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ÍNDICE 
 
 
 
 
INTRODUCCIÓN pág. 7 
 
 
CAPÍTULO 1 - LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO 
 I. El carácter filosófico de la antropología pág. 21 
 II. El «mundo copernicano». Metaforización de un campo epistémico pág. 48 
 III. Formas concretas del pensar bajo el signo del «hombre» pág. 69 
 
CAPÍTULO 2 - ¿LA ANTROPOLOGÍA COMO DESTINO DE UNA ÉPOCA? 
 I. El lugar del discurso antropológico en la obra de Kant pág. 104 
 II. La Antropología en sentido pragmático. Entre la libertad y la finitud pág. 126 
 III. El contrapunto foucaultiano. Crítica del discurso antropológico pág. 153 
 
CAPÍTULO 3 - ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y CONTEMPORANEIDAD 
 I. Prosecución de la «metáfora absoluta»: mundo(s) post-copernicano(s) pág. 179 
 II. Los años 20 y el turning point antropológico pág. 192 
 III. La propuesta antropológico-filosófica de Plessner pág. 213 
 III.1 Excentricidad pág. 222 
 III.2 Verkörperung pág. 251 
 
CONCLUSIONES pág. 271 
 I. Plessner: consideraciones finales pág. 273 
 II. Bios y logos pág. 284 
 
BIBLIOGRAFÍA pág. 297 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 En los apuntes se daba un detalle que en una 
primera lectura yo había pasado por alto, y es que el 
zinc, tan tierno y delicado, tan dócil ante los demás 
ácidos que se funden en uno, se comporta en cambio de 
modo bastante diferente cuando aparece en estado 
puro: entonces se resiste obstinadamente al ataque. Se 
podían sacar dos consecuencias filosóficas 
contradictorias entre sí: el elogio de la pureza, que 
protege del mal como una coraza, y el elogio de la 
impureza, que abre la puerta a las transformaciones, o 
sea a la vida. 
 
 
Primo Levi, El sistema periódico (1975)
 
 7 
INTRODUCCIÓN 
 
 
 
SOBRE EL MÉTODO Y LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES 
 
 La herencia filosófica del siglo pasado, en lo que a los conceptos de ‘hombre’ y 
‘condición humana’ se refiere, parece no dejar mucho espacio para un replanteamiento de 
las cuestiones que giran en torno al eje temático de una ‘antropología’, entendida en su 
acepción filosófica. Esta posibilidad, si atendemos a los anatemas que gran parte de la 
filosofía del siglo XX lanzó contra la así llamada “metafísica antropocéntrica” o 
“metafísica de la subjetividad”, quedaría más bien descartada. En efecto, el Leitmotiv del 
fin de la excepción humana supuso el hundimiento de la figura conceptual del ‘Hombre’ y 
del ‘sujeto’, así como el rechazo de todo el conjunto de postulados que se escondían detrás 
de los usos (autoritarios, ingenuos o hasta complacientes) de dichas categorías, que habían 
encarnado el ethos de la Modernidad. Todo el siglo XX puede ser interpretado, 
retrospectivamente, como una gran elaboración del duelo por la pérdida del “mundo de 
ayer”, es decir, por la renuncia a la pretensión moderna de definir y dominar lo real de 
modo soberano y a partir de un punto de vista antropológicamente privilegiado, esto es, la 
conciencia. Ahora bien, poner sobre la mesa la cuestión del sentido filosófico del trabajo 
antropológico, en un contexto así determinado, levanta enseguida –cuando menos– algunas 
sospechas, las mismas que, como veremos más adelante, fueron levantadas por algunos 
protagonistas de la cultura europea del siglo pasado, que se apresuraron a calificar de 
«reaccionario» o «metafísico» aquel discurso (el de la ‘antropología filosófica’ elaborada 
en los años de entreguerras) que, supuestamente, no hacía sino repetir ese gesto 
típicamente moderno de individuar un centro fijo y estable para el ser humano (que podía 
ser de tipo natural o esencial, aun cuando ese centro se caracterizaba de manera negativa o 
privativa). Ahora bien, la intención de la presente investigación es precisamente la de 
poner a prueba ese anatema y, al mismo tiempo, la de averiguar si –y en qué medida– cabe 
la posibilidad de hablar de ‘antropología’ (en sentido filosófico), en una época, como la 
actual, que parece haber asimilado (tal vez demasiado apresuradamente) la denuncia del 
«sueño antropológico», que fue uno de los tótemes intelectuales más aclamados de la 
segunda mitad del siglo XX. 
 8 
 El primer capítulo de este trabajo de investigación está dedicado a reconstruir, 
haciendo uso también de la metodología derivada de la historia conceptual,1 la que hemos 
llamado “configuración antropológica del saber”, es decir, la aparición moderna de la 
metáfora absoluta del «mundo copernicano».2 El lector se dará cuenta enseguida de que no 
se tratará de ofrecer una síntesis general de las numerosas “filosofías antropológicas” que 
pertenecen a la tradición occidental antigua y moderna: de hecho, lo que fundamenta 
nuestra opción metodológica es precisamente el rechazo de la idea según la cual toda 
filosofía albergaría un determinado “discurso sobre el ser humano”, esto es, una 
determinada “imagen del hombre” que haría de esa filosofía un pensamiento 
“antropológico”. Es verdad que, desde un punto de vista superficial, podríamos incluso 
coincidir con dicha interpretación (en cualquier filosofía, así como en cualquier 
construcción simbólica humana, podríamos hallar los rastros de una determinada “imagen 
del hombre”, que varía en función de la época, del influjo de la religión o de la moral, de la 
situación política, etc.), pero dicho punto de vista tiene muy poco en común con nuestra 
actitud metodológica y epistemológica. El objetivo del capítulo 1, en efecto, no es 
 
1 La expresión ‘Begriffsgeschichte’ aparece por primera vez en las Vorlesungen über die Philosophie der 
Geschichte de Hegel, pero allí no se le atribuye una elaboración conceptual autónoma, como sí ocurrió, en 
cambio, en la segunda mitad del siglo XX; fue entonces, en efecto, cuando, en particular en Alemania, 
adquirió una relevancia metodológica específica en el ámbito de la historia de la filosofía política, o mejor 
dicho, en la historia de los conceptos políticos y sociales. El trabajo de reconstrucción conceptual que se 
llevará a cabo en la primera parte de la presente investigación está innegablemente vinculado a esta opción 
metodológica, que evita considerar la historia de los conceptos como una mera lexicografía, pues no se trata 
de reconstruir una supuesta ‘identidad’ de las palabras (y, eventualmente, su evolución), sino de analizar el 
espacio de convergencia entre los conceptos y la historia, es decir, el espacio de cristalización de la 
experiencia histórica –y de sus contradicciones ideológicas y materiales– en determinados conceptos o 
actitudes epistémicas. Nos ocuparemos, entonces, de ‘antropología’, pero sin ninguna pretensión 
manualística, sino intentando una aproximación histórico-conceptual a esas fuerzas que hicieron posible, en 
un determinado momento histórico, la aparición de un ámbito teórico llamado ‘antropología’. Para una 
introducción metodológica a la Begriffsgeschichte, véase R. KOSELLECK, Einleitung (1967), in O. BRUNNER, 
R. KOSELLECK, W. CONZE (Hrsg.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-
sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Bd. I, págs. XIII-XXVII; H. G. GADAMER, Begriffsgeschichte als 
Philosophie, en “Archiv für Begriffsgeschichte”, 1970, págs. 137-51; R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft. 
Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1979, trad. esp. de N. Smilg, Futuro 
pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona,1993. 
2 En este caso la expresión procede del universo conceptual de Hans Blumenberg, el cual –como veremos 
más adelante– ha hablado de metaforización del concepto copernicano de ‘cosmos’. 
 9 
explicitar los genéricos presupuestos culturales y sociales que condicionan las numerosas 
autorrepresentaciones del hombre (lo cual no nos permitiría distinguir entre sí los distintos 
planos epistémicos, es decir, acabaríamos creando una suerte de punto de vista panóptico 
en el que confluyen tanto las culturas arcaicas, las precolombinas, las grandes culturas 
orientales o la filosofía europea moderna, por el mero hecho de que en cada una de ellas ha 
sido forjada una cierta “imagen del hombre”), sino poner de manifiesto e individuar tanto 
la peculiaridad filosófica (cf. el parágrafo I) como las características específicas (cf. el 
parágrafo II) de una determinada ruptura epistémica, que –a partir del siglo XVIII– generó 
un dominio cognoscitivo nuevo y (en cierto sentido) autónomo,3 que fue clasificado y 
estudiado por la que, en términos generales, podemos llamar ‘antropología’. De esa misma 
ruptura, además, intentaremos mostrar algunas manifestaciones concretas, analizando el 
caso de los primeros “antropólogos” del siglo XVIII y, en particular, el de Johann G. 
Herder (cf. el parágrafo III). 
 Este primer momento genealógico del presente trabajo nos brindará la oportunidad 
de analizar, en el segundo capítulo, esa peculiar ruptura epistémica desde el punto de vista 
sumamente crítico de la denuncia del «sueño antropológico», tomando como referencia 
uno de los primeros trabajos de Michel Foucault (la Introduction à l’Anthropologie de 
Kant), que de alguna forma anticipa la estructura argumentativa de la parte final de una de 
sus obras más célebres, Les mots et les choses. Para hacer eso, sin embargo, antes 
tendremos que dedicar dos parágrafos (el I y el II) al análisis de la supuesta orientación 
antropológica del pensamiento de Kant, haciendo hincapié especialmente en su 
determinación pragmática y en una obra que nunca ha sido considerada fundamental en la 
arquitectura de su filosofía, pero que en las últimas dos o tres décadas ha despertado 
mucho interés, a saber: la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht. El objetivo del 
segundo capítulo consiste, por un lado, en mostrar las ambigüedades y la peculiaridad de 
dicha obra, poniendo el acento sobre la dificultad de encasillar la orientación pragmática 
 
