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BIBLIOTECAS IMAGINARIAS MARIO SATZ ACANTILADO BARCELONA 2022 Publicado por ACANTILADO Quaderns Crema, S.A. Muntaner, 462 − 08006 Barcelona Tel. 934144 906 - Fax. 934 636 956 correo@acantilado.es www.acantilado.es © 2021 by Mario Satz © de esta edición, 2022 by Quaderns Crema, S.A. Derechos exclusivos de edición: Quaderns Crema, S.A. ISBN: 978-84-18370-74-8 PRIMERA EDICIÓN DIGITAL febrero de 2022 Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro— incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. Si tienes una biblioteca con jardín, lo tienes todo. CICERÓN EL CANAL DE LAS ESTRELLAS La mañana en que Paul-Émile Botta descubrió en la ciudad de Ninive los restos de la gran biblioteca de Asurbanipal llovía mansamente. Bajo el polvo y la arena yacían enterradas, pero aún legibles, algunas de las tablillas que narraban las guerras entre los dioses y los hombres. Poca cosa para el sitio que había contenido miles de documentos de arcilla cocida. Las lenguas que contaban prodigios animales, evocaban el estilo de los pájaros de jaula y hablaban de la farmacopea nativa y la vida íntima de ciertos planetas eran el acadio y el sumerio. En la confección de esos soportes de terracota se invertía la cosmología, ya que primero participaba el agua en la mezcla y el amasado del barro, y luego el fuego tras el trabajo con las cañas de impresión. El fuego que fijaba la cocción de los que serían llamados signos cuneiformes era. según la disponibilidad, el simple calor del sol del mediodía o bien los hornos de pan. Que las tablillas escritas y el pan se juntasen y separasen a horas distintas recordó a Botta lo indivisible que era el alimento material del espiritual. Sin embargo, mientras que casi todos los hombres de la época tenían acceso al pan, magro o dorado y ancho, quienes sabían leer eran unos pocos, y escribir aún menos. La biblioteca de Asurbanipal estuvo orientada al sol naciente y, debido a lo consignado en una tablilla que Paul- Émile Botta encontró oculta en una pared y en la que figuraba un tosco dibujo, se suponía que también tendría una claraboya de alabastro. El hallazgo fortuito de unas teselas del mismo material en las cercanías parecía corroborar la teoría. Debemos imaginarnos esa biblioteca como un lugar fresco y a la par seco, protegido por gruesas paredes y dos torres, una desde la que se observaban los fenómenos atmosféricos y otra para mirar las constelaciones y reverenciar sus estrellas. Sus lectores y escribas trabajaban cerca de una jofaina de agua para limpiar las cañas de escribir cuando alguna rebaba de cieno se les quedaba pegada. Como seria tradicional en otros lugares parecidos de distinta geografía, el silencio era allí tan profundo que podía oírse, de noche, el respirar de los grillos, y de día el canto de amor de los bulbules ojigrises. Todo eso y mucho más pensaba Botta en su tienda de campaña, envuelto en humo de tabaco egipcio y sosteniendo en sus manos una brújula de oro. Pudo leer y descifrar algunos pasajes de las tablillas, listas de esclavos y enumeraciones de piezas de caza entre las que había leones y chacales, serpientes y ocas gigantes. Entonces como hoy se anotaba lo esencial: los colores de las cosas, sus propiedades benéficas o maléficas, su peso, su origen, su volumen y hasta su olor. Las tablillas se guardaban en hornacinas y también en fuertes estanterías de caña trenzada. Si alguna tablilla por casualidad se rompía, el escriba sufría un castigo, generalmente una prohibición. Una noche Botta soñó que. puesto que flechas y cuñas dependían de las cañas, quienes fabricaban unas también podían afilar las segundas. Al despertarse pensó en dardos y luego en clavos, y comprendió que aquello bien pudiera ser el sentido visual de la escritura: las palabras clavaban, en su representación gráfica, lo que la memoria así disponía. De manera tal que lo que estaba escrito en los soportes de tierra cocida adquiría la misma firmeza que la viga de un templo sujeta con pernos de bronce. A la luz de un quinqué. Botta descubrió, tallado en piedra, un largo canal que parecía la ruta que dibujan las termitas bajo la corteza de los grandes árboles en los que moran. Era un sendero sinuoso, estrecho, y cuando uno de sus ayudantes de campo le dijo que las estrellas recorrían ese bajorrelieve para llegar a las habitaciones reales y a los santuarios en los que ardían pebeteros con polvo de narciso y violeta, sonrió feliz. Las grandes preguntas pueden formularias los sabios, pero las respuestas vienen de más abajo, de personas que tienen un gran sentido común y poco más. Las estrellas entraban con sus rayos a los aposentos y tal vez también a la biblioteca de Asurbanipal, quien vivió hacia mediados del siglo Vil antes de nuestra era y fue uno de los pocos reyes que sabía leer. Amaba el agua, los higos y las mujeres de países lejanos. Su sucesor fue Assur-etil-ilani, que mandó traducir al asirio un pequeño manual acadio sobre juegos de niños no porque los amara, sino porque de ese modo ponía a prueba la pericia de los sirvientes de Nabú. el dios de la escritura. LA CASA DE LA VIDA En la Casa de la Vida de Bubastis, antiguo Egipto, la biblioteca ocupaba un ala separada que daba a una fuente maravillosa, a la que solían arrojarse polvos de azafrán de la India, limaduras de lapislázuli y cera de abejas mezclada con ralladura de limón, todo en rituales que se repetían año tras año con una prolijidad asombrosa. Esa fuente inspiraba a los escribas y les permitía orientarse en la coloración de los papiros sagrados. Los rollos más antiguos dormían en los estantes más altos, por dignidad para con su contenido y para estar más cerca del cielo, que era lo que representaba la techumbre de la biblioteca, en la que también había imágenes estelares rodeando a la figura de Ra. el Sol. Lejos, pero no demasiado, de la biblioteca, había un pequeño zoológico con todas las aves y los mamíferos del país, instrumentos de astronomía labrados en piedra y parterres con papiros verdes mediante los que se confeccionaba el papel que llegaría a tener el color del ámbar pálido. Los escribas aprendían a leer durante años, al principio la escritura demótica o popular, casi alfabética, luego la hierática y más tarde, por fin, los signos jeroglíficos. Cada vez que un lector abría un papiro, o lo extraía de un cántaro de granito pulido, quienes estaban a su lado se asombraban de las maravillas escritas sobre la trama cruzada del documento. Que una hierba palustre diera lugar a ese soporte que crujía al abrirse y cerrarse como las alas secas de una libélula enorme era un grato don de la botánica, pero aún más un regalo del agua. Había, en la biblioteca, toda clase de libros, sobre gatos y cocodrilos, sobre la crecida del Nilo y su fidelidad al ritmo lunar; algunos eran libros prohibidos que sólo podían leer uno o dos sacerdotes, y eso a ciertas horas de ciertos días. Tras lo cual bebían un poco de la fuente maravillosa después de purificar el agua con filtros de lino que se cambiaban una vez por semana. En ese acto de purificación y tras tomar unos sorbos, olvidaban lo que habían leído. Era una condición importante que todo escriba debía respetar: fuera de la Casa de la Vida había que callar o, mejor aún, intentar olvidar lo aprendido; es decir, apartarlo todo lo posible de la existencia de fuera de la biblioteca. La ventaja de esa costumbre consistía en que siempre que leían algo les parecía nuevo, desconocido. Creían que el demótico era más inestable que el hierático y éste más que lo que estaba escrito en jeroglíficos. Ante la estatua del ibis negro que recordaba el origen de la escritura, quemaban de vez en cuando los nombrespropios de sus muertos, primero para evocarlos, y luego para que nadie pudiera rastrearles la pista. Eso se hacía en papiros minúsculos que cada cual debía sufragar. De modo que a veces la biblioteca olía a papiro quemado. Un revisor, que también era el portero de la biblioteca, lidiaba con los insectos, así fueran polillas grises o grillos negros. Las banquetas de los lectores no eran muy cómodas, pues si bien los textos eran sueños del pasado, mensajes del más allá, crónicas de viaje al inframundo ¡lustradas en rojo cadmio y amarillo caléndula, lo cierto es que dormirse en ese lugar era interpretado como una ofensa a los signos escritos, siempre despiertos y dispuestos a ser leídos. Por lo general se evitaba molestar a los durmientes para no provocarles taquicardias o miedos, lo que no impedía que el vecino de banqueta pudiese emplear el sonido de un crótalo de plata para abrir los ojos del durmiente. La palabra papiro procede de una antigua voz egipcia que significa ‘flor del rey’, ya que la planta y sus derivados pertenecían a la casa de los faraones. Cada hoja empleada, tras su prensado y secado, recibía el nombre de plagula. y los volúmenes o rollos a disposición del lector tenían un largo de veinte piezas máximo y cinco mínimo. El negro de la escritura procedía del caolín, el verde de la malaquita, el naranja del polen y el rojo de los quermes. En la biblioteca de Bubastis, en una ocasión, un escriba que había leído casi todos los papiros almacenados pensó que, dado que las barcas de los dioses también se hacían de esa planta, desecada e impermeabilizada, leer era. con frecuencia, navegar por el río de los siglos hasta la más lúcida de las playas de nuestro reposo. EL VENDEDOR DE ESPONJAS Demetrios de Kálimnos fue. en su juventud, pescador de esponjas, luego vendedor, después instructor de jóvenes y por fin, con los pulmones ya cansados de tantas inmersiones, lector en la biblioteca de la isla, cuyo dueño y señor, Paterios. se reclamaba discípulo de los discípulos del gran Aristóteles. La casa de la biblioteca era modesta y blanca, y tanto las estanterías como los tabiques los habían hecho los sirvientes de Paterios. Se conocieron, el pescador de esponjas y su maestro, ante un plato de pulpo asado con ensalada de hinojo marino y olivas negras. Paterios