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SECCION II
EL CASO DE FRANCIA
Entre todos estos países, el caso de Francia destaca por su
originalidad. Francia es por naturaleza y se concibe a sí mis-
ma como «una nación agrícola» por excelencia. Este funda-
mento del mito nacional está sólidamente establecido desde
el siglo pasado, y sabemos que conserva hoy un lugar conside-
rable en la conciencia nacional francesa.
Y, sin embargo, el modelo agrario francés tradicional di-
fiere en todos sus puntos del modelo danés. La Revolución de
1789 no puede ser, en absoluto, comparada en sus efectos con
la gran reforma danesa de principios del siglo xIx.
1. La agricultura en el nacimiento
del capitalismo f rancés
A pesar de la importancia extrema que tuvo la Revolución
de 1789 para los destinos de Francia y Europa, es erróneo creer
que liberó totalmente a los campesinos franceses. Los recien-
tes trabajos de los historiadores han hecho justicia de la pia-
dosa leyenda popularizada por la Tercera República. Sobre
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este punto, nos podemos referir, por ejemplo, a la lúcida acla-
ración de M. Agulhon (1976, p. 19 s.). Cierto es que numero-
sos campesinos eran ya propietarios de sus tierras antes de 1789,
y cierto es también que la Revolución permitió a otros mu-
chos convertirse en propietarios o aumentar la superficie de
su parcela. Sin embargo, no se impuso realmente la opción
por una auténtica vía campesina. Se sabe que una fracción
del tiers état encontró en la Revolución la ocasión para apro-
piarse de la tierra^ en perjuicio de los campesinos, situándose
ahí, en parte, los orígenes de las insurrecciones de la i^endée
y la Chouanneri. Cuando la Restauración monárquica, la gran
propiedad «burguesa» originada en el período anterior se unió
a los restos, en algunas regiones todavía importantes, de la pro-
piedad aristocrática para crear la clase de los grandes agra-
rios (grands agrariens) que permanecería durante mucho tiem-
po como una característica del mundo agrario francés.
A) Una compleja estructura de clase
Así, hasta el final del siglo xIX, e incluso más tarde, la es-
tructura de clase de la agricultura francesa se mantuvo muy
compleja y diferenciada: grandes propietarios; arrendatarios
y aparceros pequeños y grandes; agricultores que explotaban
directamente sus tierras, viéndose obligados algunos de los que
poseían explotaciones demasiado pequeñas a trabajar como
jornaleros; y por último, obreros agrícolas, de los cuales algu-
nos disponían de un trozo de tierra. Además, esta estructura
social era muy variable según las regiones: en la mitad sur del
país, la explotación cultivada directamente por su propieta-
rio predominaba muy ampliamente y constituía en muchas par-
tes la base de una sociedad bastante homogénea, con tradi-
ción democrática (cf. por ejemplo, Bitoun, 1977).
En el Norte y en el Bassin parisino surgió muy pronto una
clase de grandes arrendatarios, acumuladores de tierra y fun-
dadores de verdaderas dinastías que se han perpetuado hasta
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nuestros días. En el Gran Oeste, la franja norte del Bassin pa-
risino y el Centro predominaban los grandes propietarios (ver
sobre este tema el cuadro muy documentado de Barral, 1968,
p. 41 s.).
Por otro lado, la intensidad de las luchas de clases, en una
misma relación social, podía variar según las regiones. En el
centro, como muestra Ph. Gratton (Gratton, 1971 y 1972), las
luchas de obreros, arrendatarios y aparceros fueron tan intensas
y prolongadas que desanimaron a los grandes propietarios y
les forzaron a vender progresivamente sus tierras. En el Oes-
te, por el contrario, la estructura social se mantuvo mucho más
estable, bajo la dominación de los grandes propietarios.
Aunque haya experimentado un fracaso histórico, esta clase
de grandes agricultores merece nuestra atención en conside-
ración al papel esencial que jugó en la elaboración de las for-
mas propias de organización del mundo agrícola francés.
