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Teresianum 64 (2013) 145-180
La vida de la Iglesia en la historia 
de la Iglesia
A n ia n o Á l v a r e z - S u á r e z , o c d
1. La Iglesia antigua
En el siglo II1, la Iglesia está ya presente, prácticamente, en todo el 
Imperio y conoce una expansión excepcional: sus miembros aumentan 
continuamente y pertenecen a todas las categoría sociales; su organiza­
ción se presenta ya sólida y eficiente y, entre las diversas Iglesias locales, 
se instauran relaciones de fraternidad y de solidaridad fáctica1 2.
Sin embargo, se encuentran también problemas abiertos de vital im­
portancia. Frente a las primeras herejías - especialmente la Gnosis - se 
empieza a preguntar sobre la autenticidad de las diversas Iglesias3. Más 
aún, el grande desarrollo numérico de los creyentes lleva consigo casi fa­
talmente una caída, un calo de calidad; la presencia de numerosos peca­
dores, responsables de culpas graves como la apostasía y el adulterio, 
suscita la tentación de una Iglesia espiritual, formada sólo por los perfec­
tos. De aquí, entre otras causas, la necesidad de reflexionar sobre la natu­
raleza misma de la Iglesia, para descubrir mejor su realidad misteriosa. 
Pero, precisamente esta situación de tensión determina las primeras inter­
venciones doctrinales y disciplinarias de la Iglesia de Roma, por lo que se 
empieza también a profundizar en el tema de su papel en la comunión de 
todas las Iglesias4.
Estos breves rasgos ofrecen ya la imagen de una Iglesia rica en fer­
mentos vitales, orientada ya hacia el ideal de una vida cristiana sin “pac­
tos”, capaz de testificar en medio de un mundo adverso y de convertirlo.
1 Cf. R . B r o w n , Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, B i l b a o , 1 9 8 6 .
2 Cf. A. A n t ó n , El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 
BAC, Madrid, 1986; Y. M. C o n g a r , L ’Église. De Saint Augustin á l ’époque modern, Paris, 1970; H . 
F r í e s , Mysterium Salutis, VII, p. 267-346; J. A. E s t r a d a , Da Chiesa mistero a popolo di Dio, Citta­
della, Assisi, 1991, p. 18-38.
3 Cf. I r e n e o d i L i o n e , Contro le eresie e gli altri scritti, Jaca Book, Milano, 1997.
4 Cf. A. A n t ó n , El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 
BAC, Madrid, 1987; J. A u e r , La Chiesa universale Sacramento di salvezza, Cittadella, Assisi, 1988; 
H . D e l u b a c , La fede nel Padre in Cristo nello Spirito. Saggio sulla struttura del Simbolo Apostolico, 
Marietti, Torino, 1970; H . R a h n e r , L'Ecclesiologia dei Padri, Simboli della Chiesa, Jaca Book, Mi­
lano, 1979.
146 Amano Á lvarez-Suárez
Tal es, en realidad, la Iglesia del II y III siglo, que, creo, tiene algo que en­
señar a los creyentes de hoy, que frecuentemente, también, viven entre 
problemas y tensiones análogas.
1.2 Centralidad de la Iglesia local
La vida eclesial de este período tiene su centro en la comunidad 
local5. Como ya en el Nuevo Testamento, esta Iglesia se presenta como 
un organismo que recoge en tomo al Obispo a todos los creyentes, los cua­
les están unidos entre ellos por la fe común, por la caridad y por la parti­
cipación en la Eucaristía6. Recordemos, pues, algunos aspectos de esta 
Iglesia que explicitan la eclesiología neotestamentaria e iluminan des­
arrollos sucesivos7.
El primero se refiere a la importancia capital de las Iglesias locales. 
En los testimonios de este período, en continuidad con el Nuevo Testa­
mento, se observa una constante referencia a las Iglesias locales (Roma, 
Efeso, Esmima, Corinto, Jemsalén), que aparecen unidas entre ellas por 
vínculos de caridad y solidaridad8.
Esto queda claro en la Carta que san Clemente Romano escribe a la 
Iglesia de Corinto para invitar a sus miembros a la concordia y a la sumi­
sión a los sacerdotes: “Desistamos de la seducción vana... Nos daréis gran 
alegría si, obedientes a cuanto os hemos escrito mediante el Espíritu Santo, 
desistís de la cólera injusta de vuestros celos, según la exhortación hecha 
en esta Carta a la paz y a la concordia” (Ad Cor., 63,1). San Ignacio de An- 
tioquía, por su parte, se dirige a las diversas Iglesias que encuentra en su 
viaje hacia Roma, donde será martirizado; él les exhorta a orar por la Igle­
sia y a estar vigilantes frente a las falsas doctrinas y a ofrecer por ellas sus 
sufrimientos9.
5 La Iglesia local es un grupo de creyentes en Jesucristo, que se reúne en un lugar particu­
lar sobre bases regulares. La Iglesia universal está compuesta por todos los creyentes en Jesucristo en 
todo el mundo. La Iglesia local, normalmente, es definida como una asamblea local de todos los que 
profesan la fe y fidelidad a Jesucristo. No necesariamente hay solo una Iglesia local específica en un 
áerea. En las grandes ciudades hay muchas Iglesias locales. La Iglesia universal es el nombre dado a 
la Iglesia en todo el mundo. En este caso, la idea de Iglesia no se refiere a la asamnlea en sí, sino más 
bien a aquellos que la constituyen. Cf. H. De Lubac, Les Églises paticulières dans l ’Église universe- 
lle, Paris, 1 9 7 1 ; G . G h i r l a n d a , «La Chiesa particolare: natura e tipologia», Monitor Ecclesiasticus 
1 1 5 ( 1 9 9 0 ) 5 5 1 - 5 6 8 .
6 Cf. R. P a d i l l a , La Iglesia local como agente de transformación, Buenos Aires, 2 0 0 3 .
7 Cf. G. Rutel - K. L. Schmidt, «Ecclesia», in: Il grande lessico del Nuovo Testamento, IV, 
Paideia, Brescia, 1992, 1556ss. E anche G. Kittel-F. Gerhard, Grande lessico del Nuovo Testa­
mento, Paideia, Brescia, 1984.
8 C f . C. D o g l i o , «Ecclesiologia degli Atti degli Apostoli», in: G . C a l a b r e s i - P I i . G o y r e t - 
O. F. P i a z z a , Dizionario dì Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 485-493.
9 Cf. A. D i B e r a r d i n o , «Ecclesiologia patristica occidentale», in: G. C a l a b r e s i - Ph. G o y - 
r e t - O . F . P i a z z a , Dizionario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2 0 1 0 , p . 5 4 9 - 5 6 2 . C f . 
anche E. F a r r u g i a , «Ecclesiologia patristica orientale», in: Ibid., p . 5 6 2 - 5 6 5 .
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 147
Encontramos otro aspecto fundamental. El papel primario del 
Obispo en la Iglesia local es afirmado con extrema claridad, ya a partir de 
las Cartas de Clemente e Ignacio, escritas en torno al año 100. El des­
arrollo jerárquico de la Iglesia (ya insinuado en las cartas pastorales y es­
critos joánicos) se presenta ya cerrado definitivamente: cada Iglesia local 
tiene su proprio Obispo, que preside el Colegio de los presbíteros y es 
asistido por los diáconos.
Esto se observa en la Carta a los Corintios (96-98) de Clemente 
Romano, cuando se hace coincidir la institución de los Obispos con los 
Apóstoles mismos, de los que son sucesores ( Ad Cor. 42.4ss). Es aún más 
explícito el testimonio de Ignacio de Antioquía ( t 107). El, de hecho, pre­
senta a la Iglesia local regida por el Obispo, asistido por los Sacerdotes y 
Diáconos (AdEph. 4,lss). Al Obispo deben unirse también los creyentes, 
ya que sin Obispo no puede existir Iglesia local. “Donde está el Obispo hay 
Comunidad; al igual que allí donde está Cristo está la Iglesia católica. Sin 
Obispo no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía” (Ad Smyrn. 8,2). 
Al Obispo le corresponde, finalmente, presidir la celebración de la Euca­
ristía (Ad Smyrn. 8,1)10 11.
Ideas análogas las encontramos más tarde (180 aprox.) en San Ire- 
neo de Lyón. En su tratado “Adversas Haeresis” menciona diversas Igle­
sias locales que, esparcidas por todo el mundo -Alemania, España, Egipto, 
Libia...-, tienen una misma fe y están regidas por Obispos, sucesores de 
los Apóstoles.
La Iglesia local es considerada, pues, desde el principio del s. II, 
como un organismo jerárquico11. Junto a esta visión encontramos, tam­
bién, la visión paulina de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo”12. Los cre­
yentes, afirma San Ignacio, son miembros de Cristo Crucificado (Ad Tral. 
11,2), están unidos a El como el cuerpo a sucabeza (AdEph. 17,1).
De igual manera, para San Ireneo, la Iglesia es “el grande y glo­
rioso Cuerpo de Cristo”. San Ireneo dirá aún que, estando dotada de po­
deres espirituales y de gracia conferidos por el Espíritu Santo, sólo la 
Iglesia consiente al creyente de estar en comunión con Jesucristo. Esto 
viene afirmado lapidariamente: “Donde está la Iglesia, allí está también el
10 Cf. G . C a n o b b i o - F. D a l l a V e c c h i a - G .P . M o n t i n i , Il vescovo e la sua Chiesa, Brescia, 
1996; anche P. G o y r e t , «Il ministero episcopale», in: A. C a t t a n e o - G . B o r g o n o v o , Prendere il largo 
con Cristo, Siena, 2005, p. 94-103; Ph. G o y r e t , «Episcopato», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O . F. 
P i a z z a , Dizionario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 612-627.
11 Cf. K. R a h n e r , La gerarchia nella Chiesa. Commento al capitolo II di Lumen Gentium, a 
cura di G. C a n o b b i o , Brescia, 2008; Il Primato di Pietro, Bologna, 1965; J. D u p o n t , Teologia della 
Chiesa negli Atti degli Apostoli, Bologna, 1984; K. R a h n e r - J . R a t z i n g e r , Episcopato e Primato, 
Brescia, 1966.
12 Cf. A . P i t t a , «Ecclesiologia paolina», in: G . C a l a b r e s e -P 1 i . G o y r e t - O . F . P i a z z a , Dizio­
nario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 542-549; C. M i l i t e l l o , «Corpo di 
Cristo», in: Ibid., p. 358-374; W. K r a u s , Das Wolk Gottes: zur Grundelegung der Ekklesiologie bei 
Paulus, Tübingen 1966; R. P e n n a , «La Chiesa come corpo di Cristo secondo S . Paolo», Lateranum 
68 (2002) 243-257.
148 Am ano Á lvarez-Suárez
Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia con 
toda gracia”.
