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Más de ciento cincuenta años han empleado los filólogos y especialistas alemanes en dilucidar la auténtica paternidad de esta intensa novela erótica, publicada por primera vez en 1815. Por fin, la inmensa mayoría de ellos coincide en otorgársela, de forma definitiva y concluyente, al gran escritor romántico alemán E. T. A. Hoffmann. Poca gente ha tenido la suerte de disfrutar de los encantos provocativos de Sor Monika y las monjitas que con ella conviven, y pocos, también, el poder dejarse arrastrar por la imaginación y la fantasía desbordantes que emanan de cada página de este libro. Y es que, además de la teología, la música o el humanismo presentes en el libro, componentes característicos de la personalidad de E. T. A. Hoffmann, lo que verdaderamente importa, lo que se impone ya desde la primera página, es una alegría, un desenfado que va a impregnar todos y cada uno de los actos de los personajes dotándolos de un trepidante ritmo. Como dice André Pieyre de Mandiargues, el famoso escritor francés, emparentado tan de cerca con la literatura erótica, en el prólogo a esta edición: «Vertiginoso es el tiempo de las novelas rosas, secuencia de cortos momentos de incandescencia en los que se ilumina una hermosa boca entreabierta, hermosos pechos desnudos, un hermoso vientre liso, una hermosa grupa a punto de recibir las vergas, hermosos muslos separados, tan rápidamente y con tantos cambios de manos y de poses que la atención se diluye y de realista no queda estrictamente nada». ebookelo.com - Página 2 E. T. A. Hoffmann Sor Monika Documento filantropínico-filantrófico-físico-psicoerótico del Convento Secular de X. en S… La sonrisa vertical - 46 ePub r1.3 Titivillus 29.03.18 ebookelo.com - Página 3 Título original: Schwester Monika. Eine erotisch-psichisch-philantropisch-philantropinische Urkande des säkularisierten Klosters X. in S… E. T. A. Hoffmann, 1815 Traducción: Jordi Jané Prólogo: André Pieyre de Mandiargues Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 ebookelo.com - Página 4 Prólogo ebookelo.com - Página 5 Un Eros misterioso Que los soberbios moscovitas, si pueden nos perdonen: jamás para nosotros el nombre trivial de Kaliningrado tendrá el más mínimo sentido mientras que, por el contrario, jamás abandonará nuestra memoria el de Könisberg, capital de la Prusia oriental, ciudad donde nació y vivió Emmanuel Kant, ciudad célebre ante todo por haber sido la cuna de uno de los hombres en los cuales pienso con mayor curiosidad, admiración y amor, el maravilloso Ernst Theodor Amadeus Hoffmann… Amadeus, sí, porque, como todos, o casi, saben, Hoffmann… sustituyó el de Wilhelm por ese tercer nombre para proclamar muy a las claras su apego a Mozart. No en vano he hablado de curiosidad, ya que Hoffmann, al igual que Poe, Baudelaire, Nerval, Mallarmé o André Bretón, a pesar de todas las investigaciones que se hicieron y que se harán, seguirá siempre envuelto en cierto misterio, que no es por otra parte el menor de sus encantos. El que podamos escribir hoy con certeza casi absoluta que él es el autor de esta cautivadora novela erótica, Sor Monika, es algo que, sin despejar sino un poco el misterio, aumentará notablemente el encanto. Antaño, hojeando el Princesa Brambilla, hermoso relato cuyo exceso me impide disfrutarlo tanto como otros en la obra de Hoffmann, me detuve en una frase: «Con el fin de apaciguarse, la vieja fue a preparar un buen plato de macarrones», y eso me recordó algo que había leído antes y que encontré sin demasiado esfuerzo, un pasaje de la traducción de Sor Monika, extrañamente parecido: «Así pues, Louise lo había visto todo y a Christine sólo se le ocurrió darle macarrones algunas veces y rogarle encarecidamente que por nada del mundo se lo contara a su madre». Louise, la madre de Monika, en ese momento del relato no es sino una niña; lo que ha visto es el espectáculo de su criada, Christine, arrojada encima de la cama por cierto Adolpho que deslizaba entre sus muslos «una cosa larga y tiesa cuyo nombre ella desconocía». Bien; pero me parece que hay que prestar atención a los macarrones, como lo habrán hecho sin duda los serísimos críticos y filólogos alemanes que emprendieron la tarea de demostrar la indiscutible verdad de la atribución de Sor Monika a Hoffmann. Tarea que han llevado a cabo con éxito, según los especialistas, por lo que me parece probable que en la obra del narrador hayan encontrado otras veces los macarrones en el rol de un guiso tan pesado y tan poderoso que produce serenidad y olvido. No haré mío pues el argumento del guiso de largos fideos, por excelente que sea, pero podemos entretenernos comprobando la fascinación que ejerce sobre Hoffmann esa pasta, legendario alimento que pertenece a esa Italia a la que tanto amó sin jamás haberla visto. Permítanme añadir que este alimento no puede comerse sino a partir de Roma hacia el sur, que es delicioso en Nápoles y aún más en Sicilia, donde se hace con berenjenas, con anchoas, o con sardinas: esos ebookelo.com - Página 6 maccheroni con le sarde que ya no puede uno olvidar cuando se ha tenido la suerte de hincarles el diente… Pero aquí se trata de erotismo y no de gastronomía, me equivocaría si no lo señalara enseguida y si no señalara también esa noción capital en materia de literatura, la originalidad, ya que Sor Monika se distingue de toda la obra de Hoffmann tan absolutamente como se relaciona con ella; es igualmente singular en lo que se refiere a todas las novelas y todos los cuentos de carácter erótico de los siglos XVIII y XIX, en Alemania, Francia y otros países. Seamos serios, me gustaría escribir, antes de empezar una pequeña novela licenciosa que encuentro francamente adorable y que desentona, con incomparables desenfado y alegría, en la amplia biblioteca erótica que, según la inclinación del espíritu contemporáneo, tiende a convertirse siempre más en objeto de estudios y tesis universitarias. Seamos serios y reconozcamos que los principales motivos que indujeron la redacción de los libros de semejante biblioteca son ante todo la voluntad de producir en el propio autor, o en sus lectores y lectoras, una excitación capaz de conducir hasta el deseo sexual y su satisfacción, y también, lo cual me resulta más simpático, una necesidad de chocar, una tendencia a la provocación, incluso furiosa, cuyo objetivo, confesado o no, cercano o lejano, sería un trastorno de la moral al uso y una liberación con respecto a sus leyes. No daré sino un ejemplo de semejante doble motivación, deslumbrante por otra parte: se trata de la segunda parte de Las Once mil vergas, en la que Guillaume Apollinaire recurre al marco de la guerra ruso-japonesa de 1905 para entregarse a un desencadenamiento de escritura sádica que avant la lettre es una obra maestra del surrealismo. Pero, con Sor Monika, se trata de otra cosa, de algo totalmente único, para la época y para el lugar, para cualquier otro lugar y para hoy. Ya a partir del segundo párrafo de la primera página, sor Monika, al contarles o inventarles a sus amigas las monjitas recuerdos que se desarrollarán de la manera más espesa, en un clima de incoherencia voluntaria que es el del ensueño a la vez en un plano fantástico y erótico, pone de entrada en juego a su madre gracias a la fórmula «aquellos cálidos sentimientos de la existencia que no siempre comienza por el corazón palpita pero que acostumbra a terminar con el ¡arriba las manos!». El subrayado del original está en francés en el texto, como lo será, con la misma frecuencia, en latín, en italiano o en holandés, y diríamos más bien: «¡Arriba las manos, o los brazos!»… Poco importa, ya que se trata tan sólo de prestarse amablemente al desnudamientoy a lo que le sigue, y ya que el libro queda definido por esto hasta el despertar que le pone punto final. Encantadora «galantería» prusiana, que me recuerda los bosquecillos de Potsdam y las hermosas ninfas de mármol que los habitaban en 1932. Me tomo la libertad de señalar que, en 1815, en la realidad de la prenda o en el sueño plenamente libertino de Hoffmann, la braga no existía, ni tampoco el fastidioso slip de la novela moderna, y que la palabra «levantar» nunca se empleó con más fuerza puesto que bastaba con levantar un vestido, una falda, una blusa para obtener una disponibilidad incondicional a los ebookelo.com - Página 7 deseos tanto del falso vencedor como de la falsa vencedora. Algunas sesiones de látigo, alguna circuncisión, que intervienen aquí y allá, son suplicios teatrales y, si hacen brotar algunas gotitas de sangre, es para mayor diversión de la víctima, igual o mayor que la del verdugo. Hoffmann, de quien ciertos cuentos negros no están exentos de crueldad, al parecer ha prescindido voluntariamente de este poderoso instrumento que parece casi indispensable a la literatura erótica, pero que, en las páginas de Sor Monika, permanece en la sombra en provecho de la fantasía de la imaginación y de un desbordamiento de sensualidad. En la línea de esta misma sensualidad, el autor de los Elixires del Diablo (casi contemporáneo) encuentra, o vuelve a encontrar, una inocencia y una bondad que nos maravillan, demostrándonos hasta qué punto el erotismo, que tiene todo el derecho de presentarse bajo la máscara más demoníaca, puede también asumir la figura del ángel o del niño. En la época en que parece haber escrito Sor Monika, Hoffmann era presa de la mayor pasión de su corta vida: un amor desafortunado por una de sus más jóvenes alumnas, Julia Marc, que tenía catorce años y que estaba ya comprometida… ¿Acaso no