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Los Cuadernos de Cine EL ESPECTADOR SINVERGÜENZA Fernando Savater «Propio es también de la retórica en señar el arte de confesar con agudeza y sin peligro lo que es vituperable. ¿ Os censuran una falta que no podéis ne gar? Eludid la censura con un chiste y que desaparezca la reconvención entre carcajadas: Cicerón recurrió a este arti ficio, cuando en cierta ocasión ... » (Aúlo GELIO, «Noches Aticas») D e la historia y la sociología del pudor sólo se han edificado fragmentos, quizá menos significativos de lo que sería de seable, pese a lo ilustre de sus artífi ces: Máx Scheler, George Simmel, Roland Bart hes ... Falta aún una sólida «Fenomenología de la Vergüenza», una suficiente caracteriología del ru bor y del azoro. Esta laguna debería sonrojarnos a los que nos dedicamos a las ciencias humanas ... Quizá no haya otro sentimiento tan inequívoca mente social como el de la vergüenza. Para Nietzsche, la tarea de la cultura consiste en crear un animal «capaz de prometer»; Cioran, por su parte, señala que las civilizaciones se derrumban irremediablemente cuando pierden el «orgullo de obedecer» en el que se fundan. Prometer, obede cer, mimbres sin duda con que se teje esta pasión inútil de lo social, pero no más importantes que el bochorno y el recato. Quien capaz de desdeñar auténticamente la desaprobación de su vecino, ha cortado todos los lazos comunitarios y de esa he cha se convierte en bestia o ángel. Cuando uno lee la por otra parte admirable biografía de los cíni cos, por ejemplo de Diógenes, y paladea sus des plantes ante el prójimo, sus masturbaciones coram populo y sus permanentes afrentas a lo conve niente, no puede dejarse de sospechar cierta bús queda de aceptación pública a rebours, una sed de oprobio que viene a ser a fin de cuentas una va riante de respetabilidad. También los ascetas cris tianos de la Tebaida pretendían con verdadera concupiscencia su denigramiento y abandonaban de vez en cuando la soledad del desierto, donde no tenían otra compañía -ni otro público- que el diablo y las culebras, para instalarse perfecta mente inmóviles en el centro de alguna plaza pú blica, con un pie o un brazo alzados, hirsutos y harapientos, a fin de recibir así el tributo de ridí culo y desdoro que constituía la única voluptuosi dad de la que sus almas crispadamente austeras no 14 sabían privarse. Quiero decir que es más fácil matarse que ignorar al prójimo, aunque incluso el suicidio suele ser contra y frente a alguien; una perfecta indiferencia, una naturalidad total ante la proximidad del otro, sería la negación absoluta de nuestra condición social, perpetuamente necesi tada de aprobación o desdén, de, ocultarse o pro vocar, en cualquier caso de registrar el escalofrío que nos inflige la atención de nuestros semejantes, de los cuales -y precisamente por serlo- siempre podemos esperar lo peor. Al futuro estudioso del decoro que me gustaría suscitar con esta mínima reflexión, le propongo que comience su tarea con este sencillo ejercicio práctico: al penetrar en una sala de espera o en un ascensor, salude con lige ramente enfática efusividad a sus ocasionales acompañantes, y comprobará que provoca en ellos cierto embarazo evidente pero muy soporta ble socialmente hablando; repita el mismo expe rimento al ocupar su puesto en un mingitorio pú blico con su más próximo vecino de excreción y el azoro subirá de punto hasta provocar una percep tible tensión; si se comporta idénticamente con algún ciudadano que entra o sale de un hotel de mala nota en compañía evidentemente non sancta, la situación puede degenerar en conflicto. Com pruebo que he imaginado a mi investigador del sexo masculino, cuando quizá fuese un tema de estudio más propio para la delicada agudeza de una mujer; si es tal el caso, mi ejercicio no sirve y ella deberá urdir por su propia cuenta un test semejante, pero más adecuado a su condición. Quisiera, por mi parte, hablar ahora de un caso particular de pudor, el que vigila nuestro compor tamiento como espectadores de producciones del arte dramático, en sus modalidades de teatro y cine. Comienzo por recordar que el espectáculo dramático es una forma de embrujo compartido, un tipo de hipnosis plural y simultánea; no es una lección o una arenga, aunque haya lecciones y arengas que también sean embrujos hipnóticos. El espectador es algo así como un alucinado volunta rio a plazo fijo, un loco jubilosamente cómplice de su