En este período se subrayará también el carácter apostólico de las 
Iglesias locales13. Este último aspecto se presenta unido a la difusión de la 
herejía gnóstica, que coloca el problema de la autenticidad de las diversas 
comunidades14. Este problema se resolverá precisamente a través de la 
confrontación con las Iglesias fundadas por los Apóstoles y, en particular, 
con la de Roma15.
Así, según San Ireneo, deben considerarse auténticas sólo las co­
munidades que se unen con la tradición apostólica, y están gobernadas por 
Obispos nombrados por los Apóstoles o por sus sucesores. Y puesto que 
resultaría engombroso enumerar todos los sucesores de todas las Iglesias, 
Ireneo invita a referirse a la sucesión de la Iglesia de Roma, que se une con 
Pedro y Pablo. Su argumentación es la siguiente: “Todas las Iglesias deben 
concordar necesariamente en la doctrina con la Iglesia romana a causa de 
su origen; Roma es, de hecho, la depositaria fiel de la tradición, que de­
riva de los Apóstoles: “ad hanc ecclesiam, propter potentiorem principa- 
litatem, necesse est omnem convenire ecclesiam De la Iglesia de Roma, 
Ireneo recoge, además, el elenco de los Obispos recordando Lino, Cleto, 
Clemente, Evaristo, etc...
En esta misma línea se coloca, también Tertuliano. En su obra “De 
praescriptione haereticorum” (aprox. año 200), toma postura contra los 
herejes de su tiempo (Marción y Valentín) a los que pide una verificación 
con las Iglesias apostólicas como Corinto, Felipe, Efeso, y, en particular, 
con Roma.
Brevemente, por los testimonios examinados aparece claro que la 
vida eclesial en el II y III siglo se manifiesta principalmente a nivel de 
Iglesias locales. Unidas en tomo al Obispo y ancladas en la tradición apos­
tólica, éstas antiquísimas comunidades tienen viva conciencia de encamar 
la Iglesia de Cristo en su tiempo continuando su misión16.
13 Cf. A. B a n d e r a , «La apostolicidad de la Iglesia en perspectiva visiona», Angelicum 50 
(1973) 223-242; P. B a t t i f o l , La Chiesa nascente e il cattolicesimo, Firenze, 1971.
14 Cf. M . S i m o n e t t i , Ortodossia ed eresia tra l e II secolo, Catanzaro 1 994; A . M i c h e l , «Hé­
résie. Hérétique», in: Dictionnaire de Théologie Catholique, VI, Paris, 1925, coll. 2208-2257; K. R a h - 
n e r , «Che cosa è l’eresia?», in: Saggi di Spiritualità, Roma, 1966, p. 518-590.
15 Cf. S. Pié-Ninot, «La catolicidad de la “Communio ecclesiastica”», Revista catalana de 
teologia 22 (1997) 80-86.
16 Cf. G. L o r i z i o , «Tradizione», in: G. C A L A B R E S E -P h . G o y r e t - O . F. P i a z z a , Dizionario di 
Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1451-1462; E . C a t t a n e o , La trasmissione della 
fede. Tradizione, Scrittura e Magistero della Chiesa. Percorso di teologia fondamentale, Cinisello 
Balsamo 1999; Y. M. C o n g a r , «Il primato dei primi quattro Concili Ecumenici», in: Il concilio e i 
concili, Roma, 1961, p. 117-166; La tradizione e la vita della Chiesa. Saggio storico, Roma, 1961; 
W. K a s p e r , «La successione apostolica nel ministero episcopale come problema ecumenico», Sale- 
sianum 59 (1997) 397-408; E. L a n n e , Tradition et Comunión des Eglises. Recueil d ’études, Leuven, 
1997.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 149
1.3 El “rostro ” de la Iglesia
La reflexión sobre la comunidad local no debe llevamos a olvidar 
otros dos temas importantes eclesialmente, tratados también en éste perí­
odo, como son la universalidad 17 y la santidad de la Iglesia18. A la base 
está la orientación hacia una búsqueda intensa que descubra mejor el ros­
tro de la Iglesia e ilustre el pensamiento de Jesús, al respecto.
Ante todo, las Iglesias locales no deben perder jamás de vista su 
pertenencia a la única Iglesia de Cristo, de la que son la realización en las 
diversas localidades19. Este pensamiento, ya presente en el Nuevo Testa­
mento, viene recuperado y profundizado ahora. Así, se habla explícita­
mente de la Iglesia universal, que abraza a todas las comunidades locales. 
El primero en hacerlo es San Ignacio, que se dirije a la “Iglesia católica”, 
que está presente allí donde se encuentra Cristo (AdSmyrn. 8,2). También 
San Policarpo, antes de enfrentarse con el martirio, ora “por toda la Igle­
sia católica esparcida en toda la tierra”.
Pero esta misma concepción universalística se encuentra también 
en la doctrina de San Ireneo sobre la Iglesia, como Cuerpo de Cristo y 
como guardiana de la verdad frente a la herejía. Así él afirma: “la predi­
cación de la Iglesia es verdadera y sólida, ya que a su lado se presenta al 
mundo una sola y misma vía de salvación... De hecho, en todas las par­
tes, la Iglesia predica la verdad: es el candelabro de las siete lámparas, que 
lleva la luz de Cristo”.
Esta misma dimensión universalística se reencuentra también en 
Tertuliano, según el cual, las Iglesias locales, a pesar de tener tradiciones 
diferentes, constituyen una única Iglesia. De hecho, todas tienen “una 
única fe, un único Dios, el mismo Cristo, la misma esperanza, el mismo 
bautismo. En una palabra, formamos una única Iglesia”. Y esta Iglesia es 
la “madre” de los cristianos.
17 Cf. R. R i p o l e , «Cattolicità», in: G. C a l a b r e s e -P 1 i . G o y r e t - O . F. P i a z z a , Dizionario di Ec­
clesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2 0 1 0 , p. 1 3 0 1 4 5 ; Y . M . C o n g a r , «La Chiesa è cattolica», in: 
J . F e i n e r - M . L ò h r e r , Myst'erìum Salutis, 7 , Brescia, 1 9 7 2 , p. 5 7 7 - 6 0 5 ; L. S a r t o r i , «Cattolicità», in: 
Teologia, Cinisello Balsamo, 2 0 0 2 ; J . M . Tillard, L ’Eglise locale. Ecclésiologie de comunione et ca­
tholicité, Paris, 1 9 9 5 .
18 Cf. M. De Salis, “Santità”, in G. Calabrese-PIi. Goyret-O. F. Piazza, in Dizionario dì 
Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1269-12-82; Y. M. Congar, “L’Église est sainte”, 
Angelicum 42 (1965) 273-298; H. De Lubac, Meditazioni sulla Chiesa, Milano, 1979; H. U. von Bal­
thasar, Sponsa Verbi, Brescia, 1969.
19 Cf. Y. M. Congar, Dalla comunione delle Chiese ad una ecclesiologia della Chiesa uni­
versale, Roma, 1963; H. De Lubac, Les Églises particulières dans l ’Église universelle, Paris, 1971; 
B. Neunheuser, «Chiesa universale e Chiesalocale», in: G. Baratina, La Chiesa del Vaticano II, Fi­
renze, 1965; p. 616-642; M. Semeraro, «Le Chiese particolari formate a immagine della Chiesa uni­
versale (LG 23). Analisi e interpretazione di una formula», in: N. Ciola, Servire Ecclesiae, Bologna, 
1998, p. 303-348; D. Valentini, «Chiesa universale e Chiesa locale: un’armonia raggiunta?», in: M. 
Vergottini, La Chiesa e il Vaticano II. Problemi di ermeneutica e recezione conciliare, Milano, 2005, 
p. 183-239.
150 Amano Álvarez-Suárez
La Iglesia de Cristo es, pues, única y universal. Pero, ¿cuál es su 
naturaleza? ¿Es una comunidad con estructuras humanas o una sociedad 
espiritual, carismàtica, de la que forman parte sólo los cristianos perfec­
tos? De hecho, a partir de finales del II siglo, estas dos concepciones em­
piezan a afirmarse, a veces, en tensión o incluso en contraste entre ellas.
Esto lo observamos claramente en San Hipólito de Roma (aprox. 
215). Él, de hecho, presenta a la Iglesia como comunidad fundada sobre 
el Obispo, ordenado por otros Obispos mediante la imposición de las 
manos y la oración consacratoria (Trad. apos. 2-3). En algunas ocasiones, 
sin embargo, asumiendo posiciones rigorísticas, subraya unilateralmente 
el aspecto espiritual, considerando así a la Iglesia como “la santa sociedad 
de los que viven en la justicia”, donde no hay lugar para los pecadores. 
Análogas posiciones se observan también en Tertuliano, el cual, conver­
tido al Montañismo (217), defenderá una Iglesia carismàtica, sin Obispos, 
de la que forman parte sólo los hombres espirituales, los santos.
Esta misma tensión - aunque no tan radicalizada - se encuentra casi 
contemporaneamente en Oriente, en la escuela alejandrina. Esta, entre 
otros aspectos, desarrollará el tema del carácter espiritual de la Iglesia, a 
partir de la concepción misma de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. En 
esta línea se mueve San Clemente de Alejandría. En sus “Estromata” (208- 
211) distingue entre Iglesia visible, que es imperfecta, e Iglesia invisible 
y espiritual, que es el Cuerpo misterioso de Cristo, del que forman parte 
sólo los “gnósticos”, los perfectos.
Semejantes ideas se concentran también en Orígenes (aprox. 250), 
el cual presenta también la concepción jerárquica de la Iglesia. Según Orí­
genes, Iglesia visible e invisible son, en una cierta medida, coincidentes. 
La Iglesia, pues, es el Cuerpo de Cristo, del que forman parte todos los que 
creen. Pero, a la vez, es “la comunidad del pueblo cristiano”, guiada por 
el Obispo y por los ministros; estos están dotados de poderes especiales, 
que, sin embargo, deben ser ejercidos en espíritu de servicio.
En Occidente se encuentra, en estos mismos años, una fuerte afir­
mación del aspecto jerárquico de la Iglesia, especialmente, por parte de 
San Cipriano de Cartago (200-258). A la base de la Iglesia él ve la unión 
entre los Obispos y los fieles, de forma que una Iglesia local que no se 
fundamente sobre su Obispo, es absolutamente incomprensible e incon­
cebible. Él justifica esta afirmación partiendo de la promesa de Jesús a 
Pedro de Mateo 16,18: “De ahí viene la elección de los Obispos y la or­
denación de la Iglesia: por esta razón la Iglesia se apoya en los Obispos y 
en el entero gobierno de la Iglesia se presentan como verdaderas cabezas 
los Obispos” (Epist. 33,1,1). Consiguientemente “es Iglesia el pueblo con­
gregado en tomo al Obispo, el rebaño que adhiere a su pastor. Así, pues, 
el Obispo es, en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo, y si alguno no está con 
el Obispo, por eso mismo no está en la Iglesia”(£pAf. 66,8,3).
