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Hoffmann - Sor Monika

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Más	 de	 ciento	 cincuenta	 años	 han	 empleado	 los	 filólogos	 y	 especialistas
alemanes	en	dilucidar	la	auténtica	paternidad	de	esta	intensa	novela	erótica,
publicada	 por	 primera	 vez	 en	 1815.	 Por	 fin,	 la	 inmensa	 mayoría	 de	 ellos
coincide	 en	 otorgársela,	 de	 forma	 definitiva	 y	 concluyente,	 al	 gran	 escritor
romántico	alemán	E.	T.	A.	Hoffmann.
Poca	gente	ha	tenido	la	suerte	de	disfrutar	de	los	encantos	provocativos	de
Sor	Monika	y	las	monjitas	que	con	ella	conviven,	y	pocos,	también,	el	poder
dejarse	arrastrar	por	la	imaginación	y	la	fantasía	desbordantes	que	emanan
de	cada	página	de	este	libro.	Y	es	que,	además	de	la	teología,	la	música	o	el
humanismo	 presentes	 en	 el	 libro,	 componentes	 característicos	 de	 la
personalidad	de	E.	T.	A.	Hoffmann,	lo	que	verdaderamente	importa,	lo	que	se
impone	ya	desde	la	primera	página,	es	una	alegría,	un	desenfado	que	va	a
impregnar	todos	y	cada	uno	de	los	actos	de	los	personajes	dotándolos	de	un
trepidante	ritmo.	Como	dice	André	Pieyre	de	Mandiargues,	el	famoso	escritor
francés,	emparentado	 tan	de	cerca	con	 la	 literatura	erótica,	en	el	prólogo	a
esta	edición:	 «Vertiginoso	es	el	 tiempo	de	 las	novelas	 rosas,	 secuencia	de
cortos	 momentos	 de	 incandescencia	 en	 los	 que	 se	 ilumina	 una	 hermosa
boca	entreabierta,	hermosos	pechos	desnudos,	un	hermoso	vientre	liso,	una
hermosa	grupa	a	punto	de	 recibir	 las	vergas,	hermosos	muslos	separados,
tan	rápidamente	y	con	tantos	cambios	de	manos	y	de	poses	que	la	atención
se	diluye	y	de	realista	no	queda	estrictamente	nada».
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E.	T.	A.	Hoffmann
Sor	Monika
Documento	filantropínico-filantrófico-físico-psicoerótico	del	Convento
Secular	de	X.	en	S…
La	sonrisa	vertical	-	46
ePub	r1.3
Titivillus	29.03.18
ebookelo.com	-	Página	3
Título	original:	Schwester	Monika.	Eine	erotisch-psichisch-philantropisch-philantropinische	Urkande
des	säkularisierten	Klosters	X.	in	S…
E.	T.	A.	Hoffmann,	1815
Traducción:	Jordi	Jané
Prólogo:	André	Pieyre	de	Mandiargues
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r1.2
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Prólogo
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Un	Eros	misterioso
Que	 los	 soberbios	moscovitas,	 si	 pueden	nos	perdonen:	 jamás	para	nosotros	 el
nombre	 trivial	 de	Kaliningrado	 tendrá	 el	más	mínimo	 sentido	mientras	que,	 por	 el
contrario,	jamás	abandonará	nuestra	memoria	el	de	Könisberg,	capital	de	la	Prusia
oriental,	ciudad	donde	nació	y	vivió	Emmanuel	Kant,	ciudad	célebre	ante	 todo	por
haber	sido	la	cuna	de	uno	de	los	hombres	en	los	cuales	pienso	con	mayor	curiosidad,
admiración	y	amor,	el	maravilloso	Ernst	Theodor	Amadeus	Hoffmann…	Amadeus,	sí,
porque,	como	todos,	o	casi,	saben,	Hoffmann…	sustituyó	el	de	Wilhelm	por	ese	tercer
nombre	para	proclamar	muy	a	las	claras	su	apego	a	Mozart.	No	en	vano	he	hablado
de	curiosidad,	ya	que	Hoffmann,	al	 igual	que	Poe,	Baudelaire,	Nerval,	Mallarmé	o
André	Bretón,	a	pesar	de	 todas	 las	 investigaciones	que	se	hicieron	y	que	se	harán,
seguirá	siempre	envuelto	en	cierto	misterio,	que	no	es	por	otra	parte	el	menor	de	sus
encantos.	El	que	podamos	escribir	hoy	con	certeza	casi	absoluta	que	él	es	el	autor	de
esta	cautivadora	novela	erótica,	Sor	Monika,	es	algo	que,	sin	despejar	sino	un	poco
el	misterio,	aumentará	notablemente	el	encanto.
Antaño,	hojeando	el	Princesa	Brambilla,	hermoso	relato	cuyo	exceso	me	 impide
disfrutarlo	tanto	como	otros	en	la	obra	de	Hoffmann,	me	detuve	en	una	frase:	«Con
el	fin	de	apaciguarse,	la	vieja	fue	a	preparar	un	buen	plato	de	macarrones»,	y	eso	me
recordó	algo	que	había	leído	antes	y	que	encontré	sin	demasiado	esfuerzo,	un	pasaje
de	la	traducción	de	Sor	Monika,	extrañamente	parecido:	«Así	pues,	Louise	lo	había
visto	todo	y	a	Christine	sólo	se	le	ocurrió	darle	macarrones	algunas	veces	y	rogarle
encarecidamente	 que	 por	 nada	 del	 mundo	 se	 lo	 contara	 a	 su	 madre».	 Louise,	 la
madre	de	Monika,	en	ese	momento	del	relato	no	es	sino	una	niña;	lo	que	ha	visto	es
el	 espectáculo	 de	 su	 criada,	 Christine,	 arrojada	 encima	 de	 la	 cama	 por	 cierto
Adolpho	 que	 deslizaba	 entre	 sus	muslos	 «una	 cosa	 larga	 y	 tiesa	 cuyo	 nombre	 ella
desconocía».	Bien;	pero	me	parece	que	hay	que	prestar	atención	a	los	macarrones,
como	 lo	 habrán	 hecho	 sin	 duda	 los	 serísimos	 críticos	 y	 filólogos	 alemanes	 que
emprendieron	 la	 tarea	 de	 demostrar	 la	 indiscutible	 verdad	de	 la	 atribución	 de	Sor
Monika	a	Hoffmann.	Tarea	que	han	llevado	a	cabo	con	éxito,	según	los	especialistas,
por	lo	que	me	parece	probable	que	en	la	obra	del	narrador	hayan	encontrado	otras
veces	 los	macarrones	en	el	rol	de	un	guiso	 tan	pesado	y	 tan	poderoso	que	produce
serenidad	y	olvido.	No	haré	mío	pues	el	argumento	del	guiso	de	 largos	 fideos,	por
excelente	 que	 sea,	 pero	 podemos	 entretenernos	 comprobando	 la	 fascinación	 que
ejerce	sobre	Hoffmann	esa	pasta,	legendario	alimento	que	pertenece	a	esa	Italia	a	la
que	 tanto	 amó	 sin	 jamás	 haberla	 visto.	 Permítanme	 añadir	 que	 este	 alimento	 no
puede	comerse	sino	a	partir	de	Roma	hacia	el	sur,	que	es	delicioso	en	Nápoles	y	aún
más	 en	 Sicilia,	 donde	 se	 hace	 con	 berenjenas,	 con	 anchoas,	 o	 con	 sardinas:	 esos
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maccheroni	con	le	sarde	que	ya	no	puede	uno	olvidar	cuando	se	ha	tenido	la	suerte
de	 hincarles	 el	 diente…	 Pero	 aquí	 se	 trata	 de	 erotismo	 y	 no	 de	 gastronomía,	 me
equivocaría	si	no	lo	señalara	enseguida	y	si	no	señalara	también	esa	noción	capital
en	materia	de	literatura,	la	originalidad,	ya	que	Sor	Monika	se	distingue	de	toda	la
obra	 de	 Hoffmann	 tan	 absolutamente	 como	 se	 relaciona	 con	 ella;	 es	 igualmente
singular	 en	 lo	 que	 se	 refiere	 a	 todas	 las	 novelas	 y	 todos	 los	 cuentos	 de	 carácter
erótico	de	los	siglos	XVIII	y	XIX,	en	Alemania,	Francia	y	otros	países.
Seamos	 serios,	 me	 gustaría	 escribir,	 antes	 de	 empezar	 una	 pequeña	 novela
licenciosa	que	encuentro	francamente	adorable	y	que	desentona,	con	incomparables
desenfado	 y	 alegría,	 en	 la	 amplia	 biblioteca	 erótica	 que,	 según	 la	 inclinación	 del
espíritu	 contemporáneo,	 tiende	 a	 convertirse	 siempre	 más	 en	 objeto	 de	 estudios	 y
tesis	universitarias.	Seamos	serios	y	reconozcamos	que	 los	principales	motivos	que
indujeron	la	redacción	de	los	libros	de	semejante	biblioteca	son	ante	todo	la	voluntad
de	producir	en	el	propio	autor,	o	en	sus	lectores	y	lectoras,	una	excitación	capaz	de
conducir	hasta	el	deseo	sexual	y	su	satisfacción,	y	 también,	 lo	cual	me	resulta	más
simpático,	una	necesidad	de	chocar,	una	tendencia	a	la	provocación,	incluso	furiosa,
cuyo	objetivo,	confesado	o	no,	cercano	o	lejano,	sería	un	trastorno	de	la	moral	al	uso
y	 una	 liberación	 con	 respecto	 a	 sus	 leyes.	 No	 daré	 sino	 un	 ejemplo	 de	 semejante
doble	motivación,	deslumbrante	por	otra	parte:	se	trata	de	la	segunda	parte	de	Las
Once	 mil	 vergas,	 en	 la	 que	 Guillaume	 Apollinaire	 recurre	 al	 marco	 de	 la	 guerra
ruso-japonesa	de	1905	para	entregarse	a	un	desencadenamiento	de	escritura	sádica
que	avant	 la	 lettre	 es	 una	obra	maestra	del	 surrealismo.	Pero,	 con	Sor	Monika,	 se
trata	 de	 otra	 cosa,	 de	 algo	 totalmente	 único,	 para	 la	 época	 y	 para	 el	 lugar,	 para
cualquier	otro	lugar	y	para	hoy.
Ya	a	partir	del	segundo	párrafo	de	la	primera	página,	sor	Monika,	al	contarles	o
inventarles	a	sus	amigas	 las	monjitas	recuerdos	que	se	desarrollarán	de	 la	manera
más	espesa,	en	un	clima	de	incoherencia	voluntaria	que	es	el	del	ensueño	a	la	vez	en
un	 plano	 fantástico	 y	 erótico,	 pone	 de	 entrada	 en	 juego	 a	 su	 madre	 gracias	 a	 la
fórmula	«aquellos	cálidos	sentimientos	de	la	existencia	que	no	siempre	comienza	por
el	 corazón	 palpita	 pero	 que	 acostumbra	 a	 terminar	 con	 el	 ¡arriba	 las	manos!».	 El
subrayado	 del	 original	 está	 en	 francés	 en	 el	 texto,	 como	 lo	 será,	 con	 la	 misma
frecuencia,	 en	 latín,	 en	 italiano	 o	 en	 holandés,	 y	 diríamos	más	 bien:	 «¡Arriba	 las
manos,	 o	 los	 brazos!»…	 Poco	 importa,	 ya	 que	 se	 trata	 tan	 sólo	 de	 prestarse
amablemente	al	desnudamientoy	a	lo	que	le	sigue,	y	ya	que	el	libro	queda	definido
por	 esto	 hasta	 el	 despertar	 que	 le	 pone	 punto	 final.	 Encantadora	 «galantería»
prusiana,	 que	 me	 recuerda	 los	 bosquecillos	 de	 Potsdam	 y	 las	 hermosas	 ninfas	 de
mármol	que	los	habitaban	en	1932.	Me	tomo	la	libertad	de	señalar	que,	en	1815,	en
la	realidad	de	la	prenda	o	en	el	sueño	plenamente	libertino	de	Hoffmann,	la	braga	no
existía,	 ni	 tampoco	 el	 fastidioso	 slip	 de	 la	 novela	 moderna,	 y	 que	 la	 palabra
«levantar»	 nunca	 se	 empleó	 con	 más	 fuerza	 puesto	 que	 bastaba	 con	 levantar	 un
vestido,	 una	 falda,	 una	 blusa	 para	 obtener	 una	 disponibilidad	 incondicional	 a	 los
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deseos	 tanto	 del	 falso	 vencedor	 como	 de	 la	 falsa	 vencedora.	 Algunas	 sesiones	 de
látigo,	alguna	circuncisión,	que	 intervienen	aquí	y	allá,	son	suplicios	 teatrales	y,	si
hacen	brotar	algunas	gotitas	de	sangre,	es	para	mayor	diversión	de	la	víctima,	igual
o	 mayor	 que	 la	 del	 verdugo.	 Hoffmann,	 de	 quien	 ciertos	 cuentos	 negros	 no	 están
exentos	 de	 crueldad,	 al	 parecer	 ha	 prescindido	 voluntariamente	 de	 este	 poderoso
instrumento	 que	 parece	 casi	 indispensable	 a	 la	 literatura	 erótica,	 pero	 que,	 en	 las
páginas	de	Sor	Monika,	 permanece	en	 la	 sombra	en	provecho	de	 la	 fantasía	de	 la
imaginación	 y	 de	 un	 desbordamiento	 de	 sensualidad.	 En	 la	 línea	 de	 esta	 misma
sensualidad,	 el	 autor	de	 los	Elixires	del	Diablo	 (casi	 contemporáneo)	 encuentra,	 o
vuelve	a	encontrar,	una	inocencia	y	una	bondad	que	nos	maravillan,	demostrándonos
hasta	 qué	 punto	 el	 erotismo,	 que	 tiene	 todo	 el	 derecho	 de	 presentarse	 bajo	 la
máscara	más	demoníaca,	puede	también	asumir	la	figura	del	ángel	o	del	niño.	En	la
época	 en	 que	 parece	 haber	 escrito	Sor	Monika,	 Hoffmann	 era	 presa	 de	 la	 mayor
pasión	 de	 su	 corta	 vida:	 un	 amor	 desafortunado	 por	 una	 de	 sus	 más	 jóvenes
alumnas,	Julia	Marc,	que	tenía	catorce	años	y	que	estaba	ya	comprometida…	¿Acaso
no	 hay	 motivo	 suficiente	 para	 acercarlo	 al	 más	 puro	 espíritu	 de	 todo	 el
Romanticismo	 alemán?	 ¿A	Novalis?	 Si	 así	 es,	 como	 creo	 que	 lo	 es,	 ¿no	 se	 ve	 así
incrementado	 el	 misterio	 que	 parece	 envolverle?	 ¿Y	 no	 resulta	 por	 ello	 más
atractivo?