3 Sobre su presunta autonomía volveremos repetidamente a lo largo de los capítulos del presente trabajo. En 
cualquier caso, nos parece oportuno señalar desde ya que, en nuestra opinión, no se puede hablar de un 
ámbito disciplinario cerrado: como decía Arnold Gehlen (unos de los antropólogos-filósofos más célebres del 
siglo pasado), lo que la tradición sobre la cual trabajaremos genealógicamente (sobre todo en el primer 
capítulo) «ha transmitido, más que resultados, es sólo una orientación». A. GEHLEN, Ein Bild Vom Menschen 
(1941), ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1983, trad. 
esp. de C. Cienfuegos W., Una imagen del hombre, en ID., Antropología filosófica. Del encuentro y 
descubrimiento del hombre por sí mismo, Paidós, Barcelona, 1993, pág. 62. 
 10 
del pensamiento de Kant; al mismo tiempo, intentaremos criticar la posición de Odo 
Marquard, que considera la labor antropológica del filósofo de Königsberg como uno de 
los ejemplos más emblemáticos de la degeneración ‘geschichtphilosophisch’ de ese «giro 
al mundo de la vida» que hizo surgir la necesidad de una atención renovada por el «todo 
del hombre», radicalmente contrapuesta a la actitud que pretendía establecer una dirección 
entrópica de la historia, es decir, una orientación profunda y oculta de los eventos, a la cual 
el hombre puede corresponder sólo a través del reconocimiento de su propio destino 
(Bestimmung). Lo que intentaremos hacer, en otras palabras, será mostrar hasta qué punto, 
en Kant, esas dos dimensiones se aproximan, llegando incluso a solaparse. Esta 
coexistencia de actitudes, dicho sea de paso, contribuyó a generar en nosotros la 
convicción de que la antropología, como ya apuntábamos antes, no surgió como una 
disciplina autónoma, como una acumulación progresiva y coherente de resultados, sino 
como una orientación, como una actitud epistémica más bien borrosa y poco cristalina, 
sobre todo en sus inicios. Así, pues, en el parágrafo III nos detendremos en la lectura 
foucaultiana de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y en la crítica del pensador 
francés hacia el presunto espejismo epistemológico que ningún discurso antropológico, a 
partir de Kant, habría sabido evitar, llegando a confundir (y a intercambiar) 
inopinadamente el plano empírico y el trascendental –generando así una «ilusión 
antropológica». Ahora bien, la idea de fondo que vertebra este parágrafo es que el mismo 
Foucault, en las obras posteriores a Las palabras y las cosas, terminó replicando a dicho 
espejismo a través de otro gran espejismo epistemológico, que no hizo sino borrar el 
carácter específico y problemático de cualquier discurso sobre el ser humano, 
fagocitándolo en un «positivismo alegre» que, en nuestra opinión, no hace justicia a la 
posibilidad de desarrollar, en la época contemporánea, un discurso ‘antropológico-
filosófico’. 
 La argumentación contenida en el último parágrafo del segundo capítulo debería 
contribuir a justificar la legitimidad del estudio que llevaremos a cabo en la tercera y 
última parte del presente trabajo, que culmina en el análisis del alcance y de la posible 
actualidad de la propuesta teórica de Helmuth Plessner. En primer lugar, será necesario 
mostrar en qué sentido se podría modificar la «metáfora absoluta» del “mundo 
copernicano”, a través de la cual, en el primer capítulo, nos hemos referido a la emergencia 
de la “configuración antropológica del saber”. Históricamente, nos ubicamos en los 
décadas inmediatamente precedentes a la primera guerra mundial, es decir, en el que 
podríamos definir como el punto de inflexión de la modernidad, cuando esta última pareció 
 11 
alcanzar el cumplimiento de sus presupuestos materiales, tecnológicos, sociales y 
culturales. A este propósito, pues, proponemos hablar de un “mundo post-copernicano” (cf. 
el parágrafo I), en el cual todo lo sólido se desvanece en el aire y en el cual la sensación 
más amenazadora, para el hombre, ya no es la de ocupar un lugar periférico y descentrado 
(que antes, de alguna forma, garantizaba una cierta compensación semántica y simbólica 
frente a la eclosión de la contingencia “copernicana”), sino la de no pertenecer a ningún 
lugar. En el parágrafo II, analizaremos el así llamado turning point antropológico de los 
años 20, que tuvo lugar en Alemania y que, en cierto modo, representó la que podríamos 
definir –haciendo uso de la terminología conceptual acuñada por el sociólogo alemán 
Niklas Luhmann– como la «respuesta semántica» de la sociedad frente a la transición del 
“mundo copernicano” al “mundo post-copernicano”. Asimismo, intentaremos averiguar las 
razones estructurales que, en ese contexto, condujeron al replanteamiento de la cuestión 
del modo de ser del hombre, a pesar de las numerosas invectivas “anti-antropológicas” –a 
las cuales dedicaremos algunos párrafos– de los intelectuales alemanes más influyentes de 
la época, como Martin Heidegger, Edmund Husserl, Max Horkheimer o Jürgen Habermas. 
Finalmente, en el parágrafo III, nos detendremos de forma pormenorizada en la propuesta 
antropológico-filosófica de Plessner, que, precisamente en los años de máximo auge 
personal y académico de ese pensador alemán, pasó parcialmente inadvertida (sólo a partir 
de mediados de los años 80, en efecto, su figura y su pensamiento empezaron a ser 
conocidos fuera de Alemania) y que está enteramente vertebrada por elintento de sondear 
la posibilidad, en la época contemporánea y cabalmente “post-copernicana”, de hacer 
antropología –sin renunciar a su acepción intrínsecamente filosófica y rechazando 
(implícita o explícitamente) la acusación de haber caído en un «sueño» o un «olvido» 
insuperables. En particular, estudiaremos las dos vertientes que, en nuestra opinión, 
conforman la armazón teórica de su propuesta, es decir, la noción de ‘Exzentrizität’ (cf. la 
sección III.1), en la que culmina –si bien no en términos de progreso o de alcance de un 
determinado telos– la bio-filosofía plessneriana, y la noción de ‘Verkörperung’ (cf. la 
sección III.2), que sirve de contrapeso conceptual para evitar caer en la ilusión de 
considerar la idea de excentricidad del ser humano como una mera fórmula abstracta y 
vacía, desprovista de cualquier contenido material, histórico, contingente y cotidiano. 
 Como ya empieza a delinearse con cierta claridad, el tipo que trabajo que 
realizaremos no seguirá las pautas del tradicional “estudio de autor”. Lo que intentaremos 
construir, pues, será una suerte de “cartografía conceptual” teóricamente fundamentada e 
históricamente enraizada, que desemboque en una propuesta argumentada acerca de la 
 12 
posibilidad y legitimidad de ocuparse –en la época actual– de ‘antropología filosófica’, 
transgrediendo así la admonición procedente del anti-humanismo y del post-humanismo de 
la segunda mitad del siglo pasado, pero al mismo tiempo rechazando de entrada el 
ideologema de la excepción humana.4 Somos conscientes de que toda genealogía, es decir, 
toda reconstrucción histórico-conceptual, presenta aspectos parciales e impugnables: a 
pesar de que algunos historiadores y filósofos estén convencidos de que se trata de un 
gesto que debería reflejar la supuesta objetividad del decurso lineal de la historia del 
pensamiento, dicha operación, en nuestra opinión, es siempre el fruto de una decisión 
teórica, esto es, de una actitud epistémica que intenta, a veces sin conseguirlo, afirmarse (o 
re-afirmarse, después de haber sido radicalmente criticada por las voces mayoritarias del 
panorama intelectual de una cierta época) y hallar una justificación, de tipo argumentativo 
e histórico. En otras palabras, somos conscientes de que, en la época actual, la posibilidad 
de hablar de ‘antropología filosófica’ no depende exclusivamente de la legitimidad del 
recorrido histórico-conceptual que presentamos en el presente trabajo, que es sólo una de 
las posibles vías a seguir. De hecho, dicho recorrido atraviesa lugares y se aproxima a 
pensadores que no suelen formar parte de una única corriente, es decir, que no comparten 
una única visión del mundo y del trabajo filosófico. El caso tal vez más evidente es el de la 
“enemistad” filosófica entre Herder y Kant: pues bien, nuestra intención no reside en 
aproximar a toda costa sus perspectivas, sino en mostrar que, como decía Gehlen, la línea 
que podemos trazar –retrospectivamente– para hallar una hipotética tradición 
antropológico-filosófica une más bien ciertas tendencias, antes que agregar una serie de 
resultados (científicos o filosóficos) homogéneos y coherentes. El hecho de que el último 
eslabón de nuestro recorrido sea la propuesta teórica de Plessner no significa, pues, que la 
trayectoria histórico-conceptual de la ‘antropología filosófica’ tenga que pasar 
necesariamente por los antropólogos de la segunda mitad de siglo XVIII (Johannes Ith, 
Johann Karl Wezel, Karl H. Pölitz, etc.), por Herder, Kant o Max Scheler, sino que la 
identidad material del concepto de ‘antropología filosófica’ puede ocupar un dominio 
 