hay motivo suficiente para acercarlo al más puro espíritu de todo el Romanticismo alemán? ¿A Novalis? Si así es, como creo que lo es, ¿no se ve así incrementado el misterio que parece envolverle? ¿Y no resulta por ello más atractivo? Escrita como «a la diabla» por un hombre que es sin duda alguna un gran escritor y en el que ya no dudo en reconocer a E. T. A. Hoffmann, Sor Monika se presenta extrañamente ante nosotros como el menos «intelectual» de entre los relatos eróticos que hasta ahora hemos tenido el placer de leer. Los bellos personajes, jovencitas sobre todo, quienes, cual doradas hojas otoñales, voltean y se esparcen, nunca son los servidores, los recitadores o las encarnaciones de una idea cedida por un mecanismo de tipo sexual al cerebro del autor. No obstante la escritura va acompañada de una erudición que se manifiesta con tal profusión que se la podría tachar de cierta pedantería, pero que se vuelve tan agradable por las circunstancias que seríamos tontos de lamentarlo. ¡Cuánta filosofía, cuánta teología, cuánta historia o cuánta mitología cada vez que se tercia o que una mata de pelo o una grupa se ofrece o cede al dedo o al marcial artefacto con que la naturaleza ha dotado al hombre! Y para ese artefacto, para todos los puntos suaves del cuerpo femenino, ¡cuántas metáforas extraídas de todas las artes (música incluida, naturalmente), así como de las ciencias naturales y de la propia naturaleza! A diferencia de algunas de esas magníficas novelas eróticas de los siglos XVIII, XIX y del nuestro, en las que encuentro un carácter platónico porque son ideas las que bajo máscaras humanas dominan o se someten, se lamen, se azotan, se corren, se montan, se chupan, se sodomizan y con frecuencia se estrangulan, Sor Monika, más que esforzarse furiosamente por actuar sobre el aparato sexual a la manera de la mosca napolitana… halaga inocentemente nuestros sentidos y nuestra sed de belleza. Por la vivacidad, por la falta de toda organización lógica, con las que al parecer discurre ebookelo.com - Página 8 desde la primera página hasta la última, la compararía, más que a una novela, a una ópera que se lee tal como se oiría, una ópera italiana por supuesto, una sabrosa ópera bufa interpretada para el placer de algunos privilegiados en una pequeña sala preciosa y cerrada. En cuanto a la decoración que sugiere Sor Monika, yo pensaría menos en el gran barroco romano que en su resultado final en Alemania antes de las invasiones napoleónicas: ese estilo llamado rococó que es como un exceso de buen gusto y cuya única finalidad es el bienestar. ¡Entreguémonos pues a esos instantes feéricos en los que sin ceremonia alguna se entregan a unos como autómatas masculinos incontables jóvenes ninfas que tienen en común la calidad venusiana de las formas del cuerpo y la suavidad de la piel! No es la menor singularidad del libro, ni para el lector que soy yo la menos placentera, esa reducción del héroe viril a un papel de instrumento musical con el que juegan, como ante nuestra mirada, tantas bellezas que no percibiremos y no atraparemos plenamente sino tomándolas por lo que son: comparsas de ópera disfrazadas de nobles damas y doncellas con el único fin de ser rápidamente desvestidas. Así es cómo para mí el nombre de Hoffmann vuelve para imponerse como sobre un libreto apergaminado el sello de una biblioteca principesca. El humor de Hoffmann es incomparable; al igual que su tono, en el que, a través de la escritura, la voz se mezcla a la risa. ¿Acaso me he dejado arrastrar por el objeto de mi examen, un relato erótico, al pretender que ese tono se registra en él con el mismo matiz que en otras partes, más alegremente quizá? No lo creo. Volviendo sobre algunas novelas cortas más fantásticas y menos conocidas que otras, Los errores, por ejemplo, o Los efectos de una cola de cerdo, encuentro en ellas una estrafalaria comicidad, un acercamiento al libertinaje y una abolición de las relaciones lógicas en la narración, emparentados con la hermosa Pandora de Nerval y con los múltiples episodios de Sor Monika. Se nos ha dicho que esos cuentos, y otros que no se han conservado, habían sido concebidos por Hoffmann, e incluso improvisados, entre una botella de borgoña y otra para mayor diversión del autor y de una mesa de amigos fieles. De ser auténticos estos recuerdos, de los que no tenemos motivo alguno para desconfiar, entonces es grande la tentación de considerar Sor Monika como una casi improvisación de esta índole que Hoffmann hubiera redactado poco después para entregarla a un librero que habría hecho la edición clandestina de 1815, de la cual han sobrevivido escasísimos ejemplares. Es probable que otros manuscritos no impresos del mismo tipo hayan sido destruidos en nombre de la moral. La literatura erótica está hecha de vestigios que se elevan por encima de las cenizas de una miríada de hogueras, razón principal del amor que sentimos por ella. Como los textos más inspirados del gran Nerval, como los relatos más oscuramente iluminados de Hoffmann, Sor Monika se sumerge en un continuo onirismo que, aún perteneciendo por supuesto al Romanticismo alemán, relaciona el libro al espíritu moderno igual o más que muchas obras maestras de la misma época. ebookelo.com - Página 9 Vertiginoso es el tiempo de las novelas rosas, secuencia de cortos momentos de incandescencia en los que se ilumina una hermosa boca entreabierta, hermosos pechos desnudos, un hermoso vientre liso, una hermosa grupa a punto de recibir las vergas, hermosos muslos separados, tan rápidamente y con tantos cambios de manos y de poses que la atención se diluyey que de realista no queda estrictamente nada. Luego, por un instante el velo (de la cama) vuelto a caer, antes de otra fantasmagoría carnal. El aficionado al porno quedará decepcionado, lo creo y lo espero, por esta ópera o esta obra teatral de ensueño que jamás disimula que es únicamente artificio y juego, como lo es toda literatura. En las últimas páginas, Monika lee una larga carta de su amiga Linchen, excamarera de su madre, la hermosa condesa Louise, quien acaba de ser violada en un camino de bosque por cuatro estudiantes bribones y su criado sastre y rascatripas, Jean de París, quienes, antes de desaparecer, satisficieron todos sus deseos en una escena de grotesca farsa música-teológica-filosófica-orgiástica sazonada por supuesto con latín y con la lengua de Voltaire. Dejando de lado el placer del lector, el punto capital es sin duda la hermosa condesa, quien, al final de la prueba, «despertó en los brazos de su vieja amiga», frase con la cual termina esta pequeña novela autorizándonos, creo yo, a tomarla por un sueño en la totalidad de su fantástica imaginación… André Pieyre de Mandiargues 19 de enero de 1984 ebookelo.com - Página 10 Primera parte Concedo voluntatem! Esta es una de las naves de Cupido… ¡desplegad más velas! ¡Más! Al ataque… ¡los cañones ante los agujeros! ¡Fuego! Pistol en Las alegres comadres de Windsor de Shakespeare ebookelo.com - Página 11 La hermana Monika cuenta la vida de su madre y de su padre a las amigas reunidas, pero especialmente a la hermana Annunciata Veronika, excondesa de R. Pocas de vosotras, queridas hermanas, conocéis a mi familia; mi padre, en cambio, era muy bien conocido por sus camaradas, que con él y Laudon habían participado en la Guerra de los Siete Años y habían infligido más de una derrota a Federico el Grande. En una noble residencia para viudas cerca de Troppau, en uno de los paisajes más agradables del Oppa, pasó mi madre los primeros años de su primavera; y la pasó con aquellos cálidos sentimientos de la existencia que no siempre comienza con el ¡coeur palpite!, pero que acostumbra terminar con el ¡haussez les mains! Su madre había conocido el mundo y lo había gozado, había dejado en él su temperamento, llevándose su amor a la soledad para la formación de su Louise. Esta Louise es mi madre. Fue educada sin prejuicios, y sin prejuicios vivió y actuó. A los más seductores atractivos del cuerpo unía una gracia sin igual, un savoir faire sin reservas ni hipocresía. El capellán Wohlgemuth, llamado hermano Gerhard, a quien mi madre apreciaba mucho, se encargó, como preceptor, de la formación de la virginal flor. Era un hombre joven y apuesto, de treinta años, y su encantadora discípula necesitaba grandes esfuerzos, por la noche, en su solitaria cama, para que sus dedos calmaran el fuego que la encantadora locuacidad del mentor había encendido en su pecho todavía inmaduro. Su madre estaba presente habitualmente en las lecciones y su alegre espíritu animaba entonces la seca plática, ascética y científica, del capellán. Mi madre, sin embargo, se distraía constantemente y de cada diez miradas, que hubiesen debido caer sobre sus libros, nueve se dirigían a las bonitas manos y a las caderas del hermano Gerhard. —Usted no presta atención, Louise —le dijo severamente el capellán en cierta ocasión. Louise se ruborizó y bajó los párpados. —¿Qué comportamiento es éste, Louise? —preguntó medio enojada la prudente madre. Pero Louise siguió tan distraída como antes, contestando erróneamente a todo lo que se le preguntaba. —¿Cómo se llama el Santo que una vez predicó a los peces? —preguntó el padre Gerhard—. Louise no se acordaba. —¿Y cómo se llama el caballero que experimentó antes de Cromwell con la máquina neumática? —añadió interrogativamente la madre de Louise—. También esto lo había olvidado Louise. —¡Espera! Te voy a dar un escarmiento, prosiguió la ebookelo.com - Página 12 madre, levantándose y cogiendo una gran vara—. Louise comenzó a llorar, pero