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Ética-razonada-José-Ramón-Ayllón

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José Ramón Ayllón
Ética razonada
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Colección: Mundo y Cristianismo
Director de la colección: Javier M. Valbuena
© José Ramón Ayllón, 2005
© Ediciones Palabra, S.A. 2012
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 — (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
palabra@palabra.es
Diseño de ePub: Javier Muñoz Municio
ISBN: 978-84-9840-624-5
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares de Copyright.
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mailto:palabra@palabra.es
A Rosamari y Pastora,
a Jesús y Ángel,
que encarnan estas páginas
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E
PRIMERA PARTE
FUNDAMENTOS DE LA ÉTICA
1. EL BIEN
l regreso de Troya fue complicado para Ulises: diez años a merced de los
dioses y de los mares, y siempre con la muerte en los talones. Cada vez que
su nave arribaba en tierra extraña, una misma inquietud: «¿De qué clase de
hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes
de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?».
Desde los orígenes, la conducta humana se enfrenta a la doble posibilidad de ser,
precisamente, humana o inhumana. La libertad implica siempre el riesgo de escoger
tanto una conducta digna del hombre como otra indigna y patológica. Llamamos ética a
la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de
conseguirlo.
Necesidad de la ética
La diferencia esencial entre el hombre y los demás animales no consiste en un
órgano diferente, en algo equivalente a las alas, las aletas, el pico, las garras o las
pezuñas. La novedad descansa sobre una cualidad tan real como inmaterial: la libertad
inteligente. Tan real que nos hace pertenecer a la especie homo sapiens. El hombre y el
mono tienen una diferencia genética mínima: no llega al 2 %. En cambio, la diferencia
existencial es un abismo. Salvar esa distancia representaba mucho más que bajar del
árbol. El salto no era de la rama al suelo sino del suelo a la conquista del mundo. Fue la
tarea de la inteligencia.
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Solo un animal inteligente y libre es capaz de ver la realidad como tierra en la que
pueden germinar unas semillas invisibles que llamamos posibilidades. En la rama no está
escrita la flecha que podría ser. Los metales no piden ser convertidos en automóviles. El
agua no es energía eléctrica. Sin embargo, el hombre inventa en la realidad esas y otras
muchas posibilidades inverosímiles. La libertad inteligente se convierte así en una
fabulosa hormona de crecimiento administrada a la realidad. El mundo se multiplica en
mil mundos: es el progreso.
¿Y si la posibilidad que escogemos es negativa? En esa radiografía de Nueva York
que es La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe nos cuenta que cada año eran detenidas
en el Bronx cuarenta mil personas entre las que había de todo: incompetentes,
subnormales, psicópatas, alcohólicos, payasos y buenas gentes, todos ellos detenidos por
algún tipo de enfurecimiento terminal. Pero había también otros tipos de quienes lo
mejor que podía decirse era que se trataba de seres vilmente malvados.
Por lo que sabemos, con frecuencia elegimos mal. Se dice que hemos inventado la
música de cámara, pero también la cámara de gas, y que estamos obligados a elegir, pero
no estamos obligados a acertar. De ahí que sea necesaria una brújula que nos oriente en
el confuso y agitado mar de la vida: eso es la ética. Y por esa razón, si el homínido se
convierte en homo sapiens, no le queda más remedio que convertirse en homo ethicus.
Es decir, no le queda más remedio que diseñar un mundo habitable. Algo que requiere
elegir bien para no acabar mal; respetar la realidad; respetarse a sí mismo; abrir los ojos
y aprender a mirar; superar la ley de la selva; no ser lobo para el hombre; usar la brújula
y el mapa; saber que el terreno está minado; estar dispuesto a sufrir. En resumen:
sostener un esfuerzo inteligente al servicio del equilibrio personal y social. Y si se
quieren emplear palabras diáfanas: hacer el bien y evitar el mal.
Un texto de Elie Wiesel: «No lejos de nosotros, de un foso subían llamas
gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga:
¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla.
Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que
se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Jamás
olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete
vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse
en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que
dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me
quitó para siempre las ganas de vivir» (La noche).
Más razones
¿Es importante la ética? Aunque ya lo hemos dicho, vale la pena repetir que la ética
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es importante en grado sumo. ¿Por qué? Porque somos inteligentes: no nos gobierna el
instinto ni la sensibilidad. Porque somos libres y estamos obligados a escoger. Por lo
mismo que la brújula o el mapa. Porque carecemos de piloto automático. Porque el
hombre hace honor a su condición de sujeto sujetando sus actos, llevando las riendas de
su conducta, conduciéndose. Porque estamos compuestos de inteligencia y libertad: dos
piezas que no encajan bien, una mezcla inestable, a veces explosiva. Porque la ley de la
selva solo es buena para la selva. Porque necesitamos vivir en sociedad. Porque es
cuestión de vida o muerte. Porque queremos ser felices y el mal nos esclaviza.
Si pasamos del «por qué la ética» al «para qué», podríamos responder de forma
parecida: para vivir como lo que somos: personas. Para no vivir como lo que no somos:
monos con pantalones. Para que el hombre no sea el lobo de Hobbes. Para que la
sociedad no envenene al inocente de Rousseau. Para lograr la auténtica calidad de vida.
Para ser felices.
Ya se ve que la ética es el arte de construir nuestra propia vida, y como no vivimos
aislados sino en convivencia, con nuestras acciones éticas también construimos la
sociedad, y con nuestra falta de ética la perjudicamos. Por tanto, nos encontramos quizá
ante el más útil de los conocimientos humanos, ante el más necesario: porque nos
permite vivir como seres humanos, a salvo de la selva y del caos.
División de opiniones
La ética busca el bien. Aunque la palabra «bien» no significa lo mismo para todos,
todos aspiramos a vivir bien. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace que las
cosas, las acciones y la vida sean buenas: es decir, en qué consiste el bien.
Las respuestas son múltiples. Desde los tiempos de la Grecia clásica se ha dicho que
el bien es el placer, y el placer, la ausencia de dolor físico y de perturbación anímica.
Pero también la Grecia clásica reconoció que las cosas no son tan sencillas: muchas
acciones y conductas profundamente buenas no están libres de dolores ni de sorpresas y
desasosiegos. Piénsese, por ejemplo, en el esfuerzo por superar con buenas calificaciones
un curso escolar, en la paciente tarea de educar a los hijos, en el trabajador que se gana la
vida en un barco o en una mina, y en tantos otros trabajos. ¿Acaso las llamas son un
placer para el bombero? ¿Es malo su trabajo por no ser placentero?
El bien se puede definir como lo que conviene a una cosa, lo que la perfecciona, con
independencia del placer o dolor que pueda ocasionar. Como es lógico, no todo lo que
perfecciona a uno perfecciona a otros (comer hierba sienta bien a la vaca, no al hombre),
pero esto no significa que el bien sea subjetivo: la necesidad del aire que respiramos o
del agua que bebemos no es un capricho, es una verdad independiente de nuestra opinión
subjetiva. De modo similar, valores objetivos comola paz o la justicia seguirán siendo
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valiosos para todos, aunque un loco pueda negarlos.
Superación del relativismo
Aceptamos en teoría la universalidad de ciertos bienes. Sin embargo, cuando se
quiere hablar del bien, de lo bueno, surge siempre, como hemos visto, cierta división de
opiniones. Y surge también, contra la unanimidad, la dificultad del relativismo: culturas
que tienen o han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavitud, la poligamia,
etc. El relativismo representa la eterna objeción a la pretensión de buscar racionalmente
el contenido objetivo, no subjetivo, de la palabra «bueno».
En su libro Ética: Cuestiones fundamentales, Robert Spaemann explica que esta
objeción suele ignorar que la discusión sobre la validez general del bien comenzó,
precisamente, con el descubrimiento de estos hechos. Los griegos del siglo V antes de
Cristo ya empezaron a juzgar admirables o absurdas las costumbres de los pueblos
vecinos, y sus filósofos buscaron desde entonces una medida o regla con la que medir las
distintas maneras de vivir y los distintos comportamientos. A esta norma o regla la
llamaron fisis, que significa «naturaleza». Siguiendo el criterio de lo natural,
encontraron, por ejemplo, que la costumbre de las jóvenes escitas que se cortaban un
pecho resultaba peor que su contraria.
He aquí un inesperado ejemplo. Pero lo interesante es buscar una medida
universalmente válida del buen o mal comportamiento. Pues bien: en todas las culturas
existen deberes y derechos entre padres e hijos, se valora la gratitud y la lealtad, se
desprecia la mentira, se defiende la vida, se aprecia el valor del guerrero y la
imparcialidad del juez, etc. Estas constantes atestiguan que hay valores reconocidos
como buenos en todos los tiempos y culturas, y que sus contrarios son malos.