4 A este propósito, resulta muy útil consultar una obra reciente, que describe con rigor y detenimiento la 
eclosión de esas fuerzas (es decir, de esos saberes) que, en los últimos ciento y cincuenta años, han 
impugnado la tesis de la ‘excepción humana’, basada en la idea de presunta una ruptura óntica y ontológica 
entre el ser humano y los demás seres vivos, así como en una concepción gnoseocéntrica de la esfera 
humana, según la cual lo propio del hombre consistiría justamente la facultad de ‘conocer’. Véase J.-M. 
SCHAEFFER, La fin de l’exception humaine, Gallimard, Paris, 2007, trad. esp. de E. Julibert, El fin de la 
excepción humana, Marbot, Barcelona, 2009. 
 13 
distinto respecto al de su identidad formal.5 Así, pues, precisamente lo que forma parte del 
dominio de la identidad material de un concepto coincide, en nuestra opinión, con la 
apuesta teórica contenida en cualquier intento de elaborar una genealogía conceptual. 
Además, como decía Borges en uno de los textos contenidos en Otras inquisiciones, «cada 
escritor crea sus precursores»:6 pues bien, esta sentencia podría aplicarse también a los 
filósofos y a las tradiciones de pensamiento, que existen, por decirlo así, también gracias a 
las miradas retrospectivas que se empeñan en re-crearlas. Tomando el ejemplo de Plessner, 
entonces, bien podríamos decir –empleando las palabras que Borges escribió pensando en 
Kafka (y en todo autor)– que «su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha 
de modificar el futuro».7 Dicho de otro modo, la trayectoria que dibujaremos a lo largo del 
presente trabajo atestigua –paradójica pero necesariamente– la presencia de Plessner en sus 
precursores. En este sentido, si las propuestas de los distintos autores traídos a colación en 
nuestro estudio se parecen de algún modo, será gracias al hecho de que sus teorías 
configuran los que Wittgenstein –en el § 67 de las Philosophische Untersuchungen– llamó 
«parecidos de familia [Familienähnlichkeiten]», que se superponen y entrecruzan entre sí 
«como cuando al hilar trenzamos una madeja hilo a hilo», cuya robustez «no reside en que 
una fibra cualquiera recorra toda su longitud, sino en que se superpongan muchas fibras».8 
Lo que queremos sostener es que la falta de una “identidad lineal” que permitiría unir, sin 
ninguna solución de continuidad, todas las posiciones abarcadas, no debería representar un 
argumento decisivo en contra de la legitimidad de nuestra genealogía conceptual, pues 
consideramos que el aspecto más interesante de esta última estriba más bien en la 
existencia y en la superposición de ciertos puntos de contactos (que cada autor re-crea 
 
5 La referencia a Max Scheler no es casual, ya que, como argumentaremos en el tercer capítulo, rechazamos 
la idea (tradicionalmente aceptada) según la cual a Scheler le correspondería la verdadera paternidad de la 
“anthropologische Wende” de los años 20; se trata, pues, de un ejemplo concreto de que identidad formal e 
identidad material de un concepto –o de una tradición filosófica– no siempre significan la misma cosa. 
6 J. L. BORGES, Kafka y sus precursores, en ID., Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1997 (1ª ed. revisada), 
págs. 162-166, aquí pág. 166. 
7 «Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no 
todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la 
idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale 
decir, no existiría», ibidem. 
8 L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen (1953), trad. esp. de A. García Suárez, U. Moulines, 
Investigaciones filosóficas, Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Crítica, Barcelona, 20103, págs. 
87-89. 
 14 
retrospectivamente, como recuerda Borges), que acaban configurando unos «parecidos de 
familia». 
 Ahora bien, antes de empezar nuestro recorrido, consideramos necesario hacer 
algunas aclaraciones acerca de ese atributo intrínsecamente filosófico al que hemos aludido 
al hablar de ‘antropología’ y de condición humana, pues nos será muy útil a la hora de 
reivindicar, en la segunda y en la terceraparte de la presente investigación, el carácter 
filosófico del discurso antropológico. Hablar de límites, y del juego que siempre se da entre 
un límite y lo que está más allá de ese límite, significa efectivamente acercarse, al menos 
lingüísticamente, a lo que, en el presente trabajo, entendemos tanto por condición humana, 
como por trabajo filosófico. Es indudable que la presencia del ser humano en este mundo 
se distribuye en múltiples niveles y en múltiples planos de realidad y de experiencia: desde 
lo más concreto (las pasiones, la enfermedad, el juego, la nutrición, la sexualidad, la 
‘mecánica’ de nuestros cuerpos, etc.) hasta lo más abstracto (las ecuaciones matemáticas, 
la poesía, la partitura de una obra musical, la arquitectura, etc.). Pues bien, por supuesto no 
se trata aquí de entender la condición humana desde un punto de vista panóptico, es decir, 
estableciendo un sistema jerarquizado de las distintas formas en las que el hombre 
experimenta, crea y organiza su propia presencia en el mundo. Sin embargo, al mismo 
tiempo, nos parece igualmente absurdo renunciar a suponer que toda esa multiplicidad sea 
efectivamente una multiplicidad de algo; en otras palabras, si la filosofía deja de ver la 
posibilidad misma de adentrarse en el laberinto de los distintos niveles de la realidad y de 
la experiencia, intentando mantenerlos vinculados de alguna forma, pues entonces ya no 
es, en nuestra opinión, verdadera teoría. Dar cuenta de la condición humana desde su 
posición liminar, por lo tanto, significa justificar el sentido mismo y la posibilidad de la 
transición entre los distintos planos, lo que implica a su vez un gesto muy kantiano, a 
saber: razonar sobre las fronteras entre los saberes que nombran y ordenan esos planos. 
Hay una diferencia sustancial, pues, entre la imposición de una mirada panóptica y una 
reflexión filosófica acerca de esa posición liminar o fronteriza. 
 La cuestión de los distintos planos de la realidad y de la experiencia conduce 
inevitablemente a una cuestión todavía más general: la idea de la “enciclopedia de los 
saberes”. Se trata, sin duda alguna, de otro de los tótems críticos de la filosofía de los 
últimos ciento y cincuenta años, cuyas vicisitudes podrían bien ser compendiadas, 
efectivamente, bajo el lema de la “disolución de la enciclopedia filosófica”. Como es 
sabido, la cuestión enciclopédica está muy presente en la historia del idealismo alemán del 
siglo XIX, tan estrechamente vinculado a la necesidad de la relación entre la filosofía y las 
 15 
ciencias, es decir, a la cuestión de si –y en qué medida– podía y debía conservarse un polo 
cognoscitivo unitario, más allá (o más acá) de los saberes particulares que se hacían cada 
vez más numerosos y autónomos. Muy superficialmente, podríamos afirmar que, con el 
cambio de siglo, por un lado se asistió a una adecuación de la filosofía, en términos más 
bien fundacionales, respecto de esos saberes, como en el caso del neokantismo y del 
positivismo lógico; por el otro, se apostó por la creación de “islas teóricas” encargadas de 
sustraer a esos saberes una determinada porción de lo real (la existencia, los valores, el 
arte, el impulso vital, etc.); finalmente, también se intentó poner de manifiesto los 
mecanismos discursivos histórica o culturalmente determinados propios de los saberes 
particulares, generando así esos procesos genealógicos y deconstructivos tan en boga 
durante la segunda mitad del siglo pasado. Pues bien, aun sin mencionar todos los matices 
del proyecto fenomenológico gestados a lo largo del siglo pasado, cuyo alcance y 
perspectiva no puede ser objeto de examen de este trabajo, podríamos afirmar que la idea 
de una “enciclopedia filosófica”, tanto en el sentido panóptico como en el fundacional, no 
puede en absoluto ser resucitada hoy día. No se trata aquí, por lo tanto, de rechazar la 
especialización de los saberes y la filosofía, ni siquiera de volver a proponer una dimensión 
primera, totalizante o metafísica del conocimiento, a la cual tendría acceso exclusivamente 
la filosofía, sino más bien de entender si el carácter filosófico de la interrogación sobre la 
multiplicidad de los niveles de la experiencia y la realidad (y sobre la multiplicidad de los 
saberes que intentan ordenar esos accesos múltiples a la realidad) puede enlazarse de 
alguna forma con la pregunta por la condición liminar del ser humano. 
 Uno de los aspectos que siempre han caracterizado la reflexión filosófica es el afán 
de alcanzar racionalmente una cierta visión global de las cosas y de los acontecimientos: 
de lo que ocurre y de lo que nos ocurre. Para cumplir dicho objetivo, siempre se ha 
recurrido a unos principios encargados de concebir virtualmente una red teórica capaz de 
conectar las cosas y los acontecimientos. Ahora bien, lo que la época de la disolución del 
proyecto “enciclopédico” de la filosofía nos ha mostrado con abundancia de ejemplos es 
que esos principios (creados, reconocidos, históricamente determinados, etc.) se han 
multiplicado de manera exponencial; así, pues, la filosofía tuvo que retroceder, 
renunciando a pronunciarse conceptualmente sobre las múltiples estratificaciones del 
saber. Si somos conscientes de dicho contexto, entonces, sería absurdo imaginar el trabajo 
“enciclopédico” (en su acepción más filosófica: no se discute aquí la posibilidad de una 
yuxtaposición cuantitativa de los saberes, algo que hoy en día se da por adquirido) como 
una teoría capaz de explicar todas las conexiones entre las cosas y los acontecimientos. 
 16 
Mucho menos absurdo, en cambio, sería tal vez imaginar el trabajo “enciclopédico” como 
una articulación progresiva de preguntas sobre los presupuestos de cada discurso, sobre el 
hecho mismo de que efectivamente hay palabras y cosas, entendimientos y 
acontecimientos, y sobre el hecho de que su relación nunca puede darse de forma 
totalmente estable ni necesaria. Por lo tanto, deberíamos reflexionar sobre esa relación y, al 
mismo tiempo, sobre las operaciones mismas del intelecto, que al fin y al cabo no 
consisten sino en entendimientos y acontecimientos: por eso es preciso rechazar todo 
fundamento unitario, que valora únicamente el presupuesto lógico (o material) del que 
surge cada discurso. La reflexión filosófica parece más bien la expresión de ese 
movimiento circular que engloba, a la vez unidos y desdoblados, los entendimientos y los 
acontecimientos, las palabras y las cosas. Si el esfuerzo “enciclopédico” se refiere a 
semejante idea de totalidad (de tipo circular, estrechamente vinculada a la idea de 
feedback), entonces tal vez se podría definir, efectivamente, filosófico, pues las preguntas 
sobre los presupuestos del discurrir humano en torno a las cosas y a los acontecimientos no 
están necesariamente abocadas a confluir en algo así como una “doctrina del fundamento”. 
En este sentido, la idea de “enciclopedia”, lejos de rechazar la multiplicación y la 
especialización de los saberes, que ya de por sí impide la realización del gran modelo 
hegeliano del saber (sintético y totalizante), podría adquirir ese atributo filosófico que 
intenta reflejar el insuperable círculo del saber. Que la multiplicidad sea una multiplicidad 
de algo, entonces, no es una afirmación que busca garantizar un “fundamento”, ni 
metafísico ni antropológico, sino más bien un intento de no disolver el círculo (kyklos) en 
el cual las palabras y las cosas, al mismo tiempo unidas y desdobladas, guardan una 
determinada relación, que a su vez puede ser nombrada de alguna forma. Que 
precisamente esa forma corresponda a otra manera de entender la ‘antropología’, en su 
sentido filosófico, representa el punto de partida que ha animado la presente investigación. 
 La lógica que subyace a nuestro punto de partida, por lo tanto, podría ser 
compendiada en dos propuestas metodológicas supuestamente contrarias, que, sin 
embargo, resultan firmemente vinculadas.Por un lado, rechazamos la idea sintética y 
totalizante del sistema enciclopédico que resistió hasta finales del siglo XIX, con algunos 
epígonos novecentistas, como por ejemplo la fenomenología husserliana y la filosofía de 
las formas simbólicas de Cassirer; en otras palabras, rechazamos la idea según la cual los 
principios y los datos empíricos (la arquitectura lógico-ontológica y la realidad sensible) 
puedan confluir en una mirada panóptica, en un sistema total del saber. Por otro lado –y al 
mismo tiempo–, no renunciamos a la posibilidad de reflexionar en torno a una determinada 
 17 
forma de poner en relación (según la idea del kyklos) la multiplicidad de lo real. Pues bien, 
lo que defendemos es que la lógica de dicha relación no se encuentra dada de antemano, 
para cuyo hallazgo sólo sería necesario, por parte del ser humano, un gesto cognoscitivo –
es decir, desvelador–, sino que está siempre por construir, reinventar, mediante una mirada 
cíclica y circular, como se ha dicho anteriormente. ¿Por qué cíclica y circular? Porque, en 
nuestra opinión, la filosofía no debería limitarse a interrogar únicamente las estructuras y 
las formas de los distintos planos de experiencia y de los saberes que intentan ordenarlos, 
ya que, de ese modo, renunciaría a proponer una cualquier forma de correlación de esa 
multiplicidad; asimismo, se arrogaría un derecho que, desde un punto de vista 
epistemológico, esos mismos saberes particulares (la física, la biología, las neurociencias, 
pero también el arte o las ciencias sociales) no estarían dispuestos a reconocerle. Por esta 
razón, tal vez, sería filosóficamente más fecundo hacer uso de una mirada trasversal, que 
permite reflexionar conceptualmente sobre aquellos puntos en los que se entrecruzan –y 
sobre aquellos en los que se separan radicalmente– las cosas y las palabras que pertenecen 
a cada uno de los distintos planos de experiencia y de sus respectivos saberes, muy 
conscientes de que, como recordó convincentemente Plessner, también dichos saberes se 
dan para el hombre como una forma de la experiencia, es decir, concretándose 
materialmente o, mejor dicho, incorporándose. Proponer una correlación de la 
multiplicidad, entonces, no significa necesariamente postular una gramática total, una 
macro-teoría enciclopédica del saber, sino interrogarse sobre los puntos de contacto, las 
disconformidades y la eventual traducibilidad y comunicabilidad entre las distintas formas 
de la experiencia y entre sus respectivas gramáticas. En otras palabras, un posible sentido 
actual del esfuerzo “enciclopédico” sería precisamente aquel que permite reflexionar sobre 
el círculo (o sobre el kyklos) entre las palabras y las cosas, entre los conceptos y las 
percepciones, es decir, sobre la multiplicidad intrínseca a la forma humana de hacer 
experiencia de lo que hay y de lo que somos. 
 La filosofía, por lo tanto, debería hacer posible este tipo de reflexión radical sobre 
la multivocidad de la experiencia, de la cual forman parte también las palabras y los 
conceptos, es decir, las formas cognoscitivas y expresivas mediante las cuales hacemos 
dicha experiencia. Entonces, en un contexto así determinado, el discurso filosófico podría 
recuperar ese carácter antropológico que el siglo pasado había intentado rechazar tout 
court, denunciando su propensión doctrinaria, universalista y metafísica –en una palabra, 
ideológica. Una propuesta actual de ‘antropología filosófica’ correspondería, en cierto 
modo, a una filosofía de la experiencia capaz de reconocer –y desplazarse trasversalmente 
 18 
entre– los distintos lados a través de los cuales las cosas se nos hacen presentes y operamos 
con ellas, transformándolas o produciéndolas. En esto, esencialmente, consistiría ese juego 
fronterizo de la filosofía que, como intentaremos argumentar a lo largo de la presente 
investigación, refleja tan bien el carácter peculiar de la condición humana. 
 Para hallar un concepto icónicamente eficaz a la hora de determinar el ámbito 
conceptual al que nos hemos referido en los párrafos precedentes –y que representará el 
fondo implícito y siempre presente de este trabajo– puede ser útil citar un fragmento del 
Prefacio de Les mots et les choses, de Michel Foucualt: 
 
