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CONTENIDO
Créditos
PSICOLOGÍA CLÍNICA Y PSICOTERAPIAS. CÓMO ORIENTARSE
EN LA JUNGLA CLÍNICA
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1. LA PSICOLOGÍA CLÍNICA: QUÉ ES Y DE DÓNDE
VIENE
Definición y delimitación
Utilidad de mirar a la historia
El paso de la teología al humanismo
La Ilustración
El mesmerismo
La primera gran reforma
El siglo XIX
Las guerras mundiales
Excurso: La iatrogénesis
CAPÍTULO 2. EL PARADIGMA MÉDICO EN PSICOLOGÍA
Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia
Los postulados del modelo biomédico
La visión biomédica de la locura
La investigación en psiquiatría biomédica
Razones para el éxito de la psiquiatría
Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas
Excurso: El problema del dualismo mente-cuerpo
CAPÍTULO 3. LOS MODELOS EN PSICOLOGÍA: MODOS DE
ENTENDER LO PSICOLÓGICO
Cómo moverse por la jungla clínica
Los modelos psicodinámicos
Cómo aparecen las ideas de Freud
Características del psicoanálisis
Importancia y valoración de la obra de Freud
El conductismo
La aparición de la terapia conductual
Los principios conductistas en psicoterapia
Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica
El modelo cognitivista
El posicionamiento cognitivista en clínica
Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas
La psicología humanista
Excurso: el conductismo se vuelve humanista
El modelo sistémico
La teoría de sistemas y la familia
Principales escuelas sistémicas clásicas
Valoración del modelo sistémico
Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo
CAPÍTULO 4. CRITERIOS DE NORMALIDAD EN PSICOLOGÍA.
INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA
Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo
Criterios de anormalidad
El criterio ontológico
El criterio normativo
El criterio estadístico
El criterio de emergencia psiquiátrica
El criterio de sufrimiento subjetivo
El criterio legal
Criterio de disfuncionalidad
Anormalidad como conducta adaptada
Anormalidad como control social
¿Cómo manejar este enredo?
CAPÍTULO 5. LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN Y EL
DIAGNÓSTICO EN PSICOLOGÍA
Nosologías psiquiátricas
Qué es y qué no es el DSM
La clasificación actual
Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia
Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos
cognoscitivos
Trastornos mentales debidos a enfermedad médica
Trastornos relacionados con sustancias
Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos
Trastornos del estado de ánimo
Trastornos de ansiedad
Trastornos somatomorfos
Trastornos facticios
Trastornos disociativos
Trastornos sexuales y de la identidad sexual
Trastornos de la conducta alimentaria
Trastornos del sueño
Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros
apartados
Trastornos adaptativos
Trastornos de la personalidad
Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos
CAPÍTULO 6. CONCEPTOS DE CAMBIO
¿Qué es la psicoterapia?
¿Qué se hace en psicoterapia?
El psicoanálisis
Terapia de conducta
Terapias cognitivas
Terapias humanistas
Terapias sistémicas
El ciclo vital
Técnicas sistémicas
Excurso: a vueltas con las adicciones
BIBLIOGRAFÍA
 
Créditos
Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla
clínica.
© del texto: Yolanda Alonso Fernández.
© de la edición: Editorial Universidad de Almería, 2013
© fotografía de cubierta: Carlos Salvo Luengo.
publicac@ual.es
www.ual.es/editorial
Telf/Fax: 950 015459
 
 
ISBN: 978–84–15487–80–7
Depósito legal: Al 620–2013
Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello
 
Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y
comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional
mailto:publicac%40ual.es?subject=
http://cms.ual.es/UAL/universidad/serviciosgenerales/editorial/index.htm
Psicología clínica y psicoterapias.
Cómo orientarse en la jungla clínica
 
 
 
 
PRÓLOGO
La idea de componer este libro nació en un contexto educativo, como
recopilación de las enseñanzas que durante algunos años impartí a
alumnos principiantes de Psicología y de las que ellos me impartieron
a mí. Esto quiere decir que la forma que ha tomado la materia que se
expone está determinada por el feedback proporcionado por aquellos
estudiantes que lograron comunicarme, de una u otra forma, qué
clase de ejemplos o qué tipo de explicación les resultaba más útil
para comprender los asuntos que se manejaban en las clases. El
resultado es un sucinto libro de texto, o de enseñanza básica, aunque
no necesariamente para el estudiante de una asignatura concreta, ni
siquiera para estudiantes de Psicología. Pretende ser un libro
ilustrativo, informativo, global y ameno sobre las intervenciones
psicológicas en general y sobre las psicoterapias en particular, que
introduce ideas, problemas y conceptos característicos de este campo
de conocimiento con intención didáctica. A pesar de que aborda
cuestiones básicas y de que uno de sus objetivos principales es que
resulte de fácil lectura, no es sencillo en todas sus páginas, como no
lo es en todas sus facetas el tema del que trata.
Se comienza con un repaso histórico de la psicología clínica como
disciplina científica. Aunque hoy en día su presencia en nuestra
cartera de recursos sociales se da por sobreentendida, la psicología
clínica nació en realidad hace muy poco tiempo, y proviene
históricamente por igual de las tradiciones psicológica y médica. En el
primer capítulo veremos los episodios sociales, políticos y científicos
de la historia que han marcado su devenir. También se presentan
algunos asuntos controvertidos dentro de la psicología que afectan
también a su rama clínica, como la polémica entre el pensamiento
organicista y el no organicista, que pese a su largo recorrido histórico
está aún lejos de resolverse, o el dualismo mente-cuerpo,
cuestionado también desde hace décadas pero del que la psicología
no se ha desprendido todavía.
Los siguientes dos capítulos están dedicados a las diferentes
perspectivas que compiten en la comprensión de los trastornos
psicológicos, que es lo mismo que decir los diferentes modelos
teóricos en psicología clínica. Cada modelo supone en último término
una conceptualización diferente de la naturaleza humana. ¿Qué
somos? ¿La expresión de la actividad de un sistema nervioso? ¿El
resultado de pulsiones y conflictos intrapsíquicos? ¿O seres
inseguros en busca de identidad y sentido? Dependiendo de la
posición que tomemos ante esta cuestión, daremos un tratamiento
diferente a nuestros pacientes (clientes, usuarios o consultantes,
como se quieran llamar). De entre todos los modelos, es de rigor
empezar por el organicista-biomédico, pues es históricamente el
primero y el de mayor relevancia social y económica a día de hoy. Se
le dedica íntegramente el capítulo 2. En el capítulo 3 se repasan los
principales modelos teóricos psicológicos que han generado escuelas
clínicas dentro de la psicología. Para cada uno de ellos se exponen
los postulados de los que parten, sus formas diferentes de entender lo
psicológico –y a la postre la naturaleza humana– y el contexto y las
razones de su existencia. Para terminar, se valora cada uno de ellos
de forma crítica.
Podría parecer trasnochado presentar un desglose de modelos en
psicoterapia, ahora que la tendencia a la rivalidad parece haber
cambiado por la disposición a la búsqueda de lugares comunes. Pero
mientras esa esperada convergencia llega y no llega, sigue siendo
necesaria una guía para desenvolverse en la confusión de terapias y
de direcciones clínicas posibles. Además, por mucho que una
propuesta integradora deje algún día obsoletos al psicoanálisis y a la
modificación de conducta, éstos siempre formarán parte de la
disciplina, aunque sea como la historia necesaria para entender cómo
ha devenido esa aglutinación que contenta a todos.
Después de esto se aborda un problema especialmente complicado
en psicología clínica, que es el establecimiento de un límite entre lo
normal y lo anormal, psicopatológicamente hablando. Existen muchas
argumentaciones diferentesque intentan definir esta frontera, pero se
trata de un asunto sobre el que no existe acuerdo en absoluto. En el
capítulo 4 se presentan los criterios de anormalidad más utilizados o
de más peso, ya sea teórico o práctico, y se analizan a la luz de su
utilidad y de los problemas a los que remiten.
Una vez explorados los criterios de anormalidad, el siguiente
capítulo se dedica íntegramente a la anormalidad psicológica
entendida desde la visión más ortodoxa y académica del trastorno
mental. Se exponen las principales categorías diagnósticas y
patologías que distinguen los manuales diagnósticos al uso, con
referencia principalmente al DSM (Manual diagnóstico y estadístico
de los trastornos mentales), sobre el que se explican también su
razón de ser y sus utilidades. Se intenta sobre todo entender cuáles
son los criterios que utiliza el manual para incluir unos u otros
trastornos y para agruparlos.
Por último, el capítulo 6 está dedicado a las diferentes formas de
actuar que se pueden encontrar en las consultas de psicoterapia.
Como hemos dicho, la investigación en psicoterapias cada vez
invierte más en la búsqueda de los elementos que son comunes a
todos los modelos. Probablemente en el futuro la psicoterapia se
basará en el conocimiento de esos factores, mientras que las
diferentes escuelas pasarán a ser estilos personales de trabajar, más
que los determinantes del trabajo que se hace. Pero a día de hoy, lo
que ocurre en las consultas de psicoterapia depende sobre todo de la
escuela en la que se ha formado el psicoterapeuta y por lo tanto del
“idioma” que utiliza para la reconstrucción del problema clínico que le
presentan. En este capítulo se verán algunas de esas transcripciones
clínicas, las más representativas de las psicoterapias actualmente en
el mercado. Al final se utilizará el ejemplo del consumo de alcohol
para hacer una comparación de todas las perspectivas.
 
