
los últimos 
' dias 
dekant
la navedelos locos
gan zl912
Thomas 
DeQuincey
los últimos 
diasdekant
La nave de los locos
Premia editora s.a. 
México 1980
Título original:
The last days o f lmmanuel Kant
Traducción: fo sé M. Borras
Diseño de la colección: Pedro Tanagra R-
ganzl912
Primera edición en Premia editora: 1978 
Segunda edición en Premia editora: 1980
ISBN 968—434— 021—4
Derechos reservados de edición, traducción, 
diseño y composición de textos, así como de 
la maqueta de colección, por 
PR EM IA editora, s.a.
IM P R E SO Y H EC H O EN M E X IC O 
P R IN T E D A N D M A D E IN M E X IC O
P R EM IA editora, s.a. - Tonalá 146 - 2. 
México 7. D. F. - M EX IC O .
T H O M A S D E Q U IN C E Y (1785-1859) es 
una d e las figuras más curiosas del romanticismo 
inglés. Su prosa alcanza por lo general lo poético 
y, en cierta form a, se adelantó al decadentism o 
de textos como Las flores del mal de Baudelaire, 
quien era gran adm irador de D e Quince y. Los 
últimos días de Kant a pesar d e ser una obra m e­
nor d e l autor, es representativa d e la m ayor parte 
d e su labor literaria, labor que abarca más d e 
catorce tomos y que se distingue por su profun­
didad . A partir d e un testimonio inmediato sobre 
el gran filó so fo alemán, D e Quincey reelabora 
una biografía que se destaca por su penetración 
psicológica y fino humor.
i
ganzl912
Tengo por seguro que todas las personas 
cultas sentirán cierto interés por la historia 
intima y personal d e Enmanuel Kant, aun­
que sus aficiones y las circunstancias no 
les hayan puesto en contacto con la labor 
filosófica d e tan ilustre pensador. Un gran 
hombre, por impopular que sea su c a ­
rrera, será siem pre objeto d e la curiosidad 
liberal. C onsiderar al lector por com pleto 
indiferente en eso, sería considerarle por 
com pleto inintelectual; y, por lo tanto, aun­
que en realidad no le interesara Kant, ha­
bría que tener con él la deferen cia d e supo­
ner que sí le interesaba. Sentado este 
principio, no he d e excusarme con el lector, 
sea filosófico o no lo sea, al o frecerle este 
esbozo d e la vida d e K ant y d e sus costum ­
bres dom ésticas, sacadas d e los relatos au­
ténticos d e sus am igos y discípulos. E s 
cierto, sin que ello signifique falta d e cu­
riosidad por p arte d e l público, que las obras 
d e Kant no despiertan e l mismo interés que 
su persona, cosa que d ebe atribuirse a tres
9
i
causas distintas: en primer lugar, el idioma 
en que están escritas: en segundo término, 
la supuesta obscuridad d e su filosofía , ya 
sea por ella misma, ya sea por el m odo 
especial d e ser expuesta; y. por último, lo 
impopular d e toda filosofía especulativa, 
en un país en que la estructura y la tenden­
cia d e la sociedad son de orden casi exclu­
sivam ente práctico. E sto no obstante, y 
cualquiera que sea la fortuna inmediata d e 
sus escritos, ningún hom bre d e curiosidad 
despierta considerará al autor mismo sin 
profundo interés. A juzgar por la cantidad 
d e libros escritos a favor o en contra d e 
sus doctrinas, y sin contar los que más o 
menos directam ente han sido influidos por 
ellas, lo cierto es que no hay ningún escri­
tor filosófico, exceptuando A ristóteles, D es­
cartes y L ocke, que se aproxim e a Kant en 
cuanto a la extensión y la profundidad d e 
la influencia ejercida sobre las inteligencias. 
Esta es, pues, la m ejor justificación d e lo 
que sigue, y repito que la menor deferencia 
que pueda tenerse con quien esto lea es la 
de suponerle lo suficientemente interesado 
en la vida y costumbres d e Kant, para re­
crearse con el presente esbozo.
★ ★ ★
Enmanuel Kant, el segundo d e seis hi­
jos, nació en Kónigsberg, en Prusia ( ciu­
dad que a la sazón contaba unos cincuenta 
mil habitantes) e l 22 d e abril d e 1724. Sus 
padres eran personas humildes y nada ri­
cos, aun para su posición social: pero les 
fue posible (con alguna ayuda d e un pa-
10
tiente y también con la d e un caballero que 
estimaba su p iedad y sus virtudes dom és­
ticas) dar a su hijo Enmanuel una educa­
ción liberal. Cuando niño, le enviaron a la 
escuela pública; p ero ya en 1732 fue tras­
ladado a la R eal A cadem ia (o F ed er ica ) , 
en donde estudió los clásicos griegos y la ­
tinos, e intimó con uno d e sus com pañeros 
llam ado D avid Ruhnken ( tan conocido 
después d e los hom bres doctos por su nom­
bre latinizado d e Ruhnkenius) durando su 
amistad hasta la muerte de éste. En el año 
1737, K ant perdió a su m adre, que era mu­
jer d e carácter exaltado y d e alcance inte­
lectual superior al de su posición, la cual 
contribuyó, sin duda alguna, a la futura 
eminencia d e su ilustre hijo por la d irec­
ción que imprimió a su pensamiento juvenil 
y la elevada moral en que le educó. H asta 
el fin d e su vida, Kant no habló d e ella sino 
con la mayor ternura y reconociendo viva­
mente sus m aternales cuidados.
En 1740, para San M iguel, K ant ingresó 
en la U niversidad d e Kónigsberg. En 1742, 
a los veintidós años, escribió su primera 
obra sobre una materia en parte m atem á­
tica y en parte filosófica , o sea la valuación 
d e las fuerzas vivas. E sta cuestión había 
sido ya planteada por Leibnitz, en oposi­
ción a los cartesianos: éste había presenta­
d o una nueva ‘ley ” d e la valuación , y no 
simplemente una nueva valuación; y la 
cuestión se consideró definitivamente zanja­
da, después d e haber ocupado a la mayor 
parte d e los grandes matemáticos euro­
peos, durante más d e m edio siglo. La “Di­
sertación” d e Kant fue dedicada al rey d e
11
L
Prusia, pero no llegó a él: en realidad no 
se publicó, aunque tengo entendido que 
fu e impresa. D esde aquella época hasta 
1770, K ant se ganó la vida com o maestro 
particular en diversas fam ilias, o bien dan ­
d o lecciones privadas en K ónigsberg, e sp e­
cialmente a los militares, sobre el arte d e la 
fortificación. En el citado año fu e desig ­
nado para ocupar la cátedra d e M atem áti­
cas, que cam bió, poco después, por la d e 
L ógica y M etafísica. Con tal m otivo pro­
nunció un discurso inaugural (de Mundi 
Sensibilis atque Intelligibilis Forma et Prin- 
cipiis), que es notable por contener los pri­
meros gérm enes d e su F ilosofía T rascen­
dental. En 1781 publicó una obra magna, 
la Kritik der Reinen Vernunft o " Investi­
gación crítica d e la Razón Pura". E l 12 d e 
feb rero d e 1804, murió.
T a l es, a grandes trazos, la vida d e Kant; 
pero su existencia fu e notable no ya por 
sus incidentes, sino por la pureza y la d ig ­
nidad filosófica d e su diario tenor; y esta 
es la m ejor impresión que puede sacarse d e 
las memorias d e W asianski, com pulsadas 
y confrontadas con los testimonios con ­
tem poráneos d e fachm an, R ink, Borow s- 
ki y oíros. En ellos le vem os luchando con 
la miseria d e sus decadentes facu ltades y 
con los dolores, la agitación y la d ep re­
sión ocasionados por dos afecciones distin­
tas, la d e l estóm ago y la d e la cabeza; d e 
todas las cuales salió vencedora la nobleza 
y benevolencia d e su carácter. E l d e fecto 
principal d e esas y d e otras memorias re­
feren tes a K ant es lo poco que nos cuentan 
d e su conversación y d e sus opiniones. A ca­
12
so al lector le parecerá también que algu­
nas d e esas referencias son dem asiado mi­
nuciosas y circunstanciadas, y unas veces 
carecen d e d ignidad y otras d e sensibili­
dad. R especto d e lo primero, direm os que 
es achaqu e de los biográficos menesteres 
ese indagar p oco caballeroso en la vida pri­
vada de un individuo, y que si bien un 
hom bre d e honor no daría todos estos d e­
talles a la publicidad, no hay mal alguno 
en leerlos; antes bien, cuando de un gran 
hombre se trata, es posible sacar provecho 
de la lectura. P or lo que se refiere a la se­
gunda objeción, difícilmente sabría excu­
sar a W asianski por arrodillarsejunto al 
lecho d e su amigo moribundo a fin d e re­
gistrar, con la precisión d e un taquígrafo, 
el último latido d el pulso de Kant, y la lu­
cha eterna d e la naturaleza; a menos d e su­
pon er que su concepto idealizado d e aquel 
hom bre ilustre, com o perteneciente ya a to­
dos los tiem pos, se impusiera a su inteligen­
cia ahogando todo impulso d e humana sen­
sibilidad. D em os, pues, comienzo a nuestra 
narración, advirtiendo que casi siem pre es 
W asianski quien habla.
Mi reconocimiento del profesor Kant 
corresponde a un período muy anterior al 
que se refieren principalmente estas senci­
llas memorias. Por los años 1773 ó 1774, 
no puedo precisarlo con exactitud, seguí 
sus cursos. Después actué con él de ama­
nuense, ocupación que me permitió tratarle 
con mayor intimidad que los demás es­
tudiantes, de tal manera que, sin yo pedír­
selo, me concedió un privilegio general de
13
libre acceso a sus clases. En 1780 recibí 
órdenes sagradas y me alejé de la Univer­
sidad. Seguí, no obstante, residiendo en 
Kónigsberg; mas por completo olvidado, 
o por lo menos separado de Kant. Diez 
años más tarde, o sea en 1790, le encontré 
casualmente en una alegre fiesta, en la bo­
da de un profesor de Kónigsberg. En la 
mesa Kant conversó con todos, y con to­
dos tuvo graciosas atenciones; pero, termi­
nada la fiesta, cuando los comensales se 
separaron en grupos, vino y se sentó ama­
blemente a mi lado. Por aquel tiempo yo 
era floricultor, aficionado, quiero decir, 
pues sentía verdadera pasión por las flores; 
y él, al enterarse, me habló de mi ocupa­
ción predilecta, demostrando poseer exten­
sos conocimientos en la materia. En el cur­
so de nuestra conversación me sorprendió 
ver que estaba enterado de todas las cir­
cunstancias de mi situación. Recordó nues­
tras antiguas relaciones, manifestó su sa­
tisfacción por encontrarme dichoso y su 
bondad llegó al extremo de expresar el de­
seo de que, si mis asuntos lo permitían, 
fuese a comer con él. Poco después se le­
vantó y se despidió; pero, como nuestros 
respectivos caminos coincidían, me propuso 
que le acompañara a su casa. Así lo hice, 
y entonces me invitó para la semana si­
guiente, haciendo extensiva la invitación 
a todas las semanas sucesivas y dejándome 
escoger el día que me conviniese. Al prin­
cipio no me explicaba la distinción de que 
Kant me hacía objeto; pensé que algún 
buen amigo le hubiese hablado de mí; pero 
luego me convencí de que siempre se in­
14
formaba de cuanto pudiera ocurrirle a sus 
antiguos discípulos y cordialmente se ale­
graba de su prosperidad. Así, pues, juz­
gué mal al pensar que se había olvidado 
de mí.