«Los códigos fundamentales de una cultura –los que rigen su lenguaje, sus esquemas 
perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas– fijan de 
antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y 
dentro de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías 
científicas o las interpretaciones de los filósofos explican por qué existe un orden en 
general, a qué ley general obedece, qué principio puede dar cuenta de él, por qué razón se 
establece este orden y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina un 
dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más 
confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar [...]. Así, entre la mirada ya 
codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en 
su ser mismo [...]. Tanto que esta región “media”, en la medida en que manifiesta los 
modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las 
palabras, a las percepciones y a los gestos [...]; más sólida, más arcaica, menos dudosa, 
siempre más “verdadera” que las teorías que intentan darle una forma explícita, una 
aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico».9 
 
Vuelve aquí el tema del límite (o de la frontera) entre las cosas y las palabras, es decir, 
entre los planos de la experiencia y los discursos que intentan ordenarlos: un límite que, sin 
embargo, en este caso no representa una separación infranqueable entre las dos esferas, 
sino más bien esa «zona media» entre la superficie y el fondo, la sensación y el sentido, lo 
empírico y lo trascendental. Por supuesto los fenómenos analizados en esa zona liminar no 
son “otros” fenómenos respecto de los que pueblan la región “superior” y la “inferior”, 
sino los mismos, pero observados sin ese tipo de lente monocular a través de la cual tan a 
 
9 M. FOUCAULT, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, Gallimard, Paris, 1966, 
trad. esp. de E. C. Frost, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo 
Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2003, págs. 5-6. 
 19 
menudo el pensamiento occidental ha declarado infranqueable la frontera entre esos dos 
dominios, sobre todo a partir de la moderna dicotomía ontológica y cognoscitiva 
inaugurada por Descartes en sus Meditaciones metafísicas.10 Diríamos entonces que esa 
zona media y fronteriza, donde se da la «experiencia desnuda del orden y de sus modos de 
ser»,11 para nuestra investigación representa algo más que un simple ámbito conceptual, 
pues de hecho podríamos considerarla como su origen, como la chispa que le dio vida. En 
efecto, si por un lado Foucault individua con extrema fineza conceptual la importancia de 
esa zona intermedia ubicada entre la superficie y el fondo, entre la «mirada ya codificada» 
y el «conocimiento reflexivo», es decir, entre las cosas y las palabras, por el otro toda su 
obra posterior parece más bien un intento de adentrarse en esa zona como si fuera un 
espacio vacío, que finalmente llega a saturarse a través de la historia de los códigos 
culturales que caracterizan las distintas epistemai y a través de los juegos de poder que 
intentan disciplinarla. Sin embargo, de esa forma queda ineludiblemente descartada la 
posibilidad de hacer uso de esa mirada trasversal a la cual aludíamos en los párrafos 
precedentes y que, generando un “cortocircuito” entre las cosas y las palabras –entre la 
sensación y el sentido–, tal vez nos permita volver a observar con otros ojos la 
multiplicidad y la variedadde la “provincia humana”, es decir, todo ese conjunto de 
fenómenos que expresan la siempre inestable relación entre lo empírico y lo ontológico, 
los datos y las interpretaciones. La configuración de los sentidos, las formas de expresión 
no verbal, pero también el nacimiento, el volumen craneal, la postura erecta, la nutrición, 
el acto sexual, la muerte: todo esto, es decir, las huellas de lo humano que encontramos en 
esa «región media»,12 en las obras de Foucault acaban convirtiéndose en meros índices 
 
