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El Monje que Vendio su Ferrari - (Robin Sharma)

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EL MONJE QUE VENDI Ó SU FERRARI 
ROBI N S. SHARMA 
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Agradecimientos ......................................................................................................................... 4 
UNO El despertar ...................................................................................................................... 6 
DOS El visitante misterioso ....................................................................................................... 9 
TRES La milagrosa transformación de Julián Mantle ............................................................. 11 
CUATRO Encuentro mágico con los Sabios de Sivana ......................................................... 16 
CINCO El alumno espiritual de los sabios .............................................................................. 18 
SEIS La sabiduría del cambio personal .................................................................................. 21 
SIETE Un jardín extraordinario ............................................................................................... 25 
OCHO Encender el fuego interior ........................................................................................... 40 
NUEVE El viejo arte del autoliderazgo .................................................................................... 50 
DIEZ El poder de la disciplina ................................................................................................. 73 
ONCE La más preciada mercancía ........................................................................................ 80 
DOCE El propósito fundamental de la vida ............................................................................. 87 
TRECE El secreto de la felicidad de por vida ......................................................................... 91 
 
 
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Para m i hijo Colby, 
por hacerme pensar día a día en todo 
lo bueno de este m undo. Dios te bendiga 
 
 
Agradecimientos 
 
El m onje que vendió su Ferrari ha sido un proyecto m uy especial que ha visto la luz gracias al 
esfuerzo de gente tam bién m uy especial. Estoy profundamente agradecido a m i magnífico 
equipo de producción y a todos aquellos cuyo entusiasmo y energía han hecho posible que 
este libro sea una realidad, en especial a m i fam ilia de Sharma Leadership I nternat ional. 
Vuest ro comprom iso y sent ido del éxito me conmueve de veras. 
Gracias especiales: 
A los m illares de lectores de m i primer libro, MegaLiving! , que tuvieron la bondad de 
escribirme y compart ir sus histor ias de éxito o asist ir a m is sem inarios. Gracias por su apoyo y 
su cariño. Ustedes son la razón de que yo haga lo que hago. 
A Karen Petherick, por tus incansables esfuerzos para que este proyecto cumpliera los plazos 
previstos. 
A m i am igo de la adolescencia John Samson, por tus perspicaces com entarios sobre el pr im er 
borrador, y a Mark Klar y Tam m y y Shareef I sa por vuest ra valiosa aportación al m anuscrito. 
A Úrsula Kaczmarczyk, del departamento de Just icia, por todo el apoyo. 
A Kathi Dunn por el br illante diseño de la cubierta. Creía que nada podía superar a Tim eless 
Wisdom for Self—Mastery. Me equivocaba. 
A Mark Victor Hansen, Rick Frishm an, Ken Vegotsky, Bill Oulton y, cóm o no, a Satya Paul y 
Krishna Sharm a. 
Y, sobre todo, a m is maravillosos padres, Shiv y Shashi Sharm a, que m e han guiado y 
ayudado desde el pr im er día; a m i leal y sabio herm ano Sanjay Sharm a y a su esposa, Susan; 
a m i hija, Bianca, por su presencia; y a Alka, m i esposa y mejor am iga. Todos vosot ros sois la 
luz que ilum ina m i cam ino. 
A I r is Tupholme, Claude Primeau, Judy Brunsek, Carol Bonnet t , Tom Best y Michaela Cornell 
y el resto del ext raordinario equipo de Harper Collins por su energía, entusiasm o y fe en este 
libro. Gracias muy especiales a Ed Carson, presidente de Harper Collins, por ser el pr im ero en 
ver el potencial de esta obra, por creer en m í y por hacerlo posible. 
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La vida, para m í, no es una vela que se apaga. Es m ás bien 
una espléndida antorcha que sostengo en m is m anos 
durante un m om ento, y quiero que arda con la m áxim a 
clar idad posible antes de ent regarla a futuras generaciones. 
GEORGE BERNARD SHAW 
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UNO 
 
El despertar 
 
Se derrum bó en m itad de una atestada sala de t r ibunal. Era uno de los más sobresalientes 
abogados procesales de este país. Era también un hombre tan conocido por los t rajes italianos 
de t res m il dólares que vest ían su bien alim entado cuerpo com o por su ext raordinaria carrera 
de éxitos profesionales. Yo me quedé allí de pie, conmocionado por lo que acababa de ver. El 
gran Julián Mant le se retorcía com o un niño indefenso post rado en el suelo, temblando, 
t ir itando y sudando com o un m aníaco. 
A part ir de ahí todo empezó a moverse como a cám ara lenta. «¡Dios m ío —gritó su ayudante, 
br indándonos con su em oción un cegador vislum bre de lo obvio—, Julián está en apuros!» La 
jueza, presa del pánico, m usitó alguna cosa en el teléfono privado que había hecho instalar por 
si surgía alguna em ergencia. En cuanto a m í, m e quedé allí parado sin saber qué hacer. No te 
me mueras ahora, hombre, rogué. Es demasiado pronto para que te ret ires. Tú no mereces 
morir de esta forma. 
El alguacil, que antes había dado la impresión de estar embalsamado de pie, dio un brinco y 
empezó a pract icar al héroe caído la respiración asist ida. A su lado estaba la ayudante del 
abogado (sus largos r izos rozaban la cara amoratada de Julián) , ofreciéndole suaves palabras 
de ánimo, palabras que él sin duda no podía oír. 
 
Yo había conocido a Julián Mant le hacía diecisiete años, cuando uno de sus socios m e 
cont rató como inter ino durante el verano siendo yo estudiante de derecho. Por aquel entonces 
Julián lo tenía todo. Era un brillante, apuesto y tem ible abogado con delir ios de grandeza. 
Julián era la joven est rella del bufete, el gran hechicero. Todavía recuerdo una noche que 
estuve t rabajando en la oficina y al pasar frente a su regio despacho divisé la cita que tenía 
enmarcada sobre su escritor io de roble macizo. La frase pertenecía a Winston Churchill y 
evidenciaba qué clase de hom bre era Julián: 
 
«Estoy convencido de que en este día som os dueños de nuest ro dest ino, que la tarea que se 
nos ha im puesto no es superior a nuest ras fuerzas; que sus acom et idas no están por encim a 
de lo que soy capaz de soportar. Mient ras tengam os fe en nuest ra causa y una indeclinable 
voluntad de vencer, la victor ia estará a nuest ro alcance.» 
 
Julián, fiel a su lem a, era un hom bre duro, dinám ico y siempre dispuesto a t rabajar dieciocho 
horas diar ias para alcanzar el éxito que, estaba convencido, era su dest ino. Oí decir que su 
abuelo fue un destacado senador y su padre un reputado juez federal. Así pues, venía de 
buena fam ilia y grandes eran las expectat ivas que soportaban sus espaldas vest idas de 
Arm ani. Pero he de adm it ir una cosa: Julián corría su propia carrera. Estaba resuelto a hacer 
las cosas a su modo... y le encantaba lucirse. 
El ext ravagante hist r ionismo de Julián en los t r ibunales solía ser not icia de pr imera página. 
Los r icos y los famosos se arr imaban a él siem pre que necesitaban los servicios de un soberbio 
est ratega con un deje de agresividad. Sus act ividades ext racurriculares tam bién eran 
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conocidas: las visitas nocturnas a los m ejores restaurantes de la ciudad con despam panantes 
top—models, las escaramuzas et ílicas con la bulliciosa banda de brokers que él llamaba su 
«equipo de demolición», tomaron aires de leyenda ent re sus colegas. 
 
Todavía no ent iendo por qué me eligió a m í como ayudante para aquel sensacional caso de 
asesinato que él iba a defender durante ese verano. Aunque me había licenciado en la facultad 
de derecho de Harvard, su alm a m áter, yo no era ni de lejos el m ejor inter ino del bufete y en 
m i árbol genealógico no había el menor rast ro de sangre azul. Mi padre se pasó la vida como 
guardia de seguridad en una sucursal bancaria t ras una temporada en los marines. Mi madre 
creció anónimamente en el Bronx. 
El caso es que me prefir ió a m í antes que a los que habían cabildeado calladam ente para 
tener el pr ivilegio de ser su factótum legal en lo que se acabó llamando «el no va m ás de los 
procesos por asesinato». Julián dijo que le gustaba m i «avidez». Ganam os el caso, por 
supuesto, y el ejecut ivo que había sido acusado de matar brutalmente a su mujer estaba 
ahora en libertad (dent ro de lo que le perm it ía su desordenada conciencia, claro está) . 
 