Sin embargo, el relativismo propone una conducta a la carta: que cada uno haga lo
que le venga en gana. Esta postura condena como represiva a toda moral, y exige que
cada uno intente ser feliz como le parezca. Pero ser hombre no es tan sencillo como ser
animal pues la vida humana no se vive espontáneamente. «Haz lo que te guste» no
responde a la cuestión «¿qué es lo que debe gustarme?». «Vive y deja vivir» no nos dice
«cómo debemos vivir».
Spaemann, en un programa de la radio alemana, explicaba admirablemente la forma
más sencilla de superar el relativismo. Si, por ejemplo, colisionan los derechos de
fumadores y no fumadores que están en una misma habitación, y el conflicto se resuelve
a favor de los no fumadores, eso no ocurre porque estos sean mejores personas, sino
porque la salud que invocan tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se
somete a este juicio, aun cuando le desagrade, por la sencilla razón de que comprende
que es lo mejor. Quien está dispuesto a respetar valores que se oponen a sus intereses
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personales, es capaz de lo que se llama una acción ética.
Relativo no significa subjetivo
El mundo es una compleja red de relaciones entre hechos, objetos y personas que se
relacionan en el espacio y en el tiempo. En este sentido es correcto afirmar que todo es
relativo: relativo a un antes, a un después, a un encima, debajo, al lado, cerca, lejos,
dentro, fuera. Relativo, sobre todo, a la inevitable cadena perpetua de causas y efectos
que todo lo ata.
Pero relativo y relativismo no significan lo mismo. Más bien son conceptos opuestos,
porque lo relativo también es objetivo: tú eres objetivamente un muchacho de quince
años, pero también eres objetivamente un alumno de tus profesores, hijo de tus padres,
amigo de tus amigos, nieto de tus abuelos, socio de un club de fútbol, cliente de un
comercio deportivo. Y cada cual te debe tratar como lo que objetiva y relativamente eres:
el profesor no puede tratarte como si fueras su hijo, tus padres no pueden tratarte como si
fueras su alumno o su cliente, tu amigo no puede tratarte como si fueras su abuelo… El
relativismo, por el contrario, tiende a confundir la realidad con el deseo, lo objetivo con
«lo que a uno le parece». Tiende a sustituir el parentesco real por un parentesco de
conveniencia: «Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de
Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa», decía don Quijote.
Todo es relativo porque todo está relacionado; y al mismo tiempo todo es objetivo en
cuanto que es real, no subjetivo ni arbitrario. Todo vestido es relativo a un clima, a una
cultura, a una función, a una talla, a un sexo: quimono, chilaba, túnica, toga, chándal,
taparrabos, vaqueros, guerrera, frac. Pero en todos esos vestidos hay algo no relativo: el
respeto a lo que es un cuerpo humano, un cuerpo que se mueve, con dos piernas y dos
brazos articulados, con ojos para ver y boca para respirar. Mil vestidos pueden ser
diferentes, pero ninguno puede asfixiar, inmovilizar o aplastar.
La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de
conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo es peligroso porque pretende la
jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. Abre
así la puerta del «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo más descabellado, lo
irracional. Con esa lógica de papel, el drogadicto al que se le pregunta «¿por qué te
drogas?» siempre puede responder «¿y por qué no?». Entendido como concepción
subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética. Si queremos medir las
conductas, necesitamos una unidad de medida igual para todos. Porque si el kilómetro es
para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 o 920, entonces el kilómetro no
es nada. Si la ética ha de ser criterio para distinguir entre el bien y el mal, entonces ha de
ser objetiva y una, no subjetiva y múltiple.
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La ética puede ser relativa en lo accidental, pero no debe serlo en lo esencial. De la
naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de
alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero
la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero
entonces están actuando objetivamente mal.
Lorda: La belleza del bien
Hay quien disfruta haciendo sufrir a un pobre conejo y quien disfruta torturando a
un hombre. Esto no quiere decir que sea moralmente opinable esa acción, y que la
opinión del sádico valga lo mismo que la de todos los demás; quiere decir tan solo que
se puede deformar el buen gusto, el sentido moral natural. Nadie dudaría en calificar de
degenerado al hombre que disfruta haciendo sufrir a otros.
Para Aristóteles, educar a un hombre era enseñarle a tener buen gusto para obrar:
a amar lo bello y a odiar lo feo. Se trataba de orientar y reforzar las reacciones
naturales ante las acciones nobles e innobles. Los griegos pensaban que la belleza era
el mecanismo fundamental de la enseñanza moral. Por eso, querían que sus hijos
admirasen y decidiesen imitar los gestos heroicos de su tradición patria, que les
transmitía la literatura y la historia. De hecho, pensaban que la finalidad tanto de la
literatura como de la historia debía ser esta: educar moralmente a los más jóvenes.
Es evidente que esto supone una idea muy alta de lo que es el hombre. Supone
también creer que hay un modo de vivir digno del hombre, y que educar consiste en
ayudar al niño para que ame ese modo de vivir y adquiera las costumbres que le
permitan comportarse así.
A veces, nuestra civilización duda de esto. No está segura de que haya un modo de
vivir moral, digno del hombre. Y por eso no sabe educar: sabe instruir; es decir,
informar al niño sobre muchas cuestiones: sabe informarle sobre las órbitas de los
planetas, la función clorofílica o la revolución francesa. Pero no sabe decirle qué es lo
que debe hacer con su vida.
Sin embargo, el lenguaje de la belleza que descubrieron los griegos sigue vigente,
porque el hombre no ha dejado de ser hombre. Sigue siendo verdad que hay acciones
bellas y nobles, y acciones feas e innobles. Las primeras nos confirman que existela
dignidad humana y las segundas también, porque, si podemos decir que algo es innoble
e indigno de un hombre, es precisamente porque tenemos alguna idea de lo que es noble
y digno.
Y esto nos lleva a una conclusión: si existe un modo de vivir digno del hombre, vale
la pena hacer todo lo posible para encontrarlo. Sería una pena dejar transcurrir la vida
y no haberse enterado de lo más importante, aunque no sea fácil.
10
(Juan Luis LORDA, Moral: el arte de vivir, Ed. Palabra).
11
P
2. LA LIBERTAD
El asesino de Steinhof
ermítaseme citar el caso del doctor J. Es el único hombre que he encontrado
en toda mi vida a quien me atrevería a calificar de mefistofélico, un ser
diabólico. Se le conocía como «el asesino de Steinhof», nombre del gran
manicomio de Viena. Cuando los nazis iniciaron su programa de eutanasia,
tuvo en su mano todos los resortes y fue fanático en la gran tarea que se le asignó: hizo
todo lo posible para que ningún psicótico escapara de la cámara de gas.
Acabada la guerra, cuando regresé a Viena, pregunté por él. Me dijeron que los
rusos lo habían encerrado en una de las celdas de reclusión de Steinhof, hasta que un
día la puerta apareció abierta y no se le volvió a ver. Supuse que, como a muchos otros,
sus camaradas le habían ayudado a escapar, y estaría camino de Sudamérica. Pero
recientemente vino a mi consulta un diplomático austríaco que había estado preso tras
el telón de acero muchos años, primero en Siberia y después en la famosa prisión
Lubianka, en Moscú. Mientras le hacía un examen neurológico, me preguntó de pronto
si yo conocía al doctor J. Al contestarle que sí, me replicó: «Yo le conocí en Lubianka.
Allí murió, cuando tenía alrededor de los 40, de cáncer de vejiga. Pero antes de morir,
sin embargo, era el mejor compañero que se pueda imaginar. A todos consolaba.
Mantenía la más alta moral concebible. Fue el mejor amigo que yo encontré en mis
largos años de prisión».
Esta es la historia del doctor J., «el asesino de Steinhof». ¡Cómo predecir la
conducta de un hombre! Se pueden predecir los movimientos de una máquina, de un
autómata, e incluso intentar predecir la dinámica de la psique humana; pero el hombre
es algo más que psique. Sin embargo, la libertad no es la última palabra. La libertad
solo es una parte de la historia, la mitad de la verdad. La libertad no es más que el
aspecto negativo de cualquier fenómeno, cuyo aspecto positivo es la responsabilidad.
De hecho, la libertad corre el peligro de degenerar en arbitrariedad a no ser que se viva
con responsabilidad. Por eso, yo recomiendo que la estatua de la Libertad en la costa
este de EE.UU. se complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa oeste.
(Viktor FRANKL, El hombre en busca de sentido, Herder, 17ª ed., Barcelona 1995).
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Noción y clases de libertad
Gracias a la libertad inteligente, el hombre posee la admirable posibilidad de
autodeterminarse y elegir. Y la posee en exclusiva. La oveja siempre temerá al lobo, y la
ardilla siempre vivirá en las copas de los árboles. Solo saben desempeñar, como
cualquier otro animal, un papel necesariamente específico, invariablemente repetido por
los millones de individuos que componen la especie, quizá durante millones de años. El
hombre, por el contrario, elige su propio papel, lo escribe a su medida con los matices
más propios y personales, y lo lleva a cabo con la misma libertad con que lo concibió:
por eso progresa y tiene historia. Visto un león, decía Gracián, están vistos todos, pero
visto un hombre, solo está visto uno, y además mal conocido.