Los grandes agricultores, fuesen o no de origen noble, du-
daron durante mucho tiempo entre dos opciones políticas y
entre dos proyectos económicos. Un proyecto «capitalista»: con-
vertirse en empresarios agrícolas a la inglesa. Y un proyecto
«tradicionalista»: conservar o restaurar el antiguo orden social
del campo y«vivir de sus rentas».
Pero frente a ellos había un campesinado numeroso, frus-
trado, que perseguía a su manera, testarudo y paciente, la rea- •
lización de sus objetivos: obtener por fin la liberación de sus
explotaciones y, a ser posible, la propiedad de la tierra. Desde
esta perspectiva, los dos proyectos de los grandes agricultores
le eran igualmente inaceptables.
Así, durante todo el siglo x^x, e incluso más tarde, el cam-
pesinado fue la piedra angular de la política, pero la política
se dirigía a los campesinos como a una «categoría de ciudada-
nos» y no, al menos en apariencia, como a una categoría de
productores que hacían funcionar una determinada rama de
producción. Esto es lo que ha hecho decir a algunos que Francia
no ha tenido una politica agraria digna de ese nombre hasta
la Segunda Guerra Mundial. Encontramos aquí el tema que
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inspira la literatura un tanto catastrofista de la que hablába-
mos al principio de la presente obra.
Pero es interesante relacionar estas lamentaciones sobre el
escaso dinamismo de la agricultura francesa y sobre la falta
de «seriedad» de la política agraria, con la abundantísima li-
teratura que deploraba paralelamente la inercia y la debili-
dad de las ambiciones del capitalismo nacional.
Se sabe hoy en día, como consecuencia de numerosos tra-
bajos históricos y de acuerdo con obras pioneras como la de
Rondo Cameron (Cameron, 1961), que esta imagen pasiva,
«rentista», del capitalismo francés es en gran medida falaz. En
Francia, el capitalismo supo realizar con una eficacia técnica
notable y con una rapidez sorprendente, incluso en relación
con los criterios actuales, grandes obras, tales como el ferro-
carril o la construcción del París moderno. Pero más sorpren-
dentes son aún el número y la importancia de las empresas
que iinanció y que, a menudo, estableció directamente en Euro-
pa y en el mundo entero.
Este papel de exportador de capitales, de banquero del
mundo, que jugó Francia representa, en suma, un modelo de
desarrollo original que se asentó particularmente bajo la Ter-
cera República, lo que conduce a J. Weiller (Weiller, 1969)
a verlo como una consecuencia de la derrota de 1871. Se pue-
• de ver también en él una manera de adaptarse a la crisis mun-
dial iniciada poco tiempo después. Cualquiera que sea la cau-
sa, está claro que los capitalistas franceses consideraron más
ventajoso invertir en el exterior que desarrollar su propio país,
opción ésta que, como el futuro demostró, habría sido menos
arriesgada.
B) El fracaso del Kmodelo inglés^
Es necesario, pues, diferenciar los períodos del Segundo Im-
perio (1852-1870) y de la Tercera República (1871-1940), tanto
desde el punto de vista del desarrollo económico general co-
mo de la política agraria.
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El Segundo Imperio puso en práctica un proyecto de desa-
rrollo capitalista clásico, simbolizado por el golpe de audacia
dado con el tratado comercial con Gran Bretaña. Este perío-
do corresponde a la fase «industrialista» de la expansión del
capitalismo francés, tanto en la propia Francia como en el ex-
tranjero, y es también la Edad de Oro de los intentos de crea-
ción de una agricultura capitalista por los grandes propieta-
rios.
El proyecto «capitalista» ambicionaba crear en los gran-
des dominios agrarios grandes explotaciones destinadas a pro-
porcionar pingiies «beneficios» a sus propietarios.
El gran propietario tenía para ello que transformarse en
empresario, poniendo en práctica las técnicas más avanzadas
y los principios de gestión más rigurosos.