Escrita	 como	 «a	 la	 diabla»	 por	 un	 hombre	 que	 es	 sin	 duda	 alguna	 un	 gran
escritor	 y	 en	 el	 que	 ya	no	dudo	en	 reconocer	a	E.	T.	A.	Hoffmann,	Sor	Monika	 se
presenta	extrañamente	ante	nosotros	como	el	menos	«intelectual»	de	entre	los	relatos
eróticos	 que	 hasta	 ahora	 hemos	 tenido	 el	 placer	 de	 leer.	 Los	 bellos	 personajes,
jovencitas	 sobre	 todo,	quienes,	cual	doradas	hojas	otoñales,	voltean	y	 se	esparcen,
nunca	son	los	servidores,	los	recitadores	o	las	encarnaciones	de	una	idea	cedida	por
un	 mecanismo	 de	 tipo	 sexual	 al	 cerebro	 del	 autor.	 No	 obstante	 la	 escritura	 va
acompañada	de	una	erudición	que	se	manifiesta	con	 tal	profusión	que	se	 la	podría
tachar	de	cierta	pedantería,	pero	que	se	vuelve	tan	agradable	por	las	circunstancias
que	 seríamos	 tontos	 de	 lamentarlo.	 ¡Cuánta	 filosofía,	 cuánta	 teología,	 cuánta
historia	 o	 cuánta	mitología	 cada	 vez	 que	 se	 tercia	 o	 que	 una	mata	 de	 pelo	 o	 una
grupa	 se	 ofrece	 o	 cede	 al	 dedo	 o	 al	 marcial	 artefacto	 con	 que	 la	 naturaleza	 ha
dotado	 al	 hombre!	 Y	 para	 ese	 artefacto,	 para	 todos	 los	 puntos	 suaves	 del	 cuerpo
femenino,	 ¡cuántas	 metáforas	 extraídas	 de	 todas	 las	 artes	 (música	 incluida,
naturalmente),	 así	 como	 de	 las	 ciencias	 naturales	 y	 de	 la	 propia	 naturaleza!	 A
diferencia	de	algunas	de	esas	magníficas	novelas	eróticas	de	los	siglos	XVIII,	XIX	y	del
nuestro,	 en	 las	que	 encuentro	un	carácter	platónico	porque	 son	 ideas	 las	que	bajo
máscaras	humanas	dominan	o	se	someten,	se	lamen,	se	azotan,	se	corren,	se	montan,
se	 chupan,	 se	 sodomizan	 y	 con	 frecuencia	 se	 estrangulan,	 Sor	 Monika,	 más	 que
esforzarse	furiosamente	por	actuar	sobre	el	aparato	sexual	a	la	manera	de	la	mosca
napolitana…	halaga	inocentemente	nuestros	sentidos	y	nuestra	sed	de	belleza.	Por	la
vivacidad,	por	la	falta	de	toda	organización	lógica,	con	las	que	al	parecer	discurre
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desde	la	primera	página	hasta	la	última,	la	compararía,	más	que	a	una	novela,	a	una
ópera	 que	 se	 lee	 tal	 como	 se	 oiría,	 una	 ópera	 italiana	 por	 supuesto,	 una	 sabrosa
ópera	bufa	interpretada	para	el	placer	de	algunos	privilegiados	en	una	pequeña	sala
preciosa	y	cerrada.	En	cuanto	a	la	decoración	que	sugiere	Sor	Monika,	yo	pensaría
menos	en	el	gran	barroco	romano	que	en	su	resultado	final	en	Alemania	antes	de	las
invasiones	napoleónicas:	ese	estilo	llamado	rococó	que	es	como	un	exceso	de	buen
gusto	y	 cuya	única	 finalidad	es	 el	bienestar.	 ¡Entreguémonos	pues	a	esos	 instantes
feéricos	 en	 los	 que	 sin	 ceremonia	 alguna	 se	 entregan	 a	 unos	 como	 autómatas
masculinos	incontables	jóvenes	ninfas	que	tienen	en	común	la	calidad	venusiana	de
las	formas	del	cuerpo	y	la	suavidad	de	la	piel!	No	es	la	menor	singularidad	del	libro,
ni	para	el	lector	que	soy	yo	la	menos	placentera,	esa	reducción	del	héroe	viril	a	un
papel	de	 instrumento	musical	con	el	que	 juegan,	como	ante	nuestra	mirada,	 tantas
bellezas	que	no	percibiremos	y	no	atraparemos	plenamente	sino	 tomándolas	por	 lo
que	son:	comparsas	de	ópera	disfrazadas	de	nobles	damas	y	doncellas	con	el	único
fin	 de	 ser	 rápidamente	 desvestidas.	 Así	 es	 cómo	 para	 mí	 el	 nombre	 de	 Hoffmann
vuelve	 para	 imponerse	 como	 sobre	 un	 libreto	 apergaminado	 el	 sello	 de	 una
biblioteca	principesca.
El	humor	de	Hoffmann	es	incomparable;	al	igual	que	su	tono,	en	el	que,	a	través
de	 la	 escritura,	 la	 voz	 se	mezcla	 a	 la	 risa.	 ¿Acaso	me	 he	 dejado	 arrastrar	 por	 el
objeto	de	mi	examen,	un	relato	erótico,	al	pretender	que	ese	tono	se	registra	en	él	con
el	mismo	matiz	que	en	otras	partes,	más	alegremente	quizá?	No	 lo	creo.	Volviendo
sobre	 algunas	 novelas	 cortas	 más	 fantásticas	 y	 menos	 conocidas	 que	 otras,	 Los
errores,	 por	 ejemplo,	 o	Los	 efectos	 de	 una	 cola	 de	 cerdo,	 encuentro	 en	 ellas	 una
estrafalaria	 comicidad,	 un	 acercamiento	 al	 libertinaje	 y	 una	 abolición	 de	 las
relaciones	lógicas	en	la	narración,	emparentados	con	la	hermosa	Pandora	de	Nerval
y	 con	 los	múltiples	 episodios	 de	Sor	Monika.	 Se	 nos	 ha	 dicho	 que	 esos	 cuentos,	 y
otros	 que	 no	 se	 han	 conservado,	 habían	 sido	 concebidos	 por	Hoffmann,	 e	 incluso
improvisados,	entre	una	botella	de	borgoña	y	otra	para	mayor	diversión	del	autor	y
de	 una	 mesa	 de	 amigos	 fieles.	 De	 ser	 auténticos	 estos	 recuerdos,	 de	 los	 que	 no
tenemos	 motivo	 alguno	 para	 desconfiar,	 entonces	 es	 grande	 la	 tentación	 de
considerar	Sor	Monika	 como	una	 casi	 improvisación	de	 esta	 índole	 que	Hoffmann
hubiera	 redactado	 poco	 después	 para	 entregarla	 a	 un	 librero	 que	 habría	 hecho	 la
edición	clandestina	de	1815,	de	la	cual	han	sobrevivido	escasísimos	ejemplares.	Es
probable	que	otros	manuscritos	no	impresos	del	mismo	tipo	hayan	sido	destruidos	en
nombre	de	la	moral.	La	literatura	erótica	está	hecha	de	vestigios	que	se	elevan	por
encima	 de	 las	 cenizas	 de	 una	miríada	 de	 hogueras,	 razón	 principal	 del	 amor	 que
sentimos	por	ella.
Como	 los	 textos	 más	 inspirados	 del	 gran	 Nerval,	 como	 los	 relatos	 más
oscuramente	 iluminados	 de	 Hoffmann,	 Sor	 Monika	 se	 sumerge	 en	 un	 continuo
onirismo	que,	aún	perteneciendo	por	supuesto	al	Romanticismo	alemán,	relaciona	el
libro	al	espíritu	moderno	igual	o	más	que	muchas	obras	maestras	de	la	misma	época.
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Vertiginoso	 es	 el	 tiempo	 de	 las	 novelas	 rosas,	 secuencia	 de	 cortos	 momentos	 de
incandescencia	 en	 los	 que	 se	 ilumina	 una	 hermosa	 boca	 entreabierta,	 hermosos
pechos	desnudos,	un	hermoso	vientre	liso,	una	hermosa	grupa	a	punto	de	recibir	las
vergas,	hermosos	muslos	separados,	tan	rápidamente	y	con	tantos	cambios	de	manos
y	de	poses	que	la	atención	se	diluyey	que	de	realista	no	queda	estrictamente	nada.
Luego,	 por	 un	 instante	 el	 velo	 (de	 la	 cama)	 vuelto	 a	 caer,	 antes	 de	 otra
fantasmagoría	 carnal.	 El	 aficionado	 al	 porno	 quedará	 decepcionado,	 lo	 creo	 y	 lo
espero,	 por	 esta	 ópera	 o	 esta	 obra	 teatral	 de	 ensueño	 que	 jamás	 disimula	 que	 es
únicamente	 artificio	 y	 juego,	 como	 lo	 es	 toda	 literatura.	 En	 las	 últimas	 páginas,
Monika	 lee	 una	 larga	 carta	 de	 su	 amiga	 Linchen,	 excamarera	 de	 su	 madre,	 la
hermosa	 condesa	Louise,	 quien	acaba	de	 ser	 violada	 en	un	 camino	de	bosque	por
cuatro	estudiantes	bribones	y	su	criado	sastre	y	rascatripas,	Jean	de	París,	quienes,
antes	de	desaparecer,	satisficieron	todos	sus	deseos	en	una	escena	de	grotesca	farsa
música-teológica-filosófica-orgiástica	 sazonada	 por	 supuesto	 con	 latín	 y	 con	 la
lengua	de	Voltaire.	Dejando	de	lado	el	placer	del	lector,	el	punto	capital	es	sin	duda
la	hermosa	condesa,	quien,	al	final	de	la	prueba,	«despertó	en	los	brazos	de	su	vieja
amiga»,	 frase	 con	 la	 cual	 termina	 esta	pequeña	novela	autorizándonos,	 creo	 yo,	 a
tomarla	por	un	sueño	en	la	totalidad	de	su	fantástica	imaginación…
André	Pieyre	de	Mandiargues
19	de	enero	de	1984
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Primera	parte
Concedo	voluntatem!
Esta	 es	una	de	 las	naves	de	Cupido…	¡desplegad	más	velas!	 ¡Más!	Al
ataque…	¡los	cañones	ante	los	agujeros!	¡Fuego!
Pistol	en	Las	alegres	comadres	de	Windsor	de	Shakespeare
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La	 hermana	 Monika	 cuenta	 la	 vida	 de	 su	 madre	 y	 de	 su	 padre	 a	 las	 amigas
reunidas,	pero	especialmente	a	la	hermana	Annunciata	Veronika,	excondesa	de	R.
Pocas	 de	 vosotras,	 queridas	 hermanas,	 conocéis	 a	 mi	 familia;	 mi	 padre,	 en
cambio,	 era	 muy	 bien	 conocido	 por	 sus	 camaradas,	 que	 con	 él	 y	 Laudon	 habían
participado	en	 la	Guerra	de	 los	Siete	Años	y	habían	 infligido	más	de	una	derrota	a
Federico	el	Grande.
En	una	noble	residencia	para	viudas	cerca	de	Troppau,	en	uno	de	los	paisajes	más
agradables	del	Oppa,	pasó	mi	madre	los	primeros	años	de	su	primavera;	y	la	pasó	con
aquellos	cálidos	sentimientos	de	la	existencia	que	no	siempre	comienza	con	el	¡coeur
palpite!,	pero	que	acostumbra	terminar	con	el	¡haussez	les	mains!
Su	 madre	 había	 conocido	 el	 mundo	 y	 lo	 había	 gozado,	 había	 dejado	 en	 él	 su
temperamento,	llevándose	su	amor	a	la	soledad	para	la	formación	de	su	Louise.
Esta	 Louise	 es	 mi	 madre.	 Fue	 educada	 sin	 prejuicios,	 y	 sin	 prejuicios	 vivió	 y
actuó.
A	 los	más	 seductores	 atractivos	del	 cuerpo	unía	una	gracia	 sin	 igual,	 un	 savoir
faire	sin	reservas	ni	hipocresía.
El	capellán	Wohlgemuth,	llamado	hermano	Gerhard,	a	quien	mi	madre	apreciaba
mucho,	 se	 encargó,	 como	 preceptor,	 de	 la	 formación	 de	 la	 virginal	 flor.	 Era	 un
hombre	 joven	 y	 apuesto,	 de	 treinta	 años,	 y	 su	 encantadora	 discípula	 necesitaba
grandes	esfuerzos,	por	la	noche,	en	su	solitaria	cama,	para	que	sus	dedos	calmaran	el
fuego	que	la	encantadora	locuacidad	del	mentor	había	encendido	en	su	pecho	todavía
inmaduro.
Su	 madre	 estaba	 presente	 habitualmente	 en	 las	 lecciones	 y	 su	 alegre	 espíritu
animaba	entonces	la	seca	plática,	ascética	y	científica,	del	capellán.
Mi	madre,	 sin	embargo,	 se	distraía	constantemente	y	de	cada	diez	miradas,	que
hubiesen	debido	caer	sobre	sus	libros,	nueve	se	dirigían	a	las	bonitas	manos	y	a	las
caderas	del	hermano	Gerhard.
—Usted	 no	 presta	 atención,	 Louise	—le	 dijo	 severamente	 el	 capellán	 en	 cierta
ocasión.
Louise	se	ruborizó	y	bajó	los	párpados.
—¿Qué	comportamiento	es	éste,	Louise?	—preguntó	medio	enojada	la	prudente
madre.
Pero	Louise	siguió	tan	distraída	como	antes,	contestando	erróneamente	a	todo	lo
que	se	le	preguntaba.
—¿Cómo	se	llama	el	Santo	que	una	vez	predicó	a	los	peces?	—preguntó	el	padre
Gerhard—.	Louise	no	se	acordaba.
—¿Y	 cómo	 se	 llama	 el	 caballero	 que	 experimentó	 antes	 de	 Cromwell	 con	 la
máquina	 neumática?	—añadió	 interrogativamente	 la	 madre	 de	 Louise—.	 También
esto	lo	había	olvidado	Louise.	—¡Espera!	Te	voy	a	dar	un	escarmiento,	prosiguió	la
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madre,	levantándose	y	cogiendo	una	gran	vara—.	Louise	comenzó	a	llorar,	pero	no	le
sirvió	de	nada;	la	madre	la	tumbó	sobre	la	mesa,	le	levantó	las	faldas	y	las	enaguas	y,
ante	la	centelleante	mirada	del	padre	Gerhard,	le	azotó	las	tiernas	nalgas,	hasta	que	en
ellas	se	hizo	visible	toda	la	mnemotecnia	de	los	clásicos.
