Logo Studenta

La Biologia y los ambitos que esta se aplica

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

INTRODUCCIÓN 
A LA HISTORIA 
* M. Bloc 
BREVIARIOS 
Fondo de Cultura Económica 
FELIX
torpoindio
BREVIARIOS 
del 
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 
6+ 
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA 
INTRODUCCIÓN 
a la Historia 
for MARC BLOCH 
/ » memcriam 
nutrís árnica* 
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 
MEXICO-MADRID-BUENOS AIRES 
Primera edición en francés, 1949 
Primera edición en español, 1952 
Primera reimpresión 1957 
Segunda reimpresión, 1963 
Tercera reimpresión, 1965 
Cuarta reimpresión, 1967 
Quinta reimpresión, 1970 
Sexta reimpresión, 1974 
Séptima reimpresión, 1975 
Octava reimpresión, 1978 
Décima reimpresión, 1980 
Primera reimpresión en Argentina, 1982 
Traducción de 
PABLO GONZÁLEZ CASANOVA y MAX AUB 
Título original: 
Ápologie pour l'Histoire ou Métier d'historien 
© 1949 Librairie Armand Colin, París 
D. R. © 1952 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 
Av. de la Universidad 975, México 12, D. F. 
© FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, Argentina 
Suipacha 617, Buenos Aires, Argentina 
ISBN 950.057.003.3 
Queda hecho el depósito de Ley 11.723 
Impreso en Argentina - Printed in Argentina 
A LUCIEN FEBVRE, 
A MANERA DE DEDICATORIA 
SÍ este libro ha de. -publicarse un día; si, de simple antídoto 
al que fido hoy un cierto equilibrio del alma —entre los 
fcores dolores y las feores ansiedades personales y colec-
tivas— viene a ser un verdadero libro, ofrecido fara ser 
leído, otro nombre distinto del de usted, querido amigo, 
será entonces inscrito en la cubierta. Usted lo sabe, se 
necesitaba ese nombre, en ese lugar: único recuerdo -per-
mitido a una ternura demasiado -profunda y demasiado sa-
grada para poder ex fresarla. ¿Y cómo me resignaría yo 
o no verle a usted aparecer también sino d azar de al-
gunas referencias? Juntos hemos combatido largamente 
por una historia más amplia y más humana. Sobre la ta-
rea común, ahora cuando escribo, se ciernen muchas ame-
nazas. No por nuestra culpa. Somos los vencidos provi-
sionales de un injusto destiteo. Ya vendrá el tiempo, 
estoy seguro, en que nuestra colaboración podrá volver a ser 
verdaderamente pública, como en el pasado, y, como en el 
pasado, Ubre. Mientras tanto continuara por mi parte en 
estas páginas, llenas de la presencia de usted. Aquí con-
servará el ritmo, que fue siempre el suyo, de un acuerdo 
jundamentd, vivificado, en la superjicie, por el provecho-
so juego de nuestras afectuosas discusiones. Entre las ideas 
que me propongo sostener, más de una me llega, sin duda 
alguna, directamente de usted. Respecto de muchas otras 
yo no podría decidir, en buena conciencia, si son de us-
ted, mías o de ambos. Me enorgullece pensar que muchas 
veces me aprobará usted. En ocasiones me criticará. Y 
todo ello será entre nosotros un vinculo más. 
Fougéres (Creuse), 
lo de mayo de 1941. 
7 
INTRODUCCIÓN 
"Papá, explícame para qué sirve la historia", pedía hace 
algunos años a su padre, que era historiador, un muchachi-
to allegado mío. Quisiera poder decir que este libro es mi 
respuesta. Porque no alcanzo a imaginar mayor halago para 
un escritor que saber hablar por igual a los doctos y a los 
escolares. Pero reconozco que tal sencillez sólo es privile-
gio de unos cuantos elegidos. Por lo menos conservaré 
aquí con mucho gusto, como epígrafe, esta pregunta de 
un niño cuya sed de saber acaso no haya logrado apa-
gar de momento. Algunos pensarán, sin duda, que es una 
fórmula ingenua; a mí, por el contrario, me parece del 
todo pertinente.1 El problema que plantea, con la emba-
razosa desenvoltura de esta edad implacable, es nada menos 
que el de la legitimidad de la historia. 
Ya tenemos, pues, al historiador obligado a rendir 
cuentas. Pero no se aventurará a hacerlo sin sentir un ligero 
temblor interior: ¿qué artesano, envejecido en su oficio, 
no se h¿ preguntado alguna vez, con un ligero estremeci-
miento, si ha empleado juiciosamente su vida? Mas el 
debate sobrepasa en mucho los pequeños escrúpulos de una 
moral corporativa, e interesa a toda nuestra civilización oc-
cidental. Porque contra lo que ocurre con otros tipos de 
cultura, ha esperado siempre demasiado de su memoria. 
Todo lo conducía a ello: la herencia cristiana como la he-
rencia clásica. Los griegos y los latinos —nuestros prime-
ros maestros— eran pueblos historiógrafos. El cristianismo 
es una religión de historiadores. Otros sistemas religiosos 
han podido fundar sus creencias y sus ritos en una mitolo-
gía más o menos exterior al tiempo humano. Por libros 
sagrados, tienen los cristianos libros de historia, y sus litur-
gias conmemoran, con los episodios de la vida terrestre de 
un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristia-
nismo es además histórico en otro sentido, quizá más pro-
fundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino 
de la humanidad representa, a sus ojos, una larga aventu-
ra, de la cual cada destino, cada "peregrinación" indivi-
9 
10 INTRODUCCIÓN 
dual, ofrece, a su vez, el reflejo; en Ja duración y, por lo 
tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristia-
na, se desarrolla el gran drama del Pecado y de la Reden-
ción. Nuestro arte, nuestros monumentos literarios, están 
llenos de los ecos del pasado; nuestros hombres de acción 
tienen constantemente en los labios sus lecciones, reales o 
imaginarias. Convendría, sin duda, señalar más de un 
matiz en ¡a psicología de los grupos. Hace mucho tiempo 
que lo observó Cournot; eternamente inclinados a recons-
truir el mundo sobre las líneas de la razón, los franceses 
en conjunto viven sus recuerdos colectivos con mucha me-
nor intensidad que los alemanes, por ejemplo.2 Es tam-
bién indudable que las civilizaciones pueden cambiar; no 
se concibe, como hecho en sí, que la nuestra no se aparte 
un día de la historia. Los historiadores deberán refle-
xionar sobre ello. Porque es posible que si no nos ponemos 
en guardia, la llamada historia mal entendida acabe por 
desacreditar a la historia mejor comprendida. Pero si lle-
gáramos: a eso alguna vez, sería a costa de una profunda rup-
tura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales. 
De momento en esta cuestión no hemos pasado todavía 
de la etapa del examen de conciencia. Cada vez que nues-
tras estrictas sociedades, que se hal an en perpetua crisis 
de crecimiento, se ponen a dudar áe sí mismas, se las ve 
preguntarse si han tenido razón al interrogar a su pasado 
o si lo han interrogado bien. Leed lo que se escribía antes 
de la guerra, lo que todavía puede escribirse hoy: entre las 
inquietudes difusas del tiempo presente oiréis, casi infali-
blemente, la voz de esta inquietud mezclada con las otras. 
En pleno drama me ha sido dado recoger el eco espontáneo 
de ello. Era en junio de 1940, el mismo día, si mal no 
me acuerdo, de la entrada de los alemanes en París. En el 
jardín normando en que nuestro Estado Mayor, privado 
de fuerzas, arrastraba su ocio, remachábamos sobre las cau-
sas del desastre: "¿Habrá que pensar que nos ha engañado 
la historia?", murmuró uno de nosotros. Así la angustia 
del hombre hecho y derecho se unía, con su acento más 
amargo, a la sencilla curiosidad del jovenzuelo. Hay que 
responder a una y a otra. 
INTRODUCCIÓN I I 
Sin embargo, conviene saber qué quiere decir esa pa-
labra "servir". Pero antes de examinarla quiero agregar 
unas palabras de excusa. Las circunstancias de mi vida pre-
sente, la imposibilidad en que me encuentro de usar una 
gran biblioteca, la pérdida de mis propios libros, me obli-
gan a fiarme demasiado de mis notas y de mis experiencias. 
Con demasiada frecuencia me están prohibidas las lecturas 
complementarias, las verificaciones a que me obligan las le-
yes mismas del oficio del que me propongo describir las 
prácticas. ¿Podré, algún día, llenar estas lagunas? Temo 
que nunca del todo. A este respecto, no puedo menos de 
solicitar indulgencia del lector y, diría, "declararme cul-
pable", si ello no implicara echar sobre mí más de lo que 
es justo, las faltas del destino. 
Es verdad que, incluso si hubiera que considerar a lahistoria incapaz de otros servicios, por lo menos podría 
decirse en su favor que distrae. O, para ser más exacto 
—puesto que cada quien busca sus distracciones donde 
quiere—, que así se lo parece a gran número de personas. 
Personalmente, hasta donde pueden llegar mis recuerdos, 
siempre me ha divertido mucho.. En ello no creo diferen-
ciarme de los demás historiadores que, si no es por ésta, 
¿por qué razón se han dedicado a la historia? Para quien 
no sea un tonto de marca mayor, todas las ciencias son 
interesantes. Pero cada sabio sólo encuentra una cuyo cul-
tivo le divierte. Descubrirla para consagrarse a ella es pro-
piamente lo que se llama vocación. 
Por sí mismo, por lo demás, este indiscutible atractivo 
de la historia merece ya que nos detengamos a reflexionar. 
Ante todo, como germen y como aguijón, sn papel ha sido 
y sigue siendo capital. Antes que el deseo de conocimien-
to, el simple gusto; antes que la obra científica plenamente 
consciente de sus fines, el instinto que conduce a ella: la 
evolución de nuestro comportamiento intelectual abunda 
en filiaciones de esta clase. Hasta en terrenos como el de 
la física, los primeros pasos deben mucho a las "colecciones 
de curiosidades". Hemos visto, incluso, figurar a los pe-
queños goces de las antiguallas en la cuna de más de una 
12 INTRODUCCIÓN 
orientación de estudios, que poco a poco se ha cargado de 
seriedad. Ésa es la génesis de la arqueología y, más recien-
temente, del jolklore. Los lectores de Alejandro Dumas 
no son, quizás, sino historiadores en potencia, a los que 
sólo falta la educación necesaria para darse un placer más 
puro, y, a mi juicio, más agudo: el del color verdadero. 