no le sirvió de nada; la madre la tumbó sobre la mesa, le levantó las faldas y las enaguas y, ante la centelleante mirada del padre Gerhard, le azotó las tiernas nalgas, hasta que en ellas se hizo visible toda la mnemotecnia de los clásicos. El padre Gerhard intercedió por la pobre y esta vez terminó su lección con la observación de «que los mayores siempre deben aprender algo del castigo infligido a los jóvenes». Mientras decía estas palabras se había levantado y, encendido por la visión de las juveniles nalgas, palpó a la madre de Louise por debajo de las faldas. —¡Pero Gerhard! —objetó la madre mientras ordenaba a Louise que saliera al jardín—. ¡Espero que no me considere tan traviesa como a nuestra Louise! —No, en absoluto —repuso Gerhard, mientras Louise cerraba la puerta tras de sí y, enjugándose las lágrimas, observaba por el ojo de la cerradura—, pero usted sabe muy bien, señora, que de tal palo tal astilla, y consecuentemente… Y sin esperar la respuesta de la sutil y consecuente señora, que ya en su risa manifestaba el sentir de su corazón, la lanzó al sofá. Y levantó violentamente sus faldas y enaguas, demostrándole con su actuación que el hecho de querer enseñar a otros lo que uno no tiene la más mínima intención de poner en práctica, pone siempre de manifiesto una cierta perversión. —¿Es ésta su opinión? —preguntó la madre de Louise, mientras se movía violentamente bajo el terrible temblequeo del padre Gerhard. —Sí, ésta es mi opinión —respondió éste, dándole unas sacudidas tan fuertes que el sofá temblaba como las casas de Messina durante el último terremoto. —Su hi-ja tiene de qué vi-vir —consiguió decir el capellán—, déjela que siga su incli-nación a hacer el bien repartiendo feli-cidad a su alrededor y satis-facción. —¡Ay, ay! ¡Cape-llán! ¡Pa-re! —entonaba la madre de Louise—. ¡Me aho-go! Louise, más bella que la diosa Hebe desnuda, contempló toda la escena por el ojo de la cerradura, apagando con sus dedos el furor de las fogosas sensaciones que corrían por todo su cuerpo al ver el imponente miembro del piadoso hermano. Consiguió irse en el preciso momento en que Gerhard retiró su erecto amor apaciguado del seno de su madre y, con mirada lujuriosa, admiraba las buenas épocas de Grecia y Roma. Pero: Perspiceritas argumentatione elevatur! Cic. ¡Las cosas claras se vuelven sospechosas al presentar pruebas! Así lo demostraba el padre Gervasius cuando me explicaba las obligaciones de Cicerón en la hermosa clase de latín, y me habían llegado a gustar tanto algunos de estos argumentos, que siempre revelaban tanto sentido común, que a veces sus impresiones me hacían olvidar maitines y vigilia, pues con ellas no hace falta ebookelo.com - Página 13 levantarse temprano ni acostarse tarde. El padre Gerhard besaba con pasión el vientre, los muslos, la campiña del placer y los pechos desnudos de la madre. Louise estaba inmóvil detrás de la puerta, buscando con la mirada por encima de los pantalones bajados del hermano Gerhard el Stabat mater de su instrumento de matricular que en este momento deseaba volver a realizar el Actus conscientiae, cuando un ruido en la escalera ahuyentó a Louise de la puerta, dejándoles abandonados a las tribulaciones y voluptuosidades de sus propios sentidos. Salió al jardín y buscó a Adolph, el ayudante del jardinero. Este debía apagar un fuego que la naturaleza y la casualidad habían encendido en ella en un momento poco propicio. Pero no le fue posible encontrarlo y cuando había recorrido unas cuantas avenidas del jardín, que era bastante grande, vio a la madre cogida del brazo del capellán, tuvo que pasear a su lado respetablementey ni siquiera tuvo ocasión de permitir a sus ojos que divisaran al deseado Adolph tras algún seto. Desde este momento mi madre se dedicó incansablemente a buscar todo lo que pudiera satisfacer sus pasiones. El pequeño Adolph se convirtió en objeto de su provocación y la buena Christine tuvo que contarle varias veces lo que finalmente el mozo había hecho con ella en su alcoba. Y cuando Christine se inventaba una mentira, Louise le decía la verdad, y ella no podía negar que el bufón la había empujado a la cama, le había levantado las faldas y las enaguas, le había bajado las medias y había introducido entre sus muslos una cosa larga y tiesa, cuyo nombre ella desconocía. Así pues, Louise lo había visto todo, y a Christine sólo se le ocurrió darle macarrones algunas veces y rogarle encarecidamente que por nada del mundo se lo contase a su madre. Y Louise no dijo nada, alimentaba su fantasía con imágenes lujuriosas, vivía con toda la gente de la mansión en la mejor armonía, siendo amada por todos, y se satisfacía todas las noches en su cama, de tal modo que sólo se le ocurrió deleitarse de la forma pertinente en ocasión de unos acontecimientos reales. Así fue como Adolph consiguió obtener el goce anticipado de su desfloración. Un día, después de comer, Louise estaba en el pabellón del jardín mirando como jugaban las truchas en el estanque; Adolph se acercó a hurtadillas a Louise, que estaba apoyada en la barandilla del jardín y no prestaba atención a lo que sucedía a su espalda, le levantó las faldas y las enaguas hasta la cintura y le puso la mano entre sus muslos abiertos antes de que ella pudiera darse cuenta de su desnudez, que por encima de las ligas anunciaba un licencioso céfiro. —¡Adolph, por favor, suéltame! —requirió la avergonzada muchachita. Pero Adolph siguió inexorable. Separó sus pequeños y delicados muslos y satisfizo su voluptuosidad tan plenamente como le fue posible. Este estrecho contacto con Adolph hubiera tenido consecuencias, de no ser porque la madre de Louise, tras estudiar detenidamente la naturaleza de su hija, consideró necesario internarla en el convento de Ursulinas de N. ebookelo.com - Página 14 Y allí permaneció hasta que, contando catorce años, la repentina muerte de su madre la convirtió en la heredera de una fortuna apreciable —dos pueblos y una residencia para viudas— y le atrajo las visitas de todos los deseosos de casarse y los ociosos enamorados de diez millas a la redonda. De su vida en el convento nunca he podido llegar a saber gran cosa, me dijo que transcurrió entre la monotonía y la fantasía: «la primera como imagen luminosa y sombra nocturna de todo el círculo femenino, y la segunda vivía en mí misma y se alimentaba de la lectura de libros edificantes, religiosos y ascéticos». Raramente sucedía algo fuera de lo normal, excepto en una ocasión en que encontró a una joven novicia con las faldas y enaguas levantadas ante la reja del locutorio, bajo la disciplina de un joven carmelita que le había impuesto el mencionado servicio amoroso, bajo condición de guardar secreto. Cuando hubo arreglado todo lo referente a la herencia, Louise se fue a Troppau. El invierno estaba al llegar y un temperamento enamoradizo odia el frío, tanto el de la naturaleza como el de los corazones. Allí vio al coronel von Halden y le causó una gran impresión. Contrariamente, lo que acostumbra a suceder es que el sexo masculino dé en primer lugar rienda suelta a sus pasiones y se deje llevar por el impulso de la sangre, como un acto del corazón, para compensar los sentidos. Pero desgraciadamente mi padre era un misógino. Cuando alguien hacía alusión al tema o le preguntaba directamente, solía decir: —Sirvo a mi emperatriz y a mi patria, aquí están mi espada y mi vaina, y sólo envaino la espada donde reina la paz, de lo contrario no lo hago. Pero si entre las mujeres hubiera una que supiera cómo conseguir la paz conmigo mismo, sin seguir el camino del corazón o de la alcoba, le mostraría cómo se negocia una paz eterna. —Es decir, sin desenvainar la espada —añadía su amigo, el teniente Soller, y mi padre asentía, sonriendo, en silencio. Louise conoció esta manera natural de trabajar por la paz a través de un tercero, se sonrojó, se rió, se enfadó y comenzó a disponer sus baterías enfrentadas al impetuoso valor del coronel, de tal modo que éste debía comprender que el enemigo deseaba ser atacado. Mi padre odiaba absolutamente todo tipo de sentimentalismo, desde el platónico al bucólico. «Ya que», decía, «no sirve absolutamente para nada; son vapores podridos que se concentran en el estómago gordo y repleto del corazón y que al ser expelidos apestan toda la atmósfera de la alegría humana». Mi madre conocía este razonamiento del coronel, que desgraciadamente se ve confirmado a menudo en la vida ordinaria, y lo utilizó como base para elaborar su plan con fina astucia. En ninguna parte se mostraba tan alegre ni su gracia era tan sencilla pero al mismo tiempo atractiva, como en compañía del coronel, y no es posible imaginar ningún momento jovial que con su método hubiera conocido límites. Ya sabéis, hermanas, que donde las personas de nuestro sexo pueden tratarse en ebookelo.com - Página 15 confianza, abiertamente y sin etiquetas ni consecuencias, caen todos los velos del comportamiento petulante y de la prudente observancia, y las almas femeninas dejan de desconfiar entre sí cuando confían en la discreción mutua y se han dado pruebas de íntima amistad. Louise von Willau, que así se llamaba mi madre antes de que el coronel le diese su nombre, Louise von Willau, se decía por toda la ciudad de Troppau, tanto entre el pueblo como entre la nobleza del haute parage, es una muchacha espléndida, llena de gracia y de razón, jugosa, y sus turgentes pechos y su delicado trasero, suave como el bizcocho, valen más que toda la historia de Troppau junto con los archivos de actas de su silencioso ayuntamiento. Las amigas de Louise llegaron más