El	 padre	Gerhard	 intercedió	 por	 la	 pobre	 y	 esta	 vez	 terminó	 su	 lección	 con	 la
observación	de	«que	los	mayores	siempre	deben	aprender	algo	del	castigo	infligido	a
los	jóvenes».
Mientras	decía	estas	palabras	se	había	levantado	y,	encendido	por	la	visión	de	las
juveniles	nalgas,	palpó	a	la	madre	de	Louise	por	debajo	de	las	faldas.
—¡Pero	Gerhard!	—objetó	 la	madre	mientras	 ordenaba	 a	 Louise	 que	 saliera	 al
jardín—.	¡Espero	que	no	me	considere	tan	traviesa	como	a	nuestra	Louise!
—No,	en	absoluto	—repuso	Gerhard,	mientras	Louise	cerraba	la	puerta	tras	de	sí
y,	enjugándose	las	lágrimas,	observaba	por	el	ojo	de	la	cerradura—,	pero	usted	sabe
muy	bien,	señora,	que	de	tal	palo	tal	astilla,	y	consecuentemente…
Y	 sin	 esperar	 la	 respuesta	 de	 la	 sutil	 y	 consecuente	 señora,	 que	 ya	 en	 su	 risa
manifestaba	 el	 sentir	 de	 su	 corazón,	 la	 lanzó	 al	 sofá.	 Y	 levantó	 violentamente	 sus
faldas	y	enaguas,	demostrándole	con	su	actuación	que	el	hecho	de	querer	enseñar	a
otros	lo	que	uno	no	tiene	la	más	mínima	intención	de	poner	en	práctica,	pone	siempre
de	manifiesto	una	cierta	perversión.
—¿Es	 ésta	 su	 opinión?	 —preguntó	 la	 madre	 de	 Louise,	 mientras	 se	 movía
violentamente	bajo	el	terrible	temblequeo	del	padre	Gerhard.
—Sí,	ésta	es	mi	opinión	—respondió	éste,	dándole	unas	sacudidas	tan	fuertes	que
el	sofá	temblaba	como	las	casas	de	Messina	durante	el	último	terremoto.
—Su	hi-ja	tiene	de	qué	vi-vir	—consiguió	decir	el	capellán—,	déjela	que	siga	su
incli-nación	a	hacer	el	bien	repartiendo	feli-cidad	a	su	alrededor	y	satis-facción.
—¡Ay,	ay!	¡Cape-llán!	¡Pa-re!	—entonaba	la	madre	de	Louise—.	¡Me	aho-go!
Louise,	más	bella	que	la	diosa	Hebe	desnuda,	contempló	toda	la	escena	por	el	ojo
de	 la	 cerradura,	 apagando	 con	 sus	 dedos	 el	 furor	 de	 las	 fogosas	 sensaciones	 que
corrían	 por	 todo	 su	 cuerpo	 al	 ver	 el	 imponente	 miembro	 del	 piadoso	 hermano.
Consiguió	 irse	 en	 el	 preciso	 momento	 en	 que	 Gerhard	 retiró	 su	 erecto	 amor
apaciguado	del	seno	de	su	madre	y,	con	mirada	lujuriosa,	admiraba	las	buenas	épocas
de	Grecia	y	Roma.	Pero:
Perspiceritas	argumentatione	elevatur!
Cic.
¡Las	cosas	claras	se	vuelven	sospechosas	al	presentar	pruebas!
Así	 lo	demostraba	 el	 padre	Gervasius	 cuando	me	explicaba	 las	 obligaciones	de
Cicerón	en	la	hermosa	clase	de	latín,	y	me	habían	llegado	a	gustar	tanto	algunos	de
estos	 argumentos,	 que	 siempre	 revelaban	 tanto	 sentido	 común,	 que	 a	 veces	 sus
impresiones	 me	 hacían	 olvidar	 maitines	 y	 vigilia,	 pues	 con	 ellas	 no	 hace	 falta
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levantarse	temprano	ni	acostarse	tarde.
El	padre	Gerhard	besaba	con	pasión	el	vientre,	los	muslos,	la	campiña	del	placer
y	 los	 pechos	 desnudos	 de	 la	 madre.	 Louise	 estaba	 inmóvil	 detrás	 de	 la	 puerta,
buscando	con	la	mirada	por	encima	de	los	pantalones	bajados	del	hermano	Gerhard	el
Stabat	mater	de	su	instrumento	de	matricular	que	en	este	momento	deseaba	volver	a
realizar	el	Actus	conscientiae,	cuando	un	ruido	en	la	escalera	ahuyentó	a	Louise	de	la
puerta,	dejándoles	abandonados	a	las	tribulaciones	y	voluptuosidades	de	sus	propios
sentidos.
Salió	al	jardín	y	buscó	a	Adolph,	el	ayudante	del	jardinero.	Este	debía	apagar	un
fuego	que	la	naturaleza	y	la	casualidad	habían	encendido	en	ella	en	un	momento	poco
propicio.	Pero	no	 le	 fue	posible	 encontrarlo	 y	 cuando	había	 recorrido	unas	 cuantas
avenidas	 del	 jardín,	 que	 era	 bastante	 grande,	 vio	 a	 la	 madre	 cogida	 del	 brazo	 del
capellán,	 tuvo	 que	 pasear	 a	 su	 lado	 respetablementey	 ni	 siquiera	 tuvo	 ocasión	 de
permitir	a	sus	ojos	que	divisaran	al	deseado	Adolph	tras	algún	seto.
Desde	este	momento	mi	madre	se	dedicó	 incansablemente	a	buscar	 todo	 lo	que
pudiera	 satisfacer	 sus	 pasiones.	 El	 pequeño	 Adolph	 se	 convirtió	 en	 objeto	 de	 su
provocación	y	la	buena	Christine	tuvo	que	contarle	varias	veces	lo	que	finalmente	el
mozo	 había	 hecho	 con	 ella	 en	 su	 alcoba.	 Y	 cuando	 Christine	 se	 inventaba	 una
mentira,	 Louise	 le	 decía	 la	 verdad,	 y	 ella	 no	 podía	 negar	 que	 el	 bufón	 la	 había
empujado	a	la	cama,	le	había	levantado	las	faldas	y	las	enaguas,	le	había	bajado	las
medias	y	había	introducido	entre	sus	muslos	una	cosa	larga	y	tiesa,	cuyo	nombre	ella
desconocía.
Así	 pues,	 Louise	 lo	 había	 visto	 todo,	 y	 a	 Christine	 sólo	 se	 le	 ocurrió	 darle
macarrones	algunas	veces	y	 rogarle	encarecidamente	que	por	nada	del	mundo	se	 lo
contase	 a	 su	 madre.	 Y	 Louise	 no	 dijo	 nada,	 alimentaba	 su	 fantasía	 con	 imágenes
lujuriosas,	vivía	con	toda	la	gente	de	la	mansión	en	la	mejor	armonía,	siendo	amada
por	 todos,	 y	 se	 satisfacía	 todas	 las	 noches	 en	 su	 cama,	 de	 tal	modo	 que	 sólo	 se	 le
ocurrió	deleitarse	de	la	forma	pertinente	en	ocasión	de	unos	acontecimientos	reales.
Así	fue	como	Adolph	consiguió	obtener	el	goce	anticipado	de	su	desfloración.
Un	día,	después	de	comer,	Louise	estaba	en	el	pabellón	del	jardín	mirando	como
jugaban	 las	 truchas	 en	 el	 estanque;	 Adolph	 se	 acercó	 a	 hurtadillas	 a	 Louise,	 que
estaba	apoyada	en	la	barandilla	del	jardín	y	no	prestaba	atención	a	lo	que	sucedía	a	su
espalda,	le	levantó	las	faldas	y	las	enaguas	hasta	la	cintura	y	le	puso	la	mano	entre	sus
muslos	 abiertos	 antes	 de	 que	 ella	 pudiera	 darse	 cuenta	 de	 su	 desnudez,	 que	 por
encima	de	las	ligas	anunciaba	un	licencioso	céfiro.
—¡Adolph,	por	favor,	suéltame!	—requirió	la	avergonzada	muchachita.
Pero	 Adolph	 siguió	 inexorable.	 Separó	 sus	 pequeños	 y	 delicados	 muslos	 y
satisfizo	su	voluptuosidad	tan	plenamente	como	le	fue	posible.
Este	 estrecho	 contacto	 con	 Adolph	 hubiera	 tenido	 consecuencias,	 de	 no	 ser
porque	 la	 madre	 de	 Louise,	 tras	 estudiar	 detenidamente	 la	 naturaleza	 de	 su	 hija,
consideró	necesario	internarla	en	el	convento	de	Ursulinas	de	N.
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Y	 allí	 permaneció	 hasta	 que,	 contando	 catorce	 años,	 la	 repentina	muerte	 de	 su
madre	 la	 convirtió	 en	 la	 heredera	 de	 una	 fortuna	 apreciable	—dos	 pueblos	 y	 una
residencia	para	viudas—	y	le	atrajo	las	visitas	de	todos	los	deseosos	de	casarse	y	los
ociosos	enamorados	de	diez	millas	a	la	redonda.
De	su	vida	en	el	convento	nunca	he	podido	llegar	a	saber	gran	cosa,	me	dijo	que
transcurrió	 entre	 la	monotonía	 y	 la	 fantasía:	 «la	 primera	 como	 imagen	 luminosa	 y
sombra	nocturna	de	 todo	el	círculo	femenino,	y	 la	segunda	vivía	en	mí	misma	y	se
alimentaba	de	la	lectura	de	libros	edificantes,	religiosos	y	ascéticos».
Raramente	 sucedía	 algo	 fuera	 de	 lo	 normal,	 excepto	 en	 una	 ocasión	 en	 que
encontró	 a	 una	 joven	 novicia	 con	 las	 faldas	 y	 enaguas	 levantadas	 ante	 la	 reja	 del
locutorio,	 bajo	 la	 disciplina	 de	 un	 joven	 carmelita	 que	 le	 había	 impuesto	 el
mencionado	servicio	amoroso,	bajo	condición	de	guardar	secreto.
Cuando	hubo	arreglado	todo	lo	referente	a	la	herencia,	Louise	se	fue	a	Troppau.
El	invierno	estaba	al	llegar	y	un	temperamento	enamoradizo	odia	el	frío,	tanto	el	de	la
naturaleza	como	el	de	los	corazones.
Allí	vio	al	coronel	von	Halden	y	le	causó	una	gran	impresión.	Contrariamente,	lo
que	acostumbra	a	suceder	es	que	el	sexo	masculino	dé	en	primer	lugar	rienda	suelta	a
sus	pasiones	y	se	deje	llevar	por	el	impulso	de	la	sangre,	como	un	acto	del	corazón,
para	 compensar	 los	 sentidos.	 Pero	 desgraciadamente	 mi	 padre	 era	 un	 misógino.
Cuando	alguien	hacía	alusión	al	tema	o	le	preguntaba	directamente,	solía	decir:
—Sirvo	a	mi	emperatriz	y	a	mi	patria,	 aquí	están	mi	espada	y	mi	vaina,	y	 sólo
envaino	 la	 espada	 donde	 reina	 la	 paz,	 de	 lo	 contrario	 no	 lo	 hago.	Pero	 si	 entre	 las
mujeres	hubiera	una	que	supiera	cómo	conseguir	la	paz	conmigo	mismo,	sin	seguir	el
camino	del	corazón	o	de	la	alcoba,	le	mostraría	cómo	se	negocia	una	paz	eterna.
—Es	decir,	sin	desenvainar	la	espada	—añadía	su	amigo,	el	teniente	Soller,	y	mi
padre	asentía,	sonriendo,	en	silencio.
Louise	conoció	esta	manera	natural	de	trabajar	por	la	paz	a	través	de	un	tercero,
se	 sonrojó,	 se	 rió,	 se	 enfadó	 y	 comenzó	 a	 disponer	 sus	 baterías	 enfrentadas	 al
impetuoso	valor	del	coronel,	de	tal	modo	que	éste	debía	comprender	que	el	enemigo
deseaba	ser	atacado.
Mi	padre	odiaba	absolutamente	todo	tipo	de	sentimentalismo,	desde	el	platónico
al	 bucólico.	 «Ya	 que»,	 decía,	 «no	 sirve	 absolutamente	 para	 nada;	 son	 vapores
podridos	que	se	concentran	en	el	estómago	gordo	y	repleto	del	corazón	y	que	al	ser
expelidos	apestan	toda	la	atmósfera	de	la	alegría	humana».
Mi	 madre	 conocía	 este	 razonamiento	 del	 coronel,	 que	 desgraciadamente	 se	 ve
confirmado	a	menudo	en	 la	vida	ordinaria,	 y	 lo	utilizó	 como	base	para	 elaborar	 su
plan	con	fina	astucia.
En	 ninguna	 parte	 se	 mostraba	 tan	 alegre	 ni	 su	 gracia	 era	 tan	 sencilla	 pero	 al
mismo	 tiempo	 atractiva,	 como	 en	 compañía	 del	 coronel,	 y	 no	 es	 posible	 imaginar
ningún	momento	jovial	que	con	su	método	hubiera	conocido	límites.
Ya	sabéis,	hermanas,	que	donde	las	personas	de	nuestro	sexo	pueden	tratarse	en
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confianza,	 abiertamente	 y	 sin	 etiquetas	 ni	 consecuencias,	 caen	 todos	 los	 velos	 del
comportamiento	petulante	y	de	la	prudente	observancia,	y	las	almas	femeninas	dejan
de	desconfiar	entre	sí	cuando	confían	en	la	discreción	mutua	y	se	han	dado	pruebas
de	íntima	amistad.
Louise	von	Willau,	que	así	se	llamaba	mi	madre	antes	de	que	el	coronel	le	diese
su	nombre,	Louise	von	Willau,	se	decía	por	toda	la	ciudad	de	Troppau,	tanto	entre	el
pueblo	como	entre	la	nobleza	del	haute	parage,	es	una	muchacha	espléndida,	llena	de
gracia	y	de	razón,	jugosa,	y	sus	turgentes	pechos	y	su	delicado	trasero,	suave	como	el
bizcocho,	valen	más	que	toda	la	historia	de	Troppau	junto	con	los	archivos	de	actas
de	su	silencioso	ayuntamiento.
Las	amigas	de	Louise	llegaron	más	lejos	en	sus	comparaciones.