Lo que define la libertad es el poder de dirigir y dominar los propios actos, la
capacidad de proponerse una meta y dirigirse hacia ella, el autodominio con el que los
hombres gobernamos nuestras acciones. En el acto libre entran en juego las dos
facultades superiores del alma: la inteligencia y la voluntad. La voluntad elige lo que
previamente ha sido conocido por la inteligencia. Para ello, antes de elegir, delibera:
hace circular por la mente las diversas posibilidades, con sus diferentes ventajas e
inconvenientes. La decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me
decido cuando elijo una de las posibilidades debatidas; pero no es ella misma la que me
obliga a tomarla: soy yo quien la hago salir del campo de lo posible.
Hay una libertad física que equivale a la libertad de movimiento: poder ir y venir,
entrar o salir, subir o bajar, hacer esto o aquello. Pero la raíz de la libertad está en la
voluntad, y la acción voluntaria es, ante todo, una decisión interior. Esto es sumamente
importante pues significa que el hombre privado de libertad física sigue siendo libre:
conserva la libertad psicológica. Lo expresa muy bien Viktor Frankl, un psiquiatra judío
que estuvo internado en un campo de exterminio nazi. En El hombre en busca de
sentido, su ya citado relato autobiográfico, afirma que al hombre se le puede arrebatar
todo salvo la última libertad: la elección de su propio camino. Luego se pregunta qué es,
en realidad, el hombre, y añade estas palabras: «Es el ser que siempre decide lo que es.
Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo ha entrado en ellas con
paso firme musitando una oración».
Libertad limitada
La libertad no es absoluta porque el hombre tampoco lo es. Su limitación es triple:
física, psicológica y moral. Está físicamente limitado porque, entre otras cosas, necesita
nutrirse y respirar para conservar la vida; su limitación psicológica es múltiple y
evidente: no puede conocer todo, no puede quererlo todo, los sentimientos le zarandean
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y condicionan constantemente; la limitación moral aparece desde el momento en que
descubre que hay acciones que puede, pero no debe, realizar: puedes insultar porque
tienes voz, pero no debes hacer tal cosa.
Esta triple limitación no debe considerarse como algo negativo. Parece lógico que a
un ser limitado le corresponda una libertad limitada: que el límite de su querer sea el
límite de su ser. Si la libertad humana fuera absoluta, habría que comenzar a temerla
como prerrogativa de los demás.
La libertad tampoco es un valor absoluto, porque tiene un carácter instrumental: está
al servicio del perfeccionamiento humano. Los colores y el pincel están en función del
cuadro; la libertad está en función del proyecto vital que cada hombre desea, es el medio
para alcanzarlo. Por eso la libertad no es el valor supremo: de hecho, nos interesa en la
medida en que apunta a algo más allá de la libertad, algo que la supera y marca su
sentido: el bien.
Ser libre no es, por tanto, ser independiente. Al menos, si por independencia
entendemos no respetar los límites señalados anteriormente. Cortar esos vínculos sería
cortar las raíces o lanzarse a navegar sin rumbo, y por eso, en palabras de Tocqueville, la
Providencia no ha creado al género humano ni enteramente independiente ni
completamente esclavo. Ha trazado, es cierto, un círculo mortal a su alrededor, del que
no puede salir; pero dentro de sus amplios límites el hombre es poderoso y libre, lo
mismo que los pueblos.
La limitación humana supone que cada elección lleva consigo una renuncia: estar
leyendo este tema significa no poder, al mismo tiempo, jugar al tenis o nadar. A su vez,
nadar supone no poder, a la vez, andar en bici o pasear. El problema que se plantea debe
resolverlo la inteligencia sopesando el valor de lo que escoge y de lo que rechaza.
¿Quién se atreverá a decir que escoge la vagancia o la hipocresía porque valen tanto
como sus contrarios? Puestos a renunciar, solo vale la pena preferir lo superior a lo
inferior.
A simple vista podría pensarse que las leyes humanas son el principal enemigo de la
libertad, y así lo piensan los ácratas. Sin embargo, tal oposición solo es aparente, porque
la alternativa a la ley humana es la ley de la selva. Tampoco es correcto identificar lo
libre con lo espontáneo. La libertad, desde cierto ángulo, es justamente la negación de la
espontaneidad: es el dominio de la razón y de la voluntad. Espontáneamente
mentiríamos,insultaríamos, rechazaríamos el esfuerzo y el sacrificio, pero solo somos
libres cuando entre el estímulo y nuestra respuesta interponemos un juicio de valor y
decidimos en consecuencia.
Libertad condicionada
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Vivimos en un mundo que impone condiciones. Nacemos entre leyes, cosas,
personas: «yo y mi circunstancia», diría Ortega. Por eso, nuestra libertad no es absoluta,
está siempre condicionada por lo que existe en torno a ella. Ya hemos señalado que
nuestra naturaleza humana nos impone vivir como lo que somos: no podemos volar
como los pájaros, necesitamos comer y descansar, no podemos esquivar la enfermedad,
el envejecimiento y la muerte. Este último hecho —la muerte— no es un pequeño
detalle, es un dato esencial a la hora de plantearnos cómo hemos de vivir, qué sentido
tiene nuestra vida.
Estamos condicionados por las circunstancias de nuestro nacimiento: no es lo mismo
nacer en un continente que en otro, en una familia pobre o acomodada, culta o inculta;
no es lo mismo que la lengua materna sea el inglés o el tagalo, estudiar en la universidad
o trabajar en la mina. Especialmente estamos condicionados por las personas que nos
rodean. Quien tiene un padre gravemente enfermo no puede diseñar su vida al margen de
ese condicionamiento tan claro. Quien debe sostener a su familia no puede tomar
ninguna decisión importante sin tener en cuenta esa obligación.
No hay que mirar con malos ojos estos condicionamientos evidentes e inevitables. A
todo el mundo le afectan. Son parte de la condición humana, y definen nuestra
personalidad. Sin ellos, seríamos personas amorfas, sin contornos ni contrastes. Y no
compensa gastar energías imaginando lo que haríamos si las cosas fueran de otro modo.
Sirve de poco, y se corre el riesgo de soltar la fantasía y acostumbrarse a vivir de
quimeras, fuera de la realidad. No es real una libertad sin condiciones: nadie la posee.
Los condicionantes son, en cierto modo, como las reglas del juego, lo que hace que la
vida humana sea tal: es una gran suerte, a pesar de los deberes que originan, tener patria
y ciudad, padres y hermanos, amigos, compañeros y vecinos.
La elección del mal
Pertenece a la perfección de la libertad el poder elegir caminos diversos para llegar a
un buen fin. Pero inclinarse por algo que aparte del fin bueno —en eso consiste el mal—
es una imperfección de la libertad.
Sabemos por experiencia que el carácter instrumental de la libertad hace que su uso
pueda ser doble y contradictorio, como un arma de dos filos que puede volverse contra
uno mismo o contra los demás: esclavitud, asesinato, alcoholismo, drogadicción, y
también simple pereza, irresponsabilidad, mal carácter, cinismo, envidia, insolidaridad…
¿Por qué elegimos mal? Nadie tropieza porque ha visto el obstáculo, sino por todo lo
contrario. Del mismo modo, cuando libremente se opta por algo perjudicial, esa mala
elección es una prueba de que ha habido alguna deficiencia: no haber advertido el mal o
no haber querido con suficiente fuerza el bien. En ambos casos, la libertad se ha ejercido
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defectuosamente, y el acto resultante es malo.
Es patente que la voluntad rechaza en ocasiones lo que la inteligencia presenta como
bueno. Incluso el que aconseja bien puede no ser capaz de poner en práctica su buen
consejo. En esos casos, para evitar la vergüenza de la propia incoherencia, el hombre
suele buscar una justificación con apariencia razonable —las razonadas sinrazones de
Don Quijote—, y se tuerce la realidad hasta hacerla coincidir con los propios deseos. El
mismo lenguaje se pone al servicio de esa actitud con expresiones como a mí me parece,
esto es normal, todo el mundo lo hace, no perjudico a nadie, etc.
Por último, conviene recordar algo fundamental: aunque la libertad hace posible la
inmoralidad, la transgresión moral produce siempre un daño. Cualquier psiquiatra sabe
que en la raíz de muchos desequilibrios se esconden acciones a veces inconfesables. Ser
libre no significa estar por encima de la ética, y la inmoralidad nunca debe defenderse en
nombre de la libertad, pues entonces tampoco podríamos condenar inmoralidades como
el asesinato, la mentira o el robo.