Capítulo 1. La psicología clínica: qué
es y de dónde viene
Definición y delimitación
La psicología clínica es una rama dentro de la psicología. La
disciplina de la psicología abarca un campo muy amplio y por ello es
difícil de definir. Dependiendo del diccionario o del manual que
utilicemos, la psicología es la ciencia de la conducta, de los procesos
mentales, del alma, puede ser una parte de la filosofía o una ciencia
de la salud, un arte curatorio o una disciplina experimental.
Probablemente es todo eso. En todo caso, la psicología clínica es,
dentro de ese gran mar de conocimientos y prácticas, la parte
interesada en los problemas psicológicos y en la conducta anormal
(aunque señalar qué es normal y qué anormal en psicología es muy
complicado, como se verá en el capítulo 4). Eso quiere decir que se
ocupa de procesos que ocurren en personas individuales o en grupos
pequeños, la familia como mucho –en eso se diferencia de la
psicología social– y en lugares donde trascurre la vida real –en eso se
diferencia de la psicología básica, más interesada en reproducir
procesos psicológicos en los laboratorios para comprender su
funcionamiento básico y enunciar generalidades–. La psicología
clínica es la parte de la psicología que se ocupa del sufrimiento, y su
razón de ser y objetivo último es aliviarlo.
Dentro de la psicología clínica existen campos variados de trabajo,
pero su foco principal recae siempre sobre problemas humanos de
índole personal o interpersonal. Ludewig (1996) ofrece una
interesante definición de la materia con la que trabajan los psicólogos
clínicos. Los problemas clínicos se caracterizan, en primer lugar, por
ser problemas de la vida, diferentes de los problemas técnicos o
políticos. No se trata por lo tanto de desafíos objetivos (arreglar el
grifo de la bañera o conseguir una hipoteca) ni de debates
intelectuales (decidir si la guerra está justificada, convencer de que
los espacios naturales se protejan), sino de escenas de la vida
cotidiana en las que se repiten momentos de dificultad. En segundo
lugar, en los problemas clínicos el comportamiento o manera de ser
de una persona es valorado negativamente por ella misma o por
otros. Es decir, esa forma de ser o de hacer las cosas desencadena
sufrimiento o emociones negativas en alguien. Alrededor de esas
valoraciones negativas comienzan a ocurrir acontecimientos variados,
destinados principalmente a corregir el comportamiento original, pero
que además encierran una demanda implícita de que alguien cambie
algo, de modo que todo ello se enreda en una malla de quejas y
acusaciones mutuas. Cuando los intentos de corrección fracasan y
las reacciones de sufrimiento que genera la conducta original son tan
importantes que empujan a los afectados a consultar a un profesional
–el psicólogo clínico–, entonces éste reformulará el problema que le
explican sus consultantes en función de la teoría clínica en la que se
ha formado (conductista, psicoanalista, etc.). Ya tenemos un
problema clínico. Un problema clínico en psicología entonces no es
subjetivo ni objetivo, tampoco es un estado de cosas. Es la
reformulación por parte de un profesional de una forma continuada de
actuar de alguien que genera sufrimiento en sí mismo o en otros. A
estos problemas generalmente suele llamárseles “trastorno
psicológico”, o si nos parece muy grave incluso “enfermedad mental”,
aunque veremos a lo largo del libro que ambas denominaciones son
desafortunadas.
Desde hace algunos años, al campo de trabajo de la psicología
clínica se puede añadir casi todo el campo que tradicionalmente ha
estado reservado a la medicina. Los avances de la psicología desde
mediados del siglo XX y los cambios en las formas de enfermar en los
países avanzados, más relacionados con los estilos de vida que con
gérmenes o contagios, han redundado en que la psicología tenga
mucho que decir sobre el sufrimiento generado por los problemas de
salud, tanto en lo relativo a paliar sus consecuencias, como a evitar
que aparezcan, como incluso a tratar las enfermedades en sentido
estricto. Por eso en muchas ocasiones los términos “psicología
clínica” y “psicología de la salud” aparecen juntos, como en los títulos
de másteres y cursos de formación, en las divisiones de perfiles o
asociaciones profesionales, etc., de forma que casi han llegado a
formar un ámbito nuevo: la psicología clínica y de la salud.
La psicoterapia es una de las actividades más importantes y
conocidas de la psicología clínica, pero no la única. La psicología
clínica comprende también el estudio de la etiología de los problemas
clínicos, es decir, el análisis de las condiciones en las que suelen
aparecer; su evaluación, que consiste en la puesta en marcha de
procesos sistemáticos de obtención de información (tests
estandarizados, por ejemplo) que pueda ser relevante en la toma de
decisiones clínicas; su clasificación, que sirve para mantener la
información clínica ordenada y poder manejarla y compararla; el
diagnóstico, o proceso de identificación de trastornos previamente
definidos por los manuales; la epidemiología, o estudio de cómo se
distribuyen los trastornos psicológicos en las poblaciones. Es en la
parte de intervención donde encontramos la ya mencionada
psicoterapia, aunque la intervención psicológica incluye también otros
procedimientos no estrictamente psicoterapéuticos, como los
preventivos, la rehabilitación y el consejo o asesoramiento
psicológico, que últimamente recibe los nombres anglosajones de
coaching o counselling.
Como cualquier disciplina científica –aunque quizá más, por ser su
objeto de estudio complejo donde los haya–, la psicología clínica se
enfrenta a ciertos problemas no resueltos que atañen a la psicología
en general, pero que en clínica adquieren una proyección práctica y
por lo tanto toda su dimensión. Se trata de asuntos más bien de
carácter filosófico (epistemológico, ontológico), es decir, de
asunciones de base. Por ejemplo: hasta qué punto debemos
considerar los problemas psicológicos asuntos delcerebro; si los
trastornos psicológicos son o no enfermedades; si cabe hablar de
“causas” cuando se analizan los problemas clínicos. A través del libro
se irán presentando cuestiones de esta índole con el objetivo de
llamar la atención sobre ellas y mantenerlas sobre la mesa, pues lejos
de pertenecer exclusivamente al ámbito de la discusión intelectual,
determinan de forma muy relevante qué trato, en todos los sentidos
de la palabra, le damos a las personas que presentan problemas
clínicos.
 