Si, por otra parte, este encanto está muy lejos de 
acabarse, en cuanto da principio la investigación metódica, 
con sus necesarias austeridades; si, entonces, por el con-
trario —como pueden testimoniar todos los verdaderos his-
toriadores^— gana todavía en vivacidad y en plenitud, nada 
hay en ello que, en cierto sentido, no valga para cualquier 
trabajo del espíritu. La historia, sin embargo, tiene indu-
dablemente sus propios placeres estéticos, que no se parecen 
a los de ninguna otra disciplina. Ello se debe a que el es-
pectáculo de las actividades humanas, que forma su objeto 
particular, está hecho, más que otro cualquiera, para seducir 
la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias 
- a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue 
se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. £1 gran 
Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstrac-
tas especulaciones de las matemáticas, o de la teodicea, a 
descifrar viejas cartas o viejas crónicas de la Alemania im-
perial, sentía, como nosotros, esa "voluptuosidad de apren-
der cosas singulares". Cuidémonos de quitar a nuestra cien-
cia su parte de poesía. Cuidémonos, sobre todo, como he 
descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos 
por ello. Sería una formidable tontería pensar que por 
tan poderoso atractivo sobre la sensibilidad, tiene que ser 
menos capaz también de satisfacer a nuestra inteligencia. 
Pero si esa historia a la que nos conduce un atractivo 
que siente todo el universo no tuviera más que tal atrac-
tivo para justificarse; si no fuera, en suma, más que un 
amable pasatiempo como el bridge o la pesca con anzuelo, 
¿merecería que hiciéramos tantos esfuerzos por escribirla? 
Por escribirla, según lo entiendo yo, honradamente, verí-
dicamente, y yendo en la medida de lo posible hasta los re-
sortes más ocultos, es decir, difícilmente. El juego —es-
INTRODUCCIÓN 13 
cribió André Gide— no nos está ya permitido hoy; ni 
siquiera el de la inteligencia, añadía. Esto se escribía en 
1938. En 1942, año en que me ha tocado escribir, ¡el 
propósito adquiere un sentido todavía más grave! A buen 
seguro, en un mundo que acaba de abordar la química del 
átomo, que comienza a sondear apenas el secreto de los 
espacios estelares, en nuestro pobre mundo que, justamente 
orgulloso de su ciencia, no logra, sin embargo, crearse un 
poco de felicidad, las largas minucias de la erudición his-
tórica, harto capaces de devorar toda una vida, merecerían 
ser condenadas como un absurdo derroche de energías casi 
criminal si no condujeran más que a revestir con un poco 
de verdad uno de nuestros sentimientos. O será preciso 
desaconsejar el cultivo de la historia a todos los espíritus 
susceptibles de emplear mejor su tiempo en otros terrenos, 
o la historia tendrá que probar su legitimidad como cono-
cimiento. 
Pero aquí se plantea, una nueva cuestión: ¿Qué es jus-
tamente lo que legitima un esfuerzo intelectual? 
Me imaginé que nadie se atrevería hoy a decir, con los 
positivistas de estricta observancia, que el valor de una in-
vestigación se mide, en todo y por todo, según su aptitud 
para servir a la acción. La experiencia no nos ha enseñado 
solamente que es imposible decidir por adelantado si la? 
especulaciones aparentemente más desinteresadas no se re-
velarán un día asombrosamente útiles a la práctica. Rehu-
sar a la humanidad el derecho a investigar, a calmar su sed 
intelectual sin preocuparse para nada del bienestar, equival-
dría a mutilarla en forma extraña. Aunque la historia fuera 
eternamente indiferente al homo jaber o al homo foli-
ticus, bastaría para su defensa que se reconociera su( necesi-
dad para el pleno desarrollo del homo sapiens. Sin em-
bargo, aun limitada de ese modo, la cuestión dista mucho 
de quedar fácilmente resuelta. 
Porque la naturaleza de nuestro entendimiento lo in-
clina mucho menos a querer saber que a querer .compren-
der. De donde resulta que las únicas ciencias auténticas 
son, según su voluntad, las que logran establecer relaciones 
explicativas entre los fenómenos. Lo demás no es, según 
1 4 INTRODUCCIÓN 
la expresión de Malebranche, más que "polimatía". Ahora 
bien, la polimatía puede muy bien pasar por distracción o 
por manía. Pero hoy menos que en tiempo de Malebran-
che podría pasar por una de las buenas obras de la inteli-
gencia. Independientemente incluso de toda eventual apli-
cación a la conducta, la historia no tendrá, pues, el derecho 
de reivindicar su lugar entre los conocimientos verdadera-
mente dignos de esfuerzo, sino en el caso de que, en vez 
de una simple enumeración, sin lazos y casi sin límites, 
nos prometa una clasificación racional y una inteligibilidad 
progresiva. 
Es innegable, sin embargo, que siempre nos parecerá 
que una ciencia tiene algo de- incompleto si no nos ayuda, 
tarde o temprano, a vivir mejor. ¿Y cómo no pensar esto 
aún más vivamente cuando nos referimos a la historia que, 
según se cree, está destinada a trabajar en provecho del 
hombre; ya que tiene como tema de estudio al hombre y 
sus actos? De hecho, una vieja tendencia a la que se 
supondrá por lo menos un valor instintivo, nos inclina a 
pedir a la historia que guíe nuestra acción; por lo tanto, 
a indignamos contra ella, como el soldado vencido a que 
me he referido, si por casualidad parece manifestar su im-
potencia para hacerlo así. El problema de la utilidad 
de la historia, en sentido estricto, en el sentido "pragmá-
tico" de la palabra útil, no se confunde con el de su legi-
timidad, propiamente intelectual. Es un problema, además, 
que no puede plantearse sino en segundo término. Para 
obrar razonablemente, ¿no es necesario ante todo compren-
der? Pero, so pena de no responder más que a medias a 
las sugestiones más imperiosas del sentido común, aquel 
problema no puede eludirse. 
"Algunos de nuestros consejeros, o quienes quisieran ser-
lo, han respondido ya a estas cuestiones. Pero sólo lo han 
hecho para amargar nuestras esperanzas. Los más indulgen-
tes han dicho: la historia carece de provecho y de solidez. 
Otros, con una severidad nada amiga de medias tintas, 
han dicho: es perniciosa. "El producto más peligroso ela-
borado por la química del intelecto", ha dicho uno de 
INTRODUCCIÓN 15 
ellos, y no de los menos notorios. Estas invectivas tienen 
peligroso atractivo:justifican por adelantado la ignorancia. 
Por fortuna, para lo que subsiste aún en nosotros de curio-
sidad espiritual, esas censuras no carecen quizás de interés. 
Pero si el debate debe ser considerado de nuevo¿ es 
necesario que lo planteemos con datos más seguros. 
Porque hay una precaución que los detractores corrien-
tes de la historia no han tenido en cuenta. Su palabra no 
carece ni de elocuencia ni de esfrit. Pero, por lo general, 
han olvidado informarse con exactitud de lo que hablan. 
La imagen que tienen de nuestros estudios no parece ha-
ber surgido del taller. Huele más a oratoria académica 
que a gabinete de trabajo. Sobre todo, ha prescrito. De 
suerte que incluso pudiera ocurrir que toda esa palabrería 
se haya gastado en exorcizar a un fantasma. Nuestro esfuerzo 
en este dominio debe ser harto distinto. Trataremos de 
buscar el grado de certidumbre de los métodos que usa 
realmente la investigación, hasta en el humilde y delicado 
detalle de sus técnicas. Nuestros problemas serán los mis-
mos que impone cotidianamente al historiador su materia. 
En una palabra, ante todo quisiéramos explicar cómo y por 
qué practica su oficio de historiador. Dejamos que el lector: 
decida a continuación si vale la pena ejercer éste oficio. 
Pongamos atención, sin embargo. Así limitada y com-
' prendida, la tarea puede pasar por sencilla sólo en aparien-
cia. Lo sería, quizás, si estuviéramos frente a una de esas 
artes aplicadas "de las que se ha dicho todo cuando se han 
enumerado, una tras otra, las manipulaciones consagradas. 
1 Pero la historia no es lo mismo que la relojería o la eba-
nistería. Es un esfuerzo para conocer mejor; por lo tanto, 
una cosa en movimiento. Limitarse a describir una ciencia 
tal como se hace será siempre traicionarla un poco. Es mu-
cho más importante decir cómo espera lograr hacerse pro-
gresivamente. Ahora bien, esfuerzo semejante exige de par-
te del analista forzosamente una dosis bastante amplia de 
selección personal. En efecto, toda ciencia se halla, en cada 
una de sus etapas, atravesada constantemente por tendencias 
divergentes, que ho es posible separar sin una especie de an-
ticipación del porvenir. No nos proponemos retrocedei 
16 INTRODUCCIÓN 
aquí ante esta necesidad. En materia intelectual, más que 
en ninguna otra, el horror de las responsabilidades no 
es un sentimiento muy recomendable. Sin embargo, la hon-
radez nos imponía advertir al lector. 
Asimismo, las dificultades que se presentan inevitable-
mente cuando se hace un estudio de los métodos, varían 
mucho según el punto que haya alcanzado momentánea-
mente una disciplina en la curva, siempre un poco irregu-
lar, de su desarrollo. Me imagino que hace cincuenta años, 
cuando todavía reinaba Newton como maestro, era mucho 
más fácil que hoy construir con el rigor de un plano arqui-
tectónico una exposición de la mecánica. Pero la historia 
es todavía una fase mucho más favorable a las certidumbres. 
Porque la historia no es solamente una ciencia en mar-
cha. Es también una ciencia que se halla en la infancia' 
como todas las que tienen por objeto el espíritu humano, 
este recién llegado al campo del conocimiento racional. O, 
por mejor decir, vieja bajo la forma embrionaria del re-
lato, mucho tiempo envuelta en ficciones, mucho más tiem-
po todavía unida a los sucesos más inmediatamente capta-
bles, es muy joven como empresa razonada de análisis. Se 
esfuerza por penetrar en fin por debajo de los hechos de 
la superficie; por rechazar, después de las seducciones 
de la leyenda o de la ret'rica, los venenos, hoy más peli-
grosos, de la rutina erudita y del empirismo disfrazado de 
sentido común. No ha superado aún, en algunos problemas 
esenciales de su método, los primeros tanteos. Razón por 
la cual Fustel de Coulanges y, antes que él, Bayk no es-
taban, sin duda, totalmente equivocados cuando la llama-
ban "la más difícil de todas las ciencias"., 
¿Pero es esto una ilusión? Por incierta que siga siendo 
en tantos puntos nuestra ruta, me parece que* estamos ac-
tualmente mejor situados que nuestros predecesores inme-
diatos para ver con mayor claridad. 