Én la búsqueda de la naturaleza de la Iglesia se observan, pues, dos 
tendencias, de por sí, no necesariamente excluyentes: una espiritualizante, 
que, a veces, llega a posturas rigoristas insostenibles; y otra que insiste
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 151
sobre el carácter jerárquico. Esta última es la que, por el momento, parece 
triunfar20.
1.4 Fraternidad entre las Iglesias
A partir del siglo II, la reflexión sobre la relación entre las diversas 
Iglesias se articula mucho más. Se entiende, especialmente, como lazo de 
fraternidad o, parausar el lenguaje de entonces, como “comunión”21. Este 
vínculo es tan fuertemente afirmado que la misma Iglesia universal será, 
frecuentemente, definida como la “comunión”.
No pudiendo seguir todas las pistas que se refieren a este tema, res­
tringimos el ámbito de la reflexión sin que ello signifique renunciar a la va­
lidez. Así, en primer lugar buscaremos en el pensamiento de San Cipriano, 
que fue quien advirtió con claridad la importancia de la unión entre las 
Iglesias locales, tratándolo al interpretar fielmente la praxis eclesial de su 
tiempo.
Él subraya la existencia de relaciones tan estrechas entre las diver­
sas Iglesias que, a la vez, constituyen una unidad, “la única Iglesia cató­
lica”. “La Iglesia, que es católica y única, no se presenta rota ni dividida 
sino más bien unida por la acción fortificante de los Obispos, que están 
unidos internamente el uno al otro”. Entre las diversas Iglesias debe exis­
tir unidad de doctrina y de caridad, aún cuando puedan subsistir diferen­
cias en materia opinable, sobre ritos o tradiciones locales.
La unidad entre la diversas Iglesias locales se manifiesta a través de 
numerosos “signos concretos”. Entre ellos, la consagración del Obispo de 
una Iglesia por los Obispos más cercanos de la provincia eclesiástica22, la 
celebración de los sínodos locales23 y la comunicación de sus decisiones 
a los Obispos de otras regiones. Signo de unidad son, también, las listas
20 Cf. A. Acerbi, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di comunione 
nella Lumen Gentium, EDB, Bologna, 1975; Id., Da una ecclesiologia giuridica a una ecclesiologia 
di comunione, Milano, 1974; Id., «L’ecclesiologia sottomessa alle istituzioni ecclesiali postconci­
liari», Cristianesimo nella storia 1 (1981) 203-234.
21 Cf. G. Calabrese, «Comunione», in: G. Calabrese-PIi. Goyret-O. F. Piazza, Diziona­
rio di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 268-288; P. C. Bori, Koinonia. L ’idea di 
comunione nell'ecclesiologia recente e nel Nuovo Testamento, Brescia, 1972; E. Franco, Comunione 
e partecipazione. La koinonia nell’epistolario paolino, Brescia, 1986; J. Hamer ,La Chiesa è una co­
munione, Brescia, 1983; J. Rigal, L ’ecclésiologie de comunion. Son evolution historique etsesfon- 
daments, Paris 2000.
22 C f . P h . G o y r e t , «Episcopato», i n : G . C a l a b r e s e - P I i . G o y r e t - O . F . P i a z z a , Dizionario di 
Ecclesiologia, C i t t à Nuova Editrice, Roma, 2 0 1 0 , p. 6 1 2 - 6 2 7 ; F . D a l l a V E C C H la -G . P . M o n t i n i , / / Ves­
covo e la sua Chiesa, Brescia, 1 9 9 6 ; A . S a n t a n t o n i , L ’ordinazione episcopale, Roma, 1 9 7 6 ; J . R. V i l - 
l a r , El Colegìo Episcopal, Madrid, 2 0 0 4 .
23 Cf. M. C. Bravi, Il Sinodo dei Vescovi. Istituzione, fine, natura. Indagine teologico-giuri- 
dica, Roma, 1995; A. Mellont-S. Scatena, Synod and Synodality. Theology, History, Canon Law 
andEcumenism in New Contact, Miinster, 2005; J. Tomko, Sinodo dei Vescovi. Natura, metodo, pros­
pettive, Città del Vaticano, 1985.
152 Aniano Álvarez-Suárez
de las Iglesias con las que una Iglesia local se reconocía en comunión; 
estos catálogos de las Iglesias ortodoxas se intercambiaban entre las co­
munidades locales; si, después, un Obispo venía excluido o se autoexcluía 
de la comunión eclesial (era excomulgado), su Iglesia venía borrada de 
los catálogos de las otras Iglesias y sus fieles tenían prohibido estar en co­
munión con él.
Por lo demás, la praxis eclesial no hace sino ilustrar la relaciones 
asiduas entre las Iglesias locales sea de tipo sacramental sea de tipo pas­
toral o también disciplinar. Entre estas relaciones -además de las ya enun­
ciadas- está el intercambio de Cartas pastorales entre los Obispos, las 
Cartas comendaticias en favor de los peregrinos, la inscripción de la co­
munidado de su Obispo en los dícticos, el intercambio de la Eucaristía 
entra las Iglesias24.
Entre los signos de comunión hay uno que merece particular aten­
ción: se trata de la Institución Patriarcal, que se desarrollará especialmente 
a partir del siglo III. Ya precedentemente las Iglesias apostólicas más im­
portantes - Antioquía, Alejandría y Roma - se habían convertido, para los 
Iglesias de las respectivas regiones, centro de unidad doctrinal, disciplinar 
y organizativa. A ellas se añadirán más tarde las Sedes de Costantinopla y 
Jerusalén. Nacen así los Patriarcados, que gozan de una ámplia autono­
mía jurídica, litúrgica y pastoral, que vendrá reconocida oficialmente en el 
I Concilio de Nicea (325).
A los Obispos de una determinada región, reunidos bajo la guía del 
Patriarca en los Sínodos y Concilios locales, corresponderá la misión de 
tomar colegialmente las decisiones, que luego uniformarán la vida de sus 
Iglesias. Así, ser o permanecer en la comunión eclesial, permanecer enla 
Iglesia, significa prácticamente permanecer en la comunión de la Sede pa­
triarcal.
Sin embargo, cuando se tratará de resolver cuestiones doctrinales o 
disciplinares de grande importancia, frecuentemente se recurrirá al apoyo 
de otras Iglesias particularmente influyentes, especialmente a la Iglesia de 
Roma. A veces, se recurrirá, incluso, a la convocación del Concilio ecu­
ménico, asamblea general en la que los Obispos toman colegialmente de­
cisiones vinculantes para toda la Iglesia.
1.5 La Iglesia de Roma, en la “comunión ’’
La Iglesia es una fraternidad de comunidades locales, unidas entre 
ellas por la fe en Jesucristo y por la caridad. Pero, ¿cuál es la postura de 
la Iglesia de Roma dentro de la “comunión” eclesial? Aparentemente, por 
lo que hasta ahora hemos visto, no parecería corresponderle un papel esen-
24 Cf. E. Carr, OSB, «Koinonía. Cartas de comunión en la tradición oriental», Scripta The- 
ologica 41 (2009/3) 815-832.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 153
cial diferente del de cualquier otra Iglesia local. En realidad, su posición 
es bastante diversa, como resulta de un examen atento de los testimonios 
ofrecidos por la historia25.
Ciertamente, ya a partir del siglo II, empieza a delinearse, siempre 
más claramente, su papel central en la fraternidad de las Iglesias. Al prin­
cipio se trata de insinuaciones discretas, como la de la Carta a los Corin­
tios, que testifica la intervención de Clemente, Obispo de Roma, en la 
situación de la Iglesia de Corinto para resolver con autoridad las discre­
pancias que la dividían. “¿Cómo rompemos y laceramos los miembros de 
Cristo? Vuestro cisma ha sorprendido a muchos y los ha condenado a la 
duda y a todos nosotros al dolor... Es doloroso, muy doloroso, carísimos, 
e indigno de la vida en Cristo sentir que la Iglesia de Corinto... por una o 
dos personas se ha rebelado a los presbíteros” (Ad Cor. 46,7; 47,6ss).
Una breve insinuación se encuentra también en la Carta a los Ro­
manos de San Ignacio de Antioquía (117), quien reconoce a esta Iglesia la 
misión de “presidir en la caridad”; es decir, en la comunión fraterna de 
todas las Iglesias (AdRom. Saludo). Y muy paralelamente se expresa tam­
bién San Ireneo de Lyón (180) cuando sostiene que “todas las Iglesias 
deben convenir con ésta Iglesia por su particular preeminencia”. Esto sig­
nifica que todas las comunidades deben encontrarse de acuerdo con Roma; 
deben permanecer en comunión con esta Iglesia, que es, pues, el centro de 
la “communio”.
Por lo demás, siempre en el siglo II, encontramos otras pruebas que 
confirman que la Iglesia romana ejercía este primado26. En el campo de la 
caridad, asistiendo a las Iglesias hermanas y también a cuantos llegaban a 
Roma, por lo que el Obispo de esta ciudad, según Eusebio de Cesárea, era 
considerado como un “PADRE” por las demás Iglesias (Hist. Eccl. 4,23,10 
y 5,4,2). Pero se trata de un primado reivindicativo también en el campo 
disciplinar, como lo demuestra la intervención del Papa Víctor con ocasión 
de la controversia pascual (aprx. 190): él tiene la conciencia de ser el cen­
tro de la comunión eclesial, de forma que romper la comunión con él sig­
nificaría separarse de la Iglesia universal (Hist. Eccl. 5,24,1-17).
Afirmaciones, aún más claras, con respecto a la posición central de 
la Iglesia romana en la comunión eclesial, se encuentran un poco más 
tarde, especialmente en los escritos de San Cipriano (258). Al Papa Cor- 
nelio, poco después de su elección para Obispo de Roma, le hará saber 
que ha actuado con resolución “para que todos nuestros colegas (los Obis-
25 Cf. M. Sodi, “Ubi Petrus ibi Ecclesia": sui "sentieri" del Concilio Vaticano II, Roma,
2007.
26 Cf. D. Valentini, «Primato Romano», in: G. Calabrese - Ph. Goyret - O. F. Piazza, Di­
zionario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1128-1150; R. E. Brown - K. P. Don- 
fried - J. Reumann, Pietro nel Nuovo Testamento, Roma, 1988; M. Maccarone, «Il Primato del 
Vescovo di Roma nel Primo Millennio. Ricerche e testimonianze», in: Atti del Simposio storico-teo­
logico, Roma, 9-13 ottobre 1989; Kl. Schatz, Il Primato del Papa. La sua storia dalle orìgini ai nos­
tri giorni, Brescia, 1996; J-M. Tillard, Il Vescovo di Roma, Brescia, 1985.