Esa reanudación de mi intimidad con 
Kant coincidió, o poco menos, con un cam­
bio radical en su ordenación doméstica. 
Hasta entonces había sido costumbre suya 
comer en la table d ’hote. Pero ahora comen­
zó a hacerlo en casa y a invitar a algunos 
amigos a comer con él. fijando el número 
de comensales, incluyéndose a él mismo, 
en tres como mínimo y nueve como máxi­
mo. Era. pues, fiel observador de la regla 
de lord Chesterfield, según la cual el nú­
mero total de comensales no debe ser in­
ferior al de las Gracias ni exceder al de 
las Musas. En toda la disposición casera, 
y especialmente en la ordenación de las co­
midas de Kant, había algo especial, distin­
to de los usos sociales corrientes; pero no 
se observaba falta alguna de decoro, como 
suele ocurrir en las casas donde no hay 
señoras que pongan freno a los excesos. 
La costumbre, que en manera alguna se al­
teraba, era la siguiente: cuando la comida 
estaba lista. Lampt, antiguo lacayo de Kant, 
se presentaba en el estudio con aire circuns­
pecto y la anunciaba. La indicación era 
obedecida a paso rápido. Camino del co­
medor, Kant hablaba invariablemente del 
tiempo, tema que ocupaba asimismo la pri­
mera parte de la comida, pues los asuntos 
más importantes, tales como los sucesos 
políticos del día, no se tocaban jamás an­
tes de comer, ni siquiera en el estudio. Una
15
vez había tomado asiento y desdoblado la 
servilleta, Kant abría la sesión con esta 
fórmula: ¡Y bien, pues, caballeros! Estas 
palabras, en sí. mismas, nada significan, pe­
ro el tono con que las decía proclamaba de 
manera indudable el alejamiento de las 
preocupaciones de la mañana y la entrega 
completa a los goces de la sociedad y de la 
buena compañía. La mesa se hallaba hospi­
talariamente provista: había en ella canti­
dad suficiente de platos para satisfacer los 
gustos más diversos, y las ampollas de vi­
no no estaban situadas en un aparador dis­
tante ni bajo la guardia desagradable de 
un sirviente, sino muy anacrónicamente en­
cima de la mesa y al alcance de todos los 
comensales. Estos se servían ellos mismos, 
y toda dilación nacida de un cumplido exce­
sivo, era tan desagradable a Kant, que rara 
vez dejaba de manifestar su disgusto, aun­
que desde luego sin encolerizarse. Ese odio 
a la lentitud tenia en Kant una excusa, pues 
se levantaba muy temprano y no tomaba 
alimento alguno hasta la hora de comer. 
Por este motivo, al final de su vida, más 
acaso por la fuerza de la costumbre o por 
un desasosiego periódico del estómago que 
por sentir verdadera hambre, le faltaba la 
paciencia para esperar al último invitado.
No había amigo ninguno de Kant que 
no considerase el día en que comía con él 
como un Verdadero regalo. Sin darse tono 
de instructor, Kant lo era en grado sumo. 
Toda la comida estaba sazonada con la 
facundia de su elevada inteligencia, que 
se vertía con naturalidad y sin afectación 
sobre todos los temas sugeridos por el azar
16
de la conversación; y así pasaba el tiempo, 
desde la una hasta las cuatro o las cinco, 
y aun más tarde, de la manera más deli­
ciosa y provechosa. Kant, no toleraba si­
lencios ni pausas en la conversación; siem­
pre encontraba la manera de despertar el 
interés, y demostraba exquisito tacto al ha­
cer hablar a cada cual de sus gustos espe­
ciales o de su especial actividad; y, sobre 
lo que fuera, siempre estaba documentado 
y siempre demostraba el interés de un ob­
servador original. Los asuntos locales de 
Kónigsberg debían ser de bastante alcan­
ce para que merecieran ser tratados en su 
mesa; y lo que es más singular, nunca, o 
casi nunca, hacía versar la conversación 
hacia ninguna de las ramas filosóficas por 
él fundadas. Estaba perfectamente libre 
del defecto que aqueja a muchos savans y 
literari o sea la animadversión por aquellos 
cuya actividad no merece su aprobación o 
su simpatía. El estilo de su conversación 
era de lo más corriente y no tenía nada de 
escolástico; de modo que un extranjero que 
hubiese leído sus obras, pero no le conocie­
ra personalmente, se hubiese resistido a 
creer que aquel delicioso y genial compañe­
ro fuese el profundo autor de la Filosofía 
Trascendental.
La conversación en la mesa de Kant 
versaba principalmente sobre filosofía na­
tural, química, meteorología, historia natu­
ral. y principalmente sobre política. Las 
noticias del día que publicaban los perió­
dicos eran discutidas con especial atención. 
Respecto de los sucesos en los que no se 
mencionaba fecha y lugar, por muy vero­
17
símiles que fuesen, mostrábase inexorable­
mente escéptico y los consideraba indig­
nos de ser repetidos. Tan aguda era su 
penetración en los acontecimientos políti­
cos y su intuición de los hilos secretos que 
los determinan, que hablaba de ellos más 
con la autoridad de un diplomático que tie­
ne libre entrada en los gabinetes, que como 
simple espectador de las grandiosas esce­
nas que entonces se desarrollaban en Euro­
pa, Durante la Revolución Francesa aven­
turó muchas conjeturas, v lo que parecían 
pronósticos paradójicos, especialmente en 
lo que atañe a operaciones militares, se vio 
puntualmente realizado. Lo mismo ocurrió 
con su memorable conjetura sobre el vacío 
aparente en el sistema planetario, entre 
Marte y Venus, y cuya confirmación alcan­
zó a ver con el descubrimiento de Ceres 
por Piazzi y de Pallas por el Dr. Olbers.Estos descubrimientos, naturalmente, le 
impresionaron mucho, proporcionándole un 
tema del que siempre hablaba con placer; si 
bien, con su natural modestia, no decía ja­
más una palabra de su perspicacia al haber­
los pronosticado.
Kant era, no sólo un excelente compa­
ñero, sino que también un anfitrión cor­
tés y liberal, cuyo mayor placer era ver a 
sus huéspedes dichosos y alegres, y obser­
var que acababan de saborear con ánimo 
jovial los placeres a la vez intelectuales y 
sensuales de sus platónicos banquetes. Sin 
duda con la finalidad de mantener alegre 
el espíritu, mostraba ser un artista en la 
agrupación de sus comensales; y para ello 
observaba casi invariablemente dos reglas.
18
La primera, que la sociedad fuese hetero­
génea, a fin de conservar la variedad nece­
saria en la conversación; por lo que en sus 
reuniones se observaba toda la diversidad 
social de Kónigsberg: hombres de carrera, 
profesores, médicos, sacerdotes y mercade­
res ilustrados. La segunda regla, era la de 
invitar, como contrapeso, a varios jóvenes, 
a veces de muy pocos años, escogidos en­
tre los estudiantes de la Universidad, para 
que comunicasen a la conversación la ale­
gría y el bullicio juveniles. Tengo motivos 
para creer que había además otro motivo, 
y era el de alejar de su ánimo la tristeza 
que a veces le embargaba por la temprana 
muerte de algunos de sus jóvenes amigos 
a quienes más estimaba.
Esto me lleva a mencionar la singular 
manera con que Kant expresaba su afecto 
a sus amigos gravemente enfermos. Mien­
tras el peligro era inminente, demostraba 
continua ansiedad, inquiría a cada momen­
to, esperaba con impaciencia la crisis y a 
veces no podía proseguir su trabajo acos­
tumbrado, por faltarle la tranquilidad de 
ánimo. Pero, no bien le anunciaban la muer­
te del paciente, recobraba su compostura 
habitual y adoptaba un aire de severa tran­
quilidad, casi de indiferencia. El motivo 
de ello era que consideraba la vida en gene­
ral, y, por consiguiente, esa afección de la 
vida que llamamos enfermedad, como un 
estado de continuo cambio y oscilación, con 
los consiguientes sentimientos de temor y 
de esperanza; al paso que la muerte es 
un estado permanente, que no permite el 
más y el menos, que pone fin a toda an-
19
siedad. La consideraba, pues, como algo 
incompatible con el sentimiento, por su ca­
rácter perdurable e incambiable. No obs­
tante, todo este filosófico heroísmo se vino 
abajo en una ocasión; pues muchas perso­
nas recordarán la pena que manifestó al 
morir Mr. Ehrenboth, joven de muy claro 
juicio y de gran porvenir, por el que sen­
tía entrañable afecto. Ocurrió, natural­
mente, dada su larga vida, y a pesar de 
escoger sus compañeros, en lo posible, en­
tre los jóvenes, que sufrió más de una pér­
dida dolorosa, que hubiera podido serle 
ahorrada.
Volviendo a las diarias costumbres de 
Kant, diremos que así que terminaba la co­
mida, salía a caminar para hacer ejercicio; 
mas entonces no iba nunca acompañado. 
Esto, en parte, era debido a que sin duda 
juzgaba conveniente, después del solaz del 
convite y de la conversación, proseguir sus 
meditaciones; pero, también, según me en­
teré, al especial motivo de que deseaba 
respirar exclusivamente por la nariz, cosa 
que no hubiese podido hacer de verse obli­
gado continuamente a abrir la boca para 
hablar. La razón que daba era que el aire 
atmosférico, al pasar así por un circuito 
más largo antes de alcanzar a los pulmo­
nes, llega, por lo mismo, desprovisto de su 
crudeza y a una temperatura sensiblemente 
más elevada, por lo que no es tan fácil que 
los irrite. Gracias a su perseverancia en 
esta práctica, que recomendaba continua­
mente a sus amigos, se vanagloriaba de 
verse libre de resfriados, toses y catarros y 
toda clase de afecciones pulmonares; y lo
20
cierto es que en su larga vida los sufrió 
muy raras veces.