Aquel verano recibí una suculenta educación. Fue m ucho m ás que una clase sobre cóm o 
plantear una duda razonable allí donde no la había; eso podía hacer lo cualquier abogado que 
se preciara de tal. Fue más bien una lección sobre la psicología del t r iunfo y una rara 
oportunidad de ver a un maest ro en acción. Yo m e em papé de todo com o una esponja. 
Por invitación de Julián, me quedé en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciam os una 
am istad duradera. Adm ito que no era fácil t rabajar con él. Ser su ayudante solía convert irse en 
un ejercicio de frust ración, lo que comportaba más de una pelea a gritos a altas horas de la 
noche. O lo hacías a su modo o te quedabas en la calle. Julián no podía equivocarse nunca. Sin 
embargo, bajo aquella irr itable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por 
los demás. 
Aunque estuviera muy ocupado, él siempre preguntaba por Jenny, la m ujer a quien sigo 
llamando «m i promet ida» pese a que nos casamos antes de que yo empezara a estudiar leyes. 
Al saber por ot ro inter ino que yo estaba pasando apuros económ icos, Julián se ocupó de que 
m e concedieran una generosa beca de estudios. Es verdad que le gustaba ser im placable con 
sus colegas, pero jam ás dejó de lado a un am igo. El verdadero problem a era que Julián estaba 
obsesionado con su t rabajo. 
Durante los primeros años just ificaba su dilatado horario afirmando que lo hacía «por el bien 
del bufete» y que tenía previsto tomarse un mes de descanso «el próximo invierno» para irse 
a las islas Caimán. Pero el t iempo pasaba y, a medida que se extendía su fama de abogado 
brillante, su cuota de t rabajo no dejaba de aum entar. Los casos eran cada vez m ayores y 
mejores, y Julián, que era de los que nunca se amilanan, cont inuó forzando la máquina. En sus 
escasos momentos de t ranquilidad, reconocía que no era capaz de dorm ir más de dos horas 
seguidas sin despertar sint iéndose culpable de no estar t rabajando en un caso. Pronto m e di 
cuenta de que a Julián le consumía la ambición: necesitaba m ás prest igio, más glor ia, más 
dinero. 
Sus éxitos, como era de esperar, fueron en aumento. Consiguió todo cuanto la mayoría de la 
gente puede desear: una reputación profesional de cam panillas con ingresos m illonar ios, una 
mansión espectacular en el barr io preferido de los fam osos, un avión privado, una casa de 
vacaciones en una isla t ropical y su más preciada posesión: un reluciente Ferrari rojo aparcado 
en su cam ino part icular. 
Pero yo sabía que las cosas no eran tan idílicas como parecía desde fuera. Si me percaté de 
las señales de una caída inm inente fue, no porque m i percepción fuera mayor que la del resto 
del bufete, sino simplemente porque yo era quien pasaba m ás horas con él. Siem pre 
estábamos juntos porque siempre estábam os t rabajando, y a un r itm o que no parecía 
m enguar. Siem pre había ot ro caso espectacular en perspect iva. Para Julián los preparat ivos 
nunca eran suficientes. ¿Qué pasaría si el juez hacía tal o cual pregunta, no lo quisiera Dios? 
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¿Qué pasaría si nuest ra invest igación no era del todo perfecta? ¿Y si le sorprendían en m itad 
de la v ista como al ciervo cegado por el resplandor de unos faros? Al final, yo m ism o m e vi 
met ido hasta el cuello en su mundo de t rabajo. Éramos dos esclavos del reloj , met idos en la 
sexagesimocuarta planta de un monolito de acero y cr istal m ient ras la gente cuerda estaba en 
casa con sus fam ilias, pensando que teníamos al mundo agarrado por la cola, cegados por una 
ilusor ia versión del éxito. 
Cuanto m ás t iem po pasaba con Julián, m ás m e daba cuenta de que se estaba hundiendo 
progresivamente. Parecía tener un deseo de m uerte. Nada le sat isfacía. 
Al final su mat r imonio fracasó, ya no hablaba con su padre y, aunque lo tenía todo, aún no 
había encont rado lo que estaba buscando. Y eso se le notaba emocional, física y 
espir itualm ente. 
 
A sus cincuenta y t res años, Julián tenía aspecto de septuagenario. Su rost ro era un mar de 
arrugas, un t r ibuto nada glor ioso a su implacable enfoque existencial en general y al t remendo 
est rés de su vida privada. Las cenas a altas horas de la noche en restaurantes franceses, 
fum ando gruesos habanos y bebiendo un cognac t ras ot ro, le habían dejado m ás que obeso. 
Se quejaba constantemente de que estaba enfermo y cansado de estar enferm o y cansado. 
Había perdido el sent ido del humor y ya no parecía reírse nunca. Su carácter antaño entusiasta 
se había vuelto mortalmente taciturno. Creo que su vida había perdido el rumbo. 
Lo más t r iste, quizá, fue que Julián había perdido tam bién su per icia profesional. Así com o 
antes asombraba a todos los presentes con sus elocuentes y hermét icos alegatos, ahora se 
demoraba horas hablando, divagando sobre oscuros casos que poco o nada tenían que ver con 
el que se estaba viendo. Así como antes reaccionaba graciosam ente a las objeciones del 
adversario, ahora derrochaba un sarcasmo mordaz que ponía a prueba la paciencia de unos 
jueces que antes le consideraban un genio del derecho penal. En ot ras palabras, la chispa de 
Julián había empezado a fallar. 
No era sólo su frenét ico r itmo vital lo que le hacía candidato a una m uerte prem atura. La 
cosa iba m ás allá, parecía un asunto de cariz espir itual. Apenas pasaba un día sin que Julián 
me dijese que ya no se apasionaba por su t rabajo, que se sent ía rodeado de vacuidad. Decía 
que de joven había disfrutado con su t rabajo, pese a que se había visto abocado a ello por los 
intereses de su fam ilia. Las complej idades de la ley y sus retos intelectuales le habían 
mantenido lleno de vigor. La capacidad de la just icia para influir en los cambios sociales le 
había mot ivado e inspirado. En aquel entonces, él era más que un simple chico r ico de 
Connect icut . Se veía a sí m ismo como un inst rumento de la reforma social, que podía ut ilizar 
su talento para ayudar a los dem ás. Esa visión dio sent ido a su vida, le daba un objet ivo y 
est imulaba sus esperanzas. 
 
En la caída de Julián había algo más que una conexión oxidada con su m odus vivendi. Antes 
de que yo empezara a t rabajar en el bufete, él había sufr ido una gran t ragedia. Algo realm ente 
m onst ruoso le había sucedido, según decía uno de sus socios, pero no conseguí que nadie m e 
lo contara. I ncluso el v iejo Harding, célebre por su locuacidad, que pasaba m ás t iem po en el 
bar del Ritz—Carlton que en su amplio despacho, dijo que había jurado guardar el secreto. 
Fuera éste cual fuese, yo tenía la sospechade que, en cierto modo, estaba cont r ibuyendo al 
declive de Julián. Sent ía curiosidad, por supuesto, pero sobre todo quería ayudarle. Julián no 
sólo era m i mentor, sino m i am igo. 
Y entonces ocurr ió: el ataque cardíaco devolvió a la t ierra al divino Julián Mant le y lo asoció 
de nuevo a su calidad de mortal. Justo en medio de la sala número siete, un lunes por la 
m añana, la m ism a sala de t r ibunal donde él había ganado el «no va m ás de los procesos por 
asesinato». 
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DOS 
 
El visitante misterioso 
 
Era una reunión urgente de todos los m iembros del despacho. Mient ras nos apretujábam os 
en la sala de juntas, com prendí que el problem a era grave. El viejo Harding fue el pr imero en 
dir igirse a la asamblea. 
—Me tem o que tengo m uy m alas not icias. Julián Mant le sufr ió un ataque ayer m ient ras 
presentaba el caso Air At lant ic ante el t r ibunal. Ahora se encuent ra en la unidad de cuidados 
intensivos, pero los m édicos me han dicho que su estado se ha estabilizado y que se 
recuperará. Sin embargo, Julián ha tomado una decisión que todos ustedes deben saber. Ha 
decidido abandonar el bufete y renunciar al ejercicio de su profesión. Ya no volverá a t rabajar 
con nosot ros. 
Me quedé de una pieza. Sabía que Julián tenía sus problem as, pero jam ás pensé que pudiera 
dejar lo. Adem ás, y después de todo lo que habíam os pasado, pensé que hubiera debido tener 
la cortesía de decírmelo en persona. Ni siquiera dejó que fuera a verle al hospital. Cada vez 
que yo me presentaba allí, las enfermeras m e decían que estaba durm iendo y que no se le 
podía molestar. Tampoco aceptó m is llam adas. Posiblem ente yo le recordaba la vida que él 
deseaba olvidar. En fin. Una cosa sí tengo clara: aquello me dolió. 
 
Todo eso sucedió hace unos t res años. Lo últ im o que supe de Julián fue que se había ido a la 
I ndia en no sé qué expedición. Le dijo a uno de los socios del bufete que deseaba sim plificar su 
vida y que «necesitaba respuestas» que confiaba encont rar en ese míst ico país. Había vendido 
su residencia, su avión y su isla. Había vendido incluso el Ferrar i. ¿Julián Mant le met ido a 
yogui?, me dije. Qué caprichosos son los designios de la ley. 
En esos t res años pasé de ser un joven leguleyo sobrecargado de t rabajo a convert irm e en 
un hast iado, y algo cínico, abogado m ás m ayor. Jenny y yo teníam os una fam ilia. Al final, yo 
tam bién em pecé a buscar un sent ido a m i vida. Creo que todo vino por tener hijos. Fueron 
ellos quienes cambiaron m i manera de ver el mundo. Mi padre lo expresó mejor cuando dijo: 
«John, cuando estés a las puertas de la muerte seguro que no desearás haber pasado m ás 
t iempo en la oficina.» Así que empecé a quedarme más horas en casa, decidido a iniciar una 
vida decente, si bien más ordinaria. Me hice socio del Rotary Club e iba a jugar al golf todos 
los sábados para tener contentos a m is clientes y colegas. Pero debo decir que en m is 
m om entos de t ranquilidad pensaba a m enudo en Julián y me preguntaba qué habría sido de él 
después de nuest ra inesperada separación. 
Tal vez estaría viviendo en la I ndia, un lugar tan grande y diverso que hasta un alma inquieta 
como la suya podía encont rar allí un hogar. ¿O estaría haciendo senderismo en Nepal? 
¿Buceando en las islas Caimán? Había una cosa segura: Julián no había vuelto a ejercer. Nadie 
había recibido una postal suya desde que part iera hacia su exilio voluntario. 
 