10 Escogemos un pasaje, muy significativo en nuestra opinión, que se encuentra al final de la Segunda 
meditación: «¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, 
entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente [...]. Pero, en fin, heme aquí 
insensiblemente en el punto a que quería llegar: pues ya que es cosa para mí manifiesta ahora que los cuerpos 
no son propiamente conocidos por lo sentidos o por la facultad de imaginar, sino por el entendimiento sólo, y 
que no son conocidos porque los vemos y los tocamos, sino porque los entendemos y comprendemos por el 
pensamiento, veo claramente que nada hay que me sea más fácil de conocer que mi propio espíritu». R. 
DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1641), trad. esp. de M. G. Morente, Meditaciones 
metafísicas, Espasa Calpe, Madrid, 1975, págs. 159 y 163. 
11 M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 6. 
12 Insistimos: no se trata de ‘fenómenos’ que se encuentran únicamente en esa «región media», como si de 
una porción de la realidad separada y autónoma se tratara, sino de otra forma de interrogar y observar esos 
mismos ‘fenómenos’. 
 20 
epistémicos, en ‘positividades’, en cristalizaciones generadas por la acción de los 
mecanismos de saber/poder. No es una mera casualidad, entonces, el hecho de que en El 
orden del discurso, en relación con el estilo genealógico, Foucault llegue a hablar de un 
«positivismo alegre»,13 a través del cual se configuraría esa ciencia de la constitución de 
las ‘positividades’, o de los códigos culturales. Así, pues, el hacerse cargo de esa «región 
media», pero sin repetir el gesto foucaultiano que tiende a sobredeterminarla no tanto en el 
sentido de una subjetividad trascendental, sino a través de esa historización total en la cual 
se concreta su «positivismo alegre», puede –en nuestra opinión– contribuir a renovar el 
sentido mismo de la interrogación antropológica (según aquella acepción filosófica que 
buena parte del pensamiento del siglo pasado quiso despojar de toda legitimidad teórica). 
De hecho, esta idea ha sido el estímulo que ha permitido empezar a pensar y dar forma a la 
presente investigación.
 
13 ID., L’ordre du discours (1970), trad. esp. de A. González Troyano, El orden del discurso, Tusquets 
Editores, Barcelona, 2004, pág. 57. 
 
 21 
CAPÍTULO 1 
LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO 
Esbozo de una historia conceptual 
 
 
I. EL CARÁCTER FILOSÓFICO DE LA ANTROPOLOGÍA 
 
 Desde un punto de vista general y superficial, cualquier filosofía podría ser 
considerada “antropológica”. A pesar de la ausencia de una verdadera teoría antropológica 
en la filosofía de Aristóteles, nadie se atrevería a sostener que la Ética a Nicómaco no 
encierra una determinada imagen del hombre. Sin embargo, al mismo tiempo nadie se 
atrevería a sostener que en toda filosofía se produce una discordancia estructural entre la 
esfera de la naturaleza (el mundo físico) y la esfera humana, a la cual la tradición moderna 
casi siempre ha asociado la idea de ‘libertad’ frente a las constricciones de la naturaleza. 
Efectivamente, un contraste de ese tipo sería sencillamente impensable a partir de la Ética 
a Nicómaco, en la cual el ámbito de la physis y el de la libertad de la cual goza el ser 
humano son inseparables, hasta el punto de que la phronesis no es sino la capacidad de 
elegir bien los medios, y no los fines, los cuales son algo natural, como lo es la capacidad 
de ver. De hecho, según Aristóteles, el bien puede ser alcanzado única y exclusivamente 
por el euphyés, es decir, el hombre que posee una «buena naturaleza» (euphyía).1 Así, 
pues, se podría afirmar que la discordancia entre esas dos esferas –una discordancia que, 
en realidad, se traduce más bien en una conjunción disyuntiva– es una de las principales 
efigies de la modernidad, en el sentido de que sólo en la Neuzeit esa separación se 
convierte en un problema, en algo con lo cual el pensamiento debe confrontarse, dado que 
es justamente esa separación la que lo expone a numerosas aporías y antinomias. La 
presencia de una separación entre lo humano y lo no-humano (entre la tierra y el cielo) es 
tan antigua como la filosofía, pero el carácter peculiar de la modernidad parece ser más 
bien otro, a saber: la necesidad de contemplar a la vez una conjunción y una disociación, 
una cercanía y una discordancia entre lo humano y lo no-humano.2 Dicho de otra manera, y 
 
1 Cf. Ética a Nicómaco, 1144a 34, 1114b 6-10 (trad. esp. de J. Pallí Bonet, Gredos, Madrid, 2007). 
2 A este propósito, señalamos que no estamos de acuerdo con la tesis expuesta por Giorgio Agamben en Lo 
abierto, donde sostiene que toda la tradición occidental radica en una “metafísica” esencial, es decir, en una 
«maquinaria antropológica» que decide cada vez dónde hacer transitar la frontera entre lo humano y lo no-
 
 22 
en términos más generales, el hecho de que toda filosofía, en cualquier época, haya 
pensado el ser humano de alguna forma, no es condición suficiente para afirmar que toda 
filosofía esté necesariamente relacionada o vinculada con una “teoría antropológica”. Si así 
fuera, cualquier intento de individuar un ámbito conceptual autónomo, al cual asignar el 
nombre de ‘antropología’, sería totalmente insensato, pues las expresiones ‘antropología 
filosófica’ y ‘filosofía antropológica’ (o ‘filosofía del hombre’) serían indistinguibles y, 
asimismo, no tendría ningún sentido hablar de una distinción estructural entre los aparatos 
categoriales relativos al ser humano mediante los cuales operaron, por ejemplo, Platón y 
Herder, o Plotino y Diderot. 
 En la etapa pre-moderna del pensamiento occidental, el hombre era concebido 
como un segmento, una parte (eso sí, la parte tal vez más importante y significativa) de una 
teoría más amplia, de una cosmología que, dependiendo del contexto científico y cultural, 
adquiría cada vez un carácter ontológico, metafísico o religioso; en otras palabras, la idea 
del ser humano se insertaba en un orden general. Ahora bien, fue precisamente en el 
momento en que ese orden empezó a ceder y fragmentarse (en que se produjo la ruptura 
del paradigma clásico), cuando la “carrera” de la antropología, entendida en su acepción 
moderna, dio sus primeros pasos. Sin embargo, lo que aquí intentamos argumentar es que 
no se trató de un salto de una concepción absoluta (es decir, cosmológica) a otra 
concepción absoluta, desvinculada de toda limitación y relación; por el contrario, podría 
decirse que la antropología moderna ocupa el ámbito epistémico intrínsecamente 
problemático que surge a raíz de esa conjunción disyuntiva que mencionábamos poco 
antes. En la Neuzeit, el ser humano deja de ser representado por un segmento y se 
convierte (o, mejor dicho, pretende convertirse) en una ‘totalidad’, la cual, no obstante, se 
constituye justamente en virtud de una relación constante e insuperable (y problemática) 
con las ‘partes’. Dicho de otra manera, el hombre es a la vez ‘totalidad’ y ‘parte’. En 
efecto, se trata de una situación bien confusa: he aquí una teoría que describe al hombre,humano, generando así una “disociación conjuntiva” entre las dos esferas, que guardan ese vínculo 
precisamente en virtud de una frontera móvil, capaz de asociar y disociar al mismo tiempo. En nuestra 
opinión, en esta tesis se esconde un peligro muy fuerte de “hipostatización” de algunas características que, en 
cambio, parecen más bien histórica y culturalmente determinadas. El gesto de Agamben, en este caso como 
también en otros, tiende a asumir una connotación más bien “ontológica” (se puede entender en este sentido 
el riesgo de “hipostatización”), perdiendo tal vez esa vertiente genealógica que el mismo autor reconoce a su 
obra. Cf. G. AGAMBEN, L’aperto. L’uomo e l’animale, Bollati Boringhieri, Torino, 2002, trad. esp. de A. G. 
Cuspinera, Lo abierto. El hombre y el animal, Pre-Textos, Valencia, 2005, págs. 28, 100-101. 
 
 23 
que sin embargo es el que produce esa teoría; una teoría que estudia al ser humano en sus 
múltiples y concretas diferenciaciones y que, al mismo tiempo, intenta elaborar una 
imagen unitaria; una teoría de la génesis antropológica del pensamiento, que a su vez es 
condición necesaria de esa misma teoría; una teoría que declara asentar sus bases en la 
‘naturaleza humana’ (o en la ‘naturaleza’ tout court), pero que –al mismo tiempo– describe 
cómo el hombre modifica esa naturaleza y a sí mismo. Estas sólo son algunas de las 
dificultades, ante todo teóricas, que derivan de su condición liminar y fronteriza: en ellas 
se hace patente esa confusión sustancial que surge cuando lo empírico y lo trascendental, 
los datos y los principios, las cosas y las palabras, emprenden esa convivencia circular de 
la cual hablábamos en la Introducción. Esto, dicho de otra forma, es lo que ocurre cuando 
el ser humano (y, por consiguiente, la ‘antropología’ en su acepción moderna) se vuelve al 
mismo tiempo ‘totalidad’ y ‘parte’, inaugurando la inseparabilidad propiamente moderna 
de la filosofía y la antropología. 
 Desde la aparición misma de las ciencias humanas, la cuestión epistemológica de la 
circularidad explicativa ha jugado un papel muy importante, si bien hasta aquí no nos 
hemos referido precisamente a ese tipo de circularidad. En cualquier caso, es necesario 
aclarar de qué estamos hablando, para después pasar a tratar, con más detenimiento, las 
distintas opciones metodológicas e historiográficas que pueden ser empleadas para 
individuar y describir ese campo epistémico que hemos llamado “configuración 
antropológica del saber”. El problema, esencialmente, es el de la coincidencia del sujeto-
que-conoce con el objeto-a-conocer. Ya desde un punto de vista formal, al hablar de 
‘antropología’ nos referimos –al menos como condición mínima– a un saber que está 
basado en un observador que se observa. A partir de ahí, por un lado es posible asumir que 
el sujeto que conoce nunca puede llegar a coincidir tout court con el objeto conocido, pues 
en tanto que ‘sujeto’ nunca puede ser dado de manera definitiva y objetiva, como si fuera 
una mera suma de datos; en este caso, por lo tanto, los conceptos antropológicos nunca 
podrían aspirar a identificar algo cabalmente definido y definitivo. Por el otro, se podría 
suponer que el acto cognoscitivo del sujeto coincida in toto con el objeto a conocer, con lo 
cual la antropología vendría a ser una suerte de ‘auto-determinación’ del ser humano; en 
este caso, sin embargo, no habría diferenciación alguna entre el ‘hombre’ y los 
conocimientos acumulados en torno a su figura, algo que conllevaría a sostener que esa 
misma acumulación cognoscitiva no puede sino generar una forma de retroacción sobre el 
sujeto que conoce, modificando necesariamente su ‘identidad’ y, por consiguiente, también 
el objeto a conocer. De ese modo, lo que se produciría es una forma de conocimiento que 
 