Al regresar del paseo, Kant sentábase 
ante su mesa de trabajo y leía hasta el cre­
púsculo. Durante este período de media 
luz, tan propenso a la meditación, perma­
necía pensando tranquilamente en lo que 
había leído, siempre que el libro lo mere­
ciera; si no, preparaba su lectura para el 
día siguiente o trabajaba en la obra que 
tenía entre manos. Durante ese reposo, ins­
talábase, tanto en invierno como en verano, 
junto a la estufa, mirando por la ven­
tana a la vieja torre de Lobenicht; no al­
canzaba propiamente a verla, pero la torre 
descansaba en su mirada como una música 
distante en el oído, obscuramente, y sólo 
a medias revelada por la conciencia. No 
hay palabras que expresen la complacencia 
que experimentaba al contemplar a la vieja 
torre a media luz y en plena ensoñación. 
El tiempo demostró cuán importante había 
llegado a ser para su bienestar; pues ha­
biendo crecido unos álamos del jardín ve­
cino hasta el punto de ocultar por complete 
la torre, Kant se tornó inquieto y des­
asosegado y acabó por ser incapaz de pro­
seguir sus meditaciones crepusculares. Por 
fortuna, el dueño del jardín era persona 
muy considerada, y además gran admira­
dor de Kant; por lo que, habiéndose ente­
rado de lo que ocurría, dio orden de que se 
podaran los árboles. Así lo hicieron; la vie­
ja torre de Lobenicht fue nuevamente per­
ceptible, y Kant recobró su ecuanimidad y 
pudo entregarse en paz a sus meditacio­
nes del atardecer.
21
Cuando'se traían las velas, Kant prose­
guía sus estudios hasta casi las diez. Un 
cuarto de hora antes de retirarse para dor­
mir, procuraba apartarse en lo posible de 
toda clase de pensamientos que requiriesen 
un esfuerzo de la atención, por considerar 
que, al excitarle, aquellas preocupaciones 
le desvelarían; pues la menor dilación 
en la hora a que acostumbraba quedar­
se dormido era para él muy desagrada­
ble. Por fortuna, esto le ocurría muy raras 
veces. Se desvestía sin el auxilio de su cria­
do; pero, con tal orden y con tal decoro, 
que en todo momento estaba dispuesto a 
aparecer ante los demás sin avergonzarlos 
ni avergonzarse. Después se echaba sobre 
un colchón y se envolvía en una manta, 
que en verano era siempre de algodón, y 
en otoño de lana. En el invierno empleaba 
juntamente las dos y cuando el frío era 
muy intenso se protegía asimismo con un 
edredón, cuya parte que le envolvía los 
hombros no estaba rellena de pluma sino 
forrada, o mejor dicho acolchada, con ca­
pas de lana. Una larga práctica le había 
enseñado una manera muy ingeniosa de en­
volverse en la ropa de cama. Primero, sen­
tábase en un lado del lecho; con ágil mo­
vimiento, daba oblicuamente media vuelta 
en el aire, colocaba un ángulo de las ropas 
bajo el hombro izquierdo y pasándoselo por 
la espalda, lo llevaba hasta el hombro dere­
cho; después, con un especial tour d'adres- 
se hacia la misma operación con el otro án­
gulo; finalmente, se envolvía todo él. Así 
fajado como una momia, o como él solía 
decir, empaquetado como un gusano de se-
22
da en su capullo, esperaba la llegada del 
sueño, que no solía tardar. Porque la sa­
lud de Kant era perfecta; pero no era esa 
salud negativa que consiste en la ausencia 
de dolor y de irritación, sino un estado de 
positiva delicia nacido de la posesión cons­
ciente de todas sus actividades vitales. No 
es de extrañar, pues, que una vez enrolla­
do para pasar la noche en la forma ya des­
crita, se dijera a menudo lo que nos repe­
tía muchas veces en la mesa: ¿Es posible 
concebir un ser humano que goce d e salud 
tan perfecta com o yo? Eran tales, en ver­
dad, la pureza de su vida y las felices con­
diciones de su situación, que no habia pa­
sión que le atormentase, ni cuidado que le 
inquietase, ni dolor que lo mantuviese en 
vela. Ni siquiera en el rigor del invierno 
había en su dormitorio fuego alguno, y só­
lo en los últimos años y a instancias de sus 
amigos consintió en que se encendiera uno 
pequeño. Kant no admitía cuidados ni se 
permitía ninguna infracción a su regla; y 
a los cinco minutos de acostado, aunque 
el frió fuese muy intenso, había vencido los 
escalofríos y el calor se difundíapor todo 
su cuerpo. Si tenía necesidad de levantar­
se por la noche y salir de su habitación, 
que siempre, día y noche, en invierno y en 
verano, estaba a obscuras, tenía para guiar­
se una cuerda, que se ataba cada noche 
a uno de los barrotes de la cama y condu­
cía a la habitación contigua.
Kant no sudaba nunca, ni de día ni de 
noche. Es asombroso el calor que sopor­
taba en su estudio, y que no podía bajar 
de un solo grado sin que se sintiera moles-
23
to. Setenta y cinco grados Fahrenheit era la 
temperatura invariable de la habitación en 
que pasaba el día, y si bajaba de este puntó, 
fuese cual fuese la estación del año, la ele­
vaba artificialmente, hasta alcanzar el ni­
vel deseado. En los calores del verano iba 
ligeramente vestido y llevaba medias de 
seda; no obstante, como ni siquiera de es­
te modo se aseguraba de que no sudaría 
si se entregaba a un ejercicio activo, tenía 
un ingenioso recurso. Se retiraba a un lu­
gar sombreado y permanecía inmóvil, en la 
actitud de una persona que está escuchan­
do, hasta que recobraba su habitual “se­
quedad” . Hasta en el rigor del verano, si 
la más ligera huella de sudor manchaba su 
camisa de noche, hablaba de ello como de 
algo fuera de lo usual.
Con ocasión de explicar las ideas que te­
nía Kant sobre la economía animal, aña­
diré que por temor a dificultar la circula­
ción de la sangre no usaba ligas; mas 
como sin ellas es imposible sostener tirantes 
las medias, había ideado un complicado 
substitutivo que voy a describir. En unos 
bolsillos pequeños, algo más reducidos que 
un bolsillo de reloj y situados, como éstos, 
en la parte del pantalón correspondiente a 
cada muslo, colocaba sendas cajitas, tam­
bién como de reloj, dentro de las cuales 
había un muelle y una ruedecita a cuyo al­
rededor iba una cinta elástica. En ambos 
extremos de la cinta había unos ganchos, 
que pasaban por unas aberturas de los bol­
sillos y se prendían de unas presillas que 
llevaba a cada lado de las medias. Como 
es de suponer, tan complicado aparato fa-
24
liaba de vez en cuando; mas, por fortuna, 
tuvo la dicha de poner fácil remedio a una 
pequeñez que amenazaba la comodidad y 
hasta la serenidad del gran hombre.
★ * +
Precisamente cinco minutos antes de las 
cinco de la mañana, lo mismo en verano que 
en invierno, Lampe, el lacayo de Kant, que 
había servido en el ejército, se encaminaba 
a la habitación de su amo con aspecto de 
un centinela que cumple con su deber, y 
en alta voz, con tono militar, gritaba: /Se­
ñor profesor, es la hora! Kant obedecía a 
este aviso sin vacilar un instante, como sol­
dado que ejecuta una orden, no permitién­
dose jamás la menor dilación, aunque por 
rara casualidad hubiese pasado mala no­
che. Y cuando el reloj daba las cinco, Kant 
estaba ya sentado a la mesa y se desayu­
naba con lo que él decía una taza de té. Yo 
no dudo de que él así lo creyera, pero lo 
cierto es que, ya fuese porque estaba dis­
traído con sus pensamientos, ya fuese por­
que tuviera sed, el caso es que llenaba la 
taza dos, tres y más veces. Inmediatamen­
te después fumaba una pipa de tabaco (la 
única que se permitía en todo el día), pero 
lo hacía tan rápidamente que buena parte 
quedaba sin consumir. A las siete solía ir 
al gabinete de lectura, y de allí se volvía 
a su mesa de escritorio. A la una menos 
cuarto en punto levantábase de su sillón y 
decía en voz alta al cocinero: Han d ad o los 
tres cuartos. La finalidad de este aviso era 
la siguiente: al momento de haber comido
25
la sopa, Kant tomaba lo que él decía un 
trago, y era una copa de vino de Hungría 
o del Rin, o un cordial, y, en su defecto, 
el compuesto inglés llamado Bishop. Al 
aviso de la hora, el cocinero le entregaba a 
Kant una ampolla o frasco de dicha bebi­
da y con ella iba el filósofo al comedor, se 
vertía su poción y la dejaba en reposo (cu­
briéndola con un papel para evitar que per­
diese el aroma) y luego regresaba a su 
estudio en espera de la llegada de sus hués­
pedes, a quienes en el último periodo de su 
vida sólo recibía vestido de etiqueta.
Así, pues, llegamos otra vez a la hora 
de la comida, y con ello el lector tiene una 
idea completa del dia de Kant. Para él, esa 
monotonía no era pesada, y probablemente 
contribuyó, con la uniformidad de su die­
ta, a prolongar su vida. No es de extrañar, 
por consiguiente, que llegase a considerar 
su salud y su ancianidad como el producto, 
en gran parte, de sus propios y continuos 
esfuerzos. Hablaba de esto como un artis­
ta gimnasta que durante ochenta años hu­
biese pasado con el balancín la cuerda floja 
de la vida, conservando siempre el equi­
librio entre uno y otro lado. Y lo cierto 
es que, a pesar de las enfermedades a que 
su constitución le exponía, mantuvo triun­
falmente su posición en la vida.
Esa preocupación por su salud explica 
el interés que sentía por los nuevos descu­
brimientos en medicina y por las nuevas 
formas según las cuales se consideraban 
los antiguos. Como obra de gran alcance 
en ambos aspectos, consideraba la obra 
del físico escocés Brown, o sea la teoría
26
brulloniana, según se denominaba latini­
zando el nombre del autor. No bien W ei- 
kard la adoptó y la popularizó en Alema­
nia. Kant se familiarizó con sus detalles. 
Considerábala no sólo como un gran avance 
en medicina sino en el aspecto humano en 
general, y veía en ello un proceso análogo 
al seguido por la naturaleza humana en 
otras cuestiones importantes, o sea una as­
censión continua hacia lo más trabajado y 
complejo, para volver luego atrás sobre 
sus pasos en busca de lo más sencillo y ele­
mental. Los "Ensayos” del Dr, Beddoe so­
bre la curación de la tuberculosis pulmonar 
y el método curativo de Reich para las fie­
bres, hicieron también en él impresión pro­
funda; impresión que decayó, no obstante, 
cuando esas novedades comenzaron a per­
der crédito, especialmente la última. Por lo 
que se refiere al descubrimiento de Jenner 
sobre la vacuna, no estaba tan bien dis­
puesto en su favor, pues temía peligrosas 
consecuencias de la absorción de un mias­
ma tan virulento por la sangre, o, por lo 
menos, por la linfa humana; y en todo caso, 
consideraba que, como garantía contra la 
infección variolosa, requería un largo pe­
ríodo de prueba. Por muy faltas de base 
que estuviesen todas estas consideraciones, 
era muy agradable oír la abundancia de 
argumentos y de analogías que sacaba en 
su apoyo. Una de las materias que más le 
ocuparon en las postrimerías de su vida, 
fue la teoría y los fenómenos del galvanis­
mo, que nunca, sin embargo, dominó por 
completo. El libro de Augustín sobre este 
asunto fue el último que leyó, y el ejem-
27
piar que utilizó conserva todavía las notas 
marginales que le puso, y en las que expo­
nía dudas, preguntas y sugerencias.