Una idea de José Antonio Marina: Cada día se producen en todo el mundo sucesos
suficientes para llenar un museo de los horrores: abusos y violencias de todo tipo. La
naturaleza destapa en ocasiones poderosísimas fuerzas en lucha, pero solo el hombre ha
inventado la crueldad, la venganza, el rencor, una perversidad que nos produce rechazo
y, a la vez, fascinación. Las dimensiones del mal muestran hasta qué punto es precaria la
grandeza humana, y hasta qué punto es importante la tarea de la ética.
Responsabilidad
Todo acto libre es imputable, es decir, atribuible a alguien. Por tanto, el sujeto que lo
realiza debe responder de él. Los actos pertenecen al sujeto porque sin su querer no se
hubieran producido. Es el agente quien escoge la finalidad de sus actos y, por
consiguiente, quien mejor puede dar explicaciones sobre los mismos. Así, del mismo
modo que la libertad es el poder de elegir, la responsabilidad es la aptitud para dar
cuenta de esas elecciones. Libre y responsable son dos conceptos paralelos e
inseparables, y por eso se ha dicho que a la Estatua de la Libertad le falta, para formar
pareja ideal, la Estatua de la Responsabilidad.
La responsabilidad, capacidad para responder de los propios actos, es propia del que
escoge y realiza libremente sus actos. Somos responsables de nuestros actos libres, y
principalmente de los actos sobre los que experimentamos esa obligación interna
llamada comúnmente deber moral. Ello es así porque el deber moral suele recaer sobre
actos con importantes consecuencias: pasear o estar sentado suelen ser acciones
intrascendentes, y por eso no recae sobre ellas el deber moral; en cambio, la diferencia
entre matar o no matar no tiene nada de intrascendente, y el deber moral es categórico en
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ese punto.
Se puede y se debe exigir responsabilidad porque el deber moral es una
autoexigencia humana racional. Si no estuviéramos obligados internamente, nadie desde
fuera podría exigirnos, como nadie exige nada a un recién nacido o a una silla.
¿Ante quién debemos responder? Cada persona es responsable ante los demás y ante
la sociedad. Ante los demás, en la medida en que su conducta les afecte: no es lo mismo
poner una calificación injusta que condenar a muerte a un inocente, como tampoco es
igual la responsabilidad del ciclista y del camionero en el caso de que ambos no respeten
un semáforo, ni es igual robar dos dólares que dos millones. Las responsabilidades
sociales también dependen mucho de las circunstancias: no es lo mismo ser primer
ministro que leñador, ni tampoco el que siembra tomates tiene la misma responsabilidad
que el que siembra marihuana.
Varias frases de Aristóteles: En la Ética a Nicómaco se describe el perfil de la
responsabilidad personal en estos términos: no depende de nosotros sentir calor o frío,
pero sí dependen nuestros actos libres; cada hombre es responsable de sus acciones
voluntarias, y es evidente que la virtud y el vicio están entre las cosas voluntarias, pues
no hay ninguna necesidad de cometer acciones malas; por eso, el vicio es censurable, y
la virtud elogiable; cualquier persona sabe que la maldad es voluntaria, y los legisladores
así lo aceptan cuando penalizan a los que van contra la ley.
M. Delibes: Querer y no poder
A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía
la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera
absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le
importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y
los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la
gruesa enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las
campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias;
y la formación pausada y solemney plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y
salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido
reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas
de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la
entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle.
Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni
capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace
falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si
no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de
17
un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le
agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en
condiciones de decidir, pero, como solamente tenía once años, era su padre quien
decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente
mal?
(Miguel DELIBES, El camino, Destino).
18
L
3. LA VERDAD
Soy amigo de Platón,
pero soy más amigo de la verdad.
(ARISTÓTELES)
Ética y verdad
a ética, por definición, busca el bien. Y el bien se logra cuando se conoce y
se respeta la verdad. ¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué
hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Solo esto: la
verdad. Por eso, obrar bien es obrar conforme a la verdad, conforme a lo que
son las cosas. Y, entre la multiplicidad de verdades, la verdad sobre el propio hombre.
La más depurada sabiduría griega recomienda el «conócete a ti mismo», y Platón afirma
que no podríamos conocer qué conducta nos hace buenos si desconocemos lo que somos.
La verdad es, por lo dicho, uno de los fundamentos principales de la ética. Pero es un
fundamento problemático: el alcance y la validez del conocimiento humano han sido
siempre objeto de profundas y sutiles discusiones. ¿Qué es la verdad? Esta pregunta la
han formulado pensadores de todos los tiempos, y la definición más clara fue propuesta
en el siglo XIII: la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, y
significa llegar a saber lo que las cosas son en sí mismas.
En esa adecuación, es el entendimiento el que se conforma a la realidad de las cosas,
que nunca son como son porque nosotros así lo pensemos. Tú no eres rubio porque todos
piensen que lo eres sino que, porque eres rubio, se ajustan a la verdad todos los que así lo
afirman. De aquí se desprende que la realidad constituye el fundamento de la verdad, y
que un conocimiento es verdadero cuando manifiesta y declara el ser de las cosas. Por
eso, el error no es conocimiento, pues conocer falsamente algo equivale a no conocerlo.
Si el origen de la verdad es la misma realidad, para avanzar en el conocimiento
debemos esforzarnos en captar mejor la realidad de las cosas, y no simplemente en estar
informados de lo que opinan unos y otros, pues la opinión de los hombres no es fuente
clara de verdad.
19
Duda, opinión, certeza
Al comienzo de la Odisea, Atenea, disfrazada de rey extranjero, le pregunta a
Telémaco si es de verdad el hijo de Ulises, «pues te pareces a él asombrosamente». Y
Telémaco contestó con discreción: «Mi madre asegura que soy hijo de Ulises; yo, en
cambio, no lo sé, pues jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe».
En este breve diálogo se manifiesta un hecho muy común: el convencimiento que las
personas poseen sobre la verdad de sus conocimientos admite grados. El más bajo se
llama duda, y consiste en fluctuar entre la afirmación y la negación de una determinada
proposición, sin inclinarse hacia un extremo de la alternativa más que hacia el otro.
Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una proposición sin excluir la
posibilidad de que sea falsa. Por tanto, es un asentimiento débil. La opinión es una
estimación ante aquello que puede ser o no ser, ser de una forma o de otra. El hombre se
ve obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le impide alcanzar a
menudo la certeza: puede llover o no llover; puedo morir dentro de dos, doce, treinta
años… La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: hablar sobre la
configuración futura de la sociedad o de nuestra propia vida es entrar de lleno en el
terreno de lo opinable. Lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo.
Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino pesadas.
Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la opinión. Por
tanto, el escepticismo es la postura que niega la capacidad humana para alcanzar la
verdad. La palabra procede del griego sképtomai, que significa examinar, observar
detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es la actitud del que
reflexiona y concluye que nada se puede afirmar con certeza, por lo que más vale
refugiarse en la abstención de todo juicio.
Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma inequívoca no es
opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo cierto como opinable, ni viceversa: no
puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la
república es la mejor forma de gobierno.
La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que la
presencia patente de la realidad. La evidencia es mediata cuando no se da en la
conclusión, sino en los pasos que conducen a ella: no conozco a los padres de Antonio,
pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace necesaria. La existencia
de Antonio, al que veo todos los días, es para mí una certeza inmediata; la existencia
actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente,
pero con una evidencia no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.
La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no se
realicen de forma inmediata. Son pocos los hombres que han visto las moléculas, los
fondos marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de los hombres tampoco han
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visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a Carlomagno. Sin embargo, conocen con
certeza la existencia de esas y otras muchas personas y realidades. Su certeza se apoya
en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos.
En un caso, la comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de
comunicación; y si se trata de hechos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes
de la historia y de la arqueología.
Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos, sino en segundas
o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros
padres no podrían educarnos, la ciencia no progresaría, no existiría la enseñanza, leer no
tendría sentido… Es decir, si solo concediésemos valor a lo conocido por uno mismo, la
vida social, además de estar integrada por individuos ignorantes, sería imposible. Por
tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer.
¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia. ¿Qué
evidencia se le ofrece al que cree? Solo una: la de la credibilidad del testigo. El que no
ha estado en América cree en los que sí han estado y atestiguan su existencia. El que
nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron. Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o
Nerón. En todos estos casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos casos
debemos incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe —creer
el testimonio de alguien— es una exigencia racional, y su exclusión es una reducción
arbitraria de las posibilidades humanas.
La inclinación subjetiva
Si la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, depende más de lo
que son las cosas que del sujeto que las conoce. Ese sentido tienen los versos de A.
Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad,reconociéndola como es, de forma
parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El
subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad
según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las cosas, sino que se
inventa a partir de ellas.