enseñó a leer a Demetrios cuando éste ya era anciano, llenándole la cabeza de historias fantásticas sobre los argonautas y los pintores de peces voladores. Ante el asombro de su alumno, el dueño de la biblioteca le decía que si no daba fe a sus relatos, en tal o cual estante de la sala de lectura encontraría el papiro o el óstraco con las referencias exactas. Demetrios prefería las horas previas al alba para recogerse y deletrear a sus nuevas amigas, que no eran, al principio, bajo su mirada, menos resbaladizas que las esponjas. También los libros luchaban para no ser arrancados de la quietud de su mutismo. También los textos de la biblioteca tenían raíces poderosas que se hundían en el fondo de los siglos. Poco a poco Demetrios descubrió que, al leer y aprender las nuevas palabras que el bueno de Paterios le explicaba, su cabeza se abría sobre paisajes nuevos, sus manos se suavizaban y su respiración se hacía más lenta. Le encantaban los diálogos de los grandes filósofos y las observaciones del Estaginta sobre los caracoles o las golondrinas, la vida secreta de los árboles o las corrientes marinas. De los años de pesca de esponjas le quedaban un intermitente picor en los ojos y ciertos jadeos nocturnos. De la época en que fue vendedor, cuentos sobre países lejanos en los que la gente no usaba esponjas sino cepillos de crin o piedra pómez. Como aún le asombraban las olas, le preguntó al dueño de la biblioteca si alguien había escrito alguna vez un catálogo de sus bajamares y pleamares, los rizos de las marejadillas y el reventar de las espumas. Le hubiese encantado leerlo, pensaba Demetrios, y en caso de que no existiera, escribirlo él. Una mañana llevó a su nieto, el pequeño Liontaris, a la biblioteca y le mostró su libro favorito, que constaba de diez páginas de piel de cabra pulidas y raspadas hasta la transparencia y hablaba de la historia de Unamón, un viajero de Egipto que había remontado el gran río de su país hasta descubrir el sitio en el que hombres de piel oscura extraían obeliscos de piedra de la montaña y luego tallaban en ellos abejas, serpientes y panes. Un libro de viajes, en suma, que describía en un griego simple santuarios bañados por la miel del crepúsculo en los que se quemaban bolas de mirra y flores secas; embarcaderos en los que la gente cantaba por la noche las cosas que ocurrían por la mañana, y sostenían que el mejor amor es el último, cuando se es ya viejo, no se tienen dientes para morder y las pupilas se empañan de nostalgia. Nada de eso interesó a su nieto, que prefirió jugar con unas pesas de bronce de diferentes tamaños cuya frialdad contagiaba. Él, que había llegado tarde a la lectura, se sentía como un niño ante el milagro que obraban las letras al evocar lugares o personas y pensaba que Liontaris, niño al fin. encontraría alguna vez también él su libro favorito. En aquel tiempo las esponjas también se empleaban para, debidamente humedecidas, limpiar los libros o tablillas de boj. Su suavidad le hablaba a Demetrios de viejas inmersiones y cardúmenes de colores. Una de las puertas de la biblioteca de Paterios daba a un patio interior en el que crecía un gran arbusto de mirto consagrado a Venus. Al frotar las manos contra sus hojas, desprendía un aroma a seducción y adiós. El patio estaba pintado de añil. En la biblioteca entraban más libros de los que salían. Llegaban a Kálimnos envueltos, por expreso deseo de su comprador, en paños de lino o algodón. Paterios los esperaba ansioso en el muelle, un poco más allá de donde los vendedores de esponjas y sus pescadores discutían precios y calidades. Patenos se abrazaba, tras acanciarlos. a los libros como si fuesen parientes a los que uno va a recibir tras un largo viaje. EL IMPRESOR DE VENECIA La luna de la víspera no hacía presagiar la crecida de la Laguna que llaman acqua alta. Pocas y bellas estrellas acariciaban las oscuras callejuelas del barrio judío en el que vivía Luca Soncino con su hermana Sara, impresores y encuadernadores. Dignos hijos de aquellos laboriosos maestros de la imprenta que pasaban horas ante los tipos hebreos, latinos y griegos. Quienes intuían que un fenómeno cíclico como la crecida de las aguas podía producirse, precisamente, cuando nada lo hacía sospechar, acopiaban pan, cirios y agua potable en grandes jarros esmaltados. Los más pudientes también vino, pasas y nueces, por si la crecida se mantenía en el sabbat y para no quedarse sin el placer de sus bendiciones. Mientras Lucas imprimía almanaques y libros de gran tamaño, Sara iba, un par de veces a la semana, a los límites de la Giudecca a reparar y coser velas. Una de las habitaciones estrechas de la casa familiar—otra de las que habían agregado pisos ante la imposibilidad de expandirse—servía de biblioteca a los visitantes de Turquía y de Salónica, que subían desde el Cuerno de Oro hasta Venecia para adquirir los bellos ejemplares editados por los Soncino. Viendo el cariz que tomaba el acqua alta, Sara cargó con todos los retazos de velas enceradas que halló y cordel en abundancia. Su hermano estaba lívido cuando ella llegó a casa. Había viajeros de Salerno y Viareggio en las inmediaciones, rabinos y eruditos que venían a por un salterio o un Sidur. Con toda la velocidad que le permitían sus finas manos. Sara subió a la biblioteca. de por sí henchida de volúmenes, los pesados tomos del Talmud que tenían fama de ser los mejores y más precisos de los publicados en Europa. Entretanto, se oía el golpeteo de las aguas contra los fundamentos, las góndolas chocaban contra sus postes de amarre, flotaban pieles de naranjas del sur y la temperatura había bajado unos grados. Los invitados buscaron refugio en la biblioteca de los Soncino, donde los confortó Sara, queles explicó que aquello no era un eco del diluvio: había pasado antes y volvería pasar mil veces, para resignación de los venecianos. Todos la ayudaron a envolver los libros en pedazos de viejas velas que habían hecho más travesías por el Adriático de las que pueden narrarse. El amor a los libros propios y ajenos acompasaba las respiraciones, entrecortaba los alientos. Mientras abajo el agua subía, subía y ocupaba depósitos, amarraderos, talleres y pequeños albergues, y un olor de algas y caracoles blancos impregnaba madera, yeso y cobre, en la ciudad de los canales las iglesias estaban a rebosar. Luca, ayudado por un operario, había calzado las máquinas de impresión, corte y prensado, mientras rezaba para que el acqua alta no entrara a su taller. Pero la insidia del agua desatada, su aspiración líquida y su sabor a sal remota buscaban resquicios y hendiduras, puertas flojas y ventanas frágiles. Avanzaba a menos velocidad pero con la misma persistencia. Había que subir los libros del taller a la biblioteca que más de uno de los clientes conocía. Súbitamente, Sara reparó en que había olvidado subir el tomo Nashim, ‘Mujeres’. Dio algunas indicaciones y volvió a bajar para buscar aquí y allá. Había aprendido a nadar de niña, de manera que temía menos el agua espesa que la pérdida del mejor—a su juicio— de los volúmenes impresos por los Soncino. En su camino salvó un reloj de arena de Acre que había pertenecido a su abuelo, un cáliz de plata y un plato de porcelana rojo con ideogramas chinos con el que un mercader había pagado parte de una compra de libros. De pronto el cielo nuboso se despejó, salió el sol y la crecida se detuvo en su temblor líquido. Sara abrió una de las ventanas y presenció, tras el oscilar de las embarcaciones, escenas de salvamento. Luego suspiró, inspiró hondo y se sumergió en una sala de las muchas y pequeñas que tenía su casa y que estaba parcialmente inundada. Con los ojos enturbiados, vio sillas desplazadas, ropa, vejigas de cabra para hacer manteca, una flauta de madera, sombreros de pana, cajas de botones, floreros de estaño y zapatos. Emergió del agua resoplando, volvió la cabeza y allí estaba, intacto, enorme, el tomo titulado Nashim, con sus leyes sobre la menopausia, el nazarenato, la educación. Sin duda era un milagro que estuviera seco. No sin dificultad, retrocedió, subió las escaleras y reapareció al fin en la biblioteca, cuyo suelo de madera estaba húmedo. Había allí más libros que hombres y ella, que era la única mujer, se alegró de haber salvado el sagrado volumen que hablaba de leyes y costumbres femeninas. Le sorprendió tanto que hablaran en voz baja de la calidad del trabajo de su hermano que se quejó de que hubiesen interrumpido, al ver que el agua comenzaba a retroceder bajo el lejano sonido de las campanas que lo anunciaban, la tarea de vestir las obras con retazos de vela para protegerlas. Luca la abrazó con lágrimas en los ojos y todos lanzaron al aire bendiciones en varias lenguas. Poco después, con los ánimos más calmados, alguien recordó que en todo accidente hay una cuota de revelación. Más allá del ventanuco que desde la biblioteca permitía ver el canal del color del plomo, dos palomas pasaron con un aleteo de alivio. EL MONASTERIO FRENTE AL MAR —Si el trabajo está hecho con amor—recordaban que había dicho san Patricio a sus discípulos—, hasta las piedras sonríen. Nunca un monasterio había estado tan cerca del mar en la abrupta costa de Irlanda, erigido con piedras arrancadas a las colinas cercanas hiciese buen o mal tiempo, bajo cielos en los que también las gaviotas parecían hablar de la alegría de las nubes. Enroscado sobre sí mismo, demasiado pequeño para albergar más de una docena de monjes, el monasterio tenía una biblioteca que miraba hacia las enfurecidas espumas y en la que nunca había un silencio completo, pues el canto del mar ascendía hasta allí para evocar la profundidad de sus secretos. Aún no habían llegado los días de Alcuino de York, el que sería consejero de Carlomagno, pero los libros miniados, las grandes páginas iluminadas con las notas de las misas cantadas, eran el tesoro más grande que recibían los abades al morir sus predecesores. Existía, respecto de la biblioteca, la superstición de que se si contaba el número exacto de