lejos en sus comparaciones. Friederika von Bühlau, Lenchen von Glanzow, Franziska von Tellheim, Juliane von Lindorack y Emilie von Rosenau; éstas cinco habían ido juntas una vez a bañarse a Eger y, tras observar las gracias de Louise por los cuatro costados, ninguna de ellas quería discutirle el premio. Pero me estoy apartando demasiado del tema; os quería explicar todo lo que mi buena madre me enseñó para que lo imitara o me sirviera de prevención, y podría estar explicando desde una fiesta del Escapulario hasta la próxima. Pero la escena, en la que de hecho mi madre conquistó al coronel von Halden, tengo que contárosla. Un pequeño grupo de amigas se había reunido en su casa y, como en los misterios de la Bona Dea, no se hubiera debido permitir la entrada a ningún hombre, porque cada una de las seis allí reunidas ya tenía su Clodio, al que deseaba ver envuelto en su anhelante femineidad, de tal modo que habían llegado al acuerdo tácito de permitir la entrada únicamente a tantos pantalones como enaguas cubrían sus encantos de seis libras —propiamente ellas decían de seis razones. Pasaron una hora entera entretenidas jugando al noble L’Hombre, cuando a Louise le cayó una carta; Franziska, que durante el juego había estado frente a un cuadro que representaba Apolo y Clitia entregados al más alto goce, se había ido encendiendo sin prestar mucha atención a su baraja; pero ahora, al caerle a Louise una carta bajo la mesa, pensó que había llegado el momento de aprovechar esta casualidad para dar otro rumbo, más acorde con su estado de ánimo, a la diversión. Así pues, se agachó rápidamente, cogió la carta y la escondió bajo elvestido de Louise, y, ya que ésta dirigía el juego con los muslos abiertos, el gracioso diploma de disipación fue a caer en un lugar que todas conocemos y a cuyas puertas abiertas yo tuve que esperar nueve meses para ver la luz del mundo. Louise dio un grito y Franziska se rió. —¡Cochina! —le espetó Louise, descubriéndose hasta el ombligo… y todas vieron la carta allí, donde propiamente debería venir a reposar la frivolidad de la virtud masculina desde tiempos de San José, de piadosa memoria, en caso de existir algún tipo de virtud masculina que no debiera ser puesta en duda. ebookelo.com - Página 16 —¡Pero Louise, qué bonita eres! —gritaron todas a la vez, y Franziska tuvo la malicia de volver a levantarle la camisa que se le había bajado. —¡Franziska, déjame! —gritó angustiada Louise, pero Franziska la besó de pronto en la boca y le acarició con sus dedos calientes el camarín del amor. —¡Pero qué desvergonzada eres! —dijo con enojo mi madre, juntando fuertemente sus muslos. Pero Franziska conocía muy bien a Louise y siguió con mano hábil para hacer cambiar sus sentimientos, mientras que a ésta no se le ocurrió otra cosa, para contener el despertar del placer, que levantarse de un salto. Pero con ello no consiguió sino empeorar la situación. Lenchen, que estaba sentada al otro lado, le levantó rápidamente las ligeras faldas por detrás y la camisa siguió el mismo camino, como impulsada por Céfiro, descubriendo unas nalgas blancas como la nieve, y le cogió todas sus gracias con lascivo contacto, pero al mismo tiempo con tal decisión que Louise se quedó completamente quieta y, bajo las manos de las dos lujuriosas muchachas, perdió todas las fuerzas de que normalmente dispone el pudor, si no se le ataca en su centro. Para colmo de desgracias, Juliane y Friederika la tumbaron encima de la mesa, de tal modo que las cartas llegaron a introducirse en el estuche de su encantador y adorado Almanaque de Juegos Cotta, le arregazaron totalmente la delicada camisa por encima de la cintura y comenzaron a darle palmadas en sus magníficas nalgas. A Louise se le acabó la paciencia; con la fuerza de un león movió su trasero de aquí para allá y tensó sus deliciosos músculos en un voluptuoso juego de caderas con una furia tan graciosa que todas a la vez gritaron: —¡Ah, qué bonito!, allegro non troppo, piu presto… prestissimo! Pero para Louise la broma ya duraba demasiado y, antes de que las desvergonzadas muchachas se diesen cuenta, se escapó con violencia dejando allí a las cuatro, unas por el suelo, otras bajo la mesa que, con todo lo que había encima, porcelana china, loza inglesa y los restos de néctar del Yemen, había caído sobre las traviesas y las abrumaba y afeaba más que la pesadilla del lecho nocturno para la inocencia anhelante. —¡Esto ha sido demasiado! —les espetó Louise, sacudiendo su vestido, como Madame Arend de Wetzel, sobre sus ocultos encantos—. ¡Ahora no os voy a ayudar! Me lo pondréis todo otra vez en orden, arreglaréis lo que se ha roto y me repondréis lo que se ha derramado o haré que mis dos mozos de cuadra os azoten con látigos hasta que todo se haya arreglado solo. Todas rieron, pero Louise salió enfadada de la habitación cerrando con llave tras de sí. Las prisioneras comenzaron a ponerlo todo en orden, pero cuando surgió la cuestión Restitutio in integris les sucedió lo que a los encantadores egipcios con los piojos de Jehová; no pudieron restaurar la porcelana y la loza rotas y gritaban: «¡La culpa es de los ingleses y de los chinos!». ebookelo.com - Página 17 Louise, sonriendo, contemplaba por el ojo de la cerradura lo que más parecía un acta de mediación que un tribunal celestial, y las de dentro comenzaron a suplicar. Pero Louise permanecía inexorable. —Ahora me voy —les gritó por el ojo de la cerradura— a buscar a Jeremías y a Antón, y haré que os levanten los vestidos y os azoten en las nalgas desnudas hasta que vuestros vicios hayan salido de vuestra piel. Las muchachas empezaron a llorar, prometieron restituir los daños y además someterse a los castigos aplicados por su propia mano que a ella se le ocurriesen, pero que dejase a Jeremías y a Antón, pues de lo contrario dejarían de quererla para toda la vida y se convertirían en sus peores y eternas enemigas. —Bien —respondió mi madre—, si preferís restituir las piezas rotas y someteros a un merecido castigo, dejaré que Jeremías y Antón se queden en la cuadra, vendré en seguida con unas varas y, como a Gedeón, os haré trizas la carne. Lenchen corrió a la cerradura, desde dentro de la habitación, y suplicó a mi madre: —Abre, querida, nos sometemos al castigo, pero que Jeremías y Antón se queden con los caballos. —Esperad, jóvenes yeguas, os voy a almohazar —les gritó Louise. Fue al jardín, cortó sin compasión una docena de tallos de rosal con sus primeras yemas y corrió, como una Erinia desde los infiernos al mundo sublunar, para vengar las vasijas rotas. Con el pecho descubierto y el pelo al salvaje estilo de las bacantes, volando por encima de los hombros, Louise abrió la puerta de la prisión y todas fueron a su encuentro con sonoras carcajadas. Louise blandió amenazante los tallos de rosal cual vara de tirso frente a las maliciosas ninfas, declamando con rabia pitonisíaca: Silence! imposture outrageante! Déchirez-vous, voiles affreux; Patrie auguste et florissante, Connais-tu des temps plus heureux? Y exigió, imperativa, que Lenchen, Franziska y Juliane se desnudasen; pero Franziska se adelantó a las muchachas y repuso: Favorite du Dieu de la guerre, Héroine! dont l’éclat nous surprend, Pour tous les vainqueurs du parterre, La plus modeste et la plus grande. (Voltaire) —Lo que tú crees, Fränzchen[*] —replicó sonriendo Louise, mientras colocaba ebookelo.com - Página 18 los tallos de rosal en el sofá—, quiero probarlo ahora. Ven, acércate a Apolo y a Clitia y arrepiéntete de lo que has hecho. Antes de que Franziska pudiera darse cuenta, se encontró con las partes bajas al aire ante el areópago femenino que, encantado con la belleza de su trasero, manifestó su aprobación con tres palmadas. Louise le puso las faldas y las enaguas encima de la ardiente cara y ordenó a Emilie que se las sujetara al pecho. Franziska mantenía sus suaves y virginales muslos fuertemente apretados, pero en cuanto Emilie le retiró la camisa interior de la bellamente redondeada barriguita, descubriendo la encantadora región desde el todavía pelado Ida hasta el trópico, igualmente se hizo visible aquel precioso templo de Amatunto que tanto nos gusta imaginar en la vecindad del dios olímpico, en el momento en que, estimulado por su belleza, abandona el propio y se ofrece en holocausto en los altares de la Venus de Citerea. Louise, con un sentimiento casi de envidia, provocado por la visión de tanta belleza, cogió a Juliane y a Lenchen, las puso junto a Franziska formando un triángulo, hizo que Emilie y Friederika las sofaldasen igualmente, unió a las tres con su pañoleta a la altura del talle, cogió los tallos de rosal, a Franziska la llamó Aglae, a Lenchen Talía y a Juliane Eufrosina, y azotó con tal crueldad las seis inocentes nalgas que las Gracias dejaron la bella posición en que las había descrito Wieland y con la mayor falta de decoro saltaron como en una cacería salvaje de Artemis, rompiendo con sus impetuosos movimientos la ataduras que las aprisionaban y, liberadas con violencia a los pocos instantes, saltaban como ménades, no como las Gracias de Wieland. La venganza había entibiado ya a Louise, pero las tres Gracias castigadas exigieron que sus ayudantes, las hermanas de la eternamente esquiva Psique, fuesen también azotadas y que incluso la misma Psiquese sometiera a su juicio. Las castigadas cogieron rápidamente a las cómplices, las pusieron una tras otra en la silla, en la que antes Psique había debido revelar a Louise sus etéreos encantos, les descubrieron el trasero y Louise tuvo que imponer sobre las graciosas elevaciones el