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Satz - Bibliotecas imaginarias

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BIBLIOTECAS
IMAGINARIAS
MARIO SATZ
 
ACANTILADO
BARCELONA 2022
 
 
 
Publicado por
ACANTILADO
 
Quaderns Crema, S.A.
Muntaner, 462 − 08006 Barcelona
Tel. 934144 906 - Fax. 934 636 956
correo@acantilado.es
www.acantilado.es
 
© 2021 by Mario Satz
 
© de esta edición, 2022 by Quaderns Crema, S.A.
Derechos exclusivos de edición:
Quaderns Crema, S.A.
 
ISBN: 978-84-18370-74-8
 
PRIMERA EDICIÓN DIGITAL
febrero de 2022
 
 
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan
rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los
titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro— incluyendo las fotocopias y la
difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares
de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.
 
 
 
Si tienes una biblioteca con jardín, lo tienes todo.
 
CICERÓN
EL CANAL DE LAS
ESTRELLAS
La mañana en que Paul-Émile Botta descubrió en la ciudad de
Ninive los restos de la gran biblioteca de Asurbanipal llovía
mansamente. Bajo el polvo y la arena yacían enterradas, pero
aún legibles, algunas de las tablillas que narraban las guerras
entre los dioses y los hombres. Poca cosa para el sitio que
había contenido miles de documentos de arcilla cocida. Las
lenguas que contaban prodigios animales, evocaban el estilo
de los pájaros de jaula y hablaban de la farmacopea nativa y la
vida íntima de ciertos planetas eran el acadio y el sumerio. En
la confección de esos soportes de terracota se invertía la
cosmología, ya que primero participaba el agua en la mezcla y
el amasado del barro, y luego el fuego tras el trabajo con las
cañas de impresión. El fuego que fijaba la cocción de los que
serían llamados signos cuneiformes era. según la
disponibilidad, el simple calor del sol del mediodía o bien los
hornos de pan. Que las tablillas escritas y el pan se juntasen y
separasen a horas distintas recordó a Botta lo indivisible que
era el alimento material del espiritual. Sin embargo, mientras
que casi todos los hombres de la época tenían acceso al pan,
magro o dorado y ancho, quienes sabían leer eran unos pocos,
y escribir aún menos.
La biblioteca de Asurbanipal estuvo orientada al sol
naciente y, debido a lo consignado en una tablilla que Paul-
Émile Botta encontró oculta en una pared y en la que figuraba
un tosco dibujo, se suponía que también tendría una claraboya
de alabastro. El hallazgo fortuito de unas teselas del mismo
material en las cercanías parecía corroborar la teoría. Debemos
imaginarnos esa biblioteca como un lugar fresco y a la par
seco, protegido por gruesas paredes y dos torres, una desde la
que se observaban los fenómenos atmosféricos y otra para
mirar las constelaciones y reverenciar sus estrellas. Sus
lectores y escribas trabajaban cerca de una jofaina de agua
para limpiar las cañas de escribir cuando alguna rebaba de
cieno se les quedaba pegada. Como seria tradicional en otros
lugares parecidos de distinta geografía, el silencio era allí tan
profundo que podía oírse, de noche, el respirar de los grillos, y
de día el canto de amor de los bulbules ojigrises. Todo eso y
mucho más pensaba Botta en su tienda de campaña, envuelto
en humo de tabaco egipcio y sosteniendo en sus manos una
brújula de oro.
Pudo leer y descifrar algunos pasajes de las tablillas, listas
de esclavos y enumeraciones de piezas de caza entre las que
había leones y chacales, serpientes y ocas gigantes. Entonces
como hoy se anotaba lo esencial: los colores de las cosas, sus
propiedades benéficas o maléficas, su peso, su origen, su
volumen y hasta su olor. Las tablillas se guardaban en
hornacinas y también en fuertes estanterías de caña trenzada.
Si alguna tablilla por casualidad se rompía, el escriba sufría un
castigo, generalmente una prohibición. Una noche Botta soñó
que. puesto que flechas y cuñas dependían de las cañas,
quienes fabricaban unas también podían afilar las segundas. Al
despertarse pensó en dardos y luego en clavos, y comprendió
que aquello bien pudiera ser el sentido visual de la escritura:
las palabras clavaban, en su representación gráfica, lo que la
memoria así disponía. De manera tal que lo que estaba escrito
en los soportes de tierra cocida adquiría la misma firmeza que
la viga de un templo sujeta con pernos de bronce. A la luz de
un quinqué. Botta descubrió, tallado en piedra, un largo canal
que parecía la ruta que dibujan las termitas bajo la corteza de
los grandes árboles en los que moran. Era un sendero sinuoso,
estrecho, y cuando uno de sus ayudantes de campo le dijo que
las estrellas recorrían ese bajorrelieve para llegar a las
habitaciones reales y a los santuarios en los que ardían
pebeteros con polvo de narciso y violeta, sonrió feliz. Las
grandes preguntas pueden formularias los sabios, pero las
respuestas vienen de más abajo, de personas que tienen un
gran sentido común y poco más.
Las estrellas entraban con sus rayos a los aposentos y tal
vez también a la biblioteca de Asurbanipal, quien vivió hacia
mediados del siglo Vil antes de nuestra era y fue uno de los
pocos reyes que sabía leer. Amaba el agua, los higos y las
mujeres de países lejanos. Su sucesor fue Assur-etil-ilani, que
mandó traducir al asirio un pequeño manual acadio sobre
juegos de niños no porque los amara, sino porque de ese modo
ponía a prueba la pericia de los sirvientes de Nabú. el dios de
la escritura.
LA CASA DE LA VIDA
En la Casa de la Vida de Bubastis, antiguo Egipto, la
biblioteca ocupaba un ala separada que daba a una fuente
maravillosa, a la que solían arrojarse polvos de azafrán de la
India, limaduras de lapislázuli y cera de abejas mezclada con
ralladura de limón, todo en rituales que se repetían año tras
año con una prolijidad asombrosa. Esa fuente inspiraba a los
escribas y les permitía orientarse en la coloración de los
papiros sagrados. Los rollos más antiguos dormían en los
estantes más altos, por dignidad para con su contenido y para
estar más cerca del cielo, que era lo que representaba la
techumbre de la biblioteca, en la que también había imágenes
estelares rodeando a la figura de Ra. el Sol. Lejos, pero no
demasiado, de la biblioteca, había un pequeño zoológico con
todas las aves y los mamíferos del país, instrumentos de
astronomía labrados en piedra y parterres con papiros verdes
mediante los que se confeccionaba el papel que llegaría a tener
el color del ámbar pálido. Los escribas aprendían a leer
durante años, al principio la escritura demótica o popular, casi
alfabética, luego la hierática y más tarde, por fin, los signos
jeroglíficos.
Cada vez que un lector abría un papiro, o lo extraía de un
cántaro de granito pulido, quienes estaban a su lado se
asombraban de las maravillas escritas sobre la trama cruzada
del documento. Que una hierba palustre diera lugar a ese
soporte que crujía al abrirse y cerrarse como las alas secas de
una libélula enorme era un grato don de la botánica, pero aún
más un regalo del agua. Había, en la biblioteca, toda clase de
libros, sobre gatos y cocodrilos, sobre la crecida del Nilo y su
fidelidad al ritmo lunar; algunos eran libros prohibidos que
sólo podían leer uno o dos sacerdotes, y eso a ciertas horas de
ciertos días. Tras lo cual bebían un poco de la fuente
maravillosa después de purificar el agua con filtros de lino que
se cambiaban una vez por semana. En ese acto de purificación
y tras tomar unos sorbos, olvidaban lo que habían leído. Era
una condición importante que todo escriba debía respetar:
fuera de la Casa de la Vida había que callar o, mejor aún,
intentar olvidar lo aprendido; es decir, apartarlo todo lo posible
de la existencia de fuera de la biblioteca. La ventaja de esa
costumbre consistía en que siempre que leían algo les parecía
nuevo, desconocido. Creían que el demótico era más inestable
que el hierático y éste más que lo que estaba escrito en
jeroglíficos.
Ante la estatua del ibis negro que recordaba el origen de la
escritura, quemaban de vez en cuando los nombrespropios de
sus muertos, primero para evocarlos, y luego para que nadie
pudiera rastrearles la pista. Eso se hacía en papiros minúsculos
que cada cual debía sufragar. De modo que a veces la
biblioteca olía a papiro quemado. Un revisor, que también era
el portero de la biblioteca, lidiaba con los insectos, así fueran
polillas grises o grillos negros. Las banquetas de los lectores
no eran muy cómodas, pues si bien los textos eran sueños del
pasado, mensajes del más allá, crónicas de viaje al inframundo
¡lustradas en rojo cadmio y amarillo caléndula, lo cierto es que
dormirse en ese lugar era interpretado como una ofensa a los
signos escritos, siempre despiertos y dispuestos a ser leídos.
Por lo general se evitaba molestar a los durmientes para no
provocarles taquicardias o miedos, lo que no impedía que el
vecino de banqueta pudiese emplear el sonido de un crótalo de
plata para abrir los ojos del durmiente.
La palabra papiro procede de una antigua voz egipcia que
significa ‘flor del rey’, ya que la planta y sus derivados
pertenecían a la casa de los faraones. Cada hoja empleada, tras
su prensado y secado, recibía el nombre de plagula. y los
volúmenes o rollos a disposición del lector tenían un largo de
veinte piezas máximo y cinco mínimo. El negro de la escritura
procedía del caolín, el verde de la malaquita, el naranja del
polen y el rojo de los quermes. En la biblioteca de Bubastis, en
una ocasión, un escriba que había leído casi todos los papiros
almacenados pensó que, dado que las barcas de los dioses
también se hacían de esa planta, desecada e impermeabilizada,
leer era. con frecuencia, navegar por el río de los siglos hasta
la más lúcida de las playas de nuestro reposo.
EL VENDEDOR DE ESPONJAS
Demetrios de Kálimnos fue. en su juventud, pescador de
esponjas, luego vendedor, después instructor de jóvenes y por
fin, con los pulmones ya cansados de tantas inmersiones,
lector en la biblioteca de la isla, cuyo dueño y señor, Paterios.
se reclamaba discípulo de los discípulos del gran Aristóteles.