Las generaciones que han'precedido inmediatamente a 
la nuestra, en las últimas décadas del siglo xix y hasta en 
los primeros años del xx, han vivido como alucinadas por 
una imagen demasiado rígida, una imagen verdaderamen-
INTRODUCCIÓN 1J 
te comtiana de las ciencias del mundo físico. Extendiendo 
al conjunto de las adquisiciones del espíritu este sistema 
prestigioso, consideraban que no puede haber conocimien-
to auténtico que no pueda desembocar en certidumbres 
formuladas bajo el aspecto de leyes imperiosamente uni-
versales por medio de demostraciones irrefutables. Ésta era 
una opinión casi unánime. Pero, aplicada a los estudios 
históricos, dio Isgar a dos tendencias opuestas, en razón de 
los distintos temperamentos. 
Unos creyeron posible, en efecto, instituir una cien-
cia de la evolución humana conforme con este ideal en 
cierto modo pan-científico, y trabajaron con afán para 
crearla, sin perjuicio, por lo demás, de optar finalmente 
por dejar fuera de los efectos de este conocimiento de 
los hombres muchas realidades muy humanas, pero que les 
parecían desesperadamente rebeldes a un saber racional. 
Este residuo era lo que llamaban desdeñosamente el acon-
tecimiento; era también una parte de la vida más íntima-
mente individual. Tal fue, en suma, la posición de la es-
cuela sociológica fundada por Durkheim. Por lo menos si 
no se consideran las sutilezas que con la primera rigidez 
de los principios trajeron poco a poco hombres demasiado 
inteligentes para no sufrir, incluso a su pesar, la presión 
de las cosas. A este gran esfuerzo deben mucho nues-
tros, estudios. Nos ha enseñado a analizar con mayor 
profundidad, a enfocar más de cerca los problemas, a pen-
sar, me atrevo a decir, de manera menos barata. De ese 
esfuerzo no hablaremos aquí sino con un respeto y un agra-
decimiento infinitos. Si hoy nos parece superado, ése es el 
precio que pagan por su fecundidad, tarde o temprano, to-
dos los movimientos intelectuales. 
Otros investigadores, sin embargo, adoptaron en ese 
momento una actitud muy diferente. No logrando insertar 
la historia en los marcos del lcgalismo físico, particular-
mente preocupados, además -—a causa de su primera edu-
cación—, por las dificultades, las dudas, el frecuente volver 
a empe'ar de la crítica documental, extrajeron de la ex-
periencia, ante todo, una lección de humildad desengañada. 
Les pareció que la disciplina a que habían consagrado su 
18 INTRODUCCIÓN 
inteligencia no podía ofrecer, a fin de cuentas, conclusiones 
muy seguras en el presente, ni muchas perspectivas de pro-
greso en el futuro. Se inclinaron a ver en ella, más que un 
conocimiento verdaderamente científico, una especie de 
juego estético, o, por lo menos, de ejercicio higiénico fa-
vorable a la salud del espíritu. A menudo se les ha llamado 
"historiadores historizantes", sobrenombre injurioso para 
nuestra corporación, pues parece considerar la esencia de la 
historia en la propia negación de sus posibilidades. Por mi 
parte, yo les encontraría de buena gana una rúbrica más ex-
presiva en el momento del pensamiento francés al que per-
tenecen. 
El amable y escurridizo Silvestre Bonnard es un anacro-
nismo, si se atiene uno a las fechas en que el libro fija su 
actividad, justamente como esos santos antiguos pintados 
ingenuamente por los escritores de la Edad Media, bajo los 
colores de su propio tiempo. Silvestre Bonnard (por poco 
que se atribuya, aunque sea por un instante, a esta sombra 
inventada, una existencia humana), el "verdadero" Silves-
tre Bonnard, nacido en el Primer Imperio —la generación 
de los grandes historiadores románticos, le hubiera contado 
entre los suyos—, habría compartido con ella los entusiasmos 
emocionados y fecundos, la fe un poco candida en el por-
venir de la '.'filosofía" de la historia. Olvidemos la época 
a la que se dice que perteneció y situémosle en laque se 
escribió su vida imaginaria: merecerá figurar como el pa-
trón, como el santo corporativo de todo un grupo de his-
toriadores, que fueron más o menos los contemporáneos 
intelectuales de su biógrafo: trabajadores profundamente 
honestos, pero de aliento un poco corto y de los que se di-
ría a veces que, como esos niños cuyos padres se han diverti-
do mucho, llevaban en los huesos la fatiga de las grandes or-
gías históricas del romanticismo, dispuestos a empequeñecerse 
ante sus colegas del laboratorio, mas deseosos, en suma, de 
aconsejarnos prudencia más que empuje. ¿Sería dema-
siado malicioso querer buscar su divisa en la sorprendente 
frase que. se le escapó un día al hombre de inteligencia 
tan viva que fue mi querido maestro Charles Scignobos: 
"Es muy útil hacerse preguntas, pero muy peligroso res-
INTRODUCCIÓN 1 9 
ponderlas"? No es ése, a buen seguro, el propósito de un 
fanfarrón. Pero si los físicos no hubieran hecho más pro-
fesión de intrepidez, ¿dónde estaría a este respecto la 
física? 
'Ahora bien, nuestra atmósfera mental no es ya la misma. 
La teoría cinética del gas, la mecánica einsteiniana, la teo-
ría de los quanta, han alterado profundamente la idea que 
ayer todavía se formaba cada cual de la ciencia. No la han 
rebajado, pero la han suavizado. Han sustituido en muchos 
puntos lo cierto por lo infinitamente probable; lo rigurosa-
mente mensurable por la noción de la eterna relatividad 
de la medida. Su acción se ha hecho sentir incluso sobre 
los -innumerables espíritus —entre los cuales debo contarme 
yo— a quienes las debilidades de su inteligencia o de su 
educación les prohiben seguir esa metamorfosis en otra 
forma que no sea de muy lejos y por reflejo. Así, para lo 
sucesivo, estamos mucho mejor dispuestos a admitir que un 
conocimiento puede pretender el nombre de científico 
aunque no se confiese capaz de realizar demostraciones eu-
clidianas o de leyes inmutables de repetición. Hoy acep-
tamos mucho más fácilmente hacer de la certidumbre y 
del universalismo una cuestión de grados. No sentimos ya 
la obligación de tratar de imponer a todos los objetos del 
saber un modelo intelectual uniforme, tomado de las cien-
cias de la naturaleza física, pues sabemos que en las propias 
ciencias físicas ese modelo no se aplica ya completo. Aún 
no sabemos muy bien qué serán un día las ciencias del 
hombre. Sabemos que para ser —obedeciendo siempre, por 
supuesto, a las leyes fundamentales de la razón— no ten-
drán necesidad de renunciar a su originalidad ni de aver-
gonzarse de ello. 
Me gustaría que entre los historiadores de profesión, 
los jóvenes sobre todo, se habituaran a reflexionar sobre 
estas vacilaciones, sobre estos perpetuos "arrepentimientos" 
de nuestro oficio. Ésa será para ellos mismos la mejor ma-
nera de prepararse, por una elección deliberada, a conducir 
razonablemente sus esfuerzos. Sobre todo me gustaría ver-
los acercarse, cada vez en número mayor, a esta historia a 
la vez ampliada y tratada con profundidad, cuyo diseño 
2 0 INTRODUCCIÓN 
concebimos varios —cada día menos raros—. Si mi libro 
puede ayudarlos tendré la impresión de que no habrá sido 
absolutamente inútil. Tiene, lo reconozco, algo de pro-
grama. 
Pero yo no escribo únicamente, ni sobre todo, para el 
uso interior del taller. Tampoco me ha parecido que fue-
ra menester ocultar a los simples curiosos nada de las irreso-
luciones de nuestra ciencia. Estas irresoluciones son nuestra 
excusa. Mejor aún: a ellas se debe la frescura de nuestros 
estudios. No sólo tenemos el derecho de reclamar a favor 
de la historia la indulgencia debida a todos los comienzos. 
Lo inacabado, si tiende perpetuamente a superarse, tiene 
para todo espíritu un poco ardiente una seducción que 
bien vale por la del éxito más cabal. Al buen labrador 
—ha dicho, más o menos Péguy— le gustan las labores y 
la siembra tanto como la recolección. 
Conviene que estas palabras introductorias terminen con 
una confesión personal. Considerada aisladamente, cada 
ciencia no representa nunca más que un fragmento del 
movimiento universal hacia el conocimiento. Ya se me ha 
presentado la ocasión de dar un ejemplo de ello más arriba: 
para entender y apreciar bien estos procedimientos de 
investigación, aunque se trate de los más particulares en 
apariencia, sería indispensable saberlos unir con un trazo 
perfectamente seguro al conjunto de las tendencias que se 
manifiestan en el mismo momento en las demás clases de 
disciplina. Ahora bien, este estudio de los métodos consi-
derados en sí mismos constituye, a su manera, una espe-
cialidad, cuyos técnicos se llaman filósofos. Es éste un tí-
tulo al que me está vedado aspirar. Por esta laguna de 
mi primera educación el presente ensayo perderá mucho, 
sin duda, en precisión de lenguaje como en amplitud de 
horizonte. No puedo presentarlo sino como lo que es: el 
memento de un artesano al que siempre le ha gustado 
meditar sobre su tarea cotidiana; el "carnet" de un ofi-
cial que ha manejado durante muchos años la toesa y el 
nivel, sin creerse por eso matemático. 
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
I. LA ELECCIÓN DEL HISTORIADOR 
La palabra historia es muy vieja, tan vieja que a veces ha 
llegado a cansar. Cierto que muy rara vez se ha llegado a 
querer eliminarla del vocabulario. Incluso los sociólogos 
de la escuela durkheimiana la admiten. Pero sólo para re-
legarla al último rincón de las ciencias del hombre: especie 
de mazmorras, donde arrojan los hechos humanos, conside-
rados a la vez los más superficiales y los más fortuitos, al 
tiempo que reservan a la sociología todo aquello que les 
parece susceptible de análisis racional. 