demencia y prudente administrador de su ex travío. Quien no se ve arrobado -raptado- por el espectáculo puede ser un estudioso o un acomo dador, pero en modo alguno tiene derecho a con siderarse «público». Naturalmente, esa fascina ción raptora va acompañada de un más o menos vivo, pero nunca totalmente ausente, sentimiento de incredulidad, idéntico al que nos acompaña como fondo en nuestros sueños -casi siempre sa bemos que soñamos aunque por otro lado estamos ciertos de que no se trata esta vez de un sueño- y semejante también al que experimentamos en cualquier momento de la vida cuando nos con templamos en acción: ¿quién no se ha separado de sí mismo alguna vez, para asistir con radical ex trañeza o divertido pasmo a su propio empeño amoroso o a la solemne promulgación de alguna teoría dada por su voz? Tenemos periódicamente sed de engaño, como alivio y complemento del Los Cuadernos de Cine 15 otro engaño en que vivimos; queremos proponer nos de vez en cuando voluntariamente un espe jismo y suspender allí -o renovar- el espejismo de los sueños y el de la vigilia. Sólo los fantasmas nos conciernen, dormidos o despiertos, en reposo o activos. Pero quizá el engaño menos mentiroso, por ser el único verdaderamente fingido, sea el que nos proponen los espectáculos dramáticos, metáfora tradicional de la trama de la vida --el gran teatro del mundo, la persona/máscara, la justicia poética o la bufa comedia que descubrimos por doquier- y también de la memoria -entre los rena centistas- y del sueño, del que se ha dicho que es una representación en la que somos actores, guio nistas y público (Freud añadiría: también censo res). El acatamiento de lo real nos exige un derro che agotador de fe, del que no podemos por me nos de resentirnos: ¿a dónde huiriamos para des cansar un poco, para relajar o estimular la tensión, para variar al menos, si no es a otro tipo de alucinación, sea la espontánea que se desata mis teriosamente en nuestras noches o sea esa otra que exige nuestra complicidad sin compromiso ni consecuencias desde el escenario? Ahora bien, en nuestra butaca expectante po demos permitirnos lujos inauditos y allí toda mise ria es incompetencia o masoquismo. Lo más terri ble se apacigua en hermosura cuando es contem plado artísticamente, según enseñaron -de modo divergente en parte y coincidente- Aristóteles y Schopenhauer. En tanto espectadores, podemos -y, cómo no, queremos- frecuentar lo sublime, lo sobrehumano y, ante todo, lo insólito. ¿Qué estú pida restricción moral habrá de convencernos de la oportunidad del ascetismo en este campo, a no ser un resabio de voluptuosidad en la escasez que nos empariente con los anacoretas ebrios de Dios y dispuestos a emularle por la vía negativa? Si bien puede asegurarse que no siempre el mérito reside en lo asombroso, hay que reconocer con no menos fuerza que lo asombroso siempre es un mérito. Bien está lo que provoca la reflexión sobre nuestra condición caída y sus negras perspectivas; nada hay en principio contra lo que acierta a ilus trarnos sobre la urdimbre socio-política en que nos movemos; excelente aquello que penetra en los contradictorios pozos del corazón humano y acierta a describir la psicología ofuscada de la pasión o el vértigo teológico: pero ¿por qué ha briamos de vituperar lo simplemente portentoso o lo chocante, los terremotos o los monstruos del mar, el hombre sin cabeza y la coreografía de Fred Astaire, la carga de la brigada ligera, el en frentamiento de lasnaves espaciales, las brumas amenazadoras de Witechapel y la caída de la bar quichuela por las cataratas del Niágara? Aquí en tra la vergüenza, típica de nuestros días, del es pectador ante lo espectacular, es decir, ante el espectáculo en su condición más pura y autó noma. Hay una especie de pudor que autoriza el interés por lo edificante o lo informativo, por lo que instruye o por lo que denuncia, pero que Los Cuadernos de Cine considera envilecedor dejarse arrebatar sin más por la condición espectacular del espectáculo. Re cuerdo una preciosa página de Julio Cortázar, en su « Vuelta al día en ochenta mundos», donde cuenta su forma perlectamente fascinada e inca paz de distanciamiento crítico de asistir al teatro, con su atención raptada del todo por el funciona miento del picaporte de la puerta de entrada al fingido salón del escenario, por los gemidos esten tóreos de la primera actriz o la abundante sangre del apuñalado. Después, señala Cortázar, mis acompañantes repudiaban