154 Amano Álvarez-Suárez
pos) te reconocieran (como Obispo de Roma) y aceptaran tu comunión; es 
decir, la unidad y a la vez la caridad de la Iglesia católica y adhieran fir­
memente” (Epist. 48,3,2). Y este papel central de la Iglesia romana viene 
reconocido, en otro contexto, cuando escribirá que ella es “La Iglesia prin­
cipal de la que nació la unidad de los Obispos; es decir, el colegio episco­
pal” {Epist. 59,14,1).
Además, en todas las controversias, las Iglesias locales encuentran 
un sólido punto de referencia en la Iglesia romana con la que deben cons­
tantemente confrontarse {Epist. 44; 45; 47; 48). Al Obispo de Roma se le 
reconoce también la prerrogativa de intervenir con autoridad en las Igle­
sias fuera de la propia Provincia {Epist. 67,5,3; 68,2,1; 68,3,1).
Esta orientación, que admite la centralidad de la Iglesia de Roma en 
la comunión de todas las Iglesias, aparece como dato cierto, a pesar de 
que Cipriano, en la controversia bautismal rechace la solución que el Papa 
Esteban imponía a las Iglesias del Africa {Epist. 74).
Por otra parte, precisamente la controversia bautismal es la ocasión 
en la que se manifiesta más explícitamente la conciencia del poder pri­
macial, por parte del Obispo de Roma. Dé hecho, en ella, el Papa Esteban 
interviene por su autoridad, exigiendo sea a Cipriano (Dz 110) sea a los 
Obispos del Asia Menor (Dz 111) atenerse a la praxis tradicional que con­
sideraba válido el bautismo, administrado por herejes.
Concluyendo, pues, podemos decir que, en los siglos II y III, apa­
rece de manera clarísima la importancia de la Iglesia local y la conciencia 
de su pertenencia a la comunión de todas las Iglesias. Contemporánea­
mente, se afirma siempre más la conciencia de la colegialidad del episco­
pado y de la centralidad de la Iglesia romana dentro de la comunión 
eclesial.
2. Primado romano y pluralismo episcopal
A partir del siglo IV, hasta el siglo X, en la eclesiología se observa, 
especialmente, una profundización del papel de la Iglesia de Roma, en el 
ámbito de la comunión de las Iglesias locales. El tema del Primado viene 
estudiado en el cuadro de sus relaciones con el pluralismo episcopal. La 
Iglesia romana es vista, siempre más claramente, como garante de la fra­
ternidad eclesial; esto implica no sólo el reconocimiento de su especial 
dignidad, sino también el de la autoridad de enseñar y decidir definitiva­
mente27.
27 Cf. D. Valentini, «Primato romano», in: G. Calabrese - Ph. Goyret - O. F. Piazza, Di­
zionario dì Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1128-1150; W. Klausnitzer, Der 
Primat des Bisoschofs von Rome. Entwicklung, Dogma, Ökumenische Zukunft, Freiburg-Basel-Wien, 
2004; R. Pesch, I fondamenti biblici del Primato, Brescia,2002.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 155
El fundamento de este ministerio del Obispo de Roma es de orden 
teológico: es la misma autoridad pastoral de Pedro, transmitida a sus su­
cesores. Pero no se puede negar que, en el desarrollo de la conciencia del 
primado, una cierta influencia fue ejercida también por las situaciones his­
tóricas28.
En Occidente, la decadencia del Imperio romano indudablemente 
estimuló este profundizar el sentido del primado, sea porque la Iglesia la­
tina, desvinculada de la tutela del poder político, gozaba de plena autono­
mía, sea porque tuvo que asumir el “roll” de defensora de la paz29. En 
particular, la Iglesia de Roma tuvo la suerte de estar regida por Obispos 
que tenían una conciencia vivísima de su ministerio primacial y lo ejer­
cieron con un grandísimo sentido de responsabilidad30.
En Oriente, en cambio, el permanecer del poder imperial retrasó 
esta maduración. Por una parte, esto llevó a unir la autoridad del Obispo 
a la importancia política de la ciudad en la que tenía la sede; por otra, por 
lo que respecta a la Iglesia de Roma, oscureció el fundamento teológico 
de su autoridad universal y llevó a limitar su significado a un primado de 
honor31.
En todo caso, este es un período histórico importantísimo para en­
tender los puntos de contacto y de rotura entre la Iglesia latina y la orien­
tal32. Vale, pues, la pena el intentar una visión rápida y fiel.
Por otra parte, en estos siglos, se desarrolla ulteriormente, también, 
la reflexión sobre la naturaleza misteriosa de la Iglesia, considerada espe­
cialmente como Cuerpo de Cristo. La concepción de la Iglesia, al menos 
en Occidente, aparece, pues, armónica: junto a los aspectos estructurales, 
afirmados en términos de ministerio, están presentes también los místi­
cos, que acogen la vida eclesial en profundidad. Por eso, para proceder 
con más orden, empezamos por estos últimos.
2.1 La Iglesia, “Cuerpo de Cristo ”
El mérito de haber profundizado en el misterio de la Iglesia corres­
ponde a San Agustín (354-430). Mientras en la controversia con los Do-
28 Cf. D. Valentin:, «Primato romano», in: G. Calabrese - Ph. Goyret - O. F. Piazza, Di­
zionario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1128-1150; R. Pesch. Ifondamenti 
biblici del Primato, Brescia, 2002; J-M. Tillard, Il Vescovo di Roma, Brescia, 1985.
29 Cf. A. Anton, El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 
BAC, Madrid, 1987; G.C. Blum, Tradition und Sukzession, Berlin-Hamburg, 1963; J. Ratzinger, 
«Primato, episcopato e successione apostolica», in: K. Rahner-J. Ratzinger, Episcopato e Primato, 
Brescia, 1966, p. 45-69.
30 Cf. Il Primato dei successori di Pietro, Città del Vaticano, 1998.
31 Cf. A. Antón, Il misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 
BAC, Madrid, 1987.
32 Cf. P. Coda, «Storia e Chiesa», in: G. Calabrese - Ph. Goyret - O. F. Piazza, Diziona­
rio di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1378-1382.
156 Amano Á lvarez-Suárez
natistas él defiende el aspecto visible y jerárquico de la Iglesia, como pas­
tor de almas se entretiene, frecuentemente, en ilustrar el aspecto místico, 
demostrando que la Iglesia es el “Cuerpo de Cristo”.
Todos los cristianos forman en Cristo como una unidad orgánica, en 
cierto modo, una única persona (Enarr. In Ps. 30,4). Con ellos Cristo forma 
misteriosamente un sólo cuerpo, del que es la Cabeza y que constituye el 
“totus Christus”. La incorporación de los cristianos en Cristo es tan pro­
funda que “cuando él sufre por la Iglesia es la Iglesia misma que en él 
sufre”.
Alma de este cuerpo es el Espíritu Santo. “Lo que es nuestra alma 
para nuestros miembros, lo es también el Espíritu Santo para los miembros 
de Cristo, que es la Iglesia”. El Espíritu es, pues, el amor que une a los cre­
yentes en Cristo. Así la Iglesia puede definirse como “un único Cristo 
(total) que se ama a sí mismo”, es decir, como el Cuerpo de Cristo que 
ama a Cristo, su Cabeza.
De aquí se sigue que los pecadores - los que no aman - no son 
Cuerpo de Cristo en sentido proprio, no pertenecen “a la invisible familia 
unida por el amor”. De ahí que encontremos una cierta tensión, no re­
suelta, entre Cuerpo de Cristo e Iglesia, en los escritos de Agustín. Re­
cordemos también que Agustín presenta a la Iglesia como Reino de Dios. 
Aun cuando peregrine hacia la eternidad es “ya” el Reino de Dios, aunque 
no perfectamente. Por ello, el Reino de Dios que es la Iglesia, ofrece dos 
rasgos característicos: por una parte, debe luchar contra el mal - es “reg- 
num militiae” por otra, entra ya dentro de la eternidad, ya que son tam­
bién miembros los difuntos.
Se trata, en definitiva, de una identificación inevitable, ya que esa 
viene enseñada claramente por los Evangelios.
La doctrina agustiniana de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo” no 
constituye una novedad absoluta: Agustín profundiza la doctrina tradicio­
nal, que - en éste período - se encuentra testimoniada en muchos Padres, 
como Jerónimo, Ambrosio, Hilario, León Magno, Cirilo de Alejandría. 
Por otra parte, la doctrina de Agustín influirá en toda la teología del Me­
dioevo, que la desarrollará en dos direcciones. Una, puramente espiritual, 
que muestra cómo el “Cuerpo de Cristo” crece cada día en los creyentes; 
la otra dirección, a la vez espiritual y temporal, según la cual la Iglesia - 
que comprende también al Imperio - es el “Cuerpo de Cristo”, en el que 
está presente una doble autoridad: la sacerdotal y la regal33.
33 Cf. C. M i l i t e l l o , «Corpo di Cristo», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O. F. P i a z z a , Di­
zionario di Ecclesiologìa, Città Nuova Editrice, Roma, 2 0 1 0 , p . 3 5 9 - 3 7 4 ; M . S e m e r a r o , Mystici Cor­
poris di Pio XII. Dall’enciclica al Vatiacano II, Roma, 1 9 9 4 .
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 157
2.2 E l reconocimiento del Primado, en Occidente
La doctrina sobre la autoridad primacial del Obispo de Roma es la 
que, en éste período, conocerá el mayor desarrollo34. De hecho, empe­
zando por la segunda mitad del siglo IV, en la Iglesia latina, los testimo­
nios relativos al Primado son siempre más frecuentes y explícitos.
Como punto de partida de este desarrollo doctrinal podemos tomar 
el Concilio de Sárdica (343). En tal ocasión viene reconocida claramente 
la autoridad del Papa para dirimir las cuestiones surgidas entre los Obis­
pos. En particular, a un Obispo condenado por otros Obispos se le reco­
nocía el derecho de recurrir al Papa, el cual, si lo creía oportuno, podía 
reexaminar la causa, enviando para tal caso a los jueces. Si, por el contra­
rio, creía tener ya en mano los elementos suficientes “decidiría según su 
sapientísima valoración (consejo)”. Es importante aún subrayar cómo el 
origen de esta autoridad es vista en la fundación de la Iglesia romana por 
parte de Pedro (Dz. 57 b-d).
Que al Obispo de Roma le competa la autoridad primacial es ya una 
convicción común en todo el Occidente, de la que dan fe las voces de al­
gunos Padres particularmente representativos. San Jerónimo, en una Carta 
al Papa Dámaso (374-376), escribe que, para él, la cosa más importante es 
“estar unido en la comunión con tu Beatitud, es decir, la comunión con la 
cátedra de Pedro..., ya que quien no recoge contigo, desparrama”.