La casa de la biblioteca era modesta y blanca, y tanto las
estanterías como los tabiques los habían hecho los sirvientes
de Paterios. Se conocieron, el pescador de esponjas y su
maestro, ante un plato de pulpo asado con ensalada de hinojo
marino y olivas negras. Paterios enseñó a leer a Demetrios
cuando éste ya era anciano, llenándole la cabeza de historias
fantásticas sobre los argonautas y los pintores de peces
voladores. Ante el asombro de su alumno, el dueño de la
biblioteca le decía que si no daba fe a sus relatos, en tal o cual
estante de la sala de lectura encontraría el papiro o el óstraco
con las referencias exactas.
Demetrios prefería las horas previas al alba para recogerse
y deletrear a sus nuevas amigas, que no eran, al principio, bajo
su mirada, menos resbaladizas que las esponjas. También los
libros luchaban para no ser arrancados de la quietud de su
mutismo. También los textos de la biblioteca tenían raíces
poderosas que se hundían en el fondo de los siglos. Poco a
poco Demetrios descubrió que, al leer y aprender las nuevas
palabras que el bueno de Paterios le explicaba, su cabeza se
abría sobre paisajes nuevos, sus manos se suavizaban y su
respiración se hacía más lenta. Le encantaban los diálogos de
los grandes filósofos y las observaciones del Estaginta sobre
los caracoles o las golondrinas, la vida secreta de los árboles o
las corrientes marinas. De los años de pesca de esponjas le
quedaban un intermitente picor en los ojos y ciertos jadeos
nocturnos. De la época en que fue vendedor, cuentos sobre
países lejanos en los que la gente no usaba esponjas sino
cepillos de crin o piedra pómez. Como aún le asombraban las
olas, le preguntó al dueño de la biblioteca si alguien había
escrito alguna vez un catálogo de sus bajamares y pleamares,
los rizos de las marejadillas y el reventar de las espumas. Le
hubiese encantado leerlo, pensaba Demetrios, y en caso de que
no existiera, escribirlo él.
Una mañana llevó a su nieto, el pequeño Liontaris, a la
biblioteca y le mostró su libro favorito, que constaba de diez
páginas de piel de cabra pulidas y raspadas hasta la
transparencia y hablaba de la historia de Unamón, un viajero
de Egipto que había remontado el gran río de su país hasta
descubrir el sitio en el que hombres de piel oscura extraían
obeliscos de piedra de la montaña y luego tallaban en ellos
abejas, serpientes y panes. Un libro de viajes, en suma, que
describía en un griego simple santuarios bañados por la miel
del crepúsculo en los que se quemaban bolas de mirra y flores
secas; embarcaderos en los que la gente cantaba por la noche
las cosas que ocurrían por la mañana, y sostenían que el mejor
amor es el último, cuando se es ya viejo, no se tienen dientes
para morder y las pupilas se empañan de nostalgia. Nada de
eso interesó a su nieto, que prefirió jugar con unas pesas de
bronce de diferentes tamaños cuya frialdad contagiaba. Él, que
había llegado tarde a la lectura, se sentía como un niño ante el
milagro que obraban las letras al evocar lugares o personas y
pensaba que Liontaris, niño al fin. encontraría alguna vez
también él su libro favorito.
En aquel tiempo las esponjas también se empleaban para,
debidamente humedecidas, limpiar los libros o tablillas de boj.
Su suavidad le hablaba a Demetrios de viejas inmersiones y
cardúmenes de colores. Una de las puertas de la biblioteca de
Paterios daba a un patio interior en el que crecía un gran
arbusto de mirto consagrado a Venus. Al frotar las manos
contra sus hojas, desprendía un aroma a seducción y adiós. El
patio estaba pintado de añil. En la biblioteca entraban más
libros de los que salían. Llegaban a Kálimnos envueltos, por
expreso deseo de su comprador, en paños de lino o algodón.
Paterios los esperaba ansioso en el muelle, un poco más allá de
donde los vendedores de esponjas y sus pescadores discutían
precios y calidades. Patenos se abrazaba, tras acanciarlos. a los
libros como si fuesen parientes a los que uno va a recibir tras
un largo viaje.
EL IMPRESOR DE VENECIA
La luna de la víspera no hacía presagiar la crecida de la
Laguna que llaman acqua alta. Pocas y bellas estrellas
acariciaban las oscuras callejuelas del barrio judío en el que
vivía Luca Soncino con su hermana Sara, impresores y
encuadernadores. Dignos hijos de aquellos laboriosos maestros
de la imprenta que pasaban horas ante los tipos hebreos,
latinos y griegos. Quienes intuían que un fenómeno cíclico
como la crecida de las aguas podía producirse, precisamente,
cuando nada lo hacía sospechar, acopiaban pan, cirios y agua
potable en grandes jarros esmaltados. Los más pudientes
también vino, pasas y nueces, por si la crecida se mantenía en
el sabbat y para no quedarse sin el placer de sus bendiciones.
Mientras Lucas imprimía almanaques y libros de gran tamaño,
Sara iba, un par de veces a la semana, a los límites de la
Giudecca a reparar y coser velas. Una de las habitaciones
estrechas de la casa familiar—otra de las que habían agregado
pisos ante la imposibilidad de expandirse—servía de biblioteca
a los visitantes de Turquía y de Salónica, que subían desde el
Cuerno de Oro hasta Venecia para adquirir los bellos
ejemplares editados por los Soncino.
Viendo el cariz que tomaba el acqua alta, Sara cargó con
todos los retazos de velas enceradas que halló y cordel en
abundancia. Su hermano estaba lívido cuando ella llegó a casa.
Había viajeros de Salerno y Viareggio en las inmediaciones,
rabinos y eruditos que venían a por un salterio o un Sidur. Con
toda la velocidad que le permitían sus finas manos. Sara subió
a la biblioteca. de por sí henchida de volúmenes, los pesados
tomos del Talmud que tenían fama de ser los mejores y más
precisos de los publicados en Europa. Entretanto, se oía el
golpeteo de las aguas contra los fundamentos, las góndolas
chocaban contra sus postes de amarre, flotaban pieles de
naranjas del sur y la temperatura había bajado unos grados.
Los invitados buscaron refugio en la biblioteca de los Soncino,
donde los confortó Sara, queles explicó que aquello no era un
eco del diluvio: había pasado antes y volvería pasar mil veces,
para resignación de los venecianos. Todos la ayudaron a
envolver los libros en pedazos de viejas velas que habían
hecho más travesías por el Adriático de las que pueden
narrarse. El amor a los libros propios y ajenos acompasaba las
respiraciones, entrecortaba los alientos. Mientras abajo el agua
subía, subía y ocupaba depósitos, amarraderos, talleres y
pequeños albergues, y un olor de algas y caracoles blancos
impregnaba madera, yeso y cobre, en la ciudad de los canales
las iglesias estaban a rebosar.
Luca, ayudado por un operario, había calzado las máquinas
de impresión, corte y prensado, mientras rezaba para que el
acqua alta no entrara a su taller. Pero la insidia del agua
desatada, su aspiración líquida y su sabor a sal remota
buscaban resquicios y hendiduras, puertas flojas y ventanas
frágiles. Avanzaba a menos velocidad pero con la misma
persistencia. Había que subir los libros del taller a la biblioteca
que más de uno de los clientes conocía. Súbitamente, Sara
reparó en que había olvidado subir el tomo Nashim, ‘Mujeres’.
Dio algunas indicaciones y volvió a bajar para buscar aquí y
allá. Había aprendido a nadar de niña, de manera que temía
menos el agua espesa que la pérdida del mejor—a su juicio—
de los volúmenes impresos por los Soncino. En su camino
salvó un reloj de arena de Acre que había pertenecido a su
abuelo, un cáliz de plata y un plato de porcelana rojo con
ideogramas chinos con el que un mercader había pagado parte
de una compra de libros. De pronto el cielo nuboso se despejó,
salió el sol y la crecida se detuvo en su temblor líquido. Sara
abrió una de las ventanas y presenció, tras el oscilar de las
embarcaciones, escenas de salvamento. Luego suspiró, inspiró
hondo y se sumergió en una sala de las muchas y pequeñas
que tenía su casa y que estaba parcialmente inundada.
Con los ojos enturbiados, vio sillas desplazadas, ropa,
vejigas de cabra para hacer manteca, una flauta de madera,
sombreros de pana, cajas de botones, floreros de estaño y
zapatos. Emergió del agua resoplando, volvió la cabeza y allí
estaba, intacto, enorme, el tomo titulado Nashim, con sus leyes
sobre la menopausia, el nazarenato, la educación. Sin duda era
un milagro que estuviera seco. No sin dificultad, retrocedió,
subió las escaleras y reapareció al fin en la biblioteca, cuyo
suelo de madera estaba húmedo. Había allí más libros que
hombres y ella, que era la única mujer, se alegró de haber
salvado el sagrado volumen que hablaba de leyes y costumbres
femeninas. Le sorprendió tanto que hablaran en voz baja de la
calidad del trabajo de su hermano que se quejó de que
hubiesen interrumpido, al ver que el agua comenzaba a
retroceder bajo el lejano sonido de las campanas que lo
anunciaban, la tarea de vestir las obras con retazos de vela
para protegerlas. Luca la abrazó con lágrimas en los ojos y
todos lanzaron al aire bendiciones en varias lenguas. Poco
después, con los ánimos más calmados, alguien recordó que en
todo accidente hay una cuota de revelación. Más allá del
ventanuco que desde la biblioteca permitía ver el canal del
color del plomo, dos palomas pasaron con un aleteo de alivio.
EL MONASTERIO FRENTE AL
MAR
—Si el trabajo está hecho con amor—recordaban que había
dicho san Patricio a sus discípulos—, hasta las piedras sonríen.
Nunca un monasterio había estado tan cerca del mar en la
abrupta costa de Irlanda, erigido con piedras arrancadas a las
colinas cercanas hiciese buen o mal tiempo, bajo cielos en los
que también las gaviotas parecían hablar de la alegría de las
nubes. Enroscado sobre sí mismo, demasiado pequeño para
albergar más de una docena de monjes, el monasterio tenía una
biblioteca que miraba hacia las enfurecidas espumas y en la
que nunca había un silencio completo, pues el canto del mar
ascendía hasta allí para evocar la profundidad de sus secretos.
Aún no habían llegado los días de Alcuino de York, el que
sería consejero de Carlomagno, pero los libros miniados, las
grandes páginas iluminadas con las notas de las misas
cantadas, eran el tesoro más grande que recibían los abades al
morir sus predecesores. Existía, respecto de la biblioteca, la
superstición de que se si contaba el número exacto de
ejemplares que albergaba, podría ocurrir una desgracia, llegar
la peste procedente de las disolutas cortes inglesas o brotar
lava ardiente del lugar más inesperado.