Friederika	 von	Bühlau,	Lenchen	von	Glanzow,	Franziska	 von	Tellheim,	 Juliane
von	Lindorack	y	Emilie	von	Rosenau;	éstas	cinco	habían	ido	juntas	una	vez	a	bañarse
a	Eger	y,	tras	observar	las	gracias	de	Louise	por	los	cuatro	costados,	ninguna	de	ellas
quería	discutirle	el	premio.	Pero	me	estoy	apartando	demasiado	del	 tema;	os	quería
explicar	todo	lo	que	mi	buena	madre	me	enseñó	para	que	lo	imitara	o	me	sirviera	de
prevención,	 y	 podría	 estar	 explicando	 desde	 una	 fiesta	 del	 Escapulario	 hasta	 la
próxima.
Pero	 la	 escena,	 en	 la	que	de	hecho	mi	madre	 conquistó	 al	 coronel	von	Halden,
tengo	que	contárosla.
Un	pequeño	grupo	de	amigas	se	había	reunido	en	su	casa	y,	como	en	los	misterios
de	 la	Bona	Dea,	no	se	hubiera	debido	permitir	 la	entrada	a	ningún	hombre,	porque
cada	una	de	las	seis	allí	reunidas	ya	tenía	su	Clodio,	al	que	deseaba	ver	envuelto	en	su
anhelante	femineidad,	de	tal	modo	que	habían	llegado	al	acuerdo	tácito	de	permitir	la
entrada	únicamente	 a	 tantos	pantalones	 como	enaguas	 cubrían	 sus	 encantos	de	 seis
libras	—propiamente	ellas	decían	de	seis	razones.
Pasaron	 una	 hora	 entera	 entretenidas	 jugando	 al	 noble	 L’Hombre,	 cuando	 a
Louise	 le	 cayó	 una	 carta;	 Franziska,	 que	 durante	 el	 juego	 había	 estado	 frente	 a	 un
cuadro	 que	 representaba	 Apolo	 y	 Clitia	 entregados	 al	 más	 alto	 goce,	 se	 había	 ido
encendiendo	 sin	prestar	mucha	atención	a	 su	baraja;	pero	 ahora,	 al	 caerle	 a	Louise
una	 carta	 bajo	 la	 mesa,	 pensó	 que	 había	 llegado	 el	 momento	 de	 aprovechar	 esta
casualidad	para	dar	otro	rumbo,	más	acorde	con	su	estado	de	ánimo,	a	la	diversión.
Así	 pues,	 se	 agachó	 rápidamente,	 cogió	 la	 carta	 y	 la	 escondió	 bajo	 elvestido	 de
Louise,	y,	ya	que	ésta	dirigía	el	juego	con	los	muslos	abiertos,	el	gracioso	diploma	de
disipación	fue	a	caer	en	un	lugar	que	todas	conocemos	y	a	cuyas	puertas	abiertas	yo
tuve	que	esperar	nueve	meses	para	ver	la	luz	del	mundo.
Louise	dio	un	grito	y	Franziska	se	rió.
—¡Cochina!	 —le	 espetó	 Louise,	 descubriéndose	 hasta	 el	 ombligo…	 y	 todas
vieron	 la	 carta	 allí,	 donde	 propiamente	 debería	 venir	 a	 reposar	 la	 frivolidad	 de	 la
virtud	masculina	desde	tiempos	de	San	José,	de	piadosa	memoria,	en	caso	de	existir
algún	tipo	de	virtud	masculina	que	no	debiera	ser	puesta	en	duda.
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—¡Pero	Louise,	 qué	 bonita	 eres!	—gritaron	 todas	 a	 la	 vez,	 y	Franziska	 tuvo	 la
malicia	de	volver	a	levantarle	la	camisa	que	se	le	había	bajado.
—¡Franziska,	 déjame!	 —gritó	 angustiada	 Louise,	 pero	 Franziska	 la	 besó	 de
pronto	en	la	boca	y	le	acarició	con	sus	dedos	calientes	el	camarín	del	amor.
—¡Pero	 qué	 desvergonzada	 eres!	 —dijo	 con	 enojo	 mi	 madre,	 juntando
fuertemente	sus	muslos.
Pero	Franziska	 conocía	muy	bien	 a	Louise	 y	 siguió	 con	mano	hábil	 para	 hacer
cambiar	sus	sentimientos,	mientras	que	a	ésta	no	se	le	ocurrió	otra	cosa,	para	contener
el	despertar	del	placer,	que	levantarse	de	un	salto.
Pero	 con	 ello	 no	 consiguió	 sino	 empeorar	 la	 situación.	 Lenchen,	 que	 estaba
sentada	al	otro	lado,	le	levantó	rápidamente	las	ligeras	faldas	por	detrás	y	la	camisa
siguió	 el	 mismo	 camino,	 como	 impulsada	 por	 Céfiro,	 descubriendo	 unas	 nalgas
blancas	 como	 la	 nieve,	 y	 le	 cogió	 todas	 sus	 gracias	 con	 lascivo	 contacto,	 pero	 al
mismo	tiempo	con	tal	decisión	que	Louise	se	quedó	completamente	quieta	y,	bajo	las
manos	de	las	dos	lujuriosas	muchachas,	perdió	todas	las	fuerzas	de	que	normalmente
dispone	el	pudor,	si	no	se	le	ataca	en	su	centro.
Para	colmo	de	desgracias,	Juliane	y	Friederika	la	tumbaron	encima	de	la	mesa,	de
tal	 modo	 que	 las	 cartas	 llegaron	 a	 introducirse	 en	 el	 estuche	 de	 su	 encantador	 y
adorado	Almanaque	 de	 Juegos	Cotta,	 le	 arregazaron	 totalmente	 la	 delicada	 camisa
por	encima	de	la	cintura	y	comenzaron	a	darle	palmadas	en	sus	magníficas	nalgas.
A	Louise	se	le	acabó	la	paciencia;	con	la	fuerza	de	un	león	movió	su	trasero	de
aquí	para	allá	y	tensó	sus	deliciosos	músculos	en	un	voluptuoso	juego	de	caderas	con
una	furia	tan	graciosa	que	todas	a	la	vez	gritaron:
—¡Ah,	qué	bonito!,	allegro	non	troppo,	piu	presto…	prestissimo!
Pero	 para	 Louise	 la	 broma	 ya	 duraba	 demasiado	 y,	 antes	 de	 que	 las
desvergonzadas	muchachas	se	diesen	cuenta,	se	escapó	con	violencia	dejando	allí	a
las	cuatro,	unas	por	el	suelo,	otras	bajo	la	mesa	que,	con	todo	lo	que	había	encima,
porcelana	china,	loza	inglesa	y	los	restos	de	néctar	del	Yemen,	había	caído	sobre	las
traviesas	 y	 las	 abrumaba	 y	 afeaba	más	 que	 la	 pesadilla	 del	 lecho	 nocturno	 para	 la
inocencia	anhelante.
—¡Esto	 ha	 sido	 demasiado!	—les	 espetó	 Louise,	 sacudiendo	 su	 vestido,	 como
Madame	Arend	de	Wetzel,	sobre	sus	ocultos	encantos—.	¡Ahora	no	os	voy	a	ayudar!
Me	lo	pondréis	todo	otra	vez	en	orden,	arreglaréis	lo	que	se	ha	roto	y	me	repondréis
lo	que	 se	ha	derramado	o	haré	que	mis	dos	mozos	de	cuadra	os	azoten	con	 látigos
hasta	que	todo	se	haya	arreglado	solo.
Todas	rieron,	pero	Louise	salió	enfadada	de	la	habitación	cerrando	con	llave	tras
de	sí.
Las	 prisioneras	 comenzaron	 a	 ponerlo	 todo	 en	 orden,	 pero	 cuando	 surgió	 la
cuestión	Restitutio	in	integris	 les	sucedió	lo	que	a	los	encantadores	egipcios	con	los
piojos	de	Jehová;	no	pudieron	restaurar	la	porcelana	y	la	loza	rotas	y	gritaban:	«¡La
culpa	es	de	los	ingleses	y	de	los	chinos!».
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Louise,	sonriendo,	contemplaba	por	el	ojo	de	la	cerradura	lo	que	más	parecía	un
acta	de	mediación	que	un	tribunal	celestial,	y	las	de	dentro	comenzaron	a	suplicar.
Pero	Louise	permanecía	inexorable.
—Ahora	me	voy	—les	gritó	por	el	ojo	de	la	cerradura—	a	buscar	a	Jeremías	y	a
Antón,	y	haré	que	os	levanten	los	vestidos	y	os	azoten	en	las	nalgas	desnudas	hasta
que	vuestros	vicios	hayan	salido	de	vuestra	piel.
Las	 muchachas	 empezaron	 a	 llorar,	 prometieron	 restituir	 los	 daños	 y	 además
someterse	 a	 los	 castigos	 aplicados	 por	 su	 propia	mano	 que	 a	 ella	 se	 le	 ocurriesen,
pero	que	dejase	a	Jeremías	y	a	Antón,	pues	de	lo	contrario	dejarían	de	quererla	para
toda	la	vida	y	se	convertirían	en	sus	peores	y	eternas	enemigas.
—Bien	—respondió	mi	madre—,	si	preferís	restituir	las	piezas	rotas	y	someteros
a	un	merecido	castigo,	dejaré	que	Jeremías	y	Antón	se	queden	en	la	cuadra,	vendré	en
seguida	con	unas	varas	y,	como	a	Gedeón,	os	haré	trizas	la	carne.
Lenchen	 corrió	 a	 la	 cerradura,	 desde	 dentro	 de	 la	 habitación,	 y	 suplicó	 a	 mi
madre:
—Abre,	querida,	nos	sometemos	al	castigo,	pero	que	Jeremías	y	Antón	se	queden
con	los	caballos.
—Esperad,	jóvenes	yeguas,	os	voy	a	almohazar	—les	gritó	Louise.
Fue	al	jardín,	cortó	sin	compasión	una	docena	de	tallos	de	rosal	con	sus	primeras
yemas	y	corrió,	como	una	Erinia	desde	los	infiernos	al	mundo	sublunar,	para	vengar
las	vasijas	rotas.
Con	el	pecho	descubierto	y	el	pelo	al	salvaje	estilo	de	las	bacantes,	volando	por
encima	 de	 los	 hombros,	 Louise	 abrió	 la	 puerta	 de	 la	 prisión	 y	 todas	 fueron	 a	 su
encuentro	con	sonoras	carcajadas.
Louise	 blandió	 amenazante	 los	 tallos	 de	 rosal	 cual	 vara	 de	 tirso	 frente	 a	 las
maliciosas	ninfas,	declamando	con	rabia	pitonisíaca:
Silence!	imposture	outrageante!
Déchirez-vous,	voiles	affreux;
Patrie	auguste	et	florissante,
Connais-tu	des	temps	plus	heureux?
Y	 exigió,	 imperativa,	 que	 Lenchen,	 Franziska	 y	 Juliane	 se	 desnudasen;	 pero
Franziska	se	adelantó	a	las	muchachas	y	repuso:
Favorite	du	Dieu	de	la	guerre,
Héroine!	dont	l’éclat	nous	surprend,
Pour	tous	les	vainqueurs	du	parterre,
La	plus	modeste	et	la	plus	grande.
(Voltaire)
—Lo	que	 tú	 crees,	 Fränzchen[*]	—replicó	 sonriendo	Louise,	mientras	 colocaba
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los	tallos	de	rosal	en	el	sofá—,	quiero	probarlo	ahora.	Ven,	acércate	a	Apolo	y	a	Clitia
y	arrepiéntete	de	lo	que	has	hecho.
Antes	de	que	Franziska	pudiera	darse	cuenta,	se	encontró	con	las	partes	bajas	al
aire	ante	el	areópago	femenino	que,	encantado	con	la	belleza	de	su	trasero,	manifestó
su	aprobación	con	tres	palmadas.
Louise	 le	 puso	 las	 faldas	 y	 las	 enaguas	 encima	 de	 la	 ardiente	 cara	 y	 ordenó	 a
Emilie	 que	 se	 las	 sujetara	 al	 pecho.	 Franziska	 mantenía	 sus	 suaves	 y	 virginales
muslos	fuertemente	apretados,	pero	en	cuanto	Emilie	le	retiró	la	camisa	interior	de	la
bellamente	 redondeada	 barriguita,	 descubriendo	 la	 encantadora	 región	 desde	 el
todavía	pelado	Ida	hasta	el	trópico,	igualmente	se	hizo	visible	aquel	precioso	templo
de	Amatunto	 que	 tanto	 nos	 gusta	 imaginar	 en	 la	 vecindad	del	 dios	 olímpico,	 en	 el
momento	 en	 que,	 estimulado	 por	 su	 belleza,	 abandona	 el	 propio	 y	 se	 ofrece	 en
holocausto	en	los	altares	de	la	Venus	de	Citerea.
Louise,	 con	 un	 sentimiento	 casi	 de	 envidia,	 provocado	 por	 la	 visión	 de	 tanta
belleza,	 cogió	 a	 Juliane	 y	 a	 Lenchen,	 las	 puso	 junto	 a	 Franziska	 formando	 un
triángulo,	hizo	que	Emilie	y	Friederika	las	sofaldasen	igualmente,	unió	a	las	tres	con
su	pañoleta	a	la	altura	del	talle,	cogió	los	tallos	de	rosal,	a	Franziska	la	llamó	Aglae,	a
Lenchen	Talía	y	a	Juliane	Eufrosina,	y	azotó	con	tal	crueldad	las	seis	inocentes	nalgas
que	las	Gracias	dejaron	la	bella	posición	en	que	las	había	descrito	Wieland	y	con	la
mayor	 falta	de	decoro	saltaron	como	en	una	cacería	salvaje	de	Artemis,	 rompiendo
con	 sus	 impetuosos	movimientos	 la	 ataduras	 que	 las	 aprisionaban	 y,	 liberadas	 con
violencia	 a	 los	 pocos	 instantes,	 saltaban	 como	 ménades,	 no	 como	 las	 Gracias	 de
Wieland.
La	 venganza	 había	 entibiado	 ya	 a	 Louise,	 pero	 las	 tres	 Gracias	 castigadas
exigieron	que	sus	ayudantes,	las	hermanas	de	la	eternamente	esquiva	Psique,	fuesen
también	azotadas	y	que	incluso	la	misma	Psiquese	sometiera	a	su	juicio.
Las	castigadas	cogieron	rápidamente	a	las	cómplices,	las	pusieron	una	tras	otra	en
la	silla,	en	la	que	antes	Psique	había	debido	revelar	a	Louise	sus	etéreos	encantos,	les
descubrieron	el	trasero	y	Louise	tuvo	que	imponer	sobre	las	graciosas	elevaciones	el
mismo	correctivo	que	unos	minutos	antes	había	impuesto	para	todas,	excepto	para	sí
misma.