tal o cual absurdo de la puesta en escena o valoraban con frialdad justi ciera tal aspecto de la interpretación y yo conve nía en lo atinado de sus observaciones; pero du rante la representación, mi auténtica vivencia ha bía sido toda arrobo y hechizo. El cine, arte mu cho más impúdico que el teatro, más inmediato, sufre en mayor medida si cabe las consecuencias ponzoñosas de la vergüenza ante el espectáculo. Hace poco leí una crítica de la estupenda película americana «Alíen» en la que el dómine, tras reco nocer que el film estaba prodigiosamente reali zado, dotado de trucos impresionantes y que su intriga era eficaz en suscitar el escalofrío y la angustia, concluía: «pero nada más, no va más allá de esta espectacularidad». ¿ Y a dónde quería maese crítico que fuese, a misa? ¿Aspiraba ese señor a poder llevarse a casa un lema de vida que iluminase el resto de su bostezante existencia? Pero no: de lo que se trata es de sonrojarse por haber disfrutado sin la coartada de mejorar nuestro conocimiento del mundo o nuestra conciencia mo ral. ¡ Qué vergüenza, haberse dejado engañar así, sin ton ni son, y no haber echado de menos nin" guna de las acostumbradas excusas del engaño, sean pedagógicas, culturales o políticas! En cuanto sale uno de la caverna maravillosa, roto por fin el perturbador hechizo, hay que hacer un acto de perlecta contrición y deplorar haber ofre cido tan poca resistencia a la seducción del Malo. Las fuentes de esta vergüenza del espectador son fundamentalmente dos, extrínseca la una e intrínseca otra. Según la primera, nos sonroja la trivialidad del espectáculo mismo: uno debe elegir espectáculos con coartada, no pura espectaculari dad sin otro fin que pasmar durante un rato más o menos largo. Un espectáculo sin otra justificación que su propia espectacularidad degrada al espec tador, lo entontece, etc ... Hay que buscar lo artís tico, lo instructivo, lo edificante. Y, sin embargo, desde las naumaquias y otras superproducciones circenses de los emperadores romanos hasta Cecil B. de Mille y Abel Gance, el pueblo -qué le va mos a hacer- muestra predilección por este tipo de fastos inmorales. Leo en «The D,eath of Tra gedy» de George Steiner que, en plena época isa belina, el gran actor y director teatral John Philip Kemble se quejaba de que su excelente versión de «Julio César» había despertado en el Drury Lane mucho menos entusiasmo que un «melodrama ecuestre» llamado «Timur el Tártaro» o que «La 16 catarata del Ganges», una extravaganza en la que el empresario del teatro londinense se gastó 5.000 E ¡ Siempre el dinero aliado a las superproducciones culpablemente intrascendentes, oigo ya clamar a los modernos detractores de «La guerra de las galaxias» y otras películas de ésas que rescatarán J ¡; Los Cuadernos de Cine el día del Juicio Final a las multinacionales de la condenación eterna que tan justamente se han ga nado por otros aspectos! Bendito sea el dinero, cuando al menos regala maravilla ... Por otro lado, hay una segunda fuente de rubor y es la propia condición intrínseca del espectador, su entrega y su pasividad ante la invasión hechicera que le arrasa. El espectador es violado y lo sabe; aún peor, consiente en ello. Como en toda violación, cabe indignarse virtuosamente por la coacción pa decida -aunque quizá no realmente sufrida- o aplicar el discreto consejo de «relájate y disfruta». Aunque la mayoría de las protestas que aciertan a formularse suelen repudiar el contenido ideológico concreto de tal o cual espectáculo -«nos quieren imbuír acríticamente su ideología, su concepdón del mundo, imponernos sus dogmas o sus perjui cios sin que nos demos cuenta de tal adoctrina miento»- lo cierto es que la verdadera protesta 17 «ilustrada» se rebela contra el hecho mismo de la posesión (en el sentido más inequívocamente dia bólico del término) en que culmina la seducción espectacular. El individuo moderno quiere ser permanentemente él mismo, controlar con inequí voca autonomía tanto la conclusión de sus razo namientos como el vuelo de sus fantasías; le humi lla todo lo que le hace soltar las riendas, dejarse llevar, fundirse en lo otro, perder sus estribos, diluirse, delirar al ritmo marcado por dioses des conocidos y burlones ... Los rituales iniciáticos de los primitivos -tan «espectaculares»- obligaban al neófito a abismarse en la aniquilación de su vieja personalidad, a fin de poder ganar con auténtico mérito consciente e inconsciente otra identidad pública