ejemplares que albergaba, podría ocurrir una desgracia, llegar la peste procedente de las disolutas cortes inglesas o brotar lava ardiente del lugar más inesperado. Por esa razón, en caso de que los monjes hubieran contado alguna vez los libros y rollos, no lo confesaban a nadie. Se contentaban con enumerar, en voz muy baja, los libros de la izquierda o la derecha, los de color corteza de roble o los que. al abrirse, susurran la sabiduría de los primeros mártires con un acento griego inconfundible. Era cierto que, enclavadas en un paisaje verde esmeralda, rociadas por lluvias abundantes y azotadas por vientos despiadados, las piedras del monasterio sonreían. A su modo, los monjes eran felices; soportaban sus díscolas pasiones, el hambre constante y los dolores de cabeza con oraciones que extraían de sus rosarios de hueso de ciervo. El pequeño jardín de hierbas medicinales recibía los mimos y la atención de lona; la capilla grande, el cuidado de Columba; el altar mayor, la diligencia de las manos de Shanon. La biblioteca estaba al cuidado de un monje niño, precoz en la lectura y de memoria prodigiosa, una criatura que alguien había abandonado a las puertas del lugar una larga noche de verano en la que crecían, henchidas de dulzura, las manzanas. Traía consigo un trozo de pergamino en el que estaban escritas las santas letras alfa y omega que menciona el libro del Apocalipsis. Lo llamaron Líber y jugaron con él a ser padres y madres al mismo tiempo. Era mediocre para cantar, pero tenía, para el dibujo en las letras capitulares, el pulso firme de la garza que duerme sostenida por una de sus patas. El nexo entre la garza y Líber no era casual: a los nueve años encontró una de esas aves con un ala rota cerca de la charca contigua al manantial de Auxilius. La llevó al monasterio y la cuidó como si fuese su mejor amiga. Hasta le construyó, ayudado por Shanon, una alberca en la que soltaba lombrices del huerto y otros insectos. Su blancura lo deslumbraba y su elegancia le parecía un don de Dios. La pintó una docena de veces en el libro de horas que tardó tres años en copiar de uno más antiguo: con el pico hacia el cielo, dormida, despierta, con los ojos amarillos bien abiertos, pescando y observando su reflejo en el agua. Con gusto la hubiese tenido a su lado en la biblioteca. Con gusto le hubiese enseñado a cantar mejor que él, si es que las aves de su especie pueden hacerlo. El día de primavera en que la garza blanca se alejó volando, Líber, que no había llorado nunca, lo hizo, pero en silencio. El ser abandonado le recordaba su propio abandono. Dejó que las lágrimas le empañaran los ojos, fue a la biblioteca, se sentó en una silla no muy cómoda y se dedicó a escuchar el mar. Sus soplidos de inquietud viajera, su crepitar de espumas, sus silbos en las rocas perforadas de la costa, su quejumbre de olas que son absorbidas una y otra vez por la arena gruesa, su ronca voz de gigante cuya boca abarcaba todo el horizonte, su felicidad enrollada en olas y, por fin, su siseo en el dorado mediodía que los monjes cantaban con devoción. Estuvo horas, quizá días, sentado. En algún momento pensó en su madre real, que no había conocido, sino en el mar inmenso a los pies del monasterio. Nunca estaba solo y jamás abandonaba a sus caracolas y peces a menos que fueran pescados o que hubiesen muerto. Si era capaz de soportar el peso del monstruoso Leviatán, ¿qué dolor no seria capaz de lavar?, ¿qué soledad no disiparía?, ¿qué remolino que se hunde no acabaría por recoger en su seno? Líber se incorporó, fue hasta el estante en el que estaba el Líber somnium del hermano Leinster, lo abrió en la página que hablaba del sueño de Jacob con los ángeles que suben y bajan a lo largo y ancho de lo que parecía un almendro,suspiró y dedicó con voz casi inaudible un adiós de afecto a la garza fugitiva. QUMRÁN Las noticias de un desastre inminente llegaron en las alas de las golondrinas desde Jerusalén, negras y cortantes. El aire del verano estada cargado de malos presagios. Las albercas de los escribas olían a muerte y a sal, azufre y angustia, y eso a pesar de que el agua dulce de las piscinas y estanques procedía de las lluvias y riadas de la primavera y había suficiente hasta el próximo otoño. El incesante ajetreo de los esenios los llevaba de la sala de escritura de la biblioteca a las cuevas de las inmediaciones, de sus habituales mesas de trabajo a las colinas perforadas de cuya greda y arcilla se habían confeccionado las altas vasijas en las que se depositarían los rollos escritos. Frases de Isaías, contratos, salmos, recomendaciones para las fiestas del templo de la ciudad santa, algún que otro texto griego de astronomía y medicina y reflexiones sobre la verdadera naturaleza de los hijos de la oscuridad, que descendían hacia Qumrán en sus agitados caballos. Eran soldados de la X Fretensis, curtidos, sanguinarios, ignorantes y también hastiados del paisaje reseco que cruzaban. Ninguno sabía leer más que tres o cuatro palabras, su locuacidad dependía de un vino cada día más áspero y de los frutos de Jericó que llegaban a sus manos transportados por niños famélicos. Les habían dicho que quienes defenderían la biblioteca no tenían armas excepto sus fanáticos cuchillos. Los gastados correajes y el pectoral de cuero, roídos por la transpiración, les provocaban llagas en la piel. El escaso verde que veían dependía de tímidos y ocultos manantiales, la luz de los crepúsculos era del color del salmón destripado mientras que las noches eran de una belleza que cortaba el aliento. Racimos y racimos de estrellas que se volvían cada vez más escasos a medida que descendían hacia el que llamaban Mar de Sal. En la legión se hablaba poco, interjecciones e improperios. También los escribas y sus discípulos hablaban poco, un arameo dulce que fácilmente se agriaba cuando depositaban los tesoros de la biblioteca en las cuevas, una de las cuales estaba reservada a las ropas y partes de las cabelleras de los extintos maestros junto con sus mantos de rezar. Sellar las cuevas no era difícil, sobraba la piedra, la uniformidad del color de las rocas ayudaba al ocultamiento. ¡Cuántas palabras, cuántas leyes, cuántas historias de héroes y patriarcas habían sido, poco antes, vueltas a copiar y comentadas entre unos y otros con orgullo! Tal vez fuera cierto que era mejor salvar un rollo escrito que un hombre, un documento de valor incalculable que un amanuense de los que preparan tintas y pieles. Aun así, el miedo asomaba su verde rostro de lagartija y volvía a ocultarse entre las zarzas. Sabiendo lo que sabían y al presentir su fin, actuaban como si sólo les perteneciese el mañana, un mañana lejano en el que alguien descubriría lo que ellos estaban ocultando. Una labor de siglos yacería en el interior de las cuevas, rollos semejantes a fetos en los vientres de fría terracota; caligrafías perfectas, letras que seguían la inclinación de las lluvias y los movimientos de los reflejos solares sobre las aguas sanadoras; gemas y joyas de la biblioteca que se dispersaba pero no moriría. Se dividía para sobrevivir mientras sus copistas perecían por la espada o, peor aún, se convertían en esclavos. No moriría, no, la biblioteca, a menos que los legionarios hallaran las vasijas en las cuevas y decidieran destruir los manuscritos mientras buscaban oro, plata o cobre. La probabilidad de que eso ocurriera era escasa, pues antes de aniquilar Qumrán la X Fretensis ya sabía que debía proseguir su marcha hacia la elevada fortaleza que guardaban hombres armados. Tenían prisa y rabia y desprecio por partida doble los conquistadores, eran atrevidos en su andar y un coro de ronquidos torpes en sus sueños de gloria romana, en sus sueños de degüello y fiesta, mujeres lejanas y termas; en sus sueños de sal para seguir en marcha en medio de violaciones, órdenes y estiércol de caballo. Entre todos seguramente alguno habría visto volúmenes escritos en lenguas que ignoraba, muchos eran antiguos campesinos o pescadores, artesanos sin trabajo y ladrones. Entre todos ellos no llegaban a poseer un gramo de piedad. El rollo más enigmático de los que hallaron refugio en las cuevas era el que llamaban de cobre y registraba una lista de sesenta y cuatro escondites subterráneos dispersados por toda la tierra de Israel, los cuales contenían instrumentos rituales de oro, palas pequeñas, punteros para leer la Torá. candelabros y vasos labrados. Las referencias geográficas sobre su paradero eran escasas o estaban ocultas entre metáforas y epítetos. También eso sería encontrado alguna vez. De hecho, corría la voz de que quien hallase uno de los escondites descubriría que estaba unido a todos los demás por redes de túneles interconectadas o bien por una fina e inmensa telaraña de fuego. Era una de las tantas leyendas que los hijos de la luz fraguaban junto a sus lámparas y morrales vacíos. Antes, mucho antes de que los invasores cruzaran el mar y portando la máscara gris de los hijos de la oscuridad se dispusieran a conquistar lo desconocido, uno de los escribas de la biblioteca de Qumrán había dicho: —Escribimos para que el tiempo vuelva y la tibieza de la enseñanza no se enfríe nunca. Escribimos para iluminar el nexo entre las generaciones que ya no están y las que aún no han venido. EL HACEDOR DE PAPEL Cuando Caí Lun, el inventor del papel, era ya viejo, carecía de dientes y cojeaba a consecuencia de una caída, fue invitado al Jardín de los Perales en Flor por uno de sus cinco letrados, cada uno, se sabía, custodio de uno de los cinco pétalos de las flores de esos famosos árboles. En el interior del amable sitio de reposo y sabiduría que los reunía se alzaba una frágil biblioteca de bambú en la que sólo dormía un libro por vez. Lo escogían al azar, de otras bibliotecas. A veces era El libro de las libélulas rojas, a veces El catálogo de los cielos o bien Los sueños del señor tigre. Pasaba de mano en mano y cada uno leía en voz alta un fragmento que luego comentaban entre todos. En primavera los trinos de las oropéndolas y ruiseñores hacían caer alguna que otra flor de los perales. En otoño leían poesía y bebían té verde, en invierno licor de arroz y zumo de grosellas negras. Cuando nadie la visitaba, la biblioteca estaba por lo general vacía, pues como discípulos del Tao no le temían a la nada ni a su silencio. En ocasiones el libro escogido dormía una o dos noches allí, protegido por un estuche de seda. Cuando su dueño pasaba a buscarlo, se sorprendía de que los ideogramas no se quejaran de soledad o falta de cuidado. La biblioteca en cuestión era pequeña, sus cinco banquillos de bambú dorado no estaban asignados por siempre. Con respeto, emocionados, le cedieron uno de los asientos a Caí Lun. Las primeras impresiones de libros en papel circulaban desde hacía poco entre lectores y maestros, en cajas de madera pulida que olían a sándalo y a rosas. Coexistían con los volúmenes escritos en tablillas de palmera o bambú, pesaban menos y eran más prácticos. Le preguntaron sucesivamente al hacedor de papel cómo se le había ocurrido la idea y éste siempre decía lo mismo a los curiosos: —Vi unos trapos viejos y los herví, amasé una pasta ligera y la dejé secar, luego pasé un rodillo de jade por cada hoja, después de lo cual me alegré mucho y rompí a llorar. —¿Cómo es que de la alegría surgió el llanto?