Por esa razón, en caso de que los monjes hubieran contado
alguna vez los libros y rollos, no lo confesaban a nadie. Se
contentaban con enumerar, en voz muy baja, los libros de la
izquierda o la derecha, los de color corteza de roble o los que.
al abrirse, susurran la sabiduría de los primeros mártires con
un acento griego inconfundible. Era cierto que, enclavadas en
un paisaje verde esmeralda, rociadas por lluvias abundantes y
azotadas por vientos despiadados, las piedras del monasterio
sonreían. A su modo, los monjes eran felices; soportaban sus
díscolas pasiones, el hambre constante y los dolores de cabeza
con oraciones que extraían de sus rosarios de hueso de ciervo.
El pequeño jardín de hierbas medicinales recibía los mimos y
la atención de lona; la capilla grande, el cuidado de Columba;
el altar mayor, la diligencia de las manos de Shanon. La
biblioteca estaba al cuidado de un monje niño, precoz en la
lectura y de memoria prodigiosa, una criatura que alguien
había abandonado a las puertas del lugar una larga noche de
verano en la que crecían, henchidas de dulzura, las manzanas.
Traía consigo un trozo de pergamino en el que estaban escritas
las santas letras alfa y omega que menciona el libro del
Apocalipsis. Lo llamaron Líber y jugaron con él a ser padres y
madres al mismo tiempo. Era mediocre para cantar, pero tenía,
para el dibujo en las letras capitulares, el pulso firme de la
garza que duerme sostenida por una de sus patas. El nexo entre
la garza y Líber no era casual: a los nueve años encontró una
de esas aves con un ala rota cerca de la charca contigua al
manantial de Auxilius. La llevó al monasterio y la cuidó como
si fuese su mejor amiga. Hasta le construyó, ayudado por
Shanon, una alberca en la que soltaba lombrices del huerto y
otros insectos. Su blancura lo deslumbraba y su elegancia le
parecía un don de Dios.
La pintó una docena de veces en el libro de horas que tardó
tres años en copiar de uno más antiguo: con el pico hacia el
cielo, dormida, despierta, con los ojos amarillos bien abiertos,
pescando y observando su reflejo en el agua. Con gusto la
hubiese tenido a su lado en la biblioteca. Con gusto le hubiese
enseñado a cantar mejor que él, si es que las aves de su especie
pueden hacerlo. El día de primavera en que la garza blanca se
alejó volando, Líber, que no había llorado nunca, lo hizo, pero
en silencio. El ser abandonado le recordaba su propio
abandono. Dejó que las lágrimas le empañaran los ojos, fue a
la biblioteca, se sentó en una silla no muy cómoda y se dedicó
a escuchar el mar.
Sus soplidos de inquietud viajera, su crepitar de espumas,
sus silbos en las rocas perforadas de la costa, su quejumbre de
olas que son absorbidas una y otra vez por la arena gruesa, su
ronca voz de gigante cuya boca abarcaba todo el horizonte, su
felicidad enrollada en olas y, por fin, su siseo en el dorado
mediodía que los monjes cantaban con devoción. Estuvo
horas, quizá días, sentado. En algún momento pensó en su
madre real, que no había conocido, sino en el mar inmenso a
los pies del monasterio. Nunca estaba solo y jamás
abandonaba a sus caracolas y peces a menos que fueran
pescados o que hubiesen muerto. Si era capaz de soportar el
peso del monstruoso Leviatán, ¿qué dolor no seria capaz de
lavar?, ¿qué soledad no disiparía?, ¿qué remolino que se hunde
no acabaría por recoger en su seno? Líber se incorporó, fue
hasta el estante en el que estaba el Líber somnium del hermano
Leinster, lo abrió en la página que hablaba del sueño de Jacob
con los ángeles que suben y bajan a lo largo y ancho de lo que
parecía un almendro,suspiró y dedicó con voz casi inaudible
un adiós de afecto a la garza fugitiva.
QUMRÁN
Las noticias de un desastre inminente llegaron en las alas de
las golondrinas desde Jerusalén, negras y cortantes. El aire del
verano estada cargado de malos presagios. Las albercas de los
escribas olían a muerte y a sal, azufre y angustia, y eso a pesar
de que el agua dulce de las piscinas y estanques procedía de
las lluvias y riadas de la primavera y había suficiente hasta el
próximo otoño. El incesante ajetreo de los esenios los llevaba
de la sala de escritura de la biblioteca a las cuevas de las
inmediaciones, de sus habituales mesas de trabajo a las colinas
perforadas de cuya greda y arcilla se habían confeccionado las
altas vasijas en las que se depositarían los rollos escritos.
Frases de Isaías, contratos, salmos, recomendaciones para las
fiestas del templo de la ciudad santa, algún que otro texto
griego de astronomía y medicina y reflexiones sobre la
verdadera naturaleza de los hijos de la oscuridad, que
descendían hacia Qumrán en sus agitados caballos.
Eran soldados de la X Fretensis, curtidos, sanguinarios,
ignorantes y también hastiados del paisaje reseco que
cruzaban. Ninguno sabía leer más que tres o cuatro palabras,
su locuacidad dependía de un vino cada día más áspero y de
los frutos de Jericó que llegaban a sus manos transportados por
niños famélicos. Les habían dicho que quienes defenderían la
biblioteca no tenían armas excepto sus fanáticos cuchillos. Los
gastados correajes y el pectoral de cuero, roídos por la
transpiración, les provocaban llagas en la piel. El escaso verde
que veían dependía de tímidos y ocultos manantiales, la luz de
los crepúsculos era del color del salmón destripado mientras
que las noches eran de una belleza que cortaba el aliento.
Racimos y racimos de estrellas que se volvían cada vez más
escasos a medida que descendían hacia el que llamaban Mar
de Sal. En la legión se hablaba poco, interjecciones e
improperios.
También los escribas y sus discípulos hablaban poco, un
arameo dulce que fácilmente se agriaba cuando depositaban
los tesoros de la biblioteca en las cuevas, una de las cuales
estaba reservada a las ropas y partes de las cabelleras de los
extintos maestros junto con sus mantos de rezar. Sellar las
cuevas no era difícil, sobraba la piedra, la uniformidad del
color de las rocas ayudaba al ocultamiento. ¡Cuántas palabras,
cuántas leyes, cuántas historias de héroes y patriarcas habían
sido, poco antes, vueltas a copiar y comentadas entre unos y
otros con orgullo! Tal vez fuera cierto que era mejor salvar un
rollo escrito que un hombre, un documento de valor
incalculable que un amanuense de los que preparan tintas y
pieles. Aun así, el miedo asomaba su verde rostro de lagartija
y volvía a ocultarse entre las zarzas. Sabiendo lo que sabían y
al presentir su fin, actuaban como si sólo les perteneciese el
mañana, un mañana lejano en el que alguien descubriría lo que
ellos estaban ocultando. Una labor de siglos yacería en el
interior de las cuevas, rollos semejantes a fetos en los vientres
de fría terracota; caligrafías perfectas, letras que seguían la
inclinación de las lluvias y los movimientos de los reflejos
solares sobre las aguas sanadoras; gemas y joyas de la
biblioteca que se dispersaba pero no moriría. Se dividía para
sobrevivir mientras sus copistas perecían por la espada o, peor
aún, se convertían en esclavos.
No moriría, no, la biblioteca, a menos que los legionarios
hallaran las vasijas en las cuevas y decidieran destruir los
manuscritos mientras buscaban oro, plata o cobre. La
probabilidad de que eso ocurriera era escasa, pues antes de
aniquilar Qumrán la X Fretensis ya sabía que debía proseguir
su marcha hacia la elevada fortaleza que guardaban hombres
armados. Tenían prisa y rabia y desprecio por partida doble los
conquistadores, eran atrevidos en su andar y un coro de
ronquidos torpes en sus sueños de gloria romana, en sus
sueños de degüello y fiesta, mujeres lejanas y termas; en sus
sueños de sal para seguir en marcha en medio de violaciones,
órdenes y estiércol de caballo. Entre todos seguramente alguno
habría visto volúmenes escritos en lenguas que ignoraba,
muchos eran antiguos campesinos o pescadores, artesanos sin
trabajo y ladrones. Entre todos ellos no llegaban a poseer un
gramo de piedad.
El rollo más enigmático de los que hallaron refugio en las
cuevas era el que llamaban de cobre y registraba una lista de
sesenta y cuatro escondites subterráneos dispersados por toda
la tierra de Israel, los cuales contenían instrumentos rituales de
oro, palas pequeñas, punteros para leer la Torá. candelabros y
vasos labrados. Las referencias geográficas sobre su paradero
eran escasas o estaban ocultas entre metáforas y epítetos.
También eso sería encontrado alguna vez. De hecho, corría la
voz de que quien hallase uno de los escondites descubriría que
estaba unido a todos los demás por redes de túneles
interconectadas o bien por una fina e inmensa telaraña de
fuego. Era una de las tantas leyendas que los hijos de la luz
fraguaban junto a sus lámparas y morrales vacíos. Antes,
mucho antes de que los invasores cruzaran el mar y portando
la máscara gris de los hijos de la oscuridad se dispusieran a
conquistar lo desconocido, uno de los escribas de la biblioteca
de Qumrán había dicho:
—Escribimos para que el tiempo vuelva y la tibieza de la
enseñanza no se enfríe nunca. Escribimos para iluminar el
nexo entre las generaciones que ya no están y las que aún no
han venido.
EL HACEDOR DE PAPEL
Cuando Caí Lun, el inventor del papel, era ya viejo, carecía de
dientes y cojeaba a consecuencia de una caída, fue invitado al
Jardín de los Perales en Flor por uno de sus cinco letrados,
cada uno, se sabía, custodio de uno de los cinco pétalos de las
flores de esos famosos árboles. En el interior del amable sitio
de reposo y sabiduría que los reunía se alzaba una frágil
biblioteca de bambú en la que sólo dormía un libro por vez. Lo
escogían al azar, de otras bibliotecas. A veces era El libro de
las libélulas rojas, a veces El catálogo de los cielos o bien Los
sueños del señor tigre. Pasaba de mano en mano y cada uno
leía en voz alta un fragmento que luego comentaban entre
todos. En primavera los trinos de las oropéndolas y ruiseñores
hacían caer alguna que otra flor de los perales. En otoño leían
poesía y bebían té verde, en invierno licor de arroz y zumo de
grosellas negras. Cuando nadie la visitaba, la biblioteca estaba
por lo general vacía, pues como discípulos del Tao no le
temían a la nada ni a su silencio. En ocasiones el libro
escogido dormía una o dos noches allí, protegido por un
estuche de seda. Cuando su dueño pasaba a buscarlo, se
sorprendía de que los ideogramas no se quejaran de soledad o
falta de cuidado.