También San Opiato de Mileto (370), une la preeminencia de la 
Iglesia de Roma con la cátedra de San Pedro, Cabeza de todos los Após­
toles. Cada Iglesia debe estar en comunión con Roma, afirmará contra los 
Donatistas, ya que allí existe la única Cátedra, que es fuente de la unidad 
de todas las Iglesias.
A diferencia de estos Padres, que acentúan la centralidad de la sede 
romana en la “comunión”, San Ambrosio (381-390) parece insistir más 
en el papel de garantía de la verdad. De hecho, en sus Cartas, escribirá 
que la Iglesia de Roma es custodiadora del Símbolo Apostólico en su in­
tegridad y pureza y que a ella han de dirigirsetodas las cuestiones que se 
refieran a la fe y a la disciplina. Así resulta, también, en el “De Sacra- 
mentis”, donde afirma la necesidad de unificar siempre la liturgia según las 
directrices de Roma: “in ómnibus cupio.sequi Ecclesiam Romanam”. Lo 
cual hemos de entenderlo naturalmente no ya como imitación literal de la 
praxis de Roma, sino como plena adhesión a las disposiciones concer­
nientes a la fe.
34 Cf. D. Valentini, «Primato romano», in: G. Calabrese - Ph. Goyret - O. F. Piazza, Di- 
zionario'di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1128-1150; T. Bertone, Il Primato 
del successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Considerazione della Congregazione per la Dot­
trina della Fede. Testo e commenti, Città del Vaticano, 2002, p. 493-503; W. Kasper, Il ministero pe- 
trino, cattolici e ortodossi in dialogo, Roma, 2004; J.-M. Tillard, Il Vescovo di Roma, Brescia, 1985.
158 Amano Álvarez-Suárez
Por otra parte, a la vez que se va reconociendo el primado se van 
también sucediendo las afínnaciones de la autoridad primacial, por parte 
de la Iglesia de Roma35. Tales afirmaciones expresan, de forma siempre 
más clara, que la autoridad del Papa tiene un carácter jurisdiccional; es 
decir, que es tal que puede decidir definitivamente las cuestiones doctri­
nales o disciplinarias sobre las que cree un deber tener que intervenir para 
el bien de toda la Iglesia. Sin embargo, no se trata de la reivindicación de 
un poder nuevo, sino de la explicitación doctrinal de una praxis, vigente 
desde siempre que ponía al Obispo de Roma en el centro de la comunión 
de las Iglesias locales.
La primera declaración, en este sentido, es la del Sínodo Romano, 
celebrado en el 382, bajo el Papa Dámaso. Por las actas sinodales, el pri­
mado resulta indiscutible. Está fundado no sólo sobre el hecho de que “la 
santa Iglesia de Roma ha sido pre-puesta a las otras Iglesias por algunas 
disposiciones canónicas” cuanto “sobre la Palabra del Señor...: Tú eres 
Pedro”... y, secundariamente, sobre el martirio romano de los Apóstoles 
Pedro y pablo (Dz. 67).
A partir del siglo V las atenciones del carácter jurisdiccional del mi­
nisterio primacial se hacen siempre más explícitas. Inocencio I (417) afir­
mará que “de la Sede apostólica han tenido origen el episcopado mismo y 
toda la autoridad que se une a este nombre” (Dz 100). Y aún más clara­
mente se expresará su sucesor Zósimo (418), según el cual “la Tradición 
de los Padres ha atribuido a la Sede Apostólica una autoridad tan grande 
que ninguno puede retenerse autorizado a poner en discusión sus juicios” 
(Dz 109).
El mismo concepto es aún confirmado por el Papa Bonifacio I 
(422), que presenta a la Iglesia romana como centro y cabeza de toda la co­
munión eclesial: “Esta (de Roma) es para las Iglesias difundidas en el 
mundo lo que es la cabeza para sus miembros. Quien se separa de ella se 
hace extraño a la religión cristiana, ya que ha comenzado a no pertenecer 
más a su misma estructura” (Dz 109b-c; 110).
Contemporáneas a estas reivindicaciones papales encontramos al­
gunas atestaciones de San Agustín (354-430), que demuestran elocuente­
mente el prestigio del que gozaba entonces la Iglesia romana. A ella, de 
hecho, se le reconoce una autoridad doctrinal y pastoral sobre todas las 
Iglesias, si bien no olvida que, también las demás Iglesias, han sido fun­
dadas sobre el fundamento de los Apóstoles. Lo cual vale aún cuando si, 
para resolver los problemas más complejos, él se reserva el derecho de re­
currir a las sedes apostólicas o a los Concilios o al Obispo de Roma, según 
las situaciones concretas. La posición central de la Iglesia de Roma se su-
35 Cf. Kl. Schatz, Il Primato del Papa. La sua storia dalle origini ai nostri giorni, Brescia, 
1996; J.-M. Tillard, Il Vescovo di Roma, Brescia, 1985; D. Valentini, «Il Papa», in: G. Barbaglio 
- G. Bof - S. Dianich, Teologia, Cinisello Balsamo, 2002.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 159
braya particularmente con ocasión de la controversia pelagiana (415-420). 
En esta circunstancia, San Agustín declarará explícitamente que, habiendo 
tal Iglesia aprobado las actas de Concilios locales que condenaron tal he- 
rror, “causa finita es f \ En los decenios sucesivos, los testimonios acerca 
del primado de Roma se hacen siempre más frecuentes, al menos por lo 
que respecta a la Iglesia latina. Lo confirman las numerosas intervencio­
nes doctrinales y disciplinares del Papa León Magno. Inicialmente, él se 
ocupa de la controversia monofisista de Oriente, exponiendo en una Carta 
a Flaviano (449), Patriarca de Costantinopla, la doctrina cristológica (Dz. 
143-144). Tal Carta será, después, tomada por los Padres del Concilio de 
Calcedonia (451) como base de sus decisiones doctrinales (Dz. 148).
Este mismo Concilio se desarrollará bajo la presidencia de los Le­
gados del Papa, que al final ratificará las actas, a excepción del cánon 28. 
Este cánon, puesto que asignaba a la Sede de Costantinopla, nueva Roma, 
“el mismo rango de Roma, a pesar de ser la segunda, después de ella”, pa­
recía atentar al Primado papal.
El Papa León intervendrá aún en Italia contra la herejía pelagiana y 
maniquea, en España contra los priscilianistas y, también, en Francia, Ili­
ria y Africa para resolver el orden en las jerarquías locales. A la base de 
estas tomas de posiciones está una clara conciencia del Primado. “Por 
medio de Pedro, bienaventurado jefe de los Apóstoles, la santa Iglesia ro­
mana posee la supremacía (“principatus”) sobre todas las Iglesias de la 
tierra”. Los demás Obispos están llamados “a participar en su cuidado pas­
toral, pero no en la plenitud de posesión del poder”.
Inmediatamente, las declaraciones de los Papas respecto a la propia 
y suprema autoridad se harán aún más insistentes como lo testifican, por 
ejemplo, las Cartas del Papa Simplicio (476) (Dz. 343) y del Papa Gela- 
sio I (494) (Dz 350), que afirman la superioridad del Papa sobre el Con­
cilio y el carácter inapelable de sus sentencias”.
Por último, recordemos a San Gregorio Magno (f607), el cual trata 
del poder primacial, especialmente, en relación con la autoridad de los 
Obispos. El ve el ministerio del Papa, esencialmente, como servicio, como 
defensa del pluralismo episcopal. “En cuanto a mí - escribirá al Patriarca 
de Alejandría, Eulogio - no busco ser grande con las palabras sino con mi 
conducta. Ni considero un honor lo que disminuye el honor de mis her­
manos (Obispos). Mi honor es ofrecer apoyo sólido a mis hermanos. En­
tonces soy verdaderamente honrado, cuando no viene negado el honor 
debido a cada uno de ellos”.
Por otra parte, este Papa afirma también claramente que el Obispo 
de Roma es “cabeza de la fe” y que a la Cátedra de Roma le corresponde 
transmitir sus poderes a la Iglesia universal”.
160 Aniano Álvarez-Suárez
2.3 Primado sinodal y Primado romano
En la Iglesia latina, el Primado del Obispo de Roma es un ministe­
rio generalmente reconocido y abiertamente reivindicado36. En Oriente, 
en cambio, se encuentra una notable resistencia a admitirlo, como resulta 
de los testimonios que nos han llegado37. Se trata, ahora, de examinar, bre­
vemente, la evolución de este fenómeno, refiriéndonos particularmente al 
desarrollo de la organización sinodal.
Ante todo hemos de decir que, en general, todos los Padres orien­
tales reconocen el Primado de San Pedro,al que consideran “Cabeza” y 
“guía” de la Iglesia, incluso la “piedra” sobre la que Jesús fundó su co­
munidad. Sin embargo, hemos de añadir que son raras las afirmaciones 
explícitas referentes a su autoridad sobre los demás apóstoles, y que esta 
autoridad no viene deducida de los textos clásicos sobre el Primado.
Consecuentemente, en Oriente, se admite la superioridad de la Igle­
sia romana en cuanto sede de Pedro, como se deduce del puesto preemi­
nente reconocido a la misma en los Concilios o por el recurso a Roma de 
Nestorio y de Cirilo (430); sin embargo, sus decisiones doctrinales y dis­
ciplinares no son aceptadasen virtud del primado de jurisdicción, que fre­
cuentemente los Papas reivindican.
De hecho, los Obispos orientales, frecuentemente, se oponen, y lo 
hacen refiriéndose, de forma unilateral, al principio sinodal, en virtud del 
cual cada Iglesia local está en “comunión” cuando sigue la propia sede 
patriarcal, sin tener que depender directamente de la Iglesia de Roma. Por 
este motivo, ellos se reservan el examinar las cuestiones doctrinales y dis­
ciplinares, sobre las que, por lo demás, el Obispo de Roma se ha ya de­
clarado, reservándose también el decidir colegialmente con el Obispo de 
Roma. Esta, por ejemplo, es la praxis seguida en los Concilios ecuméni­
cos de Efeso (431), Calcedonia (451), Costantinopolitano III (680-681) y 
Costantinopolitano IV (869-870), no obstante las reclamaciones de los De­
legados Pontificios.
La dificultad para aceptar el Primado de jurisdicción del Papa -y el 
estilo romano de su ejercicio-, tiene una raíz muy profunda y, por ello, una 
diferente experiencia eclesial. De hecho, en Oriente, el papel de los Pa-
36 Cf. R. E. B r o w n - K. P. D o n f r i e d - J. R e u m a n n , Pietro nel Nuovo Testamento, Roma, 
1988; P. H ü n e r m a n n , Il Primato del successore di Pietro, Città del Vaticano, 1998; M. M a c c a r o n e , 
Il Primato del Vescovo di Roma nel primo millennio. Ricerche e testimonianze, Città del Vaticano, 
1991.