—preguntó uno de los asiduos al Jardín de los Perales en Flor. —Descubrí que lo muerto, lo inútil, lo inservible espera siempre la ocasión de revivir. Las estrellas viejas que caen empujan el polvo estelar que consolidará las nuevas— respondió Caí Lun—, Las hojas arrugadas y podridas del otoño renacen en el color a óxido de las setas, el estiércol acaricia la raíz de los nabos, las moreras sirven a las larvas de mariposas y éstas a la seda. En realidad lloraba dealegría. Se precisa toda una vida para experimentar un par de hallazgos buenos. —Deberías contar tu descubrimiento en un libro—dijo otro de los asistentes a la biblioteca. —Que otros se tomen el trabajo, a mí me satisface el leerlos. Aunque quisiera, no podría inventar otra cosa. Todavía guardo una hoja del primer papel que hice. Tiene el tamaño de una baldosa y su color es el de la yema de huevo duro. —Un buen libro tarda años en componerse—dijo otro de los asistentes—. Hace un mes leimos en el Viaje hacia el melocotonero de la longevidad que uno siempre tiene la edad del universo y no la que computan sus familiares. —Es cierto—respondió el hacedor de papel—. Ponemos límites y fronteras a lo que no tiene inicio ni fin. A veces tomo la hoja que me queda y la doblo hacia un lado y hacia el otro hasta que suena como la lluvia del verano en una fuente de cuarzo. Eso me basta para volver a llorar. Le ofrecieron un té en una minúscula taza y para agradecerle su visita le leyeron un poema anónimo que alababa la llegada del papel al mundo a fin de que los ideogramas volvieran de las patas de los pájaros que les dieron origen a las alas que los llevan de un país a otro. Alrededor de la biblioteca, los perales oscilaron un poco, pero su temblor pasó desapercibido. EL INCENDIO DEL TEMPLO DEL SABER Una hora después de que lo hiciera Artemidoro, el custodio de los libros de sueños y hechizos, llegó al umbral de la gran biblioteca Amr ibn al-As, el general que seguía las órdenes de Omar. uno de los cuatro califas justos. Como todas las cosas, ese año fue bueno para unos y malo para otros. El sol ardió en el desierto de la mirra y el incienso y las lluvias dibujaron en la arena veloces arabescos de su ir y venir. Alejandría retumbaba bajo el casco de incontables caballos. Apeándose del suyo y secándose la frente con un pañuelo verde, el conquistador dijo: —Cuánto saber y cuántas letras y cifras se concentran aquí para nuestro asombro. Lo que se revela busca la luz. pero lo que se recuerda ama la sombra. La vasta elocuencia de los libros puede ser estímulo o impedimento, insondable mudez o respuesta exacta. Una sorda pero muy pronto ígnea guerra entre lo uno y lo múltiple, lo singular y lo plural, lo abstracto y lo concreto, lo invisible y lo sensible estaba a punto de librarse. Su memoria llegó hasta el siglo XIII de la mano de Bar Hebraeus. que refiere la desesperada gestión de Juan Filópono, para quien trabajaba Artemidoro. Intercediendo ante el general, que dudaba sobre si quemar o no la biblioteca, el teólogo logró una prórroga. Amr solicitó por carta la opinión de Ornar: «Si esos libros están de acuerdo con el Corán—respondió el califa—, no tenemos necesidad de ellos, y si se oponen al Corán, debe ser destruidos». El fuego comenzó por el oeste. Artemidoro y dos hombres a su servicio pudieron sacar miles de libros sin que los soldados los vieran, pues la noche resaltó la voracidad de las llamas y ocultó las fugas y carreras de los funcionarios, que, cariacontecidos, recordaban que no hacía mucho Filópono había mandado destruir libros de antiguos rituales egipcios: un fuego llamó a otro y el desprecio de un hombre halló su eco décadas más tarde en la actitud de otro. Ardían Platón y Aristóteles, las crónicas de Beroso y los juicios de Hermes Trismegisto sobre el viaje del sol por el submundo. Tratados de medicina y manuales de momificación, rollos con dibujos del Nilo, sus animales y plantas. Enumeraciones de dinastías y descripciones de fronteras. Las nubes y las cenizas cubrieron las terrazas de la ciudad fundada por Alejandro. Amr ibn al-As era un hombre culto pero intransigente. Habituado a los ayunos y las soledades, creía que si los muchos libros empujan a la duda de uno solo, el inspirado, el elocuente, el que recogía la palabra del Rasul Allah, podía llenar la tierra de certidumbres nuevas. Por su parte, Artemidoro pensaba, con todo el dolor del mundo, que la irremediable extinción de la sabiduría y lo irrepetible de las obras perdidas fomentarían más violencia que la que ya había alrededor. Un hombre, el general, habría de culminar sus días orgulloso de aquel incendio. Otro, Artemidoro, había gemido de dolor al descubrir, en los días siguientes a la destrucción de la biblioteca, cómo la soldadesca quemaba los libros que habían escapado de las llamas para calentar después los baños públicos. Quemaban Calimacos y diálogos de filósofos, quemaban teoremas y premisas, odas y letanías. Amr leía fragmentos del Corán seguro de que eran un reflejo de la totalidad: Artemidoro, papiros sueltos mordidos por el fuego que hablaban del poder del agua. Para algunos, la historia del templo del saber y su destrucción a manos de Amr ibn al-As es una patraña, una mentira, un infundio que los sometidos crean para vengarse de los sometedores. Pocos, en cambio, sostienen que para el año 640 la biblioteca era un despojo viviente del que todos robaban uno o dos libros como si fueran piezas de caza que luego devoraban a la tenue luz de sus lámparas. En todo caso, ya había ocurrido un incendio en los días de César y Marco Antonio, y parte de lo perdido había vuelto a recuperarse con donaciones y copias procedentes de otras bibliotecas. Artemidoro, el custodio de los libros de sueños y hechizos, murió rodeado de personas que lo admiraban; Amr ibn al-As, en un minarete de color azul cobalto que él mismo había mandado a erigir en honor de los cuatro califas justos: Abu Bakr as-Siddiq, Ornar ibn al-Jattab, Uthmán ibn Affán y Ali ibn Abi Tálib. EL HONGO VIOLETA Los Archivos Secretos del Vaticano o, como se los llama entre los eruditos, el infinitus enim thesaurus, una inmensa biblioteca de silenciosos anaqueles, se expande, ramifica y contrae unos cuarenta kilómetros entre maravillas y nimiedades. Manuscritos de pergamino y papel, cartas papales, avisos, encíclicas, listados de compras, actas de notarías y ficciones interminables registran el flujo y reflujo de la Historia, sus resacas, revoluciones, crímenes y excomuniones: sus crónicas de guerra y sus postulados de paz: sus rencillas de palacio y aventuras amorosas. Los Archivos Secretos empezaron a formarse en los días de la lucha cristiana contra la Roma imperial y continúan aún con los pormenores y nombramientos de los prelados chinos. Desde la carta de la emperatriz Ming escrita en 1655 en una hoja de seda amarilla en la que pide que se envíen más misioneros jesuitas para facilitar las conversiones, hasta la historia del papa Clemente que narra su viaje a un campo de concentración en Crimea, territorio en que siguió predicando hasta que sus guardianes romanos lo ataron a un ancla y lo arrojaron al fondo del mar, donde los ángeles le erigieron una tumba de agua, todo está entre la Miscelánea y otros fondi innombrables. Lucila Montefiori, la más brillante experta en bibliotecas antiguas y su conservación, fue llamada a Roma para resolver un gran misterio: en la Sala de los Pergaminos, vecina a la Torre de los Vientos, millares de documentos tenían un tono purpúreo producido por un hongo de color violeta que nadie, hasta entonces, había sido capaz de controlar. Ni siguiera de identificar del todo. Con el tiempo, y si no se ponía coto a su avance, lo legible se perdería en un creciente mar violáceo, ilegible y frío. Era relativamente fácil luchar contra la carcoma o la lepisma, el famoso pececillo de plata cuya voracidad atravesaba siglos en días de manducación continua: fácil aislar una sala y sellar unos anaqueles, pero un buen día. o una mala noche, el violeta descolorido primero y luego las machas moradas volvían a avanzar absorbiendo a su paso las que fueron letras de Zósimo, León, Urbano: solicitudes de divorcio, permisos para saltarse los ayunos y anales que hablan de los pueblos bárbaros que aún no han conocido la dicha cristiana. Así como se oscurece y ablanda el papel secante tocado por el agua o la tinta, se enternecían y oscurecían los manuscritos atacados por el hongo violeta. Al principio Lucila pensó que estaba ante una mutacióndel Clitocybe nuda, cuyas esporas habían llegado a los Archivos Secretos en los días de la invasión napoleónica, esporas que prosperaban con el eco de los muertos y ante la ansiedad de los vivos. Parecía