Los achaques de la edad comenzaron a 
manifestarse en diversas formas. Kant, al 
mismo tiempo que poseía una retentiva pro­
digiosa para todo lo intelectual, desde su 
juventud había demostrado ser muy des­
memoriado en todo lo concerniente a la vi­
da ordinaria. Se recordaban de ello varios 
ejemplos desde su infancia, y ahora, al co­
menzar su infancia postrera, esta debilidad 
fue en aumento de una manera sensible. 
Uno de los primeros síntomas consistió en 
referir la misma historia varias veces du­
rante el día. Esta falta de memoria se acen­
tuó de tal modo que no escapó a su pers­
picacia, y para remediarlo anotó índices, o 
relación de temas para la conversación dia­
ria, en tarjetas, sobres y pedazos de papel 
que encontraba a mano. Pero estos recor­
datorios se acumularon en tal grado y se 
perdían tan fácilmente y no se encontraban 
en el momento preciso, que le aconsejé 
se proporcionara un cuaderno que aún se 
conserva y registra algunas pruebas con­
movedoras de su consciente debilidad. Co­
mo suele ocurrir en muchos casos pareci­
dos, guardaba vivo el recuerdo de remotos 
sucesos de su vida, y era capaz de repetir 
largos pasajes de poemas alemanes y lati­
nos, especialmente de la E n eida, mientrasque las palabras que acababa de pronun­
ciar momentos antes se habían borrado de 
su memoria. Lo pasado se presentaba con
28
la limpidez y la viveza de una cosa actual, 
y, en cambio, lo presente se borraba y per­
día en la obscuridad de la lontananza.
Otra prueba de su decadencia mental 
fue la forma en que comenzó a teorizar. 
Todo lo atribuía a la electricidad. Por 
^quel tiempo hubo una extraña mortalidad 
entre los gatos de Viena, Basilea, Copen­
hague y diversas localidades muy apartadas 
unas de otras. Como los gatos son ani­
males muy eléctricos, atribuyó naturalmen­
te la epidemia a la electricidad. Al mismo 
tiempo le pareció que prevalecía una for­
mación determinada de nubes y lo consi­
deró como otra prueba de su teoría eléctri­
ca. También achacó a esto sus dolores de 
cabeza, que, sin duda, eran debidos a la 
ancianidad. Sus amigos no tuvieron inte­
rés en quitarle estas manías, pues como el 
carácter del tiempo (y por consiguiente el 
de la distribución general de la energía 
eléctrica) prevalece durante un ciclo de 
años, con el término de dicho ciclo hubie­
ra cabido esperar un alivio de sus males, 
y él se hubiese desilusionado al no ver con­
firmadas sus esperanzas.
No vaya a creer el lector que al acha­
car, en este caso especial, su estado deca­
dente al de la atmósfra, Kant lo hiciese por 
vanidad o por resistirse a reconocer la rea­
lidad. Nada de eso: conocía perfectamen­
te su condición, y, ya en 1799, le oí decir 
en una reunión de amigos: C aballeros, soy 
viejo, y débil, e infantil, y d ebéis tratarme 
como a un niño. Tampoco hay que suponer 
que temía la proximidad de la muerte, ya 
que parecía acecharle la apoplejía, a juz-
29
gar por sus dolores de cabeza. No era este 
el caso, pues vivía en un estado continuo 
de resignación y dispuesto a aceptar cual­
quier designio de la Providencia. C aballe­
ros, les dijo un día a sus huéspedes, no 
temo morir. Os aseguro, com o si estuviése­
mos en la presencia d e D ios, que si esta 
noche me llegara repentinamente la am ena­
za d e muerte, la oiría con calma, levanta­
ría las manos al cielo g exclam aría: ‘‘¡Ala­
bado sea Dios!” Pero, si hubiese la menor 
probabilidad d e que alguien me dijera: 
“Has vivido ochenta años y en ese tiempo 
has hecho muchos daños a tus compatrio­
tas”, mi actitud sería probablem ente muy 
distinta. Quien le haya oído hablar a Kant 
de su muerte será testigo del tono de gran 
sinceridad que en tales ocasiones daba a 
sus palabras y a sus gestos.
Otro síntoma de la decadencia de sus 
facultades era que había perdido por com­
pleto la exacta medida del tiempo. Un mi­
nuto, o sin exagerar, un espacio de tiempo 
aún más corto, tenía, en su aprehensión de 
las cosas, una duración excesiva. De ello 
puedo dar un ejemplo curioso, que se re­
petía con frecuencia. Al comenzar el últi­
mo año de su vida dió en la costumbre de 
tomar, en acabando de comer, una taza de 
café, especialmente los días en que yo for­
maba parte de sus comensales; y era tal la 
importancia que concedía a este pequeño 
placer, que incluso anotaba en un memo­
rándum que al día siguiente me correspon­
día comer con él y que, por consiguiente, 
habría café. Ocurría a veces que el inte­
rés de la conversación hacía que pasara
30
el tiempo en que habitualmente sentía ne­
cesidad de tomarlo, cosa que yo prefería, 
por temer que esa bebida, a la que no estaba 
acostumbrado, le perturbase por la noche. 
Pero no ocurría así, y pronto comenzaba 
la comedia. El café debía ser traído en el 
mismo instante, frase que continuamente 
tenía en los labios en sus últimos años; y 
las expresiones de impaciencia eran tan vi­
vas, aunque por costumbre correctas, y de 
tal ingenuidad, que no podíamos menos 
de sonreímos. Previniendo lo que había de 
ocurrir, yo había tomado de antemano 
todas las medidas: el café estaba moli­
do, el agua hirviendo, y al momento de ser 
avisado, el sirviente debía echar como una 
flecha el café en el agua. Sólo había que 
esperar unos instantes para darle el tiem­
po de hervir; pero esa breve espera se le 
hacía a Kant interminable. Todas nuestras 
frases tenían la réplica adecuada, Si le de­
cíamos: Q uerido profesor, van a traer el 
café al momento. ¡Van a traer! E so es lo 
malo, que van a traerlo. Al decirle otro: 
E l ca fé viene en seguida. Si, replicaba, d e 
aqui a una hora; eso es lo que vamos a e s ­
perar. Luego adoptaba un aire estoico y 
exclamaba: ¡Bah! al fin y a l cabo hemos 
d e morir, no hay m ás remedio, y en el otro 
mundo, ¡a D ios gracias!, no se toma café 
y, por lo mismo, no hay que aguardarlo. 
Otras veces se levantaba del sillón, abría la 
puerta y gritaba con voz débil, como si hi­
ciese un llamamiento a los últimos huma­
nos: ¡Café, café! Y cuando, por fin, se oían 
los pasos del criado que subía las escale­
ras, se volvía hacia nosotros, y con la ale-
31
gría de un marinero encaramado en el palo 
mayor, exclamaba: ¡Tierra, tierra! Am igos 
míos, ¡veo tierra!
Esa decadencia general de las faculta­
des de Kant, tanto activas como pasivas, 
determinó gradualmente una revolución en 
sus costumbres. Hasta entonces, según ten­
go dicho, se acostaba a las diez para le­
vantarse antes de las cinco. Siguió levan­
tándose a la misma hora, pero se metía en 
cama a las nueve y a veces antes. Le fue 
tan bien esa adición a las horas de descan­
so, que le pareció haber encontrado la ma­
nera de restaurar la naturaleza humana; 
pero luego, aunque siguió ampliándola, no 
consiguió lo que esperaba. Sus paseos se 
limitaban ahora a dar vueltas por los Jar­
dines del Rey. que no distaban mucho de 
su casa. Para caminar con más firmeza, 
adoptó una manera especial de dar el paso; 
avanzaba el pie, no adelante y oblicuamen­
te, sino perpendicularmente y dando una 
especie de golpe, para asegurarse una ma­
yor base. A pesar de esta precaución, una 
vez se cayó en la calle. No le fue posible 
levantarse, y dos señoritas que presencia­
ron el accidente corrieron a ayudarle. Con 
su habitual cortesía les dio calurosamente 
las gracias, y le ofreció a una de ellas una 
rosa que por casualidad llevaba en la mano. 
Aquella joven no conocía personalmente 
a Kant, pero quedó encantada con el ob­
sequio y conservó la rosa como un frágil 
recuerdo de su breve relación con el gran 
filósofo.
Supongo que este accidente fue la causa 
de que renunciase en lo sucesivo a todo
32
ejercicio. Todos los trabajos, incluso la lec­
tura, hacíalos ahora con lentitud y con es­
fuerzo manifiesto; y los que requerían un 
esfuerzo físico considerable se le hicieron 
fatigosísimos. Los pies se negaban de más 
en más a cumplir su cometido; se caía mu­
chas veces, tanto al caminar por la habita­
ción como estando simplemente en pie; sin 
embargo, rara vez se hacía daño en estas 
caídas, y las tomaba a risa, diiciendo que 
le era imposible herirse a causa de la lige­
reza extrema de su persona, que, en ver­
dad. era entonces la sombra de un hombre. 
Con frecuencia, y sobre todo por la maña­
na, se caía dormido en su sillón, de puro 
cansado y agotado; y en tales ocasiones 
corría el peligro de caerse al suelo, del que 
era incapaz de levantarse por sí mismo, 
permaneciendo en él hasta que entrara en 
la habitación un sirviente o un amigo. Pos­
teriormente se evitaron esas caídas colo­
cando en el sillón como un soporte o ba­
randilla circular que se cerraba por su parte 
central.
Tan inoportuna somnolencia le exponía 
asimismo a otro peligro. Repetidas veces, 
mientras leía, se le caía la cabeza sobre las 
velas, y el gorro de dormir de algodón que 
llevaba ardía al momento. Siempre que esto 
ocurría, Kant demostraba gran presencia 
de ánimo. Sin temer el dolor, cogía el go­
rro en llamas, se lo quitaba de la cabeza 
y lo arrojaba al suelo para pisotearlo. Sin 
embargo, como al hacerlo corría peligro 
de que se le prendiese el fuego a la bata, 
le hice cambiar la forma del gorro, le con­
vencí de que colocara las velas de otra
33
manera e hice que tuviera siempre un va­
so grande de agua al alcancede la mano. 
Así logré alejar un peligro que muy pro­
bablemente hubiese sido fatal para él.