A esa palabra, por el contrario, le conservaremos nos-
otros aquí su más amplia significación. No nos veda de an-
temano ningún género de investigación, ya se proyecte de 
preferencia hacia el individuo o hacia la sociedad, hacia 
la descripción de las crisis momentáneas o hacia la búsqueda 
de los elementos más durables; no encierra en sí misma 
ningún credo; no compromete a otra cosa, según su etimo-
logía original, que a la "investigación". Sin duda desde 
que apareció, hace más de dos milenios, en los labios de los 
hombres, ha cambiado mucho de contenido. Ése es el 
destino, en el lenguaje, de todos los términos verdadera-
mente vivos. Si las ciencias tuvieran que buscarse un nom-
bre nuevo cada vez que hacen una conquista, ¡cuántos 
bautismos habría y cuánta pérdida de tiempo en el reino 
de las academias! 
Pero por el hecho de que permanezca apaciblemente 
fiel a su glorioso nombre heleno, nuestra historia no será 
la misma que escribía Hecateo de Mileto, como la física 
de Lord Kelvin o de Langevin no es la de Aristóteles. 
¿Qué es entonces la historia? 
No tendría interés alguno que encabezáramos este li-
bro, centrado en torno a los problemas redes de la inves-
tigación, exponiendo una larga y rígida definición. ¿Qué 
2 1 •' 
2 2 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
trabajador serio se ha detenido nunca ante semejantes 
artículos de fe? Su cuidadosa precisión no deja sola-
mente escapar lo mejor de todo impulso intelectual: en-
tiéndase bien, lo que hay en él de simples veleidades de 
impulso hacia un saber todavía mal determinado, de po-
tencia de extensión. Su peligro más grave consiste en no 
definir tan cuidadosamente sino con el único fin de deli-
mitar mejor: "Lo que sin duda puede reducir —dice el 
Guardián del dios Término— es este tenia o esta manera 
de tratarlo. Pero cuidado, ¡oh efebo!: eso no es historia." 
¿Somos, pues, veedores de los tiempos antiguos para codi-
ficar las tareas permitidas a las gentes del oficio, y, sin duda, 
una vez cerrada la lista, para reservar el ejercicio de esas 
tareas a nuestros maestros patentados? 3 Los físicos y los 
químicos son más discretos: que yo sepa jamás se les ha 
visto querellarse sobre los derechos respectivos de la física, 
de la química, de la quimicafísica o —suponiendo que 
este término exista— de la fisicaquímica. 
No es menos cierto quefrente a la inmensa y confusa 
realidad, el historiador se ve necesariamente obligado a se-
ñalar el punto particular de aplicación de sus útiles; en 
consecuencia, a hacer en ella una elección, elección que, evi-
dentemente, no será la misma que, por ejemplo, la del 
biólogo: que será propiamente una elección de historiador. 
Éste es un auténtico problema de acción. Nos seguirá a lo 
largo de nuestro estudio. 
II. LA HISTORIA Y LOS HOMBRES 
Se ha dicho alguna vez: "la Historia es la ciencia del pa-
sado". Me parece una forma impropia de hablar. 
Porque, en primer lugar, es absurda la idea de que el 
pasado, considerado como tal, pueda ser objeto de la cien-
cia. Porque ¿cómo puede ser objeto de un conocimiento 
racional, sin una delimitación previa, una serie de fenó-
menos que no tienen otro carácter común que el no ser 
nuestros contemporáneos? ¿Cabe imaginar en forma se-
mejante una ciencia total del Universo en su estado actual? 
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 2} 
Sin duda, en los orígenes de la historiografía estos 
escrúpulos no embarazaban apenas a los viejos analistas. 
Contaban confusamente acontecimientos sólo unidos entre 
sí por la circunstancia de haberse producido aproximada-
mente en el mismo momento: los eclipses, las granizadas, 
la aparición de sorprendentes meteoros, con las bátalas, los 
tratados, la muerte de héroes y reyes. Pero en esta primera 
memoria de la humanidad, confusa como una percepción 
infantil, un esfuerzo de análisis sostenido ha realizado poco a 
poco la clasificación necesaria. Es cierto que el lenguaje, por 
esencia tradicionalista, conserva voluntariamente el nombre 
de historia a todo estudio de un cambio en la duración.,. 
La costumbre carece de peligro, porque no engaña a nadie. 
En este sentido hay una historia del sistema solar, yi que 
los astros que lo componen no han sido siempre como los 
vemos. Esa historia incumbe a la astronomía. Hay una 
historia de las erupciones volcánicas que seguramente tiene 
el mayor interés para la física del globo. Esa historia no 
pertenece a la historia de los historiadores. 
O, por lo menos, no le pertenece quizás más que en la 
medida en que se viera que sus observaciones, por algún 
sesgo especial, se unen a las preocupaciones específicas de 
nuestra historia de historiadores. ¿Entonces, cómo se es-
tablece en la práctica la repartición de las tareas? Un ejem-
plo bastará para que lo comprendamos, mejor, sin duda, 
que muchos discursos. 
En el siglo x de nuestra era había un golfo profundo, 
el Zwin, en la costa flamenca. Después se cegó. ¿"A qué 
rama del conocimiento cabe asignar el estudio de este fe-
nómeno? Al pronto, todos responderán que a la geología. 
Mecanismo de los aluviones, función de 'las corrientes ma-
rítimas, cambios tal vez en él nivel de los océanos. ¿No ha 
sido creada y traída al mundo la geología para que trate 
de todo eso? Sin duda. No bostante, cuando se examina 
la cuestión más de cerca, descubrimos que Jas cosas no son 
tan sencillas. 
¿Se trata ante todo de escrutar los orígenes de la 
transformación? He aquí ya a nuestro geólogo obligado 
2 4 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
a plantearse cuestiones que no son estrictamente de su in-
cumbencia. Porque, sin duda, el colmataje fue cuando 
menos favorecido por la construcción de diques, por la 
desviación de canales, por desecaciones: actos humanos, na-
cidos de necesidades colectivas y que sólo fueron posibles 
merced a una estructura social determinada. 
En el otro extremo de la cadena, nuevo problema: el 
de las consecuencias. A poca distancia del fondo del golfo 
había una ciudad: Brujas, que se comunicaba con él por 
corto trecho de río. Por las aguas del Zwin recibía o ex-
pedía la mayor parte de las mercancías que hacían de ella, 
guardando todas las proporciones, el Londres o el Nueva 
York de aquel tiempo. El golfo se fue cegando, cada día 
más ostensiblemente. Buen trabajo tuvo Brujas, a medida 
que se alejaba la superficie inundada, de adelantar cada vez 
más sus antepuertos: fueron quedando paralizados sus mue-
lles. Sin duda no fue ésa la única causa de su decadencia. 
¿Actúa alguna vez lo físico sobre lo social sin que su acción 
sea preparada, ayudada o permitida por otros factores que 
vienen ya del hombre? Pero en el movimiento de las 
ondas causales, aquella causa cuenta al menos, sin duda, 
entre las más eficaces. 
Ahora bien, la obra de una sociedad que modifica según 
sus necesidades el suelo en que vive es, como todos perci-
bimos por instinto, un hecho eminentemente "histórico". 
Asimismo, las vicisitudes de un rico foco de intercam-
bios; por un ejemplo harto característico de la topografía 
del saber, he ahí, pues, de una parte, un punto de inter-
sección en que la alianza de dos disciplinas se revela 
indispensable para toda tentativa de explicación; de otra 
parte, un punto de tránsito, en que una vez que se ha 
dado cuenta de un fenómeno y que sólo sus efectos, por 
lo demás, están en la balanza, es cedido en cierto modo 
definitivamente por una disciplina a otra. ¿Qué ha ocu-
rrido, cada vez, que haya parecido pedir imperiosamente la 
intervención de la historia? Es que ha aparecido lo humano. 
En efecto, hace mucho que nuestros grandes antepasa-
dos, un Michelet y un Fustel de Coulanges, nos habían 
enseñado a reconocerlo: el objeto de la historia es esencial-
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 2J 
mente el hombre.4 Mejor dicho: los hombres. Más que 
el singular, favorable a la abstracción, conviene a una cien-
cia de lo diverso el plural, que es el modo gramatical de 
la relatividad. Detrás de los rasgos sensibles del paisaje, 
de las herramientas o de las máquinas, detrás de los es-
critos aparentemente más fríos y de las instituciones apa-
rentemente más distanciadas de los que las han creado, la 
historia quiere aprehender a los hombres.15 Quien no lo lo-
gre no pasará jamás, en el mejor de los casos, de ser un 
obrero manual de la erudición. Allí donde huele la carne 
humana, sabe que está su presa. 
Del carácter de la historia, en cuanto conocimiento 
de los hombres, depende su posición particular frente ai 
problema de la expresión. ¿Es la historia una ciencia o 
un arte? Hacia 1800 les gustaba a nuestros tatarabuelos 
discernir gravemente sobre este punto. Más tarde, por los 
años de 1890, bañados en una atmósfera de positivismo un 
tanto rudimentaria, se pudo ver cómo se indignaban los 
especialistas del método porque en los trabajos históricos 
el público daba importancia, según ellos excesiva, a lo que 
se llamaba la "forma". ¡El arte contra la ciencia, la forma 
contra el fondo! ¡Cuántas querellas que más vale mandar 
al archivo de la escolástica! 
No hay menos belleza en una exacta ecuación que en 
una frase precisa. Pero cada ciencia tiene su propio lenguaje 
estético. Los hechos humanos son esencialmente fenómenos 
muy delicados y muchos de ellos escapan a la medida ma-
temática. Para traducirlos bien y, por lo tanto, para com-
prenderlos bien (¿acaso es posible comprender perfectamen-
te lo que no se sabe decir?) se necesita gran finura de 
lenguaje, un color adecuado en . el tono verbal. Allí 
donde es imposible calcular se impone sugerir. Entre la 
expresión de las realidades del mundo físico y la ex-
presión de las realidades del espíritu humano, el contraste 
es, en suma, el mismo que entre la tarea del obrero que 
trabaja con una fresadora y la tarea del violero: los dos tra-
bajan al milímetro, pero el primero usa instrumentos 
mecánicos 'de precisión y el violero se guía, sobre todo, 
26 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
por la sensibilidad del oído y de los dedos. No'sería con-
veniente que uno y otro trataran de imitarse respectiva-
mente. ¿Habrá quien niegue que hay un tacto de las 
palabras como hay un tacto de la mano? 