 24 
tiende a crear de manera circular siempre nuevos objetos a conocer, instaurando así un 
régimen epistemológico que no puede conceder una validez científica cabal a los 
contenidos cognoscitivos acumulados; en otras palabras, sería imposible “dejar de 
conocer(se)”, con lo cual nunca se darían, como en el caso anterior, unos contenidos de 
saber definitivos.3 Esta situación intrínsecamente circular, en realidad, no sólo ha 
representado un controversia que debía ser de alguna forma resuelta, sino que también ha 
sido uno de los ejes sobre los cuales algunos teóricos, en épocas más recientes, han 
desarrollado toda una reflexión que establece su núcleo principal en la noción misma de 
«autorreferencia», como por ejemplo Niklas Luhmann, el cual no sólo no rechaza lo que 
fue criticado como un impasse epistemológico insuperable típico de las ciencias del 
Verstehen, sino que define esa circularidad intrínseca como la conditio sine qua non de 
todo sistema social y también psíquico.4 
 Tanto en la Introducción como en los párrafos del presente capítulo nos hemos 
referido genéricamente al ámbito epistémico antropológico, entendido como la concreción 
histórica y material de la que hemos llamado “configuración antropológica del saber”. 
Ahora bien, es necesario disipar cualquier duda respecto de la cuestión de la existencia de 
una disciplina particular, autónoma y específica que se suele identificar bajo el nombre de 
‘antropología’ –algo que no es nuestra intención, por supuesto, negar. Existe toda una 
tradición y un conjunto de saberes y competencias que no pertenecen en general a las 
‘ciencias del hombre’ (a su campo epistémico, por decirlo así), sino más bien a la 
 
3 El debate acerca del problema epistemológico de las ciencias humanas está bien resumido en J. PIAGET, La 
situation des sciences de l’homme dans la système des sciences, Mouton, Paris-The Hague, 1970; véase 
también ID., Epistémologie des sciences de l’homme, Gallimard, Paris, 1977. En realidad, esta cuestión 
surgió ya a raíz de la evolución de las así llamadas “ciencias del espíritu”, cuyo núcleo epistemológico se 
suele asociar, al menos a partir de la obra de Dilthey, con la antítesis conceptual “comprensión versus 
explicación”, siendo esta última lo propio de las ciencias de la naturaleza. Cf., por ejemplo, M. RIEDEL, 
Verstehen oder Erklären? Zur Theorie und Geschichte der hermeneutischen Wissenschaften, Klett-Cotta, 
Stuttgart, 1978. 
4 N. LUHMANN, Soziale Systeme. Grundrisse einer allgemeinen Theorie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1984, 
trad. esp. de S. Pappe y B. Erker, coord. J. Torres Nafarrate, Sistemas Sociales, Anthropos, Barcelona, 1998. 
A este propósito, es necesario citar también otro referente teórico, es decir, la gran labor de investigación bío-
antropológica de Humberto Maturana y Francisco Varela: véase De máquinas y seres vivos. Autopoiésis: la 
organización de lo vivo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 19952; cf. también El árbol del 
conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano, Lumen-Editorial Universitaria, Buenos Aires, 
2003. 
 
 25 
‘antropología’, en sentido específico y esta vez sin añadir el atributo ‘filosófica’. Se trata, 
como es sabido, de una disciplina que ha tenido (y que sigue teniendo) una relevancia 
notable dentro del horizonte de las ciencias del hombre y que desde su surgimiento no ha 
parado de evolucionar y diferenciarse. Hay que distinguir al menos dos vertientes 
principales: la antropología física, que estudia al hombre desde el punto de vista biológico, 
es decir, el ser humano en tanto que animal que se encuentra morfológica y 
fisiológicamente insertado en la “gran cadena” de los seres vivos. Es esta una vertiente 
que, sobre todo en sus inicios, ha encontrado mayor difusión académica y cultural en 
Alemania, mientras que en Francia y en los países anglosajones la acepción más radicada 
de antropología es la que la entiende esencialmente como una ‘etnología’, es decir, como 
una investigación sobre las culturas primitivas y, más en general, sobre las relaciones entreel hombre y el ambiente desde un punto de vista social y cultural.5 
 Hecha esta aclaración –necesaria porque la analogía terminológica podría generar 
hacer surgir una cierta confusión temática y conceptual–, podemos dirigir ahora nuestra 
atención a la cuestión historiográfica y a la vez metodológica con la cual hemos 
inaugurado este capítulo, a saber: la propuesta de discriminar la expresión ‘antropología 
filosófica’ respecto de otras que tienen un carácter mucho más genérico, como ‘filosofía 
antropológica’ o ‘filosofía del hombre’. De este modo, veremos que esta diferenciación 
nos permitirá argumentar en favor de la utilidad de contar con la primera para delinear las 
propiedades fundamentales de la que hemos llamado “configuración antropológica del 
saber”. 
 La concepción teórica e historiográfica más general e inclusiva es la que tiende a 
identificar la antropología filosófica con la auto-comprensión del ser humano, es decir, con 
ese saber autorreflexivo que se concreta no sólo en el discurso filosófico, sino también en 
todo tipo de manifestación cultural; en este sentido, sería necesario reconocer que hay una 
 
5 A este propósito, es imprescindible la lectura de M. HARRIS, The Rise of Anthropological Theory. A History 
of Theories of Culture, Crowell, New York, 1968, trad. esp. de R. Valdés del Toro, El desarrollo de la teoría 
antropológica. Historia de las teorías de la cultura, Siglo XXI, Madrid, 1978. El elenco de las obras y los 
autores que sería necesario citar es tan extenso que preferimos no reproducirlo aquí, pues no entra en los 
objetivos de nuestro trabajo el hacer una historia conceptual del desarrollo y la evolución de las distintas 
disciplinas antropológicas. Así, pues, nos limitamos a señalar otro libro que, en nuestra opinión, representa 
una de las piezas indispensables para reconstruir no sólo la historia, sino el sentido mismo del trabajo 
antropológico-cultural: G. W. STOCKING, JR., Race, culture, and evolution. Essays in the history of 
anthropology, Free Press, New York, 1968 (Chigago University Press, 1982). 
 
 26 
suerte de antropología implícita en el arte, la religión, la economía, la política o en el 
derecho. En el siglo pasado, esta concepción ha sido defendida por algunos autores, como 
Michael Landmann o Bernhard Groethuysen,6 pero no cabe duda de que su origen se 
remonta a la teoría de la Weltanschauung de Dilthey, según la cual la vida humana sería 
caracterizada por una reflexividad interna que le permite relacionarse no sólo con el mundo 
externo, sino también consigo misma; en otras palabras, cada vez que el hombre configura 
una determinada imagen del mundo, al mismo tiempo se crea –implícita o explícitamente– 
una imagen de sí mismo, con lo cual la vida humana, sea cual sea la interpretación 
particular que se dé de ella, está siempre integrada en una determinada Weltanschauung.7 
A partir de dichos presupuestos, han sido redactadas varias historias del pensamiento 
antropológico, en las cuales se ha intentado definir cuál es la imagen del hombre (a veces 
implícita, otras explícita) que subyace a los distintos sistemas filosóficos, siendo estos 
últimos nada más que una de las numerosas expresiones culturales propias del ser humano. 
Semejante visión se encuentra también en un escrito de Max Scheler, que muchos 
consideran como uno de los representantes de la especificidad disciplinaria de la 
antropología filosófica del siglo pasado, cuya obra, en realidad –como argumentaremos en 
el segundo parágrafo del tercer capítulo–8 no produce una verdadera ruptura respecto de la 
visión continuista que estamos criticando. En ese escrito, titulado Mensch und Geschichte, 
introduciendo su propia teoría antropológica, Scheler elabora un análisis detallado de «la 
autoconciencia que el hombre tiene de sí mismo, una historia de los géneros típicos e 
ideales a través de los cuales el hombre se ha pensado, observado y sentido a sí mismo, 
disponiéndose así en los distintos órdenes del ser»,9 como si de un desarrollo sin 
 