Apenas	hubo	sucedido	esto,	apenas	hubo	abandonado	esta	humillante	posición	la
última	de	ellas,	Friederika,	cuando	las	ya	reconciliadas	amigas	oyeron	un	tintineo	de
espuelas	y	vieron	al	coronel	von	Halden	y	al	teniente	Soller	en	el	umbral	de	la	puerta
abierta	mirando	atónitos	hacia	el	interior.
Louise	 fue	a	 su	encuentro	con	 la	mayor	naturalidad,	 les	dio	 la	bienvenida	y	 les
preguntó	 qué	 feliz	 casualidad	 conducía	 al	 conocido	 misógino	 y	 al	 todavía	 más
conocido	 hermano	 de	 Baco,	 de	 repente,	 a	 la	 esfera	 de	 los	 espíritus	 inferiores	 de
aquellas	seis	indefensas	mujercitas.
El	coronel	era	en	cierto	modo	un	Siegfried	von	Lindenberg	y	su	Acates,	un	señor
von	Waldheim;	ambos	 tenían	más	cultura	que	modales	y,	aparte	de	sus	deficiencias
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anteriormente	expuestas,	eran	de	aquellas	personas	de	las	que	se	podía	hacer	lo	que	el
Señor	había	hecho	de	ellas.
Las	 muchachas	 por	 su	 parte,	 como	 se	 suele	 decir,	 en	 sus	 mejores	 años	 —mi
madre	no	tenía	entonces	más	de	dieciocho	años—,	rodearon	a	los	hijos	de	Marte	con
toda	la	libertad	que	les	confería	el	privilegio	de	su	juventud	y	su	sentido	del	humor.
Habían	olvidado	ya	la	mitad	de	los	dolores	de	sus	ocultas	partes	y	la	otra	mitad	no
tardaría	en	pasárseles.
Louise	 se	 había	 adueñado	 del	 coronel	 y	 jugaba	 con	 el	 tahalí	 de	 su	 espada,
llevándole	de	una	esquina	de	la	habitación	a	la	otra,	y	le	pidió	que	le	dijera	cómo	se
llamaba	el	primer	rey	de	Creta	y	si	realmente,	en	tiempos	del	apóstol	Pablo,	aquella
Creta	había	tenido	costumbres	licenciosas.
El	coronel	se	sintió	incómodo	y	le	molestó	que	una	damisela	tan	joven	le	andase
cosquilleando	por	 la	 barbilla	 y,	 en	 lugar	 de	 contestar	 a	 sus	 insolentes	 preguntas,	 le
espetó:
—Señorita,	si	no	me	libera	usted	al	instante	de	sus	uñas	y	garras,	verá	y	sentirá	lo
que	soy	capaz	de	hacer	con	usted.
Mi	 madre	 se	 rió	 de	 la	 amenaza	 y	 le	 ordenó	 que	 durante	 la	 velada	 cediera
voluntariamente	 a	 sus	 caprichos	 o,	 como	 un	 prisionero,	 debería	 resistirse	 a	 toda	 la
fuerza	de	sus	encantos.
Ante	este	capcioso	discurso,	el	coronel	cogió	su	espada,	pero	Louise	corrió	en	un
abrir	y	cerrar	de	ojos	y	asió	el	brazo	que	empuñaba	en	lo	alto	el	mortal	instrumento,
con	la	 intención	de	arrebatárselo.	El	coronel,	sin	embargo,	no	estaba	para	bromas	y
levantó	a	la	atrevida	como	si	fuera	una	pluma,	la	tiró	al	sofá,	le	descubrió	el	trasero,
desenvainó	su	espada	y	le	pegó,	a	pesar	de	sus	penetrantes	gritos,	hasta	dejarla	como
una	amazona	de	Egon.
El	 coronel	 tuvo	 que	 pagar	 la	 encantadora	 visión	 del	 trasero	 desnudo	 de	Louise
con	su	libertad.	La	inolvidable	belleza	de	estas	partes,	las	temblorosas	elevaciones	y
la	 vecindad	 de	 lo	 que	 por	 detrás	 se	 exponía	 a	 toda	 la	 concupiscencia	 masculina,
desarmaron	su	brazo	y	en	sus	sentidos,	que	la	madre	naturaleza	había	conservado	y	la
cultura	todavía	no	había	alterado,	despertó	un	algo	que	puso	claramente	de	manifiesto
a	la	paz	de	sus	sentidos	que	su	corazón	no	había	perdido	ni	un	ápice	de	ello.
En	 cuestiones	 sensuales	 y	 placeres,	 el	 hombre	 de	 principios	 y	 de	 carácter	 es
ciertamente	siempre	el	antípoda	de	la	persona	sin	carácter,	brutal	y	rudo.	Aquél	siente
moderadas	y	satisfechas	sus	pasiones	al	ver	los	ocultos	encantos	femeninos;	éste,	en
cambio,	cuya	fuerza	bruta	no	establece	un	límite	al	instinto	sensual,	sigue	excitándose
continuamente	 hasta	 la	 saturación.	 Este	 es,	 pues,	 uno	 de	 los	 principales	males	 del
sagrado	matrimonio	y	uno	de	sus	peores	secretos	es	que	aquélla	que	se	encuentra	en
los	primeros	grados	de	la	vida	sensual	debe	acostumbrarse	a	la	abstinencia	de	vez	en
cuando,	 si	 todavía	 tiene	 la	 intención	de	amar	a	 su	agotado	esposo	después	de	unos
meses.	Este	fue	uno	de	los	principales	motivos	de	que	yo	optara	por	el	convento,	y
prefiero	olvidar	siete	veces	a	la	semana,	con	los	diez	dedos	y	otros	consoladores,	que
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existe	un	sexo	masculino	a	tener	que	quejarme	de	su	impotencia,	de	la	que	él	mismo
sería	el	 responsable.	Las	consecuencias	de	 tal	diferencia	de	caracteres	entre	el	sexo
masculino	son	absolutamente	imprevisibles.	El	primero	mantiene	el	sistema	adoptado
de	placeres	sensuales	y	se	ennoblece	con	ello,	mientras	que	el	otro	se	destruye	a	sí
mismo	como	el	fuego	y	lo	que	le	alimenta.
Otro,	 en	 lugar	 del	 coronel,	 se	 hubiese	 lanzado	 con	 furor	 sobre	 los	 sensuales
encantos	de	mi	madre,	descubiertos	durante	la	flagelación	con	la	espada,	buscando	su
triunfo	en	su	posesión.	Pero	von	Halden,	que	realmente	odiaba	a	las	mujeres,	aunque
de	 hecho	 las	 tratase	 como	 flores	 a	 las	 que	 nunca	 se	 rompe,	 sino	 que	 se	 las	 deja
marchitar	 en	 sí	mismas,	 en	 su	propio	 terreno,	 consideraba	que	 romperlas	 era	 como
una	depredación	de	 todo	 el	 hermoso	verano	de	 la	 vida	que	 además	hace	desear	 un
largo	y	frío	invierno.
Los	 desnudos	 encantos	 posteriores	 de	mi	madre,	 la	 belleza	 y	 pureza	 de	 ciertas
partes	y	las	prendas	de	vestir	esparcidas	aplacaron	el	odio	del	coronel,	convirtiéndolo
en	un	 amor	 tan	 tierno	y	 sincero	 por	 este	 desamparo	 femenino,	 que	 le	 sacrificó	 sus
anteriores	principios,	de	odiar	a	todo	el	sexo	femenino	y	al	representante	de	este	sexo
que	estaba	ante	él,	y	también	su	libertad.
De	todas	formas	él	se	había	atrevido	a	algo	que,	aunque	no	se	pudiera	considerar
una	indecente	burla	lasciva,	exigía	una	reconciliación	con	la	ofendida.
Así	 pues,	 y	 sin	 delatar	 con	 la	 más	 mínima	 exclamación	 hasta	 qué	 punto	 el
desnudo	trasero	de	mi	madre	había	hecho	desaparecer	su	misoginia,	besó	tres	veces
las	 partes	 ofendidas,	 puso	 con	 serena	 indiferencia	 primero	 la	 camisa	 y	 luego	 las
faldas	en	el	lugar	que	les	correspondía	y	la	levantó	de	la	silla.
Sin	 embargo,	 a	 juicio	 del	 coronel,	 todavía	 quedaba	por	 hacer	 lo	más	difícil,	 ya
que	 quería	 escarmentar	 de	modo	 parecido	 a	 las	 espectadoras	 para	 que	 ninguna	 de
ellas	pudiera	considerarse	poseedora	de	unos	derechos	superiores	a	los	de	las	otras.
Entretanto	se	había	hecho	innecesaria	esta	medida.	Franziska	ya	se	había	sentado
en	el	 regazo	del	 teniente	Soller	y	éste	hurgaba	con	sus	atrevidas	manos	en	 los	más
secretos	encantos	de	la	descocada.
Lenchen	estaba	sentada	en	una	silla,	se	había	levantado	las	faldas	hasta	la	altura
de	 los	muslos	 y	 se	 estaba	 arreglando	 las	 ligas;	 Juliane	 tenía	 la	mano	 en	 su	 íntima
rendija	 y	 Friederika	 estaba	mirando	 hacia	 los	 pantalones	 abiertos	 del	 teniente,	 que
Franziska	acababa	de	desabrochar	con	la	intención	de	liberar	un	miembro	masculino
de	un	tamaño	tal	que	hasta	el	momento	ninguna	de	ellas,	excepto	Louise,	había	visto.
En	el	momento	en	que	el	coronel,	tras	haber	levantado	a	Louise,	quería	cerrar	un
pacto	de	silencio	con	el	teniente	y	darle	a	conocer	el	santo	y	seña	del	día,	Friederika
exclamó:
—¡Louise,	esto	nos	lo	debes	a	nosotras!
—¡Sí,	es	cierto!	—gritó	balbuceando	Franziska,	levantando	a	lo	alto	la	camisa	del
teniente,	de	forma	que	su	Amor	quedó	al	descubierto	entre	la	espesura	de	arbustos	de
mirto	como	un	Príapo	en	el	Belvedere—.	Sí,	es	cierto…,	—y	mientras	acariciaba	el
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magistral	miembro	 de	 Soller,	 explicó	 lo	 que	 os	 he	 contado,	 cómo	 la	 había	 tratado
Louise.
—¡Oh!	—replicó	el	coronel	al	terminar	la	explicación	de	Franziska,	que,	excitada
por	los	dedos	del	teniente,	se	movía	convulsivamente	sobre	su	regazo—,	siendo	así,
lo	 único	 que	 puedo	 hacer	 para	 reparar	 mi	 insolencia	 es	 convertir	 a	 Louise	 en	 mi
esposa	y	darte	a	ti,	Soller,	a	Franziska	en	total	propiedad.
Las	muchachas	daban	gritos	de	júbilo.
Acto	 seguido	 el	 coroneltomó	 en	 brazos	 a	 Louise,	 la	 besó	 en	 los	 pechos
descubiertos	y	la	llevó	a	la	alcoba.
Soller	puso	a	su	muchacha	en	el	sofá,	abrió	 la	puerta	y	pidió	cortésmente	a	sus
compañeras	que	la	esperasen	en	el	jardín,	lo	que	éstas	no	se	hicieron	repetir,	ya	que
su	pudor	todavía	era	mayor	que	su	concupiscencia.
Apenas	hubieron	salido,	Soller	desnudó	a	Franziska	hasta	el	ombligo,	 le	 separó
los	muslos	blancos	como	la	nieve	y	se	apretó	con	gran	fuerza	contra	ella.
El	coronel	desvistió	a	mi	madre	hasta	la	camisa,	ella	hizo	lo	propio	con	él,	luego
se	 despojaron	 de	 las	 últimas	 prendas	 encubridoras	 de	 secretos	 hundiéndose
embriagados	y	en	la	más	paradisíaca	de	las	actividades	en	el	mullido	lecho.
Ocho	días	después	de	esta	escena	se	celebraron	 las	bodas	de	mi	madre	y	 las	de
Franziska.
Yo	fui	el	único	fruto	de	este	matrimonio,	pero	 lo	que	me	sucedió	desde	mi	más
tierna	edad	hasta	 la	época	de	 los	primeros	sentimientos	de	adolescente	pertenece	al
capítulo	de	aficiones	e	impulsos	infantiles	y	será	de	poco	interés	para	vosotras.
En	cambio	os	he	de	confesar	que	a	mí,	como	antes	a	mi	madre,	me	gustaba	que
mi	 preceptor,	 el	 hermano	 Gervasius,	 me	 azotase;	 y	 como	 yo	 era	 de	 naturaleza
indómita,	sucedía	con	cierta	frecuencia,	aunque	siempre	en	presencia	de	uno	de	mis
padres	y	no	antes	de	dos	días	después	de	que	me	hubiera	comportado	mal	o	de	que	no
hubiera	aprendido	nada.
Me	gustaba	mucho	contemplar	en	el	espejo	mis	pequeños	encantos	al	descubierto.
A	 menudo	 me	 pasaba	 largos	 ratos	 ante	 él	 con	 el	 vestido	 levantado	 y	 pensaba:
personne	ne	me	voit!,	y	me	examinaba	de	arriba	a	abajo.
Bajo	 las	 órdenes	de	mi	padre	 servía	 un	 joven	 francés	 con	 el	 grado	de	 teniente.
Este	 pasó	 a	 ocupar	 el	 primer	 lugar	 entre	 los	 jóvenes	 amigos	 de	 mi	 padre	 cuando
Soller	 fue	 trasladado	 a	 Glatz	 con	 su	 joven	 esposa.	 Este	 francés,	 aunque	 lleno	 de
bondad	 y	 de	 leales	 sentimientos,	 era	 uno	 de	 los	más	 finos	 libertinos	 y	 de	 los	más
ávidos	que	os	podáis	imaginar.
A	 este	 adorador	 furtivo	 de	 mi	 madre	 a	 menudo	 tuve	 que	 aguantarle	 yo	—que
contaba	entonces	diez	años—	cuando	ella,	en	broma	o	en	serio,	le	había	rechazado.
Cada	 vez	 que	Monsieur	 de	Beauvois	 nos	 visitaba,	 y	 esto	 sucedía	 casi	 a	 diario,	me
regalaba	 bombones	 o	 algún	 juguete,	 lo	 que	 despertaba	mi	 alegría.	 Entonces	 yo	 ya
sabía	que	lo	que	él	quería	era,	naturalmente,	quedarse	a	solas	con	mi	madre,	y	nunca
tuvo	que	repetírmelo	dos	veces.
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Lo	que	más	cautivaba	del	 teniente	Beauvois	 era	un	 savoir	 faire	 que	no	admitía
comparación.