La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con
frecuencia, la atracción de la comodidad, de la riqueza, del poder, de la fama, del éxito,
21
del placer o del amor puede tener más peso que la propia verdad. Por eso, si suspendo un
examen, nunca será por no haberlo estudiado, sino por mala suerte o exigencia excesiva
del profesor. Y si el suspendido es un niño, mamá jamás dudará de la capacidad de la
criatura: antes pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de texto, o asegurará
que su hijo es listísimo aunque «algo» vago y despistado.
El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las cuestiones
más graves: el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta
quiere creer que solo interrumpe el embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de
problemas no exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo
defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres
somos esencialmente desiguales.
Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una persona habituada a
reconocer las cosas como son, y el que vive según sus exclusivos intereses suele carecer
de la fortaleza necesaria para afrontar las consecuencias de la verdad. Pero al hombre no
le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por eso, para evitar esa violencia interna, si
se vive de espaldas a la verdad se acaba en la autojustificación. La historia humana es
una historia plagada de autojustificaciones más o menos pobres. Ya decía Hegel que
todo lo malo que ha ocurrido en el mundo, desde Adán, puede justificarse con buenas
razones. Al menos, puede intentarse.
Unas palabras de Shakespeare: Yago tiene envidia de Casio, y no duda en
calumniarle ante Otelo para hacerle caer en desgracia y ocupar su cargo de alférez. ¡Qué
bien me vendría su empleo!, dice. Y le calumnia, suponiendo que la acusación quizá sea
verdadera: No sé si es verdad, pero tengo sospechas que me bastan como si fueran
verdad averiguada.
El peso de la mayoría
Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la opinión de la
mayoría, ni en el común denominador de las diferentes opiniones. Por eso, elegir como
criterio de conducta lo que hace o piensa la mayoría de la gente constituye una pobre
elección: suele ser la coartada de la propia falta de personalidad o del propio interés.
Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la
inteligencia. En este sentido, E. Fromm piensa que el hecho de que millones de personas
compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que
compartan muchos errores no convierte estos en verdades; y el hecho de que millones de
personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas
gente equilibrada.
Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y simple de que un
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determinado número de personas acepten o no una proposición. Si se acepta esa
identificación entre verdad y consenso social, cerramos el camino a la inteligencia y la
sometemos a quienes pueden crear artificialmente ese consenso con los medios que
tienen a su alcance. Es como decir que ya no existe la verdad, y que se debe considerar
como tal aquello que decide quien tiene poder para imponer mayoritariamente su
opinión.
La mentira se puede imponer de muchas maneras, y no solo con la complicidad de
los grandes medios de comunicación. Sin ellos, Sócrates fue calumniado hace más de
dos mil años: «Sí, atenienses, hay que defenderse y tratar de arrancaros del ánimo, en tan
corto espacio de tiempo, una calumnia que habéis estado escuchando tantos años de mis
acusadores. Y bien quisiera conseguirlo, mas la cosa me parece difícil y no me hago
ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mí con un plan concertado de
antemano y de manera persuasiva, os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya
mucho tiempo, y prosiguen violentamente su campaña de calumnias» (Platón, Apología
de Sócrates).
Sócrates representa la situación del hombre aislado por defender verdades éticas
fundamentales. Pertenece a esa clase de hombres apasionados por la verdad e
indiferentes a las opiniones cambiantes de la mayoría. Hombres que comprometieron su
vida en la solución a este problema radical: ¿es preferible equivocarse con la mayoría o
tener razón contra ella?
Una viñeta de Mafalda: Por suerte, la opinión pública todavía no se ha dado
cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada, dice un señor con aspecto de
poderoso.
El conocimiento de la verdad
El subjetivismo y el escepticismo sostienen que el hombre no conoce la verdad
porque no le interesa o porque no es capaz. En la Grecia clásica, los sofistas pensaron
así, y defendieron que las cosas son tal y como a cada uno le parecen. Muchos siglos
más tarde, la filosofía idealista alemana dirá que no conocemos la realidad como es, sino
reflejada en el estanque de nuestro conocimiento. Sin embargo, ya puntualizó Aristóteles
que si entendiésemos solamente el producto de nuestro conocimiento, ninguna ciencia
versaría sobre el mundo real, y la misma técnica —ciencia aplicada— no podría existir.
Pero ocurre justamente lo contrario.
Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la realidad, no se puede negar
que conocemos muchas verdades. La existencia del lenguaje es una buena prueba. Para
poder hablar se requiere, al menos, la existencia verdadera de tres realidades: un yo, un
tú y un objeto de conversación. Si lo entendido por dos interlocutores fuera solo
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subjetivo, no habría posibilidad de entendimiento. La misma discusión es prueba de algo
objetivo sobre lo que se discute, y prueba irrefutable de que estamos ciertos de la
existencia de una verdad que, al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Por
otra parte, la experiencia del error no demuestra que nuestro conocimiento no alcance la
verdad, sino justamente lo contrario: apreciamos lo erróneo en comparación con lo
verdadero, ya que si todo fueran errores no nos daríamos cuenta.
Un diálogo cervantino:
¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
Sí —respondió él—, para servir a Dios y a las buenas gentes.
A lo cual respondió Cortado:
Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la
buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede
alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.
Sin duda —dijo Rincón— debe ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan
a Dios.
Es tan santa y buena —replicó el mozo—, que no sé yo si se podrá mejorar en
nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna
para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en
verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra. Tenemos más: que rezamos
nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día
del viernes.
(CERVANTES, Rinconete y Cortadillo).
24
S
4. LA CONCIENCIA
¡Baja, horrenda noche, y cúbrete bajo el palio de la más espesa humareda del
infierno! ¡Que mi afilado puñal oculte la herida que va a abrir, y que el cielo,
espiándome a través de la abertura de las tinieblas, no pueda gritarme: basta, basta!
(SHAKESPEARE, La tragedia de Macbeth)
Una brújula para el bien
abemos que por ser libres estamos obligados a elegir, pero no estamos
obligados a acertar. Por eso necesitamos una brújula que nos oriente en la
azarosa navegación de la vida. Si en el primer tema dijimos que esa brújula es
la ética, esa respuesta es muy general. Ahora damos un paso más al identificar
a la conciencia comoel instrumento ético que se encarga de señalar el rumbo, de
distinguir el bien y el mal.
La conciencia es la misma inteligencia que juzga sobre la moralidad de nuestros
actos. Por tanto, no se trata de una voz misteriosa ni de un oráculo profético: es,
simplemente, la razón que juzga la bondad o maldad de nuestras acciones. La conciencia
no echa en cara ser mal deportista o mal dibujante; su juicio es absoluto: eres malo. Por
la presencia de ese criterio absoluto intuye el hombre su dignidad absoluta. Por eso
entendemos a Tomás Moro cuando escribía a su hija Margaret, antes de ser decapitado:
«Esta es de ese tipo de situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun
así no ser dañado».
La conciencia se presenta como exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es una
imposición externa: ni la fuerza de la ley, ni el peso de la opinión pública, ni el consejo
de los más cercanos. Cuando el poderoso Critón ofrece a Sócrates la posibilidad de
escapar de la cárcel y de la muerte, se encuentra con una negativa rotunda, porque las
razones que le impiden huir «resuenan dentro de mi alma haciéndome insensible a
otras». En la historia de quienes tomaron decisiones de vida o muerte tampoco se aprecia
una previa inclinación a la disidencia. No les guía el afán de rebeldía, sino el pacífico
convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. «He desobedecido a la ley»,
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dirá Gandhi, «no por querer faltar a la autoridad, sino por obedecer a la ley más
importante de nuestra vida: la voz de la conciencia».
Un párrafo de Harper Lee: en la novela Matar un ruiseñor, el abogado Atticus
Finch defiende a un muchacho negro acusado injustamente de haber violado a una chica
blanca. Pero toda la ciudad, donde los prejuicios racistas son fuertes, se le echa encima.
También su hija le reprocha su conducta, contraria a lo que todos piensan. Atticus, al
responder a la niña, ofrece uno de los argumentos más elegantes sobre la dignidad de la
persona: «Tienen derecho a creerlo, y tienen derecho a que se respeten por completo sus
opiniones, pero antes de poder vivir con los demás tengo que vivir conmigo mismo: la
única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia».
Un freno para el mal
Un animal lucha con lo que tiene: dientes, garras, veneno. En cambio, el animal
racional lucha con lo que tiene —uñas y dientes— y con lo que inventa: garrotes, arcos,
espadas, aviones, submarinos, gases, bombas. Para bien y para mal, la inteligencia
desborda los cauces del instinto animal y complica extraordinariamente los caminos de
la criatura humana.
Pero la misma inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz
autocontrol sobre sus propios actos. Las grandes tradiciones culturales de la humanidad,
desde Confucio y Sócrates, han llamado conciencia moral a ese muro de contención del
mal, y le han otorgado el máximo rango entre las cualidades humanas. Así, toda la
cultura cristiana es unánime al considerar la conciencia como el santuario del alma
donde se escucha la voz de Dios. Confucio define la conciencia con palabras sencillas y
exactas: luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal.