evidente que las vitelas violeta iluminadas con letras de oro de los días de Carlomagno se salvaban de esa peligrosa invasión, como si el violeta fuera un verdadero antídoto del violeta. Después, habiendo el teñido aparecido en un estante alejado, Lucila Montefiori pensó que los insectos y los hongos no siguen un plan racional, ni obedecen tampoco a una progresión geométrica: cualquier airecillo los estimula y la oscuridad los excita. Por lo tanto, la herencia carolingia había evitado el contacto por otras razones. La bibliotecaria inglesa leyó, en los mismos Archivos Secretos, las teorías de los colores de Goethe y de Portal, la Vitae magorum o Vidas de los magos de Randall el Tuerto, pues no se podía descartar, creía Lucila Montefiori, un sabotaje ancestral, un mal de ojo, una peste bibliofóbica, un sortilegio procedente de las estepas de Asia Central o la introducción, en la época de la revolución de 1917 en Rusia, de un veneno hecho de líquenes y musgos que prospera a costa de libros y de tintas. Donde la ciencia no llega, pensaba Lucila, renace la superstición. Donde los libros son atacados, los hombres lo serán después. Cuando llegó a la Vida de Apolonio de Tiana de Filóstrato, cuya biografía era muy parecida a la de Jesús, tanto que su idioma natal era el arameo, vestía ropas holgadas, llevaba una vida ascética, curaba enfermos, expulsaba demonios, resucitó a la hija de un centurión romano y se consideraba a sí mismo salvador de la humanidad, y dio con la idea de que los muertos van a cielos de distinto color, siendo el más elevado el del color violeta, Lucila se imaginó que los difuntos allí presentes, conservados en sus nombres y títulos, gentes eminentes y exploradores de portentos y ritos minuciosos, formaban un plasma siniestro hecho de venganzas y resentimientos. Es decir, que el cielo más alto en el que estaban tenía nostalgia de lo más profundo de la biblioteca, constituido por ciertas parcelas de los Archivos Secretos. De algún modo los muertos y demás fantasmas volvían para sentirse cerca de lo que fuera su mundo: las cortes, los palios, los jardines, los conventos, los palacios que los libros guardaban entre sus páginas heridas. Trató de devolverlos a su sitio con polvos, inyecciones, naftalinas y hierbas olorosas y bactericidas, pero nada podía hacer desandar su camino a las islas y círculos y óvalos que el hongo violeta iba colonizando a su paso, como si se tratase de la vanguardia de un ejército a la conquista de la oscuridad y la disolución de las letras. Finalmente, y tras consultarlo con los cardenales de los Archivos Secretos, los secretarios, los escribanos y los eruditos que allí trabajaban, se decidió que había que copiar lo que aún era salvable, lo que todavía podía ser descifrado. Las copias no serían, se entiende, como los originales, de la misma manera que, aunque parecido a él, siendo su contemporáneo, taumaturgo, sanador y poeta. Apolonio de Tiana no era más que un remedo de Jesús el rabí milagroso. Al volver a Londres tras meses de infructuosa labor profesional, Lucila Montefiori decidió que olvidaría por un tiempo su visita a los Archivos Secretos del Vaticano. Una mañana de febrero, paseándose por los jardines de la universidad en la que enseñaba, vio una radiante mata de violetas en flor y se dijo que el mismo color puede matar y resucitar, disolver una huella de la memoria y enseñar humildad a los hombres, cuyos sueños son aún menos duraderos que sus obras. EL OCULISTA DE CÓRDOBA Muhammad Al-Gafequi el oculista nació en la provincia de Córdoba en la primera década del siglo XII. Estudió medicina, se especializó en oftalmología en la luminosa ciudad andaluza y se perfeccionó en Bagdad. Su fama alcanzó bien pronto Toledo y otras ciudades cristianas, desde donde le solicitaban por escrito y a veces mediante esquemas las gafas y los lentes que requerían los cansados ojos de los traductores y los nobles que perdían visión por los golpes y caídas de caballo. Le interesaban la astronomía. las flores y las mujeres hermosas. Era de maneras elegantes pero lacónico. Escribió la Guía del oculista para su hijo y participó activamente en el cultivo y la aclimatación del jazmín que sus amigos Ali Rasuli y Abd Malik al-Garnati habían traído de Isfahán a España. También él creía que el perfume de esa flor era el mejor remedio contra la melancolía, porque a la par que enseñaba desprendimientos e indoloros adioses inspiraba bellezas y amores blancos. La correspondencia entre Córdoba y Toledo era irregular pero constante. Recorría valles y olivares, colinas verdes y suelos calcáreos a lomos de asnos viejos, tan valientes como sus portadores. Se solicitaban medicinas tales como el azafrán y el clavo de la India, usado como anestésico junto con el láudano de Italia y el opio chino, remedios que Córdoba, es decir, Muhammad Al-Gafequi, procuraba vender a los cristianos a buen precio. Su consulta estaba en su casa cordobesa, cuyo patio, protegido por aleros de teja lacada, poseía una fuente de bronce en la que el agua tenía un gusto a libertad y a melisa, pues la rodeaba un parterre de plantas aromáticas que cuidaba el hijo del oculista. La melisa y la albahaca viajaban a Toledo, de sur a norte, en las alforjas de los asnos; las sales de cobre y el mercurio, de norte a sur. Córdoba era entonces una ciudad famosa por sus baños y perfumes. La biblioteca del médico era pequeña pero luminosa, su suelo de ladrillo rojo y sus ventanas azul mar. Allí descansaban, con los ojos vendados, los pacientes a quienes el oftalmólogo había operado de cataratas. Fue el primero en hacerlo y con mucho éxito. Contrataba, para la ocasión, músicos que alegraran a los convalecientes y él mismo preparaba un té con menta de anchas hojas que todos bebían en silencio. Los pacientes deseaban que el canto de los jilgueros de máscara roja no cesara nunca y el cielo andaluz no perdiera jamás su abierta compasión. En la consulta se daban cita hombres y mujeres de toda geografía y condición. Muchos también eran médicos y acudían a su biblioteca para consultar en árabe clásico traducciones de los sanadores griegos, textos de álgebra y poemas místicos. Las conversaciones que allí tenían lugar iban a parar a la memoria sin fin del hijo de Muhammad. que también fue médico y operó, a diferencia de su progenitor, lejos de Córdoba. Un día le entregó a su padre una carta de Moise ben Tamar, un judío de Toledo que regenteaba una farmacia y tenía por socio a Alfonso Torres Bermejas. Moise conocía en persona al cordobés, Alfonso no. Descubrieron que tenía cataratas cuando él mismo comprobó que el cálamo parecía no llegar nunca al papel, los pinceles no alcanzaban la tinta deseada ni los crepúsculos eran brillantes o las albas transparentes. Ambos socios eran amigos de los traductores de la ciudad. Estaban al tanto de la precisión y el cuidado que Muhammad Al-Gafequi ponía en sus operaciones y decidieron viajar a Córdoba. Moise le traduciría al andaluz los sentimientos de Alfonso, y pagarían la operación parte en monedas y parte en sales, azufre y otros remedios procedentes del norte. Alfonso estaba aterrado, perder la vista se le antojaba un castigo divino. Moise ben Tamar, en cambio, tenía la certeza de que todo iría bien. Su padre le había transmitido el amor al árabe y al hebreo y la pasión por las pócimas y los perfumes. De las veces que había estado en Córdoba, sólo en una ocasión se había asomado a la biblioteca del médico. Ahora le llevaba de regalo una copia hecha por él mismo del libro Nafs-e Kolliya. El alma universal, del sufí Nur Qorb. Mientras su amigo y socio Alfonso descansara. tras la operación, él esperaba recorrer los anaqueles y leer con entera libertad lo que llamase su atención. Poco a poco, y a medida que se aproximaban a Córdoba, los embriagaban los limoneros y naranjos en flor. MuhammadAl-Gafequi prefería operar las cataratas en primavera y muy al principio del verano, ya que los colores son más intensos entonces y los pacientes se recuperaban antes. Mientras le suministraban láudano, vino y opio disuelto en agua de tilo, Alfonso alcanzó a ver el precioso instrumental del médico: navajas de acero de todo tamaño, lupas flexibles fijadas a la tiara que llevaría en la cabeza, lámparas y algodón. Moise ben Tamar sostenía la cabeza al paciente, y, una vez dormido, el hijo del médico le ató las manos. Era un acto de magia, una escena inolvidable para el farmacéutico de Toledo y habitual para el cordobés. Un acto de exquisita delicadeza y concentración. Sólo se oían las respiraciones y, más allá, el murmullo de la fuente rodeada de hojas de melisa. Cuando todo hubo transcurrido según lo previsto, llevaron al tambaleante Alfonso con una venda en los ojos a la biblioteca, recostándolo con cuidado en un lecho enmarcado de cojines de colores. Tal y como había pensado hacerlo mientras su socio descansaba, Moise ben Tamar repasó las estanterías, los manuscritos y los libros. Encontró un ejemplar del Anwa’-e nazar, Las diferentes miradas, de Sanai Kebir, lo abrió y leyó en voz alta primero en árabe y luego su versión en romance: «Existen dos tipos de mirada o de atención interior, la humana y la divina. La primera es que no te fijes en ti mismo. La segunda es que Dios se fije en ti. Mientras la primera mirada no abandone tu interior, la segunda no descenderá sobre tu corazón». Esa tarde y esa noche Alfonso Torres Bermejas las pasó repitiendo, a cada rato, una sola palabra: «gracias». —Todo es Su velo—le dijo al fin el médico tomándole la mano—: algunas de sus partes se descorren solas según sean nuestros méritos; otras, necesitan nuestra ayuda. El tesoro que descubren tus ojos no está en ellos, sino en la luz procedente del cielo. Al día siguiente una mariposa entró por error en la biblioteca y, ya sin la venda que cubría su frente, el de Toledo y el cordobés vieron que era roja, negra y beige. Moise ben Tamar seguía, entretanto, absorto en su lectura del libro escogido, un libro que, según supo más tarde, había tardado doscientos