6 Cf. M. LANDMANN, Philosophische Anthropologie. Menschliche Selbstdeutung in Geschichte und 
Gegenwart, de Gruyter, Berlin, 1964, trad. esp. de C. Moreno Cañadas, Antropología filosófica. 
Autointerpretación del hombre en la historia y en el presente, Unión Tipográfica Hispano-Americana, 
México, 1961. Véase también B. GROETHUYSEN, Philosophische Anthropologie, Oldenbourg, München, 
1931, trad. esp. de J. Ravira Armengol, Antropología filosófica, Losada, Buenos Aires, 19752. 
7 Cf. W. DILTHEY, Die Typen der Weltanschauung und ihre Ausbildung in den metaphysischen Systemen 
(1911), ahora en ID., Gesammelte Schriften, hrsg. von B. Groethuysen, Göttingen, 19684, Bd. VIII; ID., Das 
Wesen der Philosophie (1907), trad. esp. de E. Tabernig, estudio preliminar de E. Pucciarelli, La esencia de 
la filsosofía, Losada, Buenos Aires 2003. 
8 Cf. infra, págs. 192 y sigs. 
9 M. SCHELER, Mensch und Geschichte (1926), ahora en Gesammelte Werke, Bd. IX, hrsg. von M. S. Frings, 
Bouvier Verlag, Bonn, 1975, págs. 120-144, aquí pág. 128. De ahora en adelante, cada vez que se citará una 
 
 27 
soluciones de continuidad se tratara. Ahora bien, este tipo de concepción de la 
antropología, en nuestra opinión, presenta un riesgo muy elevado de identificar 
inopinadamente la antropología y la filosofía (o incluso la antropología y cualquier 
expresión cultural humana), pues la lógica que subyace a dicha concepción postula que la 
historia del pensamiento no sería sino una mera sucesión de las distintas 
autorrepresentaciones del hombre, es decir, una crónica de los “tipos humanos”, efectivos 
o ideales, que se han dado a lo largo de la historia. De esa forma, sin embargo, lo que se 
obtiene es una generalización absoluta, que conlleva un peligro bien determinado, a saber: 
suponer que no existe una filosofía que no sea antropológica. 
 Para rastrear los orígenes de la concepción menos inclusiva y más específica de la 
antropología moderna, entendida ahora no tanto como un saber implícito a cualquier 
Weltanschauung (o a cualquier expresión cultural), sino como una disciplina autónoma, 
como un campo del saber bien definido, será útil servirse de un breve ensayo de Werner 
Sombart, que contiene algunas pistas que nos permitirán acotar conceptualmente la 
polisemia del término ‘antropología’. Lo que propone Sombart es, en primer lugar, 
diferenciar entre dos ámbitos cognoscitivos en la palabra ‘antropología’: «el primero 
comprende la doctrina de ser y del sentido, el otro la doctrina de la existencia concreta y 
específica del hombre». Así, pues, se consigue discriminar la actitud especulativa de la 
actitud científica, la cual «intenta alcanzar un saber universal del hombre manteniéndose 
dentro de la experiencia y de la evidencia lógica».10 Además, se trata de un saber 
autónomo, pues su tarea consistiría en individuar una posible correlación entre los 
múltiples conocimientos y problemas atinentes al concepto de ‘hombre’. Dicha correlación 
puede ser de tipo exterior, explica Sombart, cuando se reúnen distintos campos 
cognoscitivos, por ejemplo al fundir la doctrina de la psique con la del cuerpo. Asimismo, 
esa correlación puede darse bajo la forma de una sistematización interna, es decir, 
estableciendo una supuesta esencia humana y sucesivamente deduciendo el ámbito de 
acción de las distintas ciencias del hombre. Por un lado, vemos que Sombart expone 
lúcidamente dos condiciones mínimas para identificar un concepto tan confuso y borroso 
como el de ‘antropología’, a saber: la sistematicidad y la necesidad de un fundamento 
empírico, que empiezan a afirmarse paralelamente a la ruptura representada por el 
 
obra de la cual noexiste ninguna edición en español, damos por supuesto que la traducción es siempre 
nuestra. 
10 W. SOMBART, Beiträge zur Geschichte der wissenschaftlichen Anthropologie, en “Sitzungsber. Preuss. 
Akad. d. Wiss.”, phil-hist. Klasse 13 (1938), págs. 93-130, aquí pág. 93. 
 
 28 
paradigma de saber propio de la modernidad. Por el otro, sin embargo, no podemos ignorar 
el hecho de que no ha sido tan infrecuente el uso sólo parcialmente ‘científico’ del 
conjunto de datos empíricos disponibles: limitándonos a tomar en consideración los inicios 
del siglo XX, podemos comprobar que se verificó una cierta tendencia, por parte de varios 
filósofos, biólogos o zoólogos, a sobre-determinar sus propias teorías antropológicas 
respecto de los datos empíricos disponibles. En otras palabras, no cabe duda de que se 
había asentado cada vez más la convicción de que la antropología fuera una disciplina 
autónoma, que no tenía nada que ver con una genérica “idea del hombre” elaborada por las 
distintas culturas; sin embargo, ejemplos como los que nos proporcionan Luois Bolk, 
Frederik J. Buytendijk o Viktor von Weizsäcker (pero también Max Scheler, Helmuth 
Plessner y Arnold Gehlen), nos obligan a reflexionar sobre cierta desenvoltura en el uso de 
algunas evidencias empíricas derivadas, por ejemplo, de la biología o de la teoría de la 
evolución. Con esto no queremos tachar de inválidas sus respectivas teorías (analizaremos 
más detenidamente algunas de ellas en el tercer capítulo del presente trabajo), sino sólo 
poner de manifiesto que la decisión de Sombart de definir «científica» esa rama de la 
antropología que se apoya en un fundamento empírico debe ser puesta en cuestión, al 
menos desde el punto de vista del rigor terminológico, sin menoscabo –eso sí– de la 
importancia de diferenciar entre dos distintas tendencias epocales. Como bien dice el 
sociólogo alemán, un saber antropológico ha existido siempre, pero era implícito y 
rapsódico, por eso «ni el mundo clásico ni la Edad Media han conocido algo así como una 
antropología científica».11 
 Otra perspectiva historiográfica interesante, acerca del problema de la 
individuación de un ámbito de saber autónomo para la ‘antropología filosófica’, es la que 
nos brinda uno de los intelectuales más eclécticos del siglo pasado: Odo Marquard. De 
entrada, es importante señalar que, en varios de sus escritos,12 el filósofo alemán rechaza la 
 
11 Ivi, pág. 99. 
12 Marquard es sin duda un filósofo muy prolífico, cuya escritura fina y envolvente invita a “devorar” y citar 
todas sus obras, en las cuales no se sigue (abiertamente) una división disciplinar tradicional, sino que se 
intenta plasmar un estilo muy personal y “trasversal”. No obstante, preferimos citar aquí exclusivamente 
aquellos textos que nos han parecido de suma utilidad a la hora de estructurar el recorrido conceptual que 
estamos desarrollando en este primer capítulo. En primer lugar, véase la entrada “Anthropologie”, escrita por 
Marquard, del Historisches Wörterbuch der Philosophie (hrsg. von J. Ritter), Bd. 1, Schwabel, Basel-
Darmstad, 1971, págs. 361-74; cf. también O. MARQUARD, Zur Geschichte des philosophischen Begriffs 
‘Anthropologie’ seit dem Ende des achtzehnten Jahrhunderts, en E. W. Böquenförde (Hg.), Collegium 
Philosophicum. Studien Joachim Ritter zum 60. Geburtstag, Schwabel, Basel-Stuttgart, 1965, págs. 209-239, 
 
 29 
identificación habitual de la antropología con la tríada formada por Scheler, Plessner y 
Gehlen, llegando así a plantear la cuestión más general de qué significa hablar de 
‘antropología filosófica’ dentro del horizonte más amplio de una configuración 
antropológica del saber. Siguiendo el ejemplo de Sombart, también Marquard establece 
algunas condiciones mínimas para que sea posible hablar de un ámbito de investigación 
autónomo. En primer lugar, la antropología filosófica sería un fenómeno moderno, surgido 
desde las cenizas de la Edad Media: «la filosofía es vieja, la antropología, por el contrario, 
es joven. La filosofía viene de la Antigüedad, la antropología filosófica sólo comienza en 
el mundo moderno».13 Asimismo, se trataría de una orientación filosófica específicamente 
alemana: fue en el siglo XVI, argumenta Marquard, cuando el término ‘antropología’ hizo 
sus primeras comparecencias, por ejemplo en la obra del Magister Magnus Hundt 
(Anthropologium de hominis dignitate, natura et proprietatibus, de 1501) y de Otto 
Cassmann (Psychologia anthropologica sive animae humanae doctrina, publicada entre el 
1594 y el 1596).14 Además, fue en Alemania, y más precisamente en Leipzig (corría el año 
1719), donde –supuestamente– se impartió la primera lección magistral sobre antropología, 
a cargo del profesor de retórica Gottfried P. Müller. Algunas décadas después, en 1772, el 
profesor de medicina Ernst Platner publicó su célebre Anthropologie für Ärzte und 
Weltweise: no puede ser una mera casualidad, pues, el hecho de que ese mismo año, en el 
semestre de invierno, Kant diera su primer curso de antropología, empezando así una larga 
tradición anual, que se extendió durante más de dos décadas. Por supuesto, esto no 
significa que exista, desde los albores del uso específico del término ‘antropología’, una 
única concepción de este peculiar ámbito de conocimiento: es verdad que, según 
Marquard, la aparición de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht de Kant (compendio 
 
después en ID., Schwierigkeiten mit der Geschichtsphilosophie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1983, trad. esp. de 
E. Ocaña, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’ desde finales del siglo XVIII, en ID., 
Dificultades de la filosofía de la historia, Pre-Textos, Valencia, 2007, págs. 133-155; finalmente, véase ID., 
Der Mensch diesseits der Utopie. Bemerkungen zur Aktualität der philosophischen Anthropologie, ahora en 
ID., Glück im Unglück, Fink, München, 1955, trad. esp. de N. Espino, El hombre “de este lado de la utopía”. 
Observaciones sobre la historia y la actualidad de la antropología filosófica, en ID., Felicidad en la 
infelicidad. Consideraciones filosóficas, Katz, Buenos Aires, 2006, págs. 165-180. 
13 ID., El hombre “de este lado de la utopía”, op. cit., pág. 166. 
14 En relación con la obra de Cassmann, es preciso recordar que en ella se halla uno de los primeros intentos 
de definición del alcance teórico del término en cuestión (‘antropología’), mediante el cual se identifica nada 
menos que la «doctrina humane naturae». Véase en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der 
Philosophie, op. cit., vól. 1, pág. 366. 
 