37 Cf. A. M u s o n i , «Chiese sorelle», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O. F. P i a z z a , Dizio­
nario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 202-209; S. P i é - N i n o t , «Iglesias her­
manas», in: Diccionario de Eclesiologia, Madrid, 2001; p. 525-526; C o m i t a t o M i s t o C a t t o l i c o 
O r t o d o s s o I n F r a n c i a , «Il Primato romano nella comunione delle Chiese», in: Enchiridium Oecu- 
menicum, 4, Bologna, 1996, p. 920-967; P. H ü n e r m a n n , Papato ed ecumenismo. Il ministero petrino 
a servizio dell’unità, Bologna, 1999; W. K a s p e r , Il ministero petrino, cattolici ed ortodossi in dialogo, 
Roma, 2004.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 161
triarcas y el principio de adecuación de la jurisdicción eclesiástica a la 
civil tenían un peso considerable, mientras el principio del origen apostó­
lico de la Iglesia no era acogido en todas sus consecuencias. En cambio, 
en Occidente, el Primado de jurisdicción de la Iglesia de Roma en la “co­
munión de las Iglesias” era pacíficamente admitido, y esto no ya por mo­
tivos políticos, sino porque se valoraba al máximo la importancia del 
origen apostólico38.
De todas formas, está, históricamente, probado que hacia finales 
del siglo IX - en el tiempo del Concilio Costantinopolitano IV - el Pri­
mado jurisdiccional de la Iglesia de Roma venía comunmente aceptado 
en Oriente. En este tiempo, la Iglesia de Roma venía considerada por el 
Emperador como “la madre de todas las Iglesias”, y a su Obispo como 
“universalis Papa”. También el Patriarca de Costantinopla, Ignacio, es­
cribiendo al Papa Nicolás I, reconoce explícitamente que las palabras de 
Mateo 16,18 son válidas para todos los sucesores de Pedro.
Centrando la atención en Occidente hemos de subrayar que, tam­
bién aquí, especialmente desde el siglo VI al siglo IX, frecuentemente, se 
aplica el principio sinodal, en virtud del cual, normalmente, cada Iglesia 
local depende de las sedes provinciales. Así el recurso a la Iglesia de Roma 
(a la sede Apostólica) tiene lugar solamente en los casos más complejos.
Aplicación de tal principio son los numerosos concilios provincia­
les que dirimen importantes cuestiones doctrinales, como el Concilio de 
Orange (529), el Concilio de Braga (561), los Concilios de Toledo y el 
Concilio de Quiercy (853). Junto con estos hay que recordar también otros 
Concilios locales que fijan - para todas las Iglesias de una provincia y, a 
veces, de una nación - aspectos particulares de la disciplina, como sucede 
en el Concilio de Chalon-sur-Saone (647-653), de Tours (813), de París 
(829), de Reims (991), que tienen valor excepcional por la determinación 
de la disciplina penitencial.
Por otra parte, especialmente bajo los Emperadores franceses, se 
verifican situaciones nuevas que orientan a la Iglesia de Roma a un ejer­
cicio siempre más frecuente del poder primacial. De hecho, frecuente­
mente, hubo ingerencias del poder civil en la esfera eclesiástica, como se 
manifiesta en la Carta al Papa León III (796) de Cario Magno, en la que 
se sostienen tesis de timbre cesaropapista. Otras veces, en cambio, se crean 
fuertes tensiones entre metropolitanos y Obispos, como refleja la Carta II 
al Papa Nicolás I (862), de Incmaro de Reims, en la que se reivindica la 
autonomía judiciaria de los metropolitas en relación con los Obispos su­
fragáneos; o por el discurso de Amulfo de Orleans al Concilio de Reims 
(991), que trata de limitar el derecho de los Obispos de apelar a Roma.
38'C f . D. V a l e n t i n i , Saggi teologici sulla Chiesa locale, il ministero petrìno del Papa e l ’ecu­
menismo, Roma, 2007. Id ., «Il primato petrìno del Vescovo di Roma a 40 anni dal Decreti “Unitatis 
Redintegratio” (1964-2004). Una lettura teologica cattolica», in: G. B a r b a g l i o - G. B o f - S. D i a - 
n i c h , In cammino verso l'unità cristiana. Bilancio ecumenico a 40 anni dall’ “Unitatis Redintegra­
tio”, Roma, 2005, p. 15-73.
162 Aniano Alvarez-Suárez
En esta situación, los Obispos se vieron abligados a fortalecer aún 
más los lazos con el Papa a través del recurso a la Sede Romana. Esta re­
acción contra los abusos del poder de los metropolitanos contribuyó a la 
formación de los “Decretales pseudo-Isidorianos” (850), que intentaban li­
mitar la autonomía de las Iglesias nacionales. Todo esto sirvió también 
para alargar la esfera de influencia del poder pontificio, llevando a los 
Papas a reivindicar el valor de los propios decretos independientemente de 
su aceptación, y a enviar los propios Legados a los Concilios locales.
Poco a poco, de esta manera, se creó una situación que determinó 
un sensible cambio de acento en el gobierno de la Iglesia latina. El prin­
cipio sinodal, que conlleva una descentralización de la autoridad, poco a 
poco quedó en la sombra, mientras se fue afirmando siempre más una es­
tructuración centralizada, que se apoya en la autoridad primacial39. Este fe­
nómeno, vivido aún en los orígenes, en estos momento, caracterizará la 
historia de la Iglesia occidental durante todo el segundo milenio.
3. Urgencia de una renovación eclesial
“Ecclesia semper reformanda”: la Iglesia necesita reformarse siem­
pre. Pero, si existió un tiempo en el que se advirtió la urgencia de una pro­
funda renovación eclesial, ése fue ciertamente el que va del 900 al 160040. 
En estos siglos maduran acontecimientos históricos que señalarán dolo- 
rosamente la vida de la Iglesia; pensemos en la decadencia de la Edad de 
Hierro, en la separación de las Iglesias de Oriente, en el grande cisma de 
Occidente y en la crisis conciliarista, en los compromisos del Papa y del 
alto clero con la mentalidad del Renacimiento, y en la Reforma protes­
tante.
En medio de todas estas tempestades, ¿dónde encontrará la Iglesia 
la fuerza para dar los cambios de timón necesarios y.poder mantenerse en 
ruta? Podremos responder refiriéndonos a la acción renovadora de los 
grandes santos. Pero en esta sede, sin embargo, hemos de recordar espe­
cialmente el esfuerzo de quienes lograron una visión eclesiológica más 
rica, capaz de resolver -aunque sólo fuese provisoriamente- los nuevos 
problemas, y que contribuyeron eficazmente a realizarla41.
39 Cf. M. C r o c i a t a , «Sinodo dei Vescovi», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O. F. P i a z z a , 
Dizionario di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1330-1338; Collegialità e primato. 
La suprema autorità della Chiesa, Bologna 1993; M. C. B r a v i ,11 Sinodo dei Vescovi, Istituzione, fini, 
natura. Indagine teologico-giuridica, Roma, 1995; J. T O M KO , Sinodo dei Verscovi. Natura, metodo, 
prospettive, Città del Vaticano, 1985.
40 Cf. A. A n t ó n , El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas, 
BAC, Madrid, 1987.
41 Cf. G. T a n g o r r a , «Rinnovamento dell’Ecclesiologia», in: G. C a l a b r e s e -P 1 i . G o y r e t - O . 
F. P i a z z a , Dizionario di ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p. 1208-1212; Y. M.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 163
Se comprende, pues, si también aquí nos limitamos a breves rasgos 
que nos den un cuadro sintético del desarrollo de la doctrina de la Iglesia. 
Por ello, nos referiremos a la reforma gregoriana, al conciliarismo, a la 
Reforma protestante y a la contrareforma católica.
3.1 La reforma gregoriana
A partir de principios del siglo X, la Iglesia romana vivió un perí­
odo dificilísimo. Alguno la ha definido como “tiempos negros”: el ejerci­
cio del Primado experimentó una involución impresionante, debido a las 
injerencias del poder político en la elección del Papa y a la ineptitud de los 
Papas elegidos bien por el Emperador bien por las familias romanas más 
influyentes. Baste pensar que, en este tiempo, hubo unos cuarenta Papas, 
de los que no se recuerda alguna intervención doctrinal importante y cuya 
actividad pastoral, como Cabezas de la Iglesia, es totalmente irrelevante.
Por otra parte, se trata de un período en el que se experimenta la 
necesidad de un guía seguro. Es en este tiempo en el que madura el Cisma 
de Oriente, en el que se va perdiendo el sentido de la universalidad de la 
Iglesia, en el que el estilo moral de la vida del clero es, frecuentemente, es­
candaloso. Se experimenta, así, una profunda necesidad de reformas. El 
problema reside en eldónde encontrar las fuerzas para realizarla. La Igle­
sia de entonces las encontrará inicialmente en el Monaquisino y, un siglo 
más tarde, en las Ordenes Mendicantes.
La situación de la Sede romana cambiará radicalmente con la re­
forma llevada a cabo por dos grandes Papas: León IX (1049-1054) y, es­
pecialmente, por Gregorio VII (1073-1085), que será conocida en la 
historia justo como “la reforma gregoriana”42. El apoyo moral y, más aún, 
la carga espiritual de las familias monásticas entonces florecientes dieron 
a estos Papas las fuerzas de contrastar las pretensiones de los Príncipes 
laicos permitiendo a la Iglesia liberarse de su predominio. Venía, así, orien­
tada también una recuperación vigorosa del ejercicio del poder primacial, 
que se ampliará también más allá de la esfera religiosa.
En este clima de renovación se delinea una nueva concepción ecle- 
siológica. Durante todo el primer milenio la realidad fundamental es la 
Iglesia, universal y local. A partir de la Reforma gregoriana ocupará el pri-
C o n g a r , L ’Église de saint Augustin à l ’époque modem , Paris, 1970; H. F r i e s , «Mutamenti dell’im­
magine della Chiesa ed evoluzione storico-dogmatica», in J. F e i n e r - M. L ö h r e r , Mysterium Salutis, 
7, Brescia, 1972, p. 267-339; E. M é n a r d , L ’ecclésiologie hier et aujourd’hui, Bruges-Paris, 1960; P. 
T h i o n , «La Chiesa», in: B. S e s b o O é - H . B o u r g e o i s , Storia dei dogmi, III, Casale Monferrato, 1998, 
p. 425-486.
42 Cf. A. F l i c h e , La réforme grégorienne, 3 voi., Paris, 1924-1927; G. T e l l e n b a c h , Liber­
ias. Kirche und Weltordnung im Zeitalter des Investiturstreites, Stuttgart 1936; H. J e d i n , Manual de 
historia de lalglesia, voi. 3, Herder, Barcelona, 1970.
164 Amano Álvarez-Suárez
mer lugar el Papa. Así la Iglesia viene considerada como una única “so­
ciedad”, cuyo centro está en Roma43.