Las primeras respuestas a algunas de m is preguntas llegaron hace cosa de dos m eses. Yo 
acababa de reunirm e con el últ im o cliente de un día espantoso cuando Genevieve, m i talentosa 
ayudante, se asomó a la puerta de m i pequeño y bien amueblado despacho. 
—Tienes una visita, John. Dice que es urgente y que no se irá hasta que hable cont igo. 
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—Estoy con un pie fuera, Genevieve —repliqué con impaciencia—. Voy a comer un bocado 
antes de term inar el inform e Ham ilton. No m e queda t iempo para recibir a nadie más. Dile que 
concierte una cita, como todo el m undo, y si te causa problemas llama a los de seguridad. 
—Es que dice que es muy im portante. No piensa aceptar una negat iva. 
Por un momento pensé en llam ar yo m ismo a seguridad, pero al com prender que podía 
t ratarse de alguien en apuros, asumí una postura m ás tolerante. 
—Está bien, dile que pase. A lo mejor me interesa y todo. 
La puerta de m i despacho se abrió lentamente. Cuando por fin se abrió por com pleto, vi a un 
hombre r isueño de unos t reinta y cinco años. Era alto, delgado y m usculoso, e irradiaba 
vitalidad y energía. Me recordó a aquellos chicos perfectos con los que yo iba a la facultad, 
hijos de fam ilias perfectas, con casas perfectas y coches perfectos. Pero el visitante tenía algo 
m ás que aspecto saludable y juvenil. Una apacibilidad latente le daba un aire casi div ino. Y los 
ojos: unos ojos penet rantes y azules que me t raspasaron. 
Ot ro abogado de primera que viene a quitarme el puesto, pensé para m í. Pero, bueno, ¿por 
qué se queda ahí parado m irándome? Espero que la mujer que defendí en el caso de divorcio 
que gané la sem ana pasada no fuera su esposa. Tal vez no estaría de más llamar a seguridad. 
El joven siguió m irándome, tal com o Buda habría hecho con su pupilo favorito. Tras un largo 
momento de incómodo silencio, el sujeto habló con un tono sorprendentem ente perentorio. 
—¿Es así com o t ratas a tus visitas, John, incluso a quienes te enseñaron todo cuanto sabes 
sobre la ciencia del éxito en una sala de t r ibunal? Ojalá m e hubiera guardado m is secretos 
profesionales —dijo esbozando una sonrisa. 
Una ext raña sensación me cosquilleó en el estómago. I nmediatamente reconocí aquella voz 
como de m iel. El corazón me dio un vuelco. 
—¿Julián? ¿Eres tú? ¡No m e lo puedo creer! 
La sonora carcajada del visitante confirmó m is sospechas. El hom bre que tenía ante m í no 
era ot ro que el añorado yogui de la I ndia: Julián Mant le. Me asombró su increíble 
t ransformación. La tez espect ral, la tos crónica y los ojos inermes de m i ex colega habían 
desaparecido. Ya no tenía aspecto de viejo ni esa expresión enferm iza que se había convert ido 
en su dist int ivo. Todo lo cont rario, aquel hombre parecía gozar de perfecta salud y su rost ro 
sin arrugas estaba radiante. Tenía la m irada clara, una ventana perfecta a su ext raordinaria 
vitalidad. Más sorprendente aún era la serenidad que rezumaba por todos sus poros. 
Mirándole desde m i butaca me sent í totalmente en paz. Julián ya no era el ansioso abogado 
de primera categoría que t rabajaba en un bufete de campanillas. No, este hombre era un 
juvenil, v ital y r isueño modelo de cambio. 
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TRES 
 
La milagrosa transformación de Julián Mantle 
 
Yo no salía de m i asom bro. 
¿Cómo podía alguien que sólo unos años at rás parecía un viejo verse ahora tan enérgico y 
tan vivo?, me pregunté con callada incredulidad. ¿Alguna droga mágica le había perm it ido 
beber de la fuente de la juventud? ¿Cuál era la causa de este ext raordinario cambio de 
personalidad? 
Fue Julián quien habló primero. Me dijo que el mundo hiper—compet it ivo de la abogacía se 
había cobrado su precio, no sólo física y emocionalm ente, sino también en lo espir itual. El 
r itmo t repidante y las incesantes exigencias del t rabajo le habían agotado por completo. 
Adm it ió que igual que su cuerpo se venía abajo, su mente había perdido brillo. El infarto no fue 
sino un síntom a de un problem a m ás hondo. La presión constante y el extenuante t rabajo de 
un abogado de primera categoría habían dest ruido asim ismo su más importante —y quizá más 
hum ana— cualidad: su espír itu. Cuando su m édico le planteó el ult im átum de renunciar a la 
abogacíao renunciar a la vida, Julián creyó ver una oportunidad de oro de reavivar el fuego 
inter ior que había conocido de joven, un fuego que había ido ext inguiéndose a m edida que el 
derecho pasó de ser un placer a volverse un negocio. 
 
Julián se entusiasmó visiblemente al explicar cómo había vendido todas sus posesiones 
materiales antes de part ir rumbo a la I ndia, un país cuya cultura ancest ral y t radición m íst ica 
le habían fascinado siempre. Viajó de aldea en aldea, a veces a pie, ot ras en t ren, aprendiendo 
nuevas costumbres, contemplando paisajes eternos y am ando cada vez m ás aquel pueblo que 
irradiaba calidez, bondad y una perspect iva refrescante sobre el verdadero significado de la 
vida. I ncluso los más desposeídos abrían su casa —y su corazón— a aquel cauteloso visitante 
de Occidente. A medida que pasaban las semanas en aquel prodigioso entorno, Julián empezó 
a sent irse nuevam ente vivo, quizá por pr im era vez desde que era niño. Pronto recuperó su 
curiosidad innata y su chispa creat iva, así com o su entusiasm o y sus ganas de vivir . Em pezó a 
sent irse más jovial y sereno. Y recuperó algo más: la r isa. 
Aunque Julián había disfrutado hasta el últ im o m inuto de su estancia en aquel exót ico país, 
dijo también que su viaje fue algo más que unas meras vacaciones para despejar una mente 
sobrecargada. Describió su temporada en la I ndia com o «una odisea personal del yo», 
confiándome que estaba dispuesto a descubrir quién era realm ente y qué sent ido tenía su vida 
antes de que fuera demasiado tarde. Para ello, su máxima prior idad era seguir el ejemplo de la 
enorme reserva de sabiduría aportada por aquella cultura y vivir un vida más plena, 
esclarecida y grat ificante. 
—No quiero pasarme de original, John, pero fue com o si hubiera recibido una orden inter ior, 
algo que me decía que debía iniciar un viaje espir itual a fin de reavivar esa chispa que había 
perdido —dijo Julián—. Fueron años m uy liberadores. Cuanto m ás exploraba, m ás oía hablar 
de unos m onjes hindúes que habían sobrepasado la centena, m onjes que pese a su avanzada 
edad conservaban toda su energía, vitalidad y juventud. Cuanto más viajaba, m ás cosas sabía 
de yoguis longevos que habían conseguido dom inar el arte del cont rol m ental y el despertar 
espir itual. Y cuantas más cosas veía, m ás ansiaba comprender la dinám ica que se escondía 
t ras aquellos m ilagros hum anos, confiando en aplicar su filosofía a su propia vida. 
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Durante las primeras etapas del viaje, Julián buscó a conocidos y respetados profesores. Me 
dijo que todos sin excepción le recibieron con los brazos y los corazones abiertos, 
compart iendo con él todos los conocim ientos que habían absorbido en sus largas vidas de 
callada contemplación sobre los más sublim es temas relacionados con la existencia. Julián 
t rató de describir la belleza de los templos ant iguos esparcidos por el m íst ico paisaje de la 
I ndia, edificios que parecían leales guardianes de la sabiduría de los t iempos. Dijo también que 
le emocionó la sacralidad de aquellos lugares. 
—Fue una época m ágica, John. Yo, que era un leguleyo viejo y cansado, que lo había vendido 
todo, desde m i Rolex hasta m i caballo de carreras, había met ido lo poco que me quedaba en 
una m ochila que se convert ir ía en m i único acompañante m ient ras me imbuía de las eternas 
t radiciones de Oriente. 
—¿Te costó dejar lo? —pregunté, incapaz de contener m i curiosidad. 
—En realidad fue muy fácil. La decisión de renunciar a la abogacía y a todas m is posesiones 
terrenas me pareció natural. Albert Camus dijo una vez que «la verdadera generosidad para 
con el futuro consiste en ent regarlo todo al presente». Pues bien, eso hice yo. Sabía que 
necesitaba cambiar, así que decidí escuchar a m i corazón y hacerlo por todo lo alto. Mi vida se 
volvió mucho más sencilla y plena en cuanto dejé at rás el bagaje de m i pasado. Tan pronto 
prescindí de los grandes placeres de la v ida, empecé a disfrutar de los pequeños, como ver un 
cielo est rellado al claro de luna o empaparme de sol en una glor iosa mañana de verano. 
Además, la I ndia es un lugar tan est imulante intelectualmente que apenas pensé en lo que 
había dejado at rás. 
 
Estos encuent ros iniciales con los sabios y eruditos de esa cultura exót ica no proporcionaron, 
pese a ser int r igantes, el saber que Julián ansiaba. La enseñanzas que él buscaba para 
cambiar su vida le rehuyeron en esa primera parte de su odisea. El pr imer paso real no llegó 
hasta que Julián llevaba siete meses en la I ndia. 
Fue estando en Cachem ira, un míst ico estado que parece dorm ir al pie de la cordillera del 
Himalaya, cuando tuvo la suerte de conocer al yogui Kr ishnan. Aquel hombre frágil de cabeza 
rapada también había sido abogado en su «anterior reencarnación» , como solía decir con una 
sonrisa poblada de dientes. Harto del r itmo febril que caracter iza la vida en la moderna Nueva 
Delhi, tam bién él renunció a sus posesiones para ret irarse a un m undo de ext rem a sencillez. 
Convert ido en cuidador del templo de la aldea, Krishnan dijo que había llegado a conocerse a 
sí m ismo y a saber cuál era su m eta en la vida. 
—Estaba cansado de que m i vida fuera como unas m aniobras m ilitares —le dijo a Julián—. 
Me di cuenta de que m i m isión es servir a los demás y cont r ibuir de algún m odo a hacer de 
este m undo un lugar m ejor. Ahora vivo para dar; paso los días y las noches en el tem plo, 
viviendo de forma austera pero grat ificante. Comparto m is logros con todo aquel que acude a 
rezar. No soy m ás que un hom bre que ha encont rado su alm a. 
Julián contó su histor ia a aquel ex abogado. Le habló de su vida de privilegios, de su avidez 
de r iquezas y su obsesión por el t rabajo. Reveló, con gran emoción, su lucha interior y la cr isis 
espir itual que había experim entado cuando la br illante luz de su vida empezó a fluctuar al 
viento de una vida disipada. 
—Yo tam bién he recorr ido ese cam ino, am igo m ío. Yo tam bién he sent ido ese m ism o dolor. 
Pero he aprendido que todo sucede por alguna razón —le dijo el yogui Krishnan—. Todo suceso 
t iene un porqué y toda adversidad nos enseña una lección. He com prendido que el fracaso, sea 
personal, profesional o incluso espir itual, es necesario para la expansión de la persona. Aporta 
un crecim iento inter ior y un sinfín de recom pensas psíquicas. Nunca lam entes tu pasado. 
Acéptalo como el maest ro que es. 
Tras oír estas palabras, Julián sint ió un gran alborozo. Quizá había encont rado en el yogui 
Krishnan al m entor que andaba buscando. ¿Quién mejor que ot ro ex abogado que, gracias a su 
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propia odisea espir itual, había hallado una vida plena, para enseñarle los secretos de una 
existencia llena de equilibr io y sat isfacción? 
—Necesito tu ayuda, Krishnan. Necesito aprender a const ruir una vida de plenitud. 
—Será un honor ayudarte en lo que pueda —se ofreció el yogui—, pero ¿puedo hacerte una 
sugerencia? 
—Por supuesto. 
—Desde que estoy al cuidado de este templo, he oído hablar m ucho de un grupo de sabios 
que vive en las cumbres del Himalaya. Dice la leyenda que han descubierto una especie de 
sistema para mejorar profundamente la vida de cualquier persona, y no me refiero sólo en el 
plano físico. Se supone que es un conjunto holíst ico e integrado de principios y técnicas 
imperecederos para liberar el potencial de la mente, el cuerpo y el alma. 
Julián estaba fascinado. Aquello parecía perfecto. 
—¿Y dónde viven esos m onjes? 
—Nadie lo sabe, y yo ya soy demasiado viejo para iniciar su búsqueda. Pero te diré una cosa, 
am igo m ío: muchos han t ratado de encont rarlos y m uchos han fracasado... con t rágicas 
consecuencias. Las cumbres del Himalaya son muy t raicioneras. I ncluso los escaladores más 
avezados sonim potentes ante sus est ragos naturales. Pero si lo que buscas son las llaves de 
oro de la salud, la felicidad y la realización interior, yo no tengo ese saber; ellos sí. 
Julián, que no se r inde fácilmente, presionó al yogui: 
—¿Estás seguro de que no sabes dónde viven? 
—Lo único que puedo decirte es que la gente de esta aldea los conoce como los Grandes 
Sabios de Sivana. En su m itología, Sivana significa «oasis de esclarecim iento». Estos monjes 
son venerados com o si fueran divinos por const itución e influencia. Si supiera dónde 
encont rarlos, estaría obligado a decírtelo. Pero sinceram ente, no lo sé; de hecho, no lo sabe 
nadie. 
 