 30 
de sus cursos universitarios, publicado en 1798)15 es el testimonio indiscutible de un así 
llamado «giro al mundo de la vida»16 que resultó decisivo para la consolidación de ese 
campo epistémico, pero, en realidad, las publicaciones del siglo XVI poco tenían que ver 
con las de dos siglos después, cuando la “Schulphilosophie” alemana (la rama práctica, 
por decirlo así, de la filosofía académica de la época), bajo el influjo del vitalismo de 
Leibniz, empezó a entender la doctrina humanae naturae como una orientación hacia el 
«todo del hombre», es decir, como una ruptura radical respecto del dualismo cartesiano. 
Desde este punto de vista, entonces, se podría sostener que hay un cierto paralelismo entre 
la idea del surgimiento de una ‘antropología científica’, propuesta por Sombart, y la tesis 
de Marquard acerca de ese salto moderno realizado por una parte del mundo intelectual 
alemán hacia la necesidad de hallar una noción de naturaleza humana mediante la cual 
fuera posible superar la filosofía especulativa y metafísica que abundaba en la época, 
volviéndose así hacia el «mundo de la vida». Sería a partir de ese momento, pues, cuando 
se puede hablar conrazón de una disciplina llamada ‘antropología filosófica’. 
 En el periodo que va de finales del siglo XVIII a la primera mitad del siglo XIX se 
asiste a una verdadera expansión de esa disciplina, hasta llegar a ser, en la edad romántica, 
el núcleo más íntimo de la Naturphilosophie, en sus distintas versiones. Se trata de una 
consolidación que se encuentra recogida, por ejemplo, en uno de los Grundsätze der 
Philosophie der Zukunft de Ludwig Feuerbach, que merece ser citado separada e 
integralmente: 
 
«La nueva filosofía convierte al hombre, comprendida la naturaleza, en tanto que base del 
hombre, en el objeto único, universal y supremo de la filosofía; y, por consiguiente, 
convierte la antropología, comprendida la fisiología, en ciencia universal».17 
 
 
15 Analizaremos más detalladamente esta obra kantiana muy peculiar en la segunda parte del presente trabajo. 
En todo caso, es muy importante recordar ya a partir de ahora que la Anthropologie in pragmatischer 
Hinsicht representó para Michel Foucault una suerte de “iniciación” filosófica en el ámbito de sus estudios 
sobre la génesis de la episteme moderna, pues formaba parte de su proyecto doctoral la traducción al francés 
de esa obra, enriquecida por un largo estudio preliminar, que también examinaremos en el segundo capítulo 
parte de este trabajo. 
16 O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 137. 
17 L. FEUERBACH, Grundsätze der Philosophie der Zukunft (1843), prólogo y trad. esp. de E. Subirats 
Rüggeberg, Tesis provisionales para la reforma de la filosofía - Principios de la filosofía del futuro, Orbis, 
Barcelona, 1984, pág. 122. 
 
 31 
En realidad, dicha expansión, si la consideramos desde un punto de vista disciplinar, no ha 
convertido la antropología en «ciencia universal», pues no es cierto que se haya apoderado 
de todo el panorama intelectual y académico alemán. Es preciso reconocer, en efecto, que 
la antropología filosófica (en tanto que estudio sobre el «todo del hombre») se encontraba 
en un lugar, por decirlo así, intermedio respecto al menos de otras dos corrientes: por un 
lado estaba la afirmación institucional de la antropología científica, que se especializó cada 
vez más, sobre todo en el ámbito de los estudios psicológicos, basados en un empirisimo 
militante;18 por el otro, no hay que olvidar el intento de reelaborar teóricamente el campo 
de lo ‘trascendental’ por parte de la corriente neokantiana.19 Pues bien, semejante 
situación, a lo largo del siglo XIX, en absoluto condujo la antropología a un éxito 
intelectual y académico irrefrenable, sino todo lo contrario: el avanzar progresivo de las 
ciencias humanas en sus distintas ramas y el predominio de los representantes del 
neokantismo en las instituciones universitarias acabaron reduciendo cada vez más el 
margen de maniobra de la antropología filosófica, que fue relegada a un rincón aislado del 
panorama cultural alemán. De hecho, se puede hablar de una verdadera reinassance 
(preparada, según Marquard, por el trabajo de Dilthey)20 sólo a principios del siglo pasado, 
en la época entre las dos guerras mundiales, que experimentó una crisis de toda aquella 
constelación de valores (no sólo filosóficos) que había regido, a pesar de los contrastes 
teóricos incluso muy violentos que se produjeron en su interior, durante al menos los dos 
 
18 Piénsese, por ejemplo, en Johann F. Herbart, autor de la célebre Psychologie als Wissenschaft, neu 
gegründet auf Erfahrung, Metaphysik und Mathematik (1824), o también en Jakob F. Fries, autor, entre 
muchas otras, de la Neue oder anthropologische Kritik der Vernunft (1807, 1828-312), una obra más tal vez 
menos comprometida desde un punto de vista de la absolutización de lo ‘empírico’, si comparada con la 
perspectiva de Herbart. En cualquier caso, es importante señalar que su crítica ‘antropológica’ de la razón 
pretendía superar a Kant y su postulación de un sujeto trascendental capaz de unir toda operación sintética y 
la multiplicidad de los datos de la conciencia, afirmando que las categorías kantianas deben ser entendidas 
como una dotación orgánica adaptada en virtud de la cual el ser humano logra manejarse con su propio 
mundo. 
19 Para profundizar en estas cuestiones de carácter historiográfico sobre la filosofía alemana de la segunda 
mitad del siglo XIX, véase H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, Suhrkamp, Frankfurt 
a.M., 1983; K. CH. KÖHNKE, Entstehung und Aufstieg des Neukantianismus. Die deutsche 
Universitätsphilosophie zwischen Idealismus und Positivismus, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985; K. SACHS-
HOMBACH, Philosophische Psychologie im 19. Jahrhundert, Alber, Freiburg-München, 1993. 
20 Cf., en particular, O. MARQUARD, Leben und leben lassen. Anthropologie und Hermeneutik bei Dilthey, en 
“Dilthey Jahrbuch für Philosophie und Geschichte der Geistwissenschaften”, Bd. 2, hrgs. von F. Rodi, 
Göttingen, 1984, págs. 128-139. 
 
 32 
siglos anteriores. Los protagonistas de esos años caracterizados por el renacimiento del 
interés filosófico por los temas antropológicos fueron en primer lugar Scheler, Plessner y 
Gehlen, pero también, entre otros, Ludwig Binswanger,21 Otto F. Bollnow22 y (tal vez a su 
pesar) el Heidegger de Sein und Zeit. 
 La tesis de Marquard reconoce que el «giro al mundo de la vida» no fue un 
elemento presente exclusivamente en la antropología, en su acepción moderna, es decir, 
filosófica. Si interpretamos bien sus palabras, lo que se defiende es que, al adquirir una 
cierta autonomía disciplinar y una coherencia lógica, la antropología ofrecía una forma 
peculiar, entre las varias posibles, de declinación filosófica de ese «giro al mundo de la 
vida» que ponía en entredicho tanto los fundamentos de la metafísica especulativa 
tradicional, como los de la concepción matematizante y naturalista del ser humano. De 
hecho, esta es la razón por la cual Marquard puede sostener que esa peculiar declinación, 
además de ser específicamente moderna, fue esencialmente un fenómeno alemán: es 
verdad que el hombre ‘concreto’ –cotidiano, natural, histórico, social– empezó así a cobrar 
cada vez más relevancia como objeto de estudio autónomo, es decir, separado de las 
cosmologías tradicionales. Al mismo tiempo, también es verdad que la antropología de 
ámbito alemán no fue la única que intentó hacerse cargo de las cenizas del viejo hombre 
como imagen del absoluto (imago dei): en el mundo anglosajón, en efecto, iban 
difundiéndose las moral sciencies y todo el conjunto de las así llamadas analysis of mind, 
mientras que a este lado del canal de la Mancha, como es sabido, el trabajo de los 
moralistas franceses tuvo una gran repercusión en la discusión pública. De ese modo, 
Marquard argumenta que «en Francia y en Inglaterra el desarrollo de la moralística volvió 
superflua la antropología filosófica [...]. Que la antropología filosófica y la moralística –
continúa Marquard– se impidan y se frenen recíprocamente acentúa su semejanza: como la 
moralística, también la antropología filosófica interroga (porque ambas responden al 
mismo motivo del “mundo de la vida”) no sólo por el hombre, sino por el hombre “en su 
mundo de la vida”».23 Estas consideraciones, en realidad, han de ser completadas por otra 
 
21 Entre las muchas obras del célebre psiquiatra y psicoanalista suizo, véase sobre todo los ensayos recogidos 
en el volumen titulado Zur phänomenologischen Anthropologie (1947), ahora en Ausgewählte Werke, Bd. 3, 
hrsg. von M. Herzog, Asanger, Heidelberg, 1994. 
22 La obra más importante de Bollnow, en relación con el contexto historiográfico-conceptual que estamos 
analizando en este apartado, es sin duda Das Wesen der Stimmungen (1941), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 
19958. 
23 O. MARQUARD, El hombre

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