Un repaso a la historia revela que este sexto sentido del bien y del mal, de lo justo y
de lo injusto, se encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades. También se
manifiesta a diario en la opinión pública tomada en conjunto, con una energía que disipa
cualquier duda sobre su presencia: no se puede hablar dos minutos con alguien, o abrir
un periódico, sin encontrarse con que se denuncia un abuso o se protesta contra una
injusticia.
Hablan Hamlet y Raskolnikov: Yo soy medianamente bueno, y, con todo, de tales
cosas podría acusarme, que más valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo.
Soy muy soberbio, ambicioso y vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que
pensamientos para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a
ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y
la tierra? (Shakespeare, Hamlet).
¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito vil y nocivo? No
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puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad sitiada que matar a
hachazos. Ahora comprendo menos que nunca que pueda llamarse crimen a mi acción.
Tengo la conciencia tranquila. (Dostoiewski, Crimen y castigo).
Una pieza insustituible
No es correcto concebir la conciencia como un código de conducta impuesto por
padres y educadores, algo así como un lavado de cerebro que pretende asegurar la
obediencia y salvaguardar la convivencia pacífica. En cierta medida, la conciencia es
fruto de la educación familiar y escolar, pero sus raíces son más profundas: está grabada
en el corazón mismo de la persona.
La conciencia es una pieza necesaria de la estructura psicológica del hombre.
También hemos sido educados para tener amigos y trabajar, pero la amistad y el trabajo
no son inventos educativos sino necesidades naturales: debemos obrar en conciencia,
trabajar y tener amigos porque, de lo contrario, no obramos como hombres.
Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia,
¿podríamos impedir sus juicios éticos? Desde este planteamiento se entiende que la
conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el desarrollo lógico de la inteligencia,
pertenece a la esencia humana, no es un pegote, forma parte de la estructura psicológica
de la persona. No podemos olvidar que el juicio moral no es un juicio sobre un mundo de
fantasía, sino sobre el mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y también
puedes negarte a comer, conducir y cerrar los ojos. Lo que no puedes es pretender que
los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin grave
repercusión sobre tu propia vida.
Un actor, un médico y un estadista: «Vivo mejor con la conciencia tranquila que
con una buena cuenta corriente» (Tom Cruise). «Es mucho menos pesado tener a un niño
en brazos que cargarlo sobre la conciencia» (Jèrôme Lejeune). «He desobedecido a la ley
no por querer faltar a la autoridad, sino por obedecer a la ley más importante de nuestra
vida: la voz de la conciencia» (Gandhi).
Educación de la conciencia
Al estar en la raíz de toda elección moral, la conciencia nos hace libres. Por eso, un
principio moral básico es no obligar a nadie a obrar contra su conciencia. Esto no
significa que todas las decisiones que se toman en conciencia sean correctas, puesto que
la conciencia no es infalible: también se engaña y en ocasiones puede estar corrompida.
Incluso con muy buena voluntad, todos podemos equivocarnos por falta de datos, por la
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complejidad del problema, por un prejuicio invencible. Entonces será bueno que desde
fuera, sin obligarnos a ver lo que no vemos, nos ayuden a ver nuestra equivocación.
Como cualquier instrumento, la conciencia puede funcionar correctamente o con
error. Aunque se encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades, su
medición siempre corre peligro de ser falseada por el peso de los intereses, las pasiones,
los prejuicios, las modas. De hecho, parece un instrumento tan sólido como difícil de
regular, como un reloj que, sin dejar de funcionar, tampoco marca la hora exacta.
Por eso, ante la necesidad de decidir moralmente, resulta necesario educar la
conciencia. Una educación que debe empezar en la niñez y no interrumpirse, pues ha de
aplicar los principios morales a la multiplicidad de situaciones de la vida. Una educación
necesaria, pues los seres humanos estamos siempre sometidos a influencias negativas.
Una educación que lleva consigo el equilibrio personal y que supone respetar tres reglas
de oro: hacer el bien y evitar el mal; no hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan
a nosotros; no hacer el mal para obtener un bien.
Una idea de Gustave Thibon: la grandeza del hombre consiste en no poder ahogar
la voz de su conciencia, y su miseria estriba en encontrar instintivamente (lo que no
quiere decir inocentemente) las desviaciones más fácilespara aplacar esta conciencia con
pocos gastos.
Contra la conciencia
«Sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa
viviríamos felices». Así razonan los que intentan suprimir la conciencia, como si fuera
un residuo anacrónico de épocas ya superadas. Pero su pretensión es tan antigua como
Caín. Desde el punto de vista teórico fue brillantemente defendida por los sofistas
griegos y por Nietzsche.
Algunos sofistas del siglo V a. C. propugnaron una conducta humana al margen de la
justicia y de la moral. Frente a ellos, Sócrates afirmó que la medida de todas las cosas no
debe estar en el hombre, sino en Dios. Por eso, desde Sócrates, la conciencia ha sido
considerada como la misma voz de Dios, que habla al hombre por medio de su
inteligencia.
Nietzsche, en la segunda mitad del XIX, se propone pasar a la historia como el
provocador de un conflicto de conciencia de proporciones universales: «Hasta ahora no
se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene
un valor superior a lo malo. ¿Y si fuera verdad lo contrario?». Para lograr esa inversión
de todos los valores debe arrancarlos de su raíz fundamental. Así se entiende su obsesión
por decretar la muerte de Dios: «Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se
agita con dolores de parto. ¡Dios ha muerto: viva el superhombre!».
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La conclusión de Nietzsche es coherente: si Dios no existe, todo le está permitido al
hombre. Ya lo había dicho Dostoiewski. En el mismo sentido, diversos pensadores han
afirmado que contra la libertad de asesinar no existe, a fin de cuentas, más que un
argumento de carácter religioso. Porque la imposibilidad de matar a un hombre no es
física: es una imposibilidad moral que nace al descubrir cierto carácter absoluto en la
criatura finita, la imagen y los derechos de su Creador.
La tragedia de Macbeth
La inversión de valores no es un invento de Nietzsche. Cualquier justificación de la
injusticia —piénsese en las razones de los terroristas— apunta hacia esa meta. Es la
propuesta de las brujas que incitan a Macbeth al asesinato. Su lema es: «Lo bello es feo,
y lo feo es bello». Por tanto, se puede pisotear la conciencia. Y Macbeth, con la
complicidad de su mujer, asesina a su rey. Pero no le salen las cuentas. La conciencia
pisoteada se revuelve contra él y le produce la picadura venenosa del remordimiento:
«¡Oh, amor mío, mi mente está llena de escorpiones!».
Macbeth, la inolvidable tragedia de Shakespeare, es un retrato del hombre perdido en
el vértigo de una pasión, ahogado en su propia inversión de valores. De forma casi
vertiginosa, el protagonista y su mujer se ven envueltos y absorbidos por su culpabilidad
progresiva, al intentar alcanzar a cualquier precio el poder. Shakespeare nos muestra la
tragedia de dos personas con ambición sin límites. Más en concreto, la obra es una
reflexión sobre la naturaleza de la conciencia y las consecuencias de su transgresión.
Macbeth siente su propia conciencia como un «potro de tortura» insoportable, y
entonces empieza a desear no haber nacido, y «que la máquina del universo estalle para
siempre en mil pedazos». Su mujer le anima a resistir: «Que se bloqueen todas las
puertas al remordimiento», porque «si damos a esto tanta importancia, nos volveremos
locos». Palabras que se cumplieron en ella al pie de la letra: muere loca, obsesionada
porque «aún queda olor a sangre. Ni todos los perfumes de Arabia perfumarían esta
pequeña mano».
Al final de la tragedia, Macbeth sentencia que «la vida es un cuento sin sentido
narrado por un idiota». Los grandes personajes literarios que han intentado sepultar la
conciencia —entre otros, Macbeth, Rodian Raskolnikov en Crimen y castigo, Lobo
Larsen en El lobo de mar— han pagado siempre las consecuencias de sus propios actos.
Sus vidas trágicas nos enseñan que nadie debe amordazar la conciencia con la esperanza
de triunfar, pues fuera de la ley moral no se hacen más grandes: al contrario, se sienten
atrapados en un cerco que cada vez se estrecha más. El hombre sin conciencia suele
acabar como una bestia acorralada.
29
H
5. DIOS
Helena en Somalia
elena pasó el verano de 1992 en Somalia. Acompañaba a su padre, un
cirujano al que Médicos Sin Fronteras había encomendado la dirección de
un campo de refugiados. El país se abrasaba en una sequía total. Veinte
meses de guerra civil lo habían sembrado de niños cubiertos de llagas,
malogrados para siempre por el miedo y la desnutrición. «Un día, nos contaba Helena en
clase, al caer la tarde, llegó una desvencijada carretilla llena de cadáveres de niños
somalíes. Los descargamos bajo un árbol frondoso y nos dispusimos a enterrarlos.