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos del sol empezaron a bailar en el hor izonte, 
Julián se puso en cam ino hacia la t ierra perdida de Sivana. Al pr incipio pensó en cont ratar a un 
sherpa para que le ayudara en su ascensión, pero, por algún m ot ivo, su inst into le dijo que 
aquel viaje debería hacerlo solo. Y así, quizá por pr im era vez en su vida, prescindió de los 
grilletes de la razón y decidió confiar en su intuición. Se sent ía más seguro así. De alguna 
manera sabía que encont raría lo que estaba buscando. Así pues, con celo m isionero, inició su 
escalada. 
 
Los prim eros días no presentaron dificultad. A veces encont raba a alguno de los alegres 
lugareños del pueblo de más abajo cam inando por un sendero en busca quizá de madera para 
tallar o del santuario que aquel lugar ofrecía a quienes se at revían a aventurarse tan cerca del 
cielo. Ot ras veces cam inaba solo, empleando el t iempo para reflexionar sobre dónde había 
estado a lo largo de su vida... y hacia dónde se dir igía ahora. 
El pueblo no era ya m ás que un punt ito en aquel m aravilloso lienzo de esplendor natural. La 
majestuosidad de los picos nevados del Himalaya hizo que su corazón lat iera más deprisa, 
dejándole tem poralm ente sin aliento. Julián se sint ió uno con el entorno, esa clase de relación 
que dos viejos am igos pueden disfrutar después de muchos años de escuchar los m utuos 
pensam ientos y de reírse los chistes. El aire puro de la montaña despejó su m ente y dio vigor 
a su espír itu. Después de haber dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, Julián creía 
haberlo visto todo. Pero jamás había contem plado tanta belleza. Aquel m om ento m ágico fue 
como un exquisito t r ibuto a la sinfonía de la naturaleza. Se sint ió a la vez alborozado, jubiloso 
y despreocupado. Y fue allí, con la humanidad a sus pies, cuando Julián se aventuró a salir de 
la cómoda envoltura de lo ordinar io para iniciar su exploración del reino de lo ext raordinario. 
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—Todavía recuerdo las palabras que me pasaban por la m ente —dijo Julián—. Pensé que, en 
definit iva, la vida consiste en tom ar opciones. El dest ino de cada uno de nosot ros depende de 
las opciones que tom am os, y yo estaba seguro de que había tomado la correcta. Sabía que m i 
vida no volvería a ser igual y que algo fascinante, quizá incluso m ilagroso, estaba a punto de 
sucederme. Fue un despertar sorprendente. 
Mient ras Julián escalaba las enrarecidas regiones del Himalaya, empezó a sent irse nervioso. 
—Pero fue un nerviosismo posit ivo, com o el que sent ía en un baile de gala o justo antes de 
empezar un caso excitante y los fotógrafos me perseguían por la escalinata de los t r ibunales. Y 
aunque no contaba con un guía ni con un m apa de la zona, el cam ino estaba claro y un 
est recho sendero me fue llevando montaña arr iba hacia los confines de aquella región. Fue 
com o si tuviera una especie de brújula inter ior que me iba empujando hacia m i dest ino. Creo 
que no hubiera podido detenerm e aunque lo hubiera querido. —Julián estaba entusiasmado, 
sus palabras brotaban como un torrente. 
 
Dos días más siguió la ruta que esperaba podía llevarlo a Sivana, y en ese t iempo pensó en 
su vida pasada. Aunque se sent ía liberado del est rés y la tensión que caracter izaran su ant iguo 
m undo, se preguntaba en cam bio si podría pasar el resto de su vida sin el reto intelectual que 
su profesión le había deparado desde que saliera de la facultad en Harvard. Sus pensam ientos 
vagaron después a su suntuoso despacho en un resplandeciente rascacielos del cent ro y a la 
idílica casa de veraneo que había vendido por una m iseria. Pensó en los viejos am igos con que 
frecuentaba los mejores restaurantes. Pensó también en su preciado Ferrari y en la sensación 
que le daba poner el motor en marcha y sent irse al mando de un poderoso vehículo. 
Mient ras se adent raba más y más en aquel m íst ico paraje, sus reflexiones sobre el pasado se 
vieron interrumpidas por las maravillas que veía. Fue m ient ras meditaba sobre la belleza de la 
naturaleza cuando algo sorprendente sucedió. 
Por el rabillo del ojo vio una figura, vest ida ext rañam ente con una larga y ondulante túnica 
roja coronada por una capucha azul oscuro, cam inando un poco m ás adelante. A Julián le 
sobresaltó ver a alguien más en aquel lugar remoto al que había llegado t ras siete agotadores 
días. Com o se hallaba a m uchos kilóm et ros de toda civilización y aún no estaba seguro de que 
Sivana fuera un dest ino encont rable, gritó a su compañero de escalada. 
La figura no sólo no respondió sino que apretó el paso sin siquiera m irar lo. Al poco rato el 
m ister ioso viajero echó a correr, su túnica roja flam eando graciosamente a su espalda. 
—¡Por favor, am igo, necesito ayuda para llegar a Sivana! —gritó Julián—. Llevo siete días 
cam inando con poca com ida y agua. ¡Creo que me he perdido! 
La figura se detuvo bruscam ente. Julián se aproxim ó con cautela m ient ras el ot ro permanecía 
inmóvil y en silencio. Julián no pudo verle el rost ro bajo la capucha, pero le impactó el 
contenido de la pequeña cesta que sostenía. Dent ro había una colección de las flores m ás 
delicadas y bellas que Julián había visto jamás. La figura abrazó su cesta a m edida que Julián 
se aproximaba, como para demost rar su gran amor por aquellas flores y su desconfianza hacia 
aquel occidental, tan corr iente en aquel paraje como el rocío en el desierto. 
Julián m iró al viajero con curiosidad. Un rayo de sol le reveló que la cara que se ocultaba 
bajo la amplia capucha era de hom bre. Pero Julián jam ás había visto un hom bre igual. Aunque 
tenía por lo menos la m isma edad que él, sus rasgos dejaron a Julián com o hechizado y le 
obligaron a quedarse m irándolo una eternidad. El hom bre tenía ojos de gato, tan penet rantes 
que Julián se vio obligado a desviar la vista. Su tez de color oliváceo era lisa y flexible. Su 
cuerpo parecía fuerte y vigoroso. Y aunque sus m anos delataban que no era joven, irradiaba 
tal juventud y vitalidad que Julián se quedó hipnot izado, como el niño cuando ve actuar por 
pr imera vez a un prest idigitador. 
Debe de ser uno de los Grandes Sabios de Sivana, pensó Julián, casi sin poder contener su 
alegría. 
—Me llamo Julián Mant le. He venido a aprender de los Sabios de Sivana. ¿Sabes dónde 
podría encont rarlos? —preguntó. 
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El hom bre m iró pensat ivo al cansado visitante de un país lejano. Su serenidad y su paz le 
daban un aspecto angelical. 
Luego habló en voz muy baja, casi susurrando: 
—¿Para qué buscas a esos sabios, am igo? 
Presint iendo que, efect ivamente, había dado con uno de los m íst icos m onjes que a tantos 
habían eludido antes, Julián le abrió su corazón y le contó su odisea. Habló al viajero de su 
vida pasada y de la cr isis espir itual que había tenido, el precio en salud y energía que había 
debido pagar a cambio de las fugaces recompensas que le deparaba la práct ica de la abogacía. 
Habló de que había cambiado la r iqueza del alma por una volum inosa cuenta bancaria y de la 
ilusor ia grat ificación de su est ilo de vida «vive deprisa, muere joven». Y le contó sus viajes porla m íst ica I ndia y su encuent ro con el yogui Krishnan, aquel abogado de Nueva Delhi que 
tam bién había renunciado a su profesión en la esperanza de hallar la arm onía inter ior y una 
paz duradera. 
El viajero permaneció quieto y en silencio. No volv ió a hablar hasta que Julián mencionó su 
ardoroso y casi obsesivo deseo de adquir ir los ant iguos principios de la sabiduría y el 
esclarecim iento. Poniendo un brazo sobre el hombro de Julián, dijo suavemente: 
—Si de verdad t ienes un deseo sincero de aprender esa sabiduría, entonces es m i deber 
ayudarte. Soy, en efecto, uno de esos sabios en busca de los cuales has recorr ido tan largo 
cam ino. Eres la pr imera persona que nos encuent ra desde hace m uchos años. Enhorabuena. 
Adm iro tu tenacidad. Como abogado debiste ser muy bueno. 
Hizo una pausa, com o si no estuviera seguro, y luego prosiguió: 
—Si quieres, puedes venir como invitado m ío a nuest ro templo. Se halla en una parte 
escondida de esta región montañosa, pero aún quedan varias horas de cam ino. Mis hermanos 
te recibirán con los brazos abiertos. Trabajaremos juntos para enseñarte los principios y 
práct icas que nuest ros antepasados nos han t ransm it ido a t ravés de los siglos. 
»Antes de llevarte a nuest ro mundo y compart ir nuest ros conocim ientos para llenar tu vida 
de alegría, fuerza y determ inación, debo pedirte que prom etas una cosa. Cuando hayas 
aprendido las verdades eternas deberás regresar a tu país y hacer part ícipes de esta sabiduría 
a cuantos la necesiten. Aunque aquí, en estas montañas mágicas, estam os aislados, no se nos 
escapa el t rance por el que at raviesa tu mundo. La gente buena está perdiendo el rumbo. 
Debes darles la esperanza que se merecen. Es m ás, debes darles las herram ientas para que se 
cum plan sus sueños. Es todo lo que pido. 
Julián aceptó de inmediato las condiciones del sabio y promet ió que llevaría el precioso 
mensaje a Occidente. 
 