La Iglesia romana, en esta concepción, es, pues, “fons et origo,fun- 
damentum, basis, cardo” de todas las demás Iglesias. Toda la Iglesia está 
sometida directamente a la autoridad del Papa, el cual es “Obispo univer­
sal”, “puede deponer o rehabilitar a los Obispos”, “cambiarlos, según la 
necesidad de una u otra sede”, “incluso sin el consentimiento de un Sí­
nodo”. Así lo estable, entre otras cosas, el “Dictatus Papae” (1075), en 
los cánones 2; 3; 13; 25.
En esta nueva perspectiva, el Obispo de Roma viene considerado, 
pues, como “Obispo universal”. A él se le reconoce un poder sobre todos 
los cristianos, superior al de los Obispos locales. Más aún, las diversas 
Iglesias existen porque él llama a los respectivos Obispos a colaborar con 
él. Según Gregorio VII, los Obispos participan en su solicitud pastoral, 
pero no detienen la plenitud del poder.
Esta concepción, que amplía considerablemente la esfera del ejer­
cicio del poder papal, deja transparentar la tendencia de considerar a la 
Iglesia universal como una única diócesis dirigida por el Papa, del que los 
Obispos son sus vicarios. Esta doctrina la encontramos en los así llama­
dos “teólogos gregorianos”, como Humberto de Moyemnoutier y Boniz- 
zone de Sutri, y que más tarde asumirá la teología de los siglos XII-XIII. 
El único que se separará de esta orientación será San Bernardo, quien es­
cribiendo al Papa Eugenio III (1150), distingue entre poder universal de los 
Papas y oportunidad de su ejercicio, recomendándole el no desbordar la 
autoridad de los Arzobispos y de los Obispos, porque ella les viene tam­
bién de Dios.
La nueva orientación eclesiológica se afirma, especialmente, con la 
constitución de las Ordenes Mendicantes. Estas, dependiendo directamente 
de un Superior religioso, estaban exentas de la jurisdicción de los Obispos 
locales; más aún, por privilegio pontificio, frecuentemente, sus miembros 
tenían las facultades de predicar y confesar sin permiso ni de los Obispos 
ni de los párrocos. La necesidad de justificar este estado de hecho lleva a 
una afirmación global de la jurisdicción universal y directa del Papa. In­
cluso Santo Tomás, que subraya la fúnción insustituible de los Obispos, 
habla de una sociedad cristiana regida por una sola Cabeza, la cual, justa­
mente, está encomendada al cuidado pastoral de toda la Iglesia.
De la teología, la doctrina de la universalidad de los poderes -así 
como se entendía a partir de la Reforma gregoriana- pasará al magisterio 
de los Pontífices, de Alejandro III (1159), de Inocencio III (1199) y Boni­
facio VIII (1302). Esta doctrina estará a la base de la doctrina conciliar de
43 Cf. B. f e r m e , «Papato», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O. F. P i a z z a , Dizionario di Ec­
clesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2010, p . 996-1001; B. S c h i m m e l p f e n n d m g , Il Papato. Anti­
chità. Medioevo. Rinascimento, Roma, 2006; K. S c h a t z , Il Primato del Papa. La sua storia dalle 
origini ai nostri giorni, Brescia, 1996.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 165
este tiempo, como se puede ver en el Concilio Lateranense (1215) y en el 
II Concilio de Lyón (1274).
Sin embargo, en este mismo período, frecuentemente, los teólogos 
presentan también la concepción tradicional de la Iglesia como “Cuerpo 
de Cristo”. Mantienen que la Iglesia es un Cuerpo “espiritual” o “místico” 
y, a la vez, está animada por el Espíritu Santo. Pero también esta misma 
visión de la Iglesia como misterio vendrá utilizada para afirmar su uni­
versalidad y, a la vez, la centralidad de la Iglesia de Roma. Se hablará, 
pues, de “Cuerpo de la Iglesia”, haciendo referencia a su unidad orgánica, 
y de una “Cabeza de todas las Iglesias”, que es la Iglesia romana.
Un ejemplo autorizado de esta utilización es la Bula “Unam Sanc- 
tam” de Bonifacio VIII (1302). En ella, afirmado que la Iglesia es “un 
único cuerpo místico”, el discurso se orienta hacia la universalidad del 
poder papal. Veamos los pasos más importantes: “La Iglesia, pues, qué es 
una y única, tiene un sólo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un mons­
truo, es decir, Cristo y el Vicario de Cristo, Pedro, y su sucesor, puesto 
que dice el Señor al mismo Pedro: “apacienta mis ovejas” (Jn 21,17). Mis 
ovejas, dijo, y de modo general, no estas o aquellas en particular; por lo 
que se entiende que selas encomendó todas” (Dz. 468-469). Los Papas 
son, pues, Vicarios de Cristo: dotados de poderes ilimitados, pueden ser 
juzgados solamente por Dios.
Resumiendo, entre el siglo X y el siglo XIII la necesidad de conso­
lidar la autoridad de la Iglesia frente a las pretensiones imperiales lleva a 
una fuerte afirmación del papel del Obispo de Roma. La concepción anti­
gua de la Iglesia como “comunión” de las Iglesias hermanas, poco a poco, 
se va olvidando en favor de la concepción de la única Iglesia - la romana 
- que extiende su autoridad sobre todos los creyentes. Empezará así una 
larguísima eclipsis de la eclesiología “comunional”, que comprometerá 
hasta nuestros días a la Iglesia en una toma de conciencia más viva y ar­
moniosa de la propia realidad44.
3.2 La lucha en favor de la renovación de la Iglesia
La reforma gregoriana había obtenido el efecto de consolidar la au­
toridad del Papa, al que se le reconocía la posesión de “la plenitud del 
poder” sobre toda la Iglesia. Y una renovación de la vida de la Iglesia se 
había ya realizado dado que la Iglesia, finalmente, se había desvinculado 
de las fuertes injerencias de la autoridad civil. Pero se trataba de una re­
forma parcial: las estructuras eclesiales se habían notablemente reforzado 
y habían obtenido una válida salvaguardia jurídica, pero los hombres - los
44 Cf. G . F a l b o , Il Primato della Chiesa di Roma alla luce dei primi quattro secoli, Roma, 
1989: A. G a r u t t i , Primato del Vescovo di Roma e dialogo ecumenico, Roma, 2000; M. M a c c a r o n e , 
Il primato del Vescovo di Roma nel primo millennio. Ricerche e testimonianze, Città del Vaticano, 
1991.
166 Amano Alvarez-Suárez
simples creyentes y también la jerarquía - experimentaban fuertemente 
los condicionamientos negativos del ambiente social y cultural contem­
poráneo.
Se notaba, por ello, la urgencia de una renovación de las costum­
bres. Desde distintas partes se hablaba, de hecho, de una reforma “in ca- 
pite et in membris”, de la jerarquía y de los fieles, que restableciese el 
estilo de vida evangélico y liberase a las cabezas de la tentación del poder 
y de la riqueza, restituyéndoles a las misiones espirituales que Cristo les 
había confiado.
Intentos de reforma no habían faltado. Existía quien se proponía 
cambiar la situación, desde dentro de la Iglesia, como los miembros de las 
Ordenes Mendicantes, y quien, en cambio, había pensado contestar la vida 
de la Iglesia, alejándose de ella, como los Cátaros, Valdenses... y, más 
tarde, Wicliff y Huss.
Pero los males que afligían a la Iglesia no disminuían. La separación 
entre la Iglesia latina y la oriental parecía incrementarse ya que el II Con­
cilio de Lyón (1274), que había restablecido la unidad de los griegos, no 
dió resultados que durasen. Tampoco se observaban las renovaciones en 
la Jerarquía; más aún, era opinión común que quien no quería tales reno­
vaciones era, precisamente, Roma. La situación parecía precipitarse irre­
vocablemente, ya que la cristiandad se encontró, en 1378, con dos Papas, 
y, a partir de 1409, incluso, con tres. Una situación conflictivísima de la 
que parecía no había salida fácil.
Sobre el fondo de este ámplio contexto hay que examinar las con­
cepciones eclesiológicas que están a la base de los Concilios de Costanza 
(1414-1418) y de Basilea (1431-1437) y del Conciliarismo.
El Concilio de Costanza trató de enfrentarse con la situación ex­
cepcional de entonces, sobre todo, con el Decreto “Haec Sancta”. Este 
documento afirmaba que el Concilio, que representaba a la Iglesia católica, 
recibe la potestad directamente de Cristo y que todos deben atenerse a sus 
decisiones, incluso el Papa.
Hace algún tiempo se pensaba que el Decreto no fuese un acto con­
ciliar y, por ello, careciese de todo valor. Dado que esta interpretación no 
respondía a los datos históricos, recientemente se ha pensado que, no obs­
tante ser una declaración inaceptable, se le atribuía el valor de una for­
mulación doctrinal absoluta, la declaración se presentaba admisible como 
una medida de emergencia, como una norma práctica emanada por un con­
cilio episcopal, que tenía que restituir una “cabeza” legítima a la Iglesia.
Hoy se presenta una interpretación que parece satisfacer más, desde 
el punto de vista histórico45. El Decreto “Haec Sancta” tendría un inne­
45 Cf. G . M a r t i n a , La Chiesa nell’età della riforma, Morcelliana, Brescia, 1988; J. W o h l - 
m u t h , «I Concili di Costanza (1414-1418) e Basilea (1431-1449)», in: G . A l b e r i g o , Storia dei concili 
ecumenici, Queriniana, Brescia, 1990, p . 219-239; K . A . F i n k , «Il Concilio di Costanza», in: H. J e d i n , 
Storia della Chiesa, voi. V/2, Jaca Book, Milano, 1990; M. Fois, «Il valore ecclesiologico del decreto 
“Haec Sancta” del Concilio di Costanza», La Civiltà Cattolica 126 (1975) 138-152; R. G a r c í a V i l l o s - 
l a d a - B. L l o r c a , Historia della Iglesia Católica, III, Madrid, 1960, p . 183-268.
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 167
gable contenido doctrinal positivo, leído a la luz de la eclesiología de en­
tonces. Esta eclesiología enseñaba, de hecho, que en el Concilio se hace 
presente la Iglesia católica, de la que él (el concilio) es imagen visible; 
que tal autoridad no puede estar en contraste con la Papal, sino que debe 
ser expresión de la fraternidad, de la “communio” presente en la Iglesia; 
y que, finalmente, a las decisiones de la autoridad conciliar (referentes a 
la unidad, ortodoxia, disciplina) todos están obligados, incluso el Papa. 
Hechas estas puntualizaciones, la interpretación no crea dificultades dog­
máticas y constituye un progreso real en el conocimiento de ese Concilio 
ecuménico.