mismo correctivo que unos minutos antes había impuesto para todas, excepto para sí misma. Apenas hubo sucedido esto, apenas hubo abandonado esta humillante posición la última de ellas, Friederika, cuando las ya reconciliadas amigas oyeron un tintineo de espuelas y vieron al coronel von Halden y al teniente Soller en el umbral de la puerta abierta mirando atónitos hacia el interior. Louise fue a su encuentro con la mayor naturalidad, les dio la bienvenida y les preguntó qué feliz casualidad conducía al conocido misógino y al todavía más conocido hermano de Baco, de repente, a la esfera de los espíritus inferiores de aquellas seis indefensas mujercitas. El coronel era en cierto modo un Siegfried von Lindenberg y su Acates, un señor von Waldheim; ambos tenían más cultura que modales y, aparte de sus deficiencias ebookelo.com - Página 19 anteriormente expuestas, eran de aquellas personas de las que se podía hacer lo que el Señor había hecho de ellas. Las muchachas por su parte, como se suele decir, en sus mejores años —mi madre no tenía entonces más de dieciocho años—, rodearon a los hijos de Marte con toda la libertad que les confería el privilegio de su juventud y su sentido del humor. Habían olvidado ya la mitad de los dolores de sus ocultas partes y la otra mitad no tardaría en pasárseles. Louise se había adueñado del coronel y jugaba con el tahalí de su espada, llevándole de una esquina de la habitación a la otra, y le pidió que le dijera cómo se llamaba el primer rey de Creta y si realmente, en tiempos del apóstol Pablo, aquella Creta había tenido costumbres licenciosas. El coronel se sintió incómodo y le molestó que una damisela tan joven le andase cosquilleando por la barbilla y, en lugar de contestar a sus insolentes preguntas, le espetó: —Señorita, si no me libera usted al instante de sus uñas y garras, verá y sentirá lo que soy capaz de hacer con usted. Mi madre se rió de la amenaza y le ordenó que durante la velada cediera voluntariamente a sus caprichos o, como un prisionero, debería resistirse a toda la fuerza de sus encantos. Ante este capcioso discurso, el coronel cogió su espada, pero Louise corrió en un abrir y cerrar de ojos y asió el brazo que empuñaba en lo alto el mortal instrumento, con la intención de arrebatárselo. El coronel, sin embargo, no estaba para bromas y levantó a la atrevida como si fuera una pluma, la tiró al sofá, le descubrió el trasero, desenvainó su espada y le pegó, a pesar de sus penetrantes gritos, hasta dejarla como una amazona de Egon. El coronel tuvo que pagar la encantadora visión del trasero desnudo de Louise con su libertad. La inolvidable belleza de estas partes, las temblorosas elevaciones y la vecindad de lo que por detrás se exponía a toda la concupiscencia masculina, desarmaron su brazo y en sus sentidos, que la madre naturaleza había conservado y la cultura todavía no había alterado, despertó un algo que puso claramente de manifiesto a la paz de sus sentidos que su corazón no había perdido ni un ápice de ello. En cuestiones sensuales y placeres, el hombre de principios y de carácter es ciertamente siempre el antípoda de la persona sin carácter, brutal y rudo. Aquél siente moderadas y satisfechas sus pasiones al ver los ocultos encantos femeninos; éste, en cambio, cuya fuerza bruta no establece un límite al instinto sensual, sigue excitándose continuamente hasta la saturación. Este es, pues, uno de los principales males del sagrado matrimonio y uno de sus peores secretos es que aquélla que se encuentra en los primeros grados de la vida sensual debe acostumbrarse a la abstinencia de vez en cuando, si todavía tiene la intención de amar a su agotado esposo después de unos meses. Este fue uno de los principales motivos de que yo optara por el convento, y prefiero olvidar siete veces a la semana, con los diez dedos y otros consoladores, que ebookelo.com - Página 20 existe un sexo masculino a tener que quejarme de su impotencia, de la que él mismo sería el responsable. Las consecuencias de tal diferencia de caracteres entre el sexo masculino son absolutamente imprevisibles. El primero mantiene el sistema adoptado de placeres sensuales y se ennoblece con ello, mientras que el otro se destruye a sí mismo como el fuego y lo que le alimenta. Otro, en lugar del coronel, se hubiese lanzado con furor sobre los sensuales encantos de mi madre, descubiertos durante la flagelación con la espada, buscando su triunfo en su posesión. Pero von Halden, que realmente odiaba a las mujeres, aunque de hecho las tratase como flores a las que nunca se rompe, sino que se las deja marchitar en sí mismas, en su propio terreno, consideraba que romperlas era como una depredación de todo el hermoso verano de la vida que además hace desear un largo y frío invierno. Los desnudos encantos posteriores de mi madre, la belleza y pureza de ciertas partes y las prendas de vestir esparcidas aplacaron el odio del coronel, convirtiéndolo en un amor tan tierno y sincero por este desamparo femenino, que le sacrificó sus anteriores principios, de odiar a todo el sexo femenino y al representante de este sexo que estaba ante él, y también su libertad. De todas formas él se había atrevido a algo que, aunque no se pudiera considerar una indecente burla lasciva, exigía una reconciliación con la ofendida. Así pues, y sin delatar con la más mínima exclamación hasta qué punto el desnudo trasero de mi madre había hecho desaparecer su misoginia, besó tres veces las partes ofendidas, puso con serena indiferencia primero la camisa y luego las faldas en el lugar que les correspondía y la levantó de la silla. Sin embargo, a juicio del coronel, todavía quedaba por hacer lo más difícil, ya que quería escarmentar de modo parecido a las espectadoras para que ninguna de ellas pudiera considerarse poseedora de unos derechos superiores a los de las otras. Entretanto se había hecho innecesaria esta medida. Franziska ya se había sentado en el regazo del teniente Soller y éste hurgaba con sus atrevidas manos en los más secretos encantos de la descocada. Lenchen estaba sentada en una silla, se había levantado las faldas hasta la altura de los muslos y se estaba arreglando las ligas; Juliane tenía la mano en su íntima rendija y Friederika estaba mirando hacia los pantalones abiertos del teniente, que Franziska acababa de desabrochar con la intención de liberar un miembro masculino de un tamaño tal que hasta el momento ninguna de ellas, excepto Louise, había visto. En el momento en que el coronel, tras haber levantado a Louise, quería cerrar un pacto de silencio con el teniente y darle a conocer el santo y seña del día, Friederika exclamó: —¡Louise, esto nos lo debes a nosotras! —¡Sí, es cierto! —gritó balbuceando Franziska, levantando a lo alto la camisa del teniente, de forma que su Amor quedó al descubierto entre la espesura de arbustos de mirto como un Príapo en el Belvedere—. Sí, es cierto…, —y mientras acariciaba el ebookelo.com - Página 21 magistral miembro de Soller, explicó lo que os he contado, cómo la había tratado Louise. —¡Oh! —replicó el coronel al terminar la explicación de Franziska, que, excitada por los dedos del teniente, se movía convulsivamente sobre su regazo—, siendo así, lo único que puedo hacer para reparar mi insolencia es convertir a Louise en mi esposa y darte a ti, Soller, a Franziska en total propiedad. Las muchachas daban gritos de júbilo. Acto seguido el coroneltomó en brazos a Louise, la besó en los pechos descubiertos y la llevó a la alcoba. Soller puso a su muchacha en el sofá, abrió la puerta y pidió cortésmente a sus compañeras que la esperasen en el jardín, lo que éstas no se hicieron repetir, ya que su pudor todavía era mayor que su concupiscencia. Apenas hubieron salido, Soller desnudó a Franziska hasta el ombligo, le separó los muslos blancos como la nieve y se apretó con gran fuerza contra ella. El coronel desvistió a mi madre hasta la camisa, ella hizo lo propio con él, luego se despojaron de las últimas prendas encubridoras de secretos hundiéndose embriagados y en la más paradisíaca de las actividades en el mullido lecho. Ocho días después de esta escena se celebraron las bodas de mi madre y las de Franziska. Yo fui el único fruto de este matrimonio, pero lo que me sucedió desde mi más tierna edad hasta la época de los primeros sentimientos de adolescente pertenece al capítulo de aficiones e impulsos infantiles y será de poco interés para vosotras. En cambio os he de confesar que a mí, como antes a mi madre, me gustaba que mi preceptor, el hermano Gervasius, me azotase; y como yo era de naturaleza indómita, sucedía con cierta frecuencia, aunque siempre en presencia de uno de mis padres y no antes de dos días después de que me hubiera comportado mal o de que no hubiera aprendido nada. Me gustaba mucho contemplar en el espejo mis pequeños encantos al descubierto. A menudo me pasaba largos ratos ante él con el vestido levantado y pensaba: personne ne me voit!, y me examinaba de arriba a abajo. Bajo las órdenes de mi padre servía un joven francés con el grado de teniente. Este pasó a ocupar el primer lugar entre los jóvenes amigos de mi padre cuando Soller fue trasladado a Glatz con su joven esposa. Este francés, aunque lleno de bondad y de leales sentimientos, era uno de los más finos libertinos y de los más ávidos que os podáis imaginar. A este adorador furtivo de mi madre a menudo tuve que aguantarle yo —que contaba entonces diez años— cuando ella, en broma o en serio, le había rechazado. Cada vez que Monsieur de Beauvois nos visitaba, y esto sucedía casi a diario, me regalaba