Utilidad de mirar a la historia
La psicología clínica tal y como la conocemos hoy no existía hasta la
segunda mitad del siglo XX. En el periodo entre las dos guerras
mundiales se empezaron a extender tímidamente los gabinetes
privados y despuntó la presencia de psicólogos clínicos en
instituciones públicas, pero no es sino hasta después de la Segunda
Guerra Mundial –en seguida veremos por qué– cuando la psicología
clínica se propagó con verdadero empuje. Hasta entonces, la
asistencia profesional de “lo mental”, lo mismo que la de “lo físico”,
estaba cubierta por la medicina. Los psiquiatras eran los encargados
tanto de teorizar como de practicar sobre la enfermedad mental, en la
pequeña –en comparación con hoy– medida en que se hacía. De
hecho, casi todos los personajes de la primera parte de esta historia
tenían una formación médica, ya fuera psiquiátrica, neurológica o
ambas. Las dos fuentes históricas de la psicología clínica, la médica y
la psicológica, han evolucionado de forma más o menos
independiente. El conocimiento de esta co-evolución es indispensable
para articular lo que ocurre en materia de la salud mental a día de
hoy, para entender sin ir más lejos cómo nuestro sistema sanitario
decide, ante un problema psicológico, si nos pone en manos de un
psicólogo o de un psiquiatra. Por otro lado, la historia de la psiquiatría
es en parte la de la psicología clínica también, aunque no al revés: la
psiquiatría ha tenido un devenir histórico propio y más independiente,
amparada dentro de la propia evolución de la medicina.
En cierto modo, la historia de la psicología clínica es también la
historia de la disputa por un espacio de trabajo. Frente a los
psiquiatras por un lado, cuyo terreno está mucho más afianzado por
herencia médica, y por otro frente a otras profesiones que también
atienden a las personas mirando por su bienestar psicológico
(educadores, asistentes sociales, enfermeros, incluso sacerdotes). La
integración de los psicólogos clínicos en los sistemas públicos de
salud mental, que en España comenzó en los años 80, ha sido un
logro considerable, aunque no suficiente. Actualmente se reivindica la
introducción de la atención psicológica especializada en atención
primaria (Pérez Álvarez y Fernández Hermida, 2008). En los próximos
decenios son de esperar nuevos avances en el ámbito de trabajo de
los psicólogos clínicos.
Presentar la historia de una disciplina al comienzo de un texto o de
un curso puede parecer una forma estándar de empezar, o un adorno
intelectual, pero no, lo cierto es que saber lo que ha pasado es la
única forma de conseguir una idea medianamente completa del
contexto en el que están ocurriendo las cosas ahora. En el caso de la
psicología clínica y las psicoterapias se puede constatar que el hilo
conductor de su historia es en realidad la historia de las ideas que se
mantienen en cada época sobre la anormalidad psicológica, es decir,
lo que en cada momento de la historia la gente piensa acerca de qué
es la enfermedad mental. Ahora mismo no es de otra manera: la
forma en que tratamos o intentamos entender la anormalidad
psicológica está determinada por el concepto de enfermedad mental
dominante actualmente, de modo que cuando alguien sufre por
razones psicológicas solemos administrarle psicofármacos. La opinión
más generalizada hoy es que la enfermedad mental pertenece sobre
todo al terreno del sistema nervioso. En la Edad Media, en cambio, se
consideraba relacionada con las fuerzas del bien y del mal, y en
ocasiones el tratamiento era la hoguera.
 
El paso de la teología al humanismo
Como en cualquier otra disciplina, uno se puede remontar rastreando
los orígenes tanto como desee, pero a efectos de comprender el
origen de la psicología clínica es suficiente con retroceder hasta el
Renacimiento, momento de la historia en el que el mundo occidental
sufrió el cambio social, político y científico probablemente más
trascendente hasta el siglo XX. En el Renacimiento se desplegó la
corriente de pensamiento conocida como humanismo, que suponía
una nueva concepción del hombre y del mundo. Los asuntos
humanos dejaron de girar en torno a Dios, los ángeles y los demonios
para pasar a ser objeto de explicaciones naturales. Se renovaron las
artes y las ciencias, se avanzó en conocimientos que redundaron en
cambios en la forma de vida; también la economía evolucionó y
empezaron a disolverse las sociedades feudales. Comenzó de una
tímida libertad, también de pensamiento. Algunos se atrevieron a
manifestar desavenencias con la Iglesia –recuérdese a Galileo– y a
afirmar que no es la gracia divina sino la actividad humana el punto
de partida para entender las cosas. En el ámbito de la psicología todo
esto se traduce en el paulatino abandono de la demonología propia
de la visión teocéntrica medieval, que sostenía que la enfermedad
mental era cosa de brujería, de posesión diabólica o bien
consecuencia del castigo divino.
La tradición cristiana medieval era verdaderamente pertinaz y
consiguió durante mucho tiempo, incluso ya muy avanzado el
Renacimiento, mantener a raya las voces disidentes en todos los
ámbitos del conocimiento, entre ellas las que querían dar
explicaciones naturales a la enfermedad mental. El español Luis
Vives (1492-1540) o Paracelso (1493-1541) fueron ejemplos de ese
intento1. El holandés Johann Weyer (1515-1588) en su De praestigiis
daemonum (“De la ilusión de los demonios”) afirmó valientemente que
las brujas, más que parientes del diablo, podrían ser víctimas de
enfermedades mentales. La cuestión era que la visión teocrática
servía a la Iglesia muy eficazmente para ejercer su preciado poder
sobre las voluntades de la gente. Si las alucinaciones y los ataques
histéricos o epilépticos eran cosa del diablo, entonces la Iglesia, como
gestora única de lo sobrenatural, podía desplegar su maquinaria
correctiva para ponerles remedio y de paso mantener al pueblo bien
informado de la eficacia de su aparato represor. Lo cierto es que todo
aquel que ponía en entredicho la voluntad divina, fueran astrónomos,
brujas, herejes, enfermos mentales o mezclas de los anteriores,
suponía una amenaza real para la institución eclesiástica, que en
aquella época debía de sentirse seriamente amenazada ante los
cambios sociales y políticos que anunciaban un futuro en el que
perdería poder, como de hecho ha sido.
Durante la Edad Media, no solo la enfermedad mental en tanto que
concepto (teológico-demonológico) era competencia del clero,
también lo era la atención a los enajenados. Ésta no consistía
prácticamente en otra cosa que en el acogimiento o manutención por
parte de religiosos en instituciones monacales, y ello en virtud de su
condición de desamparados, no de su condición de enfermos. Por
otro lado, los “tratamientos” para esos males también eran
administrados exclusivamente por la Iglesia y consistían en la tortura,
el exorcismo o la hoguera. No eran los médicos sino los curas los que
trataban la epilepsia, rociando al interesado con agua bendita en el
mejor de los casos (Cullari, 2001). Como vemos pues, tanto el ámbito
de la explicación (equivocada) como el de la atención (poca o
contraproducente) de la conducta anormal se mantuvieron durante
todo el Medioevo en manos del clero. La medicina y los médicos
estaban relegados al estudio de lo físico, de manera que quedara
claramente delimitado y reservado para la Iglesia un amplio campo de
actuación en lo espiritual.Y la psicología por entonces no existía
todavía en absoluto.
A pesar de su empeño, la Iglesia no consiguió frenar el avance de la
ciencia (y se esforzó mucho). Los cambios que estaba
experimentando el mundo y las formas de vida eran de profundo
calado. En la primera mitad del siglo XVI se vivió una época de
prosperidad económica sin precedentes, gracias al comercio
incipiente con las recién descubiertas Indias Occidentales y a una
pequeña revolución industrial, textil sobre todo. Ello trajo consigo un
éxodo del campo a las ciudades, más prósperas, que aumentaron
mucho su población en poco tiempo. En consecuencia, la población
errática y de indigentes, entre ellos muchos enfermos mentales, se
hizo visible y empezó a constituir un problema comunitario, fenómeno
por cierto que conocemos bien en nuestros días. Como respuesta a
esa nueva situación social, las instituciones se vieron empujadas a
emprender obras públicas: en los siglos XVI y XVII se acometen los
primeros saneamientos urbanos, se reservan en las ciudades
espacios para el recreo público, y también se construyen los primeros
asilos no religiosos destinados a acoger enfermos mentales. Otra
circunstancia que ayuda a entender el devenir conceptual de la
enfermedad mental en el Renacimiento fue el rápido e inesperado
retroceso de la lepra en Europa a finales del siglo XVI. Las razones
del cambio en el patrón epidemiológico de esta enfermedad no son
claras, pero el hecho es que los leprosos prácticamente
desaparecieron (Ackerknecht, 1992), pero dejando en varios sentidos
un vacío. No solamente las leproserías se despoblaron, también
quedaron vacantes la estigmatización, la exclusión y el miedo al
contagio y a lo diferente, que en parte fueron asumidos por la
vagabundez y la enfermedad mental (Foucault, 1961).
La sustitución de creencias demonológicas por posibles causas
naturales es de una relevancia histórica incuestionable, como lo es la
asunción de la responsabilidad sobre los enajenados por parte de las
autoridades civiles. Pero también hay que decir que el panorama de
esa pobre gente no mejoró gran cosa con esos avances sociales. Los
tratamientos, por llamarlos de algún modo, siguieron consistiendo en
toda una serie de horrores y torturas, ayunos de comida y agua,
camisas de fuerza, encadenamientos, eméticos, lavativas… (Postel y
Quétel, 1994). Por entonces comienzan los tratamientos de shock –
cuya versión moderna, el electroshock, sigue en uso–, como la
inmersión en agua helada, o la silla giratoria, en la que se hacía rotar
al paciente hasta que perdía el conocimiento o sangraba por la nariz.
Lo que diferencia estos procedimientos supuestamente curativos de
los mediavales anteriores no es precisamente su eficacia, sino su
fundamento racional: la teoría galeno-hipocrática de los cuatro
humores y su proporción equilibrada en las correspondientes partes
del cuerpo. Basándose en la idea original de Hipócrates, Galeno
había relacionado los cuatro humores (etimológicamente líquido
corporal, fluido), con otros tantos tipos de ánimo o formas de sentir2:
sangre y optimismo, correspondientes al corazón; bilis amarilla y
cólera (hígado), bilis negra y melancolía (bazo), flema e indiferencia
(cerebro). Pues bien, la silla giratoria perseguía teóricamente remover
la sangre que se suponía congestionada en el cerebro para restituir
su distribución normal en el organismo. No era por lo tanto un castigo
ni un ritual supersticioso, sino un método basado en la ciencia.
En resumidas cuentas: en el Renacimiento la medicina rescata la
enfermedad mental del dogma eclesiástico, pero puede hacer muy
poco por ella. El extraordinario florecimiento y avance de las ciencias
permitió descubrimientos tan importantes como la rotación de los
planetas o la circulación de la sangre, pero en materia de salud
mental no se superó a Galeno.
 