Cuando toqué uno de aquellos cuerpos inmóviles, el niño se movió y abrió los ojos.
Tendría diez años. Estaba paralizado por la debilidad, así que le acaricié y le abrí los
labios para darle sales hidratantes. Pareció que volvía a la vida. Un poco de leche le
reanimó algo más: dijo que se llamaba Mohamed, y que sus padres habían muerto días
atrás. Él había pasado muchas horas tumbado junto a un vertedero, cubierto por una caja
de cartón, esperando la muerte».
Una televisión europea preguntó al padre de Helena por los responsables de la
tragedia somalí: quiénes, ante quién, en qué medida. Helena nos leyó parte de la
respuesta de su padre: «La tragedia tiene varias vertientes: la sequía, las luchas intestinas
y el desprecio que Naciones Unidas y Occidente han mostrado ante un problema que era
una muerte anunciada. Somalia es un ejemplo de desprecio al ser humano, de la falta de
humanidad de la política internacional, que es insolidaria, hipócrita y cruel, quizá porque
el país no tiene petróleo ni fuentes de energía importantes».
«Existen responsables», concluyó Helena, «pero todo el mundo sabe que no existe
autoridad internacional capaz de exigir responsabilidades personales a ciertos líderes
políticos. ¿Quién hará entonces justicia a tantos miles de víctimas inocentes?».
Fundamento de la responsabilidad
La pregunta de Helena está en el aire desde que, en palabras de Hobbes, «el hombre
es lobo para el hombre». Y su respuesta ha comprometido a todos los grandes
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pensadores de la humanidad. Sócrates advirtió que, «si la muerte acaba con todo, sería
ventajosa para los malos», es decir, sería una profunda injusticia hacia las víctimas. Kant
pensaba lo mismo: que la inmensa deuda por la injusticia acumulada a lo largo de la
historia justifica la inmortalidad personal y la sanción después de la muerte. Más
explícito, Gandhi espetó al juez que debía condenarle, esta amenaza: «Si existe un Dios
por encima de nosotros, los ingleses tendrán que responder ante Él de lo que han hecho
en la India».
Al estudiar la libertad vimos que la responsabilidad es, en cierto modo, el precio que
hemos de pagar por nuestros actos libres, la obligación de justificar nuestras acciones en
la medida en que afectan a los demás.
Ser responsable significa tener que responder de algo ante alguien. Desde Homero,
ese alguien es, en última instancia, Dios: fundamento último de toda responsabilidad. En
la Ilíada y en la Odisea se nos repite el deber de la hospitalidad porque todos los
huéspedes y mendigos son protegidos de Zeus; de un Dios que vigila a los hombres y
castiga a quien yerra; y también leemos que los dioses han castigado a Polifemo por sus
malvadas acciones. En el mundo homérico, «no aman los dioses felices las acciones
impías, sino que honran la justicia y las obras discretas de los hombres».
Si el sofista Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas, Sócrates y
Platón puntualizaron que el hombre está, a su vez, medido por Dios. Solo sentirse
responsable ante el gran testigo invisible es lo que pone al hombre en la ineludible
tesitura de colmar un sentido concreto y personal para su vida, y de ver que su existencia
tiene un valor absoluto e incondicionado.
En su Carta VII, Platón recomienda «dar crédito a esas antiguas y santas tradiciones
que nos revelan la inmortalidad del alma, y la existenciade juicios y terribles castigos
cuando ella se vea libre del cuerpo. Por esta razón preferimos ser víctimas de grandes
crímenes e injusticias, antes que cometerlos. El hombre que ambiciona las riquezas y
tiene el alma pobre, no escucha este lenguaje. Si lo escucha, cree que debe reírse de él, y
sin ningún pudor se arroja como un animal salvaje sobre lo que puede comer o beber, y
sobre lo que puede saciarle del indigno y grosero placer que llama equivocadamente
amor. Es un ciego que no ve cuáles de sus acciones llevan en sí la impiedad».
Tomás Moro, el célebre Lord Canciller decapitado por Enrique VIII, es de la misma
opinión que Platón. En su Utopía nos dice que los utopienses «creen que los vicios
tienen castigo señalado en la otra vida, y las virtudes, su esperada recompensa. A
quienes sostienen lo contrario ni siquiera se les considera como personas, por degradar la
sublime naturaleza del alma a la vil condición del cuerpo de los brutos. Lejos están de
tomarlos como unos ciudadanos más, pues de no contenerles el miedo, les importarían
un bledo instituciones y costumbres. ¿Es que cabe la menor duda de que un individuo de
esta clase no intentaría burlar con mañas las leyes de su patria o infringirlas con
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violencia, buscando el satisfacer sus ambiciones personales?, pues no existe para él
temor alguno más allá de la ley, ni esperanza alguna más allá del cuerpo. Por eso, a
quien abriga tales sentimientos, ni se le honra con distinciones, ni se le encomiendan
cargos de autoridad, ni se le pone al frente de la función pública. En todo caso, se le
desprecia como a sujeto de naturaleza desidiosa y mezquina».
Pero la reflexión más famosa sobre la responsabilidad última del hombre la escribe
Shakespeare. Se trata del soliloquio en el que Hamlet considera la posibilidad del
suicidio: «¡Ser o no ser: he ahí el problema! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y
desdenes del mundo, la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor
desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las vejaciones que el
paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo
con un simple estilete? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso
de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo después de la muerte, esa
ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno? Temor que
confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes
que lanzarnos a otros que desconocemos».
Evelyn Waugh habla de sí mismo: «A la edad de 16 años notifiqué formalmente al
capellán de mi colegio que Dios no existía. Aquellos que hayan leído mis obras quizá
entenderán el carácter del mundo en el que exuberantemente me zambullí. Diez años de
ese mundo bastaron para mostrarme que la vida allí, o en cualquier otro lugar, era
incomprensible e insoportable sin Dios».
Fundamento de la dignidad humana
«Dignidad» es una palabra. Las palabras expresan cosas o valoraciones. Se valora
con palabras como «bueno», «malo», «útil», «inútil», «importante», etc. Pero resulta que
esta lluvia es buena para el campo y mala para el turismo. Y es que las valoraciones son
casi siempre relativas, con muy pocas excepciones: la expresión «dignidad humana» es
una de ellas. Significa que todo ser humano es siempre máximamente valioso, que la
vida humana debe ser intocable.
Todo esto resultaba muy claro a mediados del siglo XX. Después de las Guerras
Mundiales, después de Hirosima y del holocausto nazi, se pensó que la lección sería
inolvidable. El deseo de todos se llamó «¡nunca más!»: que nunca más regrese la
barbarie. Pero se intentó afianzar la dignidad humana sobre la base de las buenas
intenciones. El mundo cometió la ingenuidad de creer que solemnes Declaraciones de
Derechos bastarían para defender esos derechos. No fue así: estalló la Guerra Fría, el
gran pretexto para que buena parte del Tercer Mundo se desangrase en largas guerras y
se empobreciera más allá de toda posibilidad; se levantó el Telón de Acero, losa para
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enterrar a media Europa durante medio siglo.
El siglo XX tendrá un puesto de honor en la historia de las guerras. Pero será tal vez
más recordado por otro atentado contra la dignidad humana sin precedentes, un
holocausto de larga duración que se autojustifica y camufla a la sombra de un magnífico
eufemismo: «interrupción del embarazo». Ya dijo Hegel que la historia humana es el
intento constante de justificar muchas cosas injustificables. Y también dijo que nadie es
medianamente inteligente si no es capaz de inventar razones para justificar cualquier
cosa.
El fondo de la moderna argumentación contra la vida humana descansa con
frecuencia en un concepto de persona cuyo contenido se restringe arbitrariamente a la
capacidad de relación por medio de un lenguaje inteligente. Así, Engelhardt, autor de un
famoso manual de bioética, sostiene que no son personas los embriones humanos, ni los
niños en el primer año de vida, ni los deficientes profundos o los afectados seriamente
por la decrepitud de la edad.
Es claro que puedo establecer con mi perro una comunicación más profunda que la
que establezco con un deficiente mental profundo, pero no debo decir que mi perro es
persona y el niño deficiente no lo es. ¿Quién define dónde comienza el hombre como
persona? La respuesta es: nadie. Robert Spaemann asegura que nadie debe estar
autorizado para responder a esta pregunta, porque ya la responde la Biología. Si la
responde un hombre, sería juez y parte. Nadie debe juzgar si alguien es o no es sujeto de
derechos humanos, porque la idea de derechos humanos significa precisamente que el
hombre no es miembro de la sociedad humana por poseer determinadas cualidades, sino
por derecho propio. Por derecho propio no puede significar más que esto: por su
pertenencia biológica a la especie homo sapiens. Cualquier otro criterio convertiría a
unos en jueces de otros, y tornaría la sociedad humana en un club privado.