★ ★ ★
A juzgar por los prontos de impaciencia 
que he mencionado referentes al café, había 
motivos para suponer que, a medida que 
aumentasen los achaques y dolencias de 
Kant, fuesen asimismo en aumento su vo­
luntariedad y la obstinación natural de su 
carácter. Por mi parte, me tracé, en con­
secuencia, una norma de conducta futura 
en aquella casa; y fue la de no consentir 
jamás que mi veneración por él influyera 
lo más mínimo en lo que yo considerase 
conveniente para su salud. En los asuntos 
de importancia no había de acatar su espe­
cial humor, sino resolverlos en la práctica 
puramente según mi particular y leal pun­
to de vista. En caso de no lograrlo así, es­
taba decidido a marcharme al instante y 
declinar toda responsabilidad acerca del 
bienestar de una persona sobre la que no 
tenía ascendiente alguno. Con esta deter­
minación mía fue precisamente como me 
gané la confianza de Kant; pues no había 
nada que le disgustase tanto como la adu­
lación y la complacencia nacidas del enco­
gimiento de ánimo. A medida que aumen­
taba su chochez, era más propenso a las 
ilusiones mentales, y especialmente incu­
rrió en las más fantásticas interpretacio­
nes de la conducta de sus servidores, tra­
tándolos, por lo mismo, de la manera más
34
desconsiderada. En estos casos, yo solía 
guardar profundo silencio; pero, de vez en 
cuando, me preguntaba mi opinión, y en­
tonces no tenía empacho en decirle: Since- 
ramente. señor profesor , creo que estáis 
equivocado. ¿Lo creéis así?, replicaba con 
calma, y al mismo tiempo me preguntaba 
las razones, que escuchaba con gran pa­
ciencia y buena voluntad. Era evidente que 
una oposición firme, siempre que descansa­
ra en terreno firme y en principios sólidos, 
había de hacer impresión en él. Y también 
lo era, al mismo tiempo, que su nobleza 
de carácter tenía aún fuerza bastante para 
hacerle ver con disgusto la conformidad 
tímida y parcial con sus opiniones, incluso 
en los momentos en que sus dolencias po­
dían inclinarle a lo contrario.
Desde su juventud Kant no estaba bien 
dispuesto en favor de la contradicción. Su 
magnífica inteligencia; la brillantez de su 
conversación, fundada en parte en la vive­
za, y a veces en la causticidad de su inge­
nio, y en parte en sus prodigiosos cono­
cimientos; el aire de noble confianza que 
la posesión de estas cualidades daba a sus 
maneras; la severa pureza de su vida; todo 
ello contribuía a darle sobre los demás una 
superioridad tan grande, que excluía la 
contradicción abierta y declarada. Si algu­
na vez tropezaba con una oposición bullan­
guera e intemperada, apoyada en preten­
siones de ingenio, solía evitar con calma 
toda clase de altercado inútil y hacía des­
viar la conversación hasta lograr la aquies­
cencia de todos los presentes y hacer callar 
al controversista más osado. Y tratándo-
35
se, como se ve, de una persona tan poco 
familiarizada con la oposición, no era de 
esperar que sus deseos cediesen ante los 
míos, ya que no sin discusión, por lo me­
nos sin disgusto. Sin embargo, así fue. Pues 
no había hábito arraigado al que no renun­
ciase, si así lo exigía su salud. En todo ca­
so, tenía una costumbre excelente, y era 
que se decidía sin vacilar, ya fuese en fa­
vor de su propia opinión ya fuese de la 
ajena, y obraba sin reservas ni dobleces, 
Un plan cualquiera, por insignificante que 
fuese, adoptado según el consejo de un 
amigo, no era desvirtuado jamás por la in­
terposición importuna de su propio humor. 
Y así, en el período mismo de su decaden­
cia, reveló rasgos tan nobles y encantado­
res, que diariamente aumentaba mi afecto 
y mi veneración a su persona.
M e he referido no ha mucho a los servi­
dores de Kant, y aprovecharé la oportuni­
dad para decir algo de su ayuda de cáma­
ra Lampe. Fue una desgracia para Kant. 
con sus años y sus achaques, que este hom­
bre, al envejecer a su vez, cayera en diver­
sas debilidades. Lampe había servido en el 
ejército prusiano, y al licenciarse entró al 
servicio de Kant. En esta situación perma­
neció unos cuarenta años, y aunque siem­
pre fue torpe y estúpido, por lo menos en 
sus primeros tiempos desempeñó su come­
tido con cierta fidelidad. Pero, después, 
considerándose indispensable, por conocer 
perfectamente todas las costumbres domés-
36
ticas, y al ver la debilidad de su amo, se 
había vuelto negligente, incurriendo en 
graves irregularidades. Kant, por consi­
guiente, se vio obligado repetidas veces a 
amenazarle con despedirlo; y yo, que sa­
bía que Kant, si bien el más comprensivo 
de los hombres era asimismo el más firme 
en sus decisiones, tenía la seguridad de que, 
una vez dictada la sentencia, sería irrevo­
cable; pues la palabra de Kant era tan sa­
grada como el juramento de otro cualquie­
ra. Yo no perdía ocasión para reconvenir 
a Lampe por su conducta, y también la mu­
jer de éste uníase a mis admoniciones. Pe­
ro llegó el momento en que fue indispensa­
ble tomar una determinación, porque era ya 
peligroso dejar a Kant, que constantemente 
se caía de debilidad, al cuidado de un vie­
jo bergante, que estaba expuesto a su vez 
a caerse borracho. Lo cierto es que desde 
que me encargué de los asuntos de Kant, 
Lampe comprendió que habían terminado 
sus abusos en cuestión de dinero y todas 
las demás ventajas que le proporcionaba el 
estado decadente de su amo. Esto le exas­
peró y se volvió cada vez peor, hasta que 
una mañana, en enero de 1802, Kant me 
manifestó que, por humillante que conside­
rara su confesión, lo cierto era que Lampe 
le había tratado en una forma que sería 
vergonzoso explicar. Por mi parte, estaba 
demasiado asombrado para inquirir deta­
lles. Y el resultado fue que Kant insistió, 
de manera moderada pero firme, en el des­
pido de Lampe. Por consiguiente, fue con­
tratado sin demora un nuevo servidor, lla­
mado Kaufmann, y al día siguiente Lampe
37
recibió los despidos, señalándosele una 
buena pensión vitalicia.
Aquí debo mencionar una circunstancia 
que hace honor a la benevolencia de Kant. 
En su último testamento, considerando que 
Lampe seguiría a su servicio hasta su muer­
te, le dejó un importante legado; pero, al 
concederle la pensión, que tenía efectos in­
mediatos, fue necesario revocar aquella 
cláusula de su última voluntad, lo que hizo 
en un codicilo que comenzaba así: A con­
secuencia d e l mal comportamiento d e mi 
servidor Lam pe , creo conveniente . . . Mas 
a poco, considerando que tan clara y so­
lemne declaración perjudicaría gravemente 
los intereses de aquél, suprimió este pa­
saje y lo expresó de manera que no que­
dara rastro de su descontento. El natural 
benévolo de Kant quedó satisfecho al sa­
ber que. enmendada esta cláusula, en nin­
guno de sus escritos, públicos o privados, 
podía encontrarse manifestación alguna de 
enfado, ni nada que hiciese sospechar que 
había muerto abrigando algún sentimiento 
de hostilidad. Sin embargo, la petición que 
le hizo Lampe de un informe por escrito 
le puso en un aprieto evidente; y en aque­
lla ocasión lucharon su firmísimo e inexo­
rable amor a la verdad y los impulsos de su 
buen corazón. Durante largo tiempo per­
maneció vacilante con el certificado ante 
él, dudando en qué forma lo llenaría. Y o 
estaba presente, pero no juzgué que había 
de influir sobre su decisión en lo más mí­
nimo. Por último, cogió la pluma y lo re­
dactó en esta forma: . , . me ha serv ido lar­
go tiempo con fidelidad ( pues Kant no
38
tenía idea de que le robara) pero no ha 
dem ostrado p oseer las cualidades especia­
les que son necesarias para cuidar a un 
inválido com o yo.
Una vez transcurridas estas escenas, que 
le causaron a Kant, tan amante de la paz 
y la tranquilidad, un disgusto que pudiera 
haberse ahorrado, nada parecido ocurrió 
afortunadamente, en el resto de su vida. 
Kaufmann, el sucesor de Lampe, resultó 
ser un hombre muy recto y respetable, que 
le tomó pronto gran cariño a su amo. En 
adelante lascosas tuvieron otro aspecto en 
el interior de Kant; eliminado uno de los 
beligerantes, volvió a reinar la paz entre 
los servidores, pues en la lucha entre Lampe 
y el cocinero no había tregua. Unas veces 
era Lampe quien llevaba una guerra de 
agresión a los dominios del cocinero; otras, 
el cocinero quien se vengaba de Lampe en 
el territorio neutral del vestíbulo y hasta 
en el santuario de la despensa. El alboroto 
era continuo, y suerte tenía el filósofo de 
que le fallara el oído, pues así ignoraba 
muchas escenas violentas que fastidiaban a 
sus huéspedes y amigos. Pero ya habían 
cambiado las cosas; el silencio reinaba en 
la despensa; en la cocina no resonaban ya 
los gritos marciales y el vestíbulo no era 
ya teatro de escaramuzas. No es de extra­
ñar. sin embargo, que a los setenta y ocho 
años, los cambios, aunque fuese para me­
jorar, le desagradasen a Kant; había sido 
tal la uniformidad de su vida, que el menor 
cambio en la colocación de una pluma o de 
unas tijeras significaba para él una pertur­
bación, y no sólo que se hallasen dos o tres
39
pulgadas más allá de su lugar acostum­
brado, sino que estuviesen ligeramente ses­
gadas. Por lo que se refiere a la colocación 
de objetos de mayor tamaño, por ejemplo 
las sillas, cualquier alteración le sacaba de 
tino, y su mirada estaba fija en el desven­
turado objeto fuera de lugar, no sosegán­
dose hasta que se restablecía el orden. Dada 
esta manera de ser, fácilmente se compren­
derá qué desconcertante había de resultar 
para él, máxime en su período de decaden­
cia, adaptarse a un nuevo servidor, una 
nueva voz, una nueva forma de andar y 
de moverse.
En previsión de esto, el día antes de 
que el nuevo criado entrara en funciones, le 
di por escrito toda la rutina de la vida dia­
ria de Kant, hasta en sus más triviales de­
talles y circunstancias; y todo lo aprendió 
con mucha rapidez. Para mayor seguridad 
hice con él un ensayo general; mas, con to­
do, yo estaba intranquilo; no quise dejar a 
la discreción del "debutante” la resolución 
de las dificultades que pudieran presen­
tarse; y resolví estar presente durante todo 
el día. Cada vez que el criado vacilaba o se 
equivocaba, una mirada mía o una ligera 
indicación bastaron para ponerle en buen 
camino.