bombones o algún juguete, lo que despertaba mi alegría. Entonces yo ya sabía que lo que él quería era, naturalmente, quedarse a solas con mi madre, y nunca tuvo que repetírmelo dos veces. ebookelo.com - Página 22 Lo que más cautivaba del teniente Beauvois era un savoir faire que no admitía comparación. En cierta ocasión regresé del jardín más temprano de lo acostumbrado y cuando me disponía a abrir la puerta de la habitación, en la que se encontraban mi madre y Beauvois, oí un estrépito y que ella le decía: «Je vous prie instamment, Beauvois! Laissez-moi… oh… oh! Ma Diesse! Oh! Laissez-moi faire… laissez-moi…». No oí nada más, pero vi lo que no oía por el ojo de la cerradura. ¡Y qué es lo que vi! Mi madre estaba tendida en el suelo. Beauvois le mantenía en alto las faldas y las enaguas, le había levantado el muslo izquierdo, con los pantalones bajados, desnudo de cintura abajo y su miembro estaba rígido como una barra de una puerta de Berlín. Ante esta visión tuve una sensación tan extraña que casi no podía tenerme en pie; me desnudé, observé atentamente la escena y actué con mi dedo al mismo tiempo que Beauvois se lanzaba sobre mi madre y clavaba su Cupido, y con tal dedicación que sentí tal vez tanto placer como mi madre. Mi madre era sensual en el más alto grado, sus sentidos estaban en constante actividad; mi padre, en cambio, era todo lo contrario; nunca demasiado interesado por los encantos femeninos, tenía que excitarse con algo especial para desear satisfacer su deseo con mi madre. Inmediatamente después de la boda, mi padre había expuesto a mi madre algunos puntos del íntimo tesoro de su corazón, que a ella le prometían un alegre futuro; y creo que, aparte de sus obligaciones de madre, nada se oponía a que ella utilizase estos puntos en su propio beneficio. Pero después de dos años de matrimonio, en cuanto pudo comprender que ya no podía esperar más satisfacciones de su unión matrimonial, tomó la firme decisión de aceptar en breve y sin temor éste, su primer grado de viudedad, utilizando el permiso recibido. Este consentimiento se lo dio mi padre de la manera más explícita: —Te he obtenido —dijo— de una manera tan singular, que tal vez pueda perderte de la misma manera. Sé y me consta que tu temperamento sensual no respeta los límites de la honestidad y que tu voluptuosidad está arropada por una filosofía más fuerte que la tendencia de tu amor a una conducta decente. »Ahora no quiero discutir contigo sobre lo lícito y lo ilícito en la satisfacción carnal y menos aún quiero discutir con la naturaleza por el hecho de que tanto se satisface en el celo como en el rígido vestido invernal; sólo quiero decirte que a ambos os pagaré con la misma moneda que yo reciba o con la que todavía pueda recibir de ti. »A partir de hoy te confío a ti misma según aquellos principios que te expuse como los míos propios ya en los primeros días de nuestra unión; pues hoy te ha visto Beauvois por primera vez con los pechos descubiertos y con enagua corta. A ti misma, a tu diversión te confío, pero a cambio es justo que en compensación me corresponda otra parte de tu cuerpo, que no he vuelto a ver desde tu primera unción: tu trasero. ¡Ten, pues, cuidado! Ya que cada vez que te sorprenda en flagrante delito, ebookelo.com - Página 23 esta parte sufrirá su castigo. Mi madre se rió y además prometió confesarse con él en cuanto sintiera el menor escrúpulo que pudiera impedirle hacer uso de su bondadoso ofrecimiento. —Con toda sinceridad —contestó mi padre (tal como me lo contó ella misma)—, de ningún modo te lo puedo tomar a mal, ya que es absolutamente imposible exigir que una persona responsable deba ser esclava de otra; en todo caso éste puede ser un derecho en estado de guerra, pero en el derecho natural sería una verdadera blasfemia contra la sana razón. Los mandamientos de los curas o aquéllos inspirados directa o indirectamente por Dios y el contrato social de los hombres son compromisos que hay que aceptar mientras nos convengan o nos sean necesarios, pero de ningún modo pueden mantenerse por mucho tiempo en la naturaleza de la persona totalmente formada, que ya no es menor de edad. La libertad del espíritu y del corazón, del cuerpo y de las fuerzas morales y físicas en beneficio del individuo y de la comunidad, es un objetivo al que no debe ponerse ningún tipo de barreras legales mientras la barbarie y la cultura no entren en guerra abierta y a ambas las domine la maldad. Por ejemplo, el sacramento del matrimonio entre los cristianos ha de unir con más fuerza los vínculos de la naturaleza entre alma y cuerpo, pero ¿conseguiremos con ello algún día la inmortalidad? ¿O es que alguna vez ha resucitado algún muerto que nos haya dicho: Allí, en aquel lugar en que ya no se piden en matrimonio ni se desposan, he vuelto a encontrar a mis allegados, a mi esposa, a mis hijos? »¿Y sirven, tal vez, estas limitaciones legales de los impulsos naturales para unir más estrechamente a nuestros hermanos y hermanas? ¡Seguro que no! ¿Y los excesos? ¿Quién de toda esta generación filosófica y estética se atreve a decir algo sobre los excesos? Incluso los juristas conocen la tabla de progresión de lo natural tan bien como Mirabeau y Rousseau; lo único que debe hacer realmente un jurista, como dice Schlegel en su Museum, es ocuparse de las cuestiones de poca importancia, pues de ninguna manera pueden mostrar algún interés por las cosas importantes. ¿Se puede decir, tal vez,que el egoísmo de la familia haya producido algo mejor en el mundo que una orden religiosa de piadosos hermanos o hermanas? ¿Y quién, de los que están en posesión de las virtudes del amor, de la clemencia, de la misericordia, querrá hablar de excesos que sólo la negra envidia pregona al son de los clarines en libros, por todas las esquinas y calles del mundo, y que con sus clarinazos ha provocado más males que todos los treinta y dos vientos juntos? —¡Oh, hablas como un ángel, coronel! —exclamó encantada mi madre. Se quitó la gorguerita, reposó su cara sobre el turgente pecho y le abrazó, mientras le iba desabrochando los pantalones, le sacaba la camisa y con sus suaves dedos hacía crecer el rígido e incircunciso Sabaot de su templo hasta convertirle en un coloso. Mi padre se reía, levantó las faldas y las enaguas de mi madre y le puso el dedo allí, donde ella hubiera preferido que le introdujera otra cosa. —Acabo de mostrarte mi corazón hasta el mismísimo fondo —continuó diciendo ebookelo.com - Página 24 mi padre mientras iba manipulando, a la vez que ella seguía su costumbre de entretenerse con la carne ante la presencia del espíritu, en un constante temblequeo de manos y muslos—. El mundo no está para tales desbordamientos del corazón, pero yo te amo, tú eres muy bella. —En este momento le separó los muslos—. ¿Qué será de mí, si, tal vez pronto, otro hurga en tu cálido seno, otro abre estos rosados labios, creados por el mismo Amor, y con su ardor y con su furia los separa como hiciera el dios de los hebreos con el Mar Rojo mientras tu marido todavía no ha conseguido, como Don Juan, llegar a las mil y tres conquistas tal como pretende hacerlo? Llegando a este punto la tumbó en el sofá y la desnudó totalmente hasta el ombligo. —¡No! —exclamó—, por todas las bienaventuranzas corpóreas, Louise, necesito una reparación. —Y la tendrás, amigo de mi alma —respondió Louise, abriendo sus muslos para dejar que mi padre terminara su tarea—. Mi… trasero… sufrirá el cas… tigo por mis peca… dos; venga cada uno de mis des… lices que tu amor tan bene… volente me to… le… ra. ¡Ah, ah!… para que… rido… a fondo… a fondo… ¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah! ¡Y los dos se fueron! Al terminar lo principal de la reconciliación, mi padre siguió exponiendo su argumentación. —¿No es cierto, Louise —dijo entre otras cosas— que mientras la ley no ofende la natural relación en libertad de una persona respecto a otra y a su naturaleza y solamente ejercita inexorablemente sus derechos en caso de vicios y crímenes contra natura, se hace soportable y en caso de que incluso, tal vez, se le haya tomado afición, el castigo que sigue a la transgresión nos es saludable? —Absolutamente cierto —respondió Louise—, incluso lo considero en cualquier caso bien fundamentado. —El Estado y la Iglesia —prosiguió mi padre— se han distanciado en esta cuestión. Aquél se ocupa del delito contra el orden natural y burgués, ésta del pecado contra el orden divino y moral. Únicamente que no sabríamos nada del pecado, si la Ley no hubiese dicho: No codicies, y si las consecuencias no nos hubiesen convencido totalmente del poder de estas leyes. »Los delitos tienen todavía una mayor antítesis de lo insoportable en su contra; pues ya Caín tuvo que escapar ante la acusación de su conciencia; pero si hubiera un acuerdo colectivo de alguna nación o de algún pueblo que permitiera asesinar o mutilar, robar o calumniar, odiar o envidiar, allí la ley del contrario no tendría más autoridad que la violencia. Existen ejemplos en la historia. De gustibus non est disputandum! Mientras, aquéllos que no se han impuesto leyes a sí mismos, como el león o el tigre, la rosa o el enebro, la piedra y el agua, deben ser determinados por leyes extrínsecas a ellos. En el fondo, sin embargo, también se puede suponer igualmente que en toda la naturaleza de las cosas nada puede ser determinado en su organización con pretensiones de eternidad. Por ejemplo el agua, que en nuestras ebookelo.com - Página 25 latitudes sólo se hiela en determinadas épocas, en Saturno se convertiría en una roca y seguiría siéndolo mientras