Mient ras los dos seguían ascendiendo hacia el pueblo perdido de Sivana, el sol indio empezó 
a ponerse, un gran círculo rojo que poco a poco se dejaba vencer por un sueño m ágico t ras el 
largo y agotador día. Julián me dijo que nunca ha olvidado la majestuosidad de aquel 
m om ento, cuando andaba en com pañía de un m onje por quien sent ía una especie de am or 
fraternal, rumbo a un lugar lleno de maravillas y m isterios. 
—Fue sin duda el momento más memorable de m i vida —me confió. 
Julián siempre había creído que la vida se reducía a unos cuantos momentos clave. Éste fue 
uno de ellos. En el fondo de su alma, tuvo la certeza de que era el pr imer momento del resto 
de su vida, una vida que pronto iba a ser mucho más de lo que nunca había sido. 
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 16
 
 
CUATRO 
 
Encuentro mágico con los Sabios de Sivana 
 
Tras andar durante horas por int r incados cam inos y sendas herbosas, los dos viajeros 
llegaron a un verde y exuberante valle. En uno de sus lados, los picos del Himalaya ofrecían su 
protección como soldados cast igados por la intemperie que guardaran el lugar donde 
descansaban sus generales. Al ot ro lado había un espeso bosque de pinos, t r ibuto natural a 
esta t ierra de fantasía. 
El sabio m iró a Julián y sonrió. 
—Bienvenido al nirvana de Sivana. 
Descendieron por ot ro cam ino y se adent raron en el bosque que formaba el lecho del valle. El 
olor a pino y a sándalo impregnaba el aire fresco y límpido de la montaña. Julián, que ahora 
iba descalzo para aliviar sus doloridos pies, notó la caricia del musgo húmedo. Le sorprendió 
ver vistosas orquídeas y ot ras flores hermosas bailando ent re la arboleda, como si se 
deleitaran en el esplendor de aquel retazo dim inuto de paraíso. 
Julián oyó voces en la distancia, voces suaves y agradables al oído. Se lim itó a seguir al sabio 
sin decir nada. Tras quince m inutos de cam inata llegaron a un claro. Lo que vio entonces fue 
algo que ni siquiera el mundano y difícilm ente impresionable Julián Mant le podía haber 
imaginado: una aldea hecha exclusivamente de lo que parecían rosas. En m itad del poblado 
había un pequeño templo, como los que Julián había visto en sus viajes a Tailandia y Nepal, 
pero éste estaba hecho de flores rojas, blancas y rosas unidas m ediante largas t iras de cordel 
mult icolor y ram itas. Las pequeñas chozas que punteaban el espacio circundante parecían las 
austeras casas de los sabios. Tam bién estaba hechas de rosas. Julián se quedó sin habla. 
En cuanto a los monjes que vivían en la aldea, Julián vio que se parecían a su compañero de 
viaje, quien ahora le dijo que se llamaba yogui Raman. Explicó que era el más viejo de los 
Sabios de Sivana y el líder del grupo. Los pobladores de aquella colonia de cuento de hadas 
tenían un aspecto ext raordinariam ente juvenil y se movían con gracia y aplom o. Ninguno de 
ellos hablaba, prefir iendo respetar la t ranquilidad del lugar realizando sus tareas en silencio. 
Los hombres, que parecían sólo una decena, llevaban la m ism a túnica roja que el yogui 
Ram an, y sonrieron serenam ente a Julián cuando hicieron su ent rada en la aldea. Todos se 
veían apacibles, sanos y sat isfechos. Fue como si las tensiones que tantas víct imas se cobran 
en nuest ro m undo no tuviesen acceso a aquella cum bre de serenidad. 
Aunque habían t ranscurr ido m uchos años desde que vieran una cara nueva por últ im a vez, 
aquellos sabios fueron comedidos en su recibim iento, ofreciendo una ligera reverencia a modo 
de saludo. 
Las mujeres eran igualmente impresionantes. Con sus ondulantes saris de seda rosa y los 
lotos blancos que adornaban sus negros cabellos, iban de un lado a ot ro con sorprendente 
agilidad. Sin embargo, no se t rataba del ajet reo frenét ico que invade nuest ra sociedad. Aquí 
todo parecía fácil y alegre. Algunas t rabajaban dent ro del tem plo haciendo preparat ivos para lo 
que parecía una fiesta. Ot ras acarreaban leña y tapices ricamente bordados. La act ividad era 
general. Todo el mundo parecía feliz. 
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En definit iva, las caras de los Sabios de Sivana revelaban el poder de su form a de vida. 
Aunque eran sin duda adultos y maduros, irradiaban un aura como infant il, el centelleo de sus 
ojos t raslucía una lozana vitalidad. Ninguno tenía arrugas ni canas. Ninguno parecía viejo. 
 
A Julián, que apenas podía creer lo que estaba viendo, le ofrecieron un fest ín de fruta fresca 
y hortalizas exót icas, dieta que, com o supo m ás adelante, const ituía una de las claves de la 
salud ideal que disfrutaban los sabios. 
Tras la com ida, el yogui Raman acompañó a Julián hasta sus aposentos: una cabaña cubierta 
de flores donde había una pequeña cama con un bloc vacío a modo de diar io. Aquélla sería su 
casa. 
Aunque para Julián aquel m undo m ágico de Sivana era una absoluta novedad, tenía sin 
embargo la sensación de que era un poco como volver a casa, un regreso a un paraíso que 
hubiera conocido mucho t iempo at rás. Aquella aldea de rosas no le resultaba del todo ext raña. 
Su intuición le decía que su sit io estaba allí, aunque fuera durante un corto período. Ése iba a 
ser el lugar donde él reavivaría el fuego que había conocido antes de que la abogacía le pr ivara 
del alm a, un santuario donde su malt recho espír itu podría empezar a sanar. 
Y así empezó la vida de Julián ent re los Sabios de Sivana, una vida de sencillez, serenidad y 
armonía. Lo mejor estaba aún por venir. 
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CINCO 
 
El alumno espiritual de los sabios 
 
Los sueños de los grandes soñadores jam ás llegan a cum plirse, siem pre son superados. 
ALFRED LORD WHI TEHEAD 
 
Eran las ocho de la tarde y yo aún no había preparado m i alegato para el día siguiente. 
Estaba fascinado por la experiencia de aquel ant iguo guerrero de la abogacía que había 
cambiado radicalmentede vida después de convivir y estudiar con aquellos sabios m aravillosos 
del Him alaya. ¡Qué ext raordinaria t ransform ación! Me pregunté si los secretos aprendidos por 
Julián en aquel remoto r incón de la I ndia podrían también elevar la calidad de m i vida y colm ar 
m i propia sensación de estupor ante el mundo en que vivim os. Cuanto m ás escuchaba a 
Julián, más me daba cuenta de que m i alm a se había ido oxidando. ¿Qué había sido de aquel 
increíble apasionam iento con que yo lo abordaba todo cuando era más joven? Entonces hasta 
la cosa más sencilla me llenaba de alegría. Tal vez había llegado la hora de reinventar m i 
dest ino. 
Notando m i fascinación por su odisea y m i ansia de aprender el método de la vida esclarecida 
que los sabios le habían t ransm it ido, Julián aceleró el r itmo de su relato. Me explicó que su 
deseo de saber, sumado a su inteligencia (pulida en muchos años de batallas en los 
t r ibunales) , le había ganado el respeto de la com unidad de Sivana. Com o m uest ra de su afecto 
hacia Julián, los m onjes le habían hecho m iem bro honorario de su grupo y le t rataban com o 
parte integrante de la extensa fam ilia. 
Ansioso de ampliar sus conocim ientos sobre los mecanismos de la mente, el cuerpo y el 
alma, Julián pasó literalmente todos sus momentos de vigilia bajo la tutela del yogui Raman. El 
sabio se convirt ió más en padre que en maest ro, pese a que sólo le separaban unos años de 
Julián. No había duda de que aquel hombre había acumulado la sabiduría de m uchas vidas y, 
aún m ejor, estaba dispuesto a com part ir la con Julián. 
Las sesiones empezaban antes del alba. El yogui Raman se sentaba con su entusiasm ado 
alumno y llenaba su mente de ideas sobre el significado de la vida y de técnicas poco 
conocidas para vivir con m ayor vitalidad, creat ividad y sat isfacción. Le enseñaba viejos 
principios que, según decía, cualquiera podía ut ilizar para conservarse joven y ser más feliz. 
Julián aprendió también que las disciplinas gemelas del dom inio personal y la 
autorresponsabilidad impedir ían que volviera al caos de la cr isis que había caracterizado su 
vida en Occidente. 
A medida que las semanas se convert ían en meses, Julián acabó siendo consciente del gran 
tesoro que dorm ía dent ro de su mente, a la espera de ser empleado para más elevados 
objet ivos. A veces el maest ro y su alumno se quedaban sentados viendo surgir el sol de la 
I ndia sobre los verdes prados infer iores. A veces descansaban en callada meditación, 
saboreando el silencio. Ot ras paseaban ent re los pinos hablando de temas filosóficos y 
disfrutando del placer de la compañía mutua. 
Julián dijo que los prim eros indicios de su expansión personal llegaron a las t res semanas de 
estar con los sabios. Empezó a fij arse en la belleza de las cosas m ás com unes. Tanto si era la 
maravilla de una noche est rellada como el hechizo de una telaraña después de la lluvia, Julián 
lo absorbía. Dijo tam bién que su nueva vida y las nuevas costum bres em pezaron a tener un 
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efecto grande en su m undo inter ior. Al m es de estar aplicando los principios y técnicas de 
Sivana, Julián había em pezado a cult ivar una profunda sensación de paz y serenidad inter ior 
que jamás había alcanzado en Occidente. Se volvió más alegre y espontáneo, más enérgico y 
creat ivo a medida que pasaban los días. 
La vitalidad física y la fortaleza espir itual fueron los siguientes cambios en su act itud. Su 
cuerpo antaño obeso se volvió recio y delgado, m ient ras que la enferm iza palidez que siempre 
le devolvía el espejo era sust ituida por un rost ro donde brillaba la salud. Se sent ía realm ente 
capaz de cualquier cosa y de abrir el potencial infinito que existe dent ro de cada uno de 
nosot ros. Empezó a apreciar la vida y a ver la divinidad en todos sus aspectos. El viejo método 
de aquel grupo de m íst icos había empezado a obrar m ilagros. 
 