Sin embargo, una parte del ceremonial 
' diario lo desconocíamos por completo, pues 
no lo habían contemplado otros ojos mor­
tales que los de Lampe, y era el desayuno, 
Para que por mí no quedase, me presenté 
en la casa a las cuatro de la madrugada, 
Recuerdo muy bien que era el primero de 
febrero de 1802 ,A las cinco en punto apa-
40
reció Kant, y fue grande su asombro al en­
contrarme en la habitación. Acabado de 
levantarse y desconcertado a la vez por la 
vista del nuevo servidor, por la ausencia 
de Lampe y por mi presencia, no acertaba 
a comprender la finalidad de mi visita. En 
los casos difíciles se conoce a los buenos 
amigos, y yo hubiese dado cualquier cosa 
por saber qué debía hacerse entonces; pe­
ro Lampe se había llevado con él el secre­
to. Por fin, Kant se decidió, y al parecer, 
todo estaba en orden; pero le vi algo em­
barazado y violento. Le pedí permiso pa­
ra tomar con él una taza de té y después 
fumarnos una pipa, y aceptó con su habi­
tual cortesía; pero sin acabar de confor­
marse con la novedad de la situación. Yo 
estaba sentado frente a él, hasta que, por 
último, con la mayor amabilidad y excu­
sándose, me dijo que se veía precisado a 
decirme que me sentara fuera de su vista; 
que durante mucho más de medio siglo se 
había sentado solo para el desayuno, y 
que así, de repente, no se avenía a cambiar 
de costumbre; encontraba que su pensa­
miento se distraía de una manera sensible. 
Hice como él deseaba; el criado se retiró 
a la antecámara, en donde aguardó que le 
llamasen; y Kant recobró su compostura. 
La misma escena ocurrió algunos meses 
después cuando fui a visitarle en una her­
mosa mañana de verano.
De aquí en adelante todo marchó bien; 
y si por casualidad se cometía algún ligero 
error, Kant se mostraba indulgente y con­
siderado, y decía espontáneamente que no 
era de esperar de un nuevo servidor que
41
conociese todos sus gustos y costumbres. 
En un aspecto, sin embargo el flamante 
criado se adaptó a los gustos académicos 
de Kant, en forma que a Lampe no le fue 
nunca posible. Kant era muy exigente en 
materia de pronunciación, y Kaufmann de­
mostró poseer gran facilidad para pronun­
ciar debidamente las palabras latinas, los 
títulos de los libros y los nombres de los 
amigos de Kant; nada de lo cual éste había 
conseguido de Lampe, que era un cabezo­
ta insufrible. En especial me han contado 
los antiguos amigos de Kant, que durante 
los treinta y ocho años que éste tuvo la 
costumbre de leer el periódico publicado 
por Hartung, Lampe se lo entregaba a su 
amo cometiendo invariablemente el mismo 
error. Señor pro/esor —d ecía— aquí está el 
periódico d e Hartmann. Entonces saltaba 
Kant: ¡Eh! ¿Cómo? ¿Qué d ice usted? ¿El 
periód ico d e Hartmann? ¿No le tengo dicho 
que no es d e Hartmann, sino d e Hartung. 
A ver, repítalo: N o Hartmann, sino H ar­
tung. Lampe, con aire arisco y poniéndose 
tieso como un centinela, y con el mismo to­
no monótono con que hubiese dado el quien 
vive, gruñía: N o Hartmann, sino Hartung. 
¡O tra vez!, ordenaba Kant; y Lampe vol­
vía a gruñir: N o Hartmann, sino Hartung. 
¡D ígalo por tercera vez! y por vez tercera, 
el bruto de Lampe se desgañitaba desespe­
rado: N o Hartmann, sino H artung. Tan 
extravagante escena se repetía invariable­
mente las dos veces semanales que apare­
cía la revista. El viejo zote incurría siempre 
en el mismo error, de modo que se vio pre­
cisado a repetir el N o Hartmann, sino
42
Hartung trescientas doce veces al año, du­
rante treinta y ocho años consecutivos. 
No obstante, a pesar de todas las ventajas 
de Kaufmann y de su indudable superiori­
dad sobre su predecesor, Kant era de na­
tural demasiado bueno, sensible e indul­
gente con los defectos ajenos, ya que no 
con los propios, que echaba en falta la voz 
y el “viejo rostro familiar” al que se había 
acostumbrado durante cuarenta años. Y 
encontré en su libro de notas una prueba 
ejemplar de los sentimientos de Kant para 
su infiel servidor; otras personas toman no­
ta de lo que deben recordar; pero Kant 
la tomó de lo que quería olvidar y escri­
bió: M em . F ebrero 1802: el nombre d e 
Lam pe ya no d ebe ser recordado más.
En la primavera de 1802 aconsejé a 
Kant que saliera a tomar el aire. Hacía 
mucho tiempo que no había pasado la puer­
ta de su casa, y no había que pensar en que 
pasease; pero consideré que tal vez el vai­
vén del coche y el aire libre le reanimarían 
un poco. De las vistas y de los sonidos que 
trae consigo la primavera esperaba muy 
poco, pues habían dejado de afectarle. Pe­
ro sí había una manifestación primaveral 
que esperaba con tal ansiedad que casi re­
sultaba penoso verle, y era el regreso de 
un pajarillo, gorrión o jilguero, que piaba 
en el jardín y ante su ventana. Ese pájaro, 
siempre el mismo o de la misma generación, 
cantó durante muchos años en el mismo 
lugar, y Kant se impacientaba cuando el 
tiempo frío se prolongaba más de la cuen-
43
ta y retardaba su regreso. Como lord Ba- 
con, sentía un cariñó infantil por los pá­
jaros en general, y especialmente cuidaba 
de que los gorriones anidasen en las ven­
tanas de su estudio; cuando así ocurría 
(cosa frecuente, pues el silencio más pro­
fundo reinaba en la habitación) contempla­
ba sus idas y venidas con deleite y la ternu­
ra que otros conceden a los seres humanos. 
Volviendo a lo que decía, Kant no pareció 
al principio muy dispuesto a seguir mi con­
sejo de salir a la calle. “Me desplomaré 
en el coche, dijo, como un montón de tra­
pos viejos”. Pero insistí con cariñosa im­
portunidad, asegurándole que regresaría­
mos inmediatamente en el caso de que se 
fatigase. Así, pues, en un día bastante tem­
plado de principios de verano, junto con un 
antiguo amigo suyo, le acompañamosa una 
pequeña finca que yo tenía alquilada en el 
campo. Mientras rodábamos por las calles, 
Kant estaba encantado al ver que se man­
tenía erguido y soportaba muy bien los mo­
vimientos del coche, y pareció sentir un ju­
venil placer a la vista de las torres y otros 
edificios públicos que no había contempla­
do en muchos años. Llegamos al lugar de 
destino en excelente estado de espíritu. 
Kant tomó una taza de café e intentó fu­
mar un poco. Después se sentó a tomar el 
sol, escuchando embelesado el canto de las 
aves, que abundaban en aquel lugar. Co­
nocía a todos los pájaros por su canto y 
los designaba por su nombre. Al cabo de 
media hora emprendimos el regreso. Kant 
estaba aún animado, pero aparentemente 
cansado de la agitación del día.
44
En semejante ocasión, evité intencio- 
nalmente llevarle a un jardín público para 
no perturbar su diversión exponiéndole a 
la inoportunidad de la curiosidad general. 
No obstante, por todo Kónigsberg se corrió 
que Kant habia salido de paseo, y cuando 
al regreso pasaba el coche por las calles, 
la gente se precipitaba en aquel sentido. Al 
doblar la esquina de la calle donde vivía, 
la vimos abarrotada de público, y al bajar 
del coche frente a la casa tuvimos que pa­
sar entre dos murallas humanas, el amigo y 
yo sosteniéndole por ambos brazos. Al mi­
rar a la multitud, vi los rostros de varias 
personas distinguidas y de extranjeros de 
calidad, algunos de los cuales veían a Kant 
por primera vez y muchos por la última.
Al aproximarse el invierno de 1802-3 se 
quejó más que nunca de su mal de estóma­
go, que ningún médico supo remediar, ni 
siquiera explicar. El invierno pasó entre 
lamentaciones: estaba cansado de la vida 
y deseaba llegase la hora de la liberación. 
N o le sirvo ya al mundo para nada , decía , 
y soy una carga para mí mismo. A menudo 
yo procuraba animarle con el proyecto de 
excursiones para el verano, y él lo consi­
deraba con tanto interés que las clasificó 
según una escala: l 9 paseos: 29 excursiones: 
3 9 viajes. Kant esperaba con verdadera im­
paciencia la llegada de la primavera y el 
verano, no por sus especiales atractivos, 
sino porque son las estaciones propias para 
las salidas. En su libro de notas escribió: 
L os tres m eses d e verano son junio, julio y 
agosto, significando con ello que eran los 
más adecuados para viajar. Y en su con-
45
versación expresaba tan febrilmente sus 
deseos, que todos sentíamos por él profun­
da simpatía y hubiésemos deseado conocer 
algún medio mágico de anticipar la llegada 
de aquellas estaciones.
Durante el invierno calentamos con fre­
cuencia su habitación. En ella era donde 
conservaba su reducida colección de libros, 
unos cuatrocientos cincuenta volúmenes, la 
mayor parte con dedicatorias de los auto­
res. Parace raro que Kant, que tanto leía, 
no tuviese una librería más extensa; pero 
en verdad no la necesitó, por haber sido 
en su juventud bibliotecario de la Bibliote­
ca Real del Castillo, y desde entonces ha­
bía gozado de la liberalidad de su editor 
Hartnoch ( quien a su vez se aprovechó de 
la generosidad con que Kant le cedió los 
derechos de sus obras) el cual le facilitaba 
la primera lectura de todos los libros que 
aparecían.
Al finalizar el invierno de 1803 Kant 
empezó a quejarse de sueños desagradables, 
a veces terroríficas pesadillas que le des­
pertaban presa de gran agitación. Muchas 
veces, algunas melodías oídas en su juven­
tud en las calles de Kónigsberg resonaban 
en sus oídos con insistencia molesta y no 
podía desprenderse de ellas ni con un es­
fuerzo de abstracción. Por este motivo per­
manecía desvelado muchas horas, y cuando 
al cabo lograba conciliar el sueño, era para 
despertar a poco con sobresalto. Casi to­
das las noches el cordón de la campanilla 
situada en la habitación del piso de enci-
46
ma, en donde su criado dormía, era sacu­
dido violentamente; y por mucha prisa 
que aquél se diera, siempre llegaba tarde 
y encontraba a su amo fuera de la cama y 
a veces huyendo despavorido hacia otra 
habitación. La debilidad de sus piernas le 
exponía a tan peligrosas caídas, que le con­
vencí, aunque con mucha dificultad, de que 
hiciese dormir al criado en su mismo cuarto.