la naturaleza de ese planeta no experimentase ningún cambio. Pero ¿crees tú que por esto se puede pensar en la imposibilidad de esta transformación? —No, seguro que no, querido August —respondió mi madre arropándose los pies con sus faldas. —Bien, pues —prosiguió mi padre—, ahora te toca a ti escoger. Mi filosofía y mis derechos, mi amor y mis principios, nunca rebasarán los límites de lo justo, pues en mí la pasión no juega ningún papel importante. Se hizo una pausa y luego preguntó mi padre: —¿Hasta dónde ha llegado el teniente contigo? Ya sé que te ama y está sediento de poseerte. ¿Ha visto algo de ti además de tu pecho? —¡Sí! ¡O por lo menos así lo espero! —¿Y qué? ¿Y cómo? —Ayer estaba cogiendo cerezas, él estaba bajo el árbol y observé claramente que cada vez que yo me inclinaba, él me miraba por debajo de la camisa y, te lo confieso, ¡eso me electrizaba! Separé mis pies cuanto pude y seguro que lo vio todo, ya que se desabrochó los pantalones mientras decía: «¡Divina Louise!». Se sacó los faldones de la camisa y comenzó a llamar al orden a su indómito. Yo no podía pronunciar ni una palabra y lo que hice fue descubrirme y, apoyada en el árbol, procurarme alivio con mis dedos. —Observo que es un hombre delicado, Louise —respondió mi padre—, pero tales delicadezas no son propias de las personas que necesitan algo más sólido. »Entre los hebreos, las palabras “circuncidar” y “prostituirse” van seguidas en el orden del alfabeto; también le vamos a enseñar al teniente la ley de la circuncisión. Es digno de ser circuncidado, ya que quien hace algo así ante los desnudos encantos de una mujer, a quien conoce, merece como mínimo ser circuncidado. —No servirá de mucho —dijo mi madre. —Bueno, pues, de todas maneras una señal del derecho criminal de la sensualidad puede compartir su valor con el patíbulo o la rueda. ¡Debe ser circuncidado, Louise! Y por tu propia mano, y con esto te impongo la segunda condición: me traerás el prepucio de todos aquéllos que te disfruten. —¡Ja! —gritó mi madre, cruzando las piernas—. ¡Eres un hombre sin igual! ¡Voy a intentar ser digna de ti! ¡El teniente será la primera ofrenda que te haré! —Bien —dijo riendo mi padre—, tú haces hebreos y yo una santa, y trataré de darte ahora mismo el alimento de los santos, pero antes atavíate como Esther antes de que Asuero tuviera a bien hacer a su pene primogénito del dominio feudal judío, o mejor como Irene, antes de que Mohammed II, ávido de gloria, le cortara la cabeza. —Al momento, querido, haré todo lo necesario y entretanto te mandaré a nuestra Karoline; por favor, hazle algo bonito; su Helfried ha muerto de una fiebre aguda en Halle y ella está inconsolable; su bello pecho te gustará y ella te lo mostrará, si tú lo ebookelo.com - Página 26 quieres, sin llorar. —¿Ah, sí? —preguntó mi padre—, ¿tanto ha evolucionado? —Se ha formado en mi escuela. —¡Ah, ahora comprendo! Hazla venir. Mi madre se fue y Karoline se presentó ante mi padre. —¿Qué ordena usted, señor? —De ordenar, nada, criatura, sólo pedir. Ven, acércate. Karoline se le acercó. —¡Eres una muchacha bonita, buena y cariñosa! —¡Oh, por favor, señor! No me avergüence. Creo que soy precisamente como debo ser. —¿Cómo? —¡Buena, señor! —Pero mi frívola esposa no es buena, ¿verdad? —Oh, ella es la pura bondad, el mismo amor. —¿A qué llamas tú bondad y amor? Karoline recatada, bajó la mirada y se sonrojó. —Mi esposa te ha corrompido; es decir, te ha introducido en los secretos del amor. —¡Señor! —gritó Karoline y se postró a sus pies—, ¡ah, le ruego por la bondad que siento en mí, que sea indulgente conmigo! —¡Tontuela, qué ocurrencia! ¿Tan poco me conoces? —¡Ah!—suspiró Karoline, se agachó un poco más y mientras besaba la mano de mi padre, levantó el trasero. —¿No te da vergüenza, Karoline? No me hagas pensar que no tienes buena conciencia, y tal posición raramente delata otra cosa. Como castigo por no haberme apreciado en mi justo valor, me vas a enseñar el trasero. —¡Ah, señor! —balbuceó Karoline; pero mi padre se levantó, puso a Karoline en el sofá y le levantó las faldas y las enaguas por detrás. —Realmente eres una muchacha hermosísima, Karoline —prosiguió mi padre, electrizado por los sublimes encantos de Karoline—, debo privarme inmediatamente de la visión de tu belleza, de lo contrario ninguno de los dos sabrá a qué atenerse. Con esto volvió a colocar la camisa en su correcta posición, la cubrió con las faldas y la alzó. Karoline estaba encendidísima. —Dime, Karoline, ¿Malchen sigue siendo tan maliciosa? (Ya sabéis, hermanas, que yo me llamaba Malchen). —¡Y tanto, señor! Pero creo que es una suerte para ella, pues si fuera como yo a su edad, meditabunda, distraída y…, —aquí se interrumpió. —O sea, ¿que tú crees que la malicia no debe ser castigada? —No, señor, ni tampoco las muchachas de mi carácter. En la escuela sólo me ebookelo.com - Página 27 azotaron una sola vez y todavía no puedo olvidar la situación en que me encontraba entonces. —Es decir, ¿que este castigo no sirvió para mejorarte? —¡No, en lo más mínimo! —¡Qué extraño! —Conmigo fueron castigados dos muchachos; por su imprudencia, en la que yo también participé, se prendió fuego en un pajar del castillo señorial y, a pesar de que el señor von Flamming era siempre muy bondadoso, en este caso no quiso perdonar el castigo, para evitar que en el futuro se produjera otra desgracia peor por una negligencia parecida. Yo fui la primera en recibir el castigo, me tumbaron sobre un banco de la escuela y tuve que soportar treinta azotes en el trasero desnudo. —¡Pobre muchachita! —exclamó mi padre, palpándole por debajo de las faldas. —Luego les tocó el turno a Helfried y a Heilwerth, dos muchachos a los que yo quería mucho, especialmente a Helfried, al que desgraciadamente la muerte me ha arrebatado —aquí brillaron unas lágrimas en sus ojos—. Primero tumbaron en el banco a Heilwerth y cuando le bajaron los pantalones y le levantaron la camisa, casi me desmayé y olvidé mis propios dolores, pensando en lo que el pobre muchacho debía soportar. Mi padre le levantó las faldas y las enaguas y con la mano le acarició por entre los muslos; en este momento entré yo inesperadamente en la habitación para dar a mi padre un ramillete de flores y todavía tuve ocasión de ver los muslos desnudos de Karoline y la mano de mi padre entre ellos. Rápidamente dejó caer las faldas y se levantó de un salto. —¿Qué es lo que me traes, Malchen? —me preguntó confuso. Fui dando saltitos hacia él, le di mi ramillete y le besé la mano. Mi padre le dijo a Karoline al oído que preparase una palmeta nueva. —Oh, señor —repuso ésta ingenuamente—, ¿para mí? Mi padre rió y dijo en voz alta: —Eres muy compasiva, ve y haz lo que te he dicho. Karoline se fue y mi padre me cogió de la mano y me llevó al señor Gervasius. —Señor Gervasius —le dijo—, a partir de hoy enséñele física a Malchen. En este momento está usted desocupado y deseo que dedique totalmente esta hora a esta distracción y enseñanza. El hermano Gervasius hizo reverencias y yo tuve otra hora libre menos. Estas horas, de hecho, me producían un gran placer, pero no os quiero entretener ahora con éste, sino con lo que me sucedió; pero antes quiero terminar la historia de mis padres, tal como me la contó mi madre. Apenas hubo regresado mi padre a la habitación que habíamos dejado, apareció mi madre con un vestido de raso blanco. —¡Ajá! —profirió mi padre—, veo que Madame quiere mantenerle la palabra a mi amigo y visitar con él a la ingeniosa señora von Tiefenthal. ebookelo.com - Página 28 —Si tú lo permites. —¡A disgusto! Ya sabes que no aguanto a esta señora… Tiene un alma negra hecha de maledicencia y de maldad. Si fuese una prostituta, no tendría nada en contra de su comportamiento, pero tal como es… —¡Por favor, amigo mío! Tu juicio es demasiado severo. —¡En absoluto, Louise! Conozco toda la parte superior de su aborrecible alma. En este momento apareció Karoline con la palmeta. Mi madre palideció. —Espero que no… —preguntó perpleja. —¡Y tanto! —Y diciendo esto fue a la puerta y cerró con llave. Karoline estaba atónita y temblaba. El coronel le cogió la palmeta y le ordenó que colocara un taburete junto a la ventana central. Estas ventanas daban al patio de armas. —¡Por favor, August, ahora no! —¡Ahora! —repuso lacónicamente mi padre, mientras abajo sonaba un redoble de tambores. —Tantas veces me has ensalzado la belleza del pecho de Karoline, que ahora quiero verlo. Qué sucederá, se preguntó mi madre; fue hacia Karoline y le quitó la pañoleta del cuello. El coronel también se le acercó y le quitó la blusa con tanta rapidez que sus pechos temblorosos quedaron totalmente al descubierto. —Realmente eres una muchacha bellísima, Karoline —dijo el coronel—, y sería una lástima que mi esposa te lanzara a las garras de la perdición. Louise enrojeció y dijo: —¿Qué te he hecho, Karoline, que tal sospecha…? —Silencio, Louise, ahora ya no es tiempo de hablar, sino de castigar y de soportar el castigo. Venid hacia aquí. El coronel las condujo junto a la ventana. —Karoline, levántale las ropas a tu señora hasta la camisa. Karoline obedeció mientras su pecho se agitaba convulsivamente. El coronel besó las turgentes colinas y despojó a su esposa de las medias de seda. Al terminar, ella tuvo que arrodillarse encima del taburete, asomando la parte superior del cuerpo por la ventana, mientras Karoline la sostenía. Entonces el coronel tomó la palmeta, levantó la camisa de Louise y, sujetándola con una mano, la azotó hasta ver sangre. Ella sólo dio unos pocos gritos; por lo demás fue como si quisiera estudiar