III. EL. TIEMPO HISTÓRICO •» 
"Ciencia de los hombres", hemos dicho. • La frase es.' de-
masiado vaga todavía. Hay que agregar: "de los hombres 
en el tiempo". El historiador piensa no sólo lo "huntáno"* 
La atmósferaen que su pensamiento respira naturalmente 
es la categoría de la duración. 
E* difícil, sin duda, imaginar que una ciencia, sea la 
que fuer-e, pueda hacer abstracción del tiempo. Sin em-
bargo, para muchas ciencias que, por convención, dividen 
el tiempo en fragmentos artificialmente homogéneos, éste 
apenas representa algo más que una medida. Por el con-
trario «1 tiempo de la historia, realidad concreta y viva 
abandonada a su impulso irrevertible, es el plasma mismo 
en que se bañan los fenómenos y algo así como el lugar 
de su inteligibilidad. El número de segundos, de años o de 
siglos que exige un cuerpo radiactivo para convertirse en 
otros cuerpos, es un dato fundamental de la atomística. 
Pero que esta o aquella de sus metamorfosis haya ocurrido 
hace mil años, ayer u hoy, o que deba producirse mañana, 
es una consideración que interesa sin duda al geólogo, 
porque la geología es a su manera una disciplina histórica, 
mas deja al físico perfectamente impávido. En cambio, a 
ningún historiador le bastará comprobar que César necesitó 
ocho años para conquistar la Galia; que Lutero necesi-
tó quince años para que del novicio ortodoxo de Erfurt 
saliera el reformador de Wittemberg. Le interesa mucho 
más señalar el lugar exacto que ocupa la conquista de la 
Galia en la cronología de las vicisitudes de las sociedades 
europeas; y sin negar en modo alguno lo que haya podido 
contener de eterno una crisis del alma como la del hermano 
Martín, no creerá haber rendido cuenta exacta de ella más 
que después de fijado con precisión su momento en la 
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 2 7 
curva de los destinos simultáneos del hombre que fue su 
héroe y de la civilización que tuvo por clima. 
Ahora bien, este tiempo verdadero es, por su propia 
naturaleza, un continuo. Es también cambio perpetuo. De 
la antítesis de estos dos atributos provienen los grandes 
problemas de la investigación histórica. Éste, antes que 
otro alguno, pues, pone en tela de juicio hasta la razón de 
nuestros trabajos. Consideremos dos períodos sucesivos de-
marcados en el suceder ininterrumpido de'los tiempos. ¿En 
qué medida el lazo que establece entre ellos el flujo de 
la duración es mayor o menor que las diferencias nacidas 
de la propia duración? ¿Habrá que considerar el conoci-
miento del período más antiguo como necesario o super-
fluo para el conocimiento del más reciente? 
IV. E L ÍDOLO DE LOS ORÍGENES 
Nunca es malo comenzar con un mea culpa. Naturalmente 
cara a los hombres que hacen del pasado el principal tema 
de investigación, la explicación de lo más próximo por lo 
más lejano ha dominado a menudo nuestros estudios hasta 
la hipnosis. En su forma más característica, este ídolo 
de la tribu de los historiadores tiene un nombre: la obse-
sión de los orígenes. En el desarrollo del pensamiento his-
tórico esa obsesión ha tenido también su momento de favor 
particular. 
Creo que fue Renán quien escribió un día (cito sólo 
de memoria y me temo que con inexactitud): "En todas 
las cosas humanas los orígenes merecen ser estudiados antes 
que nada." Y antes que él había dicho Sainte-Beuve: "Es-
pío y noto con curiosidad lo que comienza." Es una idea 
muy propia de su tiempo, tan propia como la palabra orí-
genes. A los Orígenes del Cristianismo respondieron poco 
más tarde los Orígenes de la Francia' Contemporánea, Sin 
contar los epígonos. Pero el término es inquietante, porque 
es equívoco. 
¿Significa simplemente "los principios"? Eso sería 
más o menos claro. Habrá, sin embargo, que hacer una 
reserva: la noción misma de este punto inicial aplicado a 
28 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
la mayoría de las realidades históricas sigue siendo sin-
gularmente huidiza. Cuestión de definición sin duda. De 
una definición que con demasiada facilidad se olvida por 
desgracia. 
Cuando se habla de los orígenes ¿debemos entender, 
por el contrario, las causas? En ese caso no habrá más 
dificultades de las que constantemente (y más todavía, 
sin duda, en las ciencias del hombre) son, por naturaleza, 
inherentes a las investigaciones causales. 
Pero con frecuencia se establece entre los dos sentidos 
una contaminación tanto más temible cuanto que, en gene-
ral, no se percibe muy claramente. En el vocabulario co-
rriente los orígenes son un comienzo que explica. Peor 
aún: que basta para explicar. Ahí radica la ambigüedad, 
ahí está el peligro. 
Sería una interesantísima investigación la que tratara 
de estudiar esta obsesión emhriogénica tan notor iacn todas 
las preocupaciones de los exégetas. " N o comprendo vues-
tra emoción -—confesaba Barres a un saceídote que había 
perdido la fe—, ¿Qué tienen que ver con mi sensibilidad 
las discusiones de un puñado de sabios sobre unas pala-
bras hebreas? Basta la atmósfera de las iglesias." Y Mau-
rras, a su vez: "¿Qué me importan los evangelios de cuatro 
judíos oscuros?" ("oscuros" quiere decir, me imagino, ple-
beyos; porque parece difícil no reconocer a Mateo, Marcos, 
Lucas y Juan cierta notoriedad literaria). Estos bromistas 
sólo quieren presumir, y seguramente ni Pascal ni Bossuet 
hubieran hablado así. Es indudable que se puede concebir 
una experiencia religiosa que no deba nada a la historia. Al 
deísta puro le basta una iluminación interior para creer 
en Dios. N o para creer en el Dios de los cristianos. Por-
que el cristianismo, como he recordado ya, es esencialmente 
una religión histórica: entiéndase bien, una religión cuyos 
dogmas primordiales descansan sobre acontecimientos. Vol-
ved a leer nuestro Credo: "Creo en Jesucristo. . . que fue 
crucificado bajo Poncio Pilatos.. . y al tercer día resucitó 
de entre los muertos." Ahí los comienzos de la fe son tam-
bién sus fundamentos. 
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 20, 
Ahora bien, por un CQntagio sin duda inevitable, estas 
preocupaciones, que en un determinado análisis religioso 
podían tener su razón de ser, se extendieron a campos de 
la investigación en que su legitimidad era mucho más dis-
cutible. Ahí también fue puesta al servicio de los valores 
una historia centrada en los nacimientos. ¿Qué se pro-
ponía Taine al escrutar los orígenes de la Francia de su 
tiempo, sino denunciar el error de una política surgida, 
según pensaba, de una falsa filosofía del hombre? Se tra-
tara de las invasiones germánicas o de la conquista de In-
glaterra por los normandos, el pasado no fue empleado tan 
activamente para explicar el presente más que con el desig-
nio de justificarlo mejor o de condenarlo. De tal manera 
que en muchos casos el demonip de los orígenes fue quizás 
solamente un avatar de ese otro enemigo satánico de la 
verdadera historia: la manía de enjuiciar. 
Volvamos, sin embargo, a los estudios cristianos. Una 
cosa es, para la conciencia inquieta que se busca a sí misma, 
una regla para fijar su actitud frente a la religión católica, 
tal y como se define cotidianamente en nuestras iglesias, y 
otra es, para el historiador, explicar, como un hecho de ob-
servación, el catolicismo actual. Aunque sea indispensable, 
por supuesto, para una inteligencia justa de los fenómenos 
religiosos actuales, el conocimiento de sus comienzos, éste 
no basta a explicarlos. Con objeto de simplificar el proble-
ma, renunciemos incluso a preguntarnos hasta qué punto, 
bajo un nombre que no ha cambiado, ha permanecido la 
fe realmente inmutable en su sustancia. Por intacta que se 
suponga a una tradición, habrá siempre que dar las razo-
nes de su mantenimiento. Razones humanas, se entiende; 
la hipótesis de una acción providencial escaparía a la cien-
cia. En una palabra, la cuestión no es saber si Jesús fue 
crucificado y luego resucitó. Lo que se trata de compren-
der es por qué tantos hombres creen en la Crucifixión y 
en la Resurrección. Ahora bien, la fidelidad a una creen-
cia no es, evidentemente, más que uno de los aspectos de la 
vida general del grupo en que ese carácter se manifiesta. 
Se sitúa como un nudo en el que se mezclan una multitud 
3 0 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPOde rasgos convergentes, sea de estructura social, sea de 
mentalidad colectiva. En una palabra, plantea todo un 
problema de clima humano. El roble nace de la bellota. 
Pero sólo llega a ser roble y sigue siendo roble si encuentra 
condiciones ambientales, las cuales no pertenecen al cam-
po de la embriología. 
Hemos citado la historia religiosa sólo a manera de 
ejemplo. Pero a todo estudio de la actividad humana 
amenaza el mismo error: confundir una filiación con una 
explicación. 
Se trata, en suma, de la ilusión de los viejos etimólogos, 
que pensaban haber agotado el tema cuando, frente al sen-
tido actual, ponían el sentido más antiguo conocido: cuando 
habían probado, supongo, que la palabra "bureau" desig-
naba primitivamente una tela, o qué la palabra "timbre" 
designaba un tambor. Como si el verdadero problema no 
consistiera en saber cómo y por qué se produjo el desliza-
miento. Como si, sobre todo, cualquier palabra no tuviera 
su función fijada, en la lengua, por el estado contempo-
ráneo del vocabulario: la cual se halla determinada a su 
vez por las condiciones sociales del momento. "Bureaux", 
en "bureaux" de ministerio, quiere decir una burocracia. 
Cuando yo pido "timbres" en una oficina de correos, el 
empleo que hago del término ha exigido, para establecerse, 
junto con la organización lentamente elaborada de un ser-
vicio postal, la transformación técnica decisiva para la apa-
rición de los intercambios del pensamiento humano, que 
sustituyó, en una época" determinada, la impresión de un 
sello por Ja aplicación de una viñeta engomada. Ello sólo 
ha sido posible porque, especializadas por oficios, las dife-
rentes acepciones del antiguo nombre se han separado ya de 
tal modo una de otra, que no hay peligro de que se con-
funda el timbre que voy a pegar en mi sobre y, por 
ejemplo, aquel cuya pureza en sus instrumentos me elo-
giará el vendedor de música. 