La afección del estómago, de la que pro­
cedían tan terribles sueños, se volvió más 
y más angustiosa. Kant ensayó varios re­
medios que antes había condenado tales 
como la nafta, unas gotas de ron en un te­
rrón de azúcar, etc. Pero esto no eran sino 
paliativos, pues su edad avanzada excluía 
la posibilidad de una curación radical. Sus 
sueños eran cada vez más terroríficos, y 
sólo algunas escenas de ellos hubiesen bas­
tado para componer terribles tragedias, 
siendo tan profunda la impresión que le 
causaban que le duraba muchas horas. En­
tre otros fantasmas más raros e inexplica­
bles, veía constantemente, en sueños, asesi­
nos que se aproximaban a su cama, y era 
tal su agitación, que al despertarse a me­
dias tomaba por un asesino al criado que 
acudía para aliviarle. Durante el día solía­
mos conversar acerca de esas ilusiones noc­
turnas, y Kant, con su estoica aversión a 
las debilidades nerviosas de toda clase, se 
reía de ellas. Para afirmarse en su resolu­
ción de combatirlas, anotó en su libro de 
memorias: N o amilanarse ante los pánicos 
nocturnos. Sin embargo, a sugerencia mía, 
encendió la luz en su habitación, de mane­
ra que no le diese en el rostro. Al principio
47
le causó gran molestia, pero luego se fue 
acostumbrando; y el mero hecho de que se 
acostumbrase demostró el gran trastorno 
que habían causado en él los sueños. Has­
ta entonces, la obscuridad más completa y 
el silencio más absoluto eran la base in­
dispensable de su descanso: ninguna pi­
sada debía aproximarse a su habitación, y 
por lo que hace a la claridad, el menor rayo 
de luz que penetrase por las rendijas de 
los postigos le causaba desasosiego. Por lo 
mismo, su habitación estaba herméticamen­
te cerrada, día y noche. Pero ahora la obs­
curidad le causaba terror y el silencio le 
oprimía. Además de la luz, puso en su dor­
mitorio un reloj de péndulo. Pero el sonido 
demasiado fuerte le molestaba, y lo amor­
tiguó poniéndole una funda al martillo. 
Después de esto, su tictac acompasado y 
las campanadas de las horas, constituyeron 
para él una compañía.
Por aquel tiempo, o sea en la primavera 
de 1803. Kant empezó a perder el apetito, 
y yo lo consideré como un mal síntoma. Al­
gunos afirmaban que Kant comía demasia­
do para su edad. Y o no lo creía así, pues 
sólo hacía una comida al día y no bebía 
cerveza. De esta bebida, me refiero a la 
cerveza negra y fuerte, era enemigo acérri­
mo. Cuando alguno moría prematuramen­
te, Kant solía decir: Presum o que bebía 
dem asiada cerveza. Y cuando sabía de al­
guien que estaba indispuesto, preguntaba: 
Pero, ¿es que bebe cerveza? Y según se le 
contestase, hacía su pronóstico. La cerve-
48
za fuerte, desde lueqo, considerábala como 
un veneno lento. Voltaire, dicho sea de 
paso, le contestó una vez a un médico que 
calificaba también al café de veneno lento. 
T en éis razón, amigo mío, es un veneno 
lento, terriblemente lento, porque hace se­
tenta años que lo tomo y todavía no me ha 
m atado. Pero esta respuesta, tratándose de 
cerveza, no la hubiese admitido Kant.
El aniversario de su nacimiento, el 22 
de abril de 1803, el último que había de 
ver, fue celebrado en compañía de todos 
sus amigos. Esta fiesta la consideró desde 
mucho antes con gran expectación y se de­
leitaba al oír hablar de los preparativos. 
Pero, cuando llegó el día, la ansiedad y la 
tensión a que se había visto sometido le 
dejaron apabullado. Procuró parecer di­
choso, mas el bullicio de una sociedad nu­
merosa le fatigó y le mareó, y se veía que 
hacía un esfuerzo de espíritu. Pareció más 
satisfecho cuando se marcharon los invita­
dos y se desvestía en su habitación. Enton­
ces habló complacido de los presentes, que, 
según costumbre, hizo a los servidores con 
tal ocasión; pues Kant no era feliz si no 
veía dichosos a cuantosestaban a su alre­
dedor. Le gustaba mucho hacer regalos; 
pero, al mismo tiempo, no toleraba los efec­
tos teatrales estudiados, el acompañamien­
to de exagerados cumplidos y el aparato 
sentimental con que suelen hacerse en Ale­
mania los regalos de aniversario. En todo 
esto su gusto varonil encontraba algo de 
blandura y ridiculez.
★ ★ ★
49
En esto llegó el verano de 1803, y un 
día, al hacerle a Kant mi visita acostum­
brada. me sorprendió en gran manera el 
ver que, con mucha seriedad, me encomen­
daba procurarme los fondos necesarios para 
un largo viaje al extranjero. No hice obje­
ción alguna; pero le pregunté cuáles eran 
los motivos que tenía para formar aquellos 
planes, a lo que contestó que era a causa 
de las sensaciones penosas que sentía en 
el estómago, las cuales se habían vuelto 
intolerables. Conociendo la influencia que 
siempre tuvo sobre Kant la cita de un poe­
ta latino me limité a contestarle: “Post 
equitem sedet altra cura”; y por el mo­
mento no dijo nada más. Pero la patética 
y conmovedora ansiedad con que de conti­
nuo suspiraba por el buen tiempo, me hizo 
pensar que sus deseos debían ser por lo 
menos en parte satisfechos; y en consecuen­
cia, le propuse repetir la pequeña excur­
sión que habíamos hecho el verano ante­
rior a mi casa de campo. V am os a cualquier 
parte, dijo, con tal que sea lejos. A fines 
de junio realizamos el proyecto. Al ocupar 
el coche, la orden del día que dio Kant 
fue ésta: Distancia, distancia. V am os lo 
m ás lejos posib le ; pero, no bien pasamos 
las puertas de la ciudad, la jornada empe­
zó a parecerle demasiado larga. Al llegar 
a la quinta, nos esperaba el café; y apenas 
lo hubo tomado, ordenó que avanzara el 
coche. El camino de regreso se le hizo inso­
portablemente largo, por más que lo reali­
zamos en menos de veinte minutos. ¿Esto 
no acabará nunca?, preguntaba a cada mo­
mento; y fue grande su alivio al verse nue-
50
vamente en su estudio y descansando en 
su lecho. Por aquella noche durmió muy 
tranquilo y sin pesadillas.
Pronto, sin embargo, volvió a hablar de 
viajes a países remotos. Para darle gusto, 
repetimos varias veces aquella excursión; y 
aunque siempre regresaba desengañado, 
pues era mucho mayor el placer imaginado 
que el que en verdad experimentaba, lo 
cierto es, que, en resumen, las excursiones 
eran salutíferas para su espíritu. En par­
ticular, la quinta misma, situada al abrigo 
de altos alisos, en el fondo de un valle si­
lencioso y solitario por el que serpenteaba 
un arroyo cuyos murmullos recreaban el 
oído, encantaba a Kant. Una vez, a causa 
de la posición casual de las nubes y de la 
luz, aquel paisaje pastoral le trajo viva­
mente el recuerdo, por mucho tiempo dor­
mido, de una deliciosa mañana de verano 
de su juventud, pasada a orillas de un ria­
chuelo que discurría por las posesiones de 
un amigo querido, el general von Lossow. 
La fuerza de la impresión fue tal, que le 
pareció revivir aquella mañana, pensando 
lo que entonces pensaba y conversando 
con muy amados amigos que ya no exis­
tían.
La última excursión de Kant fue en 
agosto de aquel año, no a mi quinta, sino 
al parque de un amigo. Aquel día manifes­
tó gran impaciencia. Habíamos convenido 
que nos encontraríamos con dicho amigo 
en la posesión de éste, y yo le acompañé 
con otros dos caballeros. Pero sucedió que 
nuestra comitiva llegó primero y tuvimos 
que esperar. Era tal, sin embargo, la impa-
51
ciencia de Kant, y tan erróneo su cálculo 
del tiempo que a los pocos minutos creyó 
que habían transcurrido varias horas, y 
quiso regresar sin esperar al amigo. Con 
esta mala impresión regresamos a casa; y 
tal fue el último viaje que hizo Kant en 
este mundo.
Al principio del otoño empezó a fallarle 
la vista del ojo derecho, pues la del iz­
quierdo hacía ya tiempo que la tenía per­
dida. Por cierto que descubrió esta pérdi­
da por casualidad. Un día, yendo de paseo, 
sentóse a descansar en un banco, y se le 
ocurrió comparar la vista de ambos ojos; 
cogió un periódico que llevaba en el bol­
sillo y quedó sorprendido al percatarse de 
que con el ojo izquierdo no veía una sola 
letra. En los comienzos de su vida tuvo 
dos afecciones de los ojos; en una ocasión, 
al regresar de un paseo, vio los objetos 
dobles durante mucho tiempo; y por dos 
veces se quedó enteramente ciego. Los 
oculistas dirán si estos accidentes son co­
munes o no; lo cierto es que no le causa­
ron a Kant mayor perturbación, pues hasta 
que la ancianidad hizo bajar de tono sus 
facultades, siempre había vivido en una 
actitud de estoica resignación, dispuesto a 
aceptar lo peor que pudiese ocurrirle. En­
tonces me asustó pensar en el penoso gra­
do de dependencia en que se hallaría si 
dicha afección se agravaba, si llegaba a per­
der por completo la vista. Escribía ya con 
gran dificultad; y en realidad su escritura 
era parecida a los ensayos que se hacen
52
con los ojos cerrados. A causa de su cos­
tumbre de estudiar solo, no le gustaba oír 
leer a los demás; y diariamente me apesa­
dumbraba con sus patéticas súplicas de que 
le buscase unos lentes apropiados. Hice 
cuanto estaba en mi mano y mandé buscar 
a los mejores ópticos, pero todo fue inútil.
En el último año de su vida. Kant no 
gustó recibir visitas de forasteros, y salvo 
circunstancias muy especiales, las declinó. 
Por mi parte, confieso que pasaba grandes 
apuros al ver a los viajeros que se desvia­
ban de su camino para visitarle. Si me ne­
gaba obstinadamente, parecía que trataba 
de darme importancia. Debo reconocer, sin 
embargo, que excepto en algunos casos de 
franca importunidad y de expresiones or­
dinarias de baja curiosidad, sólo presen­
cié el más delicado reconocimiento y la más 
sincera condolencia por las tristes condicio­
nes en que se hallaba el glorioso anciano. 