La Ilustración
La época de las luces (siglo XVIII) es el momento de la historia en
que por primera vez las ideas empiezan a estar por encima de los
dogmas. Impera el espíritu crítico, el cuestionamiento racional de los
fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión
pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es
la ciencia. Los adelantos ilustrados en materia de física o de biología
no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento científico en el siglo
XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos
“ciencia mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver
las cosas que consiste en considerar que los organismos son
comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los
problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el
enfermo mental adolece de un fallo en algún lugar de su organismo.
Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero se
suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera
el que fuere, era el que comprometía su marcha normal.
El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de
comprender desde nuestra visión actual porque se corresponde con
el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia de que el
extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos
decenios nos permite ahora dar nombre a algunas sustancias
neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente partes en el
sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar
–la teoría clínica que está detrás– es la misma: si bien el entorno
influye más o menos, lo que padecen los trastornados mentales son
básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben
hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún
fármaco o intervención médica. Es una visión correctiva, propia por lo
demás de la medicina convencional en general, que considera que se
debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar
lo que falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin
tener en cuenta que una parte considerable de lo que se pretende
corregir bien pueden ser procedimientos que el propio organismo ha
puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección
(la fiebre, la tos, el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este
particular la original visión de la llamada “medicina evolutiva” de
Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la
ciencia mecanicista considera la enfermedad mental un proceso
básicamente somático susceptible de ser corregido con
intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya casi en el
siglo XX, cuando se empezaron a ver las cosas de otro modo, pero de
esto nos ocuparemos más adelante.
La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber
estado durante siglos sometidas al pensamiento dogmático y
oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto bajo la lupa
de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias
(los síntomas mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno
religioso y les habían estado vedadas. Por eso la ciencia era poco
espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con fines
científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano
diseccionándolo.
La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las
grandes colecciones y de los primeros museos. La zoología y la
botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el
descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de
especies extrañas a las que había que dar nombre y un orden. Así
que también es la época de las grandes clasificaciones, la de Lineo3
por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad
biológica recién descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico
empezaron también a clasificarse las enfermedades y hubo algunas
tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como
protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las
enfermedades mentales en su Psiquiatría nosográfica,que hoy nos
resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía, la manía, la
demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros
ensayos dentro de la tradición clasificatoria que también continúa hoy
en forma de nuestros actuales sistemas de diagnóstico,
principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental
diseases) y el capítulo V de la Clasificación Internacional de
Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos referencia en
varias ocasiones a lo largo de este libro.
 
El mesmerismo
No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la
psicología clínica actual, pero su interés histórico, aunque anecdótico,
es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de su artífice
ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de
ciencia y salud mental, así que estudiarlo nos ayuda a comprender
muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un médico
alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría
del magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el
universo entero y que lo interconecta todo, incluido el cuerpo humano.
En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es original,
sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía.
Si se produce en nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir
magnético enfermaremos, y para lograr la curación debe redistribuirse
el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la
naturaleza magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes,
pero pronto se dio cuenta de que no eran necesarios. Personas
especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar.
Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy
ritualizadas y teatrales, en las que se inducía la transmisión del fluido
animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la energía del
magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares
y mirándolo a los ojos. En la época existía una gran afición por los
artefactos físicos (se estaban inventando los termómetros, los telares,
las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su
tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el
fluido animal que alcanzó gran fama. Y puesto que se trataba de
restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar al
paciente –en sentido literal– induciéndole a entrar en crisis, lo que
aumentaba su efecto teatral y contribuyó a su popularidad. Pero
contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de superchería
y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas
no tenían fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se
había mudado veinte años antes para estudiar Medicina, instalándose
en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más
exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y
exitosa. Pere hete aquí que la academia de ciencias de Paris llegó a
las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le acusaron de
fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que
también tuvo que abandonar la ciudad para consternación de sus
pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse quieta, denunció
también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso
estaban sus exorcistas.
Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto
social. Las damas de la época, igual que un siglo más tarde con
Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos, ataques, parálisis
y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento
eran la hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy
notable (las mujeres de la plebe por supuesto no podían permitirse los
tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis
propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por
algunas fuerzas científicamente aceptadas pero también invisibles.
No mucho antes, Newton había enunciado la ley de la gravitación
universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es
comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza
igualmente incorpórea.
A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que
ésta supuso un avance conceptual respecto a la superstición
prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio, Mesmer
tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas
de la época, el Padre Gassner, con gran repercusión en la opinión
pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el sacerdote
conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del
magnetismo animal, que se desencadenaba con los ritos del
exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar al
demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era
intelectual, donde Mesmer defendía un tratamiento natural basado en
la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista uno
sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los
científicos se pusieron de la misma parte para derrotar al enemigo
común: un hechicero charlatán al que las damas adoraban.
Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance.
Cuando se le silenció, algunos seguidores suyos probaron a sustituir
las crisis que él inducía en sus consultas por un estado de relajación,
con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance
pero sin agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de
conciencia” especiales, los pacientes contestaban a preguntas y
seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos
hipnóticos conocidos hoy.
 
La primera gran reforma
Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran
fraudulentos o no, nada tenían que ver con la vida que llevaban los
residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual era
que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que
sobraban de las calles o de otras instituciones: homosexuales,
prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se
mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo
que esperar hasta la Ilustración, pero al fin algunos profesionales
empezaron a ser conscientes de que el trato a aquellas pobres gentes
no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco
proporcionaría mejoría o curación, antes al contrario. El ya
mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más importante de este
movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos
coercitivos y de las condiciones inhumanas en los asilos.
Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar como médico
en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó
a ello. En 1795 fue nombrado director médico de La Salpêtriére4,
donde puso plenamente en práctica sus reformas. Gracias a Pinel y a
otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron
por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental,
pasando de ser una especie de prisión a un lugar donde investigar,
observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades
revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a
partir de observaciones sistemáticas de los pacientes, en base a las
cuales construyó la rudimentaria nosología antes mencionada. Su
método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura
o mejoría y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó
considerablemente la mortalidad entre los internos y aumentó el
número de curaciones.
No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin
ubicarlo en el momento en que las llevó a cabo. Hacía pocos años
que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla, donde
estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos
para la monarquía, rebelándose contra la desigualdad y la injusticia
social y contra el poder absoluto de los gobernantes. A partir de la
Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político –
además de social y cultural–,triunfan las ideas del derecho a la vida,
a la libertad, a la igualdad, y los estados se convierten en garantes de
esos derechos. El mundo occidental que ahora conocemos, que
promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento
básico, comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la
Ilustración. Antes de entonces, la forma normal de pensar, incluso de
las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora abominable
(Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma
legítima de explotación económica, que pegar a los niños es
necesario, que los matrimonios deben concertarse y casar a las
mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados,
los ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones
eliminados… Las ideas de tolerancia y respeto, la educación por la
razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque nos
parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas.
Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica
sea el llamado “tratamiento moral”, como contrapartida al trato
inhumano anterior a sus reformas. Como suele ocurrir, no fue Pinel
quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo
sistematizó y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el
tratamiento moral (moral en su acepción de espiritual o de estado de
ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda
resultar de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las
necesidades de los internos, en proporcionarles ocupación, en
interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una
teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se
basa en el sentido común y en la idea ilustrada de que las personas
pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables. Como no
podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes
efectivamente mejoraban y abandonaban las instituciones, en las que
de otro modo habrían estado recluidos de por vida. Pero fracasó con
otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aún
cuando se les trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los
enfermos de sífilis, que representaban un porcentaje importante de la
población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no
era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de
internados en los asilos, que hacía inviable la atención personalizada
que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito y fracaso.
El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos,
pero en la Ilustración, lo mismo que en el Renacimiento, no se avanzó
gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso sí, se puso de
manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de
la naturaleza psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica
de la enfermedad mental, que está lejos de ser resuelta. A principios
del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis,
Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido
siempre tratado como locura. Ya se sospechaba, por tratarse de una
enfermedad contagiosa, que su causante era un microorganismo; de
hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente
(pálido) y rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte
impulso a la idea de que todos los trastornos mentales tienen una
base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento
moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que
médicos y biólogos avancen lo suficiente en sus conocimientos para
ofrecernos las soluciones.
 