La biblioteca en cuestión era pequeña, sus cinco banquillos
de bambú dorado no estaban asignados por siempre. Con
respeto, emocionados, le cedieron uno de los asientos a Caí
Lun. Las primeras impresiones de libros en papel circulaban
desde hacía poco entre lectores y maestros, en cajas de madera
pulida que olían a sándalo y a rosas. Coexistían con los
volúmenes escritos en tablillas de palmera o bambú, pesaban
menos y eran más prácticos. Le preguntaron sucesivamente al
hacedor de papel cómo se le había ocurrido la idea y éste
siempre decía lo mismo a los curiosos:
—Vi unos trapos viejos y los herví, amasé una pasta ligera
y la dejé secar, luego pasé un rodillo de jade por cada hoja,
después de lo cual me alegré mucho y rompí a llorar.
—¿Cómo es que de la alegría surgió el llanto?—preguntó
uno de los asiduos al Jardín de los Perales en Flor.
—Descubrí que lo muerto, lo inútil, lo inservible espera
siempre la ocasión de revivir. Las estrellas viejas que caen
empujan el polvo estelar que consolidará las nuevas—
respondió Caí Lun—, Las hojas arrugadas y podridas del
otoño renacen en el color a óxido de las setas, el estiércol
acaricia la raíz de los nabos, las moreras sirven a las larvas de
mariposas y éstas a la seda. En realidad lloraba dealegría. Se
precisa toda una vida para experimentar un par de hallazgos
buenos.
—Deberías contar tu descubrimiento en un libro—dijo otro
de los asistentes a la biblioteca.
—Que otros se tomen el trabajo, a mí me satisface el
leerlos. Aunque quisiera, no podría inventar otra cosa. Todavía
guardo una hoja del primer papel que hice. Tiene el tamaño de
una baldosa y su color es el de la yema de huevo duro.
—Un buen libro tarda años en componerse—dijo otro de
los asistentes—. Hace un mes leimos en el Viaje hacia el
melocotonero de la longevidad que uno siempre tiene la edad
del universo y no la que computan sus familiares.
—Es cierto—respondió el hacedor de papel—. Ponemos
límites y fronteras a lo que no tiene inicio ni fin. A veces tomo
la hoja que me queda y la doblo hacia un lado y hacia el otro
hasta que suena como la lluvia del verano en una fuente de
cuarzo. Eso me basta para volver a llorar.
Le ofrecieron un té en una minúscula taza y para
agradecerle su visita le leyeron un poema anónimo que
alababa la llegada del papel al mundo a fin de que los
ideogramas volvieran de las patas de los pájaros que les dieron
origen a las alas que los llevan de un país a otro. Alrededor de
la biblioteca, los perales oscilaron un poco, pero su temblor
pasó desapercibido.
EL INCENDIO DEL TEMPLO
DEL SABER
Una hora después de que lo hiciera Artemidoro, el custodio de
los libros de sueños y hechizos, llegó al umbral de la gran
biblioteca Amr ibn al-As, el general que seguía las órdenes de
Omar. uno de los cuatro califas justos. Como todas las cosas,
ese año fue bueno para unos y malo para otros. El sol ardió en
el desierto de la mirra y el incienso y las lluvias dibujaron en
la arena veloces arabescos de su ir y venir. Alejandría
retumbaba bajo el casco de incontables caballos.
Apeándose del suyo y secándose la frente con un pañuelo
verde, el conquistador dijo:
—Cuánto saber y cuántas letras y cifras se concentran aquí
para nuestro asombro. Lo que se revela busca la luz. pero lo
que se recuerda ama la sombra. La vasta elocuencia de los
libros puede ser estímulo o impedimento, insondable mudez o
respuesta exacta.
Una sorda pero muy pronto ígnea guerra entre lo uno y lo
múltiple, lo singular y lo plural, lo abstracto y lo concreto, lo
invisible y lo sensible estaba a punto de librarse. Su memoria
llegó hasta el siglo XIII de la mano de Bar Hebraeus. que
refiere la desesperada gestión de Juan Filópono, para quien
trabajaba Artemidoro. Intercediendo ante el general, que
dudaba sobre si quemar o no la biblioteca, el teólogo logró una
prórroga. Amr solicitó por carta la opinión de Ornar: «Si esos
libros están de acuerdo con el Corán—respondió el califa—,
no tenemos necesidad de ellos, y si se oponen al Corán, debe
ser destruidos».
El fuego comenzó por el oeste. Artemidoro y dos hombres
a su servicio pudieron sacar miles de libros sin que los
soldados los vieran, pues la noche resaltó la voracidad de las
llamas y ocultó las fugas y carreras de los funcionarios, que,
cariacontecidos, recordaban que no hacía mucho Filópono
había mandado destruir libros de antiguos rituales egipcios: un
fuego llamó a otro y el desprecio de un hombre halló su eco
décadas más tarde en la actitud de otro. Ardían Platón y
Aristóteles, las crónicas de Beroso y los juicios de Hermes
Trismegisto sobre el viaje del sol por el submundo. Tratados
de medicina y manuales de momificación, rollos con dibujos
del Nilo, sus animales y plantas. Enumeraciones de dinastías y
descripciones de fronteras. Las nubes y las cenizas cubrieron
las terrazas de la ciudad fundada por Alejandro.
Amr ibn al-As era un hombre culto pero intransigente.
Habituado a los ayunos y las soledades, creía que si los
muchos libros empujan a la duda de uno solo, el inspirado, el
elocuente, el que recogía la palabra del Rasul Allah, podía
llenar la tierra de certidumbres nuevas. Por su parte,
Artemidoro pensaba, con todo el dolor del mundo, que la
irremediable extinción de la sabiduría y lo irrepetible de las
obras perdidas fomentarían más violencia que la que ya había
alrededor. Un hombre, el general, habría de culminar sus días
orgulloso de aquel incendio. Otro, Artemidoro, había gemido
de dolor al descubrir, en los días siguientes a la destrucción de
la biblioteca, cómo la soldadesca quemaba los libros que
habían escapado de las llamas para calentar después los baños
públicos. Quemaban Calimacos y diálogos de filósofos,
quemaban teoremas y premisas, odas y letanías. Amr leía
fragmentos del Corán seguro de que eran un reflejo de la
totalidad: Artemidoro, papiros sueltos mordidos por el fuego
que hablaban del poder del agua.
Para algunos, la historia del templo del saber y su
destrucción a manos de Amr ibn al-As es una patraña, una
mentira, un infundio que los sometidos crean para vengarse de
los sometedores. Pocos, en cambio, sostienen que para el año
640 la biblioteca era un despojo viviente del que todos
robaban uno o dos libros como si fueran piezas de caza que
luego devoraban a la tenue luz de sus lámparas. En todo caso,
ya había ocurrido un incendio en los días de César y Marco
Antonio, y parte de lo perdido había vuelto a recuperarse con
donaciones y copias procedentes de otras bibliotecas.
Artemidoro, el custodio de los libros de sueños y hechizos,
murió rodeado de personas que lo admiraban; Amr ibn al-As,
en un minarete de color azul cobalto que él mismo había
mandado a erigir en honor de los cuatro califas justos: Abu
Bakr as-Siddiq, Ornar ibn al-Jattab, Uthmán ibn Affán y Ali
ibn Abi Tálib.
EL HONGO VIOLETA
Los Archivos Secretos del Vaticano o, como se los llama entre
los eruditos, el infinitus enim thesaurus, una inmensa
biblioteca de silenciosos anaqueles, se expande, ramifica y
contrae unos cuarenta kilómetros entre maravillas y
nimiedades. Manuscritos de pergamino y papel, cartas papales,
avisos, encíclicas, listados de compras, actas de notarías y
ficciones interminables registran el flujo y reflujo de la
Historia, sus resacas, revoluciones, crímenes y excomuniones:
sus crónicas de guerra y sus postulados de paz: sus rencillas de
palacio y aventuras amorosas. Los Archivos Secretos
empezaron a formarse en los días de la lucha cristiana contra
la Roma imperial y continúan aún con los pormenores y
nombramientos de los prelados chinos. Desde la carta de la
emperatriz Ming escrita en 1655 en una hoja de seda amarilla
en la que pide que se envíen más misioneros jesuitas para
facilitar las conversiones, hasta la historia del papa Clemente
que narra su viaje a un campo de concentración en Crimea,
territorio en que siguió predicando hasta que sus guardianes
romanos lo ataron a un ancla y lo arrojaron al fondo del mar,
donde los ángeles le erigieron una tumba de agua, todo está
entre la Miscelánea y otros fondi innombrables.
Lucila Montefiori, la más brillante experta en bibliotecas
antiguas y su conservación, fue llamada a Roma para resolver
un gran misterio: en la Sala de los Pergaminos, vecina a la
Torre de los Vientos, millares de documentos tenían un tono
purpúreo producido por un hongo de color violeta que nadie,
hasta entonces, había sido capaz de controlar. Ni siguiera de
identificar del todo. Con el tiempo, y si no se ponía coto a su
avance, lo legible se perdería en un creciente mar violáceo,
ilegible y frío. Era relativamente fácil luchar contra la carcoma
o la lepisma, el famoso pececillo de plata cuya voracidad
atravesaba siglos en días de manducación continua: fácil aislar
una sala y sellar unos anaqueles, pero un buen día. o una mala
noche, el violeta descolorido primero y luego las machas
moradas volvían a avanzar absorbiendo a su paso las que
fueron letras de Zósimo, León, Urbano: solicitudes de
divorcio, permisos para saltarse los ayunos y anales que
hablan de los pueblos bárbaros que aún no han conocido la
dicha cristiana.
Así como se oscurece y ablanda el papel secante tocado
por el agua o la tinta, se enternecían y oscurecían los
manuscritos atacados por el hongo violeta. Al principio Lucila
pensó que estaba ante una mutacióndel Clitocybe nuda, cuyas
esporas habían llegado a los Archivos Secretos en los días de
la invasión napoleónica, esporas que prosperaban con el eco
de los muertos y ante la ansiedad de los vivos. Parecía
evidente que las vitelas violeta iluminadas con letras de oro de
los días de Carlomagno se salvaban de esa peligrosa invasión,
como si el violeta fuera un verdadero antídoto del violeta.