años en llegar a sus manos. —Si el ser humano supiera tanto de entrar como de salir— suspiró—, la felicidad sería una simple cuestión de párpados cerrados. EL ENCUADERNADOR DE AMBERES En la década de 1930 Jakob Gaad, el pulidor de diamantes, se dirigió al taller del encuadernador Dariel Fuchs llevando en las manos el ejemplar único de su libro El hombre más pequeño del mundo, personaje que había visto primero en sueños y luego en una calle muy estrecha de Amberes, haciendo malabarismos y pidiendo limosna. Nunca llegó a hablar con él, pero mientras pulía diamantes y facetaba cristales con una fina máscara protectora, más allá de sus oraciones y viajes por la transparencia y los quilates, decidió que escribiría su biografía. Por lo pronto, lo imaginó hindú y de la región de Malabar, que dio al mundo los juegos de bolos, comedores de fuego, mercaderes de especias y grandes matemáticos. Hindú por el color oscuro de su piel, las sandalias y la barba rala. Desde niño, Jakob Gaad amaba el circo, su olor a orines de león y deposiciones de elefantes, sus gitanos equilibristas y perros cantores, su bullicio dominical y sus grandes y frías carpas que los aplausos no lograban entibiar. De modo que Katán —así se llamaría su héroe—había abandonado el circo y sería liliputiense—pues su tamaño y aspecto así lo hacía suponer—, soltero y con voz de canario. Katán viajaría por países en los que Jakob nunca había estado ni estaría, y aunque obtenía su sustento poco menos que de la mendicidad callejera, era en realidad un príncipe experto en la recitación de sufras budistas. Dariel Fuchs recibió la obra y tomó nota: sus tapas debían ser de cuero rojo oscuro fileteado en oro, con el título bien visible y en letras sin ornamento. Conocía al pulidor de diamantes porque era asiduo de su biblioteca, situada junto al taller en un sótano cuyas paredes estaban revestidas de madera. Seis o siete personas, entre ellas una mujer, se reunían allí para estudiar textos místicos judíos y los siempre hermosos poemas de Ibn Gabirol de Málaga. Los libros de la biblioteca procedían de todas las regiones de Europa y algunas de sus tipografías eran tan minúsculas que casi todos los lectores usaban lupas en sus excursiones por las páginas. No fumaban, comían ni bebían allí. Se entregaban a abrir y acariciar los libros con la renovada esperanza de que alguna respuesta del más allá, proveniente de las remotas generaciones que. como ellos, habían estudiado, aprendido y olvidado, aportase a sus vidas consuelo y encanto, las claves y cifras de la dicha. Que la vida de su héroe Katán fuese más movida y oscura que la suya era comprensible hasta para el mismo Jakob. quien tarareaba nanas en flamenco mientras introducía los brillantes pulidos en los vasos de agua que los libraban del polvo. Desde la adolescencia no hacía más que trabajar y pulir, pulir y trabajar. Le encantaban las miniaturas persas y las actas matrimoniales en las que abundaban ilustraciones de las especies botánicas de la Fiesta de los Tabernáculos—cidro, mirto, sauce y palma—: aspiraba rape, bebía ginebra y comía pepinos encurtidos. Tal vez porque procedía de una familia de Teherán que se dedicaba al comercio de agua de rosas por parte de madre, y de flamencos de siempre por parte de padre, las cosas pequeñas y lejanas le fascinaban. Como casi todo el mundo en Amberes. Jakob hablaba varias lenguas. Su personaje de El hombre más pequeño del mundo hablaba hindi e inglés de las colonias. A diferencia de él, Katán no sería, decidió en su momento, un esclavo de la silla y las plegarias regladas; viajaría libre como el viento de aquí para allá y dormiría bajo puentes de piedra o en conventos, en ermitas de campo o en granjas en las que se pagaba la comida cantando con voz angelical. El encuadernador de Amberes no tenía por costumbre ojear ni leer los libros que le dejaban, pero una vez que hubo acabado de concretar el encargo de Jakob Gaad, empezó a leer El hombre más pequeño del mundo con creciente interés, absorbido tanto por el repertorio de aventuras increíbles que contenía como por la minuciosa descripción de su propia biblioteca. sus herramientas, sus rollos de pergamino de cabra, la cizalla, las tintas, las prensas. Formaba parte de esa historia, su vida y su entorno estaban en ese libro y eso le intrigaba y hasta le quitaba el sueño. Pasó un mes y Jakob Gaad no vino a buscar su encargo ni asistió, siquiera, al círculo de lectores del Zohar. Pasó un año y después otro, y justo cuando empezaba a olvidar el libro tras haberlo acabado, se despertó esa mañana con la reminiscencia de un perfume de sándalo impregnando ciertos rincones de su taller. Infructuosas resultaron las averiguaciones sobre la vida y el destino de su cliente y amigo. Vanas las suposiciones que sobre esto o lo otro acompañaban sus trabajos. No soplaban vientos propicios en Europa y menos en Amberes. donde una ola de desprecio e intolerancia recorría las calles. Una mañana sonó la campanilla de entrada a su taller y al levantar la vista Dariel Fuchs vio entrar al hombre más pequeño del mundo, Katán en la ficción, Rabindrah Gopis en la vida real. Liliputiense, bien formado, de ojos muy claros pero muy oscuro de piel, le saludó con cortesía y con las manos juntas a la manera hindú. Intercambiaron comentarios sobre el mal tiempo que hacía y cuando Dariel iba a preguntarle, tartamudeando, sobre vida y paradero de Jakob Gaad. el visitante se le adelantó: —Vengo por ese libro de ahí. El rojo con filetes dorados. El encuadernador de Amberes parpadeó, espiró como si fuera la última vez que fuera a hacerlo y oyó que Rabindrah Gopis le decía: —Después de todo, ¿qué es un libro sino un sueño alfabético del que el lector despierta antes o después? ¿Qué es un libro sino un remolino de hechos inexplicables? LA LECTORA DEL SHOGUN Izana fue una de las tantas kataribe onarradoras de historias que recorrían Japón contado cuentos, mitos y anécdotas jugosas de los héroes. Vivió hasta los ochenta años y residió en la corte de Ashikaga cincuenta de ellos. Era de complexión robusta, tenía una hija de padre desconocido que le ayudaba en sus labores domésticas y perfeccionó el arte de leer en voz alta del tercer Shogun del período Muromachi. En esos días Kioto era una fiesta de crisantemos, vino y canciones. La voz de Izana era grave, densa y lenta, al igual que su andar. Cuando el Shogun le preguntó cómo había aprendido a leer, la contadora le dijo que en el mercado, con los anuncios de los vendedores de frutas y verduras. Adoraba los faisanes y los lagos. Asociando un relato con otro ante la renovada felicidad de su patrón, determinó, al cabo de un tiempo, que el Shogun desplazara su oficio de lo oral a lo escrito y le pidió que crease y llevase una biblioteca para él con libros esenciales. Tres años empleó Izana en construir, a veces con sus propias manos, la Cabaña de Leer del Shogun. Estaba junto a un bosquecillo de bambú y su tejado era de cerámica azul. La paciente Izana viajaba de norte a sur y de este a oeste comprando libros a viejos eruditos sin descendencia, a familias que lo habían perdido todo en la guerra y a cortesanas que preferían vender sus recuerdos escritos antes que los kimonos bordados con imágenes de la primavera que habían hecho ellas mismas robándole horas al sueño. Los libros adquiridos llegaban a hombros de los porteadores o en carruajes desvencijados, eran revisados y limpiados cuidadosamente y luego situados en los nichos especiales de la Cabaña de Leer, a la que acudía lleno de curiosidad el Shogun. Izana no había dejado de contar cuentos, sobre todo a los niños pequeños que no podían dormir. Simulaba con cortesía que le gustaba la voz ronca del señor cuando leía en voz alta el Kojiki o Registro de las cosas antiguas. La biblioteca tenía su propio kami protector, un ruiseñor que apenas si dormía en una jaula de bambú. Al entrar en la sala de lectura. Izana saludaba al ruiseñor como si se tratase de una persona, y cuando el tiempo era bueno, lo dejaba un rato fuera para que tomase el sol y respirase el aire de los nísperos en flor. —Dices que todo lo que nos rodea es opacidad o enseñanza—comentó el Shogun—, opacidad cuando carece de significado y enseñanza cuando ilumina nuestros pasos por el mundo. —Así es—respondió la reputada narradora—. El propósito de los libros que aquí hemos reunido es que te devuelvan al instante anterior a su lectura para que. antes o después, te descubras descubriendo y disfrutes del entorno, sea tormentoso, gris o tejido con una nieve que no cesa de caer. El propósito de cada libro es acrecentar tu serenidad, afinar tu valor, desarrollar tu perspicacia. Un día, recorriendo los estantes, abriendo los kakemonos y las sedas pintadas que se mezclaban entre los libros, el señor de palacio que había mandado construir la pequeña Cabaña de Leer halló un libro cuyas páginas, vacías, estaban confeccionadas de espejos de bronce. Al principio le pareció un error, una broma. No tenía demasiado sentido que junto al cuento de Hiruko: el niño sanguijuela, La danza de Amaterasu o Iki imi, El canto de la vida pura hubiese un objeto semejante. —¿Cuál es su propósito? ¿Para qué están allí los espejos? —indagó el Shogun. —Para recordarte que uno no hace más que leerse y buscarse a sí mismo—respondió la narradora—. Como nunca se logra tener una identidad inamovible porque se es distinto a cada instante, uno recuerda, confecciona con el ayer su forma de hoy. Tus facciones son un manantial de rasgos cambiantes, una máscara blanda, un mapa de arrugas, una red excavada por el tiempo en tu piel. Los demás libros te pasean por mares, montañas, plantas, animales y vidas ajenas. Genealogías y descripciones de terremotos. Unos te remiten al origen de la música, otros a las bondades del fuego de cocina y las maldades de las llamas en los incendios. —¿Y? —El libro de hojas especulares te acusa y te recorta en el espacio, pero también vuelve impertérrito a su bruñida quietud cuando dejas de mirarlo. No te ha tragado en su