En	cierta	ocasión	regresé	del	jardín	más	temprano	de	lo	acostumbrado	y	cuando
me	disponía	a	abrir	la	puerta	de	la	habitación,	en	la	que	se	encontraban	mi	madre	y
Beauvois,	 oí	 un	 estrépito	 y	 que	 ella	 le	 decía:	 «Je	 vous	 prie	 instamment,	 Beauvois!
Laissez-moi…	oh…	oh!	Ma	Diesse!	Oh!	Laissez-moi	 faire…	 laissez-moi…».	No	 oí
nada	más,	pero	vi	 lo	que	no	oía	por	el	ojo	de	la	cerradura.	¡Y	qué	es	lo	que	vi!	Mi
madre	 estaba	 tendida	 en	 el	 suelo.	 Beauvois	 le	 mantenía	 en	 alto	 las	 faldas	 y	 las
enaguas,	le	había	levantado	el	muslo	izquierdo,	con	los	pantalones	bajados,	desnudo
de	cintura	abajo	y	su	miembro	estaba	rígido	como	una	barra	de	una	puerta	de	Berlín.
Ante	esta	visión	tuve	una	sensación	tan	extraña	que	casi	no	podía	tenerme	en	pie;
me	desnudé,	observé	atentamente	la	escena	y	actué	con	mi	dedo	al	mismo	tiempo	que
Beauvois	se	lanzaba	sobre	mi	madre	y	clavaba	su	Cupido,	y	con	tal	dedicación	que
sentí	tal	vez	tanto	placer	como	mi	madre.
Mi	 madre	 era	 sensual	 en	 el	 más	 alto	 grado,	 sus	 sentidos	 estaban	 en	 constante
actividad;	mi	padre,	en	cambio,	era	todo	lo	contrario;	nunca	demasiado	interesado	por
los	encantos	femeninos,	tenía	que	excitarse	con	algo	especial	para	desear	satisfacer	su
deseo	con	mi	madre.
Inmediatamente	después	de	la	boda,	mi	padre	había	expuesto	a	mi	madre	algunos
puntos	del	 íntimo	 tesoro	de	su	corazón,	que	a	ella	 le	prometían	un	alegre	 futuro;	y
creo	 que,	 aparte	 de	 sus	 obligaciones	 de	madre,	 nada	 se	 oponía	 a	 que	 ella	 utilizase
estos	 puntos	 en	 su	 propio	 beneficio.	 Pero	 después	 de	 dos	 años	 de	matrimonio,	 en
cuanto	 pudo	 comprender	 que	 ya	 no	 podía	 esperar	 más	 satisfacciones	 de	 su	 unión
matrimonial,	tomó	la	firme	decisión	de	aceptar	en	breve	y	sin	temor	éste,	su	primer
grado	de	viudedad,	utilizando	el	permiso	recibido.
Este	consentimiento	se	lo	dio	mi	padre	de	la	manera	más	explícita:
—Te	he	obtenido	—dijo—	de	una	manera	tan	singular,	que	tal	vez	pueda	perderte
de	 la	misma	manera.	 Sé	 y	me	 consta	 que	 tu	 temperamento	 sensual	 no	 respeta	 los
límites	de	 la	honestidad	y	que	 tu	voluptuosidad	está	arropada	por	una	filosofía	más
fuerte	que	la	tendencia	de	tu	amor	a	una	conducta	decente.
»Ahora	 no	 quiero	 discutir	 contigo	 sobre	 lo	 lícito	 y	 lo	 ilícito	 en	 la	 satisfacción
carnal	 y	menos	 aún	 quiero	 discutir	 con	 la	 naturaleza	 por	 el	 hecho	 de	 que	 tanto	 se
satisface	 en	 el	 celo	 como	 en	 el	 rígido	 vestido	 invernal;	 sólo	 quiero	 decirte	 que	 a
ambos	 os	 pagaré	 con	 la	misma	moneda	 que	 yo	 reciba	 o	 con	 la	 que	 todavía	 pueda
recibir	de	ti.
»A	 partir	 de	 hoy	 te	 confío	 a	 ti	misma	 según	 aquellos	 principios	 que	 te	 expuse
como	los	míos	propios	ya	en	los	primeros	días	de	nuestra	unión;	pues	hoy	te	ha	visto
Beauvois	 por	 primera	 vez	 con	 los	 pechos	 descubiertos	 y	 con	 enagua	 corta.	 A	 ti
misma,	 a	 tu	 diversión	 te	 confío,	 pero	 a	 cambio	 es	 justo	 que	 en	 compensación	me
corresponda	otra	parte	de	tu	cuerpo,	que	no	he	vuelto	a	ver	desde	tu	primera	unción:
tu	trasero.	¡Ten,	pues,	cuidado!	Ya	que	cada	vez	que	te	sorprenda	en	flagrante	delito,
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esta	parte	sufrirá	su	castigo.
Mi	madre	se	rió	y	además	prometió	confesarse	con	él	en	cuanto	sintiera	el	menor
escrúpulo	que	pudiera	impedirle	hacer	uso	de	su	bondadoso	ofrecimiento.
—Con	toda	sinceridad	—contestó	mi	padre	(tal	como	me	lo	contó	ella	misma)—,
de	ningún	modo	te	lo	puedo	tomar	a	mal,	ya	que	es	absolutamente	imposible	exigir
que	una	persona	responsable	deba	ser	esclava	de	otra;	en	todo	caso	éste	puede	ser	un
derecho	en	estado	de	guerra,	pero	en	el	derecho	natural	sería	una	verdadera	blasfemia
contra	la	sana	razón.	Los	mandamientos	de	los	curas	o	aquéllos	inspirados	directa	o
indirectamente	 por	Dios	 y	 el	 contrato	 social	 de	 los	 hombres	 son	 compromisos	 que
hay	que	aceptar	mientras	nos	convengan	o	nos	sean	necesarios,	pero	de	ningún	modo
pueden	 mantenerse	 por	 mucho	 tiempo	 en	 la	 naturaleza	 de	 la	 persona	 totalmente
formada,	 que	 ya	 no	 es	 menor	 de	 edad.	 La	 libertad	 del	 espíritu	 y	 del	 corazón,	 del
cuerpo	 y	 de	 las	 fuerzas	 morales	 y	 físicas	 en	 beneficio	 del	 individuo	 y	 de	 la
comunidad,	 es	 un	 objetivo	 al	 que	 no	 debe	 ponerse	 ningún	 tipo	 de	 barreras	 legales
mientras	la	barbarie	y	la	cultura	no	entren	en	guerra	abierta	y	a	ambas	las	domine	la
maldad.	Por	ejemplo,	el	sacramento	del	matrimonio	entre	los	cristianos	ha	de	unir	con
más	 fuerza	 los	vínculos	de	 la	naturaleza	entre	alma	y	cuerpo,	pero	¿conseguiremos
con	ello	algún	día	la	inmortalidad?	¿O	es	que	alguna	vez	ha	resucitado	algún	muerto
que	nos	haya	dicho:	Allí,	en	aquel	lugar	en	que	ya	no	se	piden	en	matrimonio	ni	se
desposan,	he	vuelto	a	encontrar	a	mis	allegados,	a	mi	esposa,	a	mis	hijos?
»¿Y	sirven,	tal	vez,	estas	limitaciones	legales	de	los	impulsos	naturales	para	unir
más	 estrechamente	 a	 nuestros	 hermanos	 y	 hermanas?	 ¡Seguro	 que	 no!	 ¿Y	 los
excesos?	¿Quién	de	 toda	esta	generación	 filosófica	y	estética	se	atreve	a	decir	algo
sobre	los	excesos?	Incluso	los	juristas	conocen	la	tabla	de	progresión	de	lo	natural	tan
bien	como	Mirabeau	y	Rousseau;	lo	único	que	debe	hacer	realmente	un	jurista,	como
dice	Schlegel	en	su	Museum,	es	ocuparse	de	las	cuestiones	de	poca	importancia,	pues
de	ninguna	manera	pueden	mostrar	algún	interés	por	las	cosas	importantes.	¿Se	puede
decir,	 tal	vez,que	el	egoísmo	de	la	familia	haya	producido	algo	mejor	en	el	mundo
que	 una	 orden	 religiosa	 de	 piadosos	 hermanos	 o	 hermanas?	 ¿Y	 quién,	 de	 los	 que
están	en	posesión	de	las	virtudes	del	amor,	de	la	clemencia,	de	la	misericordia,	querrá
hablar	de	excesos	que	sólo	la	negra	envidia	pregona	al	son	de	los	clarines	en	libros,
por	todas	las	esquinas	y	calles	del	mundo,	y	que	con	sus	clarinazos	ha	provocado	más
males	que	todos	los	treinta	y	dos	vientos	juntos?
—¡Oh,	hablas	como	un	ángel,	coronel!	—exclamó	encantada	mi	madre.
Se	 quitó	 la	 gorguerita,	 reposó	 su	 cara	 sobre	 el	 turgente	 pecho	 y	 le	 abrazó,
mientras	 le	 iba	desabrochando	 los	pantalones,	 le	sacaba	 la	camisa	y	con	sus	suaves
dedos	hacía	crecer	el	rígido	e	incircunciso	Sabaot	de	su	templo	hasta	convertirle	en
un	coloso.
Mi	padre	se	reía,	levantó	las	faldas	y	las	enaguas	de	mi	madre	y	le	puso	el	dedo
allí,	donde	ella	hubiera	preferido	que	le	introdujera	otra	cosa.
—Acabo	de	mostrarte	mi	corazón	hasta	el	mismísimo	fondo	—continuó	diciendo
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mi	 padre	 mientras	 iba	 manipulando,	 a	 la	 vez	 que	 ella	 seguía	 su	 costumbre	 de
entretenerse	con	la	carne	ante	la	presencia	del	espíritu,	en	un	constante	temblequeo	de
manos	y	muslos—.	El	mundo	no	está	para	tales	desbordamientos	del	corazón,	pero	yo
te	amo,	tú	eres	muy	bella.	—En	este	momento	le	separó	los	muslos—.	¿Qué	será	de
mí,	 si,	 tal	 vez	 pronto,	 otro	 hurga	 en	 tu	 cálido	 seno,	 otro	 abre	 estos	 rosados	 labios,
creados	por	el	mismo	Amor,	y	con	su	ardor	y	con	su	furia	los	separa	como	hiciera	el
dios	de	 los	hebreos	con	el	Mar	Rojo	mientras	 tu	marido	 todavía	no	ha	conseguido,
como	Don	Juan,	llegar	a	las	mil	y	tres	conquistas	tal	como	pretende	hacerlo?
Llegando	 a	 este	 punto	 la	 tumbó	 en	 el	 sofá	 y	 la	 desnudó	 totalmente	 hasta	 el
ombligo.
—¡No!	—exclamó—,	por	todas	las	bienaventuranzas	corpóreas,	Louise,	necesito
una	reparación.
—Y	la	tendrás,	amigo	de	mi	alma	—respondió	Louise,	abriendo	sus	muslos	para
dejar	que	mi	padre	terminara	su	tarea—.	Mi…	trasero…	sufrirá	el	cas…	tigo	por	mis
peca…	dos;	venga	cada	uno	de	mis	des…	lices	que	tu	amor	tan	bene…	volente	me
to…	le…	ra.	¡Ah,	ah!…	para	que…	rido…	a	fondo…	a	fondo…	¡Ah!…	¡Ah!…	¡Ah!
¡Y	los	dos	se	fueron!
Al	 terminar	 lo	 principal	 de	 la	 reconciliación,	 mi	 padre	 siguió	 exponiendo	 su
argumentación.
—¿No	es	cierto,	Louise	—dijo	entre	otras	cosas—	que	mientras	la	ley	no	ofende
la	 natural	 relación	 en	 libertad	 de	 una	 persona	 respecto	 a	 otra	 y	 a	 su	 naturaleza	 y
solamente	ejercita	inexorablemente	sus	derechos	en	caso	de	vicios	y	crímenes	contra
natura,	 se	 hace	 soportable	 y	 en	 caso	 de	 que	 incluso,	 tal	 vez,	 se	 le	 haya	 tomado
afición,	el	castigo	que	sigue	a	la	transgresión	nos	es	saludable?
—Absolutamente	cierto	—respondió	Louise—,	incluso	lo	considero	en	cualquier
caso	bien	fundamentado.
—El	 Estado	 y	 la	 Iglesia	 —prosiguió	 mi	 padre—	 se	 han	 distanciado	 en	 esta
cuestión.	Aquél	se	ocupa	del	delito	contra	el	orden	natural	y	burgués,	ésta	del	pecado
contra	el	orden	divino	y	moral.	Únicamente	que	no	sabríamos	nada	del	pecado,	si	la
Ley	 no	 hubiese	 dicho:	 No	 codicies,	 y	 si	 las	 consecuencias	 no	 nos	 hubiesen
convencido	totalmente	del	poder	de	estas	leyes.
»Los	delitos	 tienen	 todavía	una	mayor	antítesis	de	 lo	 insoportable	en	su	contra;
pues	ya	Caín	tuvo	que	escapar	ante	la	acusación	de	su	conciencia;	pero	si	hubiera	un
acuerdo	 colectivo	 de	 alguna	 nación	 o	 de	 algún	 pueblo	 que	 permitiera	 asesinar	 o
mutilar,	 robar	o	calumniar,	odiar	o	envidiar,	allí	 la	 ley	del	contrario	no	 tendría	más
autoridad	 que	 la	 violencia.	 Existen	 ejemplos	 en	 la	 historia.	 De	 gustibus	 non	 est
disputandum!	Mientras,	aquéllos	que	no	se	han	impuesto	leyes	a	sí	mismos,	como	el
león	o	el	 tigre,	 la	 rosa	o	el	enebro,	 la	piedra	y	el	agua,	deben	ser	determinados	por
leyes	 extrínsecas	 a	 ellos.	 En	 el	 fondo,	 sin	 embargo,	 también	 se	 puede	 suponer
igualmente	que	en	toda	la	naturaleza	de	las	cosas	nada	puede	ser	determinado	en	su
organización	 con	 pretensiones	 de	 eternidad.	 Por	 ejemplo	 el	 agua,	 que	 en	 nuestras
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latitudes	sólo	se	hiela	en	determinadas	épocas,	en	Saturno	se	convertiría	en	una	roca	y
seguiría	 siéndolo	 mientras	 la	 naturaleza	 de	 ese	 planeta	 no	 experimentase	 ningún
cambio.	 Pero	 ¿crees	 tú	 que	 por	 esto	 se	 puede	 pensar	 en	 la	 imposibilidad	 de	 esta
transformación?