que se, le pareciese más. Pero la ilustra ción moderna aporta un sentimiento de escándalo y temor ante la pérdida de identidad; la ciudadela del yo debe resistir permanentemente los asaltos que tratan de forzarla desde lo informe y sin ley. Somos ya todo lo que hay que ser y no consenti mos nunca voluntariamente en hacernos porosos frente a lo que nos desmiente: ¿cómo estar segu ros de que volveríamos a ser capaces de recons truirnos otra vez, una vez convertido en gelatina el acero de nuestra coraza? De aquí el temor ante un «mal viaje» de alucinógeno, que nos dejaría para siempre sin rostro ni nombre propio; de aquí también la vocación terapéutica de categorizar los sueños y «leerlos» como un texto más convencio nal -por tanto, controlado de forma intersubjetiva y estable- que imaginario. Y también el espanto ante el perdedero del amor. Como la droga, como el sueño, como la seducción y el deseo, el espec táculo -que es todo eso a la vez- se atreve a trastornarnos en lo más hondo, para bien y para mal, de un modo del que no somos dueños, ni orientadores, ni responsables. Cuando el espectá culo no alcanza a producir este 'trastorno, fracasa como tal, es el falso ácido que no «sube», es insomnio o duermevela, enamoramiento calculado y sin riesgo ni entrega. Pues bien, el espectador, incluso aquel que lo gra realmente trastornarse por el espectáculo y sabe así gozar con él, conservará como tributo a la exigencia ilustrada del día una cierta mala con ciencia por semejante extravío. Procurará decir que se distancia, que conserva permanentemente sus facultades judicativas en funcionamiento, que nunca deja de criticar como si se encontrara «fuera». Y si no es capaz efectivamente de ello, sostendrá en el plano teórico que al menos es lo preferible. Se trata de la vergüenza del especta dor, el orgullo del adulto que no quiere ser «enga ñado», ni perturbado en su estabilidad por el pro digio, bajo el pretexto de que tal prodigio es de guardarropía. ¿ Y qué más da? ¿No es el análisis del prodigio lo que miserabiliza en guardarropía la fascinación, sea ésta provocada por una aurora boreal o un programa doble en un cine de barrio? Recordemos la hermosa «Caramba» de José Mo reno Villa: Los Cuadernos de Cine «La realidad es prostituta. Sólo vive quien se dilata, se proyecta, se multiplica, se simula y se embarca en la nave que vuelve y se aleja con mueca de virgen y de vieja alcahueta».Y ahora, para terminar, un ejemplo o caso prác tico de cómo quitarse en una sola tarde y para siempre el pudor del espectador, la veda del entu siasmo. Con gran nerviosismo, con esperanza, con orgu llo conmovido, con pedagógica astucia, fingiendo descuido, con reserva, con exquisito cuidado, con mucho temor, con gratitud ... he llevado por pri mera vez al cine a mi hijo Amador. El neófito tiene cuatro años y se preparaba despreocupada - mente para su iniciación trabando una amistad sin cálculo ni futuro con una rubita algo mayor que él. mientras hacíamos cola para ver «Peter Pan». Una elección segura, ¿no?, la de «Peter Pan»: un co modín que no puede fallar. ¿No puede? Pero ¿y si el niño, a pesar de todos los pesares, no entiende la historia? Bien mirado, es casi imposible que la entienda. ¿Cómo va a entender un niño de cuatro años los ambiguos celos de Campanilla o la figura misma de Peter, el niño que ni puede ni quiere (no puede porque no quiere) crecer? Negro panorama: el niño comienza a aburrirse (claro, como no en tiende ... ), patalea, grita, abandona su localidad para darse un garbeo sin rumbo fijo por la sala en. tinieblas, tropieza con el acomodador, llora ... ¡ Espanto y dolor para su anciano padre, que tanta ilusión había puesto en esa primera sesión cinema tográfica! Mientras yo me angustiaba generosa mente con estas negras perlas de futuro conjetu ral, Amador rebatía animadamente la ígnara opi nión de la madre de su amiguita, quien sostenía que el bicho cuyas fauces amenazban a Garfio en el cartelón de la puerta del cine era un tiburón y no un cocodrilo. A grandes males, grandes reme dios: decidí que discretas y jugosas orientaciones mías, quizá incluso simplificadoras de la ya simple trama, ayudarían a la criatura a penetrar en el misterioro argumento de «Peter Pan». El secreto consistía en lograr ser instructivo sin hacerse en fadoso. Unos cuantos «y fíjate ahora como ... », algún «ése es el mismo que antes ... », enlazados por imprescindibles «verás cómo se cae», basta rían para iluminar suficientemente