abismo brillante, simplemente te ha dejado pasar. Obedece a tu sonrisa cuando sonríes y llora contigo si lloras. Este libro anónimo que al abrirse ve todos los demás libros de la Cabaña de Leer enseña lo único, la inmutable unidad; todos los demás, me parece, la infinita variedad del universo. —Quizá debería leerlo cuando entro a la biblioteca y cuando salgo de ella—dijo el Shogun. —Buena idea, mi señor. Fue entonces cuando el ruiseñor trinó con agudeza la comprensión que, como un cariñoso gato invisible, recorría el recinto. LA AVENIDA DE LAS BESTIAS A la hora más roja del crepúsculo, Cayo Vetulio, legionario de la III Augusta que recorría África buscando animales para la arena del circo romano, suspiraba bajo un parasol verde y se mojaba la cabeza con el agua que goteaba de un viejo odre. Había supervisado durante años el envío de leones de Mesopotamia y Libia, hipopótamos de un puerto egipcio, tigres de Hircania, leopardos, elefantes de la India y jabalíes de Germania, que, junto a los osos de Dalmacia, habían viajado muchas millas náuticas hasta llegar a Ostia, desde donde, enjaulados, marcharían hacia Roma para morir, tarde o temprano, en las venationes o despiadadas cacerías. Era un hombre aún joven, lleno de cicatrices en los brazos y en las piernas, proclive a cansancios y angustias cíclicas. que atribuía a su mal dormir. Si tenía suerte y sus protectores aceptaban licenciarlo y concederle un puesto menor en alguna administración, esperaba darle un giro a su destino en Roma, donde sus pocos y buenos amigos mitigarían sus penas con vino y placeres simples. Era su último viaje con animales. Entre sus amigos estaba Rufo, el médico y librero cristiano, que vivía en una calle oscura y estrecha no muy lejos del coliseo. Añoraba sus palabras y consuelos como el sediento el límpido manantial de su infancia. Pronto, con la primera estrella, la nave estaría cargada y las bestias que habían recorrido la avenida que conducía al suplicio en días de marcha forzada y escasos alimentos zarparían de Cartago, la maldita Cartago. Esa tarea de supervisor de animales había llegado a hastiarlo tras haberla preferido a las guerras y escaramuzas que dilataban las fronteras del imperio. Nunca eran suficientes los animales que iban a morir o matar, descuartizar y comer con desesperación a sus víctimas. No había bastantes ciervos de alta cornamenta, ni lobos o hienas irritables para abastecer los anfiteatros repartidos a lo largo y ancho de las colonias. La gente pedía más y más espectáculo. Los veranos se volvían pestilentes entre el efluvio de la carroña y el griterío de los prisioneros, los inviernos tristes y las primaveras desagradables, ya que a Cayo Vetulio las flores silvestres no hacían más que recordarle a su familia muerta en un incendio en Roma. El supervisor se giró, arrugó la frente y miró hacia la vacía avenida, en cuyos márgenes no crecía más que el páramo y donde se acumulaban excrementos de animales que él hacía apartar para que las siguientes bestias no dieran en ellos el pánico que sentían en esa maldita ruta por la que no habrían de volver jamás. Ya en altamar, Cayo Vetulio se mareó y vomitó. Si en un principio parecía entender la sed de los emperadores por la sangre derramada, al cabo de los años, consciente de su inutilidad, la estúpida vanidad que guiaba aquel interés por hacer sufrir a hombres y bestias le oprimía el pecho. Los únicos que parecían comprender ese desatino, ese crimen, ese sacrificio inútil, esa carnicería delirante, esa fiesta en la que el mármol blanco se teñía de rojo, eran los cristianos. Entre ellos Rufo. Pronto estaría en su casa leyendo y descifrando papiros coptos y estudiando la vida y obra de los apóstoles. En aquellos días de desprecio e ignorancia no había mejor refugio que entre los que creían en el alma, incluso en el alma de los animales. En Roma el destino le reservabaa Cayo Vetulio un inesperado y desagradable temblor: un terremoto leve que paralizó a los animales en sus jaulas y puso en pie a los nobles y sus invitados en el coliseo. Roma recibió, después, sus tambaleantes pasos y crecientes tristezas: fue a una taberna y bebió un vino barato. Para comer sólo halló lengua de bisonte en salazón y escabeche de ciervo. Volvió a la calle, hizo caso omiso del llamado de las prostitutas, le pareció que las antorchas lo acusaban de un crimen que no había cometido, tuvo más arcadas y sollozó antes de dirigirse a la casa de Rufo. Fue entonces cuando la ola del dolor animal le alcanzó como una palmada poderosa en plena espalda. Estaba hecha de estertores de rinoceronte, quejidos de oso, aullidos de lobo, bramidos de toros, chillidos de pájaros con fuego en las alas, penas de elefantes, resoplidos de onagro y siseantes jadeos de grulla. Y esa ola de dolor procedía del circo, y la espuma que en ella crepitaba lamentos y quejas era la múltiple voz de los esclavos muertos por la espada o el puño de hierro, y el revuelto mar del sufrimiento en el que casi se ahogaba le hacía sentir como un náufrago que se aferra a un delgado remo para salvarse del caótico rigor de una tormenta en pleno corazón del agua. Caminó durante horas dando tumbos, apoyándose en muros desconchados, escuchando jadeos de amantes furtivos y pisando, en los charcos de las lluvias recientes, lágrimas de otros que también podían ser las suyas. Cayo Vetulio vivía un remolino de emociones contrapuestas, un desgarrón de sentimientos por el que entraba, a raudales. la culpa. Se abrazó en silencio a Rufo, al que halló leyendo a la luz de una lámpara. Volvió a identificar los libros de su biblioteca, escasos pero cargados del consuelo que buscaba. Las tablillas de boj se le antojaron piezas de madera en el juego del perdón, porque era evidente que en los próximos días tendría que soltar a borbotones el lastre de su angustia. Perdón por sus errores pasados y por haber llegado tan tarde al arrepentimiento. Al principio los dos amigos se mantuvieron en silencio, adivinándose por la expresión dónde estaba cada cual, en qué encrucijada o vía muerta. Luego, al rayar el alba, el médico tomó una tablilla que contenía una versión latina de algunos salmos y leyó en voz baja pero clara palabras que a Cayo Vetulio le sonaron a fruta fresca y deliciosa. —Matar es fácil—dijo el médico cristiano, levantando la vista—, resucitar no. Matar puede saciar por un rato nuestra sed de omnipotencia, pero resucitar, crear y dar vida lleva la riqueza a las puertas de nuestro ser. EL DICCIONARIO DE LAS FLORES En las orillas del gran río, más allá del humo de las piras funerarias, al amanecer, el viejo botánico Nanda Rai decía sus plegarias quitándose de la boca el pequeño jazmín cuyo tallo mordía con dientes perfectos. Llegaron, unos tras otros, devotos de toda casta y edad que unieron sus cantos a los suyos. El aire olía a agua y a sándalo, aceite de mostaza y bostas ardiendo en las cocinas. El botánico residía en la casa del pandit Manu Rhada, su amigo y maestro, en cuya biblioteca revisaba su libro Saraca, el diccionario de las flores. Más baja que ancha, la biblioteca era el sitio predilecto de muchos peregrinos que dialogaban en voz baja sentados en esteras de paja. En sus vigas anidaban las lagartijas y alguna que otra serpiente. Los documentos más antiguos databan del siglo X, y los más recientes del siglo XX. Sagas, poemas y colecciones de himnos que Manu Rhada había logrado reunir en cuatro décadas de lector insomne. En el centro del patio al que daba la biblioteca crecía un arbusto de tulsi, la albahaca sagrada. cuya variedad de hojas moradas Nanda le había traído a su maestro del sur de Italia. En las orillas del gran río. en medio del ajetreo fluvial, con sus cargas y descargas de barcazas, la anciana Pariyata, viuda desde hacía un par de años, se disponía a remontar el Ganges. Tenía una hermosa cabellera blanca por la cintura y había heredado de su familia un poco de dinero que, administrado por uno de sus hijos, le llegaría vía postal a las oficinas acordadas de antemano. Pariyata era feliz, sonreía a quienes como ella harían el gran viaje. Se detendría en Tripura, donde tenía alguna familia, caminaría al azar y remontaría el río sintiendo en sus manos los cambios de la temperatura del agua. Vería el adiós de los lotos y la excitación de los cuervos en cielos sin nubes. Junto a ella había gente de Orissa. de Bengala y de Bihar. La meta de todos era la polifónica ciudad de Benarés, cuya muchedumbre se movía al son de los rezos y los funerales. Morir allí era atravesar sin grandes dificultades las puertas del cielo y observar, en la rueda de las encarnaciones, el posible rostro del futuro más allá de las máscaras de las estrellas. Nanda Rai sabía que su Saraca, el diccionario de las flores, no sería completo. La Saraca indica, flor también llamada astiok, ‘sin dolor’, ‘sin pena’, definía a las claras su estado de ánimo en esos días. Era ésa la flor que anunciaba la primavera. De ella se decía que se abría cuando la rozaba el pie de una mujer. Era la flor que en el Ramayana protege con colores y a manera de sombrilla a Sita en el profuso jardín de Ravana. Siendo Benarés la ciudad del bien morir, no estaría mal, no, expirar en el patio de la biblioteca, a medianoche, cuando la luna de Chandra está llena de soma, la bebida de los dioses. Tras leer alguna de las cientos de páginas que contenían sus dibujos de la cadamba, el jazmín y el loto azul, Nanda Rai se acostó. Ajustar las palabras de su obra era imperioso, el broche final, el epílogo justo para una vida dedicada a coleccionar historias y mitos florales. La botánica había sido y era. aún, la pasión de su vida. Pero las tardes y noches de lectura silenciosa daban para más: podía, de quererlo así, repasar la vida de su admirado Linneo, los cuentos de la muerte del Buda que narraban lluvias de pétalos de colores sobre su cabeza fría; podía visitar los anaqueles que esperaban manos cuidadosas que abrieran las leyes de Manu, leer otra vez los edictos de Asoka. los versos de Tagore, las crónicas