Después, habiendo el teñido aparecido en un estante alejado,
Lucila Montefiori pensó que los insectos y los hongos no
siguen un plan racional, ni obedecen tampoco a una progresión
geométrica: cualquier airecillo los estimula y la oscuridad los
excita. Por lo tanto, la herencia carolingia había evitado el
contacto por otras razones. La bibliotecaria inglesa leyó, en los
mismos Archivos Secretos, las teorías de los colores de
Goethe y de Portal, la Vitae magorum o Vidas de los magos de
Randall el Tuerto, pues no se podía descartar, creía Lucila
Montefiori, un sabotaje ancestral, un mal de ojo, una peste
bibliofóbica, un sortilegio procedente de las estepas de Asia
Central o la introducción, en la época de la revolución de 1917
en Rusia, de un veneno hecho de líquenes y musgos que
prospera a costa de libros y de tintas. Donde la ciencia no
llega, pensaba Lucila, renace la superstición. Donde los libros
son atacados, los hombres lo serán después.
Cuando llegó a la Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato,
cuya biografía era muy parecida a la de Jesús, tanto que su
idioma natal era el arameo, vestía ropas holgadas, llevaba una
vida ascética, curaba enfermos, expulsaba demonios, resucitó
a la hija de un centurión romano y se consideraba a sí mismo
salvador de la humanidad, y dio con la idea de que los muertos
van a cielos de distinto color, siendo el más elevado el del
color violeta, Lucila se imaginó que los difuntos allí presentes,
conservados en sus nombres y títulos, gentes eminentes y
exploradores de portentos y ritos minuciosos, formaban un
plasma siniestro hecho de venganzas y resentimientos. Es
decir, que el cielo más alto en el que estaban tenía nostalgia de
lo más profundo de la biblioteca, constituido por ciertas
parcelas de los Archivos Secretos. De algún modo los muertos
y demás fantasmas volvían para sentirse cerca de lo que fuera
su mundo: las cortes, los palios, los jardines, los conventos, los
palacios que los libros guardaban entre sus páginas heridas.
Trató de devolverlos a su sitio con polvos, inyecciones,
naftalinas y hierbas olorosas y bactericidas, pero nada podía
hacer desandar su camino a las islas y círculos y óvalos que el
hongo violeta iba colonizando a su paso, como si se tratase de
la vanguardia de un ejército a la conquista de la oscuridad y la
disolución de las letras. Finalmente, y tras consultarlo con los
cardenales de los Archivos Secretos, los secretarios, los
escribanos y los eruditos que allí trabajaban, se decidió que
había que copiar lo que aún era salvable, lo que todavía podía
ser descifrado. Las copias no serían, se entiende, como los
originales, de la misma manera que, aunque parecido a él,
siendo su contemporáneo, taumaturgo, sanador y poeta.
Apolonio de Tiana no era más que un remedo de Jesús el rabí
milagroso.
Al volver a Londres tras meses de infructuosa labor
profesional, Lucila Montefiori decidió que olvidaría por un
tiempo su visita a los Archivos Secretos del Vaticano. Una
mañana de febrero, paseándose por los jardines de la
universidad en la que enseñaba, vio una radiante mata de
violetas en flor y se dijo que el mismo color puede matar y
resucitar, disolver una huella de la memoria y enseñar
humildad a los hombres, cuyos sueños son aún menos
duraderos que sus obras.
EL OCULISTA DE CÓRDOBA
Muhammad Al-Gafequi el oculista nació en la provincia de
Córdoba en la primera década del siglo XII. Estudió medicina,
se especializó en oftalmología en la luminosa ciudad andaluza
y se perfeccionó en Bagdad. Su fama alcanzó bien pronto
Toledo y otras ciudades cristianas, desde donde le solicitaban
por escrito y a veces mediante esquemas las gafas y los lentes
que requerían los cansados ojos de los traductores y los nobles
que perdían visión por los golpes y caídas de caballo. Le
interesaban la astronomía. las flores y las mujeres hermosas.
Era de maneras elegantes pero lacónico. Escribió la Guía del
oculista para su hijo y participó activamente en el cultivo y la
aclimatación del jazmín que sus amigos Ali Rasuli y Abd
Malik al-Garnati habían traído de Isfahán a España. También
él creía que el perfume de esa flor era el mejor remedio contra
la melancolía, porque a la par que enseñaba desprendimientos
e indoloros adioses inspiraba bellezas y amores blancos.
La correspondencia entre Córdoba y Toledo era irregular
pero constante. Recorría valles y olivares, colinas verdes y
suelos calcáreos a lomos de asnos viejos, tan valientes como
sus portadores. Se solicitaban medicinas tales como el azafrán
y el clavo de la India, usado como anestésico junto con el
láudano de Italia y el opio chino, remedios que Córdoba, es
decir, Muhammad Al-Gafequi, procuraba vender a los
cristianos a buen precio. Su consulta estaba en su casa
cordobesa, cuyo patio, protegido por aleros de teja lacada,
poseía una fuente de bronce en la que el agua tenía un gusto a
libertad y a melisa, pues la rodeaba un parterre de plantas
aromáticas que cuidaba el hijo del oculista. La melisa y la
albahaca viajaban a Toledo, de sur a norte, en las alforjas de
los asnos; las sales de cobre y el mercurio, de norte a sur.
Córdoba era entonces una ciudad famosa por sus baños y
perfumes. La biblioteca del médico era pequeña pero
luminosa, su suelo de ladrillo rojo y sus ventanas azul mar.
Allí descansaban, con los ojos vendados, los pacientes a
quienes el oftalmólogo había operado de cataratas. Fue el
primero en hacerlo y con mucho éxito. Contrataba, para la
ocasión, músicos que alegraran a los convalecientes y él
mismo preparaba un té con menta de anchas hojas que todos
bebían en silencio. Los pacientes deseaban que el canto de los
jilgueros de máscara roja no cesara nunca y el cielo andaluz no
perdiera jamás su abierta compasión.
En la consulta se daban cita hombres y mujeres de toda
geografía y condición. Muchos también eran médicos y
acudían a su biblioteca para consultar en árabe clásico
traducciones de los sanadores griegos, textos de álgebra y
poemas místicos. Las conversaciones que allí tenían lugar iban
a parar a la memoria sin fin del hijo de Muhammad. que
también fue médico y operó, a diferencia de su progenitor,
lejos de Córdoba. Un día le entregó a su padre una carta de
Moise ben Tamar, un judío de Toledo que regenteaba una
farmacia y tenía por socio a Alfonso Torres Bermejas. Moise
conocía en persona al cordobés, Alfonso no. Descubrieron que
tenía cataratas cuando él mismo comprobó que el cálamo
parecía no llegar nunca al papel, los pinceles no alcanzaban la
tinta deseada ni los crepúsculos eran brillantes o las albas
transparentes. Ambos socios eran amigos de los traductores de
la ciudad. Estaban al tanto de la precisión y el cuidado que
Muhammad Al-Gafequi ponía en sus operaciones y decidieron
viajar a Córdoba. Moise le traduciría al andaluz los
sentimientos de Alfonso, y pagarían la operación parte en
monedas y parte en sales, azufre y otros remedios procedentes
del norte.
Alfonso estaba aterrado, perder la vista se le antojaba un
castigo divino. Moise ben Tamar, en cambio, tenía la certeza
de que todo iría bien. Su padre le había transmitido el amor al
árabe y al hebreo y la pasión por las pócimas y los perfumes.
De las veces que había estado en Córdoba, sólo en una ocasión
se había asomado a la biblioteca del médico. Ahora le llevaba
de regalo una copia hecha por él mismo del libro Nafs-e
Kolliya. El alma universal, del sufí Nur Qorb. Mientras su
amigo y socio Alfonso descansara. tras la operación, él
esperaba recorrer los anaqueles y leer con entera libertad lo
que llamase su atención. Poco a poco, y a medida que se
aproximaban a Córdoba, los embriagaban los limoneros y
naranjos en flor. MuhammadAl-Gafequi prefería operar las
cataratas en primavera y muy al principio del verano, ya que
los colores son más intensos entonces y los pacientes se
recuperaban antes. Mientras le suministraban láudano, vino y
opio disuelto en agua de tilo, Alfonso alcanzó a ver el precioso
instrumental del médico: navajas de acero de todo tamaño,
lupas flexibles fijadas a la tiara que llevaría en la cabeza,
lámparas y algodón. Moise ben Tamar sostenía la cabeza al
paciente, y, una vez dormido, el hijo del médico le ató las
manos.
Era un acto de magia, una escena inolvidable para el
farmacéutico de Toledo y habitual para el cordobés. Un acto
de exquisita delicadeza y concentración. Sólo se oían las
respiraciones y, más allá, el murmullo de la fuente rodeada de
hojas de melisa. Cuando todo hubo transcurrido según lo
previsto, llevaron al tambaleante Alfonso con una venda en los
ojos a la biblioteca, recostándolo con cuidado en un lecho
enmarcado de cojines de colores. Tal y como había pensado
hacerlo mientras su socio descansaba, Moise ben Tamar repasó
las estanterías, los manuscritos y los libros. Encontró un
ejemplar del Anwa’-e nazar, Las diferentes miradas, de Sanai
Kebir, lo abrió y leyó en voz alta primero en árabe y luego su
versión en romance: «Existen dos tipos de mirada o de
atención interior, la humana y la divina. La primera es que no
te fijes en ti mismo. La segunda es que Dios se fije en ti.
Mientras la primera mirada no abandone tu interior, la segunda
no descenderá sobre tu corazón». Esa tarde y esa noche
Alfonso Torres Bermejas las pasó repitiendo, a cada rato, una
sola palabra: «gracias».
—Todo es Su velo—le dijo al fin el médico tomándole la
mano—: algunas de sus partes se descorren solas según sean
nuestros méritos; otras, necesitan nuestra ayuda. El tesoro que
descubren tus ojos no está en ellos, sino en la luz procedente
del cielo.
Al día siguiente una mariposa entró por error en la
biblioteca y, ya sin la venda que cubría su frente, el de Toledo
y el cordobés vieron que era roja, negra y beige. Moise ben
Tamar seguía, entretanto, absorto en su lectura del libro
escogido, un libro que, según supo más tarde, había tardado
doscientos años en llegar a sus manos.