En Constanza se buscará también la renovación de la Iglesia. Con 
esta finalidad se redactó la Constitución “Frequens”, que establecía la ne­
cesidad de convocar frecuentemente -cada diez años- el Concilio general 
para garantizar una continuidad a al reforma. Este documento es impor­
tante también porque subraya la importancia de los Obispos en el gobierno 
general de la Iglesia y orienta hacia el reconocimiento explícito del ca­
rácter inmediato y ordinario del poder de los Obispos. Finalmente, decre­
taba la autoridad del Concilio para dirimir la cuestión sobre la legitimidad 
de un Papa en el caso que sobreviniese un cisma.
En cuanto al valor de esta Constitución, hemos de decir que viene 
aprobada implícitamente tanto por Martín V como por Eugenio IV, los 
cuales se atuvieron a la misma convocando el Concilio en los tiempos co­
rrespondientes; Eugenio IV la aprobó también explícitamente en la Carta 
“Ad ea ex debito” (1447). De ahí que no existan dudas sobre su concilia- 
ridad.
Diferente es, en cambio, el tema referente al Concilio de Basilea. 
Este Concilio, inicialmente, asumió el Decreto “Haec Sancta”, con las li­
mitaciones originarias. Sin embargo, tras la rotura definitiva con el Papa 
Eugenio IV (1439) lo erigió en formulación dogmática absoluta de la su­
perioridad del Concilio sobre el Papa (cfr. Decreto “Sicut una”). Con ello 
se asumían las posiciones propias de una eclesiología conciliarista neta­
mente en contraste con los derechos primaciales del Obispo de Roma, no 
obstante las intervenciones en sentido contrario de Eugenio IV (1439) y de 
Pió II (1460).
Por otra parte, no obstante las disposiciones de la Constitución “Fre­
quens”, el deseado renovamiento no se realizó ni por parte de los Papas de 
este período ni por parte del clero ni por parte de los fieles. El temor - no 
ciertamente infundado - de una recuperación del conciliarismo retrasó la 
convocación de un Concilio de reforma que, cuando se decidió, ya era de­
masiado tarde. Cuando se celebró el Concilio de Trento ya se había pro­
ducido una laceración histórica.
168 Amano Álvarez-Suárez
3.3 Reforma protestante y Contrareforma católica
A principios del sigli XVI, en la Iglesia católica, se pone en marcha 
una nueva y más radical contestación. Frente a ladecadencia moral de la 
autoridad eclesiástica se habla aún de renovación, pero presentando doc­
trinas que llevarán a un total cambio de la doctrina eclesiológica tradicio­
nal. Y ello, porque tal es, en realidad, la Reforma que Lutero empieza a 
promover46.
En primer lugar se discute el valor de la Iglesia misma como insti­
tución. Esa institución eclesial concreta no puede unirse con Cristo y, por 
ello, ni el ministerio sacerdotal, ni la autoridad eclesiástica - especial­
mente la del Papa - y ni siquiera las leyes que regulan la vida de la Igle­
sia pueden presentarse como queridas por Cristo. La salvación del hombre 
viene sólo de Dios, por medio de una relación directa que vanifica toda 
mediación eclesial.
Positivamente la Iglesia, según los Reformadores, es “la asamblea 
santa de los fieles”, la asamblea de los que están unidos a Dios mediante 
la fe y que sólo Dios conoce. Espiritual e invisible, la Iglesia está presente 
en todo lugar donde se predica la Palabra de Dios y se administran los Sa­
cramentos del Bautismo y de la “Cena” (los únicos reconocidos). Esta 
concepción eclesiológica se encuentra ya en los escritos de Lutero “Sobre 
el Papado” y “A la nobleza cristiana de la nación alemana” (1520).
En el período que va desde esta fecha hasta el Concilio de Trento 
(1515-1563), la doctrina tradicional sobre la Iglesia continúa, por lo 
demás, siendo presentada con profundidad y equilibrio. Esto se debe afir­
mar no sólo por las exposiciones características, sino - generalmente - 
también por los escritos controversistas. Estos últimos se comprometen, 
particularmente, con la defensa del Primado papal y del Sacerdocio jerár­
quico, fuertemente contestados por los Reformadores.
La misma actitud encontramos en los Decretos del Concilio de 
Trento, que contraponen la eelesiología tradicional a la protestante. Y, a 
pesar de no ofrecer un tratado eclesiológico sistemático, los Documentos 
conciliares presentan a la Iglesia como depositaría de la Escritura y de los 
Sacramentos, y dotada de un Sacerdocio jerárquico. Esto resulta cierta­
mente del magisterio doctrinal, pero aún mucho más claro de la imagen de 
la Iglesia que el Concilio mismomostró durante su desarrollo.
En particular, por lo que concierne a la autoridad de los Obispos, se 
limita a afirmar, genéricamente, que el poder de orden se confiere con la
46 Cf. G. T a n g o r r a , «Riforma», in: G. C a l a b r e s e - Ph. G o y r e t - O. F. P i a z z a , Dizionario 
di Ecclesiologia, Città Nuova Editrice, Roma, 2 0 1 0 , p . 1 2 0 2 - 1 2 0 8 ; Y . M. C o n g a r , Vrai et fausse ré­
forme dans l ’Eglise, Paris 1 9 6 8 ; H. J e d i n , Riforma cattolica o Controriforma? Tentativo di chiari­
mento dei concetti con riflessioni sul Concilio di Trento, Brescia, 1 9 6 7 ; A . M u l l e r - N . G r e i n a c h e r , 
«La riforma della Chiesa», Concilium 3 ( 1 9 7 2 ) (tutto ¡Inumerò); J . J . v o n A l l m e n , Una riforma nella 
Chiesa: possibilità, criteri, autori, tappe, Roma, 1 9 7 3 ; S . X e r e s , La Chiesa corpo inquieto. Duemila 
anni di storia sotto il segno della riforma, Milano 2 0 0 3 .
La vida de la Iglesia en la historia de la Iglesia 169
consagración (Dz 1764), sin resolver la cuestión, entonces debatida, del 
origen del poder de jurisdicción; es decir, si deriva de la ordenación epis­
copal o es conferida por el Papa. No obstante, ya desde entonces, es con­
vicción común que, en virtud de la consagración, deriva a los Obispos una 
cierta potestad sobre toda la Iglesia. Pero esta doctrina no será oficial, en 
la Iglesia, hasta el Vaticano II.
Otra indicación sobre el modo de concebir la relación entre el Pri­
mado y Colegio episcopal la encontramos en la Bula “Benedictus Deus'\ 
con la que Pió IV confirmó los decretos tridentinos. En ella, no sólo se 
afirma la dependencia del Concilio ecuménico del Papa, sino que parece 
coloca al mismo Papa fuera del Colegio de los Obispos. Incluso, en este 
campo, habrá que esperar al Vaticano II para encontrar una formulación 
exacta entre las relaciones Primado y Colegialidad.
Grandemente positivas, en cambio, son las Constituciones del Con­
cilio tridentino sobre la renovación de la Iglesia. Tuvieron una acogida 
positiva y un resultado duradero. A este propósito recordemos solamente 
los Decretos sobre la santidad de la vida del clero y la obligación de la re­
sidencia para todos los pastores de almas, empezando por los Cardenales 
y los Obispos; las normas sobre la institución de los Seminarios, la elec­
ción de los Obispos idóneos, y la convocación frecuente de los concilios 
provinciales y de los sínodos diocesanos, que impartieron normas pasto­
rales adecuadas a la necesidad de las Iglesias locales.
Volviendo a las exposiciones eclesiológicas, hemos de subrayar que, 
a partir del Concilio asumirán, por la fuerza de las cosas, una estructura 
marcadamente apologética. La Iglesia vendrá, de hecho, presentada pre- 
valentemente como sociedad visible, cuyos miembros están unidos entre 
ellos por el triple vínculo de la profesión de fe, de la comunión de los Sa­
cramentos y de la obediencia a los pastores, especialmente al Papa47. A 
este último, en su actualidad de “Cabeza” de toda la Iglesia, vendrá reco­
nocida una jurisdicción ordinaria y universal. A los Obispos, en cambio, 
a los que se reconocen plenos poderes sólo en su diócesis, vendrá atri­
buida una jurisdicción delegada por el Papa.
Consecuentemente, en este mismo período, la autonomía discipli­
nar y litúrgica de las Iglesias locales viene limitada. La concepción de la 
Iglesia como comunión de las Iglesias locales conoce una eclipsis, mien­
tras viene promovida una imponente estructuración centralizada de la Igle­
47 Cf. R. B e l l a r m i n o , Disputationes de Controversiis Christianae Fidei adversus hujns tem- 
poris heréticos, che ebbe innumerevoli edizioni di cui le principali sono quelle di Ingolstadt 1586- 
1589; Venezia 1596, Praga, 1721; Roma 1832; I d . , Judicium de Libro quem Lutherani vocant 
Concordiae, del 1585; I d . , Tractatus deipotestate Summi Pontificis in rebus temporablibus, ad ver­
sus Gulielmum Barclay, del 1610; Id., Doctrina Christiana Breve, del 1598; Id., De scriptoribus ec- 
clesiasticis, del 1615; I d . , DeEditione latinae Vulgatae, quosensu a Concilio Tridentino defmitum sit 
it tea prò authenticae habeatur, del 1749. Qui dobbiamo ricordare che le edizioni complete dell’Opera 
omnia di Bellarmino sono state pubblicate a Colonia 1617; Venezia 1721; Napoli 1856; Parigi 1870. 
E, finalmente, vogliamo, anche qui, sottolineare la Catechesi del mercoledì che Benedetto XVI dedicò 
a Roberto Bellarmino, nell’Udienza Generale del 23 febbraio 2011.
170 Am ano Á lvarez-Suárez
sia, en la que asumen una importancia, siempre mayor, las Congregacio­
nes romanas.
Por último, en la teología se camina ya hacia la afirmación de la in­
falibilidad del magisterio. La doctrina tradicional de la infalibilidad de 
toda la Iglesia en el creer se explícita en la de la infalibilidad de la Iglesia 
al enseñar la doctrina de Jesús. La infalibilidad papal -ya presente en las 
tradiciones teológicas a partir del siglo XIII- viene ahora subrayada fuer­
temente por los controversistas, que la califican como doctrina casi de fe 
Aproxima fidei”).
Concluyendo, tras seis siglos de lucha, la Iglesia se orienta hacia 
una reforma que la libera de las hipotecas por parte del poder civil y de la 
permanente tentación del poder y de la mundanidad. Este progreso se re­
aliza no sin trabajos y laceraciones - como el Cisma de Oriente y la Re­
forma protestante - y a través de una centralización de las estructuras 
eclesiales que oscurece el “roll” insustituible de las Iglesias locales en 
orden a garantizar la catolicidad. Se propone, por ello, una nueva dimen­
sión para establecer la unidad y el equilibrio eclesiológico que se encon­
traban en crisis, misión que la Iglesia no cesará de realizar hasta nuestros 
días.
4. Hacia una visión más armónica de la Iglesia
La Contrareforma

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