Al entregar sus tarjetas. los presuntos vi­
sitantes solían acompañarlas con algún 
mensaje en el que manifestaban que de 
buen grado renunciaban al placer de ver­
le, con tal de no causarle molestias. Las 
visitas, en verdad, le molestaban mucho, 
porque le dolía presentarse en tan lamen­
table estado, cuando se sentía incapaz de 
corresponder a las atenciones que se le te­
nían. Algunos visitantes, sin embargo, eran 
admitidos, según sus especiales condicio­
nes y el estado en que entonces se hallaba 
Kant. Entre éstos, recuerdo que estuvo 
muy complacido con la visita de M. Otto, 
que fue quien firmó el tratado de paz en­
tre Francia e Inglaterra, junto con lord
53
Liverpool. También se me viene a la memo­
ria un joven ruso, por el entusiasmo exce­
sivo (aunque yo creo que sincero) que 
demostró. Al ser introducido avanzó apre­
suradamente hacia Kant, le cogió ambas 
manos y las besó. Kant, que por su trato 
frecuente con sus amigos ingleses tenía 
mucho de reserva británica y detestaba las 
escenas, pareció encogerse ante un saludo 
tan expresivo y mostró cierto embarazo. 
Creo, no obstante, que los sentimientos de 
aquel joven eran verdaderos, pues al día 
siguiente volvió, se interesó por la salud de 
Kant, preguntó con insistencia si la vejez 
le era muy penosa, y mostró vivos deseos 
de llevarse algún recuerdo. Por casualidad 
el criado encontró un breve fragmento su­
primido del manuscrito original de Kant 
sobre “Antropología”, y se lo dio con mi 
consentimiento. El joven lo cogió con en­
tusiasmo, lo besó y le dio al criado un dó­
lar que llevaba encima; y no contento con 
esto se quitó el chaleco y la chaqueta y le 
obligó al sirviente a aceptarlos. Kant, que 
por su carácter sencillo no veía con agrado 
las extravagancias sentimentales, no pudo 
menos de sonreírse complacido al enterar­
se de la ingenuidad y el entusiasmo de su 
joven admirador.
Llegamos ahora a un suceso de la vida 
de Kant, con el que se inicia la última eta­
pa. El día 8 de octubre de 1803, por la pri­
mera vez desde su juventud, cayó grave­
mente enfermo. Cuando estudiaba en la 
universidad, una vez sufrió calenturas in-
54
termitentes que cedieron, no obstante, con 
un régimen de ejercicio; y posteriormentetuvo algunos dolores a consecuencia de una 
contusión en la cabeza. Pero con estas dos 
excepciones (si es que pueden considerar­
se como tales) no había estado enfermo, 
propiamente hablando. La causa de su en­
fermedad actual era la siguiente: el apeti­
to era últimamente muy irregular, o mejor 
diría caprichoso, y sólo le gustaba el pan 
con mantequilla y el queso inglés. El 7 de 
octubre comió más que de costumbre, a pe­
sar de mis advertencias y de las de un ami­
go que comía con nosotros. Por primera 
vez, pareció molestarle mi interés y creí 
comprender que consideraba que yo me 
excedía en mis atribuciones. Afirmó que 
aquel queso jamás le había hecho daño, y 
que no se lo haría entonces tampoco. No 
me quedó otro remedio que callarme y de­
jar que hiciese su voluntad; pero las conse­
cuencias fueron las que yo presumía: una 
noche intranquila y una grave enfermedad. 
A la mañana siguiente todo ocurrió según 
costumbre, hasta las nueve, hora en que 
Kant, que iba apoyado del brazo de su 
hermana, se cayó repentinamente al suelo, 
sin sentido. Me enviaron, corriendo, un re­
cado y acudí a la casa. Le encontré en la 
cama (que ya no estaba en el estudio) mu­
do e insensible. Y o había avisado ya al 
médico; pero, antes de que éste llegase, los 
esfuerzos de la naturaleza hicieron que el 
enfermo se recobrase un tanto. Al cabo de 
una hora abrió los ojos y pronunció pala­
bras ininteligibles, hasta que al atardecer 
se reanimó un poco y empezó a hablar con
55
sentido . . . Por la primera vez en su vida 
estuvo durante unos días recluido en la ca­
ma y sin probar alimento. El día 12 de 
octubre, tomó algo. El quería comer sus 
manjares favoritos; pero yo me opuse termi­
nantemente, con riesgo de desagradarle. 
Le expuse las consecuencias de su último 
capricho, de lo cual afirmó no tener el me­
nor recuerdo. Escuchó muy atentamente 
cuanto le dije y con mucha calma me ma­
nifestó su convencimiento de que yo esta­
ba por completo equivocado; pero, por 
aquella vez, se sometió. Sin embargo, algu­
nos días después, me enteré de que había 
ofrecido un florín por un poco de queso, y 
luego un dólar y aún más. Al ver que se le 
negaba, se quejó amargamente; mas poco 
a poco se desacostumbró de pedirlo, si bien 
a veces daba a entender involuntariamente 
con qué afán lo deseaba.
El 13 de octubre reanudó sus comidas 
acostumbradas y se consideró convalecien­
te; pero raras veces recobró la tranquilidad 
de espíritu que había conservado hasta el 
último ataque. Hasta entonces le habia 
gustado prolongar la sobremesa de la úni­
ca comida que tomaba, o según expresaba 
con clásica frase coenam ducere; mas ahora 
era dificil correr tanto como sus deseos. 
Después de la comida, que terminaba so­
bre las dos, se iba derechamente a la cama 
y de vez en cuando se adormilaba, si bien 
le despertaban las pesadillas y los sueños 
terríficos. A las siete de la tarde comenza­
ba un período de desesperación, el cual du­
raba hasta las cinco o las seis de la ma­
drugada, y aún más; y así terminaba la
56
noche, alternativamente levantado y acosta­
do, a ratos tranquilo, mas por lo general 
presa de gran agitación.
Hízose ya necesario que alguien le ve­
lase, pues su sirviente llegaba a la noche 
fatigado por los trabajos del día; y nadie 
pareció más apropiado para esta misión 
que su propia hermana, tanto por haber re­
cibido de él una pensión espléndida como 
por ser su más próxima parienta y por con­
siderarse necesario que ella viese de cerca 
los cuidados y las comodidades proporcio­
nadas a su ilustre hermano en sus últimos 
tiempos, y que eran todo cuanto podía de­
searse. Por consiguiente, se acudió a ella, 
y aceptó velarle alternando con el criado. 
Se le puso mesa apárte y se le aumentó 
considerablemente la pensión. Resultó ser 
una señora de muy buen carácter, que no 
creó ningún conflicto con los sirvientes y 
que pronto se ganó la estima de su herma­
no con la modestia y discreción de sus ma­
neras. Y debo añadir que también con el 
afecto verdaderamente fraternal que le de­
mostró hasta sus últimos momentos.
El percance del 8 de octubre afectó gra­
vemente las facultades de Kant, pero no 
las aniquiló. Durante breves intervalos las 
nubes parecían obscurecer aquella magní­
fica inteligencia, pero luego volvía a bri­
llar como antes. Durante esos momentos 
de recobro, su habitual bondad se mani­
festaba, y expresaba a todos en forma con­
movedora su gratitud por la pena que se 
daban y sus sentimientos por las molestias 
que les ocasionaba. Por lo que se refiere a 
su criado, demostró especial interés en que
57
se le remunerase con liberalidad y me instó 
para que no fuese mezquino con él. Lo cier­
to es que Kant fue siempre muy rumboso 
y no perdía ocasión de manifestar su dis­
gusto al comentar actos o hábitos de taca­
ñería. Los que sólo le veían en la calle 
creían que no era dadivoso porque, por 
principio, se negaba a socorrer a los po­
bres vulgares. Mas, por otra parte, era muy 
espléndido con las instituciones públicas de 
beneficencia; y también en secreto soco­
rría a sus conocidos indigentes, de una 
manera mucho más liberal que lo que de 
él podía esperarse. Nos enteramos enton­
ces de que eran muchos los pensionistas 
que tenía a su cargo, cosa que todos desco­
nocíamos hasta que lá ceguera y otras do­
lencias hicieron que yo me viese obligado 
a pagar esos socorros. Es preciso consig­
nar, asimismo, que la fortuna entera de 
Kant (la cual aparte de sus retribuciones 
oficiales no excedía de veinte mil dólares) 
era el producto de sus dignos trabajos por 
espacio de sesenta años, y que en su ju­
ventud había sufrido todas las penalidades 
de la escasez, si bien jamás le debió nada 
a nadie. Esta circunstancia, que excusaría 
su aprecio del dinero, realza más todavía 
el mérito de su munificencia.
En diciembre de 1803 ya fue incapaz de 
firmar. La vista había disminuido tanto 
que en la mesa no encontraba la cuchara 
sin auxilio; y cuando yo comía con él le cor­
taba la comida en el plato y luego le guiaba 
la mano para que cogiese el cubierto. Sin 
embargo, su inhabilidad para firmar no pro­
cedía Unicamente de la ceguera: era que.
58
a causa de su falta de memoria, no recor­
daba las letras que componían su nombre, 
y cuando se le indicaban éstas, entonces 
lio acertaba a representarse en su imagi­
nación la figura de las letras. A fines de 
noviembre observé que esa incapacidad 
iba rápidamente en aumento, y en previ­
sión le hice firmar todos los recibos que 
pudiese necesitar hasta fin de año; y pos­
teriormente, por mi consejo, y en evitación 
de conflictos, me concedió poderes legales 
para que yo firmase en su nombre.
A pesar del estado lamentable de Kant, 
había de vez en cuando en su casa momen­
tos de regocijo social. Su cumpleaños se 
había celebrado siempre con solemnidad. 
Algunas semanas antes de su muerte, está­
bamos calculando el tiempo que faltaba para 
el próximo, y para alegrarle con la esperan­
za de la fiesta que con tal motivo celebraría­
mos, le dije: T od os vuestros am igos se re­
unirán para beber una copa d e champaña 
a vuestra salud. E so , repuso, ha d e ser al 
momento; y no estuvo tranquilo hasta que 
nos juntamos todos. Bebió una copa de 
vino con nosotros, y con gran elevación de 
espíritu celebró por anticipado un cum­
pleaños que no tenía que presenciar.
Sin embargo, en las últimas semanas de 
su vida se operó un cambio muy grande 
en el tono de su espíritu. En la mesa, en 
donde siempre reinaba la jovialidad, había 
ahora un melancólico silencio, pues le eno­
jaba que conversaran privadamente sus 
dos compañeros mientras él permanecía 
mudo; como un comparsa que no toma par­
te en el diálogo. Sin embargo, todavía hu-
59
biera sido peor interesarle en la conversa- 
ción, porque su oído era muy imperfecto 
y los esfuerzos que hacía para escuchar le 
resultaban muy penosos. Además, lo que 
decía, aunque fuesen precisos sus pensa­
mientos, resultaba casi ininteligible. Pero 
lo notable del caso es que hasta en sus 
peores

Continuar navegando