Desde el Antiguo Régimen, este proyecto había venido
arraigando en las clases dirigentes a través de los fisiócratas
y de la ideología de las Luces, seduciendo a muchos grandes
propietarios de la épocadel Imperio y de la Restauración mo-
nárquica. Paralelamente, y en consonancia con ello, la renta
de la tierra seguía siendo aún el fundamento más importante
y más sólido de la riqueza, mientras que la industria apenas
comenzaba a salir del limbo.
Pero el proyecto adquirió nuevo impulso con el entusias-
mo industrialista que impregnó a una parte de la clase diri-
gente francesa y que culminaría a mediados de siglo durante
el Segundo Imperio, concretamente en la época del tratado
comercial con Gran Bretaña. Como ha sido ya manifestado
a propósito de la ganadería bovina (Coulomb, Nallet y Servo-
lin, 1977, p. 220 s.), la «industrialización» de la producción
agraria encontró entonces apoyos entusiastas en la Adminis-
tración y entre los intelectuales. Se soñaba con desarrollar en
Francia la «hermosa agricultura» al estilo inglés, y en este sen-
tido Leonce de Lavergne (1860, p. 190) solicitaba una políti-
ca que favoreciese la multiplicación del «verdadero country gen-
tleman francés... , ese ser precioso y escaso» que «algún día ten-
drá que generalizarse».
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Sin embargo, la especie de los country gentleman a la fran-
cesa apenas se multiplicó. Habría sido necesario para ello reor-
ganizar las propiedades, invertir mucho dinero, introducir nue-
vas técnicas, no siempre muy eiicaces ni muy fiables, y residir
en el propio terreno para garantizar personalmente la gestión.
Y todo ello, por unos beneficios inestables y de cualquier mo-
do más escasos que los producidos por las inversiones en la in-
dustria o los ferrocarriles... Pronto aparecería entre los hijos
de las familias el célebre dicho según el cual «existen tres ma-
neras de arruinarse: el juego, las mujeres y la agricultura».
Haciendo un balance general, puede afirmarse que la ac-
ción del Segundo Imperio en favor de la agricultura fue con-
siderable, beneiiciando sobre todo a las explotaciones peque-
ñas y medianas (Specklin, 1976, pp. 183-220). En efecto, el
régimen le debía mucho al apoyo del campesinado, quien, tras
unos comienzos a veces vacilantes, se le mantuvo fiel en elec-
ciones y plebiscitos hasta el desastre final. Como bien lo anali-
zó Marx (Marx, 1876; Nallet et Servolin, 1978, p. 40 s.), Na-
poleón III y su progresismo autoritario y estatal fueron perci-
bidos por los ĉampesinos como una garantía para conservar
las conquistas de 1789 contra el riesgo de una vuelta al poder
de los grandes propietarios «legitimistas». Asímismo, la políti-
ca agraria del Segundo Imperio sentó en muchos lugares del
país las primeras bases del sistema institucional de desarrollo
de la pequeña producción moderna: encuadramiento técnico
(a través de la generalización de los «concursos agrícolas»), des-
gravación de impuestos, lucha contra el crédito usurero y co-
mienzo de un sistema de crédito agrario, ruptura del aislamien-
to del campo a través de la mejora de las comunicaciones,
emancipación de los municipios rurales, etc.
Los progresos logrados fueron considerables y particular-
mente en el seno del campesinado medio: las producciones ani-
males se intensificaron e incluso se desarrollaron corrientes ex-
portadoras, tales como la del queso Camembert hacia ingla-
terra.
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C) El ca^fiitalz:smo financiero y la política agraria
.^rnelina:sta»
Con el advenimiento de la Tercera República, en 1871,
tuvo lugar una clara modificación de la orientación política
y económica de Francia. El nuevo régimen contaba con bases
sociales aún débiles y se esforzaba por conquistar lo más pron-
to posible el favor de los campesinos. Esta campaña política
sentaría la gloria de Gambetta y de Jules Ferry.