la sensualidad en sus dolores, pues no hizo ningún movimiento y sus nalgas resistieron los golpes con tal testarudez como si estuvieran petrificadas. Cuando mi padre creyó que ya era hora de parar, ordenó a Karoline que secase a su esposa y dijo: —Ahora ya puedes ir a casa de la señora von Tiefenthal o enseñarle algo a Karoline de lo que se enseña por sí mismo, o citarte con el amigo Beauvois, como ebookelo.com - Página 29 quieras. Mi madre lloraba y Karoline lloraba. —Me quedaré en casa, August —respondió mi madre—, por hoy ya tengo bastante. Nosotras, mujeres y jóvenes, estamos siempre sedientas de placer y si por una vez sometiéramos nuestro indómito deseo y nuestras malas pasiones internas a un castigo voluntario, pronto nos daríamos cuenta de cuán beneficioso es un tal castigo para el espíritu y el corazón. Desvísteme. —Sí, hazlo, Karoline. Vuelvo enseguida, luego concluiremos la buena obra que hemos empezado. Karoline condujo a mi madre a la alcoba y la desvistió hasta la camisa. En esto, apareció mi padre con Beauvois del brazo. —Ya ves, teniente —dijo aquél a éste—, mi esposa está ya a punto de seguirte. Beauvois, al contemplar los pechos descubiertos de Louise y Karoline casi perdió la vista. —Pour Dieu! —gritó Beauvois—. Halden, que faites-vous? —Enseguida lo verás, Beauvois —contestó éste, y conduciendo a Karoline hacia la cama apartó la colcha. —Rápido, Louise, túmbate boca abajo, así… Beauvois estaba encendido. Mi padre le dijo algo al oído a Karoline y ésta apareció al momento con una fuente llena de vinagre, en el que había diluido sal. —Tú sabes, Beauvois —comenzó diciendo mi padre, mientras retiraba la camisa de mi madre descubriendo toda la parte inferior—, tú sabes que el placer y el dolor en la vida humana acostumbran a cambiar como el brillo del sol y la lluvia; pero seríamejor que las personas comenzáramos a enfrentarlos uno contra otro en el campo de batalla. Beauvois, al ver los cardenales producidos por la palmeta en el bello trasero de mi madre, profirió un grito agudo. —¡No te sorprendas, Beauvois! Ya sé que tú amas a mi esposa. Bien, ¿estás listo? Beauvois bajó los ojos, enrojeció y dijo: —¡Quién no querría disfrutar a tu esposa… amarla! —Bien, Karoline, examina la constitución de Beauvois y dame luego la fuente. Karoline se dirigió hacia Beauvois, le pidió perdón, le desciñó la espada, le sacó los pantalones y descubrió su miembro de campeonato en tan buena posición que Louise, al verlo, abrió inmediatamente sus muslos en espera del duro huésped. —¡Sube, Beauvois! —gritó en esto mi padre, y Beauvois se puso encima de mi madre y supo ganarse su ánimo de tal manera que la más bella explosión de la naturaleza la hubiera sorprendido súbitamente, si mi padre no hubiese ordenado a Karoline que recordase lo olvidado a la parte ofendida. Y entonces Karoline comenzó a lavar el delicado trasero con el cáustico líquido, de tal manera que Louise tenía que esperar su fatal desenlace entre dolor y placer. Entretanto el coronel había quitado la ropa a Karoline y estaba, antes de que ella ebookelo.com - Página 30 se diera cuenta, en el lugar del placer que, en su congénito estado salvaje, ofrecía más encantos que toda la Jerusalén de Tasso revestida de estancias. Beauvois resollaba como un tigre, mugía como un avetoro y suspiraba como un viajero en su camino hacia el Hades. Mientras mi padre exploraba con su jalón el centro del cuerpo de Karoline, dejando algún que otro beso en su trasero alabastrino, ella debía pasar constantemente por los costados de Beauvois, sosteniendo, cual Hebe, la fuente con una mano y pasando la otra por la colina de rosas de Louise, tras haberla sumergido en la esencia curativa extraída de los guiones de Mnemosina y profetizando el próximo verano tras la languideciente primavera. Pero Louise no sentía más que el potente bastón de mando de Beauvois en su centro, y ejecutaba sus órdenes con tal intensidad que el lecho retemblaba e hizo caer la fuente de las manos de Karoline, que suspiraba esperando el ultimátum de mi padre. Pero ¿qué pensáis del cruel padre? Apenas notó que se acercaba el dios del amor, sacó su flecha de la herida y Karoline tuvo que derramar, bajo el movimiento convulsivo de sus muslos, todo el contenido de sus pensamientos sobre la madera de caoba de la cama, sin goce ni fruto. El árbol genealógico de mi padre estaba todavía como un cirio, pero, fiel a sus principios, quería dar un ejemplo también a los demás —incluso en el mayor desorden de las fuerzas de la inteligencia, en la supremacía de las fuerzas físicas— de cómo hay que obrar para no agraviar ni a la naturaleza ni a ninguno de los derechos de la razón. Beauvois tuvo el más alto goce. Mi madre se levantó entre el placer y el dolor y Karoline dio las gracias al coronel por haberla respetado, con un beso en la mano. —Sí, niña, también tienes motivo —respondió él—, pues de no haberme avergonzado ante Beauvois, que no sabe respetar nada de esta suerte, seguramente habrían vencido tus encantos. Mi padre fue entonces hasta un armario de pared, tomó una botella de vino de Borgoña y dos copas, escanció, le dio una al teniente y la otra se la quedó él. Tras brindar por el placer de la rara amistad y del amor y apurar las copas, mi padre le estrechó la mano al teniente y se fue. Pero apenas había traspasado el umbral, se le encendió un ardoroso fuego meleágrico a Beauvois, que ya estaba en el límite de sus fuerzas. Le quitó la camisa a mi madre y la nombró su Venus, tendió a Karoline en el suelo, le levantó violentamente vestidos y enaguas, él mismo se tituló Júpiter, a ella, la desnuda, Hebe, y se le echó encima con furia, como hiciera Ezzelin sobre Bianca Della Porta. Pero apenas había llegado su consolador a las inmediaciones de la puerta celestial, cayó como un saco… y se quedó dormido. —¡Rápido, Karoline, a él! ¡Quítale los pantalones! Karoline obedeció. Beauvois ebookelo.com - Página 31 parecía el rey Príamo de la Eneida de Blumauer. Fue llevado a la cama y totalmente desvestido; en cuanto lo tuvieron ante sí, desnudo como el primer hombre ante Nuestro Señor, Karoline, por orden de mi madre, asió su consolador, que ya se había vuelto casi invisible, y lo aguantó con decisión. Mi madre tomó una navaja de afeitar, tiró del prepucio de la delictiva palmeta por encima del glande y de un solo corte lo separó del lugar en que había estado durante treinta y dos años. El opio era tan fuerte que Beauvois ni siquiera con este intenso dolor se despertó, sino que con una ligera sacudida muscular delató que le había penetrado hasta el fondo de su cautivada alma y que dejaba tiempo a las mujeres para que hicieran retroceder al dolor rápidamente hacia las regiones del bienestar con un bálsamo curativo. La dosis de opio, que tanto Beauvois como mi padre habían tomado, debía ejercer su efecto por lo menos durante cuatro horas, y Louise y Karoline confiaban que en este tiempo el dolor del circuncidado Beauvois por su pérdida se haría soportable. Al igual que el dolor de un himen desgarrado sólo dura hasta que la paciente se ha convencido de la necesidad de su desgarrón en los campos del placer. Mientras Beauvois seguía durmiendo y mi padre roncaba en la habitación contigua, Louise y Karoline tomaron un baño y juguetearon, como acostumbraban a hacer las mujeres, y Louise ahuyentó totalmente del cuerpo de Karoline el malhumor y el malestar que le había producido el coronel al replegar tan rápidamente su inexorable en su interior. Pero me estoy extendiendo demasiado en la historia de mi madre y su amiga; la mía propia comienza a ser interesante y ninguna joven o mujer renuncia al interés del encanto, del placer o de la belleza propios por los de otra. Para terminar la historia de mis padres sólo quiero añadir que antes de que despertara Beauvois, mi madre y Karoline, yo y Gervasius ya estábamos en camino de Teschen. Nuestra huida fue tan repentina, que Gervasius apenas tuvo tiempo de taparme. El motivo por el cual tuvo que taparme —(todas las oyentes empezaron a reír)— fue el siguiente: Gervasius había comenzado ya la primera de nuestras distracciones sobre la física demostrándome que la persona humana está medida en cruz y partida exactamente en dos mitades. —Señorita, quiere usted tenderse aquí, ante mí, encima de la mesa —continuó en la clase siguiente. Yo lo hice. —¡Estírese totalmente! Yo lo hice. —Extienda sus brazos en línea recta. ¡Y sucedió! —Bien, ahora verá usted —demostraba el clérigo—, y lo puedo demostrar totalmente, que usted es tan larga como ancha. Vea usted… —diciendo esto comenzó a palmear desde mi mano derecha pasando por el cuerpo hasta los dedos de la mano izquierda. ebookelo.com - Página 32 —Usted mide siete palmos de anchura y deberá tener otros tantos de largo, de lo contrario la naturaleza se habría equivocado en sus medidas y se habría convertido en una chapucera. Entonces repitió el palmeo, pero desde la cabeza hasta los pies, y también tenía mis siete palmos. —Ello le muestra, señorita, cuán sabiamente procede la naturaleza en todas las relaciones. Para el alma y el espíritu tiene otra norma que ninguno de los dos pretende transgredir, como tampoco quieren negar su independencia del cuerpo en que habitan. El cuerpo humano —aquí quería incorporarme. —Por favor —ordenó Gervasius y me apretó contra la mesa—, el cuerpo humano consta, como usted sabe, de dos partes, la parte superior y la inferior, la noble y la vergonzosa, y estas partes están divididas justamente por el ombligo. Para mostrárselo mejor deberá permitirme
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