—Si el ser humano supiera tanto de entrar como de salir—
suspiró—, la felicidad sería una simple cuestión de párpados
cerrados.
EL ENCUADERNADOR DE
AMBERES
En la década de 1930 Jakob Gaad, el pulidor de diamantes, se
dirigió al taller del encuadernador Dariel Fuchs llevando en las
manos el ejemplar único de su libro El hombre más pequeño
del mundo, personaje que había visto primero en sueños y
luego en una calle muy estrecha de Amberes, haciendo
malabarismos y pidiendo limosna. Nunca llegó a hablar con él,
pero mientras pulía diamantes y facetaba cristales con una fina
máscara protectora, más allá de sus oraciones y viajes por la
transparencia y los quilates, decidió que escribiría su biografía.
Por lo pronto, lo imaginó hindú y de la región de Malabar, que
dio al mundo los juegos de bolos, comedores de fuego,
mercaderes de especias y grandes matemáticos. Hindú por el
color oscuro de su piel, las sandalias y la barba rala. Desde
niño, Jakob Gaad amaba el circo, su olor a orines de león y
deposiciones de elefantes, sus gitanos equilibristas y perros
cantores, su bullicio dominical y sus grandes y frías carpas que
los aplausos no lograban entibiar. De modo que Katán —así se
llamaría su héroe—había abandonado el circo y sería
liliputiense—pues su tamaño y aspecto así lo hacía suponer—,
soltero y con voz de canario. Katán viajaría por países en los
que Jakob nunca había estado ni estaría, y aunque obtenía su
sustento poco menos que de la mendicidad callejera, era en
realidad un príncipe experto en la recitación de sufras budistas.
Dariel Fuchs recibió la obra y tomó nota: sus tapas debían
ser de cuero rojo oscuro fileteado en oro, con el título bien
visible y en letras sin ornamento. Conocía al pulidor de
diamantes porque era asiduo de su biblioteca, situada junto al
taller en un sótano cuyas paredes estaban revestidas de
madera. Seis o siete personas, entre ellas una mujer, se reunían
allí para estudiar textos místicos judíos y los siempre hermosos
poemas de Ibn Gabirol de Málaga. Los libros de la biblioteca
procedían de todas las regiones de Europa y algunas de sus
tipografías eran tan minúsculas que casi todos los lectores
usaban lupas en sus excursiones por las páginas. No fumaban,
comían ni bebían allí. Se entregaban a abrir y acariciar los
libros con la renovada esperanza de que alguna respuesta del
más allá, proveniente de las remotas generaciones que. como
ellos, habían estudiado, aprendido y olvidado, aportase a sus
vidas consuelo y encanto, las claves y cifras de la dicha. Que
la vida de su héroe Katán fuese más movida y oscura que la
suya era comprensible hasta para el mismo Jakob. quien
tarareaba nanas en flamenco mientras introducía los brillantes
pulidos en los vasos de agua que los libraban del polvo. Desde
la adolescencia no hacía más que trabajar y pulir, pulir y
trabajar.
Le encantaban las miniaturas persas y las actas
matrimoniales en las que abundaban ilustraciones de las
especies botánicas de la Fiesta de los Tabernáculos—cidro,
mirto, sauce y palma—: aspiraba rape, bebía ginebra y comía
pepinos encurtidos. Tal vez porque procedía de una familia de
Teherán que se dedicaba al comercio de agua de rosas por
parte de madre, y de flamencos de siempre por parte de padre,
las cosas pequeñas y lejanas le fascinaban. Como casi todo el
mundo en Amberes. Jakob hablaba varias lenguas. Su
personaje de El hombre más pequeño del mundo hablaba hindi
e inglés de las colonias. A diferencia de él, Katán no sería,
decidió en su momento, un esclavo de la silla y las plegarias
regladas; viajaría libre como el viento de aquí para allá y
dormiría bajo puentes de piedra o en conventos, en ermitas de
campo o en granjas en las que se pagaba la comida cantando
con voz angelical. El encuadernador de Amberes no tenía por
costumbre ojear ni leer los libros que le dejaban, pero una vez
que hubo acabado de concretar el encargo de Jakob Gaad,
empezó a leer El hombre más pequeño del mundo con
creciente interés, absorbido tanto por el repertorio de aventuras
increíbles que contenía como por la minuciosa descripción de
su propia biblioteca. sus herramientas, sus rollos de pergamino
de cabra, la cizalla, las tintas, las prensas. Formaba parte de
esa historia, su vida y su entorno estaban en ese libro y eso le
intrigaba y hasta le quitaba el sueño. Pasó un mes y Jakob
Gaad no vino a buscar su encargo ni asistió, siquiera, al círculo
de lectores del Zohar. Pasó un año y después otro, y justo
cuando empezaba a olvidar el libro tras haberlo acabado, se
despertó esa mañana con la reminiscencia de un perfume de
sándalo impregnando ciertos rincones de su taller. Infructuosas
resultaron las averiguaciones sobre la vida y el destino de su
cliente y amigo. Vanas las suposiciones que sobre esto o lo
otro acompañaban sus trabajos. No soplaban vientos propicios
en Europa y menos en Amberes. donde una ola de desprecio e
intolerancia recorría las calles.
Una mañana sonó la campanilla de entrada a su taller y al
levantar la vista Dariel Fuchs vio entrar al hombre más
pequeño del mundo, Katán en la ficción, Rabindrah Gopis en
la vida real. Liliputiense, bien formado, de ojos muy claros
pero muy oscuro de piel, le saludó con cortesía y con las
manos juntas a la manera hindú. Intercambiaron comentarios
sobre el mal tiempo que hacía y cuando Dariel iba a
preguntarle, tartamudeando, sobre vida y paradero de Jakob
Gaad. el visitante se le adelantó:
—Vengo por ese libro de ahí. El rojo con filetes dorados.
El encuadernador de Amberes parpadeó, espiró como si
fuera la última vez que fuera a hacerlo y oyó que Rabindrah
Gopis le decía:
—Después de todo, ¿qué es un libro sino un sueño
alfabético del que el lector despierta antes o después? ¿Qué es
un libro sino un remolino de hechos inexplicables?
LA LECTORA DEL SHOGUN
Izana fue una de las tantas kataribe onarradoras de historias
que recorrían Japón contado cuentos, mitos y anécdotas
jugosas de los héroes. Vivió hasta los ochenta años y residió
en la corte de Ashikaga cincuenta de ellos. Era de complexión
robusta, tenía una hija de padre desconocido que le ayudaba en
sus labores domésticas y perfeccionó el arte de leer en voz alta
del tercer Shogun del período Muromachi. En esos días Kioto
era una fiesta de crisantemos, vino y canciones. La voz de
Izana era grave, densa y lenta, al igual que su andar. Cuando el
Shogun le preguntó cómo había aprendido a leer, la contadora
le dijo que en el mercado, con los anuncios de los vendedores
de frutas y verduras. Adoraba los faisanes y los lagos.
Asociando un relato con otro ante la renovada felicidad de su
patrón, determinó, al cabo de un tiempo, que el Shogun
desplazara su oficio de lo oral a lo escrito y le pidió que crease
y llevase una biblioteca para él con libros esenciales.
Tres años empleó Izana en construir, a veces con sus
propias manos, la Cabaña de Leer del Shogun. Estaba junto a
un bosquecillo de bambú y su tejado era de cerámica azul. La
paciente Izana viajaba de norte a sur y de este a oeste
comprando libros a viejos eruditos sin descendencia, a familias
que lo habían perdido todo en la guerra y a cortesanas que
preferían vender sus recuerdos escritos antes que los kimonos
bordados con imágenes de la primavera que habían hecho ellas
mismas robándole horas al sueño. Los libros adquiridos
llegaban a hombros de los porteadores o en carruajes
desvencijados, eran revisados y limpiados cuidadosamente y
luego situados en los nichos especiales de la Cabaña de Leer, a
la que acudía lleno de curiosidad el Shogun. Izana no había
dejado de contar cuentos, sobre todo a los niños pequeños que
no podían dormir. Simulaba con cortesía que le gustaba la voz
ronca del señor cuando leía en voz alta el Kojiki o Registro de
las cosas antiguas. La biblioteca tenía su propio kami
protector, un ruiseñor que apenas si dormía en una jaula de
bambú.
Al entrar en la sala de lectura. Izana saludaba al ruiseñor
como si se tratase de una persona, y cuando el tiempo era
bueno, lo dejaba un rato fuera para que tomase el sol y
respirase el aire de los nísperos en flor.
—Dices que todo lo que nos rodea es opacidad o
enseñanza—comentó el Shogun—, opacidad cuando carece de
significado y enseñanza cuando ilumina nuestros pasos por el
mundo.
—Así es—respondió la reputada narradora—. El propósito
de los libros que aquí hemos reunido es que te devuelvan al
instante anterior a su lectura para que. antes o después, te
descubras descubriendo y disfrutes del entorno, sea
tormentoso, gris o tejido con una nieve que no cesa de caer. El
propósito de cada libro es acrecentar tu serenidad, afinar tu
valor, desarrollar tu perspicacia.
Un día, recorriendo los estantes, abriendo los kakemonos y
las sedas pintadas que se mezclaban entre los libros, el señor
de palacio que había mandado construir la pequeña Cabaña de
Leer halló un libro cuyas páginas, vacías, estaban
confeccionadas de espejos de bronce. Al principio le pareció
un error, una broma. No tenía demasiado sentido que junto al
cuento de Hiruko: el niño sanguijuela, La danza de Amaterasu
o Iki imi, El canto de la vida pura hubiese un objeto
semejante.
—¿Cuál es su propósito? ¿Para qué están allí los espejos?
—indagó el Shogun.
—Para recordarte que uno no hace más que leerse y
buscarse a sí mismo—respondió la narradora—. Como nunca
se logra tener una identidad inamovible porque se es distinto a
cada instante, uno recuerda, confecciona con el ayer su forma
de hoy. Tus facciones son un manantial de rasgos cambiantes,
una máscara blanda, un mapa de arrugas, una red excavada por
el tiempo en tu piel. Los demás libros te pasean por mares,
montañas, plantas, animales y vidas ajenas. Genealogías y
descripciones de terremotos. Unos te remiten al origen de la
música, otros a las bondades del fuego de cocina y las
maldades de las llamas en los incendios.
—¿Y?