de caza de los príncipes Madrás, tan heterogéneo era el gusto bibliófilo de su anfitrión, y tan vertiginoso su saber y tan cálida su paciencia. Fuera, los visitantes llegaban sin interrupción a la ciudad santa: dentro, las letras de los libros consignaban siglos de guerras y epopeyas llenas de monos y elefantes. Pariyata la peregrina llegó a Benarés y escogió una hospedería para mujeres de su casta, en la que había reservado previamente una ascética habitación de paredes blancas que daba a uno de los muros de la biblioteca de Manu Rhada, en la que trabajaba el profesor de botánica, cuyos sueños se perdían entre la flor de la yuthika, el blanco jazmín que visitan las abejas amigas de Krishna y la perfumada champaka de Kama. el dios del amor. El diccionario que estaba a punto de dar a la imprenta seguía un vago orden alfabético en su inglés de Delhi, porque lo importante en él era facilitar al lector un repaso a la vida e influencia de esas criaturas cada vez más raras y difíciles de localizar, las flores. La India entera consumía en exceso claveles y lotos, más aún que el magro arroz de los pobres. Puesto que los dioses tienen adoración por las flores, lo mejor para atraerlos era venerarlas en sus rincones de crecimiento, en florestas, jardines o huertos privados. Cultivarlas, cortarlas y ofrecerlas. De niño, Nanda arrancaba pétalos para ofrecérselos a su madre; de adulto, evocaba a su madre en cada entrada floral al diccionario. Cuando un destino humano va a cruzarse con otro suele tener al clima por mensajero. Puede ser un tibio amanecer compartido junto a un río. el jolgorio solar de una boda o un refugio subterráneo en la cripta de un templo; puede ser un accidente, una muerte, una tormenta súbita que señala un toldo color naranja bajo el cual los paseantes se refugian, un toldo como el que reunió a la peregrina con el botánico. Eran las tres de la tarde, el diccionariode las flores estaba casi listo. Pariyata venía de ofrendar fruta y cereales al río. Se miraron como si en ese rincón del universo, más allá de las leyes exclusivas que separan a hombres y mujeres, casta de casta, edad de edad, profesión de profesión, más allá de la labor cantarína de lluvia y el perfume que subía de la tierra al cielo, más allá de lo lícito e ilícito, de lo increíble y lo obvio, un hombre y una mujer descubrieran que no hay distancia real entre ellos. Fue suficiente que ella dijera su nombre, Pariyata. para que él temblara de emoción al recordar el dibujo que había hecho de esa flor, la Nyctantnes arbor-tristis. Un don, una joya del árbol celestial que el señor Krishna había traído del cielo. —No es común tener el nombre de una flor tan importante —dijo el botánico a la anciana que. como él, disolvía su aprehensión en suspiros mientras la lluvia golpeaba contra el toldo naranja. —Ni tampoco—sonrió ella—que un desconocido te cuente historias sobre ti misma que desconoces. Sin más deseo que compartir su saber. Nanda le había dicho que dos de las esposas de Krishna, Satiá Bhama y Rukmini. se habían peleado por la posesión del árbol celestial. Razón por la cual Krishna decidió plantarlo en el jardín de Satiá Bhama de manera tal que al abrirse las flores lo hicieran en el jardín de Rukmini. —Krishna—comentó Pariyata—, ese seductor empedernido, ese incansable polígamo. —Pariyata—dijo el botánico—, esa flor irresistible. Cuando dejó de llover, él se ofreció a acompañarla, y al ver que se hospedaban uno cerca del otro, en un gesto de adiós provisorio, comprendió en un instante que su libro, Saraca, el diccionario de las flores, había suscitado ese grato encuentro. Nada se aleja demasiado de nuestras huellas, nada es del todo fortuito. Al volver a la biblioteca, la encontró más acogedora si cabe. Pariyata. por su parte, y antes de dormirse, comprendió que, como los hilos de oro en un sari, los caminos humanos se tejen, a veces, para una fugaz iluminación mutua. EL CÁNTARO ENTERRADO En los días posteriores a la conversión de Constantino, en el siglo IV después de Cristo, se alzaron las voces antes sumisas y luego autoritarias de los obispos, diáconos y sacerdotes contra toda suerte de herejías, filosofías y saberes que no fueran los ortodoxos. Era el eco ronco de la intransigencia, el murmullo del dogma contra el silencio de los sabios que moraban en los desiertos y pequeños caseríos. No porque callasen, sin embargo, aceptaban éstos el flujo de rencor y desprecio que los acechaba progresando de norte a sur, de las ciudades grandes a las pequeñas o a los oasis en los que se cruzaban viajeros de distinto origen y mercaderes que comerciaban con ámbar y canela. Una creciente inquietud recorría las dunas ondulantes, los paisajes se encogían, igual que los monasterios y las ermitas. No había bastantes porqués para justificar la sistemática carnicería que desde la sede imperial se planeaba. Sus emisarios viajaban a pie o en pollinos, oyendo en sus hirsutas cabezas el martilleo constante del desprecio, órdenes irrevocables y sentencias divinas. Anastasio, el maestro ciego de san Pacomio, se ofreció voluntario para sacar de la biblioteca los libros que había leído y estudiado cuando aún veía. Lo guiaría una joven sirvienta de quince años, Nerea. Antes que los perseguidores llegaban las admoniciones, y antes que éstas las proclamas y los cuchicheos que anunciaban destrucción y quema de documentos. La vasija de terracota en el que se introdujeron los rollos con las palabras de Tomás Dídimo y las parábolas de Felipe, los testimonios de la verdad transmitidos desde los días del maestro hasta entonces, era tan alta como Nerea la sirvienta. Escogieron un pollino, cargaron provisiones y se pusieron en marcha. Enterrarían todos esos documentos de noche, a la luz de una vela, esperando tiempos mejores o bien que el mismo Dios los recuperara cuando pudiera. Entre los textos que debían salvarse estaba La maldición del disenso, que evocaba las riñas entre los saduceos de Jerusalén y los esenios o puros del mar Muerto, y que tras describir descuartizamientos y castigos, maldiciones eternas y banquetes sangrientos, acababa diciendo que lo que une a todos es lo que no se ve. lo invisible. en tanto que todo lo que cae bajo el insaciable espectro de la mirada se divide y separa una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Anastasio el ciego lloraba en silencio mientras los hermanos introducían los códices en la vasija. Quiso vislumbrar el futuro, una mañana radiante para las llamadas mentes perfectas, pero ni los benevolentes ojos de su alma percibieron otra cosa que un horizonte de crueldades infinitas, rencillas constantes y torturas. La fresca penumbra de la biblioteca, en la que aún quedaban libros y evangelios, retenía un olor a viejo pergamino y hábitos monacales. Decidieron dejar en las estanterías trazos y restos del mensaje mesiánico, pero no lo esencial de la gnosis. No la alusión a los verdaderos misterios transmitidos por el maestro de Nazaret. Mil seiscientos años después del ©cuitamiento de la parcela más valiosa de la biblioteca de la comunidad de los justos, cerca de la población de Nag Hammadi, a los pies de la montaña de Jabal al-Tarif, mientras recogía con sus hermanos sabakh la tierra blanda que servía como fertilizante para sus huertos, Muhammad Ali al-Samman dio con una vasija de terracota que medía poco más de un metro. Temió que al romperla surgiese de ella un jinn, un fantasma o espíritu maléfico. Los hermanos discutieron entre sí acerca de qué hacer, hasta que tras un largo y expectante silencio decidieron cuartear el recipiente con un golpe de azada. Decepcionados por no encontrar oro ni plata, ni siquiera un magro tesoro sino trece papiros encuadernados en cuero, suspiraron al unísono. El desencanto desdibujó sus facciones. Aún les dolía el asesinato de su padre, aún tenían la esperanza de salir de la pobreza. Tal vez ese hallazgo, vendido a buen precio en el mercado negro, les brindaría la ocasión de vengarse. Al volver a su casa de al-Qasr, Muhammad depositó los libros y las hojas sueltas sobre la pila de paja amontonada en el suelo, cerca del horno. Anastasio el ciego escogió el lugar del enterramiento con su báculo. Luego se arrodilló, le dijo a Nerea que sostuviese bien alto el cirio encendido en tanto él cavaba con sus propias manos primero y con una piqueta después hasta finalizar, agotado, su tarea. ¿Qué harían ahora, bajo el pedregoso suelo, las palabras del Evangelio de Felipe, las voces precisas y preciosas del Evangelio Apócrifo de Juan, El testamento de los doce patriarcas, El libro secreto de Jaime y en especial el documento Sobre el origen del mundo? Tal vez los leyeran los gusanos a pesar del cierre casi hermético del gran cántaro, quizá alguna antigua momia egipcia, despertada por las injusticias del mundo, los sacase de allí y los transportase a un lugar más seguro. El fuego del sol juzgaría a los hombres, la prueba de la soledad fortalecería a los creyentes y aturdiría la mente de los perseguidores. El fuego del sol haría su trabajo. Mil seiscientos años después de que fueran escritos, Umm- Ahmad, la madre de Muhammad. tocó lo que no podía leer. La maldición del disenso y otros documentos que no tardó en arrojar al fuego. Hizo arder los nombres de Magdalena y de Jesús, las enseñanzas de Pedro y El canto de los pájaros felices. Hojas sueltas, cartas en copto y en griego, pantáculos con la palabra amén en hebreo, varios salmos copiados en tinta roja. Muy pronto el fuego se avivó, devorando con prisa los secos papiros. Muhammad no pudo impedirlo, pero detuvo la ajada mano de su madre y le comentó que pensaban vender el resto. Días más tarde supieron que Ahmed Ismail, el asesino de su padre, merodeaba por los alrededores. Sospecharon que había recibido un soplo del hallazgo y decidieron asesinarlo. Cayeron sobre él como las langostas de la plaga bíblica sobre los palacios de los faraones, le cortaron las extremidades con los azadones que su madre había
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