Tras hacer una pausa com o para expresar incredulidad ante su propia narración, Julián se 
puso filosófico: 
—Me he dado cuenta de algo m uy im portante, John. El m undo, y en eso incluyo m i m undo 
interior, es un lugar muy especial. También he visto que el éxito externo no significa nada a no 
ser que tengas éxito interno. Hay una enorme diferencia ent re el beneficio y el bienestar. 
Cuando yo era un im portante abogado, solía m ofarme de todas las personas que t rabajaban 
para mejorar su vida inter ior y exterior. ¡Vive la vida! , solía pensar. Pero he aprendido que el 
autocont rol y el cuidado de la propia mente, cuerpo y alma son esenciales para encont rar el yo 
elevado de cada uno y para vivir la vida de nuest ros sueños. ¿Cómo ocuparse de los demás si 
uno no se ocupa de sí m ism o? ¿Cóm o hacer el bien si ni siquiera te sientes bien? No puedo 
amar si no sé amarme a m í m ismo. 
De pronto, Julián pareció int ranquilo. 
—Nunca había abierto a nadie m i corazón como lo hago ahora. Te pido disculpas, John. Es 
que en esas montañas he experim entado tal catarsis, tal despertar espir itual a los poderes del 
universo, que veo que ot ros necesitan saber lo que yo he aprendido. 
Viendo que se hacía tarde, me dijo que se marchaba y se despidió. 
—No puedes ir te ahora, Julián —le dije—. Estoy en ascuas por saber todo lo que aprendiste 
en el Himalaya y el mensaje que promet iste t raer a Occidente. No puedes dejarme int r igado, 
sabes que no lo soporto. 
—Volveré, pierde cuidado. Ya me conoces, en cuanto empiezo a contar algo ya no puedo 
parar. Pero tú t ienes cosas que hacer, y a m í me esperan ciertos asuntos privados. 
—Bien, pero dime una cosa. ¿Me servirán los métodos que aprendiste en Sivana? 
—Cuando el alum no está listo, aparecen los maest ros —respondió—. Tú, y m uchas ot ras 
personas de nuest ra sociedad, estáis preparados para conocer la sabiduría de la que me honro 
en ser portador. Todos nosot ros deberíamos conocer la filosofía de los sabios. Todos podemos 
beneficiarnos de ella. Todos hemos de conocer esa perfección que es nuest ro estado natural. 
Te prometo que compart iré ese saber cont igo. Ten paciencia. Nos verem os m añana por la 
noche, esta vez en tu casa. Entonces te diré lo que necesitas saber para mejorar tu vida. ¿Te 
parece bien? 
—De acuerdo. Supongo que si he pasado sin ello todos estos años, esperar veint icuat ro horas 
m ás no m e hará ningún daño —respondí. 
Dicho esto, el gran abogado convert ido en yogui desapareció, dejándome con la cabeza llena 
de preguntas sin respuesta y de pensam ientos inconclusos. 
 
Sentado a solas en m i despacho, comprendí lo pequeño que es en realidad nuest ro m undo. 
Pensé en los amplísimos conocim ientos que apenas em pezaba a vislum brar. Pensé en lo que 
sería recuperar m is ganas de vivir , y en la curiosidad que yo había sent ido de joven. Quería 
sent irm e m ás vivo y aportar energía desbordante a m i vida cot idiana. Tal vez yo tam bién 
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abandonaría m i profesión. ¿Estaría llamado a una vocación m ás elevada? Con estas cosas en la 
cabeza, apagué las luces, cerré m i despacho y salí al pegajoso calor de ot ra noche de verano. 
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 21
 
SEIS 
 
La sabiduría del cambio personal 
 
Soy un art ista del vivir ; m i obra de arte es m i vida. 
SUZUKI 
 
Fiel a su palabra, Julián se presentó en m i casa al día siguiente, a las siete, y llamó con 
cuat ro golpes rápidos en la puerta. Mi casa es un edificio a la moda con espantosas persianas 
rosas que, según m i m ujer, recordaban las casas que salían en Architectural Design. Julián 
tenía un aspecto radicalmente dist into al del día anterior. Todavía se le veía radiante de salud 
y exudando una increíble sensación de calma interior. Pero lo que llevaba me inquietó un poco. 
I ba enfundado en una larga túnica roja provistade una capucha azul con bordados. Y aunque 
estábam os en julio y hacía un calor sofocante, él llevaba puesta la capucha. 
—Saludos, am igo —dijo Julián con entusiasmo. 
—Hola. 
—No pongas esa cara, ¿qué esperabas, que llevara un t raje de Armani? 
Los dos nos echam os a reír. Julián no había perdido un ápice de su agudo sent ido del hum or 
que antaño me había ent retenido tanto. 
Mient ras nos relajábamos en m i atestada pero confortable sala de estar, no pude evitar 
fij arme en el complicado collar de cuentas de madera que llevaba al cuello. 
—¿De qué son las cuentas? Son muy bonitas. 
—Te lo contaré después —dijo Julián—. Tenemos m ucho de que hablar esta noche. 
—Pues al grano. Hoy apenas he dado golpe de lo nervioso que estaba por nuest ro encuent ro. 
I nmediatam ente, Julián empezó a revelarm e más cosas sobre su t ransform ación personal y 
la facilidad con que se produjo. Me habló de las ant iguas técnicas que había aprendido para 
cont rolar la mente y para borrar el hábito de preocuparse que a tantos afecta en nuest ra 
compleja sociedad. Habló de las enseñanzas de los m onjes para vivir una vida m ás plena y 
grat ificante. Y habló también de una serie de métodos para liberar el manant ial de juventud y 
energía que, dijo, todos llevamos dent ro en estado latente. 
Aunque se expresaba con convicción, yo em pecé a most rarme escépt ico. ¿Estaría siendo 
víct ima de una broma? Al fin y al cabo, este jur ista salido de Harvard había sido célebre en el 
bufete por sus brom as pesadas. Adem ás, su histor ia era absolutamente fantást ica. I magínese: 
uno de los mejores abogados del país arroja la toalla, vende todas sus posesiones terrenales y 
emprende una odisea a pie por el norte de la I ndia, para regresar convert ido en profeta del 
Himalaya. No podía ser verdad. 
—Venga, Julián. No m e tom es m ás el pelo. Todo esto empieza a parecerse a una de tus 
bromas. Apuesto que has alquilado la túnica en la t ienda de disfraces que hay en frente de m i 
oficina. 
Julián reaccionó al punto, como si ya hubiera esperado que no le creyera. 
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—¿Cóm o argum entas un caso cuando estás ante el t r ibunal? 
—Aportando pruebas persuasivas. 
—Bien. Mira las pruebas que yo aporto. Mira m i cara, sin una sola arruga. Mira m i físico. 
¿Notas la abundancia de energía que hay en m í? Mira m i t ranquilidad. Seguro que notas que 
he cam biado. 
No le faltaba razón. Este hom bre, apenas unos años at rás, parecía dos décadas más viejo. 
—No habrás ido a un cirujano plást ico, ¿verdad? 
—No. —Sonrió—. Ellos sólo piensan en la persona exterior. Yo necesitaba curarm e por 
dent ro. Mi vida desequilibrada y caót ica me dejó en una situación lím ite. Lo que sufrí fue 
m ucho m ás que un ataque al corazón. Fue una ruptura de m i núcleo interno. 
—Pero es que todo suena tan... m isterioso e insólito. 
Julián mantuvo la calma ante m i insistencia. Al ver la tetera que yo había dejado sobre la 
m esa, él m ism o em pezó a servirm e. Vert ió el té hasta llenar la taza... ¡y siguió haciéndolo! El 
té empezó a caer sobre el plat illo y luego sobre la querida alfombra persa de m i mujer. Al 
pr incipio m e quedé perplejo. Pero luego chillé: 
—¿Qué estás haciendo? Mi taza ya está llena. ¡Por m ás que lo intentes no adm it irá m ás té! 
Julián me m iró largamente. 
—No me interpretes m al. Yo te respeto, John. Siempre lo he hecho. Sin embargo, igual que 
esta taza, tú pareces estar lleno de ideas propias. ¿Cóm o van a ent rar m ás, si no vacías 
primero tu taza? 
Me impactó la verdad de sus palabras. Julián tenía razón. Mis años en el conservador mundo 
de la abogacía, haciendo siempre las m ismas cosas con la m isma gente que pensaba las 
m ismas cosas cada día, habían llenado m i taza hasta el borde. Jenny siempre me estaba 
diciendo que deberíamos conocer gente nueva y explorar nuevas cosas. «Ojalá fueras un poco 
m ás aventurero, John», solía decirme. 
Ya no recordaba cuándo fue la últ ima vez que leí un libro que no tuviera que ver con leyes. 
Mi profesión era toda m i vida. Em pecé a comprender que el mundo al que estaba 
acostum brado había embotado m i creat ividad y lim itado m i visión del mundo. 
—De acuerdo. Ent iendo lo que dices —admit í—. Es posible que todos estos años me hayan 
convert ido en un escépt ico. Desde que te vi ayer en m i despacho, algo m e dijo que tu 
t ransformación era genuina, y que yo podía aprender algo de todo ello. Tal vez no quería 
creerlo. 
—John, ésta es la pr im era noche de tu nueva vida. Sólo te pido que pienses en los 
conocim ientos que voy a compart ir cont igo y que los apliques durante un m es con total 
convicción. Tom a estos m étodos confiando en su efect ividad. Hay una razón para que hayan 
sobrevivido m illares de años: es que funcionan. 
—Un m es me parece m ucho t iem po. 
—I nvert ir 672 horas de t rabajo inter ior para mejorar profundam ente tus m om entos de vigilia 
para el resto de tu vida es una ganga, ¿no te parece? I nvert ir en t i m ismo es lo mejor que 
puedes hacer. No sólo conseguirás mejorar tu vida sino tam bién las de quienes te rodean. 
—¿Y eso? 
—Sólo cuando dom ines el arte de amarte a t i m ismo podrás amar de verdad a los demás. 
Sólo abr iendo tu corazón podrás llegar al corazón de los dem ás. Cuando te sientas cent rado y 
vivo de verdad, estarás en buena posición para ser una persona mejor. 
—¿Qué puedo esperar que ocurra en esas 672 horas de que se com pone un m es? —
pregunté. 
—Experim entarás cam bios en tu m ente, tu cuerpo e incluso tu alm a que te sorprenderán. 
Tendrás más energía, entusiasmo y armonía interna de las que has tenido en toda tu vida. La 
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gente empezará por decirte que pareces más joven y más feliz. Recuperarás la sensación de 
bienestar y equilibr io. Éstos son sólo algunos de los beneficios del Método de Sivana. 
—Caramba. 
—Todo lo que vas a oír esta noche está pensado para mejorar tu vida, no sólo personal y 
profesional sino también espir itual. El consejo de los sabios es tan válido hoy como lo era hace 
cinco m il años. No sólo enriquecerá tu mundo inter ior, tam bién reforzará tu m undo exterior y 
te hará más eficaz en todo lo que hagas. Esta sabiduría es la fuerza m ás poderosa que he 
conocido jam ás. Es práct ica y directa y ha sido probada durante siglos en el laboratorio de la 
vida. Es más, funciona para todo el mundo. Pero antes de que comparta cont igo este saber, 
has de prometerm e una cosa. 
I maginaba que tenía que haber algún comprom iso. «Nadie come grat is», solía decir m i 
madre. 
—Una vez hayas comprobado el poder de las est rategias y táct icas que me enseñaron los 
Sabios de Sivana y observes los radicales resultados que producirán en tu vida, deberás 
aceptar la m isión de t ransm it ir estos conocim ientos a ot ros para que puedan beneficiarse de 
ellos. Accediendo, me ayudarás a cumplir la promesa que hice al yogui Raman. 
 