El siglo XIX
El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque al principio
todavía no llevara ese nombre. Como es sabido, Wilhelm Wundt
(1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto,
aunque su formación era médica. Su ambición principal era
establecer la psicología como una ciencia natural, utilizando los
procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber, la
observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto
de estudio eran aquellos procesos psicológicos a los que se puede
aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las sensaciones, la
percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros
psicólogos clínicos se interesaban fundamentalmente por estos
procesos e intentaban resolver en base a ellos sus problemas
clínicos.
Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más
popular, la de descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad
del siglo XIX triunfaba la química. Fue la época de los elementos y
sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por
Mendeleiev (1834-1907). Por medio del análisis se habían logrado
revelar los últimos componentes de la materia y desentrañar cómo
sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras
propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y
quiso analizar la mente para encontrar sus elementos últimos
(sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad,
duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a
procesos más complejos (conceptos, intenciones) (García Vega,
1989).
Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de
búsqueda de generalidades. Además de hacer de la introspección un
método fiable, su propósito era obtener leyes comunes, dar con la
estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos.
Era por lo tanto un psicólogo básico, no estaba interesado en las
intervenciones en personas concretas para mejorar algún aspecto de
sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el
considerado por la historia como el primer psicólogo clínico. Estudió
psicología con Cattell en EEUU y después se doctoró en Leipzig con
Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un
caso, el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía.
Debió de tener un cierto éxito porque después vinieron más y así se
estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en
Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological
Clinic. Para 1914 ya había en los EEUU unas 20 clínicas psicológicas:
nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las pioneras.
Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus
teorías, pero hay que reconocerle el mérito de haber sentado las
bases de una nueva profesión: los psicólogos que ayudan. Además, a
él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer
programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un
adelantado a su tiempo, su influencia posterior fue escasa. Su
enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt,
lo cual no encajaba bien con la american way of life, más
funcionalista, más pragmática. La América del cambio de siglo estaba
formándose a ritmo de aplicaciones y de know how –qué hacer para
lograr mayor rendimiento, cómo progresar–. En ese contexto, el
interés por cuál pudiera ser la estructura interna última de las cosas
era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y obtener
resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una
sencilla estructura ello-yo-superyo, frente al complejo estructuralismo
estático de Wundt) pronto se extendieron y llegaron a ser la ideología
psicológica prevalente en clínica durante medio siglo.
En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología
continuaba desarrollándose, principalmente desde Paris. Jean-Martin
Charcot (1825-1893) fue también director de La Salpêtriére y
disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos
personajes importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot
empezó a estudiarse la histeria, que los neurólogos consideraban
más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna
relación con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en
proponer que un trauma emocional pudieraser el desencadenante de
los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de estas
consideraciones durante sus prácticas.
Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc.,
nos resultan hoy muy familiares, tanto que han pasado a formar parte
de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero en su momento
fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente,
por ejemplo, es completamente revolucionario. Para empezar, no
puede medirse ni observarse, cuando toda la ciencia de la época se
basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón –lo que
mueve al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo
inconsciente, lo incontrolable–, cuando la racionalidad era la base de
la filosofía positivista imperante entonces. Un modelo que proponía
algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo
pudo prosperar porque no surgió en el seno de la psicología
académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por
entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La
medicina estaba aún entonces profundamente influida por el
mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en ella lugar
para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le
secundaban fueron capaces de convencer a la opinión pública y a la
postre a la comunidad científica de que era necesario considerarlo
para entender la conducta humana.
Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma
de Charcot, ya estaban presentes antes de Freud. Como en el caso
de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera, sino
sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en
esas ideas evoca abiertamente los principios recién descubiertos de
la termodinámica, lo mismo que las ideas de Wundt nos recuerdan a
la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría
psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación
de la energía a las fuerzas mentales. La historia de la ciencia está
llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces dan lugar a
novedades realmente fértiles.
 
Las guerras mundiales
La evolución de la psicología clínica como profesión, que había
comenzado con Witmer, fue exponencial gracias (es un decir) a las
dos grandes guerras. La de 1914 fue la primera guerra moderna de la
historia, entre otras cosas porque promovió un uso racional de los
recursos humanos para optimizar resultados. Movilizó a profesionales
que debían evaluar y clasificar a los soldados en torno a sus
capacidades intelectuales y a su estabilidad emocional, para
asignarles los destinos más apropiados. Así fue como la guerra
impulsó indirectamente el desarrollo de toda una vertiente de la
psicología clínica: la evaluación y la clasificación. El desarrollo
explosivo la vertiente de intervención fue posterior. Las
aproximadamente veinte clínicas psicológicas que había en EEUU a
principios de siglo aumentaron solo un poco en el periodo de
entreguerras (llegaron a ser unas treinta en 1930). Fue la Segunda
Guerra Mundial la que modificó el curso de la historia clínica y a partir
de ella hemos llegado a la situación actual, con gabinetes de
psicología en casi cada esquina de las ciudades de nuestro entorno
cultural. Fue justo a su término, en 1945, cuando se creó la división
de “Psicología Clínica” dentro de la todopoderosa American
Psychological Association.
La Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Vietnam destruyeron
muchas vidas y también dejaron a miles de soldados (americanos)
con lesiones graves. Las físicas eran compensadas con sus
correspondientes pensiones como veteranos mutilados de guerra,
pero las secuelas neuropsiquiátricas, o psiquiátricas a secas, eran
más difíciles de evaluar y valorar. Pero al fin y al cabo sufrían como
consecuencia de haber participado en la contienda y había que
ocuparse de ellos. Fueron las asociaciones de veteranos las que
exigieron y consiguieron un gran número de profesionales, entre ellos
psicólogos clínicos, para atender sus necesidades. Se invirtieron
grandes sumas de dinero público para formar nuevos profesionales
que pudieran hacerse cargo de las tareas de diagnóstico y atención
neurológica y psicosocial. Es así como se integra la psicología clínica
en las instituciones y como queda reconocida y ratificada como
profesión.
A la obligación de un estado de asumir las consecuencias de sus
guerras tenemos que agradecer la espectacular expansión de la
psicología clínica en la segunda mitad del siglo XX. Como se ve,
fueron razones políticas y de presión social las que han hecho
avanzar a la psicología como disciplina profesional, no tanto factores
científicos o de adelanto tecnológico, lo mismo que lo que llevó a
cambiar la vida de los enfermos mentales en el siglo XVIII fue el
empuje cultural de la Ilustración, y no avances científicos. La
importancia de los acontecimientos políticos en el devenir de una
disciplina es esencial.
 