—No,	seguro	que	no,	querido	August	—respondió	mi	madre	arropándose	los	pies
con	sus	faldas.
—Bien,	pues	—prosiguió	mi	padre—,	ahora	 te	 toca	a	 ti	 escoger.	Mi	 filosofía	y
mis	derechos,	mi	amor	y	mis	principios,	nunca	rebasarán	los	límites	de	lo	justo,	pues
en	mí	la	pasión	no	juega	ningún	papel	importante.
Se	hizo	una	pausa	y	luego	preguntó	mi	padre:
—¿Hasta	dónde	ha	llegado	el	teniente	contigo?	Ya	sé	que	te	ama	y	está	sediento
de	poseerte.	¿Ha	visto	algo	de	ti	además	de	tu	pecho?
—¡Sí!	¡O	por	lo	menos	así	lo	espero!
—¿Y	qué?	¿Y	cómo?
—Ayer	estaba	cogiendo	cerezas,	él	estaba	bajo	el	árbol	y	observé	claramente	que
cada	vez	que	yo	me	inclinaba,	él	me	miraba	por	debajo	de	la	camisa	y,	te	lo	confieso,
¡eso	me	electrizaba!	Separé	mis	pies	cuanto	pude	y	seguro	que	lo	vio	todo,	ya	que	se
desabrochó	los	pantalones	mientras	decía:	«¡Divina	Louise!».	Se	sacó	los	faldones	de
la	camisa	y	comenzó	a	llamar	al	orden	a	su	indómito.	Yo	no	podía	pronunciar	ni	una
palabra	y	lo	que	hice	fue	descubrirme	y,	apoyada	en	el	árbol,	procurarme	alivio	con
mis	dedos.
—Observo	que	es	un	hombre	delicado,	Louise	—respondió	mi	padre—,	pero	tales
delicadezas	no	son	propias	de	las	personas	que	necesitan	algo	más	sólido.
»Entre	los	hebreos,	las	palabras	“circuncidar”	y	“prostituirse”	van	seguidas	en	el
orden	del	alfabeto;	también	le	vamos	a	enseñar	al	 teniente	la	ley	de	la	circuncisión.
Es	digno	de	ser	circuncidado,	ya	que	quien	hace	algo	así	ante	los	desnudos	encantos
de	una	mujer,	a	quien	conoce,	merece	como	mínimo	ser	circuncidado.
—No	servirá	de	mucho	—dijo	mi	madre.
—Bueno,	pues,	de	todas	maneras	una	señal	del	derecho	criminal	de	la	sensualidad
puede	compartir	su	valor	con	el	patíbulo	o	la	rueda.	¡Debe	ser	circuncidado,	Louise!
Y	 por	 tu	 propia	mano,	 y	 con	 esto	 te	 impongo	 la	 segunda	 condición:	me	 traerás	 el
prepucio	de	todos	aquéllos	que	te	disfruten.
—¡Ja!	—gritó	mi	madre,	cruzando	las	piernas—.	¡Eres	un	hombre	sin	igual!	¡Voy
a	intentar	ser	digna	de	ti!	¡El	teniente	será	la	primera	ofrenda	que	te	haré!
—Bien	—dijo	 riendo	mi	padre—,	 tú	haces	hebreos	y	yo	una	santa,	y	 trataré	de
darte	ahora	mismo	el	alimento	de	los	santos,	pero	antes	atavíate	como	Esther	antes	de
que	Asuero	 tuviera	a	bien	hacer	a	 su	pene	primogénito	del	dominio	 feudal	 judío,	o
mejor	como	Irene,	antes	de	que	Mohammed	II,	ávido	de	gloria,	le	cortara	la	cabeza.
—Al	momento,	querido,	haré	todo	lo	necesario	y	entretanto	te	mandaré	a	nuestra
Karoline;	por	favor,	hazle	algo	bonito;	su	Helfried	ha	muerto	de	una	fiebre	aguda	en
Halle	y	ella	está	inconsolable;	su	bello	pecho	te	gustará	y	ella	te	lo	mostrará,	si	tú	lo
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quieres,	sin	llorar.
—¿Ah,	sí?	—preguntó	mi	padre—,	¿tanto	ha	evolucionado?
—Se	ha	formado	en	mi	escuela.
—¡Ah,	ahora	comprendo!	Hazla	venir.
Mi	madre	se	fue	y	Karoline	se	presentó	ante	mi	padre.
—¿Qué	ordena	usted,	señor?
—De	ordenar,	nada,	criatura,	sólo	pedir.	Ven,	acércate.
Karoline	se	le	acercó.
—¡Eres	una	muchacha	bonita,	buena	y	cariñosa!
—¡Oh,	 por	 favor,	 señor!	No	me	 avergüence.	 Creo	 que	 soy	 precisamente	 como
debo	ser.
—¿Cómo?
—¡Buena,	señor!
—Pero	mi	frívola	esposa	no	es	buena,	¿verdad?
—Oh,	ella	es	la	pura	bondad,	el	mismo	amor.
—¿A	qué	llamas	tú	bondad	y	amor?
Karoline	recatada,	bajó	la	mirada	y	se	sonrojó.
—Mi	 esposa	 te	 ha	 corrompido;	 es	 decir,	 te	 ha	 introducido	 en	 los	 secretos	 del
amor.
—¡Señor!	—gritó	Karoline	y	se	postró	a	sus	pies—,	¡ah,	le	ruego	por	la	bondad
que	siento	en	mí,	que	sea	indulgente	conmigo!
—¡Tontuela,	qué	ocurrencia!	¿Tan	poco	me	conoces?
—¡Ah!—suspiró	Karoline,	se	agachó	un	poco	más	y	mientras	besaba	la	mano	de
mi	padre,	levantó	el	trasero.
—¿No	 te	 da	 vergüenza,	 Karoline?	 No	 me	 hagas	 pensar	 que	 no	 tienes	 buena
conciencia,	y	tal	posición	raramente	delata	otra	cosa.	Como	castigo	por	no	haberme
apreciado	en	mi	justo	valor,	me	vas	a	enseñar	el	trasero.
—¡Ah,	señor!	—balbuceó	Karoline;	pero	mi	padre	se	levantó,	puso	a	Karoline	en
el	sofá	y	le	levantó	las	faldas	y	las	enaguas	por	detrás.
—Realmente	 eres	 una	muchacha	 hermosísima,	 Karoline	—prosiguió	 mi	 padre,
electrizado	por	los	sublimes	encantos	de	Karoline—,	debo	privarme	inmediatamente
de	la	visión	de	tu	belleza,	de	lo	contrario	ninguno	de	los	dos	sabrá	a	qué	atenerse.
Con	 esto	 volvió	 a	 colocar	 la	 camisa	 en	 su	 correcta	 posición,	 la	 cubrió	 con	 las
faldas	y	la	alzó.
Karoline	estaba	encendidísima.
—Dime,	Karoline,	 ¿Malchen	 sigue	 siendo	 tan	maliciosa?	 (Ya	 sabéis,	 hermanas,
que	yo	me	llamaba	Malchen).
—¡Y	tanto,	señor!	Pero	creo	que	es	una	suerte	para	ella,	pues	si	fuera	como	yo	a
su	edad,	meditabunda,	distraída	y…,	—aquí	se	interrumpió.
—O	sea,	¿que	tú	crees	que	la	malicia	no	debe	ser	castigada?
—No,	 señor,	 ni	 tampoco	 las	muchachas	 de	mi	 carácter.	 En	 la	 escuela	 sólo	me
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azotaron	una	sola	vez	y	todavía	no	puedo	olvidar	la	situación	en	que	me	encontraba
entonces.
—Es	decir,	¿que	este	castigo	no	sirvió	para	mejorarte?
—¡No,	en	lo	más	mínimo!
—¡Qué	extraño!
—Conmigo	fueron	castigados	dos	muchachos;	por	su	imprudencia,	en	la	que	yo
también	participé,	se	prendió	fuego	en	un	pajar	del	castillo	señorial	y,	a	pesar	de	que
el	señor	von	Flamming	era	siempre	muy	bondadoso,	en	este	caso	no	quiso	perdonar
el	 castigo,	 para	 evitar	 que	 en	 el	 futuro	 se	 produjera	 otra	 desgracia	 peor	 por	 una
negligencia	parecida.	Yo	fui	 la	primera	en	recibir	el	castigo,	me	tumbaron	sobre	un
banco	de	la	escuela	y	tuve	que	soportar	treinta	azotes	en	el	trasero	desnudo.
—¡Pobre	muchachita!	—exclamó	mi	padre,	palpándole	por	debajo	de	las	faldas.
—Luego	les	tocó	el	turno	a	Helfried	y	a	Heilwerth,	dos	muchachos	a	los	que	yo
quería	mucho,	 especialmente	 a	Helfried,	 al	 que	 desgraciadamente	 la	muerte	me	 ha
arrebatado	—aquí	 brillaron	 unas	 lágrimas	 en	 sus	 ojos—.	 Primero	 tumbaron	 en	 el
banco	a	Heilwerth	y	cuando	le	bajaron	los	pantalones	y	le	levantaron	la	camisa,	casi
me	desmayé	 y	 olvidé	mis	 propios	 dolores,	 pensando	 en	 lo	 que	 el	 pobre	muchacho
debía	soportar.
Mi	padre	le	levantó	las	faldas	y	las	enaguas	y	con	la	mano	le	acarició	por	entre	los
muslos;	 en	 este	momento	 entré	 yo	 inesperadamente	 en	 la	 habitación	 para	 dar	 a	mi
padre	 un	 ramillete	 de	 flores	 y	 todavía	 tuve	 ocasión	 de	 ver	 los	muslos	 desnudos	 de
Karoline	y	 la	mano	de	mi	padre	 entre	 ellos.	Rápidamente	dejó	 caer	 las	 faldas	y	 se
levantó	de	un	salto.
—¿Qué	es	lo	que	me	traes,	Malchen?	—me	preguntó	confuso.
Fui	dando	saltitos	hacia	él,	le	di	mi	ramillete	y	le	besé	la	mano.	Mi	padre	le	dijo	a
Karoline	al	oído	que	preparase	una	palmeta	nueva.
—Oh,	señor	—repuso	ésta	ingenuamente—,	¿para	mí?
Mi	padre	rió	y	dijo	en	voz	alta:
—Eres	muy	compasiva,	ve	y	haz	lo	que	te	he	dicho.
Karoline	se	fue	y	mi	padre	me	cogió	de	la	mano	y	me	llevó	al	señor	Gervasius.
—Señor	Gervasius	—le	dijo—,	a	partir	de	hoy	enséñele	física	a	Malchen.	En	este
momento	 está	 usted	 desocupado	 y	 deseo	 que	 dedique	 totalmente	 esta	 hora	 a	 esta
distracción	y	enseñanza.
El	hermano	Gervasius	hizo	reverencias	y	yo	tuve	otra	hora	libre	menos.
Estas	horas,	de	hecho,	me	producían	un	gran	placer,	pero	no	os	quiero	entretener
ahora	con	éste,	sino	con	lo	que	me	sucedió;	pero	antes	quiero	terminar	la	historia	de
mis	padres,	tal	como	me	la	contó	mi	madre.
Apenas	hubo	regresado	mi	padre	a	 la	habitación	que	habíamos	dejado,	apareció
mi	madre	con	un	vestido	de	raso	blanco.
—¡Ajá!	—profirió	mi	padre—,	veo	que	Madame	quiere	mantenerle	 la	palabra	a
mi	amigo	y	visitar	con	él	a	la	ingeniosa	señora	von	Tiefenthal.
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—Si	tú	lo	permites.
—¡A	 disgusto!	 Ya	 sabes	 que	 no	 aguanto	 a	 esta	 señora…	Tiene	 un	 alma	 negra
hecha	de	maledicencia	y	de	maldad.	Si	fuese	una	prostituta,	no	tendría	nada	en	contra
de	su	comportamiento,	pero	tal	como	es…
—¡Por	favor,	amigo	mío!	Tu	juicio	es	demasiado	severo.
—¡En	absoluto,	Louise!	Conozco	toda	la	parte	superior	de	su	aborrecible	alma.
En	este	momento	apareció	Karoline	con	la	palmeta.
Mi	madre	palideció.
—Espero	que	no…	—preguntó	perpleja.
—¡Y	tanto!	—Y	diciendo	esto	fue	a	la	puerta	y	cerró	con	llave.
Karoline	estaba	atónita	y	temblaba.	El	coronel	le	cogió	la	palmeta	y	le	ordenó	que
colocara	 un	 taburete	 junto	 a	 la	 ventana	 central.	 Estas	 ventanas	 daban	 al	 patio	 de
armas.
—¡Por	favor,	August,	ahora	no!
—¡Ahora!	—repuso	 lacónicamente	mi	padre,	mientras	 abajo	 sonaba	un	 redoble
de	tambores.
—Tantas	 veces	 me	 has	 ensalzado	 la	 belleza	 del	 pecho	 de	 Karoline,	 que	 ahora
quiero	verlo.
Qué	sucederá,	se	preguntó	mi	madre;	fue	hacia	Karoline	y	le	quitó	la	pañoleta	del
cuello.	El	coronel	también	se	le	acercó	y	le	quitó	la	blusa	con	tanta	rapidez	que	sus
pechos	temblorosos	quedaron	totalmente	al	descubierto.
—Realmente	eres	una	muchacha	bellísima,	Karoline	—dijo	el	coronel—,	y	sería
una	lástima	que	mi	esposa	te	lanzara	a	las	garras	de	la	perdición.
Louise	enrojeció	y	dijo:
—¿Qué	te	he	hecho,	Karoline,	que	tal	sospecha…?
—Silencio,	Louise,	ahora	ya	no	es	tiempo	de	hablar,	sino	de	castigar	y	de	soportar
el	castigo.	Venid	hacia	aquí.
El	coronel	las	condujo	junto	a	la	ventana.
—Karoline,	levántale	las	ropas	a	tu	señora	hasta	la	camisa.
Karoline	obedeció	mientras	su	pecho	se	agitaba	convulsivamente.	El	coronel	besó
las	 turgentes	colinas	y	despojó	a	su	esposa	de	 las	medias	de	seda.	Al	 terminar,	ella
tuvo	que	arrodillarse	encima	del	taburete,	asomando	la	parte	superior	del	cuerpo	por
la	 ventana,	 mientras	 Karoline	 la	 sostenía.	 Entonces	 el	 coronel	 tomó	 la	 palmeta,
levantó	la	camisa	de	Louise	y,	sujetándola	con	una	mano,	la	azotó	hasta	ver	sangre.