Accedí sin reservas, y Julián empezó a enseñarme el método que había llegado a considerar 
sagrado. Si bien las técnicas que había llegado a dom inar eran variadas, en el fondo del 
Método de Sivana había siete vir tudes básicas, siete pr incipios fundamentales que encarnaban 
las claves del autodom inio, la responsabilidad personal y el esclarecim iento espir itual. 
Julián me dijo que el yogui Raman fue el pr imero en enseñarle las siete vir tudes t ras unos 
meses en Sivana. Una noche despejada, cuando todos los dem ás estaban durm iendo, Ram an 
llamó suavemente a la choza de Julián. Con la voz de un guía amable, dijo: 
—Te he venido observando durante m uchos días, Julián. Creo que eres un hom bre honesto 
que desea con fervor llenar su vida de todo lo que es bueno. Desde que llegaste has abierto tu 
m ente a nuest ras t radiciones y las has abrazado como propias. Has aprendido algunos de 
nuest ros hábitos cot idianos y hasvisto sus muchos y saludables efectos. Has sido respetuoso 
con nuest ra form a de vivir . La gente de aquí ha vivido con sencillez desde t iem po inm em orial y 
nuest ros m étodos son conocidos por muy pocos. El mundo necesita oír nuest ra filosofía. Esta 
noche, en la víspera de tu tercer mes en Sivana, voy a empezar a enseñarte las claves de 
nuest ro sistem a, no sólo en beneficio tuyo sino tam bién en el de todos los que habitan en tu 
m undo. Me sentaré cont igo a diar io com o lo hice con m i hijo cuando era pequeño. Por 
desgracia, m i hijo falleció hace unos años. Había llegado su hora, y yo no pongo en duda su 
part ida. Lo pasamos bien juntos y su recuerdo me acom pañará siempre. Yo te veo a t i como 
un hijo y me siento agradecido de que todo cuanto aprendí en m is años de contemplación 
pueda vivir ahora en tu inter ior. 
Miré a Julián y reparé en que tenía los ojos cerrados, com o si se hubiera t ransportado a aquel 
país de ensueño en el que había recibido la bendición de sus conocim ientos. 
—El yogui Raman me dijo que las siete vir tudes para una vida rebosante de paz, alegría y 
r iqueza inter iores estaban contenidas en una fábula m íst ica. Esta fábula era la esencia de todo. 
Me pidió que cerrara los ojos como he hecho ahora aquí m ismo, en tu sala de estar. Luego me 
dijo que im aginase la siguiente escena con los ojos de m i mente: 
Estás sentado en m itad de un espléndido y exuberante jardín. Este jardín está lleno de las 
flores más espectaculares que has visto nunca. El entorno es ext raordinariam ente t ranquilo y 
callado. Saborea los sensuales placeres de este jardín y piensa que t ienes todo el t iempo del 
mundo para disfrutar de este oasis. Al m irar alrededor ves que en m itad del jardín mágico hay 
un imponente faro rojo de seis pisos de alto. De repente, el silencio del jardín se ve 
interrumpido por un chirr ido fuerte cuando la puerta del faro se abre. Aparece entonces un 
luchador de sum o japonés —m ide casi t res m et ros y pesa cuat rocientos kilos—, que avanza 
indiferente hacia el cent ro del jardín. 
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—La cosa se pone bien. —Rió Julián—. ¡El luchador de sum o está desnudo! Bueno, en 
realidad no del todo. Un cable de alambre color de rosa cubre sus partes. 
Cuando el luchador de sumo empieza a moverse por el jardín, encuent ra un reluciente 
cronógrafo de oro que alguien olv idó muchos años at rás. Resbala y al momento cae con un 
golpe sordo. El luchador de sumo queda inconsciente en el suelo, inm óvil. Cuando ya parece 
que ha exhalado su últ im o aliento el luchador despierta, quién sabe si movido por la fragancia 
de unas rosas amarillas que florecen cerca de allí. Con nuevas energías, el luchador se pone 
rápidamente en pie y m ira intuit ivamente hacia su izquierda. Lo que ve le sorprende mucho. 
A t ravés de las matas que hay al borde m ismo del jardín observa un largo y serpenteante 
cam ino cubierto por m illones de hermosos dia—mantes. Algo parece impulsar al luchador a 
tomar esa senda y, dicho sea en su honor, así lo hace. Ese cam ino le lleva por la senda de la 
alegría perdurable y la felicidad eterna. 
 
Tras oír aquel ext raño cuento allá en las cumbres del Himalaya y sentado junto a un monje 
que había visto de prim era m ano la antorcha de la verdadera luz, Julián me dijo que se 
desilusionó. Sencillam ente, dijo que pensó que iba a oír algo definit ivo, un esclarecim iento que 
le haría pasar a la acción o, por qué no, le arrancaría lágr imas. En cambio, sólo había 
escuchado una tontería sobre un luchador y un faro. 
El yogui Raman detectó su desaliento: 
—Nunca descuides el poder de la sencillez —le dijo a Julián—. Puede que esta histor ia no sea 
el discurso sofist icado que esperabas, pero su m ensaje cont iene un m undo de sensibilidad y su 
objeto es puro. Desde el día en que llegaste, he pensado mucho en cómo iba a compart ir 
nuest ro saber cont igo. Al pr incipio pensé darte una serie de lecciones a lo largo de varios 
m eses, pero com prendí que este enfoque t radicional no se adaptaba a la naturaleza m ágica del 
saber que estás a punto de recibir . Luego pensé en pedir a m is hermanos y hermanas que 
invirt ieran un poco de t iempo cont igo para int roducirte en nuest ra filosofía. Pero tampoco era 
éste el sistema más efect ivo para que aprendieras lo que tenemos que decirte. Tras reflexionar 
largamente, llegué a lo que me parece un modo m uy creat ivo y a la vez ext rem adam ente 
eficaz de enseñar el método de Sivana al com pleto, con sus siete vir tudes... y es esta fábula. 
El sabio hizo una pausa y luego añadió: 
—Al principio puede que te parezca fr ívolo e incluso infant il. Pero te aseguro que cada 
elem ento de la fábula encarna un principio imperecedero y cont iene un profundo significado. El 
jardín, el faro, el luchador de sumo, el cable de color rosa, el cronógrafo, las flores y el sinuoso 
sendero de los diamantes son símbolos de las siete vir tudes para conseguir una vida de 
esclarecim iento. Te puedo asegurar también que si recuerdas esta histor ia y las verdades 
fundam entales que ent raña, podrás llevar en tu inter ior todo cuanto necesitas saber para 
elevar tu vida al máximo nivel. Tendrás toda la información y las est rategias que necesitarás 
para modificar la calidad de tu vida y de las de cuantos te rodean. Y cuando apliques a diar io 
este saber, podrás cam biar m ental, física, em ocional y espir itualm ente. Te pido que escribas 
esta pequeña histor ia en tu mente y que la lleves en tu corazón. Si la abrazas sin reservas te 
aseguro que notarás la diferencia. 
Julián meditó un momento y luego me dijo: —Por suerte, John, así lo hice. Carl Jung escribió 
que «la visión sólo llega a ser clara cuando uno puede m irarse el corazón. El que m ira hacia 
afuera, sueña; el que m ira hacia dent ro, despierta». Aquella noche tan especial, yo m iré a m i 
corazón y desperté a los secretos seculares para enriquecer la m ente, cult ivar el cuerpo y 
nut r ir el alma. Ahora me toca a m í com part ir estos secretos cont igo. 
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SIETE 
 