Se habla de los "orígenes del régimen feudal". ¿Dón-
de buscarlos? Unos han dicho que "en Roma", otros que 
"en Germania". Las razones de estos espejismos son evi-
LA HISTORIA,. IX» HOMBRES T EL TIEMPO 31 
dentes. Aquí y allí había efectivamente ciertos usos —re-
laciones de clientela, compañerismo guerrero, posesión del 
feudo como salario por los servicios— que las generaciones 
posteriores, contemporáneas, en Europa, de las llamadas 
épocas feudales, habrían de continuar. No, por lo demás 
sin modificarlas mucho. En uno y otro lado se empleaban 
palabras —"beneficio" (benejicium) entre los latinos, "feu-
do" entre los germanos—, que iban a seguir siendo em-
pleadas por esas generaciones dándoles poco a poco, sin 
advertirlo, un contenido casi enteramente nuevo. Porque, 
para desesperación de los historiadores, los hombres no 
tienen el hábito de cambiar de vocabulario cada vez que 
cambian de costumbres. Todas éstas son pruebas llenas de 
interés. ¿Cabrá pensar que agotan el problema de las 
causas? El feudalismo europeo, en sus instituciones carac-
terísticas, no fue un tejido de supervivencias arcaicas. Du-
rante una fase determinada de nuestro pasado nació de 
todo un ambiente social. 
Seignobos ha escrito en alguna parte: "Creo que las 
ideas revolucionarias del siglo xvm provienen de las ideas 
inglesas del siglo xvn." ¿Trataba con ello de decir que 
habiendo leído los escritos ingleses del siglo anterior o 
que habiendo sufrido indirectamente su influencia» los 
publicistas franceses de la época de las luces adoptaron 
los principios políticos de aquéllos? Podrá dársele la ra-
zón, suponiendo al menos que nuestros filósofos no pusie-
ran verdaderamente nada suyo original en las fórmulas ex-
tranjeras, como sustancia intelectual, o como tonalidad de 
sentimiento. Pero incluso reducida de ese modo, no sin 
cierta arbitrariedad, al hecho de haberlas tomado prestadas, 
la historia de este movimiento de las ¡deas estará muy le-
jos de haber quedado completamente esclarecida. Porque 
siempre subsistirá el problema de saber por qué ocurrió la 
transmisión en la fecha indicada, ni más pronto ni más 
tarde. Todo contagio supone dos cosas: generaciones mi-
crobianas, y, en el instante en que prende el mal, un 
"terreno". 
En una palabra, un fenómeno histórico nunca puede 
ser explicado en su totalidad fuera del estudio de su mo-
3 2 LA HÍSTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
mentó. Esto es cierto de todas las etapas de la evolución. 
De la etapa en que vivimos como de todas las demás. Ya 
lo dijo el proverbio árabe antes que nosotros: "Los hom-
bres se parecen más a su tiempo que a sus padres." El 
estudio del pasado se ha desacreditado en ocasiones por 
haber olvidado esta muestra de la sabiduría oriental. 
V . LOS LÍMITES DE LO ACTUAL Y DE LO INACTUAL 
¿Hay que creer, sin embargo, que por no explicar todo 
el presente, es el pasado totalmente inútil para explicarlo? 
Lo curioso es que hoy pueda plantearse esta cuestión. 
En efecto, hasta hace muy poco tiempo, esa cuestión 
parecía a casi todo el mundo resuelta por adelantado. 
"Quien quiera atenerse al presente, a lo actual, no com-
prenderá lo actual", escribía Michelet en el siglo pasado, a 
la cabeza de su hermoso libro El fueblo, lleno sin em-
bargo de las pasiones del momento. Y ya Leibniz incluía 
entre los beneficios que esperaba de la historia "los oríge-
nes de las cosas presentes descubiertos en las cosas pasadas; 
porque —agregaba— una realidad to se comprende nunca 
mejor que por sus causas".6 
Pero desde la época de Leibniz, desde la época de 
Michelet, ha ocurrido un hecho extraordinario: las revo-
luciones sucesivas de las técnicas han aumentado conside-
rablemente el intervalo psicológico entre las generaciones. 
No sin cierta razón, quizá, el hombre de la edad de la 
electricidad o del avión se siente muy lejos de sus ante-
pasados. De buena gana e imprudentemente concluye que 
ha dejado de estar determinado por elloí. Agregúese a lo 
anterior la indicación modernista innata a toda mentalidad 
de ingeniero. Para echar a andar o para reparar una dina-
mo ¿es necesario conocer las ideas del viejo Volta sobre 
el galvanismo? Por una analogía ciertamente falsa, pero 
que se impone espontáneamente a más de una inteligencia 
sometida a la máquina, se pensará igualmente que para com-
prender los grandes problemas humanos de la hora presente 
y tratar de resolverlos, de nada sirve haber analizado sus 
antecedentes. Cogidos ellos también, sin darse cuenta exac-
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 33 
ta de ello, en esta atmósfera modernista, ¿cómo no van a 
tener los historiadores la sensación de que, asimismo en su 
dominio, no se desplaza con movimiento menos cons-
tante la frontera que separa lo reciente de lo antiguo? El 
régimen de la moneda estable y del patrón oro, que ayer 
figuraba en todos los manuales de economía política como 
la norma misma de la actualidad, ¿es para el economista ac-
tual todavía presente o historia considerablemente enmohe-
cida? Tras estos paralogismos es fácil descubrir, por lo 
tanto, un haz de ideas menos inconsistentes y cuya sim-
plicidad, al menos aparente, ha seducido a ciertos espíritus. 
Créese que es posible poner aparte en el largo decurso 
del tiempo una fase de corta extensión. Relativamente 
poco distante de nosotros en su punto de partida, esa fase 
comprende en su última etapa los días en que vivimos. En 
ella, ni los caracteres más sobresalientes del estado social o 
político, ni el herramental material, ni la tonalidad general 
de la civilización presentan, al parecer, profundas dife-
rencias con el mundo en que tenemos nuestras costumbres. 
Parece estar afectada, en una palabra, en relación con 
nosotros, por un coeficiente muy fuerte de "contempora-
neidad". De ahí el honor, o la tara, de que esa fase no 
sea confundida con el pasado. "A partir de 1830 ya no hay 
historia", nos decía un profesor del liceo que era muy 
viejo cuando yo era muy joven: "hay política". Hoy ya 
no se diría: "desde 1830" -—las Tres Gloriosas, a su vez, 
han envejecido—, ni eso "es política". Más bien, con 
un tono respetuoso:"sociología"; o, con menos considera-
ción: "periodismo". Muchos, sin embargo, repetirían gus-
tosos:'desde 1914 ó 1940 ya no hay historia. Y ello sin 
entenderse bien sobre los motivos de este ostracismo.' 
Considerando algunos historiadores que los hechos más 
cercanos a nosotros son por ello mismo rebeldes a todo 
estudio sereno, sólo desean evitar a la casta Clío contactos 
demasiado ardientes. Creo que así pensaba mi viejo maes-
tro. Pero eso equivale a pensar que apenas tenemos un 
débil dominio sobre nuestros nervios. Es también olvidar 
que desde el momento en que entran en juego las reso-
3 4 LA HISTORIA, tOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
nancias sentimentales, el límite entre lo actual y lo in-
ictual está muy lejos de poder regularse necesariamente 
por la medida matemática de un intervalo de tiempo. 
Estaba tan equivocado el valiente director del liceo lan-
guedociano que cuando yo hacía mis primeras armas de 
profesor, me advertía con gruesa voz de capitán de ense-
ñanza: "Aquí el siglo xix no es muy peligroso. Pero cuando 
toque usted las guerras religiosas, sea muy prudente." En 
verdad, quien, una vez en su mesa de trabajo, no tiene la 
fuerza necesaria para sustraer su cerebro a los virus del 
momento será muy capaz de dejar que se filtren sus toxi-
nas hasta en un comentario de la ¡liada-o del Ramayana. 
Hay, por el contrario, otros sabios que piensan, con 
razón, que el presente humano es perfectamente suscep-
tible de conocimiento científico. Pero reservan su estu-
dio 3 disciplinas harto distintas de la que tiene por objeto 
el pasado. Analizan, por ejemplo, y pretenden compren-
der la economía contemporánea con ayuda de observaciones 
limitadas, en el tiempo, a unas cuantas décadas. En una pa-
labra, consideran la época en que viven como separada de 
las que la precedieron por contrastes demasiado vivos para 
no llevar en sí misma su propia explicación. Ésa es también 
la actitud instintiva de muchos simples curiosos. La historia 
de los períodos un ]>oco lejanos no les seduce más que 
como un lujo inofensivo del espíritu. Así, encontramos 
por una parte un puñado de anticuarios ocupados por una 
dilección macabra en desfajar a los dioses muertos; y por 
otra a les sociólogos, a los economistas, a los publicistas: los 
únicos exploradores de lo viviente... 
VI. COMPRENDER EL PRESENTE POR EL PASADO 
Visto de cerca, el privilegio de autointeligibilidad reco-
nocido así al presente se apoya en una serie de extraños 
postulados. 
Supone.en primer lugar que las condiciones humanas 
han sufrido en el intervalo de una o dos generaciones un 
cambio no sók> muy rápido, sino también tot.il, como si 
ninguna institución un poco antigua, ninguna manera tra-
http://tot.il
LA HISTORIA; LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 3J 
dicional de actuar hubieran podido escapar a las revolucio-
nes del laboratorio o de la fábrica. Eso es olvidar la fuerza 
de inercia propia de tantas creaciones sociales. 
El hombre se pasa la vida construyendo mecanismos de 
los que se constituye en prisionero más o menos voluntario: 
(A qué observador que haya recorrido nuestras tierras del 
Norte no le ha sorprendido la extraña configuración de los 
campos? A pesar de las atenuaciones que las vicisitudes de 
la propiedad han aportado, en el transcurso del tiempo, a] 
esquema primitivo, el espectáculo de esas sendas desmesu-
radamente estrechas y alargadas que dividen el terreno ara-
ble en un número prodigioso de parcelas, conserva toda-
vía muchos elementos con que confundir al agrónomo. El 
derroche de esfuerzos que implica semejante disposición, 
las molestias- que impone a quienes las trabajan son inne-
gables. ¿Cómo explicarlo? Algunos publicistas demasiado 
impacientes han respondido: por el Código Civil y sus 
Inevitables consecuencias. Modificad, pues —añadían—, 
nuestras leyes sobre la herencia y suprimiréis completamen-
te el mal. Pero si hubieran sabido mejor la historia, si hu-
bieran interrogado mejor también a una mentalidad cam-
pesina formada por siglos de empirismo, habrían considerado 
menos fácil el remedio. En realidad, esa división de la tie-
rra tiene orígenes tari antiguos que hasta ahora ningún sabio 
ha podido explicarla satisfactoriamente; y es porque pro-
bablemente los roturadores de la época de los dólmenes 
tienen más que ver en este asunto que los legisladores del 
Primer Imperio. Al prolongarse por aquí el error sobre 
la causa, como ocurre casi necesariamente,, a falta de tera-
péutica, la ignorancia del pasado no se limita a impedir el 
conocimiento del presente, sino que compromete, en el prc-
icnte, la misma acción. 