Excurso: La iatrogénesis
La iatrogénesis o iatrogenia (del griego iatros, médico) es el
fenómeno según el cual una intervención médica genera un problema
de salud. El ejemplo más básico de iatrogénesis serían las
infecciones que se contraen en los hospitales, donde, como es obvio,
abundan los gérmenes patógenos. Es iatrogénica toda aquella
afección o dolencia que es provocada por el propio médico a través
de su actuación profesional, y en un sentido amplio también la
provocada por los establecimientos o instituciones sanitarias. Por
extensión y del mismo modo, podemos llamar iatrogénico en
psicología a todo aquel mal generado por los psicólogos clínicos en el
ejercicio de su actividad.
Acabamos de ver cómo fue a partir de la Segunda Guerra Mundial
cuando la psicología clínica empezó a prosperar y a desarrollarse
vigorosamente, coincidiendo con la demanda administrativa y social
de ocuparse de los afectados por la guerra. Pero también coincidió
con un fuerte desarrollo económico y con el florecimiento de la
sociedad del consumo y del ocio. En un contexto social menos
favorecido, la psicología clínica como la conocemos en nuestro
mundo opulento no es posible, simplemente porque no se puede
costear. Pero aún hay más. La sociedad del ocio tiene los medios
económicos, pero también genera la demanda: se ha vuelto sensible
y consciente de sí misma en una dimensión excesiva (hiperreflexiva,
dirían Pérez Álvarez y García Montes, 2006; o Pérez Álvarez, 2008).
La preocupación sobre cómo satisfacer las necesidades básicas ha
sido sustituida por la pregunta acerca de la propia felicidad. Los
individuos están enseñados a replantearse constantemente su propia
condición y parece ser una máxima irrenunciable ser felices casi todo
el tiempo, además de permanecer jóvenes, guapos y vigorosos.
Como esto sencillamente no es posible, acudimos a profesionales y
farmacéuticos para acercarnos lo más posible a esa quimera de
forma artificial. Es lo que se llama iatrogénesis social (Pérez Álvarez,
1999), consistente básicamente en la medicalización y
psicologización de la vida cotidiana (podríamos añadir la también
cada vez más frecuente judicialización, cuando hacemos intervenir a
las autoridades para la resolución de conflictos de naturaleza privada,
como problemas de pareja, familia o vecindario). La resignación o la
conformidad ante el malestar, ya sea éste la melancolía, la jaqueca,
las arrugas o la música de los vecinos de arriba, casan mal en
nuestra sociedad. Con el cambio además de la forma de vida rural a
la urbana, acontecida en nuestro país en torno a los años 60 del
pasado siglo, la estructura y función de las relaciones familiares y
sociales más cercanas han cambiado de forma esencial. Una
consecuencia de ese cambio es que la capacidad de absorción del
sufrimiento o aún de la anormalidad por parte de estas redes ha
disminuido considerablemente.
En un ambiente de baja tolerancia al malestar, cualquier malestar
puede ser presentado comoun trastorno. Es también en la época de
la posguerra mundial cuando se empieza a hablar de un cuadro
clínico nuevo, el ahora muy famoso trastorno por estrés
postraumático. Este síndrome está actualmente clasificado dentro de
los trastornos de ansiedad y se diagnostica a personas que han
sufrido una experiencia emocionalmente muy amenazante y que ha
comportado peligro físico: sobrevivir a un accidente, sufrir una
violación, participar en un conflicto armado. Pues bien, como expone
de forma muy elocuente Pérez Álvarez (ibid), llama la atención cómo
la comunidad científica empieza a describir y a aceptar la “existencia”
de este trastorno precisamente cuando un importante grupo de
presión, las asociaciones de veteranos de guerra, está intentando que
se reconozcan lesiones que impliquen pagas y atención sanitaria a
quienes han sufrido experiencias traumáticas en combate.
No es un caso singular. La puesta en escena pública de
determinados trastornos de forma coincidente con ciertos intereses
comerciales o ciertas necesidades sociales puede advertirse con
frecuencia. De esta crítica se han hecho eco algunos autores, por
ejemplo Nesse y Williams (2000), Blech (2004), Mosher et al. (2004) o
González Pardo y Pérez Álvarez (2007). No puede ser siempre
casualidad que algunos síndromes que antes no existían o que no
revestían particular interés salten a la luz al mismo tiempo que es
descubierta por algún laboratorio alguna sustancia que de alguna
forma influye en algún síntoma de ese síndrome. La comercialización
de una pastilla que puede aumentar el deseo sexual en las mujeres
(la “viagra rosa”) coincide con la descripción de la supuesta disfunción
sexual femenina. Las voces más críticas claman contra el tráfico de
enfermedades, cuyo fin es ampliar el mercado ampliando el espectro
de lo que consideramos patológico, convirtiendo al mayor número
posible de personas en “enfermos” y por tanto en potenciales
consumidores de fármacos (Moynihan, 2008). Es un buen ejemplo, si
bien perverso, de iatrogénesis social, según la cual la sociedad
excesivamente preocupada de sí misma, al volcarse en la búsqueda y
estudio de sus trastornos, los genera, puesto que convierte en
enfermedades lo que antes era normal.
La controvertida historia del trastorno de personalidad múltiple
(llamado ahora trastorno de identidad disociativo) se puede entender
también como ejemplo de iatrogénesis, pues reúne todos los
elementos controvertidos que le son propios, desde la cuestionada
existencia misma del trastorno hasta los excesos cometidos por los
profesionales en su nombre. El trastorno se define por la coexistencia
de varias identidades independientes, incluso más de veinte, que
toman el control alternativamente en una misma persona. Antes de
que el DSM lo incluyera en su edición de 1980 –con el nombre
antiguo– y llamara así la atención sobre su existencia, apenas se
reparaba en él, pero pasó de pronto a encabezar datos
epidemiológicos. Los extraños estados de conciencia característicos
del trastorno se conocían sobre todo por la literatura y el cine (Las
tres caras de Eva, dirigida por Nunnally Johnson en 1957, o Sybil, una
novela de Flora Rheta Schreiber de 1973), pero empezó a
diagnosticarse masivamente en EEUU coincidiendo con un cambio
cultural importante: el retroceso del puritanismo en los años 80 y una
atención más abierta a la sexualidad en general y a los abusos
sexuales en particular, a menudo presentes en la biografía de las
personas con varias identidades (Hacking, 1995). Es un excelente
caso de crecimiento conjunto: explicaciones por parte de los
especialistas coinciden con el momento social y comparten intereses
con determinados grupos de presión –en este caso, personas que
han sufrido abusos graves en la niñez–, que se refuerzan
mutuamente.
En el caso de la personalidad múltiple, el péndulo basculó
demasiado fuerte y algunos pacientes interpusieron denuncias contra
sus terapeutas por haber hecho supuestamente más severo el
cuadro, o incluso por estimular el recuerdo de hechos (horribles) que
no habían ocurrido. Estas denuncias coincidían en su fondo con la
opinión de algunos profesionales críticos, que sospechaban que las
diferentes personalidades bien podían ser creaciones clínicas, dado
que algunas sólo aparecían durante las sesiones de terapia. El
terapeuta, en su afán por encontrar todo lo que “hay” (muchas
personalidades), lo que consigue es generarlas, en un proceso de
creación clínica en equipo, donde el paciente elabora ad hoc
personalidades nuevas para satisfacer la demanda de su psicólogo.
Se trataría de un proceso manifiestamente iatrogénico, que atribuye
además a esas personalidades la naturaleza de “cosa” escondida
susceptible de búsqueda. La cuestión es que ni los recuerdos son
filmaciones más o menos fieles de las cosas que han pasado, ni las
vivencias psíquicas consisten en realidades que estén en alguna
parte. Más bien procede considerar que la materia con la que trabajan
los psicólogos clínicos es en gran parte construida.
[1] Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil Roales-
Nieto, 1986.
[2] Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el
término temperamento, que significa “mezcla proporcionada” (de los humores).
[3] Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de
nomenclatura botánica y zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de
cada especie se expresa mediante la referencia primero al género en mayúscula (Homo) y
después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en cursiva. La letra L mayúscula que
acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris Linnaeus, la
ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó.
[4] El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de
munición que había en el mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los
ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno complejo hospitalario.
Capítulo 2. El paradigma médico en
psicología
Explicación previa de algunos conceptos
básicos de teoría de la ciencia
Paradigma, aproximación, modelo y teoría son conceptos cercanos
que a menudo se usan como sinónimos. Vienen a significar
perspectiva, modo de mirar las cosas. Modelo es más concreto y más
cercano a teoría. Se suele usar de hecho la expresión sintética
“modelo teórico” por la idea de que una teoría científica es en
definitiva un modelo o representación del trozo realidad que trata de
explicar (la teoría de la selección natural trata de explicar la evolución
de las especies y es por lo tanto un modelo de la misma, por
ejemplo). En el caso que nos ocupa sería más correcto hablar de
paradigmas o aproximaciones, (el “paradigma médico” o la
“aproximación organicista”) pues son términos más amplios, más
cercanos a “punto de vista”, y reservar modelo o teoría para tesis
concretas: la teoría del condicionamiento operante o el modelo
psicodinámico adleriano, por poner dos ejemplos que nos incumben.
Pero como quiera que lo habitual en los textos es el uso indistinto de
estos términos, así se procederá también en los siguientes capítulos;
quede en todo caso indicada la diferencia.
Por otro lado, médico en este contexto es sinónimo de organicista,
biológico o biomédico. Aunque para abreviar suele decirse “modelo
médico” cuando queremos decir “modelo biomédico”, para ser
exactos hay que reconocer que existen modelos médicos que no son
organicistas ni biomédicos, como el modelo propio de la Medicina
Tradicional China, cuya expresión más conocida en occidente es su
principal método terapéutico, la acupuntura; o el modelo homeopático,
formulado en la primera mitad del siglo XIX por el médico alemán
Samuel Hahnemann según el principio de que lo semejante cura lo
semejante (simila similibus curentur). Estas teorías médicas no son
biomédicas, puesto que considerany tratan a las personas como
seres completos, no solo la dimensión orgánica de la enfermedad. De
modo que cuando a partir de aquí se hable del modelo médico, quede
dicho también que nos estamos refiriendo al modelo biomédico u
organicista o biologicista, el propio de nuestra medicina convencional
y de nuestro sistema de salud casi al completo.
Un modelo en ciencia es una forma de ordenar y conceptuar un
área de estudio. En el caso de la psicología clínica se trataría de
ordenar y conceptuar la conducta anormal y los problemas humanos
del tipo que hemos definido como problemas clínicos, y ello de un
modo que nos permita explicarlos e investigarlos y que
adicionalmente nos proporcione pautas para introducir cambios en
ellos. Un modelo está constituido en primer lugar por unos postulados
básicos, que son un conjunto de asunciones, muchas veces
incomprobables –y por lo tanto fuente inagotable de discusión– sobre
cómo ese modelo define y caracteriza aquello que estudia. El modelo
enuncia también unas reglas que permitan explicar o predecir el
comportamiento de los elementos dentro del campo de estudio.
También suele contener un cuerpo de conocimientos estratégico
relativo a la forma de controlar esos elementos (en nuestro caso,
intervenir sobre los problemas clínicos, generar cambios en las vidas
de las personas que sufren).
Lo que ocurre normalmente en una disciplina es que la mayoría de
la comunidad científica coincide en esos supuestos y postulados
principales comunes, sobre los que se apoya todo el quehacer y el
saber científico. Por ejemplo, casi todos los biólogos están de
acuerdo en que en algún momento en el pasado terrestre hubo un
paso de la química inorgánica a la orgánica que dio lugar a las
primeras moléculas sobre las que después evolucionó la vida, y que
las especies cambian entre las generaciones deviniendo en otras a
través de los milenios. Están de acuerdo por lo tanto en un
paradigma, el evolucionista, aunque después haya teorías diferentes
que expliquen cómo sucede la evolución, entre ellas la de la selección
natural, o la del equilibrio puntuado, o la de la selección orgánica de
Baldwin. Es cierto que los paradigmas cambian, pero suelen durar
muchos años si no siglos y suelen ser fisuras importantes en el
paradigma antiguo, o bien descubrimientos revolucionarios que no
tienen cabida en él, los que hacen que uno sea sustituido por otro. En
psicología, sin embargo, vivimos una situación peculiar: la
coexistencia no ya de dos, sino de varios paradigmas diferentes, que
a pesar de ser irreconciliables y partir de asunciones diferentes,
sobreviven adyacentes, con más o menos polémica pero sin
desbancarse unos a otros. El objeto de los siguientes capítulos es
mostrar estos paradigmas desde un punto de vista crítico.
 