—El libro de hojas especulares te acusa y te recorta en el
espacio, pero también vuelve impertérrito a su bruñida quietud
cuando dejas de mirarlo. No te ha tragado en su abismo
brillante, simplemente te ha dejado pasar. Obedece a tu sonrisa
cuando sonríes y llora contigo si lloras. Este libro anónimo que
al abrirse ve todos los demás libros de la Cabaña de Leer
enseña lo único, la inmutable unidad; todos los demás, me
parece, la infinita variedad del universo.
—Quizá debería leerlo cuando entro a la biblioteca y
cuando salgo de ella—dijo el Shogun.
—Buena idea, mi señor.
Fue entonces cuando el ruiseñor trinó con agudeza la
comprensión que, como un cariñoso gato invisible, recorría el
recinto.
LA AVENIDA DE LAS BESTIAS
A la hora más roja del crepúsculo, Cayo Vetulio, legionario de
la III Augusta que recorría África buscando animales para la
arena del circo romano, suspiraba bajo un parasol verde y se
mojaba la cabeza con el agua que goteaba de un viejo odre.
Había supervisado durante años el envío de leones de
Mesopotamia y Libia, hipopótamos de un puerto egipcio,
tigres de Hircania, leopardos, elefantes de la India y jabalíes
de Germania, que, junto a los osos de Dalmacia, habían
viajado muchas millas náuticas hasta llegar a Ostia, desde
donde, enjaulados, marcharían hacia Roma para morir, tarde o
temprano, en las venationes o despiadadas cacerías. Era un
hombre aún joven, lleno de cicatrices en los brazos y en las
piernas, proclive a cansancios y angustias cíclicas. que atribuía
a su mal dormir. Si tenía suerte y sus protectores aceptaban
licenciarlo y concederle un puesto menor en alguna
administración, esperaba darle un giro a su destino en Roma,
donde sus pocos y buenos amigos mitigarían sus penas con
vino y placeres simples. Era su último viaje con animales.
Entre sus amigos estaba Rufo, el médico y librero
cristiano, que vivía en una calle oscura y estrecha no muy lejos
del coliseo. Añoraba sus palabras y consuelos como el
sediento el límpido manantial de su infancia. Pronto, con la
primera estrella, la nave estaría cargada y las bestias que
habían recorrido la avenida que conducía al suplicio en días de
marcha forzada y escasos alimentos zarparían de Cartago, la
maldita Cartago. Esa tarea de supervisor de animales había
llegado a hastiarlo tras haberla preferido a las guerras y
escaramuzas que dilataban las fronteras del imperio. Nunca
eran suficientes los animales que iban a morir o matar,
descuartizar y comer con desesperación a sus víctimas. No
había bastantes ciervos de alta cornamenta, ni lobos o hienas
irritables para abastecer los anfiteatros repartidos a lo largo y
ancho de las colonias. La gente pedía más y más espectáculo.
Los veranos se volvían pestilentes entre el efluvio de la
carroña y el griterío de los prisioneros, los inviernos tristes y
las primaveras desagradables, ya que a Cayo Vetulio las flores
silvestres no hacían más que recordarle a su familia muerta en
un incendio en Roma.
El supervisor se giró, arrugó la frente y miró hacia la vacía
avenida, en cuyos márgenes no crecía más que el páramo y
donde se acumulaban excrementos de animales que él hacía
apartar para que las siguientes bestias no dieran en ellos el
pánico que sentían en esa maldita ruta por la que no habrían de
volver jamás. Ya en altamar, Cayo Vetulio se mareó y vomitó.
Si en un principio parecía entender la sed de los emperadores
por la sangre derramada, al cabo de los años, consciente de su
inutilidad, la estúpida vanidad que guiaba aquel interés por
hacer sufrir a hombres y bestias le oprimía el pecho. Los
únicos que parecían comprender ese desatino, ese crimen, ese
sacrificio inútil, esa carnicería delirante, esa fiesta en la que el
mármol blanco se teñía de rojo, eran los cristianos. Entre ellos
Rufo. Pronto estaría en su casa leyendo y descifrando papiros
coptos y estudiando la vida y obra de los apóstoles. En
aquellos días de desprecio e ignorancia no había mejor refugio
que entre los que creían en el alma, incluso en el alma de los
animales. En Roma el destino le reservabaa Cayo Vetulio un
inesperado y desagradable temblor: un terremoto leve que
paralizó a los animales en sus jaulas y puso en pie a los nobles
y sus invitados en el coliseo. Roma recibió, después, sus
tambaleantes pasos y crecientes tristezas: fue a una taberna y
bebió un vino barato. Para comer sólo halló lengua de bisonte
en salazón y escabeche de ciervo. Volvió a la calle, hizo caso
omiso del llamado de las prostitutas, le pareció que las
antorchas lo acusaban de un crimen que no había cometido,
tuvo más arcadas y sollozó antes de dirigirse a la casa de Rufo.
Fue entonces cuando la ola del dolor animal le alcanzó
como una palmada poderosa en plena espalda. Estaba hecha de
estertores de rinoceronte, quejidos de oso, aullidos de lobo,
bramidos de toros, chillidos de pájaros con fuego en las alas,
penas de elefantes, resoplidos de onagro y siseantes jadeos de
grulla. Y esa ola de dolor procedía del circo, y la espuma que
en ella crepitaba lamentos y quejas era la múltiple voz de los
esclavos muertos por la espada o el puño de hierro, y el
revuelto mar del sufrimiento en el que casi se ahogaba le hacía
sentir como un náufrago que se aferra a un delgado remo para
salvarse del caótico rigor de una tormenta en pleno corazón
del agua. Caminó durante horas dando tumbos, apoyándose en
muros desconchados, escuchando jadeos de amantes furtivos y
pisando, en los charcos de las lluvias recientes, lágrimas de
otros que también podían ser las suyas. Cayo Vetulio vivía un
remolino de emociones contrapuestas, un desgarrón de
sentimientos por el que entraba, a raudales. la culpa.
Se abrazó en silencio a Rufo, al que halló leyendo a la luz
de una lámpara. Volvió a identificar los libros de su biblioteca,
escasos pero cargados del consuelo que buscaba. Las tablillas
de boj se le antojaron piezas de madera en el juego del perdón,
porque era evidente que en los próximos días tendría que
soltar a borbotones el lastre de su angustia. Perdón por sus
errores pasados y por haber llegado tan tarde al
arrepentimiento. Al principio los dos amigos se mantuvieron
en silencio, adivinándose por la expresión dónde estaba cada
cual, en qué encrucijada o vía muerta. Luego, al rayar el alba,
el médico tomó una tablilla que contenía una versión latina de
algunos salmos y leyó en voz baja pero clara palabras que a
Cayo Vetulio le sonaron a fruta fresca y deliciosa.
—Matar es fácil—dijo el médico cristiano, levantando la
vista—, resucitar no. Matar puede saciar por un rato nuestra
sed de omnipotencia, pero resucitar, crear y dar vida lleva la
riqueza a las puertas de nuestro ser.
EL DICCIONARIO DE LAS
FLORES
En las orillas del gran río, más allá del humo de las piras
funerarias, al amanecer, el viejo botánico Nanda Rai decía sus
plegarias quitándose de la boca el pequeño jazmín cuyo tallo
mordía con dientes perfectos. Llegaron, unos tras otros,
devotos de toda casta y edad que unieron sus cantos a los
suyos. El aire olía a agua y a sándalo, aceite de mostaza y
bostas ardiendo en las cocinas. El botánico residía en la casa
del pandit Manu Rhada, su amigo y maestro, en cuya
biblioteca revisaba su libro Saraca, el diccionario de las flores.
Más baja que ancha, la biblioteca era el sitio predilecto de
muchos peregrinos que dialogaban en voz baja sentados en
esteras de paja. En sus vigas anidaban las lagartijas y alguna
que otra serpiente. Los documentos más antiguos databan del
siglo X, y los más recientes del siglo XX. Sagas, poemas y
colecciones de himnos que Manu Rhada había logrado reunir
en cuatro décadas de lector insomne. En el centro del patio al
que daba la biblioteca crecía un arbusto de tulsi, la albahaca
sagrada. cuya variedad de hojas moradas Nanda le había traído
a su maestro del sur de Italia.
En las orillas del gran río. en medio del ajetreo fluvial, con
sus cargas y descargas de barcazas, la anciana Pariyata, viuda
desde hacía un par de años, se disponía a remontar el Ganges.
Tenía una hermosa cabellera blanca por la cintura y había
heredado de su familia un poco de dinero que, administrado
por uno de sus hijos, le llegaría vía postal a las oficinas
acordadas de antemano. Pariyata era feliz, sonreía a quienes
como ella harían el gran viaje. Se detendría en Tripura, donde
tenía alguna familia, caminaría al azar y remontaría el río
sintiendo en sus manos los cambios de la temperatura del
agua. Vería el adiós de los lotos y la excitación de los cuervos
en cielos sin nubes. Junto a ella había gente de Orissa. de
Bengala y de Bihar. La meta de todos era la polifónica ciudad
de Benarés, cuya muchedumbre se movía al son de los rezos y
los funerales. Morir allí era atravesar sin grandes dificultades
las puertas del cielo y observar, en la rueda de las
encarnaciones, el posible rostro del futuro más allá de las
máscaras de las estrellas.
Nanda Rai sabía que su Saraca, el diccionario de las
flores, no sería completo. La Saraca indica, flor también
llamada astiok, ‘sin dolor’, ‘sin pena’, definía a las claras su
estado de ánimo en esos días. Era ésa la flor que anunciaba la
primavera. De ella se decía que se abría cuando la rozaba el
pie de una mujer. Era la flor que en el Ramayana protege con
colores y a manera de sombrilla a Sita en el profuso jardín de
Ravana. Siendo Benarés la ciudad del bien morir, no estaría
mal, no, expirar en el patio de la biblioteca, a medianoche,
cuando la luna de Chandra está llena de soma, la bebida de los
dioses. Tras leer alguna de las cientos de páginas que
contenían sus dibujos de la cadamba, el jazmín y el loto azul,
Nanda Rai se acostó. Ajustar las palabras de su obra era
imperioso, el broche final, el epílogo justo para una vida
dedicada a coleccionar historias y mitos florales. La botánica
había sido y era. aún, la pasión de su vida. Pero las tardes y
noches de lectura silenciosa daban para más: podía, de
quererlo así, repasar la vida de su admirado Linneo, los
cuentos de la muerte del Buda que narraban lluvias de pétalos
de colores sobre su cabeza fría; podía visitar los anaqueles que
esperaban manos cuidadosas que abrieran las leyes de Manu,
leer otra vez los edictos de Asoka. los versos de Tagore, las
crónicas de caza de los príncipes Madrás, tan heterogéneo era
el gusto bibliófilo de su anfitrión, y tan vertiginoso su saber y
tan cálida su paciencia. Fuera, los visitantes llegaban sin
interrupción a la ciudad santa: dentro, las letras de los libros
consignaban siglos de guerras y epopeyas llenas de monos y
elefantes.