al párvulo y mantenerle adecuadamente sosegado en su bu taca. Los niños son la jubilosa prueba de que es vano todo lo que el agobiado ser pensante calcula y sopesa. La realidad que la física legisla, la vida que la biología indaga, los abismos del incons ciente en los que naufraga la pedantería psicoana lítica, son como niños y como niños triunfantes desmienten las trabajosas construcciones que les sirven de jaula. Amador se sentó en el borde de su sillón, con el cuerpo tenso, los ojos fijos y la boca abierta; hora y media más tarde seguía en la misma extática disposición. En las primeras esce- 18 nas de la película traté de colocar mis informativas reflexiones -«mira, ésta es la madre de los niños que ... »- pero pronto advertí que eran tan ignora das como superfluas. Amador sabía todo lo que quería saber sobre la película; cuando brillan por vez primera los ojos rasgados del adolescente eterno sobre los tejados del Londres dormido, ex clamó en un susurro: «¡Peter Pan!»; cuando el cocodrilo -por favor, nada de tiburón, querida señora- espera a Garfio con su tic-tac amenaza dor, berreó de entusiasmo; pero la mayor parte del tiempo estaba sencilla y plenamente fijo, en tregado, y yo le iba dando a la boca sucesivos fragmentos �e su olvidado bocadillo de jamón, que él masticaba distraídamente sin apartar los ojos de la pantalla. Cuando después su abuela le preguntó qué pasaba en la película, él resumió sin vacilar: «Al final Peter Pan se viste de Capitán Garfio»; eso, y una gesticulante y muy realista imitación del cocodrilo es todo lo que condescen dió a transmitir de su arrobo cinematográfico. ¿Que sin duda no entendió plenamente el argu mento de la' película? ¿Dios de los inocentes, que nunca entienda yo nada peor de lo que él entendió «Peter Pan» Y, sobre todo: ¡ que nunca vea yo �ine de otro modo, que nunca ame la fábula y la imagen de modo más sabio, más educado, más distante! La lección que me dio Amador se resume en esto: me enseñó lo que es ser de veras un espec tador sin vergüenza. Es decir, que no se aver güenza de su condición de espectador que asiste a un espectáculo y que por tanto exige milagros, espera emoción y deslumbramiento, quiere ser engañado, en suma. Ver una película sin ser ni por un momento engañado es algo tan propio y de tanto mérito como extraer raíces cuadradas mien tras se hace el amor. ¡Abajo Brecht -que por otro lado era un hábil engañador, un encantador de lujo- y su teoría del distanciamiento! En cine sólo el engaño vale, sólo quien es engañado y no se avergüenza de ello disfruta, crece y participa, porque sólo el engaño es verdad. En cine, lo que no es magia y engaño es aburrimiento reflexivo, el cual resulta infinitamente más mentiroso que el engaño espectacular. U na vez abandonados ya mis temores sobre la conducta pública de Ama dor, me entregué yo también a la película. Cuando en la última escena el escéptico padre se enter nece al vislumbrar el barco pirata en las nubes y recuerda que un día, hace mucho, él lo había visto más próximo y brillante, yo también me dí cuenta de que ese era mi primer «Peter Pan» como padre. Era yo el iniciado, no Amador; era yo quien iba a tener problemas para entender y disfrutar el ar gumento. Pero lo cierto es que volví a ver el barco e!l la nube. Ni me avergüenzo ni me arrepiento, smo que siempre lo exigiré cuando me arrellane en la butaca de cualquier espectáculo: el barco en la nube, o nada. Desde que llevé � a Amador a ver «Peter Pan», sé que me ._, he ganado un fiel aliado. Los Cuadernos de Cine En el año 1969, el productor Alexander Saldkind me citó en París para encargarme una película. Yo acababa de realizar «Aoom» que ni siquiera había tenido acc'eso a las pantallas comerciales. Mi situación, por tanto, no era muy boyante. S aldkind me propuso que adaptara una novela titulada «Le malheur fou». Dije que no, y le hice una contrapropuesta: una versión de Jekyll y Hyde. En vista de lo cual, me hizo pasar a un despacho contiguo y me dejó allí abandonado, durante toda la tarde, ante una máquina de escribir. Ahora, once años después, me divierte la idea de publicar estos fragmentos desmadejados, tal y como fueron concebidos, con la pretensión ( obviamente ingenua) de persuadir a un productor. G. S. EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE Un argumento de GONZALO SUAREZ Basado en la novela de R. L. Stevenson Ilustraciones: Alberto Corazón 19
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