Los postulados del modelo biomédico
El modelo biomédico fue el primero que se aplicó al conocimiento de
la enfermedad mental y la conducta anormal. Como ya hemos visto
en el capítulo anterior, durante los siglos XVIII y XIX toda la ciencia,
medicina incluida, estaba cargada de un fuerte sesgo mecanicista-
organicista, que considera que lo mental es un asunto del cuerpo y
que el cuerpo es comparable a una máquina. Las enfermedades
vienen a ser averías en la máquina y el tratamiento la reparación de la
avería. Los espectaculares progresos de las ciencias físicas, químicas
y biológicas dieron cancha a esta forma de entender las cosas, que
gozó de pleno esplendor durante toda la edad moderna. En lo que
respecta a la psicología, tuvo que llegar el siglo XX para que
aparecieran ideas diferentes, aunque ello no quiere decir que la
aplicación del modelo médico en el campo de la psicología haya
perdido fuerza, antes al contrario, se podría afirmar que hoy en día
sigue siendo el modelo dominante y más extendido, al menos en los
sistemas públicos de salud y cajas de seguros, amparado por la
enorme fuerza que tienen en la opinión pública y en los medios de
comunicación determinados descubrimientos científicos.
En los últimos decenios, los avances en materia de genética,
bioquímica y neurofisiología disfrutan de una celebridad y una
preeminencia mediática sin precedentes. Estamos acostumbrados a
que nos muestren vistosas técnicas de neuroimagen en prensa y
televisión. Se han vuelto cotidianas las noticias sobre el hallazgo de
genes responsables de los más variados comportamientos, desde la
esquizofrenia hasta la dependencia de sustancias, pasando por la
infidelidad masculina (compruébese por ejemplo la entusiasta difusión
en los diarios en septiembre de 2008 del descubrimiento por parte del
prestigioso Instituto Karolinska de Suecia de un gen relacionado con
la capacidad de compromiso sentimental). Existe pues una opinión
bastante generalizada, incluso entre muchos psicólogos, de que toda
la vida humana está en último término determinada por los procesos
químicos, genéticos o cerebrales, y que los avances de la
neurobiología o neurofisiología serán los que a la larga nos
proporcionen las claves para la comprensión de nuestras vidas.
Mientras tanto y provisionalmente tendremos que hacer investigación
psicológica subsidiaria, una ciencia imperfecta y parcial, para írnoslas
apañando. Lo mismo pues que se pensaba en tiempos del
descubrimiento de la huidiza bacteria de la sífilis.
Si nos atenemos a esta idea, defenderemos el modelo biomédico
como el principal, por ser el que estudia, atiende y trata de entender
el cuerpo. Su anatomía, su fisiología, el funcionamiento de sus
órganos y orgánulos. Las asunciones que subyacen a la aproximación
médica en el campo de la psicología son las mismas que cuando
trabajan sobre cualquier otra parte del organismo, a saber:
 
 
Cuadro 1. Postulados del modelo biomédico
• Las personas pueden estar sanas o enfermas. Existe una frontera
clara entre lo normal y lo patológico.
• Quien tiene un problema clínico está enfermo y por lo tanto
presenta una patología.
• Además de su naturaleza clínica, las enfermedades ostentan
también una naturaleza biológica, son entidades (que se “tienen”
literalmente).
• Toda enfermedad, ya sea mental, infecciosa, dermatológica, etc. y
sus síntomas son consecuencia de alteraciones orgánicas
subyacentes. El problema clínico y todas sus manifestaciones
son expresiones de un problema que se localiza dentro del
individuo y cuya naturaleza es orgánica.
• Las enfermedades son concretas y tienen una causa orgánica
específica. Los síntomas son anuncios de la existencia de esa
causa.
• Las enfermedades mentales, lo mismo que las otras, deben
estudiarse y clasificarse para que la información clínica pueda
ordenarse y que exista acuerdo en los diagnósticos.
• El diagnóstico es el conocimiento necesario para decidir la
intervención más adecuada.
 