Pariyata la peregrina llegó a Benarés y escogió una
hospedería para mujeres de su casta, en la que había reservado
previamente una ascética habitación de paredes blancas que
daba a uno de los muros de la biblioteca de Manu Rhada, en la
que trabajaba el profesor de botánica, cuyos sueños se perdían
entre la flor de la yuthika, el blanco jazmín que visitan las
abejas amigas de Krishna y la perfumada champaka de Kama.
el dios del amor. El diccionario que estaba a punto de dar a la
imprenta seguía un vago orden alfabético en su inglés de
Delhi, porque lo importante en él era facilitar al lector un
repaso a la vida e influencia de esas criaturas cada vez más
raras y difíciles de localizar, las flores. La India entera
consumía en exceso claveles y lotos, más aún que el magro
arroz de los pobres. Puesto que los dioses tienen adoración por
las flores, lo mejor para atraerlos era venerarlas en sus
rincones de crecimiento, en florestas, jardines o huertos
privados. Cultivarlas, cortarlas y ofrecerlas. De niño, Nanda
arrancaba pétalos para ofrecérselos a su madre; de adulto,
evocaba a su madre en cada entrada floral al diccionario.
Cuando un destino humano va a cruzarse con otro suele
tener al clima por mensajero. Puede ser un tibio amanecer
compartido junto a un río. el jolgorio solar de una boda o un
refugio subterráneo en la cripta de un templo; puede ser un
accidente, una muerte, una tormenta súbita que señala un toldo
color naranja bajo el cual los paseantes se refugian, un toldo
como el que reunió a la peregrina con el botánico. Eran las tres
de la tarde, el diccionariode las flores estaba casi listo.
Pariyata venía de ofrendar fruta y cereales al río. Se miraron
como si en ese rincón del universo, más allá de las leyes
exclusivas que separan a hombres y mujeres, casta de casta,
edad de edad, profesión de profesión, más allá de la labor
cantarína de lluvia y el perfume que subía de la tierra al cielo,
más allá de lo lícito e ilícito, de lo increíble y lo obvio, un
hombre y una mujer descubrieran que no hay distancia real
entre ellos. Fue suficiente que ella dijera su nombre, Pariyata.
para que él temblara de emoción al recordar el dibujo que
había hecho de esa flor, la Nyctantnes arbor-tristis. Un don,
una joya del árbol celestial que el señor Krishna había traído
del cielo.
—No es común tener el nombre de una flor tan importante
—dijo el botánico a la anciana que. como él, disolvía su
aprehensión en suspiros mientras la lluvia golpeaba contra el
toldo naranja.
—Ni tampoco—sonrió ella—que un desconocido te cuente
historias sobre ti misma que desconoces.
Sin más deseo que compartir su saber. Nanda le había
dicho que dos de las esposas de Krishna, Satiá Bhama y
Rukmini. se habían peleado por la posesión del árbol celestial.
Razón por la cual Krishna decidió plantarlo en el jardín de
Satiá Bhama de manera tal que al abrirse las flores lo hicieran
en el jardín de Rukmini.
—Krishna—comentó Pariyata—, ese seductor
empedernido, ese incansable polígamo.
—Pariyata—dijo el botánico—, esa flor irresistible.
Cuando dejó de llover, él se ofreció a acompañarla, y al
ver que se hospedaban uno cerca del otro, en un gesto de adiós
provisorio, comprendió en un instante que su libro, Saraca, el
diccionario de las flores, había suscitado ese grato encuentro.
Nada se aleja demasiado de nuestras huellas, nada es del todo
fortuito. Al volver a la biblioteca, la encontró más acogedora
si cabe. Pariyata. por su parte, y antes de dormirse,
comprendió que, como los hilos de oro en un sari, los caminos
humanos se tejen, a veces, para una fugaz iluminación mutua.
EL CÁNTARO ENTERRADO
En los días posteriores a la conversión de Constantino, en el
siglo IV después de Cristo, se alzaron las voces antes sumisas
y luego autoritarias de los obispos, diáconos y sacerdotes
contra toda suerte de herejías, filosofías y saberes que no
fueran los ortodoxos. Era el eco ronco de la intransigencia, el
murmullo del dogma contra el silencio de los sabios que
moraban en los desiertos y pequeños caseríos. No porque
callasen, sin embargo, aceptaban éstos el flujo de rencor y
desprecio que los acechaba progresando de norte a sur, de las
ciudades grandes a las pequeñas o a los oasis en los que se
cruzaban viajeros de distinto origen y mercaderes que
comerciaban con ámbar y canela. Una creciente inquietud
recorría las dunas ondulantes, los paisajes se encogían, igual
que los monasterios y las ermitas. No había bastantes porqués
para justificar la sistemática carnicería que desde la sede
imperial se planeaba. Sus emisarios viajaban a pie o en
pollinos, oyendo en sus hirsutas cabezas el martilleo constante
del desprecio, órdenes irrevocables y sentencias divinas.
Anastasio, el maestro ciego de san Pacomio, se ofreció
voluntario para sacar de la biblioteca los libros que había leído
y estudiado cuando aún veía. Lo guiaría una joven sirvienta de
quince años, Nerea. Antes que los perseguidores llegaban las
admoniciones, y antes que éstas las proclamas y los
cuchicheos que anunciaban destrucción y quema de
documentos. La vasija de terracota en el que se introdujeron
los rollos con las palabras de Tomás Dídimo y las parábolas de
Felipe, los testimonios de la verdad transmitidos desde los días
del maestro hasta entonces, era tan alta como Nerea la
sirvienta. Escogieron un pollino, cargaron provisiones y se
pusieron en marcha. Enterrarían todos esos documentos de
noche, a la luz de una vela, esperando tiempos mejores o bien
que el mismo Dios los recuperara cuando pudiera. Entre los
textos que debían salvarse estaba La maldición del disenso,
que evocaba las riñas entre los saduceos de Jerusalén y los
esenios o puros del mar Muerto, y que tras describir
descuartizamientos y castigos, maldiciones eternas y
banquetes sangrientos, acababa diciendo que lo que une a
todos es lo que no se ve. lo invisible. en tanto que todo lo que
cae bajo el insaciable espectro de la mirada se divide y separa
una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Anastasio el ciego
lloraba en silencio mientras los hermanos introducían los
códices en la vasija. Quiso vislumbrar el futuro, una mañana
radiante para las llamadas mentes perfectas, pero ni los
benevolentes ojos de su alma percibieron otra cosa que un
horizonte de crueldades infinitas, rencillas constantes y
torturas. La fresca penumbra de la biblioteca, en la que aún
quedaban libros y evangelios, retenía un olor a viejo
pergamino y hábitos monacales. Decidieron dejar en las
estanterías trazos y restos del mensaje mesiánico, pero no lo
esencial de la gnosis. No la alusión a los verdaderos misterios
transmitidos por el maestro de Nazaret.
Mil seiscientos años después del ©cuitamiento de la
parcela más valiosa de la biblioteca de la comunidad de los
justos, cerca de la población de Nag Hammadi, a los pies de la
montaña de Jabal al-Tarif, mientras recogía con sus hermanos
sabakh la tierra blanda que servía como fertilizante para sus
huertos, Muhammad Ali al-Samman dio con una vasija de
terracota que medía poco más de un metro. Temió que al
romperla surgiese de ella un jinn, un fantasma o espíritu
maléfico. Los hermanos discutieron entre sí acerca de qué
hacer, hasta que tras un largo y expectante silencio decidieron
cuartear el recipiente con un golpe de azada. Decepcionados
por no encontrar oro ni plata, ni siquiera un magro tesoro sino
trece papiros encuadernados en cuero, suspiraron al unísono.
El desencanto desdibujó sus facciones. Aún les dolía el
asesinato de su padre, aún tenían la esperanza de salir de la
pobreza. Tal vez ese hallazgo, vendido a buen precio en el
mercado negro, les brindaría la ocasión de vengarse. Al volver
a su casa de al-Qasr, Muhammad depositó los libros y las
hojas sueltas sobre la pila de paja amontonada en el suelo,
cerca del horno.
Anastasio el ciego escogió el lugar del enterramiento con
su báculo. Luego se arrodilló, le dijo a Nerea que sostuviese
bien alto el cirio encendido en tanto él cavaba con sus propias
manos primero y con una piqueta después hasta finalizar,
agotado, su tarea. ¿Qué harían ahora, bajo el pedregoso suelo,
las palabras del Evangelio de Felipe, las voces precisas y
preciosas del Evangelio Apócrifo de Juan, El testamento de los
doce patriarcas, El libro secreto de Jaime y en especial el
documento Sobre el origen del mundo? Tal vez los leyeran los
gusanos a pesar del cierre casi hermético del gran cántaro,
quizá alguna antigua momia egipcia, despertada por las
injusticias del mundo, los sacase de allí y los transportase a un
lugar más seguro. El fuego del sol juzgaría a los hombres, la
prueba de la soledad fortalecería a los creyentes y aturdiría la
mente de los perseguidores. El fuego del sol haría su trabajo.
Mil seiscientos años después de que fueran escritos, Umm-
Ahmad, la madre de Muhammad. tocó lo que no podía leer. La
maldición del disenso y otros documentos que no tardó en
arrojar al fuego. Hizo arder los nombres de Magdalena y de
Jesús, las enseñanzas de Pedro y El canto de los pájaros
felices. Hojas sueltas, cartas en copto y en griego, pantáculos
con la palabra amén en hebreo, varios salmos copiados en tinta
roja. Muy pronto el fuego se avivó, devorando con prisa los
secos papiros. Muhammad no pudo impedirlo, pero detuvo la
ajada mano de su madre y le comentó que pensaban vender el
resto. Días más tarde supieron que Ahmed Ismail, el asesino
de su padre, merodeaba por los alrededores. Sospecharon que
había recibido un soplo del hallazgo y decidieron asesinarlo.
Cayeron sobre él como las langostas de la plaga bíblica sobre
los palacios de los faraones, le cortaron las extremidades con
los azadones que su madre había

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