Pero hay más. Para que una sociedad, cualquiera que 
sea, pueda ser determinada enteramente por el momento 
inmediatamente anterior al que vive, no le bastaría una-
estructura tan perfectamente adaptable al cambio que en 
verdad carecería de osamenta; sería necesario que los cam-
bios entre las generaciones ocurriesen sólo, si se me permita 
3 6 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
hablar así, a manera de fila india: los hijos sin otro con-
tacto con sus antepasados que por mediación de sus padres. 
Pero eso no ocurre ni siquiera con las comunicaciones 
puramente orales. Si volvemos la vista a nuestras aldeas 
descubrimos que los niños son educados sobre todo por sus 
abuelos, porque las condiciones del trabajo hacen que el 
padre y la madre estén alejados casi todo el día del Hogar. 
Así vemos cómo se da un paso atrás en cada nueva for-
mación del espíritu, y cómo se unen los cerebros más 
maleables a los más cristalizados, por encima de la gene-
ración que aporta los cambios. De ahí proviene ante todo, 
no lo dudemos, el tradicionalismo inherente a tantas socie-
dades campesinas. El caso es particularmente claro, pero 
no único. Como el antagonismo natural de los grupos de 
edad se ejerce principalmente entre grupos limítrofes, más 
de una juventud debe a las lecciones de los ancianos por 
lo menos tanto como a las de los hombres maduros. 
Los escritos facilitan con más razón estas transferencias 
de pensamiento entre generaciones muy alejadas, transfe-
rencias que constituyen propiamente la continuidad de una 
civilización. Lutero, Calvino, Loyola: hombres de otro 
tiempo, sin duda, hombres del siglo xvi, a quienes el his-
toriador que trata de comprenderlos y de hacer que se les 
comprenda deberá, ante todo, volver a situar en su medio, 
bañados por la atmósfera mental de su tiempo, de cara a 
problemas de conciencia que no son exactamente los nues-
tros. ¿Se osará decir, no obstante, que para la comprensión 
justa del mundo actual no importa más comprender la 
Reforma protestante o la Reforma católica, separadas de 
nosotros por un espacio varias veces centenario, que com-
prender muchos otros movimientos de ideas o de sensibili-
dad que ciertamente se hallan más cerca de nosotros en el 
tiempo pero que son más efímeros? 
A fin de cuentas el error es muy claro y para des-
truirlo basta con formularlo. Hay quienes se representan 
la' corriente de la evolución humana como una serie de 
breves y profundas sacudidas cada una de las cuales no dura 
sino el término de unas cuantas vidas. La observación 
LK HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 3 7 
prueba, por el contrario, que en este inmenso continuo los 
grandes estremecimientos son perfectamente capaces de pro-
pagarse desde las moléculas más lejanas a las más próximas. 
¿Qué se diría de un geofísico que, contentándose con 
señalar los miriámetros, considerara la acción de la luna 
sobre nuestro globo más grande que la del sol? En la du-
ración como en el cielo, la eficacia de una fuerza no se 
mide exclusivamente por la distancia. 
¿Habrá que tener, en fin, por inútil el conocimiento, 
entre las cosas pasadas, de aquellas —creencias desapareci-
das sin dejar el menor rastro, formas sociales abortadas, téc-
nicas muertas— que han dejado, al parecer, de dominar el 
presente? Esto equivaldría a olvidar que no hay verdadero 
conocimiento si no se tiene una escala de comparación. A 
condición, claro está, de quese haga una aproximación en-
tre realidades a la vez diversas y, por tanto, emparentadas. 
V nadie podría negar que es éste el caso de que hablamos. 
Ciertamente, hoy no creemos que, como escribía Ma-
quiavelo y como pensaban Hume o Bonald, en el tiempo 
haya, "por lo menos, algo inmutable: el hombre". He-
mos aprendido que también el hombre ha cambiado mu-
cho: en su espíritu y, sin duda, hasta en los más deli-
cados mecanismos de su cuerpo. ¿Cómo había de ser de 
otro modo? Su atmósfera mental se ha transformado pro-
fundamente, y no menos su higiene, su alimentación. Pero, 
a pesar de todo, es menester que exista en la naturaleza 
humana y en las sociedades humanas un fondo permanente, 
sin el cual ni aun las palabras "hombre" y "sociedad" que-
rrían decir nada. ¿Creeremos, pues, comprender a los 
hombres si sólo los estudiamos en sus reacciones frente a 
las circunstancias particulares de un momento? La experien-
cia será insuficiente incluso para comprender lo que son en 
esc momento. Muchas virtualidades que provisionalmente 
son poco aparentes, pero que a cada instante pueden desper-
tar muchos motores más o menos inconscientes de las acti-
tudes individuales o colectivas, permanecerán en la sombra. 
Una experiencia única, es siempre impotente para discri-
minar sus propios factores y, por lo tanto, para suministrar 
su propia interpretación. 
38 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
Vil. COMPRENDER EL PASADO POR EL PRESENTE 
Asimismo, esta solidaridad de las edades tiene tal fuerza 
que los lazos de inteligibilidad entre ellas tienen verdade-
ramente doble sentido. La incomprensión del presente nace 
fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, 
menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se 
sabe nada del presente. En otro lugar he recordado esta 
anécdota: en cierta ocasión acompañaba yo en Estocolmo a 
Henri Pirenne. Apenas habíamos llegado cuando me pre-
guntó: "¿Qué vamos a ver primero? Parece que hay un 
ayuntamiento completamente nuevo. Comencemos por ver-
lo." V después añadió, como si quisiera evitar mi asombro: 
"Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas 
viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida." 
Esta facultad de captar lo vivo es, en efecto, la cualidad 
dominante del historiador. No nos dejemos engañar por 
cierta frialdad de estilo; los más grandes entre nosotros han 
poseído esa cualidad: Fustel o Maitland a su manera, que 
era más austera, no menos que Michelet. Quizá esta facul-
tad sea en su principio un don de las hadas, que nadie pre-
tendería adquirir si no lo encontró en la cuna. Pero no 
por eso es menos necesario ejercitarlo y desarrollarlo cons-
tantemente. ¿Cómo hacerlo sino del mismo modo de que 
el propio Pirenne nos daba ejemplo en su contacto perpe-
tuo con la actualidad? 
Porque el temblor de vida humana, que exigirá un 
duro esfuerzo de imaginación para ser restituido a los viejos 
textos, es aquí directamente perceptible a nuestros sentidos. 
Yo había leído muchas veces y había contado a menudo 
historias de guerra y de batallas. ¿Pero conocía realmente, 
en el sentido pleno de la palabra conocer, conocía por den-
tro lo que significa para un ejército quedar cercado o 
para un pueblo la derrota, antes de experimentar yo mis-
mo esa náusea atroz? Antes de haber respirado yo la 
alegría de la victoria, durante el verano y el otoño de 
191.8 (y espero henchir de alegría por segunda vez mis 
pulmones, pero el perfume no será ¡ay! el mismo), ¿sa-
I,A HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 3 9 
bía yo realmente todo lo que encierra esa bella palabra? 
. En verdad, conscientemente o no, siempre tomamos de 
nuestras experiencias cotidianas, matizadas, donde es pre-
ciso, con nuevos tintes, los elementos que nos sirven para 
reconstruir el pasado. ¿Qué sentido tendrían para nos-
otros los nombres que usamos para caracterizar los estados 
de alma desaparecidos, las formas sociales desvanecidas, ti 
no hubiéramos visto antes vivir a los hombres? Es cien 
veces preferible sustitutir esa impregnación instintiva por 
una observación voluntaria y controlada. Un gran ma-
temático no será menos grande, a mi ver, por haber atra-
vesado el mundo en que vive con los ojos cerrados. Pero 
el erudito que no gusta de mirar en torno suyo, ni los 
hombres, ni las cosas, ni los acontecimientos, merece quizá, 
como decía Pirenne, el nombre de un anticuario útil. 
Obrará sabiamente renunciando al de historiador. 
Más aún, la educación de la sensibilidad histórica no 
es siempre el factor decisivo. Ocurre que en una línea 
determinada, el conocimiento del presente es directamente 
más importante todavía para la comprensión del pasado. 
Sería un grave error pensar que los historiadores de-
ben adoptar en sus investigaciones un orden que esté 
modelado por el de los acontecimientos. Aunque acaben 
restituyendo a la hútoria su verdadero movimiento, mu-
chas veces pueden obtener un gran provecho si comienzan 
a leerla, como decía Maitland, "al revés". Porque el ca-
mino natural de toda investigación es el que va de Jo 
mejor conocido o de lo menos mal conocido, a lo más 
oscuro. Sin duda alguna, la luz de los documentos no 
siempre se hace progresivamente más viva a medida que 
se desciende por el hilo de las edades. Estamos compara-
blemente mucho peor informados sobre el siglo x de nues-
tra era, por ejemplo, que sobre la época de César o 
de Augusto. En la mayoría de los casos los períodos más 
próximos coinciden con las zonas de relativa claridad. 
Agregúese que de proceder mecánicamente de atrás ade-
lante, se corre siempre el riesgo de perder el tiempo bus-
cando los principios o las causas de fenómenos que la ex-
4 0 LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y EL TIEMPO 
periencia revelará tal vez como imaginarios. Por no 
haber practicado un método prudentemente regresivo cuan-
do y donde se imponía, los más ilustres de entre nos-
otros se han abandonado a veces a extraños errores. Fuste! 
de Coulanges se dedicó a buscar los "orígenes" de las 
instituciones feudales, de las que no se formó, me temo, 
sino una imagen bastante confusa, y asimismo buscó las 
primicias de una servidumbre que, mal informado por des-
cripciones de segunda mano, concebía bajo colores de todo 
punto falsos. 