Hay una evidencia biológica. Pero somos especialistas en negar la evidencia. «El
robo, el incesto —decía Pascal—, el asesinato de los hijos y de los padres, todo ha
encontrado su lugar entre las acciones virtuosas. Existen, sin duda, obligaciones
naturales, pero esta bella razón corrompida ha corrompido todo».
Tucídides observó que, en toda guerra, la primera víctima es la verdad. Una
observación que se cumple en las múltiples escaramuzas que se libran a diario en esta
nueva guerra mundial entre la dignidad humana y sus agresores.
Cuando Ulises regresa a Ítaca —aquella isla «hermosa al atardecer»—, se presenta
disfrazado ante su porquero Eumeo, con aspecto de anciano harapiento. Eumeo no le
reconoce, pero se compadece y le acoge con hospitalidad. Ulises lo agradece de veras, y
el porquero le explica que «no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno
más miserable que tú, pues todos los forasteros y mendigos son de Zeus». Desde
Homero, la referencia a la Divinidad se ve como indispensable para dotar al hombre de
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inviolabilidad. La Biblia, más explícita, define al hombre como hijo de Dios, y sabemos
que cualquier otra definición rebaja peligrosamente su dignidad. Si ser considerado hijo
de Dios no siempre ha sido suficiente para proteger al hombre, ser mero animal racional
o animal social es dar demasiadas facilidades para pisotearlo.
Fundamento de la realidad
A 2.000 metros de altura, en una cresta caliza del parque nacional que él fundó, se
encuentra la tumba de don Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa de Asturias. Grabado
sobre la roca, este epitafio: «Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de
Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente, pero esto último en
Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad
de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte
inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la
naturaleza se me apareció verdaderamentecomo un templo».
Kant decía que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más inevitable.
Por eso, si Dios no existiera, se haría necesario explicar cómo el hombre ha podido crear
una noción que ha estado presente en la conciencia humana no sabemos cuántos miles de
años antes de que llegase a la consideración de los primeros filósofos. Y no como el
centauro o las hadas: miles de millones de hombres no han dudado y no dudan en referir
la noción de Dios a un ser realmente existente.
Se podría pensar en un error colectivo, pero nadie acusaría de error a toda la
humanidad sin una razón muy poderosa. Si se objeta que se trata de un consenso que no
se apoya en un razonamiento lógico, se puede responder que quizá se apoye en algo más
sólido que la lógica, pues una creencia que se mantiene en todo tipo de civilizaciones,
estructuras sociales y niveles de cultura parece que nos habla de una ley psicológica de
la naturaleza humana.
En este sentido, a Dios apunta la primera pregunta filosófica: «¿por qué el ser, y no
la nada?». Si en algún momento del pasado no hubo nada, ahora tampoco habría nada, y
tampoco lo habría en el futuro, pues de la nada no se obtiene nada. Por tanto, parece
evidente que siempre ha existido algo. Por otra parte, entre los seres que existen no
conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí mismo: todos, tanto los vivos
como los inertes, son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena
ha de tener inicio, pues pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos
de encontrar una primera, sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí
solo con tal de tener un mango muy largo.
Si el cosmos no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más. Las tuberías
contienen agua a condición de haberla recibido. Por eso, detrás del más complejo
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sistema de tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua
por derecho propio. Pues bien, detrás de todo el complejo universo de seres que no se
han dado la existencia a sí mismos, debe haber un ser que exista por derecho propio y
comunique a los demás la existencia.
El problema no se resuelve, como vimos, con un número infinito de seres, de igual
forma que unas tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que
corre en su interior. Y si dijéramos que los seres simplemente existen y no hay nada más
que hablar sobre ello, entonces estaríamos diciendo —como señaló Hegel— que no se
debe pensar.
Es importante saber si la primera causa es algo o alguien. Si es capaz de conocer y
querer, entonces nuestro universo puede considerarse como algo concebido, querido y
puesto en la existencia. Por el contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el
cosmos ha sido producido a trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos
es tan increíblemente compleja y ordenada, que solo parece haber sido capaz de causarla
una mente inmensamente superior a la humana. La cooperación inconsciente de los seres
materiales en la producción de un sistema cósmico estable no parece posible sin un ser
inteligente que coordine el conjunto. En vista de ello, «nadie debe ser tan arrogante
como para admitir la presencia en sí mismo de la razón y de la inteligencia, y negarla en
el cielo y en el mundo; o como para sostener que un universo cuya complejidad casi
supera el alcance de la más aguda razón no responde en su movimiento a ningún impulso
racional» (Cicerón).
Un párrafo de San Agustín: Pregunté a la tierra, y me dijo: No, no soy yo. Y todas
las demás cosas de la tierra me dijeron lo mismo. Pregunté al mar y a sus abismos y a
sus veloces reptiles, y me dijeron: No, no somos tu Dios; búscale más arriba. Pregunté a
la brisa y al aire que respiramos, y a los moradores del espacio, y el aire me dijo:
Anaxímenes se equivocó: yo no soy tu Dios. Pregunté en el cielo al sol, a la luna y a las
estrellas, y me respondieron: No, tampoco somos nosotros el Dios que buscas. Dije
entonces a todas estas cosas que están fuera de mí: Aunque vosotras no seáis Dios,
decidme al menos algo de Él, decidme algo de mi Dios. Y todas dijeron a grandes voces:
¡Él nos hizo!
(SAN AGUSTÍN, Confesiones).
El problema del mal
¿Cómo se puede seguir confiando en Dios, que se supone Padre misericordioso, en
un Dios que —como revela el Nuevo Testamento— es el Amor mismo, a la vista del
sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran
historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros? Es la
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pregunta de un periodista italiano, Vittorio Messori, al obispo de Roma.
Y el Papa Juan Pablo II reconoce que ese problema tormentoso es la fuente de las
mayores dudas sobre la bondad de Dios y sobre Su misma existencia: ¿Cómo ha podido
Dios permitir tantas guerras, los campos de concentración, el holocausto? ¿Es acaso
justo con Su creación? ¿No carga en exceso la espalda de cada uno de los hombres? ¿No
deja al hombre solo con este peso, condenándolo a una vida sin esperanza?
La reflexión sobre el mal es inseparable de todo lo que digamos sobre Dios. Es el
gran argumento del ateísmo, pero, a la vez, su carácter demoledor y misterioso hace que
solo un Dios pueda explicarlo y vencerlo. Platón hace decir a Sócrates que los dioses
son, por definición, causa de todas las cosas buenas que vemos en el mundo, y que la
causa de las malas hay que buscarla en otro origen, nunca en la Divinidad.
De momento, para simplificar esta confusa cuestión, conviene recordar que el
hombre es responsable de una buena parte de los males que soporta, y de esa buena parte
debe quedar excluida la responsabilidad divina. Una queja de Zeus en la Odisea así lo
manifiesta: «¡Ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen,
proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo
que les corresponde». Estas palabras se anticiparán siempre a la historia, pues son los
hombres quienes han inventado los potros de tortura y las cámaras de gas, la esclavitud,
los látigos, los cañones y las bombas.
El mal y la Providencia
¿Por qué permite Dios el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta
clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los crea, no puede impedir que
hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha puesto. Otra de las respuestas
tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por Dios, no escapa a su
providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin. Todo lo que para
nosotros es incierto, incomprensible y azaroso, está en Su mano.
En este sentido cuenta Viktor Frankl que, en su clínica psiquiátrica de Viena, en una
sesión de terapia de grupo, preguntó si un chimpancé al que se había utilizado para
producir el suero de la poliomelitis y, por tanto, había sido inyectado una y otra vez,
sería capaz de aprehender el significado de su sufrimiento. Al unísono, todo el grupo
contestó que no, rotundamente. Debido a su limitada inteligencia, el chimpancé no podía
introducirse en el mundo del hombre, que es el único mundo donde se comprendería su
sufrimiento. Entonces, el psiquiatra continuó formulando las siguientes preguntas: ¿Y
qué hay del hombre? ¿Están ustedes seguros de que el mundo humano es el punto final
en la evolución del cosmos? ¿No es concebible que exista la posibilidad de otra
dimensión, de un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la
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pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta? (El
hombre en busca de sentido).
Aunque el dolor puede parecer un regalo siniestro, muchos pensadores han visto en
él una gran oportunidad para rectificar una mala conducta, o para mostrar lo mejor de
uno mismo. En The problem of pain, C. S. Lewis supone que Dios nos grita por medio
de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo. Una mala
persona, dice el mismo autor, no siente la necesidad de corregirse mientras la vida le
sonríe. En cambio, el sufrimiento

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