Ella	 sólo	 dio	 unos	 pocos	 gritos;	 por	 lo	 demás	 fue	 como	 si	 quisiera	 estudiar	 la
sensualidad	en	sus	dolores,	pues	no	hizo	ningún	movimiento	y	sus	nalgas	resistieron
los	golpes	con	tal	testarudez	como	si	estuvieran	petrificadas.
Cuando	mi	padre	creyó	que	ya	era	hora	de	parar,	ordenó	a	Karoline	que	secase	a
su	esposa	y	dijo:
—Ahora	 ya	 puedes	 ir	 a	 casa	 de	 la	 señora	 von	 Tiefenthal	 o	 enseñarle	 algo	 a
Karoline	de	 lo	que	se	enseña	por	sí	mismo,	o	citarte	con	el	amigo	Beauvois,	como
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quieras.
Mi	madre	lloraba	y	Karoline	lloraba.
—Me	 quedaré	 en	 casa,	 August	 —respondió	 mi	 madre—,	 por	 hoy	 ya	 tengo
bastante.	Nosotras,	mujeres	y	 jóvenes,	estamos	siempre	sedientas	de	placer	y	si	por
una	vez	sometiéramos	nuestro	indómito	deseo	y	nuestras	malas	pasiones	internas	a	un
castigo	voluntario,	pronto	nos	daríamos	cuenta	de	cuán	beneficioso	es	un	tal	castigo
para	el	espíritu	y	el	corazón.	Desvísteme.
—Sí,	hazlo,	Karoline.	Vuelvo	enseguida,	 luego	concluiremos	 la	buena	obra	que
hemos	empezado.
Karoline	condujo	a	mi	madre	a	la	alcoba	y	la	desvistió	hasta	la	camisa.
En	esto,	apareció	mi	padre	con	Beauvois	del	brazo.
—Ya	ves,	teniente	—dijo	aquél	a	éste—,	mi	esposa	está	ya	a	punto	de	seguirte.
Beauvois,	al	contemplar	los	pechos	descubiertos	de	Louise	y	Karoline	casi	perdió
la	vista.
—Pour	Dieu!	—gritó	Beauvois—.	Halden,	que	faites-vous?
—Enseguida	lo	verás,	Beauvois	—contestó	éste,	y	conduciendo	a	Karoline	hacia
la	cama	apartó	la	colcha.
—Rápido,	Louise,	túmbate	boca	abajo,	así…
Beauvois	 estaba	 encendido.	 Mi	 padre	 le	 dijo	 algo	 al	 oído	 a	 Karoline	 y	 ésta
apareció	al	momento	con	una	fuente	llena	de	vinagre,	en	el	que	había	diluido	sal.
—Tú	sabes,	Beauvois	—comenzó	diciendo	mi	padre,	mientras	retiraba	la	camisa
de	mi	madre	descubriendo	toda	la	parte	inferior—,	tú	sabes	que	el	placer	y	el	dolor	en
la	vida	humana	acostumbran	a	cambiar	como	el	brillo	del	sol	y	la	lluvia;	pero	seríamejor	que	las	personas	comenzáramos	a	enfrentarlos	uno	contra	otro	en	el	campo	de
batalla.
Beauvois,	al	ver	los	cardenales	producidos	por	la	palmeta	en	el	bello	trasero	de	mi
madre,	profirió	un	grito	agudo.
—¡No	te	sorprendas,	Beauvois!	Ya	sé	que	tú	amas	a	mi	esposa.	Bien,	¿estás	listo?
Beauvois	bajó	los	ojos,	enrojeció	y	dijo:
—¡Quién	no	querría	disfrutar	a	tu	esposa…	amarla!
—Bien,	Karoline,	examina	la	constitución	de	Beauvois	y	dame	luego	la	fuente.
Karoline	se	dirigió	hacia	Beauvois,	le	pidió	perdón,	le	desciñó	la	espada,	le	sacó
los	 pantalones	 y	 descubrió	 su	miembro	 de	 campeonato	 en	 tan	 buena	 posición	 que
Louise,	al	verlo,	abrió	inmediatamente	sus	muslos	en	espera	del	duro	huésped.
—¡Sube,	Beauvois!	—gritó	en	esto	mi	padre,	y	Beauvois	se	puso	encima	de	mi
madre	 y	 supo	 ganarse	 su	 ánimo	 de	 tal	 manera	 que	 la	 más	 bella	 explosión	 de	 la
naturaleza	 la	 hubiera	 sorprendido	 súbitamente,	 si	 mi	 padre	 no	 hubiese	 ordenado	 a
Karoline	que	recordase	lo	olvidado	a	la	parte	ofendida.	Y	entonces	Karoline	comenzó
a	lavar	el	delicado	trasero	con	el	cáustico	líquido,	de	tal	manera	que	Louise	tenía	que
esperar	su	fatal	desenlace	entre	dolor	y	placer.
Entretanto	el	coronel	había	quitado	la	ropa	a	Karoline	y	estaba,	antes	de	que	ella
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se	diera	cuenta,	en	el	lugar	del	placer	que,	en	su	congénito	estado	salvaje,	ofrecía	más
encantos	que	toda	la	Jerusalén	de	Tasso	revestida	de	estancias.
Beauvois	resollaba	como	un	tigre,	mugía	como	un	avetoro	y	suspiraba	como	un
viajero	en	su	camino	hacia	el	Hades.
Mientras	 mi	 padre	 exploraba	 con	 su	 jalón	 el	 centro	 del	 cuerpo	 de	 Karoline,
dejando	algún	que	otro	beso	en	su	trasero	alabastrino,	ella	debía	pasar	constantemente
por	 los	 costados	 de	 Beauvois,	 sosteniendo,	 cual	 Hebe,	 la	 fuente	 con	 una	 mano	 y
pasando	la	otra	por	la	colina	de	rosas	de	Louise,	tras	haberla	sumergido	en	la	esencia
curativa	extraída	de	los	guiones	de	Mnemosina	y	profetizando	el	próximo	verano	tras
la	languideciente	primavera.
Pero	Louise	 no	 sentía	más	 que	 el	 potente	 bastón	 de	mando	 de	Beauvois	 en	 su
centro,	y	ejecutaba	sus	órdenes	con	tal	intensidad	que	el	lecho	retemblaba	e	hizo	caer
la	 fuente	 de	 las	 manos	 de	 Karoline,	 que	 suspiraba	 esperando	 el	 ultimátum	 de	 mi
padre.
Pero	¿qué	pensáis	del	cruel	padre?	Apenas	notó	que	se	acercaba	el	dios	del	amor,
sacó	 su	 flecha	 de	 la	 herida	 y	 Karoline	 tuvo	 que	 derramar,	 bajo	 el	 movimiento
convulsivo	de	sus	muslos,	todo	el	contenido	de	sus	pensamientos	sobre	la	madera	de
caoba	de	la	cama,	sin	goce	ni	fruto.
El	árbol	genealógico	de	mi	padre	estaba	 todavía	como	un	cirio,	pero,	 fiel	 a	 sus
principios,	 quería	 dar	 un	 ejemplo	 también	 a	 los	 demás	 —incluso	 en	 el	 mayor
desorden	de	las	fuerzas	de	la	inteligencia,	en	la	supremacía	de	las	fuerzas	físicas—	de
cómo	hay	que	obrar	para	no	agraviar	ni	a	la	naturaleza	ni	a	ninguno	de	los	derechos
de	la	razón.
Beauvois	tuvo	el	más	alto	goce.
Mi	madre	se	levantó	entre	el	placer	y	el	dolor	y	Karoline	dio	las	gracias	al	coronel
por	haberla	respetado,	con	un	beso	en	la	mano.
—Sí,	 niña,	 también	 tienes	 motivo	 —respondió	 él—,	 pues	 de	 no	 haberme
avergonzado	 ante	Beauvois,	 que	 no	 sabe	 respetar	 nada	 de	 esta	 suerte,	 seguramente
habrían	vencido	tus	encantos.
Mi	padre	 fue	 entonces	hasta	 un	 armario	de	pared,	 tomó	una	botella	 de	vino	de
Borgoña	y	dos	copas,	escanció,	le	dio	una	al	teniente	y	la	otra	se	la	quedó	él.
Tras	brindar	por	 el	 placer	de	 la	 rara	 amistad	y	del	 amor	y	 apurar	 las	 copas,	mi
padre	le	estrechó	la	mano	al	teniente	y	se	fue.
Pero	 apenas	 había	 traspasado	 el	 umbral,	 se	 le	 encendió	 un	 ardoroso	 fuego
meleágrico	a	Beauvois,	que	ya	estaba	en	el	límite	de	sus	fuerzas.	Le	quitó	la	camisa	a
mi	 madre	 y	 la	 nombró	 su	 Venus,	 tendió	 a	 Karoline	 en	 el	 suelo,	 le	 levantó
violentamente	vestidos	y	enaguas,	él	mismo	se	tituló	Júpiter,	a	ella,	la	desnuda,	Hebe,
y	se	le	echó	encima	con	furia,	como	hiciera	Ezzelin	sobre	Bianca	Della	Porta.	Pero
apenas	había	 llegado	su	consolador	a	 las	 inmediaciones	de	 la	puerta	celestial,	 cayó
como	un	saco…	y	se	quedó	dormido.
—¡Rápido,	Karoline,	a	él!	¡Quítale	los	pantalones!	Karoline	obedeció.	Beauvois
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parecía	el	rey	Príamo	de	la	Eneida	de	Blumauer.	Fue	llevado	a	la	cama	y	totalmente
desvestido;	 en	 cuanto	 lo	 tuvieron	 ante	 sí,	 desnudo	 como	 el	 primer	 hombre	 ante
Nuestro	Señor,	Karoline,	por	orden	de	mi	madre,	asió	su	consolador,	que	ya	se	había
vuelto	casi	invisible,	y	lo	aguantó	con	decisión.	Mi	madre	tomó	una	navaja	de	afeitar,
tiró	del	prepucio	de	la	delictiva	palmeta	por	encima	del	glande	y	de	un	solo	corte	lo
separó	del	lugar	en	que	había	estado	durante	treinta	y	dos	años.	El	opio	era	tan	fuerte
que	Beauvois	ni	siquiera	con	este	intenso	dolor	se	despertó,	sino	que	con	una	ligera
sacudida	muscular	delató	que	le	había	penetrado	hasta	el	fondo	de	su	cautivada	alma
y	que	dejaba	tiempo	a	las	mujeres	para	que	hicieran	retroceder	al	dolor	rápidamente
hacia	las	regiones	del	bienestar	con	un	bálsamo	curativo.
La	dosis	de	opio,	que	tanto	Beauvois	como	mi	padre	habían	tomado,	debía	ejercer
su	efecto	por	 lo	menos	durante	cuatro	horas,	y	Louise	y	Karoline	confiaban	que	en
este	tiempo	el	dolor	del	circuncidado	Beauvois	por	su	pérdida	se	haría	soportable.	Al
igual	 que	 el	 dolor	 de	 un	 himen	 desgarrado	 sólo	 dura	 hasta	 que	 la	 paciente	 se	 ha
convencido	de	la	necesidad	de	su	desgarrón	en	los	campos	del	placer.
Mientras	 Beauvois	 seguía	 durmiendo	 y	 mi	 padre	 roncaba	 en	 la	 habitación
contigua,	Louise	y	Karoline	tomaron	un	baño	y	juguetearon,	como	acostumbraban	a
hacer	las	mujeres,	y	Louise	ahuyentó	totalmente	del	cuerpo	de	Karoline	el	malhumor
y	 el	 malestar	 que	 le	 había	 producido	 el	 coronel	 al	 replegar	 tan	 rápidamente	 su
inexorable	en	su	interior.
Pero	me	estoy	extendiendo	demasiado	en	la	historia	de	mi	madre	y	su	amiga;	la
mía	propia	comienza	a	ser	interesante	y	ninguna	joven	o	mujer	renuncia	al	interés	del
encanto,	del	placer	o	de	la	belleza	propios	por	los	de	otra.	Para	terminar	la	historia	de
mis	 padres	 sólo	 quiero	 añadir	 que	 antes	 de	 que	 despertara	 Beauvois,	 mi	 madre	 y
Karoline,	yo	y	Gervasius	ya	estábamos	en	camino	de	Teschen.	Nuestra	huida	fue	tan
repentina,	que	Gervasius	apenas	tuvo	tiempo	de	taparme.	El	motivo	por	el	cual	tuvo
que	 taparme	—(todas	 las	 oyentes	 empezaron	 a	 reír)—	 fue	 el	 siguiente:	 Gervasius
había	 comenzado	 ya	 la	 primera	 de	 nuestras	 distracciones	 sobre	 la	 física
demostrándome	que	la	persona	humana	está	medida	en	cruz	y	partida	exactamente	en
dos	mitades.
—Señorita,	quiere	usted	tenderse	aquí,	ante	mí,	encima	de	la	mesa	—continuó	en
la	clase	siguiente.
Yo	lo	hice.
—¡Estírese	totalmente!
Yo	lo	hice.
—Extienda	sus	brazos	en	línea	recta.
¡Y	sucedió!
—Bien,	 ahora	 verá	 usted	 —demostraba	 el	 clérigo—,	 y	 lo	 puedo	 demostrar
totalmente,	que	usted	es	tan	larga	como	ancha.	Vea	usted…	—diciendo	esto	comenzó
a	palmear	desde	mi	mano	derecha	pasando	por	el	cuerpo	hasta	los	dedos	de	la	mano
izquierda.
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—Usted	mide	siete	palmos	de	anchura	y	deberá	tener	otros	tantos	de	largo,	de	lo
contrario	la	naturaleza	se	habría	equivocado	en	sus	medidas	y	se	habría	convertido	en
una	chapucera.
Entonces	repitió	el	palmeo,	pero	desde	la	cabeza	hasta	 los	pies,	y	 también	tenía
mis	siete	palmos.
—Ello	 le	muestra,	 señorita,	 cuán	 sabiamente	procede	 la	 naturaleza	 en	 todas	 las
relaciones.	 Para	 el	 alma	 y	 el	 espíritu	 tiene	 otra	 norma	 que	 ninguno	 de	 los	 dos
pretende	 transgredir,	 como	 tampoco	 quieren	 negar	 su	 independencia	 del	 cuerpo	 en
que	habitan.	El	cuerpo	humano	—aquí	quería	incorporarme.
—Por	favor	—ordenó	Gervasius	y	me	apretó	contra	la	mesa—,	el	cuerpo	humano
consta,	como	usted	sabe,	de	dos	partes,	 la	parte	superior	y	 la	 inferior,	 la	noble	y	 la
vergonzosa,	 y	 estas	 partes	 están	 divididas	 justamente	 por	 el	 ombligo.	 Para
mostrárselo	mejor	 deberá	 permitirme

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