En forma menos excepcional de lo que se piensa ocurre 
que para encontrar la luz es necesario llegar hasta el pre-
sente. En algunos de sus caracteres fundamentales nuestro 
paisaje rural data de épocas muy lejanas, como hemos di-
cho. Pero para interpretar los raros documentos que nos 
permiten penetrar en esta brumosa génesis, para plantear 
correctamente los problemas, para tener idea de ellos, hubo 
que cumplir una primera condición: observar, analizar el 
paisaje de hoy. Porque sólo él daba las perspectivas de 
conjunto de que era indispensable partir. No ciertamente 
porque, inmovilizada de una vez para siempre esa imagen, 
pueda tratarse de imponerla sin más en cada etapa del pa-
sado, sucesivamente, de abajo arriba. Aquí, como en todas 
partes, lo que el historiador quiere captar es un cambio. 
Pero en el film que considera, sólo está intacta la última 
película. Para reconstruir los trozos rotos de las demás, ha 
sido necesario pasar la cinta al revés de como se tomaron 
las vistas. 
No hay, pues, más que una ciencia de los hombres en el 
tiempo y esa ciencia tiene necesidad de unir el estudió de 
los muertos con el de los vivos. ¿Cómo llamarla? Ya he 
dicho por qué el antiguo nombre de historia me parece 
el más completo, el menos exclusivo; el más cargado tam-
bién de emocionantes recuerdos de un esfuerzo mucho más 
que secular y, por tanto, el mejor. Al proponer exten-
derlo al estudio del presente, contra ciertos prejuicios, por 
lo demás mucho menos viejos que él, no se persigue 
— ¿habrá necesidad de defenderse contra ello?— ninguna 
LA HISTORIA, LOS HOMBRES Y KL TIEMPO 4.1 
reivindicación de clase. La vida es demasiado breve y los 
conocimientos se adquieren lentamente. El mayor genio 
110 puede tener una experiencia total de la humanidad.El 
mundo actual tendrá siempre sus especialistas, como la edad 
de piedra o la egiptología. Pero lo único que se les puede 
pedir a unos y a otros es que recuerden que las investi-
gaciones históricas no admiten la autarquía. Ninguno de 
ellos comprenderá, si está aislado, ni siquiera a medias. No 
comprenderá ni su propio campo de estudios. Y la única 
historia verdadera que no se puede hacer sino en colabora-
ción es la historia universal. 
Sin embargo, una ciencia no se define únicamente por 
tu objeto. Sus límites pueden ser fijados también por la 
naturaleza propia de sus métodos. Queda por preguntar-
te <¡ las técnicas de la investigación no son fundamental-
mente distintas según se aproxime uno o se aleje del 
momento presente. Esto equivale a plantear el problema 
de la observación histórica. 
II 
LA OBSERVACIÓN HISTÓRICA 
I. CARACTERES GENERALES DE LA OBSERVACIÓN HISTÓRICA 
Para comenzar coloquémonos resueltamente en el estudio 
del pasado. 
Los caracteres más aparentes de la información histórica 
entendida en este sentido limitado y usual del término han 
sido descritos muchas veces. El historiador se halla en la 
imposibilidad absoluta de comprobar por sí mismo los he-
chos que estudia. Ningún egiptólogo ha visto a Ramsés. 
Ningún especialista en las guerras napoleónicas ha oído el 
cañón de Austerlitz. Por lo taijto, no podemos hablar de las 
épocas que nos han precedido sino recurriendo a los testi-
monios. Estamos en la misma situación que un juez de 
instrucción que trata dé reconstruir un crimen al que no 
ha asistido; en la misma-situació'n del físico que, obligado a 
quedarse en cama por la gripe, no conoce los resultados de 
sus experiencias sino por lo que de ellas le informa el mozo 
del laboratorio. En una palabra, en contraste con el conoci-
miento del presente, el conocimiento del pasado será nece-
sariamente "indirecto". 
Que haya en todas estas observaciones una parte de 
verdad nadie se atreverá a discutirlo. Exigen, siri embar-
go, que las maticemos considerablemente. 
Supongamos que un jefe de ejército acaba de obtener 
una victoria. Inmediatamente trata de escribir el relato 
de ella. Él mismo ha concebido el plan de la batalla, 
líl la ha dirigido. Gracias a la pequeña extensión del 
terreno (porque decididos a poner todos los triunfos en 
nuestro juego, nos imaginamos un encuentro de los tiem-
pos pasados, concentrado en poco espacio) pudo ver cómo 
se desarrollaba ante sus ojos el combate casi completo. Es-
temos seguros, sin embargo, de que sobre más de un episo-
dio esencial tendrá que remitirse al informe de sus tenien-
LA OBSERVACIÓN HISTÓRICA 4 3 
tei. Así, tendrá que conformarse, como narrador, con seguir 
li misma conducta que observó unas horas antes en la ac-
ción. ¿Qué le será más útil, sus propias experiencias, lo* 
recuerdos de lo que vio con su catalejo, o los informes que 
le llevaron al galope sus correos o ayudantes de campo? Un 
conductor de hombres rara vez considera que su propio tes-
timonio es suficiente. Pero conservando nuestra hipótesis 
favorable, ¿qué nos queda de esa famosa observación direc-
ta, pretendido privilegio del estudio del presente? 
Y es que este privilegio en realidad no es casi nunca 
más que un señuelo, por lo menos en cuanto se amplía un 
poco el horizonte del observador. Toda información sobre 
cosas vistas está hecha en buena parte de cosas vistas por 
otro. Como economista, estudio el movimiento de los cam-
bios este mes, esta semana: tengo que recurrir a estadís-
ticas que otros han formado. Como explorador de la actua-
lidad inmediata trato de sondear la opinión pública sobre 
los grandes problemas del momento: hago preguntas, anoto, 
compruebo y enumero las respuestas. ¿Y qué obtengo si no 
es ía imagen que mis interlocutores tienen de ío que creen 
pensar o de lo que desean presentarme de su pensamiento? 
Ellos son los sujetos de mi experiencia. Y mientras que 
un fisiólogo que diseca un conejillo de Indias percibe con 
•us propios ojos la lesión o la anomalía que busca, yo no 
conozco el estado de alma de mis "hombres de la calle" 
sino por medio de un cuadro que ellos mismos consienten 
proporcionarme. Porque en el inmenso tejido de los acon-
tecimientos, de los gestos y de las palabras de que está 
compuesto el destino de un grupo humano, el individuo 
no percibe jamás sino un pequeño rincón, estrechamente 
limitado por sus sentidos y por su facultad de atención. 
Además, el individuo no posee jamás la conciencia inme-
diata de nada que no sean sus propios estados mentales: 
todo conocimiento de la humanidad, sea de la naturaleza 
que fuere, y apliqúese al tiempo que se aplicare, extraerá 
siempre de los testimonios de otro una gran parte de tu 
sustancia. El investigador del presente no goza en esta 
cuestión de mayores privilegios que el historiador del 
pasado. 
44 LA OBSERVACIÓN HISTÓRICA 
Pero hay más. ¿Es seguro que la observación del pa-
sado, incluso de un pasado muy remoto, sea siempre a tal 
punto "indirecta"? 
Si se piensa un poco se ve claramente por qué razones 
la impresión de este alejamiento entre el objeto del cono-
cimiento y el investigador ha preocupado con tanta fuerza 
a muchos teóricos de la historia. Es que ello» pensa-
ban ante todo en una historia de hechos, de episodios; 
quiero decir en una historia que, con razón o sin ella (aún 
no es tiempo de discutir esto), concede una extremada im-
portancia al hecho de volver a registrar con exactitud los 
actos, las palabras o las actitudes de algunos personajes que 
se hallan agrupados en una escena de duración relativamen-
te corta, en la que sé juntan, como en la tragedia clásica, 
todas las fuerzas críticas del momento: jornada revolu-
cionaria, combate, entrevista diplomática. Se ha dicho que 
el 2 de septiembre de 1792 los revolucionarios pasearon la 
cabeza de la princesa de Lamballe clavada en ¡a punta de 
una pica bajo las ventanas de la familia real.. ¿Es esto cierto? 
¿Es esto falso? M. Pierre Carón, que ha escrito un libro de 
admirable probidad sobre las Massacres, no se ha atrevido 
a pronunciarse sobre este punto. Pero si hubiera contem-
plado el horrible cortejo desde una de las torres del Tem-
ple, habría sabido seguramente a qué atenerse. Y aun en 
ese caso cabría suponer que en esas circunstancias hubiera 
conservado toda su sangre fría de sabio y que, desconfiando 
de su memoria, hubiera tenido cuidado de anotar inmedia-
tamente sus observaciones. Sin duda en ese caso el histo-
riador se sentirá, frente a un buen testimonio de un hecho 
presente, en una posición un poco humillante. Estará como 
en la cola de una columna en que los avisos se transmiten 
desde la cabeza, de fila en fila. Y sin duda no será ése 
un buen lugar para estar bien informado. Hace mucho 
tiempo, durante un relevo nocturno, vi pasar así, a lo largo 
de la fila, la voz de "¡Atención! Hoyos de obuses a la 
izquierda". El último hombre recibió el grito en esta for-
ma: "Izquierda", dio un paso hacia la izquierda y se 
hundió. 
LA OBSERVACIÓN HISTÓRICA 45 
Hay otras eventualidades. En los muros de ciertas ciu-
dndelas sirias, construidas algunos milenios antes de Cristo, 
los arqueólogos han encontrado en nuestros días un buen 
número de vasijas llenas de esqueletos de niños. Como 
no es posible suponer que esos huesos han llegado allí por 
casualidad, nos vemos obligados a reconocer que estaraos 
frente a los restos de sacrificios humanos llevados a cabo 
en el momento de la construcción, y relacionados con ésta. 
Para saber a qué creencias corresponden estos ritos nos será 
necesario remitirnos a los testimonios del tiempo, si los 
hay, o a proceder por analogía con ayuda de otros testi-
monios. ¿Cómo comprender una fe que no compartirnos 
lino por lo que se nos diga? Es el caso, repitámoslo, de 
todos los fenómenos de conciencia que nos son extraños. En 
cuanto al hecho mismo del sacrificio, nuestra posición es di-
ferente. Ciertamente no lo aprehendemos de una manera 
absolutamente inmediata, como el geólogo que no percibe

Continuar navegando