 
La visión biomédica de la locura
Es comprensible que en la aproximación biomédica al trastorno
mental se iguale la mente con otro órgano, pues si así no fuera, no
cabrían hospitalizaciones ni tratamientos ni cobertura por parte del
seguro. Y para que haya hospitalización o tratamiento debe haber
antes un diagnóstico, de manera que la medicina, siguiendo (o para
poder seguir) los procedimientos que le son propios, considera
naturalmente la locura como una enfermedad con todas las de la ley,
es decir, conforme a los postulados del cuadro. Para que la cosa no
se quede en una pura metáfora, es necesario que la mente (enferma)
posea unas características patológicas identificables, de las cuales
los síntomas psiquiátricos serían la expresión o la consecuencia, lo
mismo que las manifestaciones de la patología de los órganos son los
síntomas de la enfermedad. Se busca entonces para la locura su
patología de base: genética, neurológica o bioquímica.
La concepción médica de la locura siempre ha estado asociada al
uso de métodos correctivos para eliminar comportamientos
socialmente no aceptados. Szasz (1960) plantea que todo el aparato
médico psiquiátrico –sobre todoantes de la segunda reforma, la que
llevó desde el movimiento antipsiquiátrico iniciado en los años 70 a
desmantelar los manicomios–, no es sino un aparato represivo contra
una suerte de “paradelincuencia”, constituida por todas aquellas
conductas que, siendo atípicas, molestas o inaceptables, no alcanzan
la gravedad que les permitiría ser sancionadas por el aparato judicial
(ver capítulo 5). Un modo de mantenerlas a raya es clasificarlas como
señales de enfermedad mental. La idea es lógica, a poco que se
recapacite. Precisamente, la utilidad principal de los diagnósticos
psiquiátricos es el de tomar decisiones sobre farmacoterapias,
hospitalizaciones e incapacitaciones, es decir, medios de
mantenimiento del orden público.
El modelo biomédico despoja tanto al síntoma como al diagnóstico
de todo lo que no sea la pura mecánica de su comprobación y su
recuento. Así por ejemplo, no importa que el síntoma sirva como
herramienta de comunicación, que el paciente esté expresando algo a
su través, o qué sea lo que expresa. También queda despojado de su
funcionalidad, que es lo mismo que decir del puesto que ocupa en la
vida de quien lo padece y de su entorno. El síntoma además se vacía,
pues lo que interesa a efectos de diagnosticar es que se sufran
alucinaciones y cuántas veces, pero no cuál sea el argumento de las
mismas. Por último, el proceso médico elimina también el contexto y
la historia del propio síntoma, es decir, todo el entorno social, familiar
o educativo que haya finalmente devenido en su desarrollo; si acaso
se pregunta por posibles enfermedades mentales padecidas en
generaciones anteriores, por si hubiera un componente genético. Es
por lo tanto una visión de la locura limpia y sencilla, pero ciertamente
incompleta.
 
La investigación en psiquiatría biomédica
Pues bien, el cauce académico y clínico de la aplicación de este
modelo a los problemas psicológicos es la especialidad médica de la
Psiquiatría. Pérez Álvarez (2003), autor al que seguiremos en las
próximas páginas, llama la atención sobre un grave problema
conceptual y práctico que sufre la psiquiatría, que resumidamente
consiste en un desajuste muy notable entre la gran riqueza de sus
conocimientos diagnósticos y la gran escasez de sus conocimientos
etiológicos. La psiquiatría posee un cuerpo de conocimientos muy
preciso y extenso en lo relativo a describir y clasificar los trastornos
mentales (véase si no la enorme cantidad de información que
contienen los manuales diagnósticos), pero un desconocimiento
igualmente grande en lo relativo a la supuesta patología orgánica que
los origina. La ignorancia acerca de procesos bioquímicos,
electrofisiológicos o anatomopatológicos como responsables de los
síntomas psiquiátricos, es sencillamente enorme, aunque ésta no
suela expresarse ni en las consultas psiquiátricas ni en los prospectos
de los psicofármacos.
Siguiendo al ya mencionado autor y a van Praag (1997), existen
algunas incongruencias básicas en la investigación psiquiátrica
biomédica que hacen muy difícil, si no imposible, investigar sobre el
supuesto de que los síntomas son expresiones de problemas
orgánicos.
Por un lado indica van Praag que para que la investigación biológica
sea viable, las definiciones de los fenómenos que se estudian deben
ser precisas. Los fenómenos que estudia el modelo biomédico en
psiquiatría son los síntomas y las agrupaciones de síntomas en
cuadros clínicos más amplios, que se corresponden con los diferentes
diagnósticos. Es obvio que los diagnósticos deban ser precisos: si no
tenemos una definición claramente diferenciada de “esquizofrenia tipo
paranoide” o de “anorexia nerviosa tipo restrictivo”, muy difícilmente
se podrá buscar y no digamos encontrar su patología orgánica
subyacente. Por la práctica sabemos sin embargo que el diagnóstico
psiquiátrico es muchas veces incierto y que depende grandemente
del profesional que lo haya formulado. Si acudimos además al DSM,
donde aparecen las definiciones y criterios diagnósticos de los
diferentes síndromes, podemos comprobar la gran imprecisión que
los caracteriza. No es infrecuente que de un listado largo de posibles
síntomas, baste la presencia de sólo algunos de ellos para decidir un
diagnóstico, de tal forma que el mismo diagnóstico puede venir dado
por síntomas muy diferentes.
Veamos esto con un ejemplo: los criterios diagnósticos para el
trastorno psicótico breve, tal y como están recogidos en el manual
diagnóstico DSM-IV-TR (la última versión editada). Según la
American Psychiatric Association (2000), sería correcto diagnosticar a
una persona este trastorno si presenta uno (o más) de los siguientes
síntomas (existen más criterios diagnósticos que se deben cumplir,
pero son adicionales a este):
 
1. Ideas delirantes;
2. Alucinaciones;
3. Lenguaje desorganizado (por ejemplo, disperso o incoherente);
4. Comportamiento catatónico o gravemente desorganizado.
 
Como vemos, el mismo trastorno puede consistir en cosas tan
diferentes como alucinaciones (que alguien crea oír voces
inexistentes), o la presencia de conductas motoras anormales
(inmovilidad, por ejemplo), o mezclar unos contenidos con otros
mientras se habla, o sentirse perseguido por los locutores de las
noticias. Es muy difícil imaginar que los responsables
neurofisiológicos o neuroanatómicos de estas cuatro cosas puedan
ser los mismos. Encontrar los fundamentos biológicos del trastorno
psicótico breve en base a esta definición sería prodigioso.
Por otro lado, van Praag llama la atención también sobre el notable
aumento de trastornos conocidos en los últimos años, que como
ejemplo han pasado de 200 en el DSM-I (editado en 1952) a más de
300 en el DSM-IV-TR (2000). Si los trastornos mentales y del
comportamiento están causados por patologías biológicas, habrá que
considerar una rareza la aparición de trastornos nuevos, puesto que
la evolución biológica es muy lenta, constatable no en decenios sino
en decenas de miles de años No pueden haber aparecido tantos en el
transcurso de medio siglo. No es sostenible tampoco la idea de que
los trastornos ya estaban ahí pero que se han ido a descubrir ahora,
gracias a nuevas técnicas de observación o a la mejor preparación de
los profesionales. Si así fuera, gracias a ese avance se estarían
diagnosticando actualmente casos de histeria mejor que hace un
siglo, pero el caso es que la histeria prácticamente ha desaparecido
del paisaje de la salud mental. Más bien cabe pensar que los nuevos
diagnósticos (o la ausencia de otros conocidos) responden a nuevas
circunstancias culturales o sociales, como es el caso del trastorno de
identidad disociativo o del trastorno por estrés postraumático,
ejemplos que ya hemos mencionado en páginas anteriores.
La cuestión de fondo es que para la medicina reconocer esto
supondría ceder la competencia del estudio etiológico de esos
trastornos a otros profesionales, los que trabajan desde modelos que
permiten la integración de variables interpersonales; o bien
entregarse ellos a la búsqueda de los correlatos biológicos de esas
situaciones culturales o sociales particulares que han propiciado el
aumento de los trastornos, lo cual sería ciertamente una osadía. A
este respecto ya decía Szasz (1960), siempre genialmente agudo,
que fenómenos como el comunismo o el cristianismo serían difíciles
de explicar a través de defectos en el sistema nervioso. (Aunque el
también genial Woody Allen hace “curarse” de sus ideas
conservadoras al personaje adolescente de su película Todos dicen I
love you (1996) gracias a una intervención médica que consiguió que
por fin a su cerebro llegara suficiente riego sanguíneo.)
Otro punto expuesto por van Praag nos interesa especialmente, a
saber: para poder aplicar los postulados del modelo biomédico a los
trastornos mentales, los límites entre lo normal y lo anormal deben ser
claros, así como lo deben ser los criterios para decidir dónde está ese
límite. Sin embargo estos

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