Un jardín extraordinario 
 
La m ayoría de la gente vive —ya sea física, intelectual o m oralm ente— en un círculo m uy 
rest r ingido de sus posibilidades. Todos nosot ros tenem os reservas de vida en las que ni 
siquiera soñam os. 
WI LLI AM JAMES 
 
—En la fábula, el jardín es un sím bolo de la mente —explicó Julián—. Si cuidas de tu mente, 
si la nut res y la cult ivas como si fuera un fért il jardín, florecerá más allá de tus expectat ivas. 
Pero si dejas que la maleza arraigue, nunca podrás alcanzar la paz de espír itu y la armonía 
interna... Deja que te haga una pregunta, John. Si yo fuera al pat io donde t ienes ese jardín del 
que tanto hablabas antes y echara residuos tóxicos sobre tus queridas petunias, no te haría 
ninguna ilusión, ¿verdad? 
—Cierto. 
—En realidad, los buenos jardineros guardan sus posesiones como soldados orgullosos, y 
procuran que nada pueda contam inar sus plantaciones. Pero fíjate en los residuos tóxicos que 
la mayoría de la gente mete en el fért il j ardín de su mente, y eso un día t ras ot ro: 
preocupaciones, ansiedades, la nostalgia del pasado, los cálculos sobre el futuro y los m iedos 
que ellos m ismos alimentan y que pueden dest rozar el mundo inter ior de cualquier persona. 
En la lengua nat iva de los Sabios de Sivana, que existe desde hace cuat ro m il años, el símbolo 
que representa por escrito la preocupación es muy sim ilar al que simboliza una pira funeraria. 
El yogui Ram an m e dijo que no era una sim ple coincidencia. La preocupación priva a la m ente 
de gran parte de su poder y, antes o después, acaba dañando el alma. 
»Para vivir una vida de m áxim a plenitud hay que montar guardia y dejar que ent re en tu 
jardín sólo la información más selecta. No puedes perm it ir te el lujo de un pensamiento 
negat ivo, ni uno solo. Las personas m ás alegres, dinám icas y sat isfechas de este m undo no 
difieren mucho de t i o de m í. Todos estam os hechos de carne y hueso. Todos venim os de la 
m ism a fuente universal. Sin em bargo, los que hacen algo más que exist ir , los que azuzan las 
llamas de su potencial humano y saborean la danza mágica de la vida sí hacen cosas dist intas 
de los que viven una vida corr iente. Y la más destacada de ellas es que adoptan un paradigma 
posit ivo acerca de su mundo y cuanto hay en él. 
»Los sabios m e enseñaron que en un día normal la persona normal t iene unos sesenta m il 
pensam ientos. Lo que a m í m e chocó, sin em bargo, fue que el 99 por ciento de los m ism os era 
exactamente igual que el día anterior. 
—¿Lo dices en serio? —pregunté. 
—Por supuesto. Es la t iranía del pensam iento empobrecido. La gente que piensa lo m ismo 
todos los días, cosas negat ivas en su m ayoría, han caído en m alos hábitos m entales. En vez de 
concent rarse en las cosas buenas y pensar en cóm o hacer que todo sea m ejor, son caut ivos de 
sus respect ivos pasados. Unos se preocupan de fracasos sociales o problemas financieros. 
Ot ros se lam entan de sus infancias. Ot ros, en fin, se preocupan de asuntos más 
insignificantes: el modo en que un dependiente los ha t ratado o el comentario m alicioso de un 
compañero de t rabajo. De ese modo perm iten que las preocupaciones priven a su m ente de su 
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fuerza vital; están bloqueando el enorme potencial de la mente para aportar todo lo que ellos 
quieran, emocional, física y espir itualmente. Estas personas no se dan cuenta de que 
adm inist rar la mente es adm inist rar la vida. 
»La manera de pensar depende del hábito, así de simple —prosiguió Julián con convicción—. 
En general la gente no se percata del enorme poder de la mente. He aprendido que incluso los 
m ás dotados pensadores ut ilizan sólo una centésima parte de sus reservas m entales. En 
Sivana, los sabios se at revieron a explorar diar iamente ese potencial. Y los resultados fueron 
asom brosos. El yogui Ram an, a t ravés de una práct ica m uy disciplinada, ha condicionado su 
m ente hasta el punto de ser capaz de ralent izar su corazón a voluntad. I ncluso había 
conseguido ent renarse para no dorm ir durante sem anas. Aunque yo nunca te sugerir ía que 
empezaras marcándote objet ivos como ésos, sí te sugiero que empieces por considerar tu 
mente como lo que es: el mayor don de la naturaleza. 
—¿Existen ejercicios para desbloquear el poder de la mente? —pregunté. Y añadí con 
frescura—: Si pudiera ralent izar m i corazón sería la sensación de la fiesta. 
—De m om ento no te preocupes por eso. Te enseñaré unas técnicas que podrás pract icar m ás 
adelante y que te mostrarán el poder de esta ant igua tecnología. Por ahora, lo más importante 
es que ent iendas que el dom inio m ental se logra con ent renam iento, ni m ás ni m enos. Casi 
todos tenemos las m ismas materias primas desde que respiramos nuest ra primera bocanada 
de aire; lo que separa a los que consiguen más cosas o a los que son más felices es el modo 
en que em plean y refinan esos m ateriales. Cuando te dedicas a t ransform ar tu m undo inter ior, 
tu vida pasa rápidamente del reino de lo ordinario al de lo ext raordinario. 
 
Mi m aest ro estaba cada vez m ás entusiasm ado. Sus ojos parecían centellear m ient ras 
hablaba de la magia de la mente y de la abundancia de cosas buenas que eso t raía consigo. 
—Sabes, John, cuando baja el telón sólo hay una cosa sobre la que tenem os dom inio 
absoluto. 
—¿Nuest ros hijos? —dije sonriendo. 
—No; nuest ras m entes. Quizá no podam os cont rolar el t iempo atm osférico, el t ráfico o el 
hum or de quienes nos rodean, pero ten por seguro que podemos cont rolar nuest ra act itud 
hacia esos hechos. Todos tenemos el poder de determ inar en qué cosa vam os a pensar en un 
m om ento dado. Esta capacidad es parte de lo que nos define com o hum anos. Sabes, una de 
las joyas de la sabiduría terrenal que he aprendido en m is viajes a Oriente es también una de 
las más sencillas. 
Julián hizo una pausa com o para invocar un don precioso. 
—¿De qué se t rata? —pregunté. 
—No existe lo que llamamos realidad objet iva o «mundo real». No existen los absolutos. El 
rost ro de tu peor enem igo puede ser el de m i mejor am igo. Algo que parece una t ragedia para 
alguien puede contener la sem illa de una magnífica oportunidad para ot ro. Lo que separa de 
veras a las personas alegres u opt im istas de las que están sum idas en la desdicha es la forma 
de interpretar y procesar las circunstancias de la vida. 
—Pero, Julián, una t ragedia es siempre una t ragedia. 
—Te pondré un ejem plo. Estando en Calcuta conocí a una maest ra de escuela llamada Malika 
Chand. Adoraba enseñar y t rataba a sus alum nos com o si fueran hijos suyos, alim entando su 
m ente con enorme bondad. Su lema era «Vale tanto tu determ inación com o tu inteligencia». 
Toda la comunidad la conocía como una persona que vivía volcada hacia los demás, que servía 
desinteresadamente a quienes lo necesitaban. Por desgracia, su escuela, que había sido 
test igo silencioso del paso de generaciones de colegiales, sucumbió a las llamas de un incendio 
provocado por un pirómano. La comunidad entera sint ió su pérdida. Pero a m edida que pasaba 
el t iempo, la cólera dio paso a la apat ía y la gente se conformó con el hecho de que sus hijos 
no tuvieran una escuela adonde ir . 
—¿Qué fue de Malika? 
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—Ella era diferente, una opt im ista a ult ranza. Supo ver una oportunidad en lo que había 
sucedido. Malika explicó a los padres que todo revés aporta un beneficio igual si uno sabe 
buscarlo. El incendio ocultaba un regalo. La escuela que había perecido era vieja y decrépita. 
El techo tenía goteras y el piso se había pandeado bajo los m illares de pies que habían pasado 
por allí. Ahora tenían la ocasión que habían estado esperando para sumar sus fuerzas y 
const ruir una escuela m ucho m ejor, una escuela que sirviera a muchos ot ros niños en el 
futuro. Y así, impulsados por aquella mujer de sesenta y cuat ro años, aunaron sus recursos 
colect ivos y reunieron fondos para edificar una nueva escuela, como ejemplo palpable del 
poder de la gente frente a la adversidad. 
—Entonces es como el viejo adagio, aquel que dice lo de la copa medio llena en vez de medio 
vacía. 
—Es una buena manera de ver lo. No importa lo que te ocurra en la vida, porque t ienes la 
capacidad de elegir tu reacción. Cuando consigas arraigar el hábito de buscar lo posit ivo en 
cada circunstancia, tu vida pasará a sus dim ensiones superiores. Es una de las m ás 
im portantes leyes naturales. 
—¿Y todo empieza sabiendo ut ilizar tu mente con eficacia? 
—Exacto, John. Todo éxito, ya sea material o espir itual, empieza en esa masa de cinco kilos 
que tenemos sobre los hombros. O, más concretamente, en los pensam ientos que cada uno 
int roduce en su mente cada segundo de cada m inuto de cada día de la vida. El mundo exterior 
refleja el estado del mundo interior. Cont rolando los pensam ientos y la manera de reaccionar a 
los acontecim ientos de la vida, uno em pieza a cont rolar su dest ino. 
—Lo que dices t iene sent ido, Julián. Supongo que m i v ida se ha vuelto tan ajet reada que 
nunca tengo t iem po de pensar en estas cosas. Cuando estaba en la facultad, m i mejor am igo, 
Alex, solía leer libros de autoayuda. Decía que le mot ivaban y que le daban energía para 
afrontar nuest ro agobiante t rabajo. Me contó que uno de esos libros explicaba que el carácter 
chino para expresar el concepto «crisis» se comprende de dos subcaracteres: uno significa 
«peligro» y el ot ro «oportunidad». Creo que hasta los chinos de antaño sabían que toda 
circunstancia am arga t iene su lado posit ivo, siempre que uno tenga el valor de

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