En ese mismo momento, Francia tuvo que enfrentarse con
la crisis mundial y el hundimiento de los mercados agrícolas.
Después de largas discusiones, se eligió la solución proteccio-
nista, tanto para la industria como para la agricultura.
Esta decisión significaba una opción deliberada por un mo-
delo original de desarrollo, fundado sobre la expansión del ca-
pitalismo financiero del que hemos hablado más arriba.
Se tiene que admitir, con M. Gervais (1975 y 1976, p. 34
s.), que este modelo de desarrollo imponía, de forma muy di-
recta, una política agraria conservadora y proteccionista, que
sería aplicada desde ese mismo momento y a la que J. Meline
daría su nombre.
En efecto, el modelo exigía una movilización del ahorro
nacional al servicio de la exportación de capitales. Desde el
punto de vista de la agricultura, todo eso tenía que ocasionar
un conjunto de consecuencias perfectamente lógicas.
Antes que nada, se tenía que hacer el esfuerzo por evitar
que el problema del abastecimiento agrícola incidiera sobre
la balanza comercial. Por medio del proteccionismo, se limi-
tó, así, el peso de las importaciones, al tiempo que se sacrifi-
caron las posibilidades de exportación de productos animales
que se habían desarrollado durante la breve fase de expan-
sión libre-cambista del Segundo Imperio.
Asímismo, se limitaron severamente las inversiones, tanto
en el sector de la producción como en los de abastecimiento
y transformación de la agricultura, lo que exigía, claro está,
que se dispusiese de una mano de obra agrícola abundante y
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barata. Así se explica la queja constante de los responsables
políticos de la época al afirmar que «la agricultura carecía de
brazos», cuando en 1910 el 40 por 100 de la población activa
aún trabajaba en este sector de actividad.
Además, era necesario que ese campesinado numeroso,
aunque no invirtiera sus beneiicios en abonos o máquinas, no
los gastase tampoco en consumos estériles. Hacía falta, pues,
velar porque nada viniese a separarlo de sus tradicionales cos-
tumbres de ahorro paciente y de inversiones prudentemente
situadas.
Era, por consiguiente, preferible proteger al campesinado
de la modernidad, permitirle vivir y trabajar según sus modos
tradicionales y conservar sus hábitos de frugalidad y de relati-
va autarquía. Se quería que el mundo agrícola apareciese, al
menos desde el punto de vista de su organización técnica y eco-
nómica, como un mundo «aparte» que la política agraria no
pudiese modiiicar, buscando solamente protegerlo y facilitar
su funcionamiento.
Así, la acción pública en materia de agricultura, de for-
ma perfectamente coherente con el modelo nacional de acu-
mulación, se consagró sobre todo a vélar por el respeto de los
equilibrios económicos globales, a sostener los precios interio-
res (de los cereales) por medio de la protección aduanera y a
favorecer la canalización del ahorro. Este relativo inmovilis-
mo no era, en absoluto, consecuencia de la ignorancia o de
la pereza intelectual del aparato estatal. Como lo muestra Pierre
Barral, en su libro fundamental Les agrariens français de Mé-
line á Pisani (Barral, 1968, p. 87 s.), Meline, dos veces Minis-
tro de Agricultura, una vez Presidente del Consejo de Minis-
tros y la persona que dio su nombre a este sistema de «retraso»
de la agricultura, era, en cambio, un hombre de progreso, preo-
cupado por organizar la enseñanza técnica, por desarrollar el
crédito agricola y el cooperativismo. Asímismo, Tisserand, que
fue desde 1879 Director de Agricultura en el ministerio, escri-
bió varios folletos en elogio de la agricultura danesa (Chom-
bard de Lanwe, 1949, p. 49).
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Por otra parte, la obra de la Administración no fue, en
absoluto, desdeñable. Aunque los esfuerzos en materia de en-
señanza agrícola fueron modestos, el crédito se desarrolló a par-
tir de los años ochenta, al tiempo que los sindicatos y las coo-
perativas fueron fomentados y ayudados. En definitiva, las ins-
tituciones básicas de una política agraria moderna no eran en-
tonces desconocidas en Francia, sólo que, habiéndose consti-
tuido más tardíamente que en los países del Norte de Europa,
se desarrollaron allí con más lentitud. En efecto, el progreso
técnico apenas era estimulado; el sistema de crédito practica-
ba, ciertamente, las modalidades de crédito de campaña o del
préstamofundiario, pero concedía muy pocos préstamos a la
inversión; no se pensaba, en absoluto, en una política de es-
tructuras para las explotaciones.
Fueron los grupos conservadores los que se opusieron al de-
sarrollo «exagerado» de todas esas innovaciones. Ponyer-
Quertier, que fue uno de los portavoces de la patronal en el
Senado, se declaraba en 1884 completamente satisfecho de la
manera en que funcionaba la agricultura (Barral, 1968, p. 92).
Y de hecho, si se admiten las bases del modelo específico
de desarrollo del que hemos hablado más arriba, los resulta-
dos globales obtenidos pueden considerarse plenamente satis-
factorios. Como lo muestra Gervais (Gervais, Jollivet y Taver-
nier, 1976, p. 23 s.), el objetivo de autosuficiencia nacional
fue alcanzado, en lo esencial, al final del siglo XIX, mante-
niéndose hasta la guerra de 1914-1918.
Así, la mayor parte de las producciones aumentaron len-
tamente pero de forma regular, en particular las produccio-
nes de vacuno, y las rentas globales del campesinado también
se incrementaron de forma relativamente satisfactoria. G. Dé-
sert, en el tomo III de L'histoire de la France rurale (1976),
demuestra que las disponibilidades financieras de las explota-
ciones habían en esa época aumentado mucho (p. 231). Así
pues, en esos años, la agricultura jugaba perfectamente el pa-
pel de proveedor de fondos para las operaciones del capital
financiero nacional. En 1910, las Cajas de Ahorro, por sí so-
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las, tenían en depósito unos cinco mil millones de francos de
ahorro campesino (Gervais et al., 1976, p. 36), a los cuales hay
que añadir las innumerables suscripciones realizadas por los
campesinos de emisiones de títulos industriales o de emprésti-
tos (tales como los empréstitos rusos de triste memoria). En
resumen, los agricultores efectuaban inversiones de sus capi-
tales o, naturalmente, compraban con ellos nuevas tierras; nada
les incitaba verdaderamente a incrementar el consumo de abo-
nos o a mecanizarse. Pero constatar en abstracto, tal como al-
gunos grupos de opinión lo hacían ya en la época, el «retraso»
de los agricultores franceses en materia de inversión y de con-
sumo de factores de producción en comparación con los da-
neses o alemanes, no tiene mucho sentido.
2. Los grandes agricultores, fundadores de la
«organización profesional»
A1 mismo tiempo, el mundo agrícola francés comenzó a
dotarse de «una organización profesional fuertemente estruc-
turada» en la línea de lo que era tan característico de la agri-
cultura moderna. Y la ironía de la historia ha querido que es-
ta moderna organización comenzase a desarrollarse por ini-
ciativa de los grupos que con más ferocidad se oponían a la
«modernización» del campesinado: los grandes propietarios tra-
dicionalistas.
Como hemos visto anteriormente, el período de la Terce-
ra República no fue muy favorable para la agricultura capi-
talista. La gran explotación comenzaba, en efecto, a sufrir fron-
talmente, al igual que el modelo inglés, el choque de la com-
petencia americana. Progresivamente, este tipo de agricultu-
ra acabó limitándose a los «grandes arrendatarios» del Bassin
parisino, que seguiría siendo el bastión de los grandes cultivos
y de los métodos modernos de abonado y de mecanización sin
poder por ello escapar a las consecuencias de la profunda caí